5

A MEDIANOCHE LA PAZ REINABA en la mansión de Aníbal Knott, aunque el sueño no se había apoderado aún de todos sus ocupantes. Afuera los búhos ululaban contestándose unos a otros; la luna brillaba sobre la tierra brumosa; la vasta constelación de Orion se remontaba hacia el cénit y Sirio centelleaba debajo de ella. Horas tranquilas y apacibles anunciaban el siguiente día, y hasta las dos de la mañana de la víspera de Navidad no se notó el menor movimiento en los dormitorios de los Siete. Pero cinco minutos después que la sonora campana del gran reloj del vestíbulo diera esa hora, dos puertas se abrieron simultáneamente y dos altas figuras aparecieron. Ambas vestían idénticas batas de vicuña y llevaban en la mano sendas linternas. No se alarmaron ni demostraron la menor vacilación al verse frente a frente; antes bien, sonrieron. Cirilo hizo un ademán, y Julián le siguió a su aposento. Después de largas horas de insomnio e impulsados como de costumbre por emociones exactamente similares, los mellizos se habían levantado dispuestos a encontrarse. Era inevitable que esto sucediera en la forma que acabamos de relatar. Al sentirse seguro dentro del cuarto de su hermano, Julián suspiró de satisfacción, apagó su linterna, conectó la estufa eléctrica, se sentó junto a ella y encendió un cigarrillo.

—Vuelve a acostarte, viejo —dijo—; yo me quedaré sentado aquí para no coger frío. Sabía, por supuesto, lo que pasaba por tu cabeza, y ambos hemos sentido que debíamos conversar antes del amanecer de un nuevo día. Experimentamos la misma terrible agitación, debida probablemente a causas análogas.

Pero Cirilo no quiso volver a acostarse. Se sentó también junto a la estufa eléctrica y encendió un cigarrillo.

—Estaba casi seguro de que nos encontraríamos en el pasillo, tal como ha sucedido —dijo—, porque sabía que tu proceso mental era exactamente igual al mío. Tratar de guardar un lastimoso secreto sin comunicárnoslo es física y psicológicamente imposible. Siempre sé lo que te ocurre, tanto en lo mental como en lo físico, y tú adivinas en seguida cuando tengo cualquier preocupación. Los dos atravesamos ahora momentos difíciles y afrontamos el mismo problema. En nuestro caso, hemos probado una y otra vez que dos cabezas sirven más que una; por lo tanto me niego a proceder sin consultarte.

—He decidido exactamente lo mismo —contestó Julián—, y hablaré primero, si no te incomodas, porque ocurre que soy el primero.

Hizo una pausa para acentuar el efecto de lo que iba a decir; luego anunció su posición:

—Te lo digo a ti y a nadie más, Cirilo. ¡Me ha tocado el día de mañana! Me ha caído en suerte la misión más desconcertante y profundamente desagradable de atentar contra la vida de tío Aníbal en Nochebuena.

Cirilo asintió con la cabeza.

—Lo adiviné —suspiró—. Desde el principio tuve la convicción de que sería así; pero en estricta confidencia, Julián, te diré que mi suerte es aún más espantosa, porque me ha tocado el día de Navidad. Si logras tu cometido mañana, me salvaré de la amarga tarea; pero si descubres que no puedes acabar con tío Aníbal en la víspera de esa gran fiesta, será mi turno y me veré frente al problema.

—La situación de los dos es horrible —confesó Julián.

—El instinto de toda mi vida ha sido tratar de evitarte cualquier dificultad o sombra de contrariedad —continuó diciendo su hermano—, y tú me has escudado en igual forma siempre que has podido. Ahora nos vemos frente a una especie de desafío que sólo podría parangonarse con el dilema de una horrenda tragedia griega. Si cumplimos al pie de la letra el compromiso contraído con los demás, me veré obligado a profanar la Nochebuena con un acto de espantosa traición; en tanto que si triunfa mi conciencia y abandono la empresa, pese a la bonificación prometida, tendrás tú que afrontar el asunto. Nos hemos mostrado demasiado dispuestos a disimular con pretextos la verdadera naturaleza de este propósito sosteniendo que sería un bien para tío Aníbal —prosiguió Cirilo—. Hablando sin ambages, Gerald Firebrace es un bribón sin principios, un charlatán y un hipócrita, y el hermano y la hermana se le parecen. Nos deslumbró la retórica del actor y su arte para transformar una abominable atrocidad en algo no sólo conveniente, sino también loable. Finalmente, la bonificación aguzó nuestros más bajos apetitos y nos infundió valor; pero ahora, antes de que sea demasiado tarde, nosotros, con corazones gemelos latiendo al unísono, reconsideraremos nuestra apresurada decisión.

—Así lo haremos —repuso Julián—. Y ahora mismo. No es una cuestión de valor, sino de simple decencia y rectitud. El verdadero valor, el acto de valor moral para ti y para mí, consiste en desechar ese atroz mandato, dejando de ver en él la única oportunidad que tenemos de cobrar doce mil libras suplementarias y comprendiendo que es una tentación infernal destinada a malograr nuestra existencia, no sólo en este mundo, sino probablemente en el otro.

