A PRIMERA VISTA el inspector Percy Pollock no provocaba la menor reacción de desafío, ni revelaba ninguno de los encantos o excentricidades que por lo general se atribuyen, en el mundo de la ficción, a las primeras figuras del ambiente policial. No causaba temor, alarma, respeto, ni, a decir verdad, impresión alguna; no suscitaba más que indiferencia; era el prototipo del «hombre corriente», algo descolorido y familiar a todo el mundo. Procedía, sin duda, de un ambiente modesto: podía haber sido capataz de una pequeña fábrica, piloto de una pequeña embarcación o propietario de una tienda. Era obvio que pertenecía a lo que se denomina «las clases inferiores». No había asistido a ningún establecimiento público de enseñanza, ni de artes u oficios, ni a ninguna otra escuela. No aspiraba a una educación más «elevada» y sólo se ocupaba de su trabajo. Había ascendido de las filas revelando excepcional habilidad, valor en grado superlativo y tenaz perseverancia; estas cualidades habían sido apreciadas y recompensadas, y gozaba ahora de la alta estimación de sus superiores. Pollock tenía cabal conciencia de sus habilidades y esperaba poder algún día, cuando se retirara como miembro distinguido de la jerarquía suprema, abrir una agencia privada de investigaciones.
En esa época el detective contaba cuarenta años de edad iba afeitado, era robusto, sano, activo y atlético. Se había casado con la hija de un agente de policía; ella le admiraba profundamente, pero nunca se inmiscuía en su trabajo, ni procuraba, con femenina intuición, dilucidar sus problemas. Un intento de esta clase hubiera desagradado sobre manera a Pollock, y como tenían tres hijos, resueltos y llenos de energía como el padre, la señora Pollock estaba suficientemente atareada. Amanda adoraba a su marido, le consideraba un chico de talento y habitualmente le llamaba por el primer nombre de pájaro que le pasaba por la cabeza. El rostro del inspector traslucía placidez y serenidad; nada escapaba a la penetración de sus pequeños ojos grises, aunque tenía una desviación en el derecho. Percy había dejado de lamentar este defecto, causado por un golpe recibido en una riña, por la razón de que ahora lo consideraba una ventaja.
—En realidad, no me aflige en lo más mínimo —solía decir—; todo lo contrario, porque más de una vez, cuando las personas no saben si uno las está mirando o no, se ponen nerviosas y pierden la sangre fría. En consecuencia, dicen un poco más de lo que querían decir, para ventaja de uno.
Vestía mal, y siempre se las arreglaba para tener un aspecto desaliñado, cuando no francamente menesteroso. Desde luego, no daba la impresión de un triunfador, otra ventaja, a su entender, porque lo normal del instinto humano es experimentar un leve desprecio por los que presentan evidencias de fracaso. Sus modales eran corteses, pero poseía el arte de hacer preguntas desconcertantes después de haber formulado otras, estúpidas, que habían tenido la virtud de despertar en la víctima una creciente confianza. A nadie se le ocurría pensar que semejante personaje fuera capaz de sentir vanidad; sin embargo apreciaba el elogio como cualquier ser humano, y a veces comentaba con su mujer la curiosa impresión que le causaba el hecho de que su deber le hiciera aparecer con tanta frecuencia en los diarios. A decir verdad, no era raro que esto ocurriera, puesto que cultivaba a la prensa y gozaba de la amistad de muchos periodistas especializados en las crónicas de sucesos criminales. Les demostraba gran aprecio, siempre tenía en cuenta las dificultades que afrontaban y les rodeaba con cierta cautelosa benevolencia que ellos retribuían dedicándole una generosa publicidad. A todas luces, Percy era el investigador favorito de Fleet Street, y abundaban los periódicos especializados en las actividades a que él se dedicaba que habían publicado su retrato y cantado alabanzas a su personalidad.
Al día siguiente, entonado por una larga conversación nocturna con el superintendente Woodman y el inspector Frost, Pollock llegó temprano a «Las Torres» y encontró a «los Siete» instalados ante la mesa del desayuno. Había recibido con placer los datos proporcionados por la policía local, porque prometían un caso rico en posibilidades y lleno de complicaciones. Hasta ese momento no compartía la convicción de Woodman de que se trataba de un asesinato.
