10

DURANTE EL ALMUERZO no se habló del asunto, pero después, mientras Gerald trataba de divertir y distraer al poco grato huésped, el investigador propuso que Edgar Peters, sin que al parecer hubiera motivo para que lo eligiera entre los demás, fuera el próximo en concederle el placer de una entrevista privada. La súbita invitación inquietó a Edgar, porque nada la había hecho prever, pero pensó que era mejor afrontar la prueba y terminar de una vez.

—Ciertamente —contestó—. Pero temo que pierda usted el tiempo; nada se me ocurre a propósito de este infame suceso, cuya solución me parece muy problemática, y creo que no podré proyectar sobre él la menor claridad ni colaborar con usted en su empresa. Estoy atontado y me cuesta creer que haya ocurrido lo que ha ocurrido. Mi única aspiración, mi único sentido de la realidad y del deber que me incumbe, es regresar junto a mi esposa inválida.

Percy no hizo comentario alguno sobre estas objeciones, pero notó la voz lacrimosa con que habían sido expresadas. Cuando pasado un rato se sentaron a conversar, procuró calmar al contador, le sugirió que fumara y le manifestó su pesar por la mala salud de su compañera:

—Es una prueba muy penosa para usted —comentó—. Y ahora, a propósito del señor Knott: ¿trabajó alguna vez para él como profesional?

—Nunca. Sus abogados se ocupaban de todo.

—Pero le estimaba a usted, ¿verdad, señor Peters?

—Creo que no. Mi tío solía mezclar en forma curiosa y desconcertante los elogios y las recriminaciones. No tenía muy alta opinión de mi capacidad. A decir verdad, creo que ninguno de nosotros le caía en gracia desde el punto de vista profesional. No le importábamos mucho, aunque en el fondo sentíamos verdadero afecto por él y tratábamos de complacerle.

—¿Pero nunca le oyeron decir que le inspiraban desconfianza o aversión?

—Decía que no le gustaba criticar y que nunca lo hacía. Su ideal era la tranquilidad absoluta, la libertad para sus pasatiempos y no salirse de sus costumbres. Eludía cualquier cosa que exigiera aplicación, y no me atrevería a afirmar que conocía el significado de la palabra «deber». Expresaba opiniones poco amables como si tal cosa, y mientras lo hacía sonreía afablemente. Vivía como en un sueño de Arcadia, y los arbustos y hierbas exóticas de su colección eran para él mucho más reales que sus semejantes. Amaba las plantas porque no contradicen, ni se oponen, ni discuten.

—Muy interesante —admitió Percy—. Fue a la iglesia el día de Navidad, según me han dicho. ¿Era la vida espiritual una realidad para él?

—Nada me dio más gusto que verle orar el día de Navidad —declaró Edgar—. Algunos me tienen por cínico, pero es una calumnia y le ruego que no lo crea si alguien le dice eso de mí. Por naturaleza no soy optimista, y la vida no ha contribuido a proporcionarme un punto de vista colmado de esperanzas, pero creo, hasta cierto punto, en la interpretación cristiana de la existencia, y experimenté una sincera satisfacción al ver a tío Aníbal en la iglesia. Expresó su agrado y decidió que iría más a menudo; reflexionando sobre esta terrible experiencia, me conforta recordar que antes de morir se entregó al culto divino, aunque sólo fuera una hora.

—Estoy seguro de que dice usted la verdad —contestó Percy.

—Consuela pensar que si bien algunas personas nunca hicieron nada bueno en la vida, por lo menos no hicieron nunca nada malo —observó Edgar Peters.

—Indudablemente. No criticar significa no crearse enemigos. Y hasta ahora parece casi seguro que el señor Knott no tenía ninguno.

—¿Considera usted que no existe nada contra ninguno de nosotros, pese a la suposición de que esa muerte nos proporcionará ganancias materiales?

—No. No lo considero así. Debo todavía enterarme de muchas cosas; no estoy en condiciones de asegurar nada. Tenemos nuestras reglas cuando se trata de afrontar complicaciones. Y en este caso la probabilidad de serias complicaciones es innegable. Su tío ha sido envenenado, y el hecho de que tantas personas hayan tenido la posibilidad de envenenarlo y móviles para ello impide, por el momento, absolverlas.

—Sin embargo, nada se puede probar sobre bases negativas —observó Edgar—. Nosotros, por supuesto, somos individual y colectivamente inocentes, y cuando nos conozca mejor, la experiencia que tiene usted del carácter y la humanidad en general le hará ver en seguida que es así; pero nadie anhela más que nosotros el descubrimiento del asesino, porque si tardan demasiado en hallarlo, pese a que usted no duda de nosotros, la opinión pública estigmatizará nuestros nombres.

—No se descorazone —rogó Percy—. No vaya a figurarse que escapará el criminal. Hablo como si hubiera uno solo, pero puede haber más de uno. Tenga en cuenta cómo se presenta el caso para un observador imparcial…; yo, por ejemplo. Me encuentro con media docena de personas que esperaban recibir determinado beneficio; todas tenían un incentivo y no sería raro que varias de esas personas, movidas por el mismo instinto perverso, se hubiesen unido recordando que la unión hace la fuerza. De este modo, compartiendo más tarde cualquier amenaza de peligro, conseguían evitarlo.

Edgar se puso pálido y le miró con asombrado horror.

—¡Qué idea tan espantosa! —exclamó débilmente.

—Le expongo este punto de vista sólo para que vea cómo trabaja un cerebro entrenado —explicó Percy—. Pero en la perpetración de los grandes crímenes, la unión no siempre hace la fuerza. Compartir un pecado capital significa acrecentar el peligro individual, porque nunca un bribón puede confiar en otro. Un pillo puede confesar su maldad a una esposa fiel o a una amante y tener tal vez la seguridad de que le guardarán el secreto; pero nunca debería creer en otro pillo como él. No pretendo todavía afirmar que esto es obra de una banda; me limito a sugerir la posibilidad de que lo sea.

—¿Supone de veras eso? —inquirió Edgar.

—Aún no he empezado a suponer, sólo a cosechar. Se trata de un crimen ingenioso, y denota que detrás de él se oculta una mente astuta y calculadora. Sospecho que el individuo que mató al señor Knott obró solo; el tiempo lo dirá.

—Muy bien; pero considere a las personas hipotéticamente incriminadas —arguyó Edgar—. ¿Ha descubierto hasta ahora entre nosotros al poseedor de un cerebro astuto y calculador? No les tengo mala voluntad a mis parientes ni a la servidumbre de «Las Torres», pero conociéndolos como los conozco, no atribuiría a ninguno de ellos un intelecto excepcionalmente brillante, como no me lo atribuyo a mí mismo.