—Pienso exactamente lo mismo. Tal vez nuestros principios no han sido siempre muy elevados, y en ningún momento hemos pretendido ser santos —contestó Cirilo—, pero es interesante advertir la ética con que hemos reaccionado ante esta prueba tan brutalmente impuesta. ¡No asesinaré a tío Aníbal el día de Navidad!… ¡No lo haría ni por todas las riquezas de la India!

—Tampoco yo le enviaré al otro mundo en Nochebuena —declaró Julián—. ¿Quién soy yo para privar al pobre viejo de la que tal vez sea su última Navidad en la tierra?

—Se presentan también otras consideraciones menos importantes —añadió Cirilo—; por ejemplo, en mi caso, si terminara con él dentro de las próximas veinticuatro horas, tal vez los cheques de Navidad no serían válidos. Con eutanasia o sin ella, no lo intentaré, Julián; y estoy seguro de que tú tampoco.

—Es indudable que a hombres como nosotros —concluyó Julián— el remordimiento les acortaría la vida; pero si exceptuamos a Edgar, el resto no es capaz de remordimiento. Probablemente descubriríamos que Edgar Peters piensa como nosotros; de ahí su decaimiento y la hora temprana en que ha ido a acostarse. Nosotros, Cirilo, haremos lo que nos parece bien, y dejaremos los acontecimientos en manos de quienes son incapaces de sentimiento alguno.

—Me quitas de encima un gran peso, querido —respondió su hermano—. Por lo menos, tío Aníbal gozará de una Navidad apacible, puesto que, gracias a ti y a mí, no correrá el menor peligro hasta el día siguiente de Navidad.

—Y si triunfa lo bueno que hay en Edgar —añadió Julián—, sólo quedarán cuatro días de verdadero peligro. Naturalmente, no escapará a los tres Maitland y al farmacéutico; te diré que si fuera posible no vacilaría en sustraer los sobres de todos ellos y en sustituir el veneno con alguna droga inofensiva.

—Es digno de tu carácter decir eso, pero no debemos ni soñar con hacer semejante cosa —advirtió Cirilo apresuradamente—. Basta que nuestras manos estén limpias. Arturo Hoskyn es el último hombre que desearía tener por enemigo. No; debernos dejar que la Providencia haga el resto; nuestra parte ha terminado, y podremos dormir con la conciencia tranquila sabiendo que, al despertar, ningún pensamiento terrible nos torturará.

Se separaron luego de estrecharse calurosamente las manos, y Julián, empuñando su linterna, se deslizó silenciosamente hasta sus habitaciones. Luego la conciencia de su rectitud actuó como soporífero, y diez minutos más tarde los mellizos dormían tranquilamente.

Aníbal Knott era muy puntual, y cuando «los Siete» compartían su hospitalidad, rara vez llegaban tarde. Se desayunaba a las nueve, y esa mañana, cuando llegó, medio minuto después de haber sonado el gong, halló a sus huéspedes aguardándole. Todos parecían de mejor ánimo y saludaron al anciano con muestras de cordialidad. El tiempo contribuía a alegrarles; un sol tardío se asomaba a través de la pesada niebla matinal dando comienzo a un hermoso día. Los mellizos impusieron desde el principio un tono de despreocupada afabilidad y asombraron a sus primos, porque demostraban una especie de placentera alegría únicamente compatible con la inocencia del corazón; por su parte, Edgar Peters había recobrado un poco de ánimo y parecía encarar la vida desde un punto de vista más feliz. Todos hicieron honor al sabroso desayuno. Desde el otro lado de la mesa, Julián y Cirilo, que estaban sentados el uno junto al otro, observaron atentamente a Edgar y tuvieron el convencimiento de que, a semejanza de ellos, había luchado durante la noche contra el mal y muy posiblemente había vencido.

Pero los demás demostraban un contento igual, y el ánimo de Aníbal mejoró al advertir el ambiente alegre que imperaba entre ellos. Preguntó cómo marchaba la pantomima, y se mostró complacido al enterarse que el entusiasmo no decrecía.

—Hoy escribiré a Londres para que envíen los trajes —dijo Gerald—, y hemos pensado, si te parece bien, que el jardín de invierno es el sitio ideal para nuestros ensayos y la representación final. Así no tendremos que desarreglar el salón y evitaremos los reproches de María Cherry. El jardín de invierno se adapta a lo que necesitamos, y tus hombres nos ayudarán.

El tío estaba satisfecho.

—No repares en gastos, muchacho —dijo—. Me alegra que todos dediquéis vuestras energías y entusiasmo al proyecto, y me preparo a pasar una velada muy entretenida. Encantará también a la servidumbre; a veces pienso que no tiene aquí suficientes diversiones.

—Más que suficientes, a mi juicio —declaró Esperanza con notoria falta de tino, puesto que en ese momento Cypress le servía una segunda salchicha—. Los empleados piensan demasiado en sus gustos y muy poco en los deberes por los cuales reciben un sueldo. No me refiero a tu servidumbre en especial, sino a los empleados en general, inclusive los del gobierno.

Esta vigorosa opinión obtuvo una réplica bastante larga por parte de su tío.

