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ALREDEDOR DE UNA SEMANA ANTES de la llegada de «los Siete», Aníbal Knott, apoyado en el brazo de Tomás Cypress, se dirigió como de costumbre a su enorme invernadero para echar un vistazo a sus plantas exóticas. Diariamente, antes de mediodía, iba hasta el espacioso local para arrancar de los árboles frutas en sazón, o comer, al iniciarse la primavera, una docena de frutillas maduras cultivadas en macetas. El recinto, tibio y agradable, no era tan grande como el que existe en los jardines de Kew, pero estaba edificado de acuerdo con sus mismas líneas majestuosas y contenía una asombrosa colección de plantas cultivadas a altas temperaturas.

—Bueno —dijo Aníbal mientras avanzaba lentamente hacia allí—, una vez más se aproxima nuestra fiesta anual, Tom. A veces me asalta la duda de si el trabajo que nos tomamos brindará a nuestros jóvenes visitantes toda la satisfacción que nos proponemos darles.

—No les deje entrever que no le divierte a usted la bulla, señor, porque podría desalentarlos —aconsejó Cypress—. Pero es natural que no sienta usted lo mismo que si fueran sus hijos y vinieran acompañados de un montón de nietos. Nada mejor que un lote de jovencitos alegres y vehementes para convertir la vida en diversión; pero «los Siete», a la edad que tienen, no están en condiciones de brincar, gritar y besarse debajo del muérdago, ni nada por el estilo.

—Evidentemente no es posible imaginarles besándose debajo del muérdago ni en cualquier otra parte —asintió Aníbal—; pero lo que dices es muy cierto. Tengo la suficiente imaginación para admitir que los hijos y los nietos añadirían interés a la fiesta de Navidad. Al que Dios no da hijos el diablo le da sobrinos; y aunque nada impide que un sobrino sea un compañero agradable, la verdad me obliga a confesar que los míos muy pocas veces añaden algo a las distracciones de mi vejez.

—La naturaleza siempre se cobra, señor —observó Tom—. Si usted hubiera llegado a enamorarse y fundar una familia, no tendría ahora estos problemas. Pero no lo hizo, y no hay remedio. Sea como fuere, conviene mirar el lado bueno de la situación; sus hijos quizá le hubieran causado más desilusiones y trabajos que satisfacciones.

—Es cierto —admitió Aníbal—. Quizá hubiera sido así. Nunca me ha pesado no tener hijos, Tom.

—A mí tampoco, señor —le aseguró su viejo amigo.

Llegaron al espacioso invernadero, donde se hallaba el jardinero jefe de Aníbal Knott en compañía de un desconocido.

La personalidad de Andrés Forbes no era atrayente. Contaba cincuenta y tres años de edad, mal llevados. Era de estructura maciza; tenía anchos los hombros y encorvada la espalda; su nariz aguileña, de gran tamaño, y la cabeza gacha, que proyectaba de forma curiosa su rostro hacia adelante, le comunicaban un extraño aspecto a pájaro. Sus marchitos párpados cubrían un par de ojos negros y penetrantes, y coronaba su frente una nívea cabellera, vertical como una cresta; de permitir la naturaleza semejante unión, cabría imaginar que el cruce de una cacatúa y un águila produciría seguramente algo parecido a Andrés Forbes. No podía decirse que su aspecto le calumniara, porque aunque estaba lejos de ser avieso y codicioso, no era cortés ni amable, salvo a los ojos de su amo. Pero Aníbal tenía la más alta opinión de él, y en su trato con su amo, que le admiraba, el jardinero jefe se presentaba bajo su mejor aspecto. Sin embargo, Cypress y otros miembros de la servidumbre recordaban muy bien la frecuencia con que la difunta señora Forbes declaraba abiertamente que Andrés nunca había sentido por ella el cariño que le inspiraba una planta tropical cualquiera; al morir, sus últimas palabras fueron para decir que se alegraba de dejarle.

En presencia de Aníbal, Forbes suavizaba el rigor lacónico de sus palabras, pero no podía modificar la aspereza de sus modales. Hablaba poco, cuando tocaba el tema de su trabajo, pero había hecho saber que después del fallecimiento del señor Knott instalaría un pequeño vivero en Seven Oaks. Tal ambición era grata al amo, que había prometido ayudarle.

—Cuando yo falte —solía decirle—, te encontrarás con una respetable suma para realizar tus planes; deberás especializarte en ejemplares como los que hemos seleccionado aquí, los que, por lo demás, estarán a tu disposición.

Se saludaron. Forbes se tocó la cresta, porque jamás usaba sombrero, y su acompañante también saludó.

—Buenos días, Andy. ¿Quién es tu amigo? —inquirió Aníbal.

—Buenos días, señor. Es mi hijo el marino, que ha venido a pasar unos días en casa antes de zarpar otra vez; le recordará si hace memoria —contestó Forbes.

—¡Claro, claro! ¡Buenos días, muchacho! Te llamas Norman.

Aníbal estrechó afablemente la mano del visitante.

—Es una suerte —dijo— que los horticultores, que no tenemos estómago de navegantes, contemos con vosotros, los marinos, para traernos lo que queremos.

Forbes interrumpió y habló como un conquistador.

—A propósito, esa Cattleya del Congo ha brotado por fin —informó, y su amo le sonrió alborozado.

—¿De veras, Andy? ¡Qué lección de ánimo y perseverancia! Has trabajado diez años en esa planta.

—No iba a dejar que la endemoniada me venciera —declaró Andrés—. Le dije una y otra vez: «¡Puedes emperrarte y emperrarte, maldita bestia, pero no te dejaré en paz hasta que florezcas!».

Cypress protestó:

—Vamos, vamos; no es modo de hablar, Forbes —reconvino con mucha suavidad, porque eran excelentes amigos.

—Aunque esté mal, eso es lo que le dije, Tom —contestó el jardinero—, y te apuesto a que me oyó.