—¿Cuál es, entonces, su teoría del crimen? —preguntó el investigador—. Las impresiones de puertas adentro suelen ser muy útiles al que trabaja desde fuera.

—Rechazo la suposición de que yo sea de puertas adentro, salvo en lo físico —contestó Edgar cautelosamente—. En primer lugar, dudo que se trate de un crimen. Conociendo a las personas comprometidas en el asunto, la idea de un cobarde asesinato resulta grotesca. Para mí, lo más misterioso de todo es la forma en que esa droga, lenta pero mortal, penetró en el organismo de tío Aníbal; o si vamos más lejos, la forma en que llegó a esta casa. ¿Cuál de las personas de aquí había oído hablar de ese veneno? Nadie, excepto mi primo Arturo Hoskyn, lo había oído mencionar jamás; y hasta él, un especialista, ignora cuáles pueden ser ciertos misteriosos componentes del tóxico y, sobre todo, cómo apareció en «Las Torres». Si por el gusto de sostener una discusión partimos de la base de que ha habido crimen, ¿cuál de nosotros estuvo capacitado para armarse de ese extraño veneno o en situación de procurárselo? Pregunté a Arturo si es posible que un profano en la materia entre en una farmacia y pida un frasco de aloxán, y me dijo que ningún farmacéutico común comprendería lo que le piden. Por lo tanto ¿cómo es posible vincular aquí a nadie con semejante aventura?

—¿Sus primos comparten esa opinión? —preguntó Percy.

—Algunos están de acuerdo conmigo; otros, con mucho pesar, temen que Cypress sea el culpable.

—¿Usted no?

—Me odiaría a mí mismo si pensara así. Tal suposición es poco caritativa y muy improbable. Cypress era mucho más que un mayordomo para mi tío, más verdaderamente que cualquiera otra persona en el mundo; era su mano derecha. Confiaba en Tom y dependía de él de manera absoluta: es difícil imaginar que un ser humano otorgue tanta confianza a otro. En cuanto a Cypress, adoraba a tío Aníbal y le ha servido con entera fidelidad durante cerca de cincuenta años. Después de su espantoso hallazgo casi cayó en el anonadamiento, y temimos que perdiera la razón. Es más que probable que herede un importante legado, pero nadie lo habrá ganado con mayor merecimiento Aunque mil circunstancias le señalaran, nunca creería eso de él.

—¿Era el bienestar de su amo el único objetivo de su vida?

—Exactamente. En menor grado mi convicción se aplica también a María Cherry. Algunos de mis primos asocian la tragedia al botiquín que ella tiene a su cuidado; pero Esperanza Maitland me dijo en el almuerzo que usted ya lo ha revisado y que está seguro de que el veneno no ha salido de ahí. Hoskyn piensa lo mismo.

—Él y yo lo revisaremos juntos para estar bien seguros.

Edgar, tranquilo ahora, siguió hablando y contestando diversas preguntas con precisión y sinceridad. Dijo que esperaba regresar pronto junto a su esposa.

—Tal vez después del entierro —sugirió; pero Percy no le prometió nada.

—Todos están obligados a cumplir con su deber como la ley exige —dijo—, y el primer deber es acatar mis órdenes, señor Peters. Estamos en el comienzo.

—Sin duda se iniciará pronto en su cerebro el proceso de eliminación —predijo el otro—. Comprendemos que mientras no progrese debemos tener paciencia. Nos vemos a nosotros mismos muy diferentes de lo que hasta ahora hemos de parecerla a usted.

—Hasta ahora todos me parecen iguales, como le parecían ustedes al señor Knott, según me dijo la señorita Maitland —explicó Percy—. Con la diferencia de que él confiaba y creía en ustedes, en tanto que por ahora, yo no vislumbro motivos para descartar a ninguno.

—Por lo menos Hoskyn puede considerarse descartado —arguyó Edgar—. Es el único que posee lo que ustedes llaman, según creo, «una coartada de hierro».

—No hay tal cosa —replicó el detective—, y estoy seguro de que él sabe tan bien como yo que cualquiera puede asesinar a un semejante aunque se encuentre a más de mil millas de distancia del lugar del crimen. Especialmente cuando se trata de envenenamiento. ¿Quién prueba que la enfermedad del señor Hoskyn no fue simulada para poder trabajar desde detrás del escenario? Esto no quiere decir que, hasta el presente, yo sospeche de él más que de cualquiera de ustedes.

Edgar aludió a la requisa policial efectuada en el cuarto del muerto antes de la llegada del detective.

—¿Revelaron algo útil las impresiones digitales recogidas por el inspector Frost y sus hombres? —inquirió.

A decir verdad las impresiones digitales no habían aclarado nada, porque sólo habían sido halladas las correspondientes a Cypress y Aníbal; pero Percy no satisfizo la curiosidad del contador. En cambio, le hizo otra pregunta.

—¿Qué clase de persona es Andrés Forbes, el jardinero jefe, señor Peters?

—No es fácil poner mucho entusiasmo al describirlo —dijo Edgar—, pero no hay razón para atribuir nada siniestro a su falta de modales y a su actitud belicosa con los extraños. Es menester recordar que mi tío le apreciaba muchísimo: ocupaba, después de Cypress, un lugar muy destacado en su estimación, y tío Aníbal no hubiera sentido ese afecto por Andrés si no hubiese confiado en él de la manera más absoluta. Creo que como jardinero es excelente y logra dominar las plantas más intratables; pero es grosero, carece totalmente de tacto, y le importan un comino los convencionalismos sociales. A veces hasta se atrevía a replicar con insolencia a su amo; yo le he oído, pero a mi tío no le importaba su actitud, y al jardinero no le preocupaba que a mi tío le importara o no. Se comprendían, sin duda. Aunque le parezca a usted ridículo, no es absurdo afirmar que Andrés trata a las plantas con mayor cortesía y respeto que a sus semejantes.

—No me parece ridículo —replicó el detective—, hay muchas personas así. Miran con total indiferencia a cualquier ser humano, hombre o mujer, y se limitan a poner su afecto en cosas Inanimadas; tal vez en bulbos o plantas exóticas, como en el caso de este jardinero. Es algo muy corriente. ¿Simpatiza Forbes con usted y sus primos?

—No; todos le dirán lo mismo. Nos desaprueba, y cuando aparecemos pone siempre mala cara, frunce sus absurdas cejas y parece más que nunca un águila desplumada. Resulta muy antipático y repulsivo mientras uno no se acostumbra a él. No hace mucho, durante el otoño pasado, mi pobre tío me dijo que pidiera a Andrés los últimos racimos de sus uvas moscatel para llevárselos a mi mujer inválida; el jardinero no tuvo otro remedio que obedecer, pero de mala gana, y con brusquedad, como si estuviera furioso de hacer lo que le ordenaban. Dicen que acortó la vida de su compañera, no por una acción directa sino porque ella no pudo soportar la excesiva tensión que significaba compartir con él la existencia.