—En épocas remotas —dijo—, durante la República Francesa, una parienta nuestra fue guillotinada. Se dice que era bellísima; se casó con un conde francés y frecuentaba la Corte, pero su verdadera nobleza personal residía en el hecho de que dedicaba todas sus energías a causas nobles y trabajaba sin cesar en beneficio de los pobres y necesitados; esto constituía en aquellos tiempos una asombrosa ocupación. Sin embargo, las admirables actividades de la dama no salvaron su cabeza: fue a la muerte en la misma carreta que conducía a su esposo. Al leer, hace mucho tiempo, este melancólico relato en los archivos de familia de tu madre, Julián, se apoderó de mí una decidida aversión por el proletariado. La narración del suceso suscitaba no sólo prevención, sino animosidad. Sentí cuánta deslealtad e ingratitud encerraba semejante crimen; deslealtad e ingratitud: dos manifestaciones odiosas, a mi entender. Pero no es posible ignorar las tres palabras que aparecieron en el muro, ni negar que la evolución dispone inexorablemente a su albedrío, de nuestras instituciones, distinciones de clase e ideologías, sin preocuparse de que nos gusten o no. La fuerza del número se ha juntado en contra de nosotros, y ¿quién se atrevería a negar que la fuerza llegará tal vez a ser razón en las futuras democracias? La transformación que se aproxima es inevitable. Después de la ley de la Reforma, la educación del pueblo fue solo cuestión de tiempo, y cuando se logró, el pueblo, como es natural, aprovechó la ventaja y la democracia volvió a nacer. La futura revolución será probablemente incruenta, pero no por ello dejará de ser una revolución, aun cuando se les permita morir de muerte natural (de hambre o quién sabe de qué) a las personas de las llamadas clases altas. Si la inmensa clase media, que nos involucra a nosotros, tuviera un poco de inteligencia y de viveza para solidarizarse y pensar en términos políticos, podría equilibrar la balanza y hasta empuñar el timón; pero nuestra clase media es invertebrada: una especie de monstruo amorfo, pesado, desarmado, incapaz de ofrecer resistencia a nadie y menos al poder de los dirigentes obreros unidos que aparecerán dentro de poco. Buscamos la destrucción, y con toda seguridad seremos destruidos.

Al escuchar tan tenebrosa profecía, «los Siete» suspiraron.

—Háblanos de algo más ameno —rogó Jorge—. ¿Vas a salir a caminar esta mañana o piensas hacer otra cosa?

Pero Aníbal ignoró la pregunta y rubricó sus reflexiones con una cita:

—Hace cerca de cien años —dijo—, el poeta norteamericano Whittier dedicó unos versos «A los reformistas de Inglaterra»; cuando los leí se me quedó en la memoria la siguiente estrofa:

Blessing the cotter and the crown

Sweetening worn Labour’s bitter cup;

And plucking not the highest down,

Lifting the lowest up.[1]

Es un ideal bondadoso —concluyó el anciano—; plantea el problema de cómo lograrlo en ambos aspectos, y la respuesta es: imposible.

Una hora más tarde, los mellizos, cuyo alegre estado de ánimo continuaba infundiendo sospechas a sus cómplices, declararon que iban a dar un largo paseo a pie por el campo, y se pusieron en camino. Después que se marcharon, Gerald hizo de ellos un comentario humorístico:

—Están evidentemente tan acostumbrados a rondar por sus respectivos departamentos de los Grandes Almacenes Imperio —dijo—, y siempre tan prontos a abalanzarse sobre un posible cliente, que sin duda sienten necesidad de ejercicio cuando se hallan lejos del terreno de sus cacerías.

Siguieron a Aníbal hasta el espacioso invernadero; Edgar Peters admiró las plantas de bambú y de helecho, pero declaró que una temperatura tan húmeda y cálida le sofocaba y con toda rapidez retornó al aire libre. Los demás entablaron amable conversación con Forbes, quien sentía antipatía por todos ellos, y después de comer naranjas y desparramar las cáscaras a su alrededor sin consideración alguna, se reunieron en el jardín de invierno con objeto de hablar privadamente de la pantomima.

Una vez reunidos, Gerald manifestó que, en su opinión, a uno de los mellizos le había tocado en suerte la grave responsabilidad de ese día.

—Estoy convencido —aseguró— de que a Julián o a Cirilo les ha correspondido Nochebuena, y han ido a consultarse. Sabían, por supuesto, que nada serio podía hacerse en el desayuno.

—Probablemente lo dejarán para último momento, en el salón de fumar —observó Esperanza—, y si uno de los dos se levanta esta noche a servir el whisky con soda de tío Aníbal, debemos tratar de cubrir sus movimientos mientras lo hace. Hubiera deseado que actuara alguien más competente.

—Sería odioso que uno de esos idiotas se ganara la bonificación —gruñó Jorge—. Pero quizá no les toque a ninguno de los dos el ataque de esta noche.

La mañana transcurrió tranquila, y los mellizos, después de su paseo, se mostraban algo cansados pero llenos de admiración por el paisaje. Esa noche, después de la comida, cuando se hallaba sentado en compañía de sus sobrinos en el salón de fumar, el tío, que había hecho gala de buen humor durante todo el día, extrajo una cartera que contenía siete sobres grandes y los repartió entre «los Siete». Mientras Aníbal hacía esto, les asaltó sin duda el recuerdo de otros sobres blancos más pequeños, bien guardados, pero todos conservaron su aplomo, y un coro de agradecimiento llegó a los oídos del anciano cuando el grupo se enteró de su magnanimidad.

Gerald hizo de portavoz y el resto apoyó sus vivas manifestaciones de placer.

—¡Eres un hada bienhechora! —exclamó con voz resonante—. ¡Eres un tío inigualable! ¿Cómo podremos expresar nuestros sentimientos ante semejante generosidad? ¡Es imposible!

Todos dieron muestras de su inmenso agradecimiento, y dejando sigilosamente el salón, Gerald se apresuró a buscar la pipa de espuma de mar que habían comprado.

—Ojalá estuviéramos en condiciones de ofrecerte algo que igualara tus principescos regalos, tío Aníbal —dijo con acento emocionado—; pero bien sabes que nuestros esfuerzos, aun combinados, no van muy lejos. Acepta nuestro modesto obsequio de Navidad; deseamos que tengas oportunidad de oscurecer esta pipa y de agregarla a tu famosa colección.

Aníbal examinó la pipa. Estaba bellamente tallada en forma de busto femenino desnudo, y era tan maciza que hubiera podido servir como mascarón de proa a algún barco pequeño.

—Es una pieza de museo, queridos sobrinos, y también una obra maestra —dijo—. Os agradezco en el alma a todos por igual. Es difícil que viva lo suficiente para oscurecer como es debido un ejemplar semejante, pero haré lo posible. ¿Quién puede saber si esta pálida dama, sometida a mis cuidados, se convertirá algún día en una negra? Por lo menos, prometo transformarla en mulata.

La velada siguió transcurriendo entre risas y buen humor; «los Siete» irradiaban felicidad, mientras Aníbal, muy satisfecho de tanta gratitud, insistía en los temas livianos y se abstenía de hablar de cosas serias.

A las diez, Cypress llevó los últimos refrigerios del día; una oculta emoción se fue acentuando en cinco de «los Siete», que aguardaban con impaciencia el momento de ver quién se levantaría a servir las bebidas. Cirilo se puso de pie de un salto para atender a Aníbal, y los restantes, advirtiendo que Gerald había acertado, se movieron por el cuarto cautelosamente, aunque con gran naturalidad, a fin de cubrir las actividades del primero. Estas maniobras fueron advertidas con secreto alborozo por uno de ellos, Julián, quien adivinando lo que se proponían sus primos, se regocijaba al pensar en la aguda desilusión que les esperaba y que nublaría para ellos la mañana de Navidad.

Cirilo se acercó a Aníbal y le alcanzó medio whisky con soda, luego se sirvió una cantidad aún menor y dejó que los demás se sirvieran ellos mismos. En esta forma pasó otra agradable media hora, y los presentes pudieron comprobar que Aníbal no daba muestras de sueño ni revelaba el menor deseo de ir a acostarse. Arturo Hoskyn, que le observaba en espera de los primeros síntomas, no descubría ninguno; por el contrario, cuando llegó Cypress para acompañarle a su dormitorio, el anciano no se apresuró a obedecerle como hacía siempre. En el momento de aparecer el sirviente oyeron, procedente del patio principal de «Las Torres», los cantos de las murgas de Nochebuena, y Aníbal insistió en que se guardara silencio para escucharlas. Luego indicó a Cypress que sirviera cerveza a los cantores y les diera un billete de una libra; de este modo postergó la hora de su retirada. Finalmente se marchó, y «los Siete», como de costumbre, se trasladaron al billar.

Se miraron en los ojos los unos a los otros, y en sus caras se pintó la ansiedad que sentían; Julián y Cirilo eran los únicos que no daban señales de inquietud. Ambos, manifiestamente, se sentían de buen ánimo, e iniciaron una partida hasta cien tantos. Esta vez Esperanza no se ofreció a marcarles los puntos. Les miraba con aire de sospecha e hizo una observación curiosa e intencionada:

—Alguien gasta esta noche una excelente cara de jugador de póker —comentó, y luego se volvió hacia Arturo y le dijo en voz baja—: Había pasado casi una hora y media desde su whisky cuando se fue a acostar. ¿Esperabas que en ese lapso se produjeran síntomas de sopor?

El farmacéutico contestó afirmativamente:

—Sí, lo esperaba. No revelaba ni el menor indicio de somnolencia. Todo lo contrario.

—¡Y qué ufano estaba Cirilo! Cuando fue a servir el whisky creí que se mostraría nervioso e inquieto. Dudo que haya hecho lo que debía, aunque es cierto que nos daba la espalda. Si cumplió con lo estipulado, es bastante buen actor.

Arturo meneó negativamente la cabeza.

—Es incapaz de disimulo. Ni por asomo creo que haya tratado de hacer algo. Concuerda más con su modo de ser el jugar sucio y dejar que otro se encargue de la cosa.

