3

GERALD FIREBRACE VIVÍA EN un modesto aunque cómodo apartamento cerca de Red Lion Square. En la tarde del domingo indicado para la conferencia, Esperanza Maitland se dirigía a reunirse con él. Se encontró con los mellizos, que vivían con su madre en las proximidades de Redhill, y siguieron andando juntos. Cirilo y Julián vestían idénticas levitas y sombreros de copa, y cada cual llevaba paraguas, de acuerdo con una invariable costumbre que prescindía del tiempo. Ambos saludaron a su prima y le pidieron datos sobre el asunto.

—Como eres hermana de Gerald, conoces seguramente más que nosotros el significado de su invitación —dijo Julián—. ¿A qué se debe esta reunión, Esperanza?

—Sé tanto como vosotros —contestó ella—. Sólo podemos estar seguros de una cosa, y es que, sea cual fuere el motivo, le concierne a él exclusivamente.

—Eso tememos —repuso Cirilo—. En una ocasión anterior, hace bastantes años, nos citó a todos, y resultó que se trataba de una especie de petición; por entonces sus finanzas andaban muy mal, y si no le proporcionábamos fondos iba a ser difícil prever los resultados.

—Lo recuerdo —dijo Esperanza—. Y recuerdo también que, como conocíamos a Gerald, nuestra respuesta fue fría. Quiso alarmarnos, y su intento fracasó. Estoy segura de que esta vez no se trata de nada semejante. Es verdad que su situación no es holgada, como no lo es la de todos nosotros, pero Gerald es perfectamente solvente.

Cirilo demostró alivio, y Julián habló.

—Es difícil imaginar un tema en el que estemos todos de acuerdo y tengamos intereses comunes —recordoles—. Nuestras ocupaciones y actividades se desarrollan en sectores muy diferentes; pero en un punto, y sólo en uno, puede decirse que coincidimos, porque es igualmente vital para todos. Me refiero, claro está, a tío Aníbal.

—Yo también he llegado a esa conclusión —dijo Esperanza—. Es casi seguro que Gerald persigue algo por ese lado. Lo ha admitido él mismo. En lo que se relaciona con ese asunto todos compartimos la misma suerte, y todos, sin duda, estamos igualmente dispuestos a cualquier cosa con tal de llegar a una definición; pero ¿qué podemos hacer? El viejo me pareció más odioso que nunca la última vez que fui a «Las Torres».

—A mí también —apoyó Julián—. Causa desaliento tanto egoísmo senil e indulgente consigo mismo… Tan absoluta incapacidad para ver la vida desde un punto de vista que no sea el propio. Sigue considerándonos la generación joven, y carece de la menor chispa de imaginación para comprender que la mayoría de nosotros estamos en el caso de «ahora o nunca». Pocas veces, creo yo, un viejo ha vivido tanto sin haber conquistado un poco de cariño o de respeto.

—Estoy completamente de acuerdo —asintió Cirilo—. Es un personaje pesado, ególatra, que ha nadado en inmerecidas riquezas y lujos toda su vida y sigue aferrado a ellos, inconscientemente del espectáculo repugnante que ofrece a todo el mundo.

—No veo, sin embargo, qué puede hacer Gerald —dijo Julián.

—Tampoco yo —repuso Esperanza—, pero no cabe duda que tiene bastante imaginación, y si ha ideado realmente algún modo de conseguir que tío Aníbal nos preste mayor atención, en la única forma en que su atención nos importa (sobre bases financieras), debe de tratarse de algún plan que nos comprende a todos. Si hubiera descubierto una estratagema exclusivamente para provecho propio, sin duda la habría puesto en práctica; pero con toda seguridad ha visto que es imposible. Tal vez necesita ayuda y nos propondrá algo tentador.

—Es de desear que así sea, pero no me parece probable —objetó Julián—. Existe, sin embargo, un terreno común en el que todos podemos encontrarnos. Coincidimos en que detestamos con toda razón a tío Aníbal, y no debe haber disimulo ni hipocresía entre nosotros en caso de que los designios de Gerald (si los tiene) pudieran incomodar al viejo.

—Claro que no —dijo Esperanza—. No necesitamos engañarnos a nosotros mismos, Julián, aun cuando halláramos alguna forma práctica y útil de engañarlo a él.

En este inexorable estado de espíritu llegaron a Red Lion Square, se encontraron allí con Jorge, hermano de Esperanza, y con Edgar Peters, el contador. Los cinco subieron, y hallaron que Arturo Hoskyn los había precedido y que ya estaba conversando con Gerald. Les esperaba una abundante merienda; como eran las cuatro y media, se sentaron a la mesa, y mientras tomaron el té, sólo hablaron de generalidades. Luego Esperanza ayudó a Gerald a levantar la mesa, y después de ofrecer cigarros y cigarrillos a sus invitados el actor se dispuso a dirigirles la palabra. Iba a abordar un tema sumamente espinoso, y lo hacía con la mayor valentía y convicción; era obvio que se proponía hablar largamente, porque tomó un fajo de papeles con notas. De pie, en actitud dramática, Gerald se pasó la mano izquierda por los cabellos, echó hacia atrás la cabeza y comenzó:

—Os agradezco mucho que hayáis aceptado mi modesta invitación —dijo— y me dediquéis una tarde dominical; pero cuanto mejor sea el día, mejor será la acción, y después que me oigáis comprenderéis, estoy seguro, que ningún móvil personal me inspiró esta reunión, sino una idea de carácter absolutamente altruista que nos involucra solamente a nosotros siete. Más aún, no pienso en nosotros.