—Basarse en eso es ir demasiado lejos —había dicho al superintendente—. Es menester facilitar elementos de discusión a todos los puntos de vista, y por lo averiguado hasta ahora, y pese a que los sospechosos son muchos, la probabilidad del crimen sigue siendo remota. He conocido casos que a la altura de éste presentaban, en proporción mucho mayor, todas las características de un asesinato; luego se descubría la verdad: no había habido tal asesinato.
No obstante, el superintendente expresó la poca confianza que le inspiraba ese criterio.
—Perderá el tiempo si trabaja sobre esa base —aseguró—, y si no se tratara de usted, Percy, no le diría yo nada de esto. Me parece que la dificultad no reside en dudar de la certeza del homicidio, sino en separar los lobos de las ovejas y saber distinguirlos. Tendrá que seleccionar entre nueve. Digo «nueve», pero tal vez encuentre más.
—La novedad que más me atrae —declaró Pollock— es la referente al veneno. Ese veneno encierra un misterio que me intriga y me seduce. Se trata de una substancia fantástica sobre la cual no puede asegurar nada un químico hábil, un maestro como Postlethwaite. Puede decirse con justicia que este detalle apoya a primera vista la tesis del crimen. Porque ¿cómo diablos pudo penetrar el aloxán, por accidente, en las vísceras del muerto? ¿Quién lo conocía, de dónde provino o cómo lo fabricaron?
—Exactamente —asintió Woodman—. Y el suicidio queda descartado, porque ningún viejo tuvo nunca una vida más armoniosa ni mayor oportunidad de disfrutarla que el señor Knott.
—Sí, he descartado el suicidio —confesó el inspector—. En esto pienso como usted. No era hombre de ese tipo.
El inspector Frost habló:
—Conviene que sepa —dijo— que uno de los sobrinos del señor Knott, el señor Arturo Hoskyn, es famoso por su autoridad en materia de venenos. Por mi parte creo que ésta es una pista probable, tan buena como cualquiera de las que tenemos hasta ahora.
—Le conozco —contestó el detective—. Le conocí durante una de mis encuestas. Tiene una farmacia; es un hombre muy inteligente y un gran experto. Me interesará mucho saber todo lo que haya podido deducir del veneno en cuestión. Le pidieron que ayudara a analizarlo; pero, como es natural, no pudo hacerlo por estar comprometido en el caso.
—Sea como fuere, creo que ésa es una pista —insistió el inspector.
—Y por lo mismo que parece una pista tan evidente, es probable que no conduzca a nada —contestó Percy—. Con harta frecuencia lo que salta a la vista se queda en nada; en el caso de Hoskyn diría que sabe demasiado sobre el particular para complicarse en un asesinato. Pero sin duda el caso le interesa: lo apostaría. Tal vez me sea útil. Supongo que guarda reserva sobre lo que sabe porque quiere decírmelo a mí. En realidad, por ese lado tengo esperanzas, pero ni la menor sospecha hasta ahora. Lo cual no significa que no pueda tenerla más adelante.
—Por ejemplo, si se negara a ayudarle a desentrañar el misterio del veneno —observó Frost—, ¿consideraría usted que tal actitud iría en contra del señor Hoskyn?
—No necesariamente. Tendría que basarme en mucho más que en eso.
Cuando el superintendente Woodman llegó e introdujo al inspector Pollock en el comedor, Gerald se apresuró a darles la bienvenida. Aceptaron una taza de café y se hicieron las presentaciones de rigor.
—Es un placer para nosotros saber que usted desea instalarse aquí —dijo el actor—, y nos alegramos mucho de que haya venido. Todos, sin excepción, nos ponemos a sus órdenes, aunque nuestra ayuda no será desinteresada, porque deseamos vivamente reintegrarnos a nuestras tareas en cuanto usted lo permita, después del entierro de nuestro querido tío.
—El asesinato es uno de los pocos acontecimientos terribles y misteriosos que pueden interponerse entre cualquier ser humano y sus legítimas tareas —observó Cirilo.
—Pero abrigamos todavía esperanza, inspector, de que usted, con su inteligencia, logre descubrir que no se trata de un crimen —añadió Edgar Peters.
—A nosotros —dijo Esperanza— nos parece imposible que un hombre como él pudiera tener un enemigo capaz de asesinarlo.