Aníbal demostraba gran contento.

—Buenas noticias para un día gris —dijo—. Necesitaba que me alegraras, Andy, y me has alegrado. Y no es la primera vez.

—No tiene usted muy buen aspecto esta mañana —admitió Andrés—. ¿Qué desea, señor? Hay mandarinas y naranjas, una veintena de naranjas maduras que reservaba para Navidad… Hay también plátanos. Norman me decía que nunca ha visto plátanos más hermosos que los nuestros, porque en los lugares donde crecen al aire libre el viento destroza las hojas; aquí, como están bajo vidrio, no ocurre eso.

—Elígeme dos mandarinas, Andy —rogole Aníbal—, y me sentaré aquí a comerlas. Dale también algunas a Tom. Guardaremos las naranjas para Navidad. ¿Qué temperatura tenemos hoy aquí dentro?

—Veinticuatro grados.

El señor Knott se volvió hacia el marino. Norman era un hombre robusto, de treinta y cinco años, modales afables y simpáticos y ojos inteligentes. Se parecía bastante a su padre, pero no tenía el aspecto extraño de éste.

—Tal vez te interese saber, muchacho, que tu padre y Tom Cypress son mis dos amigos más íntimos, constantes y queridos —dijo el anciano—. He tenido el privilegio de conocerlos desde su infancia, porque los dos entraron de corta edad a mi servicio, y han llegado a ser, después de medio siglo, lo que puede describirse como mi mano derecha y mi mano izquierda.

Forbes gruñó y se apartó para buscar la fruta; Tom demostró el placer que le causaba tanto elogio y su rostro delgado se iluminó.

—En una época —continuó perorando Aníbal—, Forbes era un lujo para mí, y Cypress una necesidad; pero los dos me son prácticamente vitales. Lo saben, sin duda, como saben también que tienen derecho a esperar la recompensa que con toda seguridad recibirán.

El marino rió y dijo que su padre y Cypress eran hombres de suerte. Luego Forbes y su hijo se alejaron. Tom desplegó una manta sobre un asiento rústico, debajo de un frondoso helecho, y Aníbal se sentó, se quitó la gorra y examinó dos espléndidas naranjas. Ofreció a Tom la más grande y lentamente peló la suya.

—Mi buen Tom —dijo—, cuán cierto es que el mundo necesita toda clase de gente. Más de una vez he pensado que ser marino, abogado o dentista constituye el colmo de la incomodidad humana; sin embargo, estas horribles ocupaciones hallan en cada generación a seres jóvenes y entusiastas dispuestos a dedicarles su vida y a encontrar en las tareas espantosas que han elegido una forma amable de prosperar.

—Norman efectúa viajes por el río Amazonas, según me ha dado a entender —expresó Cypress—. Sigue gustándole esa vida después de veinte años de experiencia, y dice que por nada viviría en tierra de modo permanente.

—El océano me pareció muy desagradable cuando di la vuelta al mundo —declaró el anciano—. Si me hubiera tocado vivir en un continente, tal vez hubiera vuelto a viajar; pero como vivo en esta pequeña isla, decidí no afrontar jamás de nuevo la bofetada de los Siete Mares, y así lo hice. Se me ocurre que he sido algo injusto contigo, Tom, porque no te permití ver un poco de mundo cuando llegaste a la edad de desplegar alas.

—Inglaterra me basta —confesó su factotum—. Nunca sentí deseos de vagar por el mundo. ¿Cómo está su naranja?

—Deliciosa, justo a punto. ¿Y la tuya?

—A mí todas me parecen iguales —confesó Tom—. ¿No siente demasiado calor aquí? Andrés acaba de observar que no le encuentra hoy de muy buen aspecto, y usted me dijo que anoche había dormido poco.

—No estoy en un buen día, pero no es nada serio. No, no siento calor. ¡Qué me dices de esa orquídea obstinada que florece después de tantos años! Demuestra la tenacidad maravillosa de Andrés. A veces pienso que Andrés posee la extraña facultad de entender la naturaleza íntima de las plantas.

Cypress asintió con la cabeza.

—Forbes posee una mano maravillosa para las plantas —admitió—. Consigue todo con su tenacidad. Cuando estos ejemplares foráneos luchan contra él saben que han encontrado quien los domine. Si se pudiera saber lo que sienten, no aseguraría que le tienen simpatía. A mi juicio los domina por el miedo, pero pueden confiar en él.

Aníbal sonrió. Comprendía que Andrés y Tomás eran ahora íntimos amigos. Antaño, una corriente subterránea de celos había ejercido influencia en sus relaciones, pero habían procurado no poner de manifiesto este sentimiento delante de Knott, porque sabían que lo desaprobaría totalmente. Pero éste lo había descubierto y había contribuido a hacerlo desaparecer.

—No —replicó Aníbal—; Andy no las maneja por el miedo, muchacho. No se puede manejar a las plantas con métodos dictatoriales. Deben tener lo que necesitan, no lo que uno se imagina que necesitan, y sean tropicales, alpinas o frutales silvestres, si se quiere que prosperen en condiciones artificiales hay que tener paciencia, perseverancia y cariño a fin de estudiar las condiciones del lugar de procedencia y hacerles comprender que tratamos de darles un hogar lejos del hogar. Aunque Forbes les diga palabrotas y las amenace y olvide sus buenos modales, actuando a veces como un loco suelto entre ellas, no es un tirano prepotente, sino un humilde esclavo. En realidad las adora, y en sus momentos más moderados le he oído arrullar como una paloma a una dendrobia o a cualquier otra planta exótica.

Cypress se permitió una risita entrecortada.

—Daría un mes de sueldo por oír a Andy arrullar como una paloma —observó.

Su amo le alcanzó la tabaquera y la pipa, porque uno de los frecuentes deberes de Tom era preparársela.

—Sí —prosiguió el anciano, mirando a su alrededor—, mis desembolsos y el genio de mi jardinero se han combinado para crear este lugar tan excepcional y complacer a sus prósperos y bellos habitantes; también tu vigilante y paciente afecto, y no es excesivo llamarlo así, tu dedicación a mis caprichos y a mi modo de ser, tiene caracteres geniales. Sois dos hombres maravillosos, y descubriros ha sido para mí una suerte muy grande, porque cuando comparo la fidelidad y la simpatía que me demostráis con la actitud respetuosa pero fría de mis parientes, te aseguro, Tomás, que la comparación os favorece por entero.

—No le conocen tanto como yo, señor —replicó Cypress—. En cuanto a Forbes, no es de los que abren su corazón al primero que llega, y lo que encierra en él es cuestión suya, naturalmente. Nunca le he oído elogiar a un semejante, pero eso no significa que no lo haya hecho. En cuanto «a los Siete» no pretendo dar mi opinión, ni hacer creer que me son simpáticos; tienen la fea costumbre de tratarle a usted como a un mueble, pero estoy seguro de que no se dan cuenta; si no, tendrían otro comportamiento.

—Gerald Firebrace es bastante brillante —dijo el tío del actor—, pero el suyo es un brillo artificial, si me explico bien, Tom.

—Sí, señor, comprendo —aseguró Cypress—. Es indudable que en la profesión del señor Gerald es necesario ser brillante; no siendo así no se ganaría dinero en las tablas. El público no paga para ir a un teatro a aburrirse. Lo mismo puede aburrirse en su casa sin gasto alguno.

—Cuando me pongo a criticar tengo en seguida la sensación de no pisar tierra firme —confesó Aníbal—; durante las próximas fiestas trataré de ver únicamente la parte buena que tienen y pasaré por alto lo que no me agrade. Debo decir y creer que todos sin excepción tienen las mejores intenciones. Esta actitud caritativa y cristiana es la que deberíamos adoptar para con todos, especialmente en Navidad. Tendemos demasiado, Tom, a pensar en lo que los demás nos parecen, y a no reflexionar lo suficiente en lo que nosotros les pareceremos a ellos. Tal vez hay en mí cosas desalentadoras y deprimentes que anulan los mejores sentimientos de «los Siete», y acaso por eso no llego a ver a ninguno de ellos en su mejor aspecto.

—No diga eso —replicó indignado Cypress—. Serán cualquier cosa, pero no tienen un pelo de tontos. No hay nadie mejor que usted.

Aníbal rió y permaneció en silencio durante un rato; luego volvió a hablar.

—Déjame ahora, Tom, y vuelve dentro de media hora, más o menos. Deseo reflexionar.

—No, señor. Le ruego que volvamos a la casa; reflexione allí. Ya ha estado bastante tiempo rodeado de una temperatura de veinticuatro grados.

El anciano sabía que era inútil discutir; se puso de pie y ambos fueron hacia la casa. Cuando estuvo solo en su estudio, Aníbal Knott pensó en sus parientes y se le ocurrió una feliz iniciativa que agradaría seguramente a todos y contribuiría a la mayor alegría de la próxima reunión. Encendió otra pipa, se colocó las gafas de leer y fue hasta su escritorio. Después de reflexionar varios minutos sacó de un cajón su libreta de cheques y la examinó pensativamente.

«El placer —se dijo— es una añadidura de la vida que desaparece a medida que uno se hace más viejo; tal parece ser la ley natural y yo sería el último en discutirla. Sin embargo, hoy he sentido un placer verdadero e inesperado al saber que mi Cattleya del Congo está a punto de florecer cuando hace mucho que había abandonado esa esperanza. Quiero ahora considerar si sería posible crear en otros una sensación igualmente agradable. No debería existir la menor dificultad».

Y no halló dificultad alguna. A semejanza de la mayoría de los ricos, había descubierto hacía mucho que un regalo de dinero o su equivalente satisface a quienes están en condiciones de aceptarlo sin mengua de su dignidad; y puesto que él poseía mucho más de lo necesario, empleaba este medio cuando deseaba proporcionar un placer. Sus pensamientos se volvieron ahora hacia «los Siete».

«Esperarán las cien libras que reciben siempre —reflexionó—. No dárselas crearía desconcierto y desilusión, y acaso verdadera perplejidad; pero esas cien libras no son para ellos más que una cuestión de rutina que descuentan en sus cálculos debido a la larga costumbre. Saben que las recibirán. Ahora bien; si en lugar de cien libras por cabeza les regalo ciento cincuenta, o doscientas, un elemento de grata sorpresa haría que el recuerdo de nuestra reunión fuera imborrable y despertaría tal vez la gratitud y la buena voluntad de todos».

El anciano se complacía en estas consideraciones y redujo su problema a los términos más simples.

«¿Les daré ciento cincuenta o doscientas?» —se preguntó; y finalmente se decidió por la suma mayor.

«Al fin y al cabo —pensó—, mil cuatrocientas libras es poco desembolso para conseguir que durante la visita la animación general sea mayor. En todo caso, el experimento vale la pena, y tal vez no vuelva a presentarse la ocasión».

Abrió su libreta de cheques y puso en práctica su propósito. Luego introdujo los cheques en sobres separados, escribiendo en cada uno de ellos el nombre de pila del obsequiado. El día de Navidad los pondría, como era costumbre, sobre la mesa del desayuno; pero una nueva inspiración mejoró su plan.

«No —decidió Aníbal—. Los recibirán en Nochebuena, después de la comida. Así podré contar, por lo menos, con una noche alegre».

Había comprado ya los regalos de la servidumbre. Eran de poco precio, pero prácticos; también habían sido recordados los que contribuían a su comodidad: el cartero, el lechero, el repartidor de diarios y muchos otros. Al ama de llaves, María Cherry, Aníbal siempre le hacía el obsequio de veinticuatro libras, porque comprendía que ella era el eje alrededor del cual giraba la vida entera de «Las Torres». Andrés y Tomás recibían esa misma suma a título de gratificación.

El tiempo pasaba y se ultimaban los preparativos, tanto en «Las Torres» como en otras partes. Los conspiradores volvieron a encontrarse y sortearon los días en que debían actuar. Arturo Hoskyn dio a cada uno un sobrecillo blanco con la dosis de polvos letales que había preparado.

—Cuando se mezcla con cualquier líquido —explicó—, este polvo se disuelve y desaparece instantáneamente. No tiene el menor gusto, y una vez absorbido sólo podría descubrir su presencia un químico muy hábil. Pero sería indefectiblemente descubierto si se practicara una autopsia; no obstante, me inclino a esperar que la muerte apacible y sin dolores, que garantizo, no despierte la menor sospecha en la mente del doctor Runcorn. Tal vez piense, como nosotros, que, a los ochenta y cinco años, morir dormido es lo más natural y lo mejor que se podía desear a tío Aníbal, y no provoque ninguna complicación.

Por su parte, Gerald reiteró sus advertencias.

—Ahora —les dijo— estamos enterados de nuestra exacta posición. Cada cual conoce el día, empezando por Nochebuena, en que la vida de tío Aníbal estará a su merced; cuando se descubra su muerte, los sobres y su contenido deben ser instantáneamente destruidos por quienes los tengan en su poder. Hasta que triunfemos no debe mencionarse al vencedor, y conviene que todos guardemos el trozo de papel con el día en que nos tocó operar; de este modo probará sus derechos aquel de entre nosotros que luego reclame la bonificación. Si no se exige una investigación, podremos volver a casa la misma mañana del entierro, comparar datos y ver en qué estamos; pero si hay investigación tendremos, como es natural, que estar presentes y quedarnos en «Las Torres» hasta después. Si interviniese la policía sería mejor dar la impresión de que no hablamos mucho entre nosotros; debemos estar atentos y coincidir con lo que declaramos, a fin de que sean iguales las sospechas que pesen sobre todos. Sea como fuere, no existirá la menor probabilidad de prueba; por consiguiente, todo el poder de Scotland Yard no logrará encontrarla. Esto es absolutamente seguro.

Edgar Peters puso una vez más en evidencia su habitual actitud derrotista.

—Las cosas que parecen bastante sanas contienen a menudo un gusano en el cogollo —dijo—, y, de acuerdo con mi experiencia, nada es menos seguro que lo absolutamente seguro.

De regreso, mientras tomados del brazo se dirigían a la estación, los mellizos confesaron también su inquietud.

—¡Cómo nos acerca todo esto al día fatal del ajuste de cuentas! —suspiró Julián—. Sé que tampoco ha sido agradable para ti esta comida fría en compañía de Arturo y los demás.

—En ninguna ocasión me gusta la comida fría —replicó Cirilo—. Sugiere algo triste y desagradable, especialmente en pleno invierno. Pero debemos ser valientes y decididos cuando llegue el momento. Existe siempre la esperanza de que nosotros nos libremos y otros se encarguen de la cosa; pero si llegara a tocarnos a ti o a mí, la bonificación sustancial nos dará fortaleza. Debemos evitar el sentimiento, lo cual es mucho más duro para ti y para mí que para los demás. Ellos no tienen corazón y carecen por completo de sensibilidad moral.

—Lo que más me descorazona es el hecho de tener que guardar un secreto sin que tú y yo lo compartamos —explicó Julián—. Desde que nacimos, nunca, que yo sepa, hemos tenido secretos el uno para el otro; pero hasta después del suceso no debes conocer el día que me ha tocado, ni yo debo conocer el tuyo. Cuando volvamos a casa ambos leeremos los respectivos papelitos que guardamos en el bolsillo, y estaremos obligados por nuestro juramento a no revelarnos mutuamente la fecha en que nos tocará actuar.

—Así es; pero no te desalientes por eso —instó Cirilo—. Fuerza es cumplir lo prometido, y si nuestra unión psicológica, tan singular, nos revela, como es posible que suceda, el día de la actuación de uno y de otro, no tendremos culpa alguna. Esperaremos a ver qué ocurre, y mientras tanto guardaremos con mucho cuidado nuestros sobrecillos.

Un pensamiento desleal oscureció la mente de Julián, y lo expresó en voz alta.

—¿Y si tuviéramos la desgracia de perder nuestros sobrecillos? —murmuró, y Cirilo asintió con la cabeza.

—Todo es posible —repuso—. Por lo menos uno de nosotros dos podría tener la mala suerte de perderlo; pero no los dos, a mi parecer. Semejante coincidencia provocaría comentarios. No, Julián; opino que por el momento debemos ajustarnos a lo convenido. Muchas cosas pueden suceder antes de la fecha indicada.

Por su parte, Esperanza y su hermano Jorge, de vuelta en su casa, habían consultado separadamente sus tiras de papel. Era evidente que a ninguno de los dos le satisfacía la revelación obtenida; en cambio Gerald que se había dirigido al Green Room Club con el fin de borrar el recuerdo de la comida fría en casa de Arturo, mostraba su acostumbrada animación. En cuanto a los otros, no era posible adivinar los pensamientos que cruzaban por la mente del farmacéutico y del contador cuando se enteraron de la fecha en que tendrían su oportunidad; pero cualquier observador imparcial hubiera advertido que, de los dos, era Arturo Hoskyn quien demostraba mayor satisfacción.

«Los Siete» no volvieron a encontrarse hasta el día en que sus fuerzas unidas afluyeron, a la hora del té, a «Las Torres», donde recibieron una cariñosa acogida. Los mellizos llegaron juntos; Jorge y su hermana en automóvil; Gerald llevó en el suyo a Arturo. En cuanto a Edgar Peters, apareció solo y fue el último en llegar. Pasaron varias horas vaciando el equipaje e instalándose; el tío encontró a todos más austeros y preocupados que de costumbre, y se le ocurrió una ingeniosa idea para levantarles el ánimo y darles una ocupación durante la semana; esa noche, después de la comida, les comunicó lo que había planeado. Cuando estuvieron reunidos en el salón de fumar, Aníbal Knott anunció su deseo y su confianza de que «los Siete» le dieran gusto.

A menudo Gerald me ha expresado su pesar de que nunca le haya visto en las tablas —empezó a decir—; Ahora le brindaré la oportunidad de mostrar su arte. Pero todos tenéis que hacer lo posible para ayudarle. Un hombre no puede representar solo, me imagino, y vosotros seréis la compañía teatral que secundará a Gerald como principal actor. Uno de los pasatiempos favoritos de antaño consistía en representar charadas por medio de pantomimas, y quiero que todos, para darme gusto, toméis parte en una de esas charadas. Esto dará a cada uno la oportunidad de ser original y divertido dentro del límite de sus posibilidades. Estas cosas son, por supuesto, improvisadas; tendréis que elegir una palabra de tres sílabas y contar un cuento y representar escenas que coincidan con cada sílaba. Dejo a Gerald toda la inventiva; él os dará indicaciones y os dirá cómo podéis secundarle; pero ninguno de vosotros tratará de eludir su parte. Cada uno debe aparecer y representar su papel; y si la pieza que invente Gerald necesita más personajes, podemos incluir a Cypress o a una de las criadas, y aun a María Cherry. Tengo enormes deseos de presenciar este espectáculo, y espero que aceptéis y no me desilusionéis.

Gerald aplaudió calurosamente.

—¡Qué inspiración! —exclamó—. Con frecuencia hemos deseado concertarnos en alguna forma que valiera la pena para proporcionarte un placer, tío, y ahora a ti se te ha ocurrido algo estupendo. Deja todos los detalles de mi cuenta. Me encantará que tu idea resulte un éxito. Todos, estoy seguro, pensamos lo mismo.

—Nada perdemos con probar —dijo Esperanza—, pero creo que como heroína no llegaré a ser muy conmovedora.

—Seré el villano de la pieza —propuso Jorge alegremente—. Muchas veces, al ver a Gerald haciendo piruetas en el escenario, he pensado que yo podía hacerlo igualmente bien. Te sorprenderé, tío Aníbal.

—¿Y tú qué piensas, Julián? —preguntó Aníbal.

—Los mellizos interpretarán el papel de personajes perseguidos —decidió Jorge—. Un par de mellizos inquietos y desconcertados serían un tema como para morirse de risa.

—Nos prestaremos a ello con muchísimo gusto —prometió Julián—. Si Gerald inventa un argumento que nos obligue a sentirnos molestos y confusos trataremos, en lo posible, de divertiros. A decir verdad, puedo aseguraros que el solo hecho de vestir ridículamente trajes que no sean una levita bastaría para que nos sintiéramos confusos y molestos.

—Así es —apoyó Cirilo—, pero haremos cualquier cosa a fin de contribuir a la alegría de esta fecha y a la diversión de tío Aníbal.

—Podrían ser los Niños Perdidos en el Bosque —sugirió éste—. Recuerdo que en las primeras épocas victorianas una de mis hermanas fallecidas me llevó a ver una pantomima que se llamaba así. Jorge podría interpretar el papel de tío malvado. Pero dejemos los detalles a Gerald. ¿Qué opinas, Arturo?

Hoskyn se encogió de hombros.

—Si está dentro de mis capacidades el papel de saltimbanqui trataré de representarlo lo mejor posible —prometió—. Tal vez, estimulados por el deseo de agradarte, captemos el espíritu de la cosa más pronto de lo que suponemos.

—Mejor que mejor —dijo riendo el anciano—. Preveo un magnífico espectáculo. ¿Y tú, Edgar?

—Supongo que a todos, durante un rato, nos gustará fingir la modalidad de otra persona —contestó el contador—. Escapar de sí mismo cuando se les ofrece la ocasión debe ser un alivio grande para muchos actores y actrices.

Después de este melancólico punto de vista sobre el arte teatral todos guardaron silencio; luego el tío habló:

—Cuando llegaste temí que estuvieras más apesadumbrado que de costumbre, Edgar —dijo—. ¿Cómo está tu mujer? ¿Invencible como siempre en su voluntad de seguir viviendo?

—Su sobrino dio una respuesta ambigua.

—En determinadas circunstancias —suspiró— uno se pregunta por qué nos habrá sido impuesta la voluntad de vivir.

—No te lo preguntes más, querido muchacho —contestó el anciano—. La voluntad de vivir nos ha sido impuesta porque sin ella hace mucho tiempo que hubiéramos desaparecido por completo. La naturaleza decretó que la vida del hombre sería una guerra eterna contra la fatalidad y el destino. Le hizo voraz, obstinado, feroz e indigno de confianza; pero sabía perfectamente que sin una intensa y predominante pasión por seguir viviendo a toda costa, la humanidad se destruiría a sí misma y correría inevitablemente la suerte de sus monstruos primitivos, esos reptiles prehistóricos que descubrió eran un error y exterminó tan rápidamente como fue posible.

—Aunque parezca mentira, todos queremos seguir luchando en la batalla de la vida —admitió Edgar Peters.

—Ya lo creo, aunque nuestra última esperanza de triunfo se debilite —replicó Aníbal—. Por mi parte, deseo fervientemente vivir hasta los cien años, y si llego a esa edad tendré el anhelo de continuar viviendo.

Gerald lanzó a Jorge una mirada subrepticia; pero fue Esperanza quien con sus palabras puso fin al breve silencio que se produjo.

—El deseo de felicidad y el ansia de obtenerla es lo que nos determina a seguir adelante —dijo—. Todos creemos que merecemos la felicidad y que podemos alcanzarla si luchamos un poco por obtenerla. Pero la felicidad es cosa rara.

—El tema es muy difícil —declaró Aníbal Knott—. El placer ha sido siempre un gran misterio para mí; y los ideales sobre el placer una de las cosas de la humanidad que más me intrigan. Muchas veces, hasta los amigos más íntimos se asombran al descubrir el concepto diverso que uno y otro tienen del placer. Todos conocemos casos divertidos. La manía de las colecciones, por ejemplo, adopta frecuentemente las formas más absurdas. Es fácil comprender que se coleccionen objetos bellos (plantas, por ejemplo), pero recordad las monstruosidades que algunas personas acumulan con verdadera laboriosidad y entusiasmo, contribuyendo con ello sustancialmente a su felicidad. Cierta vez conocí a un hombre inteligente y simpático que coleccionaba vulgares cajas de fósforos. Tenía millares, procedentes de todas las partes del mundo civilizado donde se usan fósforos. Cuando en mi juventud realicé el viaje alrededor del mundo, yo mismo, conociendo su debilidad, le envié media docena de ejemplares del Japón. Por cierto que eran muy indecorosas; es curioso el hecho de que las naciones atrasadas son extremadamente indecorosas en lo referente a sus cajitas de fósforos. Pero dejemos eso. Considerad ahora el concepto del placer que tiene mi ama de llaves, María Cherry. Aunque durante once meses del año sus puntos de vista son razonables y tiene orden en las ideas, su goce supremo es recaer una vez por año en el «Caos y la Edad de las Tinieblas», es decir, en la limpieza anual de primavera. En las demás estaciones es tranquila, apacible y buena cristiana; pero cuando celebra el horrible rito, sus ojos brillan, su paso se agiliza, su voz cobra sonoridad, se despoja de sus años como de un vestido y se mueve en medio de la orgía como una ménade, cargando sobre sus hombros toda la pesada tarea, dirigiendo, exhortando, ordenando, desgañitándose y deleitándose ante mi total destronamiento. Desaparece el respeto; no existe la cortesía; me persigue de cuarto en cuarto. Aunque vuelo a las partes más alejadas dé la casa, ella está ahí, blandiendo algún enojoso artefacto o utensilio, y sembrando la desolación detrás de ella, mientras recorre un piso tras otro como una llama devoradora. Cuando todo ha terminado, cuando la ley y el orden, las alfombras, las cortinas, los cuadros y los muebles han vuelto a su sitio, María Cherry recobra la normalidad y renueva su existencia de dama recatada y digna, como una mariposa que vuelve a su crisálida.

Obedientemente, «los Siete» se echaron a reír, y Aníbal arrojando su cigarro, que se había apagado, tomó otro mientras su sobrina volvía a hablar.

—Uno de mis principales motivos de preocupación y fastidio —dijo— deriva de la observación de los demás y del asombro que me causa oírles expresar sus puntos de vista y advertir las horribles equivocaciones que cometen.

—Antes solía ocurrirme lo mismo —contestó Aníbal—, pero ya no es así. Si tus semejantes te irritan de esa forma, ponte en el lugar de ellos, Esperanza, y pregúntate qué harías o pensarías si estuvieras en las mismas circunstancias. De este modo, si eres sincera, descubrirás que nueve veces de diez habrías hecho lo mismo que ellos. En consecuencia, tu fastidio no tendrá ya ninguna justificación lógica.

—Es menester pedir ayuda a la razón —observó Gerald.

—Así es; y lo primero que la razón debería enseñarnos es a ser pacientes con quienes no la tienen, porque constituye la mayoría —dijo el tío—. Quienes deploran la falta de razón olvidan a menudo que sólo una fracción de la humanidad posee la maquinaria mental necesaria para ponerla en práctica. Las dotes naturales deben cultivarse sin descanso para que la razón predomine. Yo, por ejemplo, no tengo ninguna capacidad de raciocinio.

—Hay quienes desconfían por completo de la razón —observó Julián.

—Tomemos nuestro ejemplo —prosiguió Aníbal—. Yo propondría que discutiéramos como en un tribunal el pro y el contra de la razón; pero ni por un segundo pretendo tener suficiente intelecto como para respirar en las heladas cumbres de la razón pura. Desconozco la metafísica, la lógica y todas esas cosas, y estoy seguro de que vosotros no pretendéis entenderlas. Ninguno de nosotros tiene bastante cerebro para ello.

—Opino que se exagera mucho a propósito de la razón —declaró Esperanza—. Si uno se detiene a reflexionar sobre las cosas se enreda en una maraña de inercia, debilidad e incertidumbre. He visto en el War Office sufrir serios reveses a grandes soldados sólo porque se empeñaban en seguir razonando cuando se hubiera necesitado una acción inmediata.

Julián apoyó esta opinión.

—Yo también he visto muchas veces a clientes potenciales luchar entre una fuerte inclinación y los dictados del raciocinio —dijo—. Nuestro arte consiste, como les explicará Cirilo, en tener el tacto de hacer inclinar la balanza fomentando el deseo evidente, venciendo los dictados de la razón, haciendo que el impulso gane una victoria, y realizando en esta forma una venta.

—Ocurre lo mismo con las piezas de teatro —declaró Gerald—. A menudo nuestro arte consiste en crear una emoción muy intensa a fin de que la razón caiga por la borda y el corazón domine la cabeza; en esta forma ayudamos al autor a salvar lo que sería una obra absolutamente mediocre si se ofreciera a la razón la oportunidad de examinarla.

—Tal vez los cambios y desafíos de la vida venzan siempre a la razón abstracta —observó Aníbal—, y no hay duda de que los intereses creados lucharán hasta el fin contra ella. En un mundo racional, no se les permitiría existir ni un momento, a hombres como yo, por ejemplo. La razón, en un santiamén, nos barrería del mundo. Con todo, espero que después de mi muerte se vea favorecida por el calor de la preferencia humana y que tenga éxito el mundo nuevo y mejor que nazca de los esfuerzos de la razón.

—¿Me permites que haga funcionar la radio, lío? —preguntó Cirilo.

—Naturalmente, muchacho. Ese aparato debería alguna vez radiar noticias sobre un aumento de felicidad humana.

Knott decía estas palabras en una época en que se producían dificultades en Islandia, y la transmisión se refería a eso en aquel momento. Cuando las escasas noticias tocaron a su fin, preguntó por su hermana.

—Mamá está maravillosamente bien —repuso Cirilo—. Insiste en que vengamos a visitarte en Navidad, y en el fondo está encantada de verse libre de nosotros para entonces. Las fiestas de fin de año, según me ha dicho; no le gustan ni le han gustado jamás. Antes, cuando nosotros estábamos ausentes, pasaba tranquilamente esos días escribiendo cartas a sus amistades, pero ahora todas han muerto. Le divierte, sin embargo, sacar los retratos de los amigos desaparecidos y cavilar sobre ellos.

—Una forma algo melancólica de pasar la Navidad —observó Aníbal—. Ilustra mi reciente comentario de que los placeres de nuestros semejantes son un constante misterio.

Y volvió al tema, poniéndose de pie y bebiendo hasta el fin su medio whisky con soda.

—Probablemente la más pura, en todo caso la menos adulterada, forma del placer y que nadie podría poner en duda, es dar a quienes sólo pueden retribuir con gratitud —sentenció.

—Siempre hay tiempo de hacerlo en el testamento, tío —dijo sonriendo Julián; pero Aníbal le refutó:

—Lo que acabas de sugerir es vulgar y barato, muchacho —dijo—. Un testamento nunca proporciona placer. No es más que un reconocimiento de lo inevitable. Hacemos nuestros testamentos por deber, no por placer. Para muchos debe ser un proceso penoso y bastante difícil juzgar entre los merecedores y los que no merecen, o pesar la conveniencia de instituir un hogar para gatos o un hogar para perros. Nunca he oído, por cierto, que a nadie le haya divertido hacer su testamento. El solo hecho de no poder llevarse con ellos al otro mundo los tesoros que les pertenecen en éste entristece enormemente a muchos.

Cirilo cambió de tema.

—Mi madre tuvo un gusto muy grande al recibir el regalo de Navidad que le enviaste —dijo, y se volvió hacia sus primos—. Es un retrato de tío Aníbal a la edad de tres años, montado en un caballito mecedor —les explicó—, y mamá recuerda perfectamente el día en que lo llevó al fotógrafo a sacarle ese retrato. Ella sólo tenía ocho años entonces.

—Su memoria es asombrosa, y me alegra que el regalo le haya gustado —declaró Aníbal—. Espero ver alguna vez su colección de fotografías; encontré ésa, tan absurda, entre las páginas de la Biblia familiar, donde debe de haber permanecido olvidada durante más de ochenta años.

En ese momento apareció Cypress, que venía en busca de Aníbal para acompañarle a su dormitorio y ayudarlo a acostarse; y después que el dueño de casa hubo dado las buenas noches a sus parientes, «los Siete» —con excepción de Edgar Peters— se dirigieron al billar. Edgar se retiró alegando que se sentía fatigado. Julián y Cirilo jugaron al billar mientras Esperanza marcaba los tantos; Gerald se puso a estudiar el papel que le tocaba interpretar en la obra próxima a estrenarse en Londres, y Jorge sentado junto al fuego, entabló un diálogo con Arturo Hoskyn.

—La campaña empieza en serio mañana —comenzó a decir Jorge—, y sería interesantísimo saber quién disparará el primer tiro durante la Nochebuena. Esperemos que sea también el último, Arturo.

El químico manifestó su fastidio.

—¡Calla! —instó—. No hables de eso. Rompes tu compromiso con sólo mencionarlo. Todos convinimos en que no se hablaría ni una palabra del asunto hasta después de terminado. Es muy difícil en momentos como éste abrir la boca sin revelar algún detalle; deberías tener más cordura.

Jorge lo miró azorado.

—No he revelado nada —dijo.

—Sí —contestó Arturo—. Has revelado que no eres tú quien disparará mañana el primer tiro. De no ser así no te preguntarías a quién le toca. El mayor cuidado es poco. Habla de la pantomima. Por muchas razones es una excelente idea. —Se volvió hacia Gerald—: Debemos ocuparnos de ese capricho de tío Aníbal —le dijo—, la pantomima; debes pensar en ello y enseñarnos a todos cómo se hace. El viejo está interesadísimo en la representación y será un buen punto a favor nuestro demostrar que nos hemos empeñado en realizarla. Es cuestión tuya y debes darnos instrucciones sobre la interpretación, los trajes y todo lo demás.

—Lo pensaré esta noche —prometió el actor—. Una obra con disfraces lo divertiría muchísimo.

—Tal vez descubrimos que los mellizos son mejores actores que jugadores de billar —dijo Esperanza.

Porque los hermanos eran mediocres jugadores y jugaban exactamente igual. Cometían las mismas equivocaciones, erraban los mismos golpes y mostraban idéntica ignorancia de los rudimentos del juego. Tardaron una hora en completar los cien tantos, y Cirilo ganó, porque al empatar los noventa y nueve, Julián erró intencionalmente, a fin de proporcionar a su hermano el placer y el orgullo de la victoria.

Nadie más deseaba jugar, y después que Cypress les trajo refrescos y bizcochos, los primos se reunieron junto al fuego y hablaron en voz baja.

—Todo es para mejor —les aseguró Gerald—. No será necesario esforzarse mucho en la pantomima, y tal vez no haya necesidad de ningún esfuerzo si mañana por la noche le llega al pobre viejo su eutanasia. Pero si nada ocurre, podemos reunimos en el jardín de invierno el día de Navidad y decirle que hemos empezado los ensayos. También convendría enviar un pedido a un sastre de teatro londinense indicándole que nos mande pelucas, trajes de disfraz y demás, porque eso demostrará después que nuestra única preocupación era ensayar la pantomima requerida por nuestro tío.

—Lo importante es que ninguno de nosotros sea individualizado como autor del hecho —declaró Arturo—. La policía se pondrá manos a la obra y descubrirá en seguida que todos nosotros teníamos la posibilidad de apresurar fácilmente el fin de tío Aníbal. Pero es indispensable que no pueden establecer ni una sombra de connivencia. Por su bien, el ejecutor deberá evitar las impresiones digitales. No puede existir ninguna prueba que nos involucre a todos, y si se descubriera un indicio que les guiara hacia alguno de nosotros, se echarán sobre él con avidez.

Los mellizos escuchaban sin hacer ningún comentario, pero Jorge expresó una esperanza sumamente cínica y perversa:

—Yo vislumbro la posibilidad de que escapemos a las sospechas —dijo—. Recordad que al viejo le llevan a acostarse a las diez y media. Es una regla que dura desde hace años. A menudo, como se lo he oído decir a él mismo, toma una taza de leche o de caldo, o algún mejunje, antes que Cypress le deje y apague la estufa. Ahora bien: si tenemos la suerte de que este rito se cumple la noche en cuestión, la policía no dejará de ver que la posición de Tom es igual a la nuestra.

Cirilo demostró su disgusto.

—Deploro semejante insinuación —dijo—, y siento que te hayas rebajado hasta el punto de hacerla, Jorge.

Pero los tres Maitland despreciaban a los mellizos, y Esperanza intervino:

—Por el amor de Dios, no digas tonterías, Cirilo —expresó—. Trata por una vez en la vida de proceder de acuerdo con tu edad. No es necesario que salgamos al encuentro de las dificultades. Nadie desea, como es natural, que le ocurra algo desagradable a Cypress, pero menos aún deseamos, según creo, que nos ocurra algo desagradable a nosotros. No hay mal en tratar de poner obstáculos a la futura investigación y agregar el mayor número posible de personas a la lista policial.

—Es cierto —acordó Arturo—. Nada les desmoraliza tanto como saber a cuál de los sospechosos atacar primero.

Cirilo se había sonrojado al oír la reprobación de su prima y le contestó con cierta vehemencia:

—Existen grados de perfidia, Esperanza —dijo—; Julián y yo, con miras a la apacible muerte de nuestro tío en las condiciones establecidas, apoyamos este proyecto, aunque sea susceptible de otras interpretaciones; pero me parece ir demasiado lejos admitir que una persona inocente se vea involucrada en el asunto y tal vez arrestada, enjuiciada y sometida a la pena capital.

—Decididamente, sí —apoyó Julián—. El punto principal de nuestro proyecto se basa en que ninguno de los siete podemos ser condenados, y en que cualquier proceso que iniciara la policía se derrumbaría por falta de pruebas. Unidos nos mantendremos, y no pueden ahorcarnos a los siete. Tales cosas no ocurren. Pero si acusaran a Cypress…

—¡Oh, cállate y vete a la cama! —interrumpió groseramente Esperanza—. Acabad los dos de lloriquear.

Los mellizos se retiraron y Esperanza añadió:

—Sólo nos queda rezar y esperar que no les toque actuar a ellos, a ninguno de los dos, porque lo probable es que echen a perder todo el asunto. Es una lástima que hayas hecho intervenir a esos idiotas, Gerald.

—Ya es tarde para arrepentirse, pero tienes toda la razón —admitió su hermano—. Evidentemente, el golpe maestro hubiese sido proceder sin ellos y comprometerles más tarde en la cuestión. Nos hubieran sido útiles ignorando la verdad como lo son ahora; es decir, tal vez más, porque si llegaran a aplicarles una leve muestra del interrogatorio de tercer grado, los dos confesarían instantáneamente.

—Amenazan ser un peligro —asintió Arturo Hoskyn—, pero como bien dice Esperanza, no es necesario salir al encuentro de las dificultades. Me parece muy sensata la idea de comprometer a otros, si es posible. Frente a una cantidad de personas que han tenido un móvil y una oportunidad, el detective más hábil se desorienta fácilmente. Y como no es aventurado apostar que los miembros de la servidumbre, como Cypress, María Cherry y Forbes, por ejemplo, serán generosamente recordados por tío Aníbal, y que seguramente lo saben, se harán por consiguiente tan sospechosos a la policía como cualquiera de nosotros.

—En este sentido Forbes hubiera podido ser una magnífica ayuda —admitió Jorge—, porque parece un asesino y estoy seguro de que provocándole suficientemente sería capaz de matar. Pero, por desgracia, aunque tuviera un móvil, no se le presentaría la oportunidad. El personal que trabaja en el interior de la casa nos será probablemente más útil, en especial Cypress y el ama de llaves.

—La policía siempre examina el testamento de las víctimas, y en este caso podría descubrir algunos otros sujetos esperanzados en él —agregó Esperanza.

—Ahora que se han marchado esos malditos mellizos y Edgar Peters, ¿no podríamos nosotros cuatro comparar nuestras respectivas fechas? Estaríamos así en condiciones de adivinar los días correspondientes a Julián y Cirilo —sugirió Jorge.

Pero su hermano no cedió.

—No, deja las cosas como están —dijo—. La ignorancia en ese sentido es una dicha. Será mejor que ninguno de nosotros sepa, salvo el autor, quién acabó con tío Aníbal. Es decir, hasta después. Entonces quien sea, reclamará la bonificación y nos presentará la prueba fehaciente.

—Si el día de mañana ha caído en manos hábiles, la victoria coronará nuestros esfuerzos en la mañana de Navidad —concluyó Arturo.