—¿Veía con frecuencia a su amo?

—Mi tío pasaba casi todas las mañanas en el gran invernadero en compañía de Andrés. A Cypress no le gustaba que saliera y anduviera solo por ahí porque últimamente, debido a su considerable estatura y corpulencia, mi tío perdía el equilibrio y tenía las piernas algo flojas. Por eso Tom le conducía hasta el invernadero y le dejaba una o dos horas con el jardinero.

—¿Eso mismo ocurrió en la mañana del veintiséis?

—Sí.

—¿Ninguno de ustedes le acompañó?

—No. Todos estábamos en el jardín de invierno: el edificio grande que usted ya habrá visto. Preparábamos una pantomima en la cual todos íbamos a tomar parte para divertir al pobre viejo.

—¿Congenian Forbes y Cypress, señor Peters? ¿Diría usted que son buenos amigos?

—Sobre eso no tengo la menor idea, inspector. Son fieles servidores, sin lugar a dudas, y han coincidido en lo concerniente a mi tío haciendo, cada uno a su modo, lo posible por agradarle; pero lo que piensan el uno del otro no lo sé. Es innegable que, a pesar de ser tan distintos, no parecen tenerse animosidad. Tom es ágil, rápido y perspicaz, dispuesto y diligente cuando se trata de agradarnos y servirnos; en cambio, Andrés, como le digo, no sabe ser agradable y no le importa parecerlo. Pero usted los juzgará por sí mismo. No debemos olvidar que en la mañana fatal, tío Aníbal pasó un largo rato con Forbes, solos los dos.

—He averiguado todo lo relativo a las horas —dijo Percy.

—Con respecto a esto —prosiguió Edgar—, mi primo Arturo Hoskyn, devanándose los sesos en busca de todas las formas en que pudo conseguirse ese veneno, se ha preguntado si alguna da las plantas exóticas del invernadero produce una fruta que lo contenga. El problema es puramente químico, y en todo caso parece inútil plantearlo, porque, según Forbes nos ha dicho, mi tío nunca hacía experimentos de esa clase y sólo comía frutas conocidas o inofensivas.

—En el juicio indagatorio, Forbes juró que el señor Knott no comió nada esa mañana cuando estuvo en el invernadero.

—Así es; pero Arturo no da mucha importancia a las afirmaciones de Andrés. Cree posible que el pobre viejo haya masticado algo cuando el jardinero le volvió la espalda.

—No pudo haber masticado un compuesto que contuviera un veneno de origen animal mezclado con aloxán —declaró Percy.

—Eso mismo le contesté a Arturo —repuso el otro—, y admitió que tenía razón. A decir verdad, este asunto ha preocupado a Arturo más que a cualquiera de nosotros porque está dentro de su especialidad.

—¿Cree él, sin embargo, que se ha cometido un crimen?

—Sí; y opina que con sólo dilucidar el enigma del veneno sería fácil descubrir al criminal.

Pollock asintió con la cabeza y consultó sus jeroglíficos.

—Ahora permítame que le haga una pregunta —rogó Edgar—. ¿Piensa usted, con los datos ya obtenidos, que se esconde entre nosotros al acecho un criminal impulsado por la locura homicida, o alguien de ese tipo, ansioso de matar por el sólo placer de matar? Se sabe que existen esos seres horripilantes, y si el responsable fuera alguien así, es de temer que ocurran otros desastres.

Pero se veía que el detective no experimentaba semejante temor.

—Hablaremos con mayor seguridad de esas cosas cuando conozcamos mejor a las personas comprometidas —dijo—. Poseo el curioso don de descubrir, cuando existe, cualquier desequilibrio mental como si descubriera una mancha solar.

—No hallará entre nosotros a ninguno en quien aplicar ese don —volvió a decir Edgar—. Si yo tuviera una sospecha en ese sentido, nadie más que Forbes me la causaría. Su desprecio por la más elemental cortesía y su brusca sinceridad, indiferente al dolor que puede infligir a los demás, inspira desconfianza.

—¿Le ha mentido a usted alguna vez?

—Jamás. Su devastador aprecio por la verdad es precisamente lo que le hace tan raro y antisociable —declaró Edgar—. Algunas personas demuestran una ingenuidad brutal y obstinada que equivale a una enfermedad y las aísla de sus semejantes. Hay momentos en que decir la verdad de sopetón y sin tino es casi una locura.

—Muy cierto —admitió Percy—. A veces uno encuentra a personas así, pero casi nunca entre los asesinos.

—Aunque resulte amargo —agregó el contador— no es exagerado decir que si la sinceridad fuera lo corriente, la civilización tal como la conocemos, y cualquiera otra forma de progreso dejarían de existir. Nos igualaríamos a los órdenes más inferiores de la creación, que ignoran la mentira.

—Cierta vez tuve un perro que era un mentiroso muy hábil —musitó el investigador—. Poseía el arte maravilloso de hacerme perder el rastro, a pesar de ser yo un detective. En cuanto a los gatos…

Se interrumpió, recobrándose.

—Pero todo esto nos aparta de la cuestión. Su descripción de Andrés Forbes no indica que haya sido capaz de envenenar a su amo; pero aún no he conversado con él.

—Su experimentado cerebro extraerá sin duda de estas charlas las conclusiones sobre nuestros distintos caracteres —observó Edgar Peters—. En mi trabajo aplico los mismos principios. Observando la forma en que el cliente afronta sus dificultades, estudiando sus puntos de vista, sus temores o las ideas que me propone, comprendo en seguida si es sincero o no.

—Las personas se vuelven muy astutas cuando están de malas —reconoció el detective—. El instinto de autopreservación es a menudo más fuerte que el instinto de rectitud moral. Bueno, basta por el momento. No le entretengo más y le agradezco mucho sus datos y opiniones.

Se levantaron, y Percy hizo una pregunta final:

—¿Se sabe algo de las disposiciones del testamento de su tío?

—Los abogados nada dicen. El viejo Samuel Wilkins, que actualmente encabeza la firma Peabody, Peabody y Pedder, era amigo de tío Aníbal, y según me han dicho, vendrá tal vez en persona o enviará un representante para que abra el testamento. Hasta ahora ignoramos las disposiciones para el entierro. ¿Cree usted que la ley se opondrá a la cremación?

—En las presentes circunstancias, no. Sabemos todo lo necesario.