—Pero es igualmente imposible explicar de otro modo su muerte —declaró Arturo Hoskyn—. Me alegra mucho, Pollock, que esté aquí para ocuparse del caso, y me complace verle otra vez.
El químico se había levantado de la mesa al llegar Pollock y había estrechado su mano.
—Gracias por esta bienvenida —dijo el visitante—. Es un placer para mí conocerles: estoy seguro de que muy pronto llegaremos al fondo de este triste asunto. Es molesto verse alejado del propio trabajo mientras se observa a otro desempeñar el suyo: pero esperamos aclarar estas tinieblas dentro de poco.
Siguieron conversando un rato mientras terminaban el desayuno. Entretanto, no sólo «los Siete» sino también Cypress y la criada que le ayudaba fueron advirtiendo gradualmente la mirada oblicua de Percy. Todos sintieron la misma intriga de si los estaría mirando a ellos o a otro, y como consecuencia experimentaron cierto malestar curioso e irracional. Una inconsciente sensación de alivio había alegrado a la mayoría al ver el aspecto apocado del detective y su aparente falta de energía; sólo uno de ellos, Cypress, se sentía desilusionado, porque había imaginado de antemano a un personaje más espectacular, categórico y significativo. Con no poca vehemencia había asegurado a las personas que le rodeaban que en adelante viviría para descubrir al asesino de su amo, y que gustoso dedicaría su vida a este propósito; pero esto no era cierto, porque hacía mucho que Tom había trazado sus planes. Sin embargo, en ese momento hablaba con sinceridad. Había esperado mucho de Scotland Yard, y al ver ahora a esa institución representada en la persona del inspector, Tom sentía una gran decepción. El aspecto de Percy, su voz y sus modales le parecieron desalentadores; sólo más tarde, en una etapa ulterior de la investigación volvió a despertarse en Tom la esperanza del triunfo final del detective. Era a todas luces evidente que la muerte de Aníbal Knott había sido un rudo golpe para Cypress. Nadie demostraba como él un desconcierto tan grande, ni tan profundo pesar. Su anterior agilidad de comadreja, su alegría, su perspicacia y su capacidad para disfrutar de todo le habían abandonado; parecía distraído e indiferente a las exigencias de «los Siete», y sólo se animaba, hasta alcanzar un estado de maligna vivacidad, cuando se sentía enardecido por el deseo de descubrir, enjuiciar y ahorcar al criminal. Pero durante cierto tiempo le descorazonó el aspecto de Pollock. En el antecomedor, cuando terminó el desayuno, Tom confesó a María Cherry que el detective había resultado muy poco convincente.
—A mi criterio no despierta muchas esperanzas, María —dijo—. Yo había contado con alguien parecido a los que figuran en los libros: un cerebro maestro y dominador, ojos de lince y boca de hierro; en cambio es manso como la leche, tiene acento popular y los modales de un ayuda de cámara: es suave y cortés, y más indicado para oír y obedecer que para hablar y dar órdenes. Por lo menos así me parece.
—No se deje influir por su apariencia, Tom —contestó María Cherry con mucha sabiduría—. Primero tiene que verle actuar; quizá tenga usted más esperanzas después. Los de su oficio engañan mucho, téngalo por seguro; no sería de extrañar que de pronto se revelara en forma sorprendente. Dormirá en el cuarto rosado, y en cuanto le haya visto le comunicaré mis impresiones, Tom.
Cuando terminó el desayuno, Pollock dictó sus primeras órdenes.
—Pasaré una hora revisando la propiedad y echaré un vistazo a la casa —dijo—. Les ruego que me reserven otro cuarto donde pueda recibirlos luego, uno por uno.
—El salón de fumar —propuso Gerald—. Allí no le incomodarán.
—Nos veremos dentro de una hora, más o menos —les dijo Percy—. Tengo varias cosas que decirles, a todos en conjunto; luego iniciaré el interrogatorio preliminar con ustedes, y después seguirá la servidumbre.
De acuerdo con sus planes, inspeccionó «Las Torres» acompasado de Cypress; recorrió los jardines y los invernaderos guiado por Andrés Forbes; recogió algunas informaciones generales relativas a las costumbres de la casa y sus habitantes, y luego se reunió con «los Siete», aceptando el salón de fumar como centro de operaciones.
—Puede instalarse aquí como la araña en su tela establecer sus comunicaciones y, espero, atrapar sus moscas —dijo Gerald con tono de broma—. Llame a Cypress si necesita cualquier cosa, inspector; díctenos órdenes a todos por igual y díganos dónde, cómo y cuándo podemos secundarle en su noble tarea.
—Hay unos cuantos principios que indican cómo debo proceder; principios de rutina que despejarán el terreno —explicó el visitante—, porque de lo contrario los árboles nos impedirían ver el bosque. Procederé basándome en la teoría de que si se trata de un crimen es un trabajo de puertas adentro. Lo cual significa que alguien aquí, entre los huéspedes de Navidad, será hallado culpable. Esta es, por el momento, mi hipótesis, que no se refiere, naturalmente, a nadie en particular: por consiguiente, si les pregunto cosas que se salen un poco de lo común, no deben suponer que encierran algo personal. Todos están en la misma situación en cuánto al móvil y a las ocasiones; en consecuencia, sólo los culpables, si los hay, tienen algo que temer.
—Falta aún, por supuesto, probar la existencia de algún culpable —observó Arturo.
—Así es, señor Hoskyn —repuso el investigador—. Pero, como ya he dicho, creo en esa posibilidad. No sólo en la familia, sino entre uno que otro de la servidumbre. Les veré a todos, recogeré los datos y pondré el caso en orden.
Permanecieron en silencio; Percy les miró por encima de su libreta de bolsillo y prosiguió:
—Como tarea preliminar que a todos concierne debemos seguir con minuciosidad los movimientos del señor Knott durante sus últimas horas de vida —explicó el detective—; para poder hacerlo averiguaremos cuáles fueron sus actos y con quiénes estuvo hasta el momento en que Tomás Cypress le dejó en la cama la noche de su muerte. Deseo que cada uno de ustedes trate de recordar lo que ocurrió cuando estaban con él y el tiempo transcurrido en su compañía durante ese día, porque la ciencia ha establecido que la dosis fatal tiene que haber sido administrada en algún momento que media entre la taza de té matinal y las diez más o menos, de la noche, hora en que Cypress se retiró dejándole en la cama. El estudio del juicio indagatorio me demuestra que el coroner tuvo la cordura de aceptar, también él, esta teoría; pero con la ayuda de ustedes me propongo examinar con mayor detenimiento los detalles en que haya lagunas.
—Tiene frente a usted dos caminos —sugirió Gerald con amabilidad—, y seguramente seguirá uno y otro por turno. Necesita saber exactamente lo que pasó, de acuerdo con lo que recordamos por observación personal, y deseará saber lo concerniente a cada uno de nosotros y nuestras relaciones con el pobre Aníbal Knott.
El investigador le miró con severidad.
—Lo que no necesito saber es cómo debo manejar mis asuntos, señor Firebrace —replicó; pero luego sonrió levemente para atenuar la brusquedad de la respuesta.
El actor le devolvió la sonrisa y habló con su habitual aplomo.
—Goza usted de merecida fama por la forma en que maneja sus asuntos —dijo—. Mi idea, si me hubiese dejado continuar, era establecer una comparación con la cacería. Me disponía presentar al inspector Pollock como un cazador que sigue el rastro de sus fieles sabuesos, representados, en este caso, por mis primos y yo, ansiosos por ayudarle a capturar al asesino.
—No —replicó Percy—. No será nada parecido a eso. Debe usted mirar el caso desde un ángulo completamente distinto y comprender que usted y sus parientes no constituyen una jauría, sino un grupo de personas comprometidas en un caso de probable homicidio. Yo, sin otra compañía, seré el cazador. En estas ocasiones tengo por regla echar mis redes en una zona muy extendida. Algunos de mis colegas se desconciertan cuando se enfrentan con una cantidad grande de sospechosos; yo no. A mí me gusta que sean un montón, y me divierte comparar las declaraciones que aportan unos y otros. Gradualmente elimino a los dudosos, y con mis métodos propios encuentro casi siempre que el culpable queda en la red.
