8

—NO INCUMBE A la competencia ni al alcance de este tribunal determinar si la muerte del señor Aníbal Knott ha sido provocada por manos criminales o causada por otra razón cualquiera —dijo el doctor Meekins al iniciarse el juicio, dirigiéndose al jurado. Era un funcionario que gozaba de popularidad entre los miembros de la policía porque nunca objetaba sus actividades y estaba invariablemente de acuerdo con ellos cuando habían llegado a una conclusión. Trataba de determinar en el día los juicios indagatorios, y, dentro de lo posible, evitaba su postergación con el argumento de que las causas de la muerte sólo concernían al jurado del coroner[2] o al coroner mismo y de que, en general, el informe médico bastaba para aclarar el punto. En todos los juicios subrayaba los límites de dicha competencia y ahora volvía a hacerlo.

—Nuestra función —prosiguió— guiada por las pruebas y generalmente basada en las indicaciones del médico o cirujano, consiste en determinar las causas directas de la muerte: los motivos físicos debido a los cuales un prójimo ha dejado este mundo cuando no se esperaba de su parte una decisión tan repentina de acabar con la existencia. Esto es lo que debemos poner en claro en el caso del estimado anciano que acabo de nombrar. Se retiró, sintiéndose bastante bien, la noche del viernes último, y fue hallado muerto en la mañana del sábado. Como en ese momento estaba rodeado de su familia, que le acompañaba en la celebración de las fiestas, existe abundante testimonio de sus movimientos durante el período crítico en que la droga fatal, según las pruebas, penetró en su organismo. Los testigos nos pintarán en vividos rasgos el cuadro de sus últimas horas; pero a ustedes, señores miembros del jurado, corresponde decidir cuáles son las causas de la muerte del señor Aníbal Knott, y a mí dejar constancia de esa decisión.

La policía había resuelto citar, porque eran los mayores de «los Siete» a Edgar Peters y a uno de los mellizos para que declarasen en representación de los demás. Al inspector Frost le pareció inútil llamar a todo el grupo en esa etapa de la investigación, y el superintendente Woodman, amigo personal del doctor Runcorn, ya había consultado al respecto con el jefe de policía, coronel Robert Tankerville. Woodman estaba seguro de que su superior (que no paraba en gastos y a veces llegaba hasta expresar dudas hirientes sobre la capacidad de sus hombres, pero que confiaba siempre de modo absoluto en Scotland Yard) buscaría ayuda cuando llegara el momento. En realidad, el superintendente consideraba que el juicio indagatorio era apenas una medida de rutina, y que la parte verdaderamente seria no concernía al doctor Meekins. Estaba convencido de que se trataba de un crimen y sabía que el jefe sospechaba lo mismo.

Mientras se encaminaban hacia el tribunal, Arturo Hoskyn había aleccionado a sus primos que iban a prestar declaración.

—Esto no es más que una prueba preliminar —les dijo—, y creo que a los dos puede resultaros útil una palabra de consejo basada en la experiencia. Seguramente el coroner os interrogará sobre los actos conjuntos de los siete, y de haber estado yo en la misma situación de todos vosotros me habrían llamado con preferencia, debido a mi reputación, a fin de someterme a un minucioso interrogatorio; pero el inspector Frost ha de haber informado que permanecí en mi cuarto durante todo el día y que en consecuencia no les puedo proporcionar ninguna información útil. Es probable que él o el superintendente os hagan diversas preguntas. El jefe de policía, coronel Robert Tankerville, estará sin duda presente, y es posible que a su vez os interrogue; es prudente recordar que un policía es siempre un policía, cualesquiera sean su grado y posición. La mente les trabaja en forma peculiar; tienen conciencia de su poder, pero como generalmente están bien disciplinados, es raro que lo ejerzan en forma tiránica. En tanto que les han enseñado a no perder tu serenidad ni en las circunstancias más irritantes, han desarrollado una técnica habilísima cuyo fin es sacar de quicio a los testigos; saben que de este modo obtienen valiosas informaciones que un testigo sereno y dueño de sí no revelaría. Como la bebida, la ira ha provocado la caída de más de un pájaro de cuenta. Por lo tanto, no vayáis a darles la sensación de que les teméis, pero guardaros bien de ser groseros o de adoptar actitudes de superioridad. Y cuando los detectives se presenten en escena, tened en cuenta que son nada más que superpolicías que han salido de las filas gracias a su perspicacia, valor frente al peligro y capacidad deductiva. Pronto tendremos todos que enfrentarnos con alguno de ellos. Pero no os sintáis intimidados ni imaginéis que estáis frente a una de esas maravillas indomables, valientes e invencibles que abundan en las páginas de la ficción policial. Será un hombre muy parecido a vosotros que puede equivocarse como cualquiera. Proceded con mucha pausa: no os apresuréis a contestar, y si comprendéis que la respuesta correcta sería peligrosa, no la formuléis y decid que no sabéis o que no recordáis; el investigador entrará tal vez en sospechas, pero no puede haceros nada. Sobre todo, no le pongáis ideas en la cabeza, porque es muy posible que luego os las recuerden para desconcertaros.

En esta forma llena de sabiduría, el farmacéutico puso sobre aviso a sus aliados, y éstos tomaron nota de sus advertencias. Gerald añadió unas palabras dirigidas a Julián, que era, de los mellizos, el llamado a prestar declaración.

—No muestres disimulo y cautela y no muevas los ojos de un lado a otro como un caballo asustado —dijo—. La policía es maestra en el arte del disimulo, y si tienes una expresión furtiva deducirá que ocultas alguna cosa. Y no tengas un aire servil como en los Almacenes Imperio, ni trates al coroner como a un posible cliente.

Pero Julián odiaba ahora al actor con toda la vehemencia de que era capaz y desdeñaba sus recomendaciones.

—No necesito ningún consejo tuyo para comportarme como debo en un tribunal de justicia —replicó—. Guarda para ti tu barata sabiduría y tu astucia, porque se aproxima el día en que probablemente te harán falta.

Cirilo apoyó esta briosa respuesta.

—Bien dicho —afirmó.

Luego, Arturo, para terminar, dijo algo más antes de llegar al recinto, no muy distante del depósito y de la comisaría, donde tenía lugar el juicio.

—Debemos considerar disuelta nuestra banda —les dijo—. Ha alcanzado su objetivo, y cuanto más pronto la olvidemos mejor. En adelante cada cual actuará solo, y cuando nos hagan preguntas sobre los demás declararemos que los conocemos poco.

—Y que nos importan menos —agregó Esperanza.

—Exactamente —acordó Hoskyn—. Tampoco debemos manifestar ningún cariño arrollador por el muerto —prosiguió—. Los octogenarios rara vez lo inspiran, y es mejor dar a entender que le hemos dedicado una paciente y respetuosa atención, pero nada más. Quizá nos pregunten si tenemos esperanzas de heredar, y habría que contestar que ignoramos por completo las intenciones de Aníbal Knott.

—Lo cual demuestra la importancia de ponerse de acuerdo —observó Esperanza—. Porque probablemente yo habría dicho la verdad, contando lo que tío Aníbal me comunicó; es decir, que nos recordaría a todos por igual en su testamento.

—No lo hagas, entonces —instó Arturo—. Es mucho mejor declarar que ignorábamos todo lo referente a su testamento y que tío Aníbal no parecía querernos mucho.

Habían llegado al escenario del inminente rito judicial y pronto oyeron las palabras iniciales del doctor Meekins. Antes de que éste empezara a hablar, el superintendente Woodman les había presentado al coronel Robert Tankerville, quien después de saludar cortésmente a «los Siete» les había expresado su pesar por la desgracia sufrida.

—Es muy triste que haya ocurrido en esta fecha del año —dijo—, pero la acción criminal no reconoce sentimentalismos cuando se le ofrece la ocasión; lamento mucho tener que decir que, para mí, la muerte del señor Knott se debe a una causa de esta clase. Creo que ha sido asesinado, y deben ustedes de hacer frente a tan horrible realidad con toda la fortaleza de que sean capaces.

—¿No cree, coronel, en la posibilidad de que el juicio llegue a una conclusión menos penosa para nosotros? —preguntó Esperanza.

—Tal vez, señorita Maitland —contestó el viejo soldado—, y deseo mucho que así sea; pero si no se presenta algún testimonio que pruebe lo contrario, no habrá remedio y tendremos que esperar lo peor, aunque parezca increíble tratándose de una persona como su tío. Por suerte estamos en buenas manos. El doctor Meekins sabrá cumplir su deber.

El doctor no perdió tiempo, y después de esbozar la situación se puso a escuchar las declaraciones. Ningún testigo tenía representante legal, pero los abogados de Aníbal, señores Peabody, Peabody y Pedder, habían enviado a un colega para que presenciara el desarrollo de los acontecimientos.

—Hemos elegido a las personas que están en condiciones de dar datos sobre las últimas horas que el difunto pasó en este mundo —explicó el coroner—, y llamaré primeramente a Tomás Cypress, quien en cumplimiento de sus deberes despertó al señor Knott en la mañana del día veintiséis de diciembre, llevándole como de costumbre una taza de té.

Cypress, que gozaba de popularidad en el ambiente en que actuaba y contaba con uno o dos amigos personales en el jurado, comenzó su declaración. Estaba pálido, triste y vestido de riguroso luto.

Después que Cypress hubo relatado los hechos, el doctor Meekins le preguntó:

—En la mañana del veintitrés de diciembre, ¿halló usted a su amo descansado y de buen humor?

—Sí, doctor, muy bien y contento, y gozando de antemano con la idea de la fiesta infantil. Rió, cosa que rara vez hacía por la mañana temprano, y me dijo que sus sobrinos los señores Julián y Cirilo Adams, que son mellizos, se disfrazarían de renos y el señor Gerald Firebrace de Santa Claus.

—¿Eso le divertía?

—Sí, doctor. La idea le divertía; pero al verles se mostró decepcionado. Los Caballeros no estaban a la altura de los renos que el señor Knott imaginaba.

—Aparte de eso, ¿cómo sirvió el té a su amo? —preguntó el doctor Meekins.

—Le llevé una pequeña tetera con té chino y una galletita. Siempre empezaba el día con eso. Una taza de té y una galletita, nada más. Luego se levantaba.

—¿Quién preparó el té?

—Yo mismo, doctor. Todos los días lo preparaba en el antecomedor, en un calentador a gas, y lo subía junto con una jarrita de leche fresca… El lechero nunca llega después de las ocho.

—¿Nadie más, en ningún momento, tocó la tetera, el té, el agua caliente o la leche?

—Nadie. Yo subí el té y lo serví como siempre. Le gustaba bien caliente y cargado, porque limpiaba sus intestinos después del sueño de la noche.

—¿Se bañó esa mañana?

—No. Tomaba un baño caliente dos veces por semana, y esa mañana no le correspondía. Si hubiera vivido, lo habría tomado a la mañana siguiente.

—¿El cuarto de baño tiene comunicación con el dormitorio?

—Sí, doctor.

—¿Entró en el cuarto de baño esa mañana?

—No, doctor. Se lavó en el dormitorio.

—¿Hay drogas o específicos de alguna clase en el cuarto de baño?

—La policía buscó esas cosas, doctor, pero no las halló porque no las había. El ama de llaves, la señora de Cherry, tenía a su cuidado el botiquín del señor Knott, y si a mí me parecía que el señor necesitaba algo de esto o aquello, se lo pedía a ella. El señor no era afecto a los remedios; prefería evitarlos. El doctor Runcorn le daba de cuando en cuando alguna bebida, pero a la hora indicada yo tenía que perseguirle porque de otro modo no la tomaba.

—Bien, Cypress. ¿Le ayudó usted a vestirse y luego le atendió en el comedor durante el desayuno?

—Sí, doctor.

—¿Conservó su buen humor al saludar a sus parientes?

—Estaba alegre y con bastante apetito, si se tiene en cuenta que era el día siguiente de Navidad. Fue una mañana terriblemente lluviosa, pero el señor nunca se sentía abatido por el mal tiempo. Le daba lo mismo.

—¿Fue un desayuno normal compartido con la familia?

—Sí, doctor.

—¿Y después?

—Fumó su pipa matinal en el salón de fumar, y luego me llamó para que le pusiera el abrigo y la bufanda de seda. Después me puse mi abrigo y la gorra, y amparándole con un paraguas grande le conduje al invernadero. Allí me pidió que le dejara, porque sabía que estaba atareadísimo preparando la fiesta de la tarde.

—¿Le dejó solo?

—No, doctor, nunca le dejaba solo cuando estaba al aire libre o en los invernaderos. Sus parientes se habían ido al jardín de invierno a preparar una comedia, todos menos el señor Hoskyn, que en ese momento se encontraba enfermo; dejé al señor en compañía de Andy, es decir, con Andrés Forbes, nuestro jardinero jefe, muy apreciado por el señor Knott. Era, por decirlo así, más que un jardinero para él.

—¿Cuándo volvió a ver a su amo?

—Fui a buscarlo a la una menos cuarto: almorzaba a la una. Seguía lloviendo a cántaros, pero le puse el abrigo (se lo había quitado, el invernadero es muy caliente) y le acompañé de regreso con el paraguas.

—¿Seguía contento y de buen ánimo?

—De buen ánimo y con apetito, y gastó una broma o dos sobre la nueva pipa que «los Siete», disculpe, quiero decir, sus parientes, le habían obsequiado para Navidad. No recuerdo cómo era la broma, pero sé que se trataba de algo gracioso, porque él se echó a reír. Si me comprende, doctor, no siempre era fácil interpretar los chistes del señor; exigían un poco de instrucción. Pero yo sabía que era un chiste al verle reír. A menudo eran demasiado profundos para que nadie riera sino él.

—Bien. Luego entró a almorzar. ¿Tomó antes un aperitivo o algo por el estilo?

—No, doctor, no le gustaban los aperitivos. Era muy sobrio para beber, y el doctor Runcorn solía decirle que no tomaba bastante líquido durante el día. Le recetaba vasos de agua caliente entre las comidas, pero el señor Knott se negaba a tomarlos.

—¿Todo transcurrió como de costumbre durante el almuerzo?

—Como de costumbre.

—¿Y a la hora del té?

—No se lo serví yo. Me encontraba con los niños.

—¿Y durante la comida?

—Hice que se echase un rato antes de comer. Luego, en la comida, se sirvió un poco de pavo con salsa de apio. Le gustaba mucho la salsa de apio. A decir verdad, le encantaba el apio en cualquier forma. Con la comida tomó un vaso de oporto y después café.

En seguida, Tom detalló los indicios de que las cosas no marchaban muy bien durante la comida.

—Yo esperaba que tuviera apetito —dijo—, pero no; a pesar de que eran sus platos preferidos, comió muy poco, y en su voz se notaba que ya no se divertía tanto. No se levantó de la mesa por consideración hacia sus huéspedes, y procuró en lo posible estar contento; mas como conocía tanto su voz comprendí que no andaba muy bien. Lo atribuí al cansancio, pero se mantuvo firme y fue al salón de fumar. Cuando fui a buscarle para que se acostara, un poco antes que de costumbre, accedió a retirarse en seguida, y su ánimo mejoró después de desvestirse y ponerse cómodo. Le he explicado al doctor Runcorn lo que mezclé en la leche que le di después, y me aseguró que no podía haber hecho nada mejor. Cuando apagué las luces, al retirarme, el señor me dijo que se sentía muy bien y que iba a dormir.

Después de Cypress, le tocó el turno al doctor Runcorn. Manifestó que el aspecto de su cliente muerto le había causado gran inquietud y agudas sospechas, y se refirió brevemente al resultado de la autopsia. Declaró en seguida el cirujano de la policía que la había efectuado con ayuda del médico, y explicó cuál era la etapa en que se hallaba esa parte de la investigación leyendo una carta de Londres sobre materias analizadas en el cuartel general.

—Se ha descubierto la existencia de veneno: un veneno virulento, y siguen efectuándose experimentos en el laboratorio —prosiguió—. No se ha determinado aún la naturaleza de la materia fatal, pero sus efectos en animales pequeños demuestran que, pese a la virulencia mortal que tiene una cantidad pequeñísima de esa substancia, opera lentamente, y la muerte puede no producirse hasta quince o veinte horas después de ingerido dicho tóxico. Al parecer, tal es el tiempo que tarda en hacer su efecto cuando es ingerido por vía bucal; inyectado hipodérmicamente en la sangre, opera con mayor rapidez, según se deduce de los experimentos. Tenemos que seguir analizando a fin de descubrir otras características de ese veneno y su origen exacto. Hasta ahora no podemos determinar su nombre. El profesor Postlethwaite, del Home Office, tiene en sus manos el asunto.

Andrés Forbes fue el siguiente en prestar testimonio de cómo había atendido a Aníbal Knott en el transcurso del día, y el coroner explicó que deseaba averiguar ciertos hechos que sólo Andrés podía detallar.

—Andrés Forbes, sabemos que usted atendió al difunto durante la visita que hizo al invernadero de «Las Torres» —dijo—. Parece que pasó gran parte de la mañana, más o menos desde las diez y media en adelante, en su compañía. Luego Cypress fue en su busca para acompañarle a regresar a la casa. ¿Era esto una excepción o iba siempre al invernadero?