—A decir verdad —explicó Edgar—, a tío Aníbal le era absolutamente indiferente la forma de entierro. Tenía la idea de que en una isla pequeña como es Inglaterra, se desperdician muchos miles de hectáreas de valiosas tierras en los kilómetros reservados a nuestro triste sistema de cementerios.

—Tenía mucha razón —asintió Percy—. Y ahora le ruego que me envíe al señor Jorge Maitland; me gustaría verle antes del té.

—Espero que tome usted el té con nosotros —propuso Edgar, y el investigador aceptó la invitación.

Los demás pasaban una tarde sombría en el jardín de invierno, tratando de adivinar la opinión que el visitante se habría formado de su primo. Finalmente Edgar fue a reunirse con ellos y demostró su gran alivio. En su voz había un matiz de resignada satisfacción.

—Encuentro que el inspector es razonable e inteligente —les dijo—. Hasta ahora no ha descubierto nada, pero entre otras teorías ha expuesto una hipótesis inquietante. Supone que la muerte de nuestro tío es obra de un solo asesino, pero no descarta la posibilidad de que varias personas se hayan confabulado para asesinarlo. Y por cierto que no se equivoca.

—Así es —asintió Gerald—. Cypress, Forbes y María Cherry pueden fácilmente haberse unido en una horrible trinidad para realizar la cosa.

Cirilo y Julián sofocaron una entrecortada exclamación, pero nadie comentó lo que el actor acababa de insinuar.

—Quiere verte, Jorge, así que apresúrate, si no se imaginan que te estoy aleccionando —dijo Peters, y minutos más tarde Jorge entraba en el salón de fumar.

Adoptó una actitud garbosa y ofreció a Percy su cigarrera.

—Trataré de levantarle el ánimo después de su entrevista con el pobre Edgar —declaró—. Temo que le haya parecido algo difícil de soportar.

—No fumaré por ahora, gracias. No; se equivoca usted. El señor Peters no me ha aburrido en absoluto. Tiene una mente muy clara y consciente de las dificultades de la situación.

—Me alegra que le agradara. Nosotros le consideramos un aguafiestas. Los pesimistas resultan pesados a los que experimentan, como yo, la alegría de vivir.

—Siéntese —rogó Percy, a quien no se le había pasado por alto que Jorge no era precisamente un abstemio—. Se me ocurre que el desastre cuyo misterio estamos tratando de dilucidar ha de nublar un poco su alegría de vivir.

—Es un grave trastorno que ciega directamente mis fuentes de vida —confesó Jorge—. Mis jefes me suspenden el sueldo hasta que vuelva a ganarlo. No les culpo. Y todos están en las mismas condiciones, exceptuando mi hermana. Supongo que en el War Office no le suprimirán el sueldo.

—Deme su opinión sobre lo que puede haber ocurrido aquí, si es que se ha formado alguna —requirió el detective.

—He luchado intencionadamente para no tener opinión. Comprenda usted el dilema. Si es, como asegura el inspector Frost, un trabajo de «puertas adentro», significa que alguien a quien conozco y tal vez estimo puede ser culpable. La idea me es odiosa, y si después de examinar a fondo el asunto descubriera que la razón y el sentido común acusan a determinada persona (tal vez a un pariente) no tendría ya un momento de tranquilidad. De todos modos la situación es mala, porque si su habilidad excepcional y su pericia no logran desenmascarar al infame y la investigación resulta un fracaso para Scotland Yard, todos nosotros quedaremos marcados. No hay humo sin fuego, etcétera, etcétera. Sin embargo, no me aflijo; nada me preocupa cuando tengo la conciencia tranquila. Lo mejor que tiene la buena conducta es eso: no sentir nunca temor. Pero algunos de los otros sufrirán toda su vida si no llega a probarse su inocencia.

—¿Todos ustedes son buenos amigos?

—Íntimos, no. Somos demasiado diferentes. En realidad, no sé nada de los otros salvo que trabajan mucho para ganarse modestamente la vida. Nos encontrábamos siempre aquí y reanudábamos la relación, por decirlo así pero muy rara vez nos veíamos en otra parte. De tiempo en tiempo visito a mi tía Sara Adams, la madre de los mellizos, y, como es natural, veo siempre a mis hermanos. Vivo con Esperanza. Pero no estamos muy unidos. Ninguna antipatía, pero ningún apego.

—Al analizar los acontecimientos ¿no recuerda algún incidente que le parezca sugestivo, algún incidente ocurrido el día veintiséis?

—Ese día abundaron los incidentes, pero ninguno que fuera sugestivo o que estuviera relacionado con la tragedia. Fue un día feliz, y me consuela muchísimo recordar la fiesta infantil. Si mi memoria no me es infiel, estuvo contento como una criatura hasta la hora de comer, pero creo que comenzó a sentir molestias físicas o mentales, o ambas, a esa hora. Comió muy poco y continuó levantado sólo para no afligirnos; pero cuando fue a acostarse lo hizo de buena gana. Tomaba siempre, antes de irse, un último whisky con soda; muy poco whisky, pero esa noche no bebió nada y se retiró temprano. Cuando estuvo acostado tomó algo que Cypress le preparó. Creo que ya le explicó a la policía lo que le había dado.

—Sí; un sedativo suave.

—Estoy seguro de la excelencia de Tom Cypress —dijo Jorge. Tuvo ocasión de cometer el crimen, pero ¿quién no la tuvo si hubiera querido aprovecharla? Es difícil imaginar una vida más indefensa que la de tío Aníbal.

—Cualquier vida es indefensa —sentenció Percy— cuando no teme al mal y no adopta precauciones. ¿Quién puede considerarse completamente seguro contra el veneno? En esto estriba la gran tentación que ofrece el veneno a los que sienten el deseo de matar.

—La más cobarde de las armas, pero la que a menudo está más a mano y es más conveniente, como temo que ocurrió en este caso —repuso Jorge—. Una endiablada tarea para usted, inspector, porque todos los componentes de nuestro grupo tuvieron amplia facilidad para hacerlo. Pero una cosa es el móvil, lo mismo que la ocasión, y otra muy distinta el deseo de matar. Cuando se haya convencido de que nadie en esta casa tenía el menor deseo de suprimir a Aníbal Knott empezará a ver más claro, por lo menos en lo que concierne a la familia. Constituimos un grupo de gente corriente e inofensiva, si le interesa conocer mi opinión.

—¿No cree a ninguno de sus parientes capaz de cometer un crimen?