—Ha sido una locura invitarles a tomar parte —contestó Esperanza, y Arturo se mostró de acuerdo.

—Si el viejo está vivo mañana, lo cual es casi seguro, significa que queda descartado uno de los mellizos —dijo el químico—. Estoy convencido de que uno de los dos flaqueó esta noche, y si es así, es indudable que al otro le ocurrirá lo mismo.

—Mañana deberá ser la fecha de triunfo —decidió la señorita Maitland—. El día estará lleno de oportunidades.

Gerald se acercó a ellos, mientras Jorge se ofrecía a dar a los mellizos una lección elemental de billar. Así transcurrió la velada.

Pero el día de Navidad halló a Aníbal Knott gozando de excelente salud. Había dormido bien y se sentía vigoroso y alegre. Durante el desayuno reveló detalles de algo que sus parientes sólo conocían a través de informes parciales.

—Cypress —les dijo— sabe siempre con maravilloso criterio si me conviene beber antes de dormir una de sus pequeñas recetas. Cuando considera que debo hacerlo me la prepara, y la tomo antes de apagar la luz. Este último «trago», como él lo llama, invariablemente me adormece.

—¿Qué te da? —preguntó Esperanza.

—Es a base de leche, y le he ordenado expresamente que nunca le agregue nada que pueda resultar narcótico. Sería un grave error que un hombre sano como yo empleara regularmente un soporífero. Creo que casi siempre le agrega algún producto alimenticio de los tantos que hay, pero ninguna clase de droga.

—Es una buena costumbre evitarlas —declaró Arturo Hoskyn—. Con frecuencia muchas personas vienen a pedirme que les dé algo para dormir, e invariablemente les receto métodos naturales. Es bastante interesante comprobar que debido a la tensión de la vida moderna el insomnio se generaliza cada vez más.

Aníbal Knott decidió ir a la Iglesia después del desayuno y les propuso que le acompañaran. Aunque la perspectiva llenó de consternación a casi todos ellos, puesto que nunca había estado más lejos de sus pensamientos la idea de orar en público, «los Siete», creyendo peligrosa la deserción, aceptaron la invitación del tío.

—En el banco reservado para «Las Torres» hay sitio para todos, y nuestro buen pastor se alegrará de verlo lleno alguna vez —explicó Aníbal—. No hay duda de que yo debería ocuparlo más a menudo; pero los miembros de mi servidumbre asisten habitualmente los domingos, y María Cherry y Cypress son muy devotos. Nunca he sabido si Andrés Forbes también asiste; creo que es presbiteriano.

Esperanza y los mellizos acompañaron al tío en automóvil, mientras los restantes fueron a pie. El día era templado, y por momentos brillaba el sol. La ceremonia religiosa no fue demasiado larga. Jorge, Gerald, Julián y Cirilo cantaron animadamente los himnos, aumentando así el volumen de las jubilosas melodías, mientras el vicario, azorado de ver el banco de «Las Torres» totalmente ocupado, no podía quitarle los ojos de encima. Otra satisfacción más esperaba a este buen pastor: más tarde halló entre el óbolo de los fieles un billete de diez libras ofrecido por su anciano feligrés.

—Cuando la conciencia no obliga a un cristiano a acudir a la iglesia, lo mejor que puede hacer es ayudarla generosamente en sus necesidades —solía decir el vicario.

El almuerzo fue liviano, porque todos, por instinto de gula natural, se reservaban para la comida de la noche. Por consejo de Tom, Aníbal tomó un descanso más largo que de costumbre después del almuerzo y durmió profundamente. Jorge y su hermano fueron al golf en automóvil y jugaron dieciocho hoyos. El actor no conocía el juego y aprovechó la oportunidad de iniciarse en él: pero Jorge dedicaba todo su tiempo disponible a este deporte y era excelente jugador.

Discutieron la situación en términos velados y se refirieron más al pasado que al futuro.

—Sólo podemos decir que mañana debería levantarse el telón sobre nuestra tragedia —murmuró Gerald—, y tengo confianza en que así será.

En cierto momento, con su habitual torpeza, Jorge reveló que su día de ataque no había llegado aún.

—Vigilaré atentamente esta noche, a fin de descubrir cuál de nosotros saltará el obstáculo y servirá el último whisky del viejo —dijo, mientras Gerald tomaba nota de la observación sin hacer el menor comentario. En cambio se refirió a Cypress.

—Me alegré bastante al enterarme de esos detalles domésticos —declaró—, porque después del suceso harán que Tom entre de lleno en el asunto. Lógicamente debería ser el primero sobre quien recayeran las sospechas.

Pero Jorge demostró un inesperado debilitamiento.

—Si uno se pone en el lugar de tío Aníbal, teniendo en cuenta su excelente salud y lo que al pobre le gusta vivir, y reconoce que sus intenciones, en la medida de su estrecha mentalidad, son inmejorables, se hace ciertamente difícil no desear que su eutanasia dependa de otro. Si quieres conocer mi opinión, ha sido más que generoso con nosotros en su regalo de Navidad.

Gerald frunció el ceño.

—No debemos dar cabida al sentimiento —contestó—. Te falta imaginación, Jorge, y no has comprendido bien la cuestión. El objetivo principal de nuestra empresa es conseguir que nuestro tío se vea libre de un penoso fin. Nos ha ayudado más de una vez en pequeña escala, y sus regalos de Navidad, dignos del mayor elogio, nos han resuelto no pocos problemas. Aunque es verdad que esas sumas nada significan para él, son para nosotros de gran utilidad. Sin embargo, nos proponemos hacer mucho más por tío Aníbal de lo que él ha hecho jamás por nosotros. Recuérdalo. Pese al grave riesgo que con tanto valor afrontamos por su causa, nos hallamos tan formalmente unidos para salvarlo de los males futuros que, por puro sentido humanitario, asumimos la responsabilidad de una tarea poco común… no por gusto, para qué decirlo, sino porque la consideramos un deber. Estamos resueltos a que el excelente viejo deje este mundo en un momento feliz; ¿y qué momento sería más adecuado para su partida que esta noche, al término de un día dichoso en que ha asistido a la iglesia y cuando tiene conciencia de haber proporcionado un gran placer a sus parientes, que le rodean de afecto y respeto?

—Naturalmente, si planteas así el asunto —aceptó Jorge— no hay nada que objetar.

—Voy más lejos aún —prosiguió su hermano—; creo muy posible que la Providencia nos secunde en nuestros propósitos y hasta que los mire con benevolencia. Si no me equivoco, mañana será un día de gozo y triunfo para nosotros y de músicas celestiales para tío Aníbal.

—Espero que Arturo entienda bien la parte química —observó el otro—. Parece segurísimo de la eficacia de la droga, pero es un ser tan mediocre que no inspira mucha confianza.

—Tiene una mentalidad limitada, lo reconozco, pero dentro de esos límites es todopoderoso —repuso Gerald—. No me dejaría convencer por la opinión que él tiene de sí mismo, pero los hechos son hechos, y parece que como toxicólogo su excelencia es reconocida por los expertos. Él mismo me hizo notar que podría presentarse una situación muy irónica si exigieran la autopsia, porque no sería raro que las autoridades invitasen a Arturo a presenciarla.

—No lo creo —replicó el otro—. Siendo uno de «los Siete», se hará tan sospechoso como cualquiera de nosotros. Y tal vez más, puesto que el veneno es su fuerte y conoce a fondo esa especialidad.

—Desapruebo bastante la palabra «veneno» que acabas de pronunciar —contestó el actor—. No es justo que la emplees así, tratándose de nosotros, aunque admito que después del suceso ese detalle será probablemente la nota predominante.

—Sea como fuere, Arturo está inquieto —dijo Jorge—, y Esperanza también lo ha notado. Ella cree que le ha tocado a él actuar el día de Navidad y que no le agrada mucho.

—Es de naturaleza mezquina, pero no me parece que eso lo afligiría —arguyó Gerald—. Creo que la bonificación prometida lo volvería más duro que el acero.

—Bebe bastante cuando come —observó Jorge.

—Así es. Lo vigilaremos luego durante la comida. No creo que haga tonterías en momentos como éste.

—Tal vez no, si es su noche de ronda.

Cuando anocheció y se sirvió el banquete advirtieron que Arturo no sentía ninguna necesidad inmediata de conservar firmes el pulso y los nervios. Tomó un cocktail de jerez antes de sentarse a la mesa, y durante el transcurso de la opípara comida bebió mucho champaña, se sirvió sin medida de todas las fuentes y apuró después no menos de tres copas del oporto especial de su tío. Parecía soportar cómodamente lo que había ingerido y habló más que de costumbre, hasta que Aníbal le interrumpió. La conversación de Arturo giraba exclusivamente en torno a su tema favorito, y el anciano le rogó que lo cambiara, con lo cual aquél se enfurruñó y terminó por guardar silencio.

Mientras se dirigían al salón de fumar, el tío les habló de otra buena obra suya.

—Mañana tendré un árbol de Navidad para los niños pobres —dijo—, y dos días después será la fiesta de los sirvientes, que la celebrarán en el vestíbulo de la dependencia que ocupan. Espero que, como de costumbre, asistiréis al baile y que después les serviréis la cena.

—Me encanta hacerlo —declararon simultáneamente Julián y Cirilo.

Constituía una ceremonia que afrontaban valientemente todos los años, pero la servidumbre no disfrutaba de ella a sus anchas hasta que «los Siete» se retiraban a sus habitaciones. Ahora los cinco restantes apoyaron la afirmación de los mellizos, escondiendo en su falso corazón la esperanza de que ese año la fiesta se desbaratase.

Se acercaba el momento culminante, porque la animada actitud y alegre charla del dueño de casa ponían claramente de manifiesto que no había recibido aún el golpe decisivo. Cypress, como de costumbre, entró con las bebidas y murmuró una seria advertencia a Aníbal.

—Ha tomado dos oportos, señor —susurró—, y le ruego que sea prudente esta noche.

Pero apenas el sirviente salió del salón, Julián, acercándose a la mesa con paso ágil y rápido, dijo amablemente:

—Es mi turno esta noche. ¿Cómo de costumbre, tío?