—Muy a menudo, doctor. Casi todos los días pasaba las mañanas de esa manera. Cuando examinaba sus plantas le gustaba que yo, y nadie más, estuviera cerca de él. Estaba contento, y dijo que necesitaba un lugar tranquilo y sin ruido antes de la fiesta de la tarde. Se quitó el abrigo, la bufanda y la gorra, se sentó en su asiento favorito, debajo del helecho gigante, y nombró una o dos plantas, preguntando cómo andaban.

—Bien —declaró el doctor Meekins—. Lo que voy a preguntarle es importante, testigo. Parece que el señor Knott, durante sus acostumbradas visitas matinales al gran invernadero, comía un poco de fruta: una naranja, algunas frutillas, o algo así. ¿Esta información es exacta?

—Sí; comía de cuando en cuando un plátano o una grosella del Cabo, antes que hubiera frutas de primavera. Pero nunca le vi probar nada que no conociese bien. En eso era muy prudente.

—¡Ah! Ve usted a lo que quiero llegar, Forbes —declaró el coroner—. ¿Puede asegurar que su amo no comió nada dudoso esa mañana durante su visita al invernadero?

—Puedo asegurar eso y más —replicó Andy—. Fue una de las mañanas en que no tomó absolutamente nada. Le propuse que probara una mandarina, pero no aceptó. No quiso comer nada. No necesito decir que no es época de frutillas. ¿Y por qué no quería comer nada? Porque fumaba una nueva pipa que, según me contó, su familia le había regalado en Navidad.

—¿Fumaba?

—Estaba luchando, por decir así, con una enorme pipa nueva tallada en forma de busto de mujer. Un objeto horrible e indecente, a mi juicio, y tan grande que cargaba una buena media onza de tabaco.

—¿Fumaba con gusto?

—Nunca es agradable fumar en una pipa nueva. Hay que curarla un poco para que el gusto sea bueno. Así se lo he oído decir a él. Por su cara no me pareció que tenía un sabor muy agradable, y si yo fuera usted, doctor, buscaría esa pipa y la examinaría.

El doctor Meekins nunca rechazaba un consejo y a veces lo seguía. Así lo hizo en esta ocasión.

—Buena idea —dijo, y se volvió al superintendente Woodman—: Busque esa pipa, superintendente —ordenó: y en ese momento, Gerald, aprovechando la oportunidad, se levantó del asiento que ocupaba junto a Esperanza entre el auditorio. Durante más de una hora había estado deseando oír su propia voz.

—Si me permite hablar, doctor Meekins —dijo—, la pipa en cuestión, bellísima obra exquisitamente tallada en espuma de mar, ha sido guardada, según tengo entendido, en su espléndido estuche, y ocupa un rincón entre la colección de pipas de tío Aníbal que se encuentra en el salón de fumar de «Las Torres».

Su redondeada frase resonó en el ámbito de la sala, y mientras hablaba todos los ojos se fijaron en él. Contento de haber estado breves momentos en el centro del escenario, Gerald volvió a sentarse, y el coroner aprobó su indicación.

—¡Espléndido! —dijo—. La pipa será entregada a la policía para que la analicen debidamente.

El jardinero no tenía nada más que decir. A semejanza de Tom Cypress, conocía a una o dos personas del jurado y las saludó con la cabeza al retirarse. Luego llegó el turno de Julián y Edgar. La declaración de ambos fue monótona y descolorida, pero dieron la impresión de que su tío había pasado el día contento y que sólo al anochecer parecía cansado y melancólico. La policía no llamó a otros testigos, y satisfecho con los informes sobre el desarrollo de los hechos, el doctor Meekins hizo un resumen y luego expresó claramente cuál era a su entender el veredicto que debía dar el jurado.

—Señores del jurado —dijo—, acabamos de enterarnos de la causa que ha originado una muerte súbita y lamentable. La causa queda establecida; lo que contribuyó a la causa será descubierto, así lo esperamos, a su debido tiempo. La solución del misterio está en buenas manos, pero queda por verse la naturaleza de dicha solución y lo que pondrá en claro, si tiene éxito, la aplicación de nuestro sistema policial. El señor Knott ingirió veneno y murió a consecuencia de ello. Si bien no estamos absolutamente seguros de este hecho escueto, basta recordar que aun en el caso de que no hubiera tomado veneno en la comida ni en la bebida, el veneno penetró en su organismo. Si lo tomó voluntariamente y conocía la naturaleza del tóxico, significa que la muerte fue accidental. Pero lo improbable de ambos casos les llevará a ustedes, sin duda, a desechar tales suposiciones. Queda la posibilidad de que nos hallemos frente a un asesinato, alternativa de tanta importancia y tan absolutamente extraña tratándose de un hombre como el difunto, que antes de aceptar la idea pienso qué necesitaríamos pruebas más terminantes que las obtenidas hasta ahora. Esto, sin embargo, es una cuestión que sólo a ustedes corresponde decidir. Personalmente, y guiado por mi larga experiencia, me contentaría con aceptar la hipótesis de la muerte por envenenamiento y suspender el juicio, en vista de que hasta ahora no existe prueba alguna que nos guíe y nos oriente. Dejaría constancia de lo que se ha descubierto y agregaría que ningún detalle revela lo que oculta el desgraciado fin de esa larga y respetada vida. Pero, por supuesto, no es más que mi opinión, y si después de cambiar ideas entre ustedes llegan a una conclusión distinta, tengan la seguridad de que será respetada por el tribunal y apoyada por la policía, y de que será tenida en cuenta cualquier luz que puedan ustedes proyectar sobre este triste suceso. Ahora, señores del jurado, pueden retirarse a deliberar; comuníquenme luego sus conclusiones.

Pero apenas había terminado de salir de la sala, el jurado volvió con el inevitable veredicto.

—Opinamos —declaró el portavoz— que el señor Aníbal Knott murió por haber ingerido veneno; pero no vemos en las declaraciones nada que revele la forma en que el tóxico penetró en su organismo.

Después de lo cual el coroner les palmeó el hombro y puso fin al procedimiento.

Antes de marcharse, el jefe de policía dirigió unas palabras a «los Siete».

—Entiendo que ustedes representan al difunto —les dijo—, y deseo comunicarles, como también al abogado del señor Knott, que pondré sin pérdida de tiempo este complicado caso en manos de Scotland Yard. Con frecuencia se quejan de que a las autoridades locales les gusta jugar con problemas difíciles, permitiendo que el rastro se borre y el caso se complique innecesariamente debido a la demora; pero nunca han tenido que reprocharme eso a mí y jamás tendrán que reprochármelo. Por el bien de ustedes les ruego que permanezcan todos en «Las Torres» hasta que llegue el experto que procederá a la investigación. Esto ocurrirá probablemente mañana, y si determina, como mucho me temo, que se trata de lo que ellos llaman «un trabajo puertas adentro», se verá obligado a restringirles la libertad durante un tiempo. A él le corresponde decidirlo, y por fastidiosas y molestas que sean sus órdenes, las acatarán, estoy seguro. Como todas las personas de buena voluntad, han de anhelar ustedes que la verdad se descubra, y que el criminal, si ha habido crimen, reciba su justo castigo.

—Lo anhelamos y rogamos para que así sea, coronel Tankerville —comentó Gerald, y sus compañeros murmuraron su aprobación.

Juntos volvieron a pie a «Las Torres»; unos en silencio, otros deplorando el cariz que tomaban los acontecimientos. Los mellizos, sobre todo, lamentaban la interrupción que se producía en sus ordenadas vidas, y temían el efecto que su ausencia produciría en los Almacenes Imperio, Julián, sin embargo, trató de dar ánimo a su alter ego.

—Recuerda —le dijo—, que aunque nosotros sepamos perfectamente que esta tragedia ha sido en parte provocada por nuestra insensata aceptación de participar en ella, la directiva, lo ignora y nos considerarán víctimas desgraciadas de un suceso en el cual no tenemos responsabilidad alguna.

Gerald hizo una pregunta al farmacéutico.

—¿Qué deducciones sacas de la declaración médica sobre los efectos de tu receta para la eutanasia? —inquirió.

—Necesito más datos, pero por el momento tengo gravísimas sospechas —contestó Arturo—. Espero carta del doctor Postlethwaite esta noche o mañana. El médico de policía sólo mencionó el veneno en términos generales; sabré los detalles exactos que haya podido descubrir Postlethwaite.

—¿Sería difícil descubrir y analizar tu receta? —interrogó Esperanza, y Gerald hizo a su vez otra pregunta:

—Lo que hasta ahora saben ¿tiene relación con los polvos que había en los sobres blancos, Arturo? —inquirió.

—La contestación a ambas preguntas es «no» —repuso sintéticamente Hoskyn—. Nada habría más fácil de descubrir que la sencilla receta preparada por mí. Un principiante hubiera sido capaz de determinar cuáles eran sus componentes, el propósito de utilización y los efectos que tiene, es decir, la transición del sueño a la muerte. Lo que han conseguido averiguar con los experimentos niega rotundamente ese resultado, de modo que nos esperan conclusiones sumamente asombrosas.

Acosaron a preguntas al farmacéutico, pero éste se negó a seguir hablando del asunto mientras no recibiera la carta esperada.

Con su acostumbrada lentitud mental, Julián manifestó lo que ya habían comprendido los demás sin mayor esfuerzo.

—Si es así, Arturo, si crees que tu fórmula no tendrá nada que ver con lo que revele el análisis químico, es casi seguro que no hubo eutanasia en el caso de tío Aníbal y que, como tú dices, nos esperan algunas conclusiones muy asombrosas.

—Cualquier tonto lo comprende —replicó Jorge—. Si mal no recuerdo, Esperanza y Gerald nos explicaron minuciosamente cómo y cuándo dieron la dosis a tío Aníbal; y ahora oímos decir que el preparado de Arturo no intervino para nada en el asunto y no fue el causante de la muerte del viejo. Esto da mucho que pensar.

—En cierto modo —observó Cirilo— despeja el ambiente.

—Para nosotros, sí —acordó Jorge—, pero no para ellos.

—Propongo —dijo Gerald— que dejemos ese tema para cuando Arturo tenga noticias del profesor Postlethwaite y pueda corroborar lo que presume. No sería raro que hubiese preparado una mezcla más terrible de lo que creía, produciendo un veneno que desafía a la ciencia.

La expectativa suscitada por estas palabras no duró mucho. El correo de la tarde llevó la esperada carta: Arturo se retiró a su cuarto para leerla, y no se reunió con los demás hasta la hora de la comida. Mientras estuvieron en la mesa permaneció silencioso y evidentemente absorbido por sus pensamientos; desoyó las preguntas que le dirigieron y no hizo observación alguna; pero cuando pasaron al salón de fumar inició la conversación con una especie de sombría ferocidad y habló en forma sostenida:

—Tío Aníbal ha sido envenenado con un barbitúrico: denominación de un ácido cristalino que se obtiene calentando aloxantina, o ácido malónico y urea. El aloxán es un derivado de la purina, sustancia madre de los compuestos pertenecientes al grupo del ácido úrico.

—¿Animal, vegetal o mineral? —preguntó Gerald.

—Es lo que voy a explicaros. Según Postlethwaite, el veneno examinado tiene por base un barbitúrico vegetal, pero presenta ciertos rasgos de naturaleza curiosa y desconcertante. Además de los ingredientes que acabo de especificar, contiene otra sustancia de la cual, hasta ahora, nada puede decir, un veneno de extraordinaria virulencia que parece de origen animal. No es, sin embargo, veneno de víbora. En esta materia, Postlethwaite es el especialista más famoso. Pero estos detalles son suficientes en lo que se refiere a vosotros y a mí. Puede ser que las conclusiones de Postlethwaite ayuden a la policía; nunca se sabe; pero tarde o temprano descubrirá el veneno. A nosotros sólo nos importa lo siguiente: mi preparado no entró en ningún momento en el organismo de tío Aníbal, y por lo tanto…

—Discúlpame, Arturo —comenzó a decir Gerald, pero no le permitieron continuar. Esta vez el farmacéutico ocupaba el centro del escenario y sus compañeros le apoyaban.

—Cállate, Firebrace —dijo severamente—. Te hemos escuchado demasiado y con demasiada frecuencia. Sentado ahí, descubierto y desconcertado, eres el vivo retrato del criminal típico de la clase más baja; no representas, como desearías, el papel de un héroe, sino el de un personaje inferior, intransigente, traidor y mezquino; has intentado robar a quienes confiaron en ti, pero te faltó inteligencia. Poco te importaba que otros sufrieran, siempre que escaparas con el botín. Trataste de robarnos a todos y disminuir nuestra legítima recompensa, sacándonos dos mil libras por cabeza para tu bolsillo. No te importaba que tus hermanos también sufrieran junto con nosotros, y habiéndonos incitado a todos a aceptar una propuesta razonable, aprovechaste mi grave enfermedad, en un momento crítico; no desperdiciaste la oportunidad; acumulaste mentira sobre mentira, y te atreviste a reclamar la bonificación que de ninguna manera podía ser tuya. Y ahora tu villanía te ha delatado. ¡Y no sólo a ti! Mis palabras se aplican igualmente a Esperanza Maitland, y no le digo nada para que reflexione sobre su perfidia. ¡Los dos sois un par de tramposos, a cual peor!

Gerald no estaba todavía preparado para contestar a este aplastante ataque, y Arturo prosiguió:

—Aníbal Knott murió envenenado, pero no por vosotros.

—¿Y si yo te asegurara que, desconfiando de tu receta, me armé de algo más digno de confianza, es decir, de aloxán? ¿Qué dirías? —preguntó Gerald de pronto.

—Que estamos frente a otra falsedad que es menester añadir a la montaña de mentiras que tienes encima —replicó Arturo—. Nunca en tu vida, hasta hace diez minutos, habías oído nombrar el aloxán y aunque supieras que existía, no hubieras tenido la menor noción de cómo conseguirlo. Eres un mentiroso atrevido y audaz, una vergüenza para tu familia, tu profesión y la raza humana en general.

—Ciertamente —añadió Julián—. No tienes ni un harapo con que cubrir tu desnudez, Gerald.

El actor, que conocía situaciones similares en el teatro, cambió instantáneamente de actitud y trató de ablandarles el corazón.

—Os habéis unido en fila cerrada contra mí, según veo, contra mí y contra una mujer indefensa —replicó—. Sois cinco contra dos y no podemos sostener una lucha con tan formidable desventaja, Arturo. En otro momento discutiré contigo sobre la injusticia de tu ataque; por ahora me conformo con preguntarte: ¿por qué hacer tanto alboroto en torno a nuestras pequeñas trampas? Mi reclamación fue nada más que un juego de ingenio, una broma para poner a prueba vuestra credulidad, y os felicito por haberme derrotado. Siempre pienso que es mejor probar y fracasar que no haber probado, y como no nos liga ningún vínculo de verdadero afecto ni de respeto, consideré que podía hacerlo, porque sabía perfectamente que trataríais de sacarme ventaja si se presentaba la ocasión. En la historia de todo artista existen melancólicos capítulos sobre el fracaso, porque cuanto más grande es el genio creador, menos le aclaman y aplauden sus contemporáneos.

—Has tratado de engañarnos, viejo —dijo Jorge—, y como Arturo, con el veneno en la punta de los dedos, se hallaba en situación de poner en descubierto ese engaño, has perdido.

—He fracasado y lo admito —replicó su hermano—, y Esperanza, que está igualmente en descubierto, debe confesar que también ella ha fracasado. ¿Qué dijo Disraeli? «Si se desea ganar el corazón de un ser humano, permítasele que nos refute». Nos habéis refutado y lo admitimos. No hay nada mejor que la franqueza y la humildad en la derrota; pero estas cualidades deberían ablandar al vencedor magnánimo.

—He arriesgado mucho y confieso que no he hallado la recompensa que merece mi valor —repuso Esperanza—. Que todos me hayáis perdido el respeto me deja, como os imagináis, completamente indiferente. Ya llegará el día en que…

—Como no tenemos más tíos ricos —interrumpió Cirilo con suavidad—, me parece poco probable, Esperanza. No obstante, corresponde al vencedor demostrar misericordia, como nos recuerda Gerald, y puedes estar segura de que Julián y yo te perdonamos.

—Ciertamente —asintió Julián, y procedió a expresar palabras reconfortantes—: Tratemos de ver una señal de buen augurio en la situación que se ha planteado —exhortó—. Puede decirse, y no hay razón para no creerlo, que este desagradable contratiempo tiene un lado bueno: más aún, excelente. La ciencia de Arturo, empleada en el intento de suprimir apaciblemente a tío Aníbal, surge ahora deslumbradora para demostrar que ninguno de nosotros ha podido utilizarla. Todos somos inocentes y estamos libres de mancha; y si alguna vez volviéramos a encontrarnos, podríamos, por lo menos, estrecharnos la mano sin tétricas dudas de si estaremos saludando a un homicida.

—Bien dicho, Julián —declaró Cirilo—. Sentir que ningún remordimiento, ningún gusano en el fruto, nublará el goce futuro y la satisfacción que nos proporcionen nuestras herencias, es un alivio que puede alentarnos.