—No. Como estoy seguro de que no lo cometería yo. No somos de esa pasta. El pobre viejo era muy fastidioso, pero uno no siente deseos de matar a un semejante por el hecho de que sea fastidioso. No creo que el salvaje más primitivo mataría a su tío porque le aburre. No somos asesinos, y lo que es más, le apuesto a que no encontrará en esta propiedad a nadie capaz de llegar al homicidio. Mi hermano ha inventado la loca teoría de que el jardinero, el mayordomo y el ama de llaves pueden haber concertado alguna impía alianza; pero espere a entrevistarse con estos dignos servidores y comprenderá en seguida que tal suposición es una estupidez.

—¿Opina usted, conociendo bien a los sospechosos, que todo son inocentes?

—Sinceramente sí; pero luego se plantea el problema: si ninguno de nosotros lo hizo, ¿quién fue? No hay nadie más, a menos que su genio vislumbre una clave que indique de fuera.

—¿Quién de fuera pudo haber tenido la oportunidad de cometer ese crimen, señor Maitland?

—Justamente. Es un enigma. Por eso no pienso devanarme los sesos tratando de resolver el problema.

Con su mirada oblicua, Percy estudiaba tranquilamente a su interlocutor y dejaba que hablara, y Jorge, que en el desempeño de sus tareas se había adiestrado en el arte de la conversación trivial, siguió charlando amablemente y trató sin éxito de derivar el tema hacia los automóviles. Su observador le clasificó en la categoría de las personas que son un poco inútiles, indulgentes consigo mismas e incapaces de alcanzar ningún elevado nivel de virtud, pero incapaces también de dejarse arrastrar hasta el crimen. No cabía duda de que Jorge poseía condiciones de tramoyista y que no carecía de habilidad. Tenía facilidad de palabra, un burdo sentido del humorismo y una risa artificial que no engañaba a nadie; comparándole con su hermana, el detective le situaba en un plano inferior de inteligencia: le faltaba capacidad para planear un crimen extraordinario e ingenioso Jorge no demostraba indignación ni horror por la muerte de su tío; insistía en declarar la absoluta imposibilidad de construir una teoría racional que la explicara, y había expresado repetidamente su satisfacción de que esa tarea le correspondía a Percy y no a él.

—Prefiero vender automóviles toda mi vida, aunque es un trabajo monótono, que ocuparme de cazar criminales —dijo—. Mi cerebro rechaza la idea, porque sabe que en primer lugar me faltaría suficiente ingenio para descubrirlos y luego valor par arrestarlos.

Cuando el investigador puso fin a la entrevista, Jorge le obligó a aceptar una tarjeta comercial.

—Si alguna vez desea algo del ramo, Pollock —ofreció—, permítame atenderle. En calidad de amigo me ocuparé de que consiga un auto nuevo por el precio de uno de segunda mano. Haré lo que pueda para que le resulte un buen negocio.

El investigador le dio las gracias, y antes de despedirlo le hizo una última pregunta.

—En cuanto a los mellizos —dijo—, advierto que son el retrato viviente el uno del otro, y la señorita Maitland me ha contado que son iguales hasta en lo que piensan. ¿Cuál de los dos le parece más digno de confianza?

—No hay elección posible, amigo. Ambos se caracterizan por una vacuidad absoluta e idéntica. En cada cual resuena el eco del otro. En las actuales circunstancias son como ovejas sin pastor. Para ellos el mundo se ha vuelto al revés. Viven con su madre: una personalidad dominadora. Tiene más de noventa años y conserva toda su vivacidad. Están perdidos sin su apoyo moral. Casi lloran por regresar junto a ella.

—Tenga la bondad de enviarme al señor Cirilo; luego tomaré el té con ustedes —prometió Percy. Miró su reloj y dijo—: Son las cuatro.

—Servirán el té dentro de media hora —contestó Jorge—. Le mandaré a Cirilo. Comprobará usted que media hora en su compañía basta y sobra; es un tambor vacío, amigo, y emite con la garganta un ruido parecido al que hacen los pavos, pero es persona bien intencionada.

Habló con suficiencia cuando volvió al jardín de invierno, donde seguían reunidos Esperanza, Gerald y los mellizos; los demás habían vuelto a la casa.

—Y bien —dijo—, nuestro amigo el bizco se halla hasta ahora completamente desorientado. Tantea a su alrededor como un ciego y me parece que en su fuero interno comprende ya que fracasará. He estado muy bien y ha encontrado en mí la horma de su zapato. Ha sido fácil. No le he dicho más que la verdad: le he expresado mi convicción de que ninguno de nosotros sería capaz de cometer un crimen.

—Sabiendo muy bien que somos capaces de cometerlo y que teníamos la intención de llevarlo a cabo —dijo Julián—. No ignoráis que leo muy poco, pero cuando lo hago retengo con frecuencia en la memoria algún pensamiento. El que hoy recuerdo se ajusta perfectamente al caso. Schiller, el poeta alemán, dice que la maldición que encierra un acto perverso consiste en que siempre sigue engendrando maldad; y eso es lo que nos ocurre a nosotros. Aunque la mala acción que nos proponíamos cometer no fue la que mató a nuestro tío, contenía suficiente vitalidad como para engendrar el mal en nosotros, y en consecuencia sufrimos.

—Puesto que ninguno de nosotros ha cometido una mala acción —dijo Esperanza—, no veo a qué viene ese alarde de que una vez leíste un libro. Sufrimos, sencillamente, una detención temporal porque alguna otra persona ha cometido un crimen.

—La forma horrible que vosotros los Maitland tenéis de disfrazar la verdad —comenzó a decir Cirilo, pero Jorge le interrumpió:

—Te ha llegado el turno —le dijo—, así que corre a darle gusto a Percy. Quiere ahora hablar contigo después de haberme interrogado a mí; luego se reunirá con nosotros a la hora del té. Le he explicado que tu espíritu es sumamente esclarecido, y que tú y Julián os movéis en esferas superiores, esferas en las que a nosotros, los humildes, nos cuesta respirar; así que trata de desenvolverte bien.

—¿Nos ha mencionado a Edgar o a mí? —preguntó Esperanza.

—No. Hasta el momento no demuestra ni entusiasmo ni aversiones —contestó Jorge—. Tal vez Cirilo le despierte alguna emoción.

—Preferiría que me acompañase Julián —suspiró Cirilo, preparándose a obedecer—. Siempre nos ayudamos mutuamente; pero la ley es la ley y no hay más remedio que acatar sus disposiciones.

—Corre a afrontar la música y no pierdas tiempo, porque si tardas pensará que le temes —dijo Esperanza.

—No le encontrarás muy musical —advirtió Jorge; y después que su primo se hubo marchado añadió—: El inspector carece de todo lirismo. Se establecerá un caso curioso de dos vacuidades frente a frente cuando Percy trate de llegar al fondo del pensamiento de Cirilo y Cirilo procure adivinar sus intenciones. Sería muy divertido escuchar el diálogo desde un escondite.

—Por lo menos logrará saber la verdad de labios de Cirilo, caso que no habrá conseguido de ti —dijo Julián sin perder la calma.

—¿Cuál es la verdad? —preguntó Gerald—. Mi estimado idiota, ¿cómo podríamos decir la verdad, si no la sabemos?

Entre tanto, su primo llegaba al salón de fumar.

—A sus órdenes, inspector —dijo afablemente—, aunque creo que no tendré el privilegio de serle útil. No obstante, cuando menos se la espera, la verdad brota de la boca de los niños. ¡Cuán cierto es esto! ¿Se ha sentido usted alguna vez desconcertado por la franqueza infantil?

—Una niñita que prestó cierta vez declaración dejó escapar una pequeña verdad que envió a su padre al cadalso, lo recuerdo muy bien —replicó Percy—. Sin embargo, no se nos presentan a menudo situaciones de esta clase. Siéntese, señor Adams, y si no tiene inconveniente dígame con franqueza qué opina de la familia Maitland. Pero comprenda bien que no está obligado a decirme nada si prefiere no hacerlo.

—En la más absoluta reserva y a condición de que no lo repita, no tengo inconveniente en decirle que ninguno de los tres me merece el menor respeto —afirmó Cirilo—. En momentos como éste la sinceridad es un deber. Nada sé de sus vidas privadas e ignoro qué móviles las impulsan; pero son materialistas, y mucho me temo que carezcan de un solo principio capaz de guiarles por un camino que vaya más allá de ellos mismos. Jorge se ha conducido mal en el pasado, pero yo sería el último en arrojar la piedra a un pecador. Creo innecesario decirle que mi hermano y yo jamás hemos sido acusados de la menor acción incorrecta. De Jorge puede decirse que erró más por irreflexión que por falta de honor.

—Ha sido muy equilibrado y trabajador, sin embargo; eso ha dicho la señorita Maitland.

Cirilo pareció avergonzado.

—Tanto mejor —expresó—; me alegra, aunque me sorprende mucho saber que le ha elogiado. Le ruego que no hablemos más de Jorge, de ese personaje desagradable y bastante aficionado a la bebida. Esperemos que se encuentre en vías de mejorar.

—Su hermana, en cambio, tiene mucha voluntad y es empleada del gobierno; ha de ser seguramente una leal servidora del Estado —observó Percy.

—Esperanza Maitland tiene mucha voluntad, como usted dice —asintió Cirilo—. Le confieso que me asusta un poco, inspector. Se habla de los hombres «fuertes y silenciosos» que inspiran temor, pero para mí la mujer fuerte y silenciosa es mucho más temible. No pretendo dar a entender que Esperanza sea especialmente silenciosa, pero sus silencios pueden ser siniestros. Cuando habla no se anda por las ramas. Va directamente a la raíz de las cosas y tiene una naturaleza inflexible; su indiferencia por las opiniones e ideales de los demás es absoluta y casi indecente. Le impacientan los puntos de vista filosóficos de quienes, como yo y mi hermano por ejemplo, prefieren considerar todos los aspectos de un argumento tolerando las opiniones ajenas. Ese espíritu dominador, positivo, dictatorial, provendrá quizá de su trabajo en el War Office; lo ignoro; pero el resultado es alarmante y justifica el temor de que Esperanza no se detendría ante nada.

—¿Ha demostrado alguna vez desdén por la moral o tendencia a desafiarla? —preguntó Percy—. Puede haber manifestado impaciencia militar ante las opiniones de un profano, pero ¿ha revelado acaso de algún modo que desprecia la ley?

Cirilo reflexionó profundamente antes de contestar. Advirtió que no podía decir la verdad sobre este delicado asunto y buscó una falsedad que le sacara del paso. No sentía el menor deseo de defender a Esperanza, pero tampoco deseaba comprometerse, y comprendió que necesitaba proceder con prudencia.

—Conociéndonos como nos conoce a mi hermano y a mí —dijo por fin—, se cuidaría muy bien de demostrar en nuestra presencia desprecio por la ley o moral; pero en alguna de las reuniones que efectuamos aquí, mientras sosteníamos una conversación general la he oído enunciar en honor de nuestro difunto tío opiniones definidamente antisociales, y manifestar su desdén por los principios indiscutidos que una persona equilibrada considera preciosos y vitales para la civilización. En realidad, a mi prima sólo le interesa su propio bienestar. Haría cumplir cualquier reglamento que le conviniese tan despiadadamente como violaría el que no le acomodase.

—Bien dicho —aprobó Percy—. Existen muchas personas que claman por la ley cuando necesitan que proteja sus intereses y que la infringen cuando no secunda sus propósitos.

—Con esto no pretendo, por supuesto, sugerir que sea una criminal —explicó Cirilo—. La considero muy peligrosa en determinadas circunstancias, pero tal vez me equivoque. No debemos olvidar que es solterona y que nunca ha tenido la guía ni el apoyo de una fuerte mentalidad masculina.

—¿Y qué me dice del señor Gerald Firebrace? ¿Le parece a usted persona digna de confianza?

—No; francamente no —afirmó Cirilo—. Hay que ser sincero con usted, y considerando las circunstancias, tiene derecho a esperar y hasta a exigir que quienes desean ayudarlo le digan toda la verdad. Tal vez, en lo que me concierne, estoy predispuesto contra Firebrace, y le ruego que lo tenga usted en cuenta. Es un artista, un actor, y nunca me siento muy feliz junto a las personas dueñas de un temperamento artístico. Va unido, como usted habrá observado, a un egoísmo y a una vanidad monstruosos. Ignoro la razón. Por lo general, estos enfermos están atacados de exuberancia y de una exagerada conciencia de sí mismos que pone a prueba la paciencia de un hombre corriente y equilibrado como yo. El artista es, en verdad, un curioso personaje, inspector. Su manera de apreciar los valores resulta a menudo muy desconcertante.

—Así me ha parecido a veces —admitió el otro—. Pero no debemos olvidar cómo trabaja en ellos la imaginación, señor Adams. Siempre están muy arriba o muy abajo; y cuando son desgraciados se hunden en el infortunio más que nosotros, las personas prácticas, pero cuando son felices vuelan más alto que uno. En cuanto a la moral, se asemejan mucho a cualquier ser humano. Algunos se burlan de las normas corrientes, otros las respetan.

—No quiero decir nada en contra de Gerald —repuso Cirilo apresuradamente—, pero cuando habla usted de «moral» me lanza un desafío. En este sentido mi primo deja mucho que desear, mucho. Quiero decir que lo que usted y yo consideraríamos incorrecto y por consiguiente impracticable, para él sólo sería un expediente del cual se valdría sin el menor escrúpulo. En el caso de Gerald la voz de la conciencia no intervendría jamás, por la sencilla razón de que en su juventud la sofocó definitivamente. Pero es bondadoso, ¡oh, sí!, tiene corazón. Le he oído decir con frecuencia cosas bondadosas. Y hasta donde yo puedo saber es posible que haga cosas buenas.

El investigador sentía cada vez mayor repulsión por su interlocutor.

—Quizá tenga tiempo de hablar con su hermano antes del té —sugirió—. Así sabré todo lo que ambos pueden decirme.

—No es necesario que vea a Julián —explicó Cirilo—, porque él y yo somos una sola persona. Si me ha visto a mí, ha visto a Julián; si me ha oído, ha conocido su mentalidad. Existe entre ambos un vínculo notable aunque invisible.

—Tengo entendido que es así, pero desearía comprobarlo personalmente.

—No me ha preguntado ciertas cosas que yo esperaba —dijo Cirilo, levantándose para retirarse—, y, confidencialmente, le confieso que me alegro. Tiene derecho a pedirme que haga confidencias relacionadas con mi familia, pero me alivia que no me las exija con respecto a otros.

Percy comenzó a detestar a Cirilo.

—Si desea declarar algo, hágalo —dijo, jugando con su libreta.

—No, no; nada determinado.

—Ocultar datos es oponerse a la policía y constituye una falta procesable.

—Enviaré a Julián —replicó el otro—. No abrigo ningún temor de esa especie, inspector. Él y yo somos empleados que ocupamos posiciones de mucha responsabilidad, y si conociéramos algún dato vital usted sería el primero en saberlo. Podemos tener nuestras sospechas puesto que estamos en un país libre, pero nunca nos oirá acusar a un semejante sin motivos fundados para ello. Mientras tanto, gracias por su amabilidad. Sé que nos dejará libres a Julián y a mí en cuanto sea posible después del entierro, porque ocupamos posiciones importantes en los Almacenes Imperio y nos echan mucho de menos.

Percy no dio respuesta a esta súplica. Minutos después Cirilo volvió como si hubiese recordado algo más que decir; pero el recién llegado era, en realidad, su hermano.

—A sus órdenes, inspector —comenzó a decir Julián con su gruesa risa, y Percy advirtió en seguida que al menos en una cosa Cirilo había dicho la verdad, porque el mellizo se le parecía hasta en la entonación y su mente trabajaba en idéntica forma. Julián era todavía más untuoso que Cirilo, pero sus cuerdas vocales vibraban con las mismas notas; se acomodó la levita sobre las rodillas y dio un tirón a sus pantalones exactamente como lo había hecho Cirilo al sentarse. Percy le hizo algunas de las preguntas que había hecho a su hermano y recibió respuestas similares. Tuvo la impresión de que el hombre estaba algo inquieto y procedía con cautela, pero que adquiría gradualmente valor a medida que se desarrollaba la entrevista. Cuando le preguntó qué pensaba de sus parientes, Julián logró dar a entender, un decirlo directamente, que ninguno de ellos le agradaba ni le inspiraba confianza.

—Cirilo y yo hemos hablado muchas veces de ellos y hemos simpatizado con sus dificultades —dijo—. La sangre tira, y aunque ninguno de nosotros lleva el apellido Knott, la sangre Knott nos une. Si hubiera conocido usted a nuestro viejo y querido tío habría notado que mi hermano y yo nos parecemos a él mucho más que cualquiera de los otros. Le comprendíamos mejor y compartíamos su punto de vista humanitario y su natural bondad de corazón. Francamente, el haberle conocido nos hizo mejores, y por consecuencia me parece natural que compartiéramos sus opiniones amables y tolerantes. Cuando mejor conocemos a nuestros semejantes, más dispuestos estamos Cirilo y yo a perdonarles cualquier defecto que les veamos. Siempre hay que tener en cuenta las insuficiencias que el azar o las circunstancias puedan traer emparejadas, aunque tales circunstancias sean creadas por los que sufren a causa de ellas.

—Un sentimiento muy bondadoso y cristiano —acordó Percy.

—Los tres Maitland, por ejemplo —prosiguió Julián—, tienen muchas cualidades si uno se propone descubrirlas; hay sin embargo en ellos algo que despierta piedad en lugar de admiración. Provocan cierta antipatía. Es de esperar que en sus diversas esferas de acción se comporten con lealtad, pero no son leales con sus semejantes, ni tienen el sentido de la responsabilidad que inspira a los hombres de honor. Tal vez no debería decirlo, pero el pobre Jorge ha permitido que innobles pasiones… Pero no hablemos de eso. Esperanza, como ya habrá advertido es una de esas desgraciadas mujeres que hubieran debido nacer hombres. Fuma cigarros y nunca tiene una palabra bondadosa para nadie: actitud puramente masculina frente a la vida. Temo que los instintos desgraciados que provoca esta confusión de atribuciones sexuales hayan amargado su carácter, creando una personalidad que ahuyenta a la mayoría de las personas. A Cirilo y a mí, no, sin embargo. Más de una vez hemos tratado de encauzar su mente por canales más corrientes, procurando despertar en ella las cualidades que sirven para ganarse amigos. A pocas personas les he tenido más lástima que a mi prima Esperanza, pero ella rechaza nuestra amistad. En cuanto a Gerald, el menor de los tres, en realidad el menor de todos nosotros, es un tipo amable, brillante, insincero, un artista dotado de una fuerte mentalidad que oculta detrás de una actitud burlona e irresponsable. Nos hemos desvivido por ayudarle en una o dos ocasiones en que su situación estaba muy comprometida y sus deudas habían adquirido proporciones alarmantes; pero nuestros modestos recursos nos impidieron ser tan generosos como deseábamos. Nos considera un par de viejos atrasados, y desde punto de vista amoral no hay duda de que lo somos; pero sabemos que es peligroso y falso.

—¿Le ayudó alguna vez su tío Aníbal? —preguntó el detective.

—Estoy seguro de que sí, y probablemente más de una vez; pero el bueno de nuestro tío nunca permitía que su mano izquierda supiese lo que hacía su derecha, y está de más decir que Gerald guardó silencio al respecto. Una de las cosas más raras de los Maitland, lo hemos pensado a menudo mi hermano y yo, es que nunca fueron capaces de apreciar el lado bueno del carácter de tío Aníbal; no alcanzaban a comprender su nobleza. En otras palabras, lo despreciaban un poco, y me espanta ahora advertir que secretamente se alegran de su trágico fin.

—Muy interesante, señor Adams. ¿Y los otros: el contador y el farmacéutico? —inquirió Percy; y Julián prosiguió en el mismo tono, cobrando ímpetu mientras adelantaba en su exposición.

Habló de Arturo y de Edgar con conmiseración y simpatía demorándose en el tema de la esposa enferma de este último y de la malsana afición de Hoskyn por los venenos y los crímenes; expresó su temor de que ambos fueran falsos y duros de corazón, afirmó que tampoco ellos sentían cariño ni admiración por el tío, y terminó diciendo que eran personas inestables y que estaba enterado de que ambos atravesaban dificultades financieras.

—Trataré de verles con mayor frecuencia en el futuro —añadió—, en realidad, uno sabe muy poco de ellos porque no son comunicativos, francos, ni dispuestos a la amistad.

—Muchas gracias, iremos ahora a tomar el té —propuso Percy, mirando su reloj—. Está oscureciendo y ya es la hora.

—¿Verdad, amigo que no mencionará estas pequeñas confidencias a mis primos? —rogó Julián con la sensación de haber establecido una relación íntima entre él y el investigador.

—No —repuso Percy—. Estoy aquí para recoger impresiones no para distribuirlas.

Tomó un té abundante, elogió los scones y advirtió que su presencia no había quitado el apetito a sus compañeros. Gerald mantuvo una charla amena, y cuando Percy, diciendo que deseaba escribir, se retiró hasta la hora dé comer, «los Siete» no disimularon su alivio.

Después que el detective se hubo marchado, Arturo resumió la situación.

—Es un hombre concienzudo, y procura, evidentemente, extraer de cada entrevista todo lo que puede —dijo—. Es probable que como buen psicólogo saque provecho de ellas; por eso, cuanto más cerca de la verdad nos mantengamos más pronto nos dejará libres.

—No necesito decir hasta qué punto mi hermano y yo hemos tratado de hacerlo —declaró Julián.

—¿Por qué siguen rondando por aquí el inspector Frost y ese agente que le acompaña? —preguntó Edgar.

—Han revisado nuestros cuartos esta tarde —explico Arturo—. Han seguido la rutina de práctica mientras nos hallábamos afuera. Les he sorprendido en el mío al regresar a la casa a buscar otro pañuelo, pero no he expresado sorpresa ni fastidio. Al verme me han pedido disculpas, pero yo les he dado mi aprobación. Saben que tengo cierta vinculación con Scotland Yard. Les he expresado mi esperanza de que revisaran con el mismo cuidado los cuartos de la servidumbre, y me han contestado que lo han hecho. El inspector Frost me ha confiado que los resultados son nulos.

—¿Qué esperaba encontrar? —preguntó Jorge.

—¿Quién sabe? En todo caso no ha encontrado nada que tenga relación con el asunto. Ahora, después de haberse entrevistado con vosotros cinco, Pollock hablará con Gerald y conmigo. Cuando termine con nosotros conversará con María Cherry, con Cypress y probablemente con Forbes; y luego, habiéndose formado una idea de las personas con quienes tiene que vérselas, descartará a algunos, y probablemente nos dejará en libertad a casi todos nosotros.

—Porque para entonces habrá construido alguna hipótesis —declaró Hoskyn—. Después de cotejar las declaraciones se habrá trazado, sin duda, una línea de conducta, si sigue creyendo que se trata de un trabajo de puertas adentro. Puede ser que conociendo mi posición, y habiendo ya trabajado conmigo una vez, me hable confidencialmente.

—O puede ser que, conociendo tu posición, como bien dices, piense que eres el más sospechoso de todos —replicó Esperanza—. Creo lo siguiente: puesto que nadie en «Las Torres» excepto tú conocía la existencia del aloxán, dudará más de ti que de ninguno. Y más aún si ha sido un trabajo de puertas adentro. Arturo sonrió desdeñosamente a su prima.

—Un detective no razona en forma tan obvia —contesto—. Pollock concedería a un hombre como yo suficiente crédito como para suponer que no es un idiota sin remedio. Sabe perfectamente que si yo hubiese cometido el crimen, habría procedido con sentido común, es decir, que lejos de utilizar un veneno rarísimo fuera del alcance de todos menos del mío, habría recurrido a un insecticida del cobertizo, o a algún compuesto sencillo fácil de conseguir, a fin de aumentar el radio de los sospechosos y multiplicar las dificultades de la pesquisa. A decir verdad, esto es exactamente lo que me propuse cuando elegí los ingredientes de mi soporífero mortal. Estaba compuesto de sustancias sencillas, tan sencillas y fáciles de identificar que sólo un intelecto sutil las habría asociado a un perito en la materia. Mi posición es segura en ambos casos, sin contar con mi coartada.

—¿Sigues creyendo que, si la descubren, la materia desconocida del veneno puede proyectar una luz sobre el asesino? —inquirió Gerald.

—En cuanto a eso, no puedo asegurarlo —replicó el químico—, pero es muy posible que si se dilucida la cuestión del veneno se abra una nueva zona de investigación que nos deje libres a nosotros. Por el momento, sin embargo, la policía y el mismo inspector, creen que tienen al asesino rodeado y seguro aquí dentro.

—¿Y tú también lo crees? —preguntó Esperanza.

—No —respondió él—. De todos nosotros, sólo tú y Gerald pretendisteis haber dado muerte a tío Aníbal, y con el arma que teníais en la mano no se os hubiera ocurrido usar ninguna otra. Sé que no lo hicisteis y estoy igualmente seguro de que ninguno de nosotros lo hizo. En cuanto a María Cherry, Cypress y Forbes, por razones que sólo ellos conocen, adoraban a su modo a tío Aníbal, y creo que los tres, dicho sea de paso, están seguros de que le ha matado uno de nosotros. Cuando les hable, Pollock deducirá probablemente lo que acabo de decir y lo anotará en contra de ellos. Así lo espero. Ignoro qué datos logrará sonsacarles, pero en cuanto a mí, estoy cada vez más convencido de que esto ha sido obra de una mano extraña, y así lo comunicaré al detective. Apenas comparta esta opinión, y comprenda la gravedad de tenernos alejados de nuestras vitales ocupaciones, nos dejará en libertad. No obstante, aunque esto ocurra, nos hará seguir, y cuanto menos nos encontremos una vez nos marchemos de aquí, mejor.

Se separaron y no volvieron a verse hasta la hora de la comida.

Terminaron el examen, el muerto había sido llevado de vuelta a su antigua mansión y reposaba ahora en el centro de la sala, aposento que en vida había visitado muy rara vez. Yacía en una caja de reluciente roble con ornamentos de plata, debajo de un montón de flores de invernadero cortadas audazmente por Julián y Cirilo mientras Forbes se hallaba ocupado en otra parte.