—No exactamente como de costumbre —contestó el anciano—. Tom acaba de recordarme que he tomado un segundo oporto durante la comida, de modo que sírvemelo más liviano, muchacho.

Los demás adoptaron la técnica del día anterior, moviéndose de un lado al otro del cuarto y tratando de ocultar a Julián, pero éste actuó sin tardanza, apresurándose a alcanzar el vaso al anciano.

—He servido una pequeñísima cantidad de whisky, tío —dijo—. Dudo que le encuentres algún gusto.

Aníbal bebió un sorbo y lo aprobó.

—Me siento agitado esta noche, pero no en exceso —les confesó—. Ha sido un día feliz y me satisface especialmente haber ido a la iglesia. Me propongo, si no se presenta alguna dificultad, acudir con mayor frecuencia en el futuro.

—Mañana —anunció Gerald— iniciaremos nuestros ensayos. He esbozado un pequeño drama y me parece que resultará bien.

Cinco de los conspiradores sintieron que algo se oponía a la esperada culminación y tuvieron la casi seguridad de que Julián les había engañado. Los siete llenaron sus respectivos vasos y quedaron ensimismados. Aníbal también terminó por guardar silencio, y se alegró cuando Tom llegó en su busca.

—Todos hemos tenido un día atareado y quiero creer que feliz —dijo—, y no nos vendrá mal una noche de buen descanso.

Tres de sus sobrinos demostraron estar de acuerdo con él: cuando el tío se retiró, los mellizos anunciaron que se iban a acostar, y lo mismo hizo Arturo Hoskyn. Los demás se trasladaron al billar, pero no jugaron. Sentados en medio de un vacilante silencio, se estudiaban recíprocamente las caras. Edgar Peters, el contador, fue el primero en hablar.

—¿Qué deduces de la actuación de Julián esta noche, Esperanza? —inquirió—. Me pareció que si era su oportunidad, no lo ha utilizado debidamente.

—No —repuso ella—. No se tomó el tiempo necesario. Tengo la impresión de que era su día, pero ha jugado sucio. Y, lo que es peor, creo que Cirilo hizo exactamente lo mismo ayer. Probablemente lloriquearon juntos en secreto, y se pusieron de acuerdo para no hacer nada, como gusanos que son.

—Perspicacia femenina —dijo Gerald—. Apuesto a que tienes razón. ¿Y qué me dices de Arturo? ¿Estaba realmente cansado esta noche, o sólo simulaba estarlo?

—Si os interesa mi opinión, estaba tan borracho que nada le importaba —intervino Jorge.

—Lo dudo —replicó Esperanza—. Es muy zorro. A mi entender adivinó que había sido desperdiciada una excelente oportunidad y se sentía mal con sólo pensarlo. El hecho de que haya ido a acostarse demuestra que no era su día, a menos que esté tramando algo bajo cuerda y trabajando a escondidas.

—Tal vez le toque el turno —comentó Edgar Peters—; pero tienes razón, Esperanza, los mellizos están descartados, y lamento que Gerald les hiciera participar en esto.

—Sí —asintió ella—. Pero dudo que los demás demostremos cobardía.

—Era necesario, para bien de todos, hacerles participar, Edgar —explicó Gerald—, porque es evidente que cuantos más sospechosos haya, mayor será la confusión de la policía y menor la probabilidad de que acorralen a nadie. El golpe maestro sería que le matara uno de nosotros y que la policía arrestara a Cirilo y a Julián.

—En todo caso sería difícil que nos ahorcaran a todos, pero podrían sentenciarnos a prisión perpetua —observó Jorge, y Esperanza lo increpó.

Una ola de acritud se introdujo en la conversación, hasta que por fin se marcharon a la cama, con el espíritu algo melancólico y sin darse las «buenas noches».

La oscuridad y el silencio invadieron «Las Torres»; después de medianoche empezó a llover. Algo más tarde, el deseo vehemente de volver a unir sus fuerzas se apoderó de los mellizos desvelados. Un segundo después de las dos, Julián se puso la bata, empuñó su linterna y se dirigió sigilosamente a reunirse con su hermano; llegó a sus habitaciones en el preciso instante en que Cirilo salía en su busca. Julián entró de puntillas y enchufó la estufa de Cirilo. Pero esta vez no se había producido la sutil coincidencia de sus respectivos pensamientos.

—Iba a conversar contigo sobre un posible contraataque —explicó Cirilo.

—Quieres decir que nos movían impulsos diferentes. ¡Qué raro! Deseaba hablarte de nuestra madre —dijo Julián—. He tenido una idea. Se me ocurrió ayer en la iglesia y olvidé comunicártela. La muerte misteriosa de tío Aníbal va a ser un golpe tremendo para mamá, Cirilo.

—Un golpe, sí; pero no creo que muy grande ni muy doloroso —respondió su hermano—. Cuando se tiene noventa años de edad la muerte de los más jóvenes no impresiona mucho. Me lo ha dicho ella misma. Tal vez quiera asistir al entierro. Espero que no; pero si decide encabezar el duelo, lo hará. No podemos impedirlo.