«Me pregunto si habéis considerado alguna vez el significado de la cifra mágica ‘siete’, y la tremenda, mística fuente de poder que representa. ¡Somos siete! Muy buena señal, porque ese número encierra enorme intención y sentido. Siete los sabios de Grecia, siete los cuerpos de la alquimia, siete los campeones del cristianismo, siete las maravillas del mundo, siete los planetas, etc. Así abordamos nuestro problema bajo la égida más poderosa: siete voluntades aunadas por lazos de sangre e inspiradas, lo espero, por el mismo propósito grande y racional».

—Me parece que Wordsworth tiene un poema titulado Somos siete, —recordó uno de los mellizos.

—Me parece que sí, pero no interrumpas, Cirilo —rogó Gerald—. Déjame, por ahora, ocupar el centro del escenario.

—Discúlpame —contestó Cirilo ofendido, y su primo siguió perorando.

—Ahora bien; aunque cada uno de nosotros tiene su manera de pensar personal y definida, sus opiniones y sus reglas de conducta, me atrevo a suponer que en lo referente a nuestro tío Aníbal Knott todos vemos y pensamos igual. Ha ocupado una parte grande en nuestra vida, y es de simple sentido común incluirlo en nuestros cálculos y considerar si no ha llegado el momento de pesar nuestras respectivas situaciones y las aceptadas obligaciones que él tiene con nosotros. Debemos medir nuestra causa, por decirlo así, contra la oposición inconsciente que su existencia prolongada le presenta, y respetar el ideal excelente del mayor bien para el mayor número.

El actor hizo una pausa, peinó de nuevo sus cabellos con la mano y echó hacia atrás la cabeza con su característico gesto leonino. Luego tomó un sorbo de agua de un vaso que había colocado junto a él, y prosiguió:

—Como recordaréis, cuando Fabio luchó contra el célebre Aníbal, esperó pacientemente el momento de atacar, pero cuando llegó ese momento atacó de lleno; y nosotros, en el caso de nuestro Aníbal, hemos esperado con paciencia hasta este momento, en que, a mi juicio, deberíamos tomar la ofensiva y derrotar al viejo definitivamente… para su propio bien os suplico que me creáis. Permitidme que os esboce en líneas firmes y claras un retrato de nuestro pariente Aníbal Knott según entiendo su carácter y su actuación como también su actitud para con nosotros de la cual resulta naturalmente nuestra actitud para con él.

»Si describo a un personaje que no se parece a la idea que tenéis de él o si podéis proporcionar otros puntos de vista que yo haya pasado por alto, os ruego que me lo hagáis saber. Si recordáis otros rasgos, borrones más oscuros, o circunstancias atenuantes de su innoble historia, no vaciléis en comunicarlos para que todos los sepamos. Es posible que cada cual trace una línea más y agregue una sombra que haga más completo mi retrato. Aseguro que juzgando así al viejo soy estrictamente imparcial, porque el enterarme por mi hermana que nos consideraba a todos iguales y no permitía que ningún afecto o instinto de gratitud influyera en sus decisiones, sentí, y siento aún, que no desearía que malgastáramos en él ningún afecto erróneo ni el menor apego familiar. Todos sabemos que es hombre de poco valer. Por cierto que él mismo no vacila en admitir lo poco que ha servido a la política nacional, y ni siquiera se ha preguntado si ha servido para algo. Y podemos dar por sentado que todos nosotros, sin excepción, estamos de acuerdo en que no ha sido así.

»Constituye un ejemplo típico del hombre nacido en la opulencia, carente de todo principio o propósito elevado, que se ha contentado con vivir durante ochenta y cinco años rodeado de lujo, sin más emulación ni esfuerzo que el de un gusano dentro de una pera. ¿Estáis conmigo en esta apreciación?

Todos asintieron con la cabeza y sólo Julián habló.

—Completamente —dijo.

—Bien —declaró Gerald, y prosiguió—: Ahora echaré un breve vistazo a la carrera y luego os expondré mi proyecto. A la muerte prematura de sus padres, cuando todavía era niño, recibió una cuantiosa fortuna que fue sabiamente administrada por sus tutores. Estos, sin duda, trataron de inculcarle elevados principios, el amor al trabajo honesto y el sentido de la responsabilidad a que obliga la posesión de grandes riquezas. Pero ¿qué hizo cuando llegó a su mayoría de edad? Sus cuatro hermanas, todas mayores que él, estaban casadas; pero nuestras madres habían sido totalmente olvidadas por sus desnaturalizados padres, y el olvido sigue hiriéndonos a nosotros, sus descendientes, por culpa de él. Es cierto que tío Aníbal regaló a cada una de sus hermanas la suma de diez mil libras. Pero nada más: una despreciable gota en el tonel de sus inmensos recursos. En el caso de mi madre, que se casó con el célebre actor padre de Esperanza, de Jorge y mío, ese dinero fue gastado en llevar a la escena un melodrama, que desgraciada e inmerecidamente no atrajo al caprichoso público. Por su parte, tía Sara que aún vive, creyó realizar una inversión sabia y segura, pero Cirilo y Julián nos dirán cómo las circunstancias adversas se combinaron para hacerle perder su capital. En cuanto a tía María, que ahora se encuentra en un mundo mejor, hace mucho que nos condolimos con ella y nuestro primo Edgar cuando su esposo, Norman Peters, tentado por esta miserable suma, se adueñó de ella y desapareció, dejando a una esposa dolorida y sola la carga de educar a Edgar, y robándole a éste la protección paterna. Finalmente, en el caso de la madre de Arturo, el dinero se gastó casi por entero en remedios, curas de reposo y tratamientos terapéuticos, junto con viajes a termas y lugares de restablecimiento, costumbre en la cual persistió hasta su llorada muerte. Podemos, por lo tanto, afirmar que ni un solo penique del monstruoso capital de tío Aníbal ha llegado jamás a manos de ninguno de nosotros. Tampoco ha tenido últimamente ningún gesto material de amistad para con su única hermana viva, tía Sara.

—Ninguno —declaró Cirilo.

—Bien —prosiguió Gerald—, veo que estamos de acuerdo; ahora esbozaré brevemente nuestras respectivas carreras, dignas de encomio y no exentas de notoriedad.

—Es mejor que suprimas la charla; vamos al grano —dijo Esperanza—. Estamos perfectamente enterados de todo lo concerniente a nuestras notables carreras.

Su hermano le sonrió.

—Acaba de hablar tu mentalidad de soldado —contestole—. Mi hermana no ha servido en vano al War Office durante treinta años de esclavitud devota y leal. Seguiré su consejo, señalando únicamente un factor interesante, y demostrando como, en nuestra compleja unión, uno de nosotros aportará al objetivo común dotes y conocimientos especiales. En esta forma, una vez reunidas, nuestras diversas cualidades nos completarán, equipándonos y habilitándonos para la embestida, la invasión o el ataque frontal que más adelante indicaremos. No obstante, desapruebo esos términos militares, porque sería mucho más decoroso abordar nuestra empresa en un espíritu completamente distinto: el espíritu con que ahora paso a hablaros.

»Os ruego encarecidamente que tratéis de concentraros en el aspecto humano y piadoso del plan que voy a proponeros. Deseo que más adelante podamos todos recordarlo como algo que habla en nuestro favor. Mucho me afligiría, por cierto, si en el futuro, en algún momento, surgiera cualquiera desviada inquietud moral o sombra malsana de remordimiento en los más nobles principios».

Nadie dijo una palabra, y, después de otro sorbo de agua, Gerald abordó el asunto tomando tortuosos caminos:

—Cedamos ahora a una disposición de ánimo más blanda, y con espíritu más o menos tierno y clemente analicemos a nuestro tío Aníbal. Reconocemos que es un viejo idiota, egoísta, codicioso e incapaz; convenimos en que nada bueno ha hecho que sirva en este mundo ni en el otro, y en que debemos considerarlo un fracasado y un estorbo para todos nosotros; pero es un ser humano; sufre las humillaciones, los achaques y los dolores de la vejez; su vida, aunque a él le plazca aparentar lo contrario, es ahora una calamidad y no una bendición. Con una voluntad mejor y más benevolente del mundo, ninguno de nosotros puede desear que su vida se prolongue, por la sencilla razón de que cada año agregado a la cuenta no haría sino aumentar sus interminables dolencias mentales y físicas, como ocurre fatalmente con los octogenarios. La esperanza de toda persona inteligente debería ser la de morir antes de llegar a eso. Morir cuando su desaparición significa un beneficio substancial para los que quedan tendría que ser una simple ambición ética para cualquier hombre que ha disfrutado de la vida como de un suntuoso banquete durante un lapso mucho mayor que el concedido al común de los mortales. ¿No es, acaso, para nosotros un privilegio, más aún, un deber, ayudar a ese anciano ridículo e indigno a pasar al otro lado? Si terminara su existencia y se viera libre de la carga de años que pesa sobre sus hombros, no cabe la menor duda de que nuestras cargas personales se verían automáticamente aliviadas, nuestras posibilidades de hacer el bien sustancialmente aumentadas, y se ajustaría para fines mejores una alabanza por largo tiempo equilibrada indebidamente contra nosotros; pero no quiero que este aspecto del asunto distraiga vuestros pensamientos de la razón filantrópica y básica de nuestra reunión. Antes bien, deseo que concentréis vuestra atención en el adelanto humanitario, altruista y social que ofrece la eutanasia empleada en circunstancias debidas; en el privilegio bendito de poner fin a una existencia que la naturaleza, como un gato que juega con un ratón, prolonga hasta extraerle la última chispa de diversión que su miseria le proporciona. Pronto empleará con tío Aníbal sus crueles tretas, y no vacilo en afirmar que por algo se me ha ocurrido la idea de defraudar sus designios.

Volvió a beber, rodeado de un silencio mortal, mientras seis pares de ojos se fijaban en él con profundo interés.

—Ahora bien: no se ha dado aún a la eutanasia (la palabra misma es musical) el lugar que le corresponde. Dos médicos pueden enviar a un hombre al manicomio: diez no pueden enviarlo al cielo por muchos deseos de irse que tenga el paciente. Pero este acto bondadoso puede muy bien estar al alcance de siete personas justas resueltas a lograrlo, cueste lo que cueste. Por consiguiente, podemos imaginar que tío Aníbal no estará ya sometido a la ruina física paulatina, que ya no se verá privado de la poca dignidad que tiene, que ya no le robarán, una tras otra sus comodidades ni sus triviales placeres, que ya no lo separarán de su pipa y sus cigarros habanos ni le negarán capacidad para deambular por su jardín de invierno, su naranjal y sus invernaderos de orquídeas. Preferimos verle alejado por manos bondadosas de los males futuros; transportado en una noche a las más amplias esperanzas y recompensas de la eternidad, transportado, sin un suspiro ni miedo premonitorio, de la única existencia que ha conocido a algún bendito estado de conciencia futura que, según nos han enseñado a creer, ha de ser mejor que la vida terrestre.

»Por lo tanto, deseo orientar vuestra atención hacia las ventajas excepcionales y peculiares que la eutanasia total ofrece a tío Aníbal. Mediante su aplicación escapará a la acumulada tragedia de la existencia a los ochenta y cinco años y no beberá las heces de la copa de la vida. Él no tendrá que ocuparse de los detalles. No tendrá que tomar la atormentadora decisión; no se verá torturado por temores contradictorios o dudosas esperanzas. Nosotros tomaremos la decisión por él. Hasta el final gozará de su buena fortuna y de su contento; su fin será tan apacible como puede desearlo cualquier persona consciente. Se acostará sano y animado, en plena expectativa de un mañana egoísta e inútil. Se dormirá como de costumbre, y despertará, no como de costumbre, en otra parte. Será una eutanasia en su forma más completa, orbicular, absoluta y triunfante. Nos unimos para que nuestro anciano pariente, sin ningún preliminar doloroso —sin miedo, ni un suspiro, ni una sospecha—, pase de un sueño natural, al olvido de la muerte. Como siempre, ha referido su cuento, ha tomado su último whisky con soda, su taza de leche caliente o de caldo; se retira, se duerme, y cuando amanece un nuevo día, Cypress, con rostro demudado y voz entrecortada, anuncia que su amo ha dejado de existir. De ese modo tío Aníbal obtiene lo que sólo la muerte podía darle: un momento de dignidad. Yace en su enorme lecho con una transitoria sonrisa de contento en sus ajadas facciones. ¡Es el fin!».

Después de desplegar toda su habilidad profesional en la descripción de este dramático cuadro, Gerald hizo una brevísima pausa; luego siguió hablando rápidamente:

—Acabo de ejecutar ante vosotros, por decirlo así, el preludio de mi sinfonía, y en este punto necesito, naturalmente, saber si deseáis escuchar la obra propiamente dicha. Os advierto que para ello tendrá que haber unanimidad absoluta: de lo contrario ignoraréis el resto. No puede haber opiniones divididas ni desavenencia alguna. Somos siete o no somos nada. Una voz disidente y la empresa, en cuanto a tal, deja de existir, desaparece como las glorias de un crepúsculo otoñal. En consecuencia, os pido que, uno por uno, me digáis con absoluta claridad si estáis conmigo o contra mí. Empezaré por Julián y por Cirilo, puesto que son los mayores de nuestra pequeña reunión, y porque si ellos se oponen no necesitaremos perder más tiempo.

Gerald se apartó de la mesa desde donde había hablado a sus parientes y se dejó caer en un sillón. Encendió un cigarrillo, y la tensión de sus nervios se hizo evidente. Hasta ese momento nadie había pronunciado palabra, pero ahora, después de breves secreteos entre él y su hermano, Cirilo anunció su decisión.

—La obra maestra de buena voluntad que acabas de exponer, Gerald, se convertirá, sin duda, en una importante necesidad del sistema social del futuro —admitió—, pero por el momento seríamos pioneers abriéndonos a sangre y fuego un camino por regiones bastante dificultosas. No obtendremos aplausos con el éxito. Las personas de mala voluntad dudarán de nuestros móviles, aunque en este sentido nuestras conciencias unidas nos sirvan de apoyo y de guía. En un caso como éste no deberíamos permitir que nuestra mano izquierda supiera lo que se propone realizar nuestra derecha, y tenemos que admitir la idea de que con semejante acción no ganaremos muy buena fama.

—Es más probable que ganemos cierto paseíto después del desayuno, al amanecer —interrumpió Edgar Peters, y Gerald lo increpó duramente.

—Protesto —dijo—, y me ofende sobremanera esa observación grosera y mal pensada, Edgar. No te favorece introducir un elemento de cinismo barato en un asunto tan grave y tan solemne.

Se volvió al primero de los que habían hablado:

—Prosigue, Cirilo —rogole—; y para mejor comprensión de todos os diré que las contingencias, crudamente señaladas por Edgar, han sido cuidadosamente estudiadas por mí. He considerado profundamente no sólo lo que debemos a tío Aníbal, sino también lo que nos debemos a nosotros mismos.

—Desearíamos que nos aclararas debidamente ese punto —continuó Cirilo—. En principio no desaprobamos tu proposición, pero necesitaríamos conocerla muchísimo más antes de sancionarla y apoyarla. ¿Digo bien, Julián?

—Perfectamente bien —contestó el hermano—. Aceptando, en sentido académico, la conveniencia del procedimiento, debemos afrontar el hecho de que su realización presenta, para la mente más elemental, obstáculos numerosos y obvios. Gerald declara que está preparado para hacer frente a cada una de nuestras objeciones y que tiene la solución de cualquier problema que podamos plantearle. Si es así, muy bien; pero primero tenemos que conocer sus soluciones y estar informados de los medios con que cuenta para llevar a cabo su plan.

—¡Bien! —exclamó su primo—. Es decir, bien en cuanto a vosotros, y muy razonable. Ahora te pido tu opinión, Arturo; no necesito decirte la importancia que tiene. La situación de apariencia más compleja resulta a menudo fácil de abordar cuando se la ataca con sencillez, y si los demás apoyan este excelente comienzo, será un gran placer para mí aquietar las dudas que puedan aún persistir en lo referente a las consecuencias precisas que tendrá esta empresa para nosotros.

Arturo Hoskyn, el farmacéutico, se dirigió a ellos. Estaba visiblemente interesado, y el aspecto siniestro del tema comunicaba animación a sus facciones. Pero antes que empezara a hablar, Esperanza le hizo una breve advertencia.

—Habla sin ambages, Arturo —le rogó—, y no pierdas el tiempo en comentarios tontos sobre la eutanasia.

—Así lo haré —aceptó Arturo—. Este asunto puede encararse de dos maneras; podemos ser realistas y admitir francamente que estamos decididos a cometer un crimen penado por la ley. En tal caso debemos ser «sanguinarios, audaces y resueltos», y proceder con celeridad, concentrándonos en la previsión del peligro que resultará para nuestras vidas y nuestra libertad. O bien podemos declarar que razones humanitarias nos movieron a actuar; podemos confesar lo que hemos hecho y no guardar el secreto de la forma en que lo hicimos. Lo que debemos decidir es cuál de las dos orientaciones es la más sabia. En la primera, el fracaso significaría, casi seguramente, la pena capital; mientras que si intentamos justificar nuestra acción, la cárcel de Broadmoor podría ser la alternativa. Personalmente, no me gusta el procedimiento, pero si Gerald me convence de que obtendríamos la más absoluta impunidad después del suceso y está en condiciones de presentar un argumento para probarlo, entonces acepto. Hablando en términos legales, el aspecto más interesante del caso sería, si surgieran sospechas, el número de los sospechosos. Divididos, es probable que alguno cayera, pero unidos es muy posible que nos mantuviéramos firmes.

—Esa es exactamente mi opinión, Arturo —declaró Gerald con auténtica satisfacción—. Es fácil advertir que, como yo preveía, serás una ayuda poderosa, y no te oculto que mi instinto armoniza con el tuyo. Verás el asunto con mayor claridad si me permites continuar. Y ahora, Edgar, comunícanos tu decisión.

—La fuerza de la manada de lobos depende sin duda de la absoluta unidad de propósitos que reina entre ellos —contestó Edgar Peters—. Una manada, de bestias o de hombres, no vacilará en hacer muchas cosas que un solo animal no se atrevería a intentar. La guerra es un asesinato en masa y ninguna mancha recae sobre el héroe individual que participa en ella. Existe absoluta seguridad legal cuando grandes núcleos se mueven y operan impulsados por el mismo pensamiento. Esto, naturalmente, siempre que resulten victoriosos, Gerald nos dirá qué camino considera seguro y decidiremos si nos convence, cosa que parece poco probable; pero habiendo ido tan lejos y sabiendo que estamos de su lado, es posible que nos gane para la acción. Por lo tanto, para empezar puedo decir sin sentimentalismos que, a mi juicio, Aníbal Knott ha tenido una parte magnífica en la vida, y que ahora estaría mejor si se le borrara definitivamente del mapa. Y no necesito agregar que sería para bien de todos nosotros.

—¡Espléndido, Edgar! —exclamó Gerald—. Has expuesto el problema en breves palabras y la solución es muy satisfactoria. Hasta ahora, todos, si me permitís decirlo, habéis demostrado un vigor mental y una concentración de propósitos que no me atrevía a esperar y que me alienta sobremanera.

Se volvió hacia su hermano.

—¿Y qué nos dices tú, Jorge? —preguntó.

—La idea es excelente si consigues demostrarnos en qué forma tendríamos éxito —repuso el vendedor de automóviles—. Todos compartimos, evidentemente, la misma opinión; pero una cosa es mostrarnos la tierra prometida a través del telescopio de tu vívida imaginación, Gerald, y otra muy distinta indicarnos el camino seguro para alcanzarla. No es necesario que perdamos el tiempo tratando de blanquear nuestros móviles o pensando en lo que otros pensarían de nosotros. Imaginar lo que los demás opinan de uno es siempre, en todos los casos, muy deprimente. Sabemos muy bien lo que les encantará pensar, y eso nada importa. Lo que me interesa saber, sobre todo, es la suerte que podríamos correr después.

—Gracias, Jorge. Muy sensato; he reflexionado sobre todo eso, como pronto veréis. Y ahora, la última opinión, pero no la menos importante; ¿cuál es tu veredicto sobre mi idea, Esperanza?

—La idea es, naturalmente, muy brillante, Gerald, y a decir verdad a mí se me ha ocurrido algo parecido intermitentemente durante años —confesó su hermana—. Es probable que trabajar en el War Office endurezca el corazón, hasta el de una mujer, y haga desaparecer su más tierna sensibilidad. La eutanasia aplicada a tío Aníbal es una idea perfectamente moral y prefiero considerar que ése es nuestro objetivo y nuestra consigna. Pero, por supuesto, entre nosotros debemos reconocer que semejante argumento no tendría el menor asidero ante la ley y convendría por consiguiente, suprimirlo cuando hablemos de la forma en que procederemos. Si después que acabemos con tío Aníbal la ley descubre que fue asesinado, desearemos estar, naturalmente, fuera de cuestión y muy lejos de la escena del suceso. En lo que a mí concierne, prefiero suponer que tus planes se basan en un procedimiento que no despierte la menor sospecha de homicidio. Pero aunque creo que está más allá de tus posibilidades, estoy dispuesta a correr un riesgo razonable. Si tenéis ideas que sin ser absolutamente seguras y a prueba de investigadores ofrezcan amplias probabilidades de éxito, estoy con vosotros; un riesgo razonable no me preocupa.

—Una última observación, Gerald —agregó Arturo Hoskyn—. No fundes tu plan de acción sobre una teoría de suicidio, porque nadie ignora que eso es imposible en el caso del viejo. Existen ejemplos clásicos de culpables que por tratar de hacer creer que su víctima se había matado sólo consiguieron establecer pruebas en su contra y fracasar lamentablemente.

—Estoy de acuerdo contigo, Arturo —dijo el actor—. Mi proyecto no sigue el diseño mezquino de circunstancias ambiguas del tipo que la ley prefiere. Yo dibujo sobre una tela de gran tamaño y pinto a grandes pinceladas. La acostumbrada tarea de los indicios, coartadas, móviles, armas e impresiones digitales, toda la maquinaria corriente, podemos dejarla a la policía. La prosecución de la rutina les permite ganarse la vida, y con frecuencia tienen éxito; pero yo proyecto algo más grande, un desafío probablemente único en los anales del crimen. Ellos descubrirán indicios, móviles e impresiones digitales. Ninguno de nosotros tendrá una coartada. ¡Las pruebas afluirán al caso con tal abundancia, que la ley no podrá ver el bosque a causa de la cantidad de árboles!

—Habla de una vez, Gerald, por favor —instó Esperanza; y su hermano, poniéndose de pie, arrojó a un lado su cigarrillo y volvió a la mesa y al vaso de agua.

—Podemos ahora reanudar la exposición, y tendré el placer de entrar en detalles —dijo—. No hay tiempo que perder, porque nuestra visita de Navidad a «Las Torres» se acerca rápidamente, y porque durante los siete días que anualmente sacrificamos a tío Aníbal habrán de producirse los incidentes proyectados. ¡De nuevo se impone la cifra mágica! Llegaremos, como de costumbre, el día anterior a Nochebuena; nos marcharemos el 31 de diciembre. Entre el 24 y el 30 de diciembre se desarrollará nuestra acción, y para que no haya tropiezos, estancamientos, pérdidas de energías o choques molestos, sugiero que asignemos a cada cual uno de los siete días; el que actúe en el transcurso de esas veinticuatro horas tendrá exclusivamente en sus manos el desempeño de su campaña personal. Se me ha ocurrido una magnífica forma de establecer ese fundamental requisito. Cada uno de nosotros sabrá qué día le tocará actuar; pero únicamente el interesado. Los otros seis lo ignorarán por completo. Ninguno de nosotros conocerá jamás la forma en que fueron distribuidos los otros seis días. Cada uno de nosotros conocerá sólo aquel que le ha sido señalado para atacar la fortaleza sitiada de tío Aníbal.

—¿Y cómo vas a conseguir semejante cosa? —preguntó Jorge—. Encuentro que existe una grave objeción contra la acción dividida.

—Más adelante me ocuparé de las objeciones —replicó Gerald—. Explicaré en seguida cómo pienso lograr lo antedicho; es lo que me proponía hacer cuando me interrumpiste. Inscribiremos los siete días, cada uno en una tira de papel. A la vista de todos introduciré papelitos en un sombrero, o en cualquier recipiente. Sacaremos una por turno, y cada cual, en el mayor secreto, guardará la suya con el día que le ha tocado en suerte. Esto es importantísimo. Hay que eliminar el peligro de muchas manos que pudiesen echar a perder el guisado, y el riesgo de que los unos llegasen a trabar el camino de los otros. Este arreglo encierra otra ventaja: cuando el atacante que logre éxito haya golpeado certeramente y derribado al adversario, sólo uno de los siete sabrá quién dio ese golpe decisivo. En la mañana de un día determinado se descubrirá que Aníbal Knott ha dejado de existir. Deduciremos que la eutanasia fue puesta en práctica durante el día anterior; pero si jugamos limpio y no tratamos de unir esfuerzos para saber a quién fue asignado ese día, el autor quedará para siempre en el misterio.

—Teóricamente me parece bien —asintió Esperanza—, pero debemos contar con la naturaleza humana. Ese arreglo ofrece la oportunidad de eludir su deber al más débil de nosotros. Llegará su día y él sólo sabrá que le toca atacar al enemigo; pero ¿y si no se atreve y decide que no puede hacerlo y lo deja a los demás? Supongamos que adoptáramos todos esta mezquina línea de conducta, esperando cada cual que otro cumpla su cometido; llegaríamos al final de los siete días sin conseguir nada. Me parece muy bien que nunca sepamos cuál de los conspiradores tuvo éxito, pero haríamos el papel de tontos si, terminado el plazo, tío Aníbal continuara indemne y tuviéramos que engañamos los unos a los otros sosteniendo que hemos intentado cumplir y hemos fracasado. Sabríamos entonces que mentimos, y nos detestaríamos todavía más francamente que ahora.

—Es, más o menos, lo que iba yo a decir —manifestó Jorge apoyándola—. Si no establecemos algo preciso habrá diez probabilidades contra una de que algunos eludan su deber y dejen el trabajo a los otros. No pronuncio nombres, pero no pondría las manos en el fuego por ninguno. No podemos fiarnos los unos de los otros: somos desconfiados, y propongo concertar un plan mediante el cual nadie pueda obtener ventajas gracias al esfuerzo ajeno sin tratar de hacer algo de su parte y probar a los demás que ha sido así.

Gerald sonrió; pero nadie volvió a hablar hasta que él tomó la palabra.

—Tu franqueza es muy oportuna, Jorge —observó—, y nuestro silencio te demuestra que estamos de acuerdo. He procedido con la convicción de que una causa común nos uniría, pero tus observaciones directas, sumadas al conocimiento astuto que nuestra hermana tiene de la naturaleza humana, nos traen de vuelta a la realidad.

—¿Insinúas que con ese arreglo podemos traicionarnos mutuamente? —inquirió Arturo Hoskyn.

—Francamente, admito esa probabilidad —contestó Jorge—. Supongamos, por ejemplo, que quienes deben actuar en Nochebuena y Navidad deciden, por cobardía o consideraciones sentimentales, que no pueden acabar con el viejo en esas fechas; con ello se pierden dos días, y los apóstatas siguen tan ufanos. El resto de nosotros sabrá que dos de los siete no merecen fe, o que, por lo menos, son incapaces, y en mi opinión no debe haber razón alguna de demora. Si el asunto prosigue sin tropiezos y de acuerdo con el plan previsto, el objetivo será alcanzado el día de Navidad.

—¿Puedo hablar? —preguntó Edgar Peters, y Gerald le rogó que lo hiciera.

—Yo también pienso que lo único seguro es abordar la cosa en forma realista —declaró Edgar—. No necesitamos hacer alusiones personales, pero no podemos sin embargo dejar de reconocer que a siete personas que cometen juntas un asesinato, por loable que éste sea, no se les puede pedir que estén en desventaja las unas en relación con las otras. Esta acción nos favorecerá a todos por igual, y la responsabilidad de llevarla a cabo debe ser igual para todos; pero como sólo uno podrá realizarla, por más voluntad que en ese sentido tengan los otros, propongo que, lejos de ocultar el nombre del vencedor, lo proclamemos y recompensemos. El éxito merece una bonificación; los seis menos afortunados deberían acceder sin vacilar a otorgar al autor una suma tan importante que sea un incentivo para que cada uno de vosotros aproveche la oportunidad cuando le llegue el turno. Jorge tiene mucha razón cuando dice que habría que despachar a tío Aníbal al otro mundo la víspera de Navidad; por consiguiente, tirar a la suerte significa para nosotros una especie de lotería cuyo premio es la Nochebuena. Es necesario que no se sepa hasta después del suceso a quién le ha tocado en suerte, pero si el elegido procede con habilidad y presencia de ánimo, ganará la bonificación. Opino que la suma debe ser grande.

Gerald apoyó esta propuesta.

—Bien dicho, Edgar —aprobó—. Sólo resta decidir la parte del vencedor. ¿Qué os parece diez mil libras?

—Pongamos doce mil, para simplificar —sugirió Cirilo—. De este modo, los seis que no den el golpe final regalarán al vencedor dos mil libras después de recibir los legados.

—La idea de semejante premio podría dar valor a la mano de cualquiera —agregó Julián.

Aceptado este punto, el instigador de estas infamias prosiguió:

—Marcharemos entonces, como leales aliados, contra la fortaleza de tío Aníbal; pero un ejército tiene que estar armado y equipado, y no hay que dejar al azar la naturaleza de nuestras armas. Dentro de un instante pediré a Arturo que nos hable sobre el particular, pero si prefiere reflexionar y madurar sus ideas antes de expresarlas no tiene más que decirlo. Propongo que todos estemos armados en forma análoga, instruidos minuciosamente en el uso de nuestras armas y enterados de cómo hacerlas desaparecer cuando ya no se necesiten, para que no se las descubra o sospeche su existencia. Como luego os explicaré, esto es importantísimo. Probablemente las sospechas recaerán sobre nosotros, y debemos contar con ello, pero habrá que evitar cuidadosamente toda prueba que indique una conspiración familiar. Hablando con franqueza y sin ánimo de alarmaros, es posible, si se llegara a descubrir el convenio existente entre nosotros siete, que la ley nos considerara igualmente culpables y tomara medidas extremas colectivas. Es una suposición fantástica; pero no permitamos que tales ideas ensombrezcan nuestra mente, porque de la confusión y sospecha que crearemos resultará inevitable nuestra absoluta seguridad.

Una ola de depresión con mezcla de ansiedad siguió a estas palabras, pero volviéndose hacia su primo, Gerald intercaló una observación clara y sanguinaria:

—¿Qué te parece, Arturo? —le preguntó—. En este punto es donde debes intervenir.

—Así es —asintió el farmacéutico—, y teniendo en cuenta mi importancia en la cuestión, más adelante deseo insinuar algo relativo a honorarios. De mí depende gran parte del asunto, y hasta me atrevo a decir que sin un toxicólogo profesional como yo, no podríais dar un solo paso más.

Gerald asintió con la cabeza.

—Lo comprendo perfectamente —dijo—. No nos lanzaremos sobre «Las Torres» con cuchillos entre los dientes y revólveres en el cinto. Nuestro lema debe ser la estrategia combinada con la táctica. En lo que me concierne, como soy lego en la materia, no tengo la menor idea de lo que significan estos términos guerreros; pero estamos de acuerdo en que nuestro medio no puede ser otro que el veneno, y en que cada uno de nosotros debe ir a la batalla provisto de la dosis necesaria. Es indudable que Arturo tiene razón al decir que sin él este detalle del programa podría presentar dificultades e innecesarios peligros para nosotros. Una vez y otra vez, en estos casos, se repiten las consecuencias desagradables: se ha seguido la pista del veneno, y el asesino acaba enfrentándose con el farmacéutico que lo reconoce como comprador reciente. Prosigue, Arturo.

Hoskyn siguió hablando.

—Primero habrá que elegir el veneno que voy a emplear —dijo—, y mi principal objetivo es considerar el aspecto humano de la muerte de tío Aníbal. Debe morir; pero debe morir sin sufrimiento y sin darse cuenta. Esto es fácil de realizar, pero hay que prever lo que pasará después. El doctor Runcorn, insistirá seguramente en que se efectúe una investigación. En tal caso no escapará al análisis el envenenamiento de la víctima. Lo que ocurrirá inmediatamente después queda por verse. Por el momento sólo me preocupa la dosis en sí. Debe ser pequeña, poderosa, soluble y absolutamente sin gusto. La idea de haber ingerido algo raro no debe, ni por un instante, pasar por la mente de tío Aníbal. Como dijimos, habrá que darle la droga inmediatamente antes de que se retire, echándola en el último whisky que tome o, cuando ya esté acostado, en la leche que Cypress prepara. El momento en que abandona el salón de fumar sería evidentemente el mejor, y como uno de nosotros le sirve siempre su trago final, no habría dificultad por ese lado.

—Y también uno de nosotros siempre le sirve el café durante el desayuno —sugirió Esperanza—. Podría ser más fácil aún en ese momento.

—No —replicó Arturo—. No hay ni que pensar en eso; no podemos permitir que caiga en un profundo sopor en seguida del desayuno. Inmediatamente mandarían buscar a Runcorn, y el proceso de mi obra se vería interrumpido. Ahora bien —añadió—: os daré a cada uno un sobrecillo blanco que contendrá la receta en una pizca de polvos incoloros. Cada cual tendrá exactamente la misma dosis, que deberá llevar consigo bien escondida para utilizarla con la mayor rapidez en el momento oportuno. Sólo necesitará llevarla consigo el día que le corresponda en suerte y habrá que destruir inmediatamente los sobres restantes en cuanto se cumpla nuestro propósito. Después de cumplido, todos seremos sospechosos; nuestros cuartos serán revisados en secreto; la policía vigilará nuestros movimientos; cualquier intento de conversación se verá frustrado, o tal vez lo alentarán para escucharnos. La policía es pródiga en tretas sutiles, y deberá ser nuestro cuidado constante evitar cualquier circunstancia que puedan ponerlas en práctica.

—Acaba de hablar el perito —aprobó Gerald—; cuidarse en esos detalles será lo que confunda a Scotland Yard. Por mi parte, después de haber «despachado» a tío Aníbