7

EL DÍA SIGUIENTE OFRECIÓ a los mortales una magnífica aurora invernal. El cielo estaba totalmente despejado y la escarcha se había derretido con rapidez en las horas precursoras del alba; pero con la frecuente ironía de algunos de sus inconscientes procederes, la naturaleza quiso que esa soberbia mañana digna de la primavera fuera anuncio de una melancólica tragedia.

Una de las preferencias de Aníbal Knott era que su cuarto estuviese fresco mientras dormía. Sin embargo, cuando Cypress entró a despertar a su amo se halló frente a un cuadro inquietante. La lámpara de cabecera estaba encendida y, lo que era más grave, la estufa eléctrica irradiaba calor y había elevado la temperatura a cerca de veintiún grados. Se hallaba colocada junto al sillón, sobre el cual se encontraba abierto un volumen de Las Meditaciones de Marco Aurelio; al lado del sillón brillaba, también encendida, otra lámpara.

Pero la cama donde Tom había instalado cómodamente a Aníbal la noche anterior estaba vacía; el anciano yacía en el suelo. Vestido con sus ropas de dormir y una bata, se hallaba caído boca abajo entre la cama y el sillón en el cual evidentemente había estado leyendo y del cual se había levantado para desplomarse y morir. Depositando su bandeja con una entrecortada exclamación de horror, Tom se acercó apresuradamente al voluminoso cuerpo y no tardó en comprobar que Aníbal Knott estaba muerto. Pese al calor de la habitación, el cadáver estaba frío y rígido, lo cual indicaba que el anciano había fallecido varias horas antes.

Trémulo y tambaleante por lo inesperado del golpe, Cypress se puso de pie con la inseguridad de un ebrio y luchó por no perder el sentido, sentándose en el borde de la cama vacía. Lentamente su cerebro volvió a funcionar; había recobrado el dominio de sus nervios y se decidió a entrar en acción. Pálido y debilitado por la sorpresa, pudo, sin embargo, determinar cuál era su inmediato deber. Aunque detestaba profundamente a «los Siete», se resolvió a avisar a uno de ellos y eligió a Gerald, que siempre le había parecido más humano, capaz e inteligente que los otros. Sentía, además, el instinto natural de compartir su descubrimiento con alguien. Decidió que sólo después de hacerlo llamaría al médico. No trató de mover al muerto, y sin cerrar las celosías ni apagar la estufa salió del cuarto de su amo.

Semejante a una caricatura de sí mismo, blanco como un espectro y con voz temblorosa, Cypress despertó a Gerald Firebrace y le comunicó la noticia.

—Le aviso a usted antes de llamar al médico, señor Gerald —le dijo—. Muy negra le llegó su hora. El anciano caballero se nos ha ido durante la noche. Se nos ha ido, señor, y no cabe la menor duda.

En un santiamén el actor estuvo fuera de la cama, restregándose los ojos.

—¡Se ha ido! ¿Se ha ido adónde? ¿Qué me está diciendo, Tom? —inquirió.

—Se ha ido al cielo, con toda seguridad —contestó el otro—. Está muerto. He entrado en su cuarto con el desayuno y he advertido que había algo raro, y el amo yacía allí en el suelo, muerto.

—¡Dios mío! —exclamó Gerald—. ¿Es posible? Seguramente se ha equivocado usted. Tal vez le queda un soplo de vida. No pierda tiempo, Tom. Llame en seguida a Runcorn.

Se calzó las zapatillas y se cubrió con una bata de seda color púrpura adornada con alamares plateados, y se precipitó al dormitorio del muerto. Se arrodilló para verificar si su tío estaba realmente sin vida; luego se puso de pie, pasando su mano por sus cabellos y clavando los ojos en el cadáver con una mirada de horror y perplejidad. Lanzó un profundo suspiro cargado de pesar, inclinó la cabeza y se tapó los ojos durante varios segundos; luego recobró virilmente su entereza y dijo dirigiéndose a Tom:

—Si nuestras fuerzas nos lo permiten levantemos estos despojos queridos y depositémoslos sobre la cama. No me gustaría que el médico le encontrara así.

Juntos cargaron el pesado cuerpo del muerto, lo acostaron en una actitud más digna y lo cubrieron con una sábana. Luego Cypress fue a llamar al doctor Runcorn. Cuando volvió junto a Gerald le refirió los detalles de su descubrimiento. El actor llegó entonces a las siguientes conclusiones:

—No es difícil adivinar cómo le sorprendió la muerte —dijo—. Después que usted le dejó, nuestro querido tío, sintiéndose desvelado y dueño todavía de su claridad mental y de suficiente fuerza física, se levantó, encendió la lámpara y la estufa, luego arrimó junto a ellas el sillón y comenzó a leer. Nunca sabremos cuánto tiempo leyó, pero a una hora determinada de la noche sintió probablemente que en lugar de mejorar empeoraba. Pensó en usted, Tom, y estoy seguro de que se proponía llamarle por el teléfono interno. Sus brazos se tendieron hacia el aparato, pero la muerte intervino; no pudo alcanzarlo y cayó para no levantarse más.

—De haberlo alcanzado tal vez hubiera podido salvarle —dijo Cypress. Pero Gerald rogó al pobre hombre que apartara de su mente la preocupación de no haber atendido a su amo.

—No debe torturarse con ideas de esa clase —le aconsejó—. Su pasado de fidelidad y devoción es intachable, mi buen amigo. Lo sucedido tenía que suceder. Todos estamos en condiciones de atestiguar que notamos los síntomas preliminares, aunque ni por asomo suponíamos que fueran tan graves. Llegó su hora y ninguna intervención humana hubiera podido retardarla. Estoy casi seguro de que el doctor Runcorn nos dirá que nuestro querido y viejo amigo ha sucumbido debido a un síncope inevitable, quizá apresurado por el cúmulo de las recientes agitaciones. Es doloroso que esta pérdida cruel se haya producido en estos momentos, pero, gracias a Dios, no se puede acusar a ninguna de las personas de esta casa de haberla provocado.

—Después de tomar lo que le di me dijo que se sentía un poquito mejor —explicó Cypress—. Y realmente parecía estarlo. Me rogó que apagara la luz, diciendo que iba a dormir. Yo no sentía la menor inquietud por él, de otro modo jamás le hubiera dejado solo; pero si usted supone que trataba de alcanzar el teléfono para llamarme, nunca podré tener un momento feliz en lo que me resta de vida.

Gerald trató de consolar la aflicción del hombre; luego pensó que tenía que vestirse antes de que llegara el médico.

—No se preocupe por el resto de la familia, Tom —dijo—. Haga lo de siempre y toque el gong para el desayuno. Yo les daré la noticia cuando baje. Supongo que considerarán prudente hacer las maletas y marcharse a sus respectivas casas.

Luego guardó silencio y se volvió para echar una mirada al muerto.

—¡No puedo creerlo, Tom! Mi mente se niega todavía a aceptar la idea —dijo con voz horrorizada. Luego meneó la cabeza, echó hacia atrás sus cabellos, y asaltado por imprecisiones contradictorias se puso a observar las facciones de su tío. No advertía ninguna señal de eutanasia; saltaba a los ojos que el anciano había muerto entre espantosos dolores, y el actor, con los ojos fijos en el cadáver de Aníbal, experimentó un auténtico y sincero pesar; le invadió una ola de indignación y desencanto, porque el fin de Aníbal Knott en nada se parecía a la muerte apacible y sin dolor planeada desde el principio. Sin embargo, no se podía culpar a Arturo sin tener sólidas pruebas de su responsabilidad. A juicio de Gerald, todo parecía indicar que se trataba de una muerte natural, y después que se separó de Cypress, y mientras se vestía, múltiples pensamientos acudieron a su mente en rápida sucesión. Inspirado como siempre por insaciables intereses personales, empezaba ya a preguntarse si podría ganar algo que la posición asegurada de heredero del muerto. Descubrió en seguida una oportunidad, pero el hecho de aprovecharla dependía de circunstancias que por el momento estaban fuera de su alcance. A otros les correspondía decidir el curso de los acontecimientos inmediatos; y si el médico declaraba que la muerte había sido natural y nada le hacía dudar de su diagnóstico, Gerald no podría realizar su propósito. Sólo en el caso de un pronunciamiento más sombrío estaría él en condiciones de sacar provecho personal, aventajando al resto de «los Siete».

Fue el primero en llegar al comedor. Cuando aparecieron los demás (con excepción de Arturo Hoskyn) advirtieron en seguida, aunque todavía ignoraban la catástrofe, que algo debía de haber ocurrido, porque nunca habían visto a su primo tan cariacontecido y preocupado.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó Esperanza—. ¿Cómo está el cascarrabias esta mañana?

—Preparaos a recibir una sorpresa —contestó Gerald—. Todo ha terminado; Cypress acaba de descubrir que tío Aníbal ha fallecido durante la noche.

Todos se quedaron mirándole fijamente y en silencio. Jorge fue el primero en hablar.

—¿Está muerto de veras? —preguntó.

—Lo he visto con mis propios ojos —respondió su hermano—. Nuestro querido y viejo amigo no existe.

—Sí es así —susurró Esperanza—, Arturo debe de haber podido cumplir su cometido, pero tendrá que probarlo.

—Sabremos más a ese respecto cuando el doctor Runcorn haya examinado el cadáver. Las circunstancias fueron las siguientes.

Les transmitió cuanto sabía y le escucharon en silencio y sin hacer comentarios.

—¿Sabe alguien cómo sigue Arturo? —interrogó luego Esperanza.

—Cirilo y yo hemos ido a verle hace un momento —dijo Julián—. Está casi repuesto y bajará a almorzar.

—Eso me parece sospechoso —declaró Jorge—. Tal vez ha conseguido darle el veneno. De todos modos, el hecho ha ocurrido y eso es lo principal.

—Si logra convencernos de que él ha sido el autor —dijo Gerald—, tendremos serios motivos de discusión con Arturo Hoskyn, porque no puede decirse que tío Aníbal haya muerto sin sufrimiento. Arturo prometió algo muy distinto; de lo contrario nunca hubiera aceptado yo este asunto. Pero estoy casi seguro de que Arturo no reclamará ningún derecho sobre lo acontecido. Es posible que no tengamos nada en contra de él, y quiero dejar constancia de que así lo he expresado.

—Si se trata de una muerte natural, no hay bonificación para nadie —concluyó Edgar Peters—. Y ahora será mejor que desayunemos.

Comieron mecánicamente, y aún no habían terminado cuando Cypress entró anunciando la llegada del médico.

—Bien, Tom —suspiró Gerald—. Cuando me necesiten, llámeme y oiré lo que el doctor tiene que comunicarnos. No querrá vernos a todos y yo representaré a los demás.

—¿Piensan marcharse hoy? —inquirió Cypress. Estaba ojeroso y visiblemente muy impresionado. «Los Siete» no habían decidido aún lo que harían, pero Cirilo se resolvió a hablar.

—En cuanto a mí, desearía marcharme —declaró.

—Y yo también —apoyó Julián.

—Tal vez haya razones que nos impidan marcharnos —dijo Gerald—. ¿No le parece, Tom?

—No crea que desertamos, Tom —añadió Edgar—, pero es mejor que la casa no esté llena de gente en estos momentos trágicos. Convendría, como es natural, avisar inmediatamente a su abogado. Hay que ocuparse del testamento antes del entierro para saber qué indicaciones ha dejado.

—Yo esperaría hasta oír la opinión del doctor Runcorn —propuso Cypress—. Si les interesa saber lo que pienso, creo que hay algo raro en todo esto.

—¿Qué es lo que le parece raro, Tom? —preguntó Esperanza; pero el factótum no contestó y salió del cuarto.

—Cypress se huele algo —dijo Jorge después que el hombre se hubo marchado.

—Quiere oler algo, pero no lo conseguirá —replicó Esperanza—. Es fácil adivinar lo que le pasa. Comprende que anoche no debió haber dejado solo a tío Aníbal y que si las cosas resultan dudosas se verá en aprietos.

—Le he asegurado que debe rechazar cualquier remordimiento —interrumpió Gerald—. Tenemos que andar con pies de plomo y no demostrar que sospechamos algo malo. Es indispensable dar por sentado que murió de vejez, o de un síncope, o de algo por el estilo; y si Runcorn no está satisfecho y ordena una investigación, conviene que nos mostremos impresionados y estremecidos hasta la médula. Pero no podemos manifestar ni un asomo de duda hasta que nos enteren de que la duda existe. Si Cypress no se conforma con eso habrá que interrogarle e insistir en que nos diga lo que piensa.

El médico se quedó largo rato arriba, y cuando bajó, Gerald conversó a solas con él en el salón de fumar.

El doctor Runcorn pertenecía a la clase de médicos que tiende a desaparecer. Era clínico y cirujano. Declaraba su pericia y larga experiencia en ambas materias, y despreciaba a los tímidos colegas que claman por la ayuda del especialista en cuanto se enfrentan con algo más serio que un resfriado de cabeza. Había conocido y atendido a Aníbal, con excelente resultado, durante treinta años. Se enorgullecía de la continua buena salud del anciano, y cuando ambos se encontraban no dejaban de dirigirse mutuos elogios.

La visita del doctor era siempre muy bien recibida, y después de examinar periódicamente a Aníbal le informaba sobre su notable estado físico, que no daba señales de peligro.

—Su organismo es excepcional, Knott —le decía—, y tengo que felicitarle por su salud.

Runcorn era delgado, bastante fuerte y tenía cabellos grises y duros. Revelaba una energía sin límites y una enorme y paciente concentración que dedicaba con igual minucia a ricos y pobres. Carecía de encanto personal y desdeñaba andar con rodeos, lo cual infundía miedo a algunos pacientes adinerados que se negaban a soportar sus bruscos diagnósticos e inesperadas acusaciones, aunque fueran merecidas. Pero los humildes no tenían queja de sus modales y con mucha razón le adoraban. Ahora, después de haber visto y examinado brevemente el cadáver de su paciente predilecto y de haber estudiado ese rostro tan familiar, sabía perfectamente lo que había ocurrido.

Gerald estrechó su mano, suspiró y dijo:

—Buenos días, doctor. Ha sido un despertar muy triste para todos, y seguramente para usted también. Sabemos que se contaba entre los pocos amigos íntimos de nuestro querido tío.

—Dice usted bien —contestó el médico—. Nada me sorprende más que esta muerte repentina de Knott.

—Considerando su edad, ¿no temía usted un fin así?

—No. Estoy seguro de que tanto física como mentalmente era mucho más joven que su edad; un hombre notablemente conservado. He visto el cadáver y he comprendido en seguida que no se trata de una muerte natural.

—¿No será un ataque o algo así, causado por sus muchos años?

—Ataque, ciertamente sí; pero del exterior, no de adentro. Ha ingerido veneno. De esto no cabe la menor duda.

—Nunca, doctor, hubiera hecho tío Aníbal una cosa semejante… Jamás se le habría ocurrido pensar en el suicidio.

—Jamás, como usted dice. No obstante, ha tomado veneno y ha perdido la vida a consecuencia de ello. Ordenaré ahora que lleven su cuerpo al depósito para que se efectúe sin tardanza la autopsia.

—¿Cree que las circunstancias imponen una investigación? —preguntó Gerald.

—Sin duda alguna. Hay que avisar en seguida a las autoridades. Su tío ha muerto envenenado y es indispensable efectuar una escrupulosa encuesta.

—Claro está —asintió el actor—. ¡Suponer que alguien haya podido planear fríamente una cosa así es algo que la imaginación rechaza!

—La imaginación sí, pero no la experiencia. Son cosas que ocurren frecuentemente. Y le aseguro que, en mi opinión, es mucho más probable que se trate de un crimen que de un accidente.

Gerald adoptó una actitud teatral, echó hacia atrás su cabellera y abrió desmesuradamente los ojos.

—¡Por Dios, doctor! ¿Qué es lo que insinúa? —exclamó.

—Es demasiado pronto para insinuar nada. Únicamente afirmo que esto se parece mucho a un crimen abominable. Los peritos en la materia llegarán al fondo del asunto, y el veneno, una vez descubierto, les ayudará probablemente en su tarea. La investigación debe empezar ahora mismo; pasaré por la policía al regresar a mi casa.

—Es terrible enfocar las cosas de ese modo —dijo Gerald—, porque nos pone a todos en una situación incomodísima. Pensábamos marcharnos de «Las Torres» y aliviar a la servidumbre de la tarea de atender a tantas personas.

—En cuanto a eso, nada sé —replicó Runcorn—, pero el superintendente de la policía local vendrá tan pronto como le sea posible, después que haya hablado conmigo; ustedes, naturalmente, tendrán que esperar sus instrucciones.

—Comprendo. Pero somos personas muy ocupadas y sería cosa seria que nos detuvieran aquí por tiempo indeterminado.

—A él le corresponderá decidir —contestó Runcorn—. Tal vez consulte primero con el jefe de policía de la localidad. ¿Cuántos de ustedes han venido este año a acompañar al señor Knott para Navidad?

—Somos siete —dijo Gerald—: el grupo de siempre.

Runcorn asintió con la cabeza.

—Hasta luego —dijo—. No se imagine que me empeño porque sí en creer que se ha cometido una infamia bajo este techo. La sola idea me impresiona sobremanera; pero conociendo tan bien a Knott y estando tan enterado de su modo de ser y de sus costumbres, me cuesta convencerme de que haya podido ingerir una dosis de veneno mortal de otro modo que administrada intencionadamente por alguien. Entre tanto, comparto su esperanza de que aparezca pronto alguna explicación natural.

Se marchó, dejando a sus espaldas una casa agitada y afligida. Todo en ella era confusión. Tanto Cypress como María Cherry estaban postrados y no salían de sus habitaciones. Las criadas lloraban, los hombres protestaban, y la máquina siguió fuera de quicio durante varias horas, hasta que poco a poco volvió a su ritmo normal. Gerald comunicó la gravedad de la situación a sus primos, a su hermano y a su hermana, y les explicó que por decencia no era posible moverse de allí hasta que llegara la policía.

—No me gusta Runcorn —les dijo—. Es un hombre duro e insensible. Ha manifestado con franqueza sus sospechas de que haya juego sucio.

—No es muy sorprendente, por cierto —dijo su hermana—. Si se descubre veneno en el cadáver, todos sospecharán lo mismo. Y nosotros deberíamos ser los primeros en sospechar. Si en realidad el viejo ha sido envenenado, convendría que hiciéramos una gran historia entre todos y que insistiéramos en llamar a Scotland Yard.

—¿Por qué opinas eso? —preguntó Julián.

—Cualquiera que no fuera un tonto opinaría lo mismo —replicó ella con desdén—. Debemos hacer cuanto podamos para demostrar nuestra indignación y perplejidad.

—No se trata de lo que podamos hacer, sino de lo que tendremos que hacer —puntualizó Jorge—. Una vez que un caso criminal está en manos de Scotland Yard, todos tienen que obedecer cualquiera orden, por fantástica que sea, que se le ocurra dar a la policía. Si le parece bien, puede retenernos aquí por tiempo indefinido.

—A mí el caso me intriga tanto como intrigará probablemente a los investigadores profesionales —declaró Edgar—. Sigo esperando que le encuentren una explicación plausible, porque ¿cuál de nosotros ha tenido ocasión de actuar? Es físicamente imposible que haya sido Arturo. Mi impresión personal es que las sospechas de Runcorn quedarán desvirtuadas y aparecerá la evidencia de que se trata de una muerte natural. Ese médico es un vejestorio y tal vez un atrasado. Quizá tío Aníbal ha estado enfermo durante años sin que Runcorn lo advirtiera. Es absurdo suponer que un hombre de ochenta y cinco años estuviera perfectamente sano.

Gerald se encargó de ver a Hoskyn, que hasta ese momento nada sabía de lo ocurrido.

—Averiguaré lo concerniente a Arturo —propuso—. Nunca se sabe hasta dónde puede llegar el ingenio de un hombre cuando tiene suficiente incentivo; pero si demuestra su ignorancia y cree que tío Aníbal está bien, quedará descartado.

Halló al enfermo en el momento en que terminaba de vestirse; se sentía decaído y desilusionado, y no estaba enterado de la noticia.

—Ya no necesito guardar el secreto —dijo—. Ayer era mi día y estaba seguro de ganar el premio. En cambio me aguardaba un rudo golpe, una cruel treta del destino. Nada he podido hacer.

—Supusieron que tu enfermedad era un ardid y que tu experiencia profesional y tu ingenio habían tomado un cariz sutil —explicó Gerald jugando con su víctima—. Todos, menos yo, esperaron hasta el fin que hubieras conseguido dar el golpe.

—¿Cómo podía haberlo dado cuando me sentía medio muerto? —preguntó Arturo con impaciencia.

—Claro que no podías. Siempre creí que estabas realmente enfermo, aunque los demás dudasen —replicó el actor—. A decir verdad, lo he sentido mucho por ti. Lo cierto es, Arturo, que tío Aníbal ha muerto. Anoche pasó a mejor vida.

Hoskyn manifestó un asombro indudablemente sincero, no exento de satisfacción.

—Aparte de mi desilusión personal, es una buena noticia —declaró—, porque si murió de muerte natural nadie podrá cobrar la bonificación. Buena noticia por donde se la mire; pero si uno reflexiona, intriga.

—No tan buena… todavía —repuso su primo, y refirió el fin de Aníbal Knott. Luego concluyó—: Como es lógico, habrá que saber más detalles, Arturo, y en lo que me concierne tengo un dato bastante sensacional para «los Siete», que les comunicaré más tarde. En todo caso harán la autopsia y se descubrirá la calidad de tu eutanasia.

—Esto significa que alguien, al adivinar que era mi día y sabiendo que me hallaba impedido, se ha tomado una ventaja injusta —declaró Arturo.

—¿Por qué injusta? En ese caso la bonificación sigue en pie, y el hábil oportunista se dará a conocer —replicó Gerald tranquilamente.

Arturo estaba preocupado y no trataba de ocultar su creciente inquietud.

—Algo muy raro ocurre —dijo—, porque los detalles del relato que acabas de hacerme no concuerdan con mi receta. De haber sido utilizada, habrían hallado a tío Aníbal cómodamente acostado en su cama, con una expresión de paz en el rostro… y hasta con una sonrisa.

Firebrace se encogió de hombros, extendió las manos y adoptó una actitud meridional.

—La constitución humana es maravillosa y sorprendente, amigo mío —respondió—, y ni siquiera tú puedes predecir con absoluta seguridad la forma en que una combinación de drogas afectará a determinado organismo. No es improbable que un octogenario reaccione de otro modo que un hombre en la flor de la edad. Es posible que el físico de tío Aníbal no respondiera como tú esperabas. Nada importa ahora, salvo el hecho de su desaparición; pero aunque Runcorn sospecha que ha sido causada por un veneno, otros le ayudarán en el análisis y no podrá hacer contra nadie acusaciones falsas o irreflexivas.

—¿Qué crees tú? —interrogó Arturo.

—Yo no creo. ¡Sé! —replicó Gerald, y se apresuró a marcharse sin esperar la respuesta. Su ingenio no se había dormido y estaba dispuesto a asir la oportunidad única que le ofrecían los acontecimientos. Comprendiendo que la bonificación se hallaba a su alcance si se descubría que Knott no había sido envenenado, el actor veía despejado el camino que debía seguir, por lo menos así le parecía a él. Ya había calculado y sopesado todos los peligros que podían presentarse. En su opinión pisaba terreno firme y estaba en condiciones de descontar un triunfo de pura inteligencia sobre fuerzas que carecían de poder para oponérsele. Esta decisión de Gerald provocó una situación dramática, aleccionadora en lo relativo a la psicología de los personajes de esta acción.

Entre tanto, los acontecimientos se sucedían rápidamente; la policía llegó junto con una ambulancia; el superintendente Woodman y el inspector Frost escucharon todos los detalles obtenibles y examinaron el cuarto del muerto; el cadáver fue trasladado al depósito y la rutina prosiguió como cuadraba a las circunstancias.

—Todo depende de la autopsia —explicó el oficial superior de policía—. Si la muerte ha sido natural, se acabó el asunto; si el caballero ha sido envenenado, habrá que efectuar una investigación. Entre tanto, los habitantes de la casa tienen que permanecer en ella. Tal es la situación por el momento.

—¿Cuándo sabremos el resultado? —inquirió Esperanza. Todos se hallaban presentes y oyeron la respuesta del superintendente Woodman.

—Mañana —contestó éste—. Los médicos, por ahora, no darán detalles, pero estaremos en condiciones de decir «sí» o «no» a la pregunta principal. Es posible que descubran fácilmente el veneno y que sepan en seguida cuál es; también puede ser que se trate de algo muy recóndito cuyo nombre sólo puede determinarse después de muchos análisis; pero pronto sabrán de qué murió el pobre caballero. Si ingirió veneno, tendrán ustedes que quedarse aquí hasta después de la investigación. Y les ruego que ninguno salga de la propiedad hasta nueva orden. La misma disposición rige para la servidumbre.

El superintendente era bondadoso y muy poco agresivo. Dejó que el inspector se ocupara de los detalles, expresó a todos su sentido pésame y su admiración por el difunto. Ordenó al inspector Frost que echara llave al dormitorio del señor Knott y guardara la llave consigo.

—Y como las noticias pueden ser malas —añadió—, selle la puerta. Si el informe es feo, me comunicaré inmediatamente con el jefe de policía.

Ni «los Siete» ni los sirvientes tuvieron que soportar una incertidumbre muy larga, porque al anochecer llegó la grave noticia de que el examen preliminar se había descubierto la existencia de veneno. Por lo tanto, se imponía un juicio indagatorio, y las autoridades dispusieron que se iniciara después del siguiente día. Gerald pudo decir a sus primos, como asimismo a Esperanza y a Jorge, que Arturo no era el autor de la tragedia. Hoskyn bajó a almorzar con los demás al comedor, donde fueron servidos por Cypress, que trataba de dominar su emoción, y por una criada de ojos enrojecidos. Mandaron decir al ama de llaves que todos permanecerían en «Las Torres» hasta que la policía permitiera que regresaran a sus respectivos domicilios.

—Sea como fuere, todos, por supuesto, asistiremos al entierro, Tom —anunció Esperanza—, cuando se decida la fecha.

El informe médico había provocado enorme y disimulada emoción entre «los Siete» y persistió entre ellos un sentimiento de bienestar hasta que les fueron comunicadas más tarde nuevas y más sensacionales noticias. Estaban preparados para el descubrimiento de un crimen, y en su mayoría experimentaban el inmenso alivio de sentirse inocentes; pero pronto se puso de manifiesto que no todos se encontraban en tan confortable estado de ánimo. Después de recibir los datos de la autopsia y la noticia de la subsiguiente indagación, después que terminaron de comer y se retiraron como de costumbre al salón de fumar, estalló la bomba.

Gerald fue quien la lanzó. Esperó que cada cual tomara un cigarro, encendió el suyo y, con cínica indiferencia, se sentó en el sillón vacío del pariente desaparecido. Luego habló:

—Bueno —dijo—, ahora sabemos a qué atenernos y estamos enterados de lo que nos espera cuando se efectúe el juicio indagatorio. Mientras tanto tengo algo bastante emocionante que comunicaros, pero antes deseo hacer un examen de los acontecimientos, porque cuando nos sometan al interrogatorio nuestras declaraciones deben ser idénticas, si es posible hasta en los puntos y comas, impidiendo que un relato deshilvanado permita a la policía lanzarse sobre una pista. Así como hemos estado unidos en nuestra conspiración y en la ejecución de nuestro plan, debemos continuar unidos en nuestro relato de los recientes acontecimientos, que han llegado a su punto culminante. Como es fácil comprender, sigue siendo necesaria la más absoluta lealtad. —Luego hizo una advertencia—: Para empezar, conviene tener presente que en cualquier momento pueden revisar minuciosamente nuestros dormitorios. ¿Habéis destruido los sobrecillos de Arturo y su contenido?

—Es lo primero que hice cuando supe que el asunto había terminado —dijo Jorge, y los demás aseguraron que habían hecho lo mismo.

—Bien; recordad que en cuanto volvamos la espalda cada dormitorio será revisado de arriba abajo, y también nuestros equipajes —prosiguió Gerald—. El superintendente Woodman y el inspector Frost comprenderán pronto que es un caso demasiado difícil para la policía local, y con seguridad no tardará en encargarse del asunto algún habilísimo investigador enviado por el cuartel general. Se verá frente a una desconcertante cantidad de sospechosos y descubrirá que cada uno de ellos tenía razones y amplia facilidad para cometer el crimen; pero no descubrirá que había un convenio entre «los Siete» para seguir llamándonos así, ni que movidos por el mismo impulso nos habíamos juramentado para cumplir juntos un elevado propósito. En lo que se refiere a nosotros mismos, debemos decir la sencilla verdad: somos parientes y nos conocemos recíprocamente de modo superficial; no compartimos nuestras confidencias y en realidad ignoramos por completo la vida privada de cada uno. Mis hermanos y yo, como es natural, nos conocemos más íntimamente, así como Cirilo y Julián comparten su existencia en estrecha armonía y comprensión, pero eso es todo; y debemos empeñarnos en crear la convicción de que si alguno de nosotros ha atentado contra la vida de tío Aníbal, ha actuado enteramente solo y sin que los demás tuvieran la menor idea de lo que ocurría. No obstante, en nuestra calidad de sospechosos debemos presentar exactamente las mismas probabilidades a la policía; en la duda que ello originará reside la seguridad de todos nosotros.

—Cosa que sabíamos antes que empezaras a hablar, Gerald —dijo Esperanza—; por consiguiente, si tienes, como dices, algo bastante emocionante que contarnos estaría bien que lo hicieras ahora. A decir verdad, yo también tengo algo bastante emocionante que deciros.

Su hermano la miró con profunda inquietud y no poca sorpresa.

—Habla primero, te lo ruego —le dijo.

—No —contestó ella—. Termina tú. Luego hablaré yo.

El actor se puso de pie, se acercó a la puerta y después de comprobar que nadie espiaba, reveló su secreto.

—He sido yo quien ha envenenado a tío Aníbal —dijo—. ¡Es obra única y exclusivamente mía!

Ante esta inesperada confesión, la consternación y la duda se pintaron en todos los rostros, pero una emoción mucho más intensa convulsionó la cara de la hermana de Gerald. Le dirigió una mirada feroz y penetrante, y una expresión de ira y de odio transformó como una tempestad sus facciones austeras y poco atrayentes. Los otros sofocaron una exclamación de sobresaltada sorpresa, pero Esperanza expresó su cólera con palabras, y mientras hablaba silbaba como una serpiente:

—¡Mentiroso! —gritó—. ¡Mentiroso vil y cobarde! No has hecho semejante cosa y bien lo sabes. ¡Yo…, he sido yo quien ha envenenado a tío Aníbal!

Hermano y hermana se enfrentaron en medio de un silencio tenso y dramático. Luego, simultáneamente, se volvieron hacia los demás para ver el efecto que habían causado sus respectivas confesiones. El rostro de cada uno de los oyentes traslucía una reacción distinta. Los mellizos estaban aterrados; Jorge demostraba absoluta incredulidad, que Edgar, visiblemente, compartía; Arturo tomó la palabra:

—Permitidme que os diga que os colocáis en un terreno muy peligroso —dijo con frialdad—, y ahora me oiréis a mí. Tal vez hayáis convencido a los demás de que uno de vosotros, sabiendo que yo me hallaba incapacitado y adivinando que era mi día, se encargó de tomar mi lugar. Pero no podéis haber hecho la cosa los dos. En esto no hay error posible. Si tío Aníbal hubiera ingerido una dosis doble, nada en el mundo le habría hecho permanecer despierto más de media hora. Uno de vosotros puede ser el responsable, pero no los dos. Por lo tanto, uno de vosotros nos está mintiendo.

Se había producido, pues, la situación psicológica aleccionadora a que hemos aludido más arriba. Movidos por su perversa paridad de instintos, Esperanza y su hermano se habían lanzado, para su mutuo desconcierto, en la misma vil empresa. De los dos competidores en este apasionante conflicto, Gerald era quien conservaba mejor sangre fría. Era práctico en sostener situaciones teatrales y en el arte de ocupar el centro del escenario contra todos cuando era posible. Se volvió hacia su hermana.

—Recurres a nuestro sentido de lo dramático —le dijo—, y exhibes una ira elocuente pero inútil al verte defraudada en el preciso instante en que nos ibas a dejar atónitos. Lo siento por ti. Ha sido un rudo golpe, pero me temo que te verás precisada a apelar a tu reconocido valor y a contentarte con soportarlo. Has demostrado un ingenio digno de mejor suerte; pero el hecho es que mientras a ti se te ocurría interpretar este atrayente papel, yo, no contento con pensarlo, actué impulsado por mi inspiración y tuve éxito. Sólo me intriga una cosa: que sabiendo perfectamente bien que no lo hiciste tú e igualmente bien que alguien lo hizo, puedas decir esta ridícula mentira después de oír de mis labios la verdad.

—Mi palabra vale tanto o más que la tuya —replicó ella—. La diferencia está en que tú sabes que mientes y yo estoy absolutamente segura de que digo la verdad.

—Nada me gusta más que una lucha franca, cuando la causa es justa —contestó Gerald—. Procedamos, por lo tanto, sin animosidad e invitemos a los otros a juzgar cuál de los dos es más digno de crédito. Elige de árbitro a quien quieras, Esperanza. Temo que los demás no sean imparciales y que abriguen resentimiento por este incidente; pero no podemos presentar nuestro caso ante ningún otro tribunal.

—Es muy fácil limitar el interrogatorio —declaró Arturo—. He asegurado que ambos no pudisteis hacerlo porque se trata de una imposibilidad química; no lo hicisteis simultáneamente, porque de ser así no hubierais tardado tanto en enfrentaros. El problema, por consiguiente, es bastante sencillo, y debemos elegir entre dos soluciones y ninguna más. O uno de vosotros miente, o mentís los dos. Pero partiendo de la base de que tío Aníbal ha sido envenenado, parece que uno de los dos dice la verdad, y para comprobar cuál es os haré una pregunta.

—Ayer a la hora del té. Yo lo sirvo, como sabéis, y eché los polvos con toda facilidad en la segunda taza que tomó el viejo. Gerald no puede contradecirme, porque él y Jorge no estaban allí a esa hora. Siguieron divirtiendo a los niños después que los demás nos habíamos retirado de la fiesta.

—Muy claro y muy posible —aceptó el químico. Luego se volvió hacia Gerald:

—Más tarde —repuso su primo—. Mucho más tarde, Arturo. Durante la comida, para ser exacto. Me hallaba sentado a su izquierda, y con un rápido juego de manos cambié nuestras copas de oporto, que estaban llenas, mientras él hablaba con Esperanza, que estaba sentada a su derecha. Mi copa contenía la droga, y después de beberla tío Aníbal comenzó a sentirse mal.

—Con toda seguridad te habría visto si hubieras hecho semejante cosa —afirmó Esperanza. Pero Gerald le refutó:

—La verdad es que no me viste, y no necesito decir que cuidé que no me vieras. Mantuve una incesante charla y tú mirabas mi cara y no mis manos.

Julián intervino.

—Propongo que Arturo sea árbitro de este asunto —dijo—. Es el único que conoce los inevitables efectos de la droga y nos ha explicado claramente que una doble dosis hubiera hecho dormir en cinco minutos a nuestro viejo amigo. No se durmió. En realidad, sabemos que no pudo dormirse. En consecuencia, ¿qué deducción sacas, Arturo?

Antes de que Hoskyn pudiera contestar, Gerald volvió a tomar la palabra.

—La deducción obvia es que tomó mi dosis única y exclusivamente la mía. Si la hubiera ingerido después de la que Esperanza pretende haberle dado, tío Aníbal se hubiera dormido durante la comida, según nos asegura Arturo. Los efectos fatales se presentaron mucho después, aunque no fueron de ningún modo tranquilos como Arturo nos prometió.

—Lo cual —añadió Arturo— induce a pensar que vuestras afirmaciones contradictorias ocultan alguna otra cosa. En esto hay más de lo que parece a simple vista, y tendré mucho que decir sobre el asunto cuando conozca más detalles.

—Yo también —dijo de pronto Edgar Peters—. Lo que me interesa en especial es saber por qué Esperanza o Gerald tomaron esa decisión. No era la fecha que les correspondía, y al actuar fuera de nuestro acuerdo, que aunque no está escrito igualmente nos ata: «no se hará nada sino en el momento determinado», puede decirse que han violado ese acuerdo. ¿Cómo os atrevisteis a proceder así?

—La respuesta es fácil —observó Jorge—. ¿Quién se atreve a culparles por ello? El camino estaba libre, la oportunidad era admirable y la bonificación dependía del éxito. Por eso discuten ahora; porque cuando se pruebe quién lo hizo, al que lo haya hecho le tocará la bonificación.

—Nada de eso —dijo Cirilo; pero Gerald se apresuró a interrumpirle antes que siguiera hablando.

—Propongo que no se permita hablar a Cirilo ni a Julián —dijo—. Creo que en esto estamos todos de acuerdo. Se han mostrado cobardes e hipócritas; supongo que si la cuestión pendiente se decide por votación, no tengan voz en el asunto.

—No deseamos voz ni voto —replicó Cirilo—. Hablando claro, después de este horrible asunto no deseamos veros nunca más a ninguno de vosotros.

—Nunca más —repitió Julián.

—Pero antes quiero deciros lo siguiente —prosiguió su hermano—. Si os decidís por la bonificación, y exigís el pago, nos negaremos a contribuir, no entregaremos ni un solo penique.

—¡Qué típico! —exclamó Esperanza despectivamente.

Gerald, que había estado reflexionando, hizo una propuesta:

—La bonificación entra, sin lugar a dudas, en el asunto; todos, excepto esos dos traidores, tenéis que aceptarla; a ellos ya les llegará la venganza. Al parecer la única dificultad estriba en si la merezco yo o si la merece mi hermana. Sin embargo, no es momento de pelear. Debemos, sobre todas las cosas, conservarnos tranquilos, atentos y vigilantes. La cuestión está entre Esperanza y yo, y sugiero, a fin de evitar que se insinúe en la familia un espíritu de animosidad y recriminación, que compartamos la bonificación y consideremos terminado el incidente.

Todos volvieron el rostro hacia Esperanza Maitland, que seguía mirando a Gerald con concentrado rencor.

—En otras circunstancias —dijo ésta— lucharía hasta el fin. Perseguiría a Gerald de tribunal en tribunal hasta que el pleito llegara al Parlamento. La bonificación me corresponde, y si pudiera…

—No seas tonta, Esperanza —rogó su hermano; y mientras Esperanza, jadeante de indignación se ponía de pie de un salto y daba grandes pasos por el cuarto, Edgar intervino:

—En mi calidad de contador oficial —dijo—, creo conocer la ley mejor que cualquiera de vosotros, y puesto que se ha hablado de ello me permito deciros, tanto a Esperanza como a Gerald, que no tenéis derecho a reclamar nada desde el momento que rompisteis el contrato. En todo caso, no podéis entablar una demanda contra nosotros, y puesto que Arturo duda que digáis la verdad, conviene que de una vez por todas os quitéis la idea de la cabeza.

—La letra de la ley rezará como tú dices —contestó Gerald—, pero tu propuesta es mezquina y miserable. Me atrevo a creer, Edgar, que mis primos, más honestos, preferirán actuar dentro del espíritu de la situación, otorgando honor donde el honor es merecido, y admitiendo que si tío Aníbal ha dejado de existir, los que contribuyeron a que ocurriera lo que todos deseábamos tienen derecho a la recompensa convenida.

Paseó su mirada por toda la reunión y adoptó una expresión suplicante y casi patética.

—Por lo menos en este punto nos asiste el derecho de hablar —declaró Julián—, y repito que ni un penique recibiréis de nosotros dos.

El espíritu combativo de la señorita Maitland no había muerto todavía.

—Cometerás este robo por tu cuenta y riesgo, Julián —advirtió—. Recuerda que tú y tu miserable hermano estáis comprometidos en esto hasta la médula, y si me sacáis de quicio denunciaré a todos y afrontaré las consecuencias.

Los mellizos palidecieron ante la inesperada amenaza, y Gerald rió teatralmente.

—¡Ja, ja, ja! ¡Mirad, amigos, lo que conseguís oponiendo la usura inmunda a las exigencias femeninas! —exclamó—. ¡No hay en el infierno furia igual a la de una mujer que se cree defraudada en su dinero!

Continuaba hablando sin objeto cuando entró un sirviente.

—Disculpen, señores —dijo—, pero Cypress se encuentra tan abatido y apenado con lo ocurrido que le he aconsejado que se acueste. ¿Desearían algo más?

—No, Thompson, no —contestó Arturo—. Ya nos íbamos a la cama nosotros también.

Y cinco minutos más tarde se dispusieron a retirarse. Los mellizos iban adelante; pero cuando los demás empezaron a subir las escaleras, rodeados de un malhumorado silencio, sonó el teléfono del vestíbulo, y Jorge fue a atenderlo mientras los otros esperaban, por si acaso la comunicación era para algunos de ellos. Momentos después Jorge llamó a Arturo.

—La trama se espesa —dijo—. Uno de los médicos ha buscado a Arturo suponiendo que estaría en su casa e ignorando, evidentemente, que pertenece a esta familia. Desea saber si quieres acompañarle mañana a hacer un análisis de veneno; nombre: Aníbal Knott, de Seven Oaks.

De un salto Arturo estuvo junto al teléfono, habló seriamente un rato y explicó la imposibilidad en que se hallaba de asistir en tan especiales circunstancias. Los otros aguardaron y les contó cómo había resuelto el problema.

—Le he dicho que siento mucho no acompañarle, pero le he hecho notar que como sobrino del muerto y viviendo bajo su techo en el momento del deceso, no podía de ningún modo prestar mis servicios. «Somos siete», le expliqué, «seis sobrinos y una sobrina. Celebrábamos la Navidad con nuestro anciano pariente, y anoche perdió la vida envenenado; algo absolutamente misterioso. Pero como todos los que están en la casa son considerados sospechosos, incluido yo mismo, comprenderá usted que no puedo acudir en su ayuda, por muchos deseos que tenga de hacerlo».

—¿Quién era? —preguntó Esperanza.

—El profesor Postlethwaite, importante perito del gobierno y amigo personal mío —replicó Hoskyn—. Naturalmente, lo ha comprendido en seguida y ha prometido tenerme al corriente.

—¿Al corriente de qué? —inquirió Jorge.

—De lo que consiga descubrir. Pero me asombra que Postlethwaite desee mi colaboración. Para un hombre de su talla el análisis debe haber resultado infantilmente sencillo.

Luego la peligrosa pandilla se separó y un silencio de agotamiento cayó sobre «Las Torres».