—Como el cazador solitario que caza con trampas —comentó Gerald—. Bueno, aunque no desea nuestra ayuda, puede estar seguro de que ninguno de nosotros le pondrá trabas, y espero que pronto nos permitirá regresar a nuestras casas. Si no le somos útiles a usted podemos serlo a otros en nuestra esfera de acción.
—Nada me causará mayor placer que dejarles en libertad —declaró el investigador—, y ahora, como las damas pasan primero, empezaré el interrogatorio con la señorita Maitland; por lo tanto les ruego que nos dejen, señores.
Se retiraron todos menos Esperanza, y situándola en una posición ventajosa para él, con la luz en la cara. El detective empezó a hacerle preguntas.
—¿Tiene usted un empleo en War Office, señorita Maitland? —inquirió.
—Sí; hace muchos años que trabajo allí.
—Es una tarea muy interesante y útil.
—Necesaria y por consiguiente útil, pero no muy interesante, salvo en épocas excepcionales.
—Estamos acercándonos a una época excepcional, sin embargo, si es cierto lo que Lord Roberts ha dicho a la nación.
—¿Qué tendremos guerra con Alemania dentro de un par de años? Sí…; estos viejos soldados suelen ser muy insistentes y tediosos. Si está en lo cierto, tendremos que hacer frente a una guerra en 1914; pero en el ministerio sabemos que esas alarmas son infundadas, inspector.
—Así lo espero yo también, pero lo dudo.
—Seguimos, como siempre, las viejas y sanas tradiciones nacionales —dijo ella—. Dejarse atrapar medio dormidos, dar al enemigo una buena ventaja, derrotarlo después de un inmenso gasto de vida y sustancia; perdonarlo luego instantáneamente, otorgarle nuestra absoluta confianza y empezar de nuevo cuando él esté listo y nosotros no. Esa es nuestra costumbre, y siempre, con este sistema, ganamos la última batalla. ¿Qué más puede desear el resto de Europa?
Percy cambió de tema.
—Dígame francamente, hasta donde desee, la opinión que tiene de sus primos. Como es la única muchacha del grupo, le tienen sin duda mucho cariño.
—¡Dios mío, no! Nada de eso, y por favor no vuelva a llamarme muchacha. Tenemos un modo de ser muy diferente y, a decir verdad, nos conocemos muy poco. Nos reunimos anualmente aquí porque soy sobrina de Aníbal Knott y los demás también lo son. En realidad, somos sus únicos parientes, con excepción de nuestra tía Sara, hermana de él, la señora de Adams, una señora muy vieja, de noventa años de edad. Mi tío nunca se casó, no tenía otros vínculos familiares y le gustaba que viniéramos aquí en Navidad.
—Comprendo. ¿Y le parecía a usted que tenía preferencias, que usted o uno de los sobrinos ocupaba un lugar más destacado en su afecto?
—Era incapaz de sentir cariño, creo, y ciertamente no prefería ninguno. Me lo dijo él mismo. Me dijo una vez que tenía la misma opinión de todos nosotros y que en su testamento nos había recordado en proporciones iguales.
—¿Se refirió alguna vez a inquietudes o aludió a enemigos o a personas poco amistosas para con él? ¿Habló de su pasado? Algunas cosas obsesionan a veces a un hombre durante años, aun cuando crea haberlas ya olvidado.
Esperanza, cosa rara en ella, se echó a reír con su risa semejante al ladrido de un Cairn Terrier.
—Como es natural, no estoy en condiciones de saber lo que puede haberle acontecido antes que yo naciera —contestó—. Pero me parece muy improbable que tío Aníbal haya demostrado jamás suficiente voluntad ni carácter para granjearse enemigos. Era un anciano incoloro, ignorante, nacido en la opulencia y carente en absoluto de enemigos y amigos. Un cero a la izquierda incapaz de crearse ni los unos ni los otros.
—¿Era, sin embargo, muy generoso, liberal y bien considerado por todos?
—Sin duda. No vaya a imaginar ni por un instante que subestimábamos su buena voluntad ni que éramos desagradecidos. Sin ir más lejos, en esta Navidad el pobre nos dio a cada uno un cheque por doscientas libras. Tenemos muchos motivos para que su muerte nos sea muy dolorosa. Sólo quiero decir que se trataba de una persona que nunca se había distinguido en nada, salvo en su accidental fortuna. Le satisfacía dejarse dominar por las clases inferiores: las prefería a la suya.
El detective asintió con la cabeza.
—Ya comprendo. Para volver a su familia de usted, señorita Maitland. Aunque no sabe mucho de sus primos, ha de tener relaciones más estrechas con sus hermanos. ¿Son hombres ocupados, sin duda?
—Vivo con Jorge y le cuido.
—¿Sus hermanos son solteros?
—No pertenecen al tipo que hace feliz a una mujer. Jorge es muy equilibrado y trabaja en la venta de automóviles de segunda mano. Mi hermano menor, Gerald, es actor. Nunca se ha casado.
—Muy buen actor, además —declaró Percy—, y muy popular entre el público.
—Así lo creo. Los artistas están fuera de mi línea; tienen demasiada imaginación. A mi padre le sobraba. Era mejor actor que Gerald; eso, al menos, decía mi madre.
—Era anterior a mis tiempos —dijo Percy apesadumbrado.
—Rara vez la imaginación es remunerativa —observó Esperanza—. No lo era en el caso de mi padre. Nos dan quizá el arte que merecemos; pero todo arte está miserablemente remunerado.
—Volviendo a esta infortunada tragedia ¿tiene usted, a pesar de su alegada falta de imaginación, formada alguna idea de lo ocurrido, suponiendo que se trate de un crimen? —preguntó Percy—. Usted comparte mis temores de que su tío ha podido ser víctima de un asesinato, y seguramente ha discutido el problema, si no con sus primos, al menos con sus hermanos. ¿Sospecha de alguien? ¿Ha construido alguna hipótesis que comprometa a una o a varias personas? No está obligada a contestarme si prefiere no hacerlo.
—Bajo este techo uno no se atreve a sospechar de alguien… de alguien en quien él confiaba tan absoluta y completamente, lo mismo que todos nosotros —contestó ella—. En realidad, hemos tratado de rechazar semejante conjetura.
—Sin embargo, si todos coinciden, sería útil saber en qué punto se pusieron de acuerdo y por qué.
Esperanza reflexionó. Comprendía que tenía en sus manos la oportunidad de despistar a su interlocutor y que debía aprovecharla, pero no deseaba decir algo que Jorge o Gerald pudieran desmentir.
—Si menciono un nombre tenga en cuenta que lo hago basándome únicamente en mis sospechas personales —dijo—. Es cierto que mis hermanos y yo hemos discutido varias posibilidades, pero sin llegar a ninguna conclusión. Apenas susurramos algún nombre, y no podría asegurar que piensan lo mismo que yo. Es un asunto doloroso y delicado. Pero soy realista, señor Pollock, y usted tiene derecho a conocer mis suposiciones, aunque espero que consiga probar que estoy equivocada. Me he preguntado quién estaba más cerca de mi tío todos los días de su vida, quién se había erigido en una especie de niñera del anciano, quién le llevaba su primer alimento por la mañana y le daba con frecuencia por la noche una taza de leche antes de que cerrara los ojos. También conocía yo el gran afecto que tío Aníbal sentía por Cypress y la sublime confianza que había depositado en él; pero no puedo decir que conozco mucho a Tom. Ninguno de nosotros le conoce. No necesito decirle que no le tengo ninguna animosidad, pero a menudo he presentido, y mis hermanos también, que siente cierta aversión por nosotros. Aunque le parezca ridículo, más de una vez hemos sospechado que despertábamos los celos de Tom. Siempre se mostraba atento y cortés, con esos movimientos ágiles y felinos que usted habrá observado; pero adivinábamos que algo bullía adentro: algo próximo a la desconfianza y al odio inconsciente que la desconfianza provoca. Celos, sin duda. Esto es todo lo que puedo decirle, y mucho más de lo que diría a cualquiera que no fuese usted.
—Su confidencia será respetada —prometió él—. En vista del estrecho compañerismo que existía entre su tío y Tomás Cypress, es dable conjeturar que le ha recordado en su testamento, lo cual, por supuesto, no probaría nada.
—A este respecto agregaré —repuso ella— que casi con seguridad Cypress lo sabía, y hasta conocía la suma. Mi tío era muy charlatán, como suelen serlo los viejos, y creo que ha de haberle dicho lo que le dejaba en herencia.
—Sin embargo, a ustedes no les dijo lo que les dejaba en herencia.
—Sabía que conocíamos su riqueza y no hablaba de ello. No creo que se diera cuenta de la fortuna que poseía.
Percy volvió al tema de la familia.
—¿Podría decirme algo, útil para el caso, que se relacione con los señores Julián y Cirilo Adams, o con el señor Edgar Peters?
—Nada que pudiera ayudarle a usted. Los mellizos no sólo son idénticos por fuera, sino también por dentro. Piensan igual, hablan igual y ven todas las cosas desde un punto de vista similar y tonto. Son inspectores, o algo por el estilo, en los Almacenes Imperio. Uno atiende el departamento de cristalería y porcelanas, el otro el de cigarros y cigarrillos. Yo fumo habanos, y una vez me mandaron una caja… de unos que seguramente no consiguieron vender; no pude fumarlos. Eran asquerosos. Son absolutamente inofensivos, me refiero a Cirilo y Julián y, por consiguiente, exasperantes.
—¿Casados?
—No. Viven con su anciana madre en Redhill.
—¿Y en lo que se refiere al señor Peters, señorita Maitland?
Es contador público. Muy pesimista; su compañía no es muy amena. Me figuro que su trabajo ha de ponerlo en contacto con muchas cosas deprimentes. Se inclina al cinismo, pero es muy humano y, a decir verdad, magnánimo. Posee un gran sentido del honor y tiene una mujer inválida. Creo que suele ir a la iglesia. Exclúyalo de sus cálculos, inspector; no sería capaz de envenenar a nadie más que a sí mismo. Y excluya también a los mellizos. Recuerdo que después de recibir esos inmundos cigarros le dije a Julián que había tratado de envenenarme; no fue más que una broma, naturalmente, pero en el momento se molestó.
—Muchas gracias: una descripción muy gráfica —dijo Percy. Sólo queda el señor Hoskyn, y supongo que sé de él más que usted; es un habilísimo toxicólogo.
—Sí, y un gran admirador de Scotland Yard —aseguró Esperanza—. Tiene un excelente concepto de ustedes, pero considera que los métodos que emplean son demasiado suaves y pacientes. Piensa que los criminales deberían ser tratados más severamente y con menor caballerosidad.
—Hay cosas que nosotros no hacemos —explicó el otro.
—Lo sé; y es una simpleza por parte de ustedes Ahí es donde les derrotan los del bajo fondo, porque no hay nada que ellos no hagan. Sus métodos son totalitarios, lo cual les da una enorme ventaja hasta sobre adversarios de tanto talento como usted. La policía se traba rindiendo pleitesía a una cantidad de pequeñas supersticiones y cosas prohibidas; hace sencillamente el juego a los pillos sin escrúpulos que lo saben y utilizan ese conocimiento. He oído a Arturo algo por el estilo, y estoy completamente de acuerdo con él. Deberían ustedes oponerse a la violencia desplegando mayor violencia, y a la astucia y la maña, recurriendo a mayor maña. Demostrar blandura y sentimentalismo frente a la maldad, es premiar la práctica del crimen. Implícitamente Percy alabó estas opiniones.
—Es lástima que trabaje usted en el War Office —dijo—. Debería estar en Scotland Yard.
Luego prosiguió su interrogatorio:
—Entonces, señorita, quedamos, por el momento, en que me confía solamente a mí su temor de que el sirviente sepa del asunto más de lo que parece. Ahora, dígame algo de María Cherry, el ama de llaves. ¿Qué sabe de ella?
—Muy poco. Algunos la consideran tímida, otros la creen astuta. Tal vez sea las dos cosas. Excelente ama de llaves; eso decía siempre mi tío. La estimaba mucho. No es comunicativa, ni chismosa. Inteligente, diría yo. Su autoridad es absoluta. Ella y Cypress dirigen entre los dos la propiedad. Supongo que esto provocará celos. Los viejos sirvientes siempre los sienten. Uno de sus deberes —prosiguió Esperanza— consistía en ocuparse del botiquín. Ella guardaba la llave (existe sólo una, según tengo entendido) y repartía los remedios cuando se necesitaban. ¿Ha visto el botiquín?
—Sí, señorita, y por ahora tengo la llave.
—Me parece muy hábil de su parte. ¿Ha examinado lo que hay allí? Arturo Hoskyn podría ayudarle. ¿O no le incumbe a usted esa tarea?
—Ya lo creo que sí. Yo también me especializo en venenos. —Sólo he oído hablar del botiquín; nunca lo he visto ni sé dónde está, pero supongo que habrá muchas cosas tóxicas ahí dentro.
—Muchas; pero ninguna que corresponda a nuestro veneno, mejor dicho, al veneno del señor Aníbal Knott.
—Es un componente raro, al parecer —dijo Esperanza—. Mi primo recibió detalles del profesor Postlethwaite. Algo muy misterioso, con algún horrible elemento que ni siquiera el profesor consigue dominar; no es veneno de víbora, y sin embargo parece que se trata de una sustancia animal.
—Tengo interés en oír lo que pueda decirme al respecto el señor Hoskyn. Existen venenos animales cuya clasificación es muy difícil —admitió Percy.
—Sí, y no hay nada más venenoso que un ser humano, si le interesa mi opinión —declaró Esperanza Maitland—. La bestia que acabó con tío Aníbal debe ser muy venenosa, y espero que la atrape y la haga salir de su cueva antes de que cause nuevos daños.
—Haré lo posible —prometió el detective. Luego hizo varias anotaciones más en una curiosa escritura jeroglífica de su invención, cerró su libreta y se puso de pie.
—Muchas gracias; muy claro. Es de gran utilidad hallar a un testigo que tiene un punto de vista preciso —dijo.
—Muy pocas personas lo tienen —replicó ella—. ¿Le envío alguien más?
Pollock decidió que el interrogatorio no proseguiría hasta después del almuerzo, y Esperanza se dirigió hasta a reunirse con sus parientes. Estaban ansiosos por conocer su opinión.
—Como es natural, no podemos saber lo que él piensa de ti —observó Jorge—, pero ¿qué piensas tú de él?
—Es bastante astuto —repuso su hermana—. Tantea a su alrededor y trata de orientarse en el ambiente. No tiene nada de genial, pero es innegable que conoce su trabajo. En cuanto a personalidad es bastante mediocre.
—Nos examinará y luego se concentrará en la servidumbre —predijo Gerald.
—Llamará a algún otro después del almuerzo —dijo ella—. Ahora está descansando y seguramente reflexionando sobre lo que le he dicho.
—¿Qué le has dicho? —preguntó Edgar.
—Le tracé, en líneas generales, un esbozo de todos nosotros.
—¿Nada especial que convendría saber para confirmarlo? —inquirió Arturo.
—Nada más que la verdad sobre nuestras nobles personas contempladas desde mi punto de vista.
El químico la miró con desconfianza.
—Supongo que no nos hiciste quedar mal —dijo.
—¡Dios mío, no! ¿Quién soy yo para haceros quedar mal? Ha hecho una observación interesante. Me aseguró que perdía el tiempo en el War Office y que debería trabajar en Scotland Yard.
—Eso demuestra que carece de sentido del humor —observó Cirilo— y que no tiene la menor idea de tu verdadera naturaleza.
—¿Pidió detalles de cómo pasó el día tío Aníbal el veintiséis de diciembre? —preguntó Gerald.
—En ningún momento. Ni se refirió a eso. Sólo deseaba conocer el aspecto general de las cosas —repuso ella.
—Estábamos hablando de nuestros cheques de Navidad —le dijo Cirilo—. En nuestra pena y confusión los habíamos olvidado. Edgar cree que no los pagarán hasta que se arregle la testamentaría.
—Yo ya he firmado el mío y lo he enviado al banco —replicó Esperanza.
La conversación derivó hacia el tema del entierro, cuya fecha había sido fijada para dos días después. Los mellizos comunicaron que habían recibido una carta furiosa de su madre.
—Hemos pasado horas tratando de adivinar cuál de vosotros ha mandado ese falso telegrama —dijo Cirilo—, porque aunque lo neguéis, estamos convencidos de que uno de vosotros lo ha mandado. Algún día ella sabrá la verdad y lo hará sentir. La edad no puede domar su carácter.
—Tendrá tiempo de sobra para calmarse antes que regreséis a Redhill —les recordó Esperanza—. Por el momento, dejad que piense lo que quiera.