—Me parece que la satisfacción que expresáis es un poco prematura —advirtió el químico—. Sabemos que somos inocentes, pero la ley puede pensar de otra manera, porque ninguno de nosotros está en condiciones de probar su inocencia.

—Dices Sandeces —intervino Esperanza dirigiéndose a Cirilo—, sandeces que te caracterizan lo mismo que a tu detestable hermano.

Gerald desaprobó esta animosidad.

—Nos hemos mantenido juntos en la lucha, y por el momento tenemos que seguir dominándonos —dijo—. La paz con honor es ahora nuestro objetivo y no debemos permitir que nada se interponga. Cuando llegue el famoso personaje de Scotland Yard considerará culpable a todo el mundo. Es lo que llaman rutina; pero debemos fingir que no lo sabemos. Hay que darle a entender que estamos de su lado, que nos sentimos ultrajados por este crimen abominable, que a la par de él estamos sedientos por concentrarnos en la captura del asesino, y que puede contar con nuestra ayuda incondicional. Este y no otro debe ser ahora nuestro punto de vista más sincero y moral.

—Al detective le parecerá natural una actitud así de nuestra parte —declaró Arturo—; pero esto no altera el hecho de que todos hemos tenido un móvil y muchas oportunidades, y si no consigue descubrir la procedencia del veneno ni al desconocido que lo administró, seguiremos siendo objeto de sus sospechas.

—Probablemente tú serás el primero de la lista, puesto que eres el que podía conseguir aloxán con mayor frecuencia —observó Gerald.

—Es muy posible —replicó el farmacéutico.

—La Providencia te ayudó, Arturo —agregó bondadosamente Julián—, porque de todos nosotros eres el único que tiene una coartada precisa; estabas demasiado enfermo durante el día fatal para haberte acercado a nuestro tío.

—La verdad es que todos somos inocentes —dijo a su vez Cirilo—, y si la ley trata de inculpar a alguno de nosotros se cometerá un monstruoso error judicial.

—No sería la primera vez —repuso Arturo, mientras Edgar Peters, que no habla tomado parte en la conversación, agregaba con amargura:

—¡Qué materialista lastimoso eres, Cirilo! ¡Te atreves a hablar de la justicia y de sus errores! ¿Acaso ignoráis, tú y tu idiota hermano, que desde el punto de vista moral cada uno de nosotros es un asesino y que, en justicia, cada uno de nosotros merece que le ahorquen, tanto como el desconocido que cometió ese maldito crimen? Es muy posible que la ironía del destino dé una vuelta desagradable antes de mucho, y que nos…

—Cállate, Edgar —ordenó Gerald con ferocidad—. ¿Qué significa ese derrotismo pestilente?

—Será derrotismo, pero es la verdad —replicó Peters—; y si alguno de vosotros ha oído alguna vez hablar de ética y de la más elemental rectitud, lo sabe tan bien como yo. ¡Somos asesinos, todos!

—Si quieres que te ahorquen, Edgar, yo seré el último en evitarlo —dijo Arturo—, pero en tal caso tu morboso deseo depende de tus actividades y no de la justicia abstracta. La ley puede probar que no envenenaste a tío Aníbal, pero tú puedes probar que lo hiciste. Ningún juez, ningún jurado te condenaría; pero nadie puede impedir que te complazcas en tu propia destrucción, si es eso lo que deseas.

Aplastado por estas agrias palabras, el contador guardó silencio. Ahora esperaba que la venganza adoptara, en todos sus primos, la forma de un demoledor despertar del alma que les impidiera para siempre sacar el menor placer y el menor provecho de la herencia del pariente muerto. Así sentía ese desgraciado ante el repentino asalto de una conciencia largamente descuidada pero existente.

Un telegrama esperaba a Julián, y el día siguiente informó a los demás que su madre deseaba asistir al entierro.

—Tu tía Sara asistirá a la ceremonia —anunció a Esperanza—. Será mejor que lo comuniques a María Cherry para que prepare las cosas. No es época ni clima para que una persona de su edad ande paseando; pero si ha decidido venir, vendrá.

—Si viene, será probablemente su fin —predijo Arturo.

—Es una complicación inútil —añadió Gerald—. No estoy seguro de que la policía permita, por el momento, la llegada de cualquiera otra persona. —Se sintió inspirado por un pensamiento feliz—: Telegrafíen que tuvimos que enterrarle hoy, y que ya es tarde —propuso—. No podrá contradecirnos.

Julián se negó a tomar esta medida, pero después del desayuno, sin decírselo a nadie, Jorge dictó un telefonema con la firma de Julián, diciendo que el entierro de Aníbal Knott pertenecía al pasado.

Esa noche el superintendente Woodman hizo una visita a «Las Torres», y consintió en tomar algo con «los Siete» después de la comida. Aceptó un cigarro habano, miró azorado a Esperanza, que ya estaba fumando el suyo, y transmitió sus noticias.

—Todo está en orden, señores, y no se pierde el tiempo —afirmó—. El coronel Tankerville ha tomado muy en serio este asunto y ha telegrafiado, como les anunció, a Scotland Yard. Lo hizo en seguida de separarse de ustedes. Era comisario allá antes de venir a Kent, y considera que Scotland Yard constituye una ayuda poderosa en casos de dificultad. No siempre estamos de acuerdo con él y nos parece que a veces les llama con precipitación, cuando podríamos desenvolvernos perfectamente en la investigación de algunos asesinatos; pero es el jefe de policía y tenemos que acatar sus decisiones. Pero en este caso se justifica —prosiguió el superintendente—, porque huele mucho a crimen y hay tantos sospechosos que no podemos concentrarnos en todos ellos por excelentes que sean nuestros detectives. El inspector Percy Pollock llega en el tren de medianoche procedente de Charing Cross; le conozco y puedo asegurarles que se instalará aquí y convertirá «Las Torres» en cuartel general. Iré a buscarle y esta noche dormirá en mi casa; mañana, inmediatamente después del desayuno, se presentará aquí. Les ruego que tengan todo preparado.

—Haremos lo posible para que se encuentre cómodo —prometió Gerald.

—No es de los que buscan mucha ayuda —prosiguió el visitante—. Es un hombre muy seguro de sí mismo y, según recuerdo, prefiere sus métodos personales. Trabajará solo, ya lo verán.

—¿Es educado, cortés y deferente, como dicen que son los grandes detectives? —preguntó Cirilo. El superintendente Woodman reflexionó.

—Percy Pollock —dijo— goza de alta reputación. Se le considera un excelente oficial y tiene en su carrera varios casos famosos. Capturó a Jimmy Blades, el asesino incendiario. A Jimmy se le había ocurrido casarse sucesivamente con pobres mujeres para luego encerrarlas en una casa y quemar la vivienda con ellas dentro. Mató en esa forma a cuatro o tal vez a cinco mujeres, eligiendo siempre casas solitarias, mal edificadas, que estuvieran fuera del alcance de los bomberos locales a fin de que no pudieran llegar a tiempo. Un sinvergüenza muy hábil. Pero Pollock ató cabos, descubrió cierta relación entre los incendios, aunque estallaban en zonas muy distantes entre sí, y finalmente atrapó a Blades en el momento en que prendía fuego a otra casa. Una hazaña magnífica. No; no diría que es muy cortés. En la policía no damos gran importancia a la cortesía. No hay tiempo para adornos. Pero considerado y justo, sí. Un agente policial es siempre justo y no utiliza su poder para erigirse en dictador y mostrarse arrogante.

—¿Forma parte de los Cuatro o Cinco Grandes?… No recuerdo cuántos son —preguntó Julián.

—Todavía no; pero llegará a eso. Está en la lista de ascensos; es una notabilidad. Por suerte le ha correspondido a él este caso. No conozco a ningún detective con mayores probabilidades de aclararlo.

El superintendente hizo varias preguntas.

—Cuando llegue no debe hallar pendiente ningún hilo que podamos aclarar antes —dijo luego—. Me gusta presentar un caso ordenado y a punto a los hombres de Scotland Yard. Ahorra tiempo.

—¿Cómo procederá? —inquirió Gerald—. ¿Cómo comenzará su tarea, Woodman?

—Eso lo decidirá él, señor Firebrace. Todo depende de cómo enfoque el crimen. Puede trabajar bajo tierra, como el hurón, y rodear a su hombre para que otros lo capturen, o puede efectuar un ataque frontal; pero lo seguro es que procederá en forma inesperada y los deje a todos en situación de adivinar. No deben sorprenderse, ni menos incomodarse, por nada que diga o haga. Tiene su sistema. Hará toda clase de preguntas al parecer sin sentido, cuando no impertinentes, y si alguno de ustedes se siente genial y le comunica una gran idea, lo probable es que la rechace y diga que no sirve. Y no sería raro que le hiciera preguntas desagradables sobre esa gran idea, tratando de averiguar por qué se le ocurrió y cómo pudo pensar en semejante cosa.

—Es evidente, entonces que cuantas menos grandes ideas le comuniquemos mejor nos irá —observó Cirilo.

—Déjenle a él —aconsejó el superintendente—. Dejen el asunto a Percy y no se interpongan en su camino si él no les necesita. No le incomoden ni le dificulten la tarea. Porque se trata de un caso difícil; lo sé por experiencia y Percy no querrá que nadie de fuera lo saque de su ritmo.

—Pero, según parece, somos de dentro —observó Jorge.

—A decir verdad, lo son, ya lo creo que lo son, todos ustedes, asintió el oficial, y se echó a reír franca y ruidosamente.

Era una falta de sensibilidad, y advirtiendo que no le ofrecían más bebida y que su hilaridad había sido recibida con un helado silencio, el superintendente Woodman se puso de pie y les dio las buenas noches.

—Estos asuntos nunca se resuelven como suponen los legos en la materia —concluyó—, y me atrevo a afirmar que alguien que esta noche se considera seguro e impune recibirá la sorpresa más grande de su vida cuando se descubra la verdad y comprenda que todo ha terminado para él.

Con esta profecía se despidió.

—Es curioso comprobar —comentó Gerald cuando el superintendente se hubo marchado— hasta qué punto se acostumbra uno al material con que trabaja. Para Woodman, crimen y castigo, víctima y asesinos, constituyen el material con que se gana la vida. Hasta encuentra en esta súbita culminación de horror que estamos soportando algún motivo de hilaridad totalmente inexplicable para nuestras mentalidades cultas. En tanto que la posibilidad de que nos compliquen en actos tan atroces provoca en nosotros una reacción de perplejidad y dolor, en esta máquina, no lo llamaré hombre, esa perspectiva sólo despierta un alarido brutal de diversión.

—Sin contar que nuestro whisky estaba en su vaso y uno de nuestros cigarros en sus labios —añadió Jorge.

Consideraron la línea de conducta que debían adoptar al enfrentarse con el inspector Pollock.

—Será mejor que decidamos en el momento del encuentro —sugirió Arturo—. Le trataremos de la misma forma que él nos trate a nosotros. No le subestiméis y no permitáis que el hecho de estar perfectamente seguros os impulse a ser insolentes o jactanciosos. Recordad que está investido de enormes poderes y que si se irrita o entra en sospecha no vacilará en utilizarlos. Nuestra fidelidad es volver a casa y apartarnos de las candilejas lo antes posible, y cuanto más agradables seamos, con mayor rapidez levantará la detención y nos dejará partir.

—Hablando imparcialmente, diría que ninguno de nosotros es persona difícil de llevarse bien con los demás —declaró Cirilo.