6

UNA MAÑANA BRUMOSA de firme lluvia torrencial, despertó a «Las Torres»; no obstante, Aníbal Knott empezó el día con ánimo excelente, y fue uno dé los primeros en bajar a desayunar y hacerle los honores al róbalo. Alcanzó a Esperanza en el primer rellano y la tomó del brazo a fin de que le ayudase a descender la gran escalinata central.

—¿Cómo estás, hija? Un triste día para ser el siguiente al de Navidad, pero no hay que ser pesimista. Tal vez aclare después del almuerzo, a la hora de nuestra fiesta infantil; entre tanto, podéis dedicar la mañana a los ensayos en el jardín de invierno.

—Hemos pensado, con tu permiso, hacer eso —repuso ella—. Trabajaremos en serio y después te ayudaremos a atender a los niños.

Aníbal rió.

—Hoy le encargaré otro papel a Gerald —dijo—. Le pediré que esta tarde se disfrace de Santa Claus y distribuya los regalos del árbol.

—Le encantará —aseguró Esperanza—; pero sería mejor que lo hicieras tú mismo.

—Soy demasiado viejo —contestó Aníbal moviendo la cabeza—. Es interesante comprobar, Esperanza, que al llegar a la edad que tengo se me despiertan mil ideas felices para agradar a los demás.

—A ti te sobran ideas felices, ideas que nos agradan a todos —replicó ella—. Ojalá se me ocurrieran tan fácilmente a mí…

—También he pensado en dos divertidos papeles para Cirilo y Julián —continuó el anciano.

Pero llegaron noticias tristes y la reunión matinal se ensombreció.

En el momento en que Julián acercaba varias fuentes y su tío se decidía por el róbalo, apareció Cypress. Aníbal acababa de preguntar dónde estaba Arturo, en vista de que tardaba en llegar, cuando Tom anunció que el farmacéutico se hallaba seriamente indispuesto.

—Lamento decirle, señor, que el señor Arturo no se encuentra nada bien —anunció—. Se ha sentido muy indispuesto esta madrugada, pero tenía remedios y los tomó. Ahora se siente exhausto, y afirma que no estará visible hasta dentro de veinticuatro horas. No es grave, ni nada que se le parezca, pero tiene que quedarse en cama bien abrigado, y tomar solamente tragos de leche con soda. Espera estar bien mañana.

Aníbal expresó su pesar, y los mellizos se miraron furtivamente.

—Pobre muchacho —dijo el tío—. ¡Qué mala suerte! Será sin duda algún microbio. ¿De dónde provendrá? Le interesan las plantas raras que cultivo, pero no es persona que haga experimentos con hierbas dudosas, y seguramente ninguna de las mías contiene microbios.

—Me temo que deberemos admitir que Arturo comió y bebió demasiado ayer —dijo Gerald, que hasta entonces había guardado silencio después de enterarse de que haría el papel de Santa Claus—. Hoskyn se excedió en tu liberal banquete, tío Aníbal, y regó el pavo y el plum pudding con demasiadas copas espumosas, sin olvidar tu maravilloso oporto.

—No hay nada más horrible que una fuerte indigestión —aseguró Cirilo—. Produce una sensación desesperada y casi suicida mientras no se domina el ataque. Habló por experiencia.

—Dile, Tom, que si desea ver al doctor Runcorn le mandaremos llamar en seguida —propuso Aníbal. Pero Cypress meneó negativamente la cabeza.

—Me he tomado la libertad de proponérselo yo, señor, y el señor Arturo ha dicho que no es necesario. Sabe lo que debe tomar y lo ha tomado.

—Entonces no hay razón para preocuparse —declaró Jorge—. Cuando uno no desea que alguien le preste inmediatamente primeros auxilios quiere decir que no está tan mal.

—No, Jorge —refutó Aníbal—. Lo que dices es una tontería. Más de uno más fuerte que tú, querido muchacho, ha perdido la vida por suponer que su salud era buena, cuando en realidad su organismo funcionaba mal. Hay que llamar al médico en cuanto amenaza un síntoma tenaz. Si no es nada grave, el enfermo recupera el ánimo al oírselo decir a él; si se trata de algo serio, habrá sido atendido a tiempo. Pero en lo referente a Arturo, es indudable que sabe lo que se hace. No mencionemos lo ocurrido cuando esté presente, pero el diagnóstico que acaba de hacer Gerald es acertado: Arturo ha bebido y comido sin la suficiente disciplina.

Prometieron comportarse con discreción cuando el primo volviera a reunirse con ellos, pero su indisposición, que originaba más de una secreta sospecha, produjo un leve enfriamiento en la cordialidad del desayuno y todos se esmeraron en comer con frugalidad y prudencia.

Aníbal refirió un sueño que había tenido esa noche, y terminó la narración con una reflexión filosófica.

—Si bien se mira —dijo—, la vida es un sueño que pocas personas logran convertir en realidad.

—No estoy muy segura de eso, tío —replicó Esperanza, aceptando con presteza el desafío—. En su mayoría, los seres humanos tienen que convertir rápidamente la vida en realidad, porque de no hacerlo así sus sueños terminarían demasiado pronto.

—El sueño de mi vida ha sido agradable y bastante largo —repuso él—, un sueño apacible y placentero del cual pronto despertaré a la realidad de un mundo distinto y espero que mejor. Puede ser que mi parte se desarrolle en circunstancias penosas, diferentes de las que aquí me fueron otorgadas. Quizá me exigirán trabajo. Probablemente trabajos pesados. Si es así, trataré de comportarme virilmente, recordando con profunda nostalgia la felicidad de este mundo.

—No es que no hayas querido trabajar, estoy seguro —dijo Julián—, sino que nunca te viste en la necesidad de hacerlo.

—Y no debes olvidar —añadió Cirilo— que has pagado buenos sueldos durante más de medio siglo a una larga serie de personas que necesitaban trabajar para vivir.

—Eso, tal vez, hará perdonar mi indigna actuación —admitió Aníbal.

—De todos modos, cuando se haya abolido el sistema capitalista…

La frase de Esperanza fue interrumpida por una exclamación de Gerald.

—¡Vete y apártate de mi vista! —gritó teatralmente—. Basta por el momento de conversaciones tristes; tonifiquemos nuestra mente con cosas más alegres. Tendremos que ensayar sin Arturo. Yo interpretaré su parte. Y después del almuerzo contribuiremos a la felicidad de la infancia indigente, proyectando un rayo de luz en muchas pequeñas vidas. Consigo encantar a los niños, aunque ellos no me encanten a mí.

Aníbal se animó.

—¡Bien, Gerald! —dijo—. Ven a probarte el disfraz que te he comprado.

Después de aprobar la elección del traje de fantasía, Gerald condujo a sus primos al jardín de invierno y discutieron allí la supuesta indisposición del farmacéutico. Julián y su hermano, sin dar razones, opinaban que era verdadera, y Jorge los apoyó, en tanto que Esperanza y Edgar Peters dudaban, pensando que la dolencia podía ocultar algún sombrío secreto.

—Era nuestro sostén —observó Edgar—, debido a sus conocimientos sobre… bueno, sobre la eutanasia; pero si hoy es su día y no se siente con valor para cumplir su palabra, el plan más fácil para eludir toda responsabilidad es fingir que se siente enfermo.

—Si desconfiamos los unos de los otros, terminaremos todos en un aprieto —declaró Jorge—, y tío Aníbal no…

—Escuchadme —interrumpió Gerald—. Desde el principio Arturo se mostró más entusiasta que cualquiera de vosotros al oír mi propuesta. Confío en él, y puesto que confío en él, deberíais imitarme. Si empiezan a surgir dudas y sospechas entre nosotros, desaparecerá por completo nuestra alianza. Estamos enteramente en manos de Arturo. Todo gira a su alrededor. Si hubiese querido traicionarnos podría haberlo hecho. Tengo fe en él y creo en su enfermedad.

—¿En qué forma hubiese podido traicionarnos si hubiera querido? —interrogó Esperanza.

—¿Tan despierta como eres y no te has dado cuenta? —preguntó su hermano—. Le hubiera bastado poner en los sobres un polvo inofensivo, para luego contarle a tío Aníbal, cuando se le ofreciera la ocasión, todo lo relativo al plan, demostrándole cómo le hemos engañado. ¡Entonces sí que se convertiría en favorito y único heredero del viejo!

Los primos, perplejos, miraban al actor.

—Sería un proceder asqueroso —observó Edgar—. Quizá lo ha hecho ya.

Pero Gerald declaró que era absurdo suponer semejante cosa.

—No —les aseguró—; Arturo jamás haría eso. Es franco y sincero, y demasiado pobre para perder la oportunidad de ganar la bonificación y recibir una buena suma de dinero contante y sonante. Cuando regresemos a almorzar, será mejor que uno de nosotros suba a verle. Tal vez quiera decirnos algo. Propongo, por lo tanto, que Esperanza le visite. Sería un gesto muy femenino, y a tío Aníbal le gustaría.

—Descubriremos, estoy seguro, que se siente realmente enfermo —agregó Julián.

—En todo caso, es posible que no sea su día —observó Jorge—; si así fuera, este percance no tendría importancia.

Esperanza pensó para sí que tal vez podría sonsacarle algo sobre el particular.

—Convendría mucho saber la verdad —dijo en voz alta—. Debemos conservar nuestra sangre fría. Iré a verle después del almuerzo. Luego tendremos que dedicarnos a la bufonada de Navidad destinada a los niños.

Se pusieron de acuerdo en proceder así, y cuando volvieron a la casa encontraron al tío que regresaba del invernadero, acompañado de Cypress.

—He pasado una agradable mañana con Andy Forbes —díjoles Aníbal—. Está más contento que nunca porque ayer cazó tres ratas. Mala Navidad para las ratas, pobres bichos: pero evidentemente así es la vida y la muerte de las ratas.

—Para ellas la vida es muy real —dijo Esperanza—. En el mundo de las ratas no hay tiempo para soñar. Vigilan a los granjeros cuando cosechan el trigo y esperan pacientemente a que esté apilado; entonces salen de correría en montón y nos roban anualmente millares de toneladas de grano; pero, como es natural, nuestro inteligente ministro de agricultura no hace nada para remediarlo.

—Deberían ofrecer una buena recompensa por cada cola de rata —sugirió Jorge.

—Nada de eso —replicó su hermana—. Debería imponerse una buena multa a las granjas donde pululan esos animales.

Era una respuesta típica de su mentalidad realista.

Después del almuerzo fue a ver a Arturo Hoskyn y le halló muy deprimido. No cabía la menor duda de que había sufrido mucho. Tenía mal color y su voz estaba muy debilitada.

—Lo peor ha pasado —dijo—, pero no recuerdo otra noche igual en mi vida. Ha sido espantosa. Algo que he comido; en cierto momento los dolores eran tan intensos que se me ocurrió una cosa horrible. Me pregunté si el mordedor no habría sido mordido; si el viejo bribón, prevenido por algún traidor, no habría trocado los papeles, suministrándonos dosis mortales a algunos de nosotros. Pero si vosotros os sentís bien…

—Todos estamos perfectamente —contestó ella—. Comiste demasiado, Arturo, y te excediste en la bebida.

—Así parece —admitió su primo—. Mi propósito era estar en espíritu de lucha cuando llegase el momento; hubiera hecho lo indecible por evitar esto. Después de los primeros fracasos, no queremos otro día en blanco. Sin embargo…

Se interrumpió y se tornó más cauteloso.

—Por el momento estoy descartado —confesó—, pero mañana me sentiré bien. Todavía podemos confiar en nuestra retaguardia y nos sobra tiempo.

Conversaron un rato, y a Esperanza le pareció que su primo seguía demostrando una leve debilidad mental.

—Teniendo entre manos asuntos de tanta gravedad —dijo el farmacéutico—, me interesa, como entusiasta de la criminología, descubrir la diferencia psicológica que existe entre la observación de la conducta de los criminales y el hecho de cometer un crimen uno mismo. Al decir «crimen» considero, por supuesto, nuestra proyectada acción desde el árido punto de vista legal. Nuestros propósitos no son, en ningún sentido, criminales, sino todo lo contrario, porque afrontamos peligros personales con el único objeto de asegurarle al viejo un fin apacible y feliz. No puede haber mayor altruismo. Pero estas sutilezas no impresionarían a un jurado ni a un juez normales. Hasta dudo que un abogado corriente se atreviera a exponerlas o a tenerlas en cuenta como una defensa sensata. De modo que podemos considerarnos comprometidos en una acción delictuosa que involucra la pena capital, y desde ese punto de vista no podemos dejar de sentir las inquietudes que asaltan al criminal verdadero cuando se propone cometer un homicidio.

—No permitas que el proyecto te amilane, de lo contrario es casi seguro que fracasarás en tu intento —replicó severamente Esperanza con un tono semejante al de Lady Macbeth—. No es momento para charlar de psicología ni del punto de vista legal. Puedes ocuparte de eso después, cuando hayamos alcanzado el objetivo y vencido todos los peligros.

Le dejó, y después del té fue a conversar con Gerald. Este se hallaba en su dormitorio colocándose la barba blanca y vistiendo la amplia casaca roja de Santa Claus.

—Sin ninguna duda Arturo ha pasado momentos pésimos —dijo ella—, pero ya está mejor y mañana se levantará. Lloriquea y refunfuña, pero recuperará su sangre fría cuando pueda beber otra vez. Estoy casi segura de que hoy le tocaba a él. Virtualmente lo ha dado a entender, luego se interrumpió…, demasiado tarde. Si esta noche nadie salta a servir el whisky de tío Aníbal, sabremos que le tocaba el turno a Arturo. Por el momento no está en condiciones de matar ni a una mosca.

—Otro día perdido —dijo Gerald—. Pero no lo digas a nadie. Si Jorge o Edgar se enteran son capaces de ofrecer a Arturo, a espaldas nuestras, sus respectivos días, exigiéndole en pago una buena suma.

—Jorge me ha desilusionado —confesó Esperanza—. Ignoraba que fuera capaz de cobardía, cosa que evidentemente le ocurre también a Edgar.

Gerald asintió con la cabeza.

—Sería un golpe de diplomacia exagerar el peligro y asustar a Edgar para descartarlo —propuso—. Si fracaso, preferiría que tú recibieras la bonificación antes que cualquiera de los otros.

—No sería muy difícil atemorizar a Edgar —contestó ella.

—Entonces, pon mano a la obra —instó su hermano—. Tú puedes hacerlo mejor aún que yo.

—Lo intentaré —prometió Esperanza—. El modo más eficaz de asustar a una persona como Edgar es hacerle creer que uno tiene miedo. Nada es más contagioso que el pánico colectivo, y si yo le demuestro el temor que me causan las cosas desagradables que podrían suceder después, creo que pronto se escurriría y no trataría de hacer nada.

Sin embargo, Edgar no resultó fácil de convencer.

—No temas y espera a ver qué pasa —dijo a Esperanza con aparente seguridad.

Esa tarde la fiesta infantil fue un éxito, y más de cien niños llegaron acompañados de sus parientes. Afrontaron la lluvia tenaz e hicieron resonar en «Las Torres» el eco musical de sus voces infantiles, que no se habían vuelto a oír desde la Navidad anterior. Aníbal había preparado toda clase de diversiones para ellos, empezando por una linterna mágica y terminando por un espléndido té seguido de baile; pero el mayor deleite lo produjo el árbol de Navidad con sus ramas resplandecientes de diminutas lucecitas eléctricas y cargadas de atrayentes regalos. Cuando llegó el momento, comenzó la música, y Gerald, de pie en un trineo, hizo su entrada para distribuir los obsequios y provocar la hilaridad general. Arrastraban el trineo dos monstruos pesados y extraños que pretendían ser renos; ocultos en estos fantásticos disfraces avanzaban gateando Cirilo y Julián, cuyos corazones latían violentamente debido al esfuerzo y al fastidio. Aníbal les había reservado estos personajes inferiores, y por tal motivo se enfriaron los pensamientos humanos y bondadosos que habían abrigado en secreto respecto a él. Ahora ambos deseaban de todo corazón verle muerto; por otra parte, sus sentimientos para con Gerald no eran mejores, puesto que éste, en la interpretación de su personaje, guiaba el trineo empuñando un látigo y dejándolo caer de tanto en tanto, con innecesario vigor, sobre las arrodilladas figuras de los mellizos. Habían concertado de antemano que después de depositar a su primo junto al árbol de Navidad, podrían retirarse gateando, abandonar sus disfraces de renos y regresar con sus levitas, si así lo deseaban; pero después que se fueron no se les volvió a ver, y para resaltar hasta qué punto estaban disgustados, sólo se reunieron con sus parientes a la hora de la comida.

No obstante, la fiesta transcurrió sin tropiezos y los que quedaban de «los Siete» lucharon valientemente para que fuese un éxito. Sirvieron el té a los niños, simularon estar divertidísimos y trabajaron mucho y bien. Gerald sobresalía y seguía siendo el centro de atracción, pero Jorge también era popular; en cambio había algo que alejaba de Esperanza a los niños. Los perros y los niños, según dicen, poseen un instinto infalible que les hace adivinar los caracteres, condición que rara vez poseen las personas mayores.

Aníbal fue aclamado, y permaneció en la fiesta hasta que el centenar de niños y niñas felices le dedicaron un brindis con té. El anciano pronunció unas breves palabras, expresando su placer y su admiración por el buen comportamiento de todos. Esperaba que se hubiesen divertido y prometía que si estaba aún en condiciones de hacerlo volvería a invitarlos al año siguiente. Luego Cypress le acompañó a que se echara y durmiese un rato antes de la comida. Mientras se marchaba, Gerald pidió a los niños que cantaran con él For he’s a jolly good fellow. En esta forma la fiesta tocó a su fin en medio de la algazara general; los invitados se lanzaron bajo la lluvia; los que habían proporcionado la diversión disfrutaron de breves horas de descanso hasta reunirse de nuevo.

Después de comer, cuando se instalaron como de costumbre en el salón de fumar, Aníbal Knott parecía decaído y caviloso. Encendió el cigarro de Esperanza, luego ofreció la caja a su alrededor y por último tomó uno. Pero se sentía deprimido; los acontecimientos de la tarde le habían causado pena y placer al mismo tiempo.

—A decir verdad, Cirilo y Julián no daban la impresión de los vivaces animales que debían personificar, pero no era culpa de ellos —dijo—. A mis ojos se parecían más a… Sin embargo, hicieron lo posible, pobres muchachos. Pero tú estuviste admirable, Gerald. Interpretaste con tanto acierto a un viejo jovial que me demostraste lo que yo hubiera podido ser, pero que ya nunca seré. El espectáculo de la inocencia infantil y de la naturaleza de las bagatelas que hacen felices a los niños encierra para mí algo solemne. Los pequeñuelos son como brotes de una planta desconocida; ¿quién, en efecto, puede saber de antemano cómo será la belleza que prometen los capullos que pronto se abrirán? Esta tarde hemos atendido tal vez a algunos ángeles. Entre ese grupo de chiquillos alegres, risueños, de ojos brillantes, puede haber grandeza futura, capacidad directiva o dones creadores que no tardarán en aparecer. Hasta es posible que entre ellos se oculte algún futuro genio.

—Yo no vi más que indicio de gula y egoísmo, y de envidia recíproca causada por los regalos —dijo Esperanza, y su tío tuvo un momento de rara irritación.

—Nunca he visto a una mujer a quien le hayan puesto un nombre cristiano menos adecuado que a ti, muchacha —vociferó súbitamente, y todos se sobresaltaron—. Nunca que yo recuerde, te he oído enunciar una aspiración saludable, ni conceder una palabra de elogio a otra cosa que no sea un cigarro.

Cirilo se apresuró a cambiar de tema y expresó su admiración por el árbol de Navidad, iluminado con luz eléctrica.

—Lo veía a través de esa horrenda máscara que me ordenaste usar —dijo a su tío—. Fue una idea genial de tu parte; ese sistema resulta mucho más brillante y más seguro que las velas.

—No, muchacho; ni siquiera se me ocurrió eso —suspiró Aníbal—. La idea fue de Tom… Como tú dices, es indudablemente brillante y muy seguro.

Se volvió hacia su sobrina.

—Perdóname por haber sido grosero contigo, criticándote desfavorablemente —dijo.

—Claro que te perdono; pero me han dolido mucho tus duras palabras —respondió ella—. Te aseguro, tío Aníbal, que abrigo ideales y alimento esperanzas como cualquier mortal. ¿Qué sería la vida sin esperanza? Una pesadilla.

—Esa es la actitud sana que debes adoptar —apoyó él—. Tal vez mi caso sea excepcional. Nunca he deseado nada en particular y siempre me he sentido plenamente satisfecho con lo que poseía y lo que ocurría. Esto es natural, porque nada de mucha importancia podía ocurrirme. Seguí mi camino, y en ningún momento provoqué la oposición de otros que hubieran podido frustrarlo. Rodeado de seguridad y lujo, he podido vivir a mi manera gracias a la fiel adoración de María Cherry, Cypress y Forbes. Nunca he sabido ni me ha importado saber lo que otros pensaban de mí.

—Jamás has hecho daño a nadie —arguyó Cirilo—. Todo lo contrario. ¿Cuántos de nosotros podríamos decir lo mismo?

—Has sido siempre asombrosamente virtuoso, querido tío —añadió Julián.

—Tal vez he sido virtuoso dentro de mis limitaciones —admitió Aníbal—, virtuoso a mi modo, pobre e ignorante. Por desgracia lo he comprendido demasiado tarde. ¿En las tumbas de cuántas personas, Julián, correspondería inscribir: «Sus intenciones eran buenas, pero fracasaron en sus fines»?

El anciano dejó su cigarro y todos lanzaron un suspiro al oír tan aflictivas consideraciones.

Edgar Peters rompió el silencio.

—Se me ocurre que no te sientes muy bien esta noche, tío —dijo—. Pareces cansado y he notado que has comido muy poco. ¿Te sientes indispuesto? Porque si es así, convendría que llamaras a Runcorn para que te examinara antes de acostarte.

—Gracias por tu solicitud, querido muchacho —respondió su tío—. En realidad, es cierto que no me siento muy bien, y para serte franco sospecho que la causa proviene del regalo que me habéis hecho. Esta mañana he atacado nuevamente la pipa y he fumado dos veces en el invernadero. Carga mucho tabaco y me inclino a pensar que me he sobrepasado.

—Es más probable que te haya cansado el barullo de los chicos —dijo Jorge—. Déjame que mañana te lleve a pasear en tu Rolls Royce, tío. Te haría bien respirar el aire puro de las colinas.

—Muy buena idea, Jorge. Si el día es hermoso, lo pensaré —prometió Aníbal.

Pero continuaba decaído, e involuntariamente dejaba traslucir la leve molestia que sufría.

—Si os parece bien oiremos a Mozart esta noche —propuso, y Esperanza se dirigió prestamente hacia el suntuoso fonógrafo—. Mozart tiene el arte de devolver a los viejos la alegría de vivir —siguió diciendo el anciano—. Hasta en mis días grises, su eterna juventud y su frescura me tonifican. Sin embargo, mi placer se ensombrece de pena cuando pienso en el destino de esa ave del paraíso. Fue inmerecido y cruel.

—Con toda seguridad estará ahora en el cielo entre los serafines —observó Cirilo.

—¿Qué quieres oír? —preguntó Esperanza, abriendo una maciza discoteca.

Aníbal reflexionó.

—Una sinfonía sería demasiado larga, y no estoy en ánimo de música religiosa —repuso—. Te ruego que pongas el «Divertimiento en Re».

Después del runrún preliminar brotaron del aparato los compases de un alegre trozo musical. Pero los parientes de Aníbal Knott, saturados como estaban de traición, estratagemas y saqueos, no podían en ese momento apreciar la música. Aunque se aburrían escucharon con fingida admiración esa obra de Mozart, y Aníbal, que sentía por ella marcada preferencia, pudo deleitarse oyéndola una vez más. Expresó su satisfacción cuando terminó el disco, pero dijo que con eso bastaba, y en cuanto Cypress llegó con las bebidas anunció su intención de retirarse.

—Haré que Tom me prepare el último «trago» esta noche —dijo—; os ruego que me disculpéis. Será mejor que me acueste, pues no me siento bien y mi compañía no os resultará muy grata a vosotros los jóvenes.

Cypress aprobó esta decisión.

—No ha comido casi nada, señor —declaró—, y hará muy bien en retirarse temprano. Le prepararé algo bueno. Lo que necesita es sueño y tranquilidad.

Aníbal asintió y se marchó del brazo de Tom. En cuanto quedaron solos, y después de apurar sus vasos, los sobrinos se retiraron al billar, donde nadie iría a incomodarles. Se reunieron alrededor del fuego, y Cirilo habló:

—Está evidentemente indispuesto. A decir verdad nunca le he visto tan decaído. ¡Qué bendición sería si la naturaleza siguiera su curso y tío Aníbal dejara de existir esta noche apaciblemente, sin ayuda!

—Ciertamente —dijo Julián.

Pero era demasiado para Esperanza. Arrojó al fuego la colilla de su cigarro y se volvió hacia ellos con frases breves e hirientes:

—¡Seríais capaces de enfermar a un gato! —dijo con furia a los mellizos—. ¿No podéis guardar para los Almacenes Imperio la gazmoñería y la hipocresía que os caracterizan y dejaros de venir a servirlas por gotas cada vez que habláis?

Un rubor simultáneo coloreó los rostros mofletudos de Julián y de Cirilo. Miraron azorados a su prima; pero fue Jorge quien tomó la palabra:

—Bien dicho —apoyó—. Engañad a vuestros desgraciados clientes, pero no tratéis de engañarnos a nosotros. Sabemos todo lo que os concierne y vosotros mismos os habéis delatado. Sois un par de cobardes hipócritas; cuando se os presentó la única oportunidad en la vida de ganar una buena suma, os echasteis atrás y la dejasteis escapar. Juzgo que tenemos suficientes pruebas para demostrar que os tocaron en suerte Nochebuena y Navidad.

—¡No tenéis derecho a decir eso, a menos que hayáis averiguado a espaldas nuestras los días correspondientes a cada uno, rompiendo por lo tanto la solemne promesa que hicisteis! —gritó Cirilo, mientras Jorge reía ruidosamente.

—¡Tú lo has dicho! —exclamó—. Sólo quería eso. ¡Ahora lo sabemos!

—Nos retiramos —decidió Julián—. No vale la pena desperdiciar finura, decencia y diplomacia en una banda de groseros asesinos; porque eso y no otra cosa sois. Vamos, Cirilo.

Se marcharon juntos murmurando entre dientes algo sobre el honor entre ladrones.

—Por lo menos esto aclara el ambiente —dijo Gerald, que hasta entonces había guardado silencio—. Acércate sin ruido hasta la puerta, Jorge; ábrela bruscamente y mira si han quedado a escucharnos.

Su hermano obedeció, pero informó que el vestíbulo estaba vacío.

—Entonces podemos hablar —continuó Gerald— y definir posiciones. Nosotros tres estamos de acuerdo, creo, y supongo que Edgar está de nuestro lado.

El contador aseguró que sus intenciones seguían firmes.

—Lo único que deseo es terminar de una vez y que nos separemos después lo más rápidamente posible —dijo—. De la conversación que Esperanza ha sostenido con Hoskyn y que nos ha contado, deduzco que hoy le tocaba a él, y su enfermedad no es fingida. Por eso estaba tan afligido; porque ha perdido su oportunidad. Es permitido suponer que si hubiera estado bien habría consumado ya la eutanasia de tío Aníbal; pero de todos modos habría fracasado si hubiera esperado hasta el último whisky, porque el viejo no lo ha bebido esta noche.

—Lo cual demuestra cómo surgen problemas inesperados que desbaratan los cálculos más cuidadosos —añadió Gerald—. No; sin lugar a dudas, esta enfermedad ha echado por tierra la oportunidad de Arturo, porque no es disparatado presumir que hoy fuera su turno.

—Quedamos nosotros cuatro, entonces —repuso Esperanza—, y no nos será fácil, porque si tío Aníbal se siente mal mañana y desea ver al médico, y si Runcorn le ordena que permanezca uno o dos días en cama, cosa que muy probablemente ocurrirá, las dificultades se multiplicarán para nosotros.

—Trataremos de subsanarlas —declaró Edgar—. Necesitamos fortalecer nuestro ánimo y desplegar inteligencia y sangre fría para aprovechar cualquier ínfima ocasión que se nos ofrezca.

—Iremos por turno a charlar con él, si se queda en su cuarto —propuso Jorge—, y quizá podamos echar los polvos de Arturo en una taza de té, vaso de remedio o cualquiera otra cosa.

—Conviene también considerar qué pasará después —arguyó Esperanza—, y en este sentido confío cada vez más en que Cypress sea el sospechoso número uno.

—Esta noche ha dicho que iba a preparar algo para tío Aníbal. Lo habéis oído —dijo Edgar—. Le he preguntado qué le prepara habitualmente, pero se ha mostrado evasivo y me ha contestado que depende de las necesidades de su amo.

—No debiste preguntarle —reprendió Esperanza—. Lo recordará y no sonará muy bien en los oídos de un inspector. Hay que tener presente que Runcorn, cuando la cosa ocurra, no creerá en una muerte natural, pese a la edad de tío Aníbal. Aconsejará que se efectúe la autopsia, descubrirá la verdad y llamará a la policía.

—¿Dijo Arturo qué contiene su receta? —inquirió Jorge.

—No se lo pregunté —contestó ella—. Cuantos menos detalles sepamos, mejor. Sea lo que fuere, lo encontrarán, y conociendo la reputación de Arturo como experto en venenos, tengo la esperanza de que sea blanco de las sospechas con más probabilidad que el resto de nosotros. Por supuesto que no se lo he dicho a él.

—En todo caso, es asunto suyo —decidió Gerald—. De cualquier modo ha perdido la bonificación.

Edgar, que hablaba más que de costumbre, expresó una suposición muy inquietante:

—Como ustedes saben, Arturo es bastante zorro —dijo—, y aunque a Esperanza le pareció enfermo, ¿no habrá sido una simulación? ¿No habrá conseguido, mediante algún ardid que ignoramos, darle los polvos a tío Aníbal? Sé que tenía interés en la bonificación.

—Si tío Aníbal muere esta noche —dijo Jorge—, y Arturo asegura que es por obra suya, exigiremos pruebas muy claras de cómo procedió.

Gerald escuchaba con atención concentrada las palabras de Edgar y Jorge, pero se inclinaba a negar estas teorías.

—Podemos creer en Esperanza —declaró—, y ella dice que Arturo está muy indispuesto e impedido para la acción. Tío Aníbal se encontraba bien durante el almuerzo, más animado que de costumbre, a decir verdad. La enfermedad de Arturo no le ha causado el menor disgusto. Antes bien, parecía divertirle. Hay que recordar también que parecía muy contento con la fiesta infantil; si Arturo hubiera tenido éxito mediante algún procedimiento secreto, los efectos, a estas horas, habrían comenzado a hacerse visibles. Habría sentido mucha somnolencia y deseos de acostarse.

—Siempre que sea exacto lo que Arturo dice —observó Esperanza.

—Debemos concederle eso, por lo menos —arguyó Edgar.

—Yo le creo —afirmó Gerald—. Estoy seguro de que por ahora nada malo le ocurre a nuestro tío. Está un poco fatigado, lo cual no es raro tratándose de un hombre de ochenta y cinco años y considerando todo lo que hemos hecho en estos días. Yo también estoy cansado. Mañana volverá a sentirse bien.

Entonces Jorge hizo una propuesta:

—Hace una hora que Aníbal se ha ido a acostar; llamemos a Cypress y preguntémosle cómo sigue —dijo—. Esto demostrará cuánto nos preocupa su salud.

Pero Tom no dijo nada concreto cuando acudió a la llamada del timbre. A la pregunta de cómo se encontraba el señor Knott contestó:

—Está acostado y cómodo, y se dormirá pronto. Le veré mañana temprano y llamaré al médico en caso de que no esté bien. Le he dado un sedativo suave. Si me necesita, puede llamarme en cualquier momento por el teléfono interno.

—¿No le causa inquietud? —inquirió Esperanza.

—No veo motivo de inquietarse, señorita —replicó él—. El señor está fatigado, pero otras veces le he visto más cansado aún. No tiene costumbre de ver mucha gente y, a mi entender, ha conversado más de lo que le conviene.

—Es necesario que pase un día muy tranquilo mañana, Tom —ordenó Gerald, y Cypress declaró que ésa era su intención.

—Yo me ocuparé de ello —prometió al retirarse.

—«Un sedativo suave», ésas han sido sus palabras textuales —dijo Esperanza ávidamente cuando el hombre se hubo marchado—. Si pasa algo, recordadlas. Es muy fácil que ocurra un accidente por culpa de un sedativo suave.

Conversaron un rato más y luego se deslizaron a sus respectivos aposentos. La lluvia persistente del día había cesado, y en un cielo limpio de nubes resplandecía la luna. Su luz se reflejaba en la cumbrera mojada de «Las Torres», mientras en el frente del edificio, a una hora en que todos los habitantes de la casa, menos uno, dormían, brillaba un misterioso destello de luz artificial que continuó invariable después del amanecer.