—Así es —asintió Julián—. Y otra cosa: a mi juicio, tío Aníbal debería ser velado durante un día o dos. En tal caso mamá se contentaría tal vez con una fotografía de la cámara mortuoria.

—Deberíamos arreglar algo en ese sentido —contestó Cirilo—. Tal vez haya recordado a nuestra madre en su testamento, pero me parece poco probable: no es corriente dejar herencias a las personas muy ancianas, debido a la suposición de que morirán antes que uno.

—¿Y qué idea de «contraataque» tienes, viejo querido? ¿Contra quién? —preguntó Julián.

—Contra los enemigos de tío Aníbal; contra los cinco que, presumiblemente, siguen aliados contra él —explicó Cirilo—. Me han emocionado profundamente sus regalos y los sentimientos que ha demostrado durante el día de hoy, inclusive su intención de asistir más a menudo a la iglesia. Es realmente un anciano tan bueno para su edad que resulta cruel y casi pagano privarlo de lo poco que le resta de vida cuando aún es capaz de tanta generosidad. Tenía la vaga esperanza de que te hubieras emocionado como yo y que pudiéramos planear algo para salvarlo.

Pero Julián sacudió la cabeza apesadumbrado.

—Es propio de tu carácter pensar eso —contestó—, y estoy contigo de todo corazón. Sin embargo, hemos ido demasiado lejos. Nos colocaríamos en una posición de lealtad a medias, y por más que hiciéramos, iríamos al fracaso seguro. Es un hecho, Cirilo, que no se puede tocar el lodo sin mancharse. Hemos tocado lodo en contacto con los Maitland y Arturo, y estamos manchados. De nada sirve fingir lo contrario.

—¿Imposible salvarlo?

—Para ti y para mí, sí. Salvarlo significaría traicionar a nuestros primos; su brutalidad medieval se volvería entonces contra nosotros, y sabemos demasiado bien hasta dónde llega. No, ya es tarde para eso; pero podemos aún esperar que la Providencia esté velando sobre los acontecimientos.

—Jamás deberíamos haber prestado oídos a Gerald —dijo Cirilo.

—Ciertamente que no. Es un rufián sin compostura.

—¿Nunca has simpatizado con él?

—Nunca he simpatizado con ninguno de ellos —replicó Julián—. Para serte franco, los detesto. Este asunto ha proyectado sobre ellos una luz muy desfavorable. Y cuando uno se aparta de la brillante retórica de Gerald sobre la eutanasia, se pone de manifiesto la desagradable verdad. Son una pandilla de codiciosos sin principios y sin corazón, y Esperanza Maitland es la peor de todos. En mi opinión no debería trabajar en War Office; es una mujer peligrosísima, de la peor especie criminal.

Cirilo declaró que estaba de acuerdo con él y siguieron charlando un rato; luego, al sonar las tres campanadas del reloj del vestíbulo, Julián se marchó y su hermano volvió a meterse en la cama. Pero no había acabado de acostarse cuando aquél apareció otra vez, dando muestras de nerviosismo.

—Discúlpame —dijo—, pero me temo que le ocurre algo a Arturo Hoskyn. Al pasar frente a su puerta he oído claramente un gemido de agudo dolor, y al detenerme a escuchar ha vuelto a repetirse. ¿Crees que deberíamos intervenir?

—Por cierto que no —decidió Cirilo—. Si alarmas a los demás querrán saber qué hacías paseando por la casa a las tres de la madrugada, Arturo es farmacéutico, y si está indispuesto sabrá lo que tiene que hacer. No me sorprende mucho. Comió una enormidad y bebió demasiado.

—¿Dejarás que se las arregle sólo?

—Decididamente sí. Puesto que tiene fuerza para quejarse, debe tener fuerza para llamar y pedir ayuda, si es que la necesita.

—¡Qué irónicamente trágico sería —musitó Julián— que la Providencia hubiera planeado borrar del mapa a Arturo mientras él planeaba borrar a tío Aníbal! Sería una situación digna de una tragedia clásica si mañana resultara que en lugar de nuestro tío ha sido nuestro primo quien ha ido a reunirse con sus mayores.

Pero, por primera vez en la vida, Cirilo estaba un poco harto de Julián. Tenía mucho sueño y deseaba que le dejaran solo.

—Vete a la cama —dijo con cierta brusquedad—, y deja que mañana hable él por sí solo. Nuestra decisión, supongo, es no entremeternos en nada, de modo que ten la bondad de suprimir la charla.

Asombrado y algo herido, Julián desapareció sin decir palabra. Se detuvo un momento junto a la puerta de Arturo y oyó una especie de ruido subterráneo, pero ningún indicio de extremo sufrimiento. Regresó por lo tanto a su cuarto, y su último pensamiento consciente fue preguntarse en qué habría podido contrariar a su hermano, así como su última resolución fue que, ocurriera lo que ocurriere, ninguna nube debía oscurecer jamás el mutuo cariño que se tenían.

Era una noche muy tranquila; sólo se oía el tenue y sostenido rumor de la lluvia, porque empezaba a desbordarse, como oscuras cisternas, las nubes que habían avanzado pesadamente desde el sur a la caída de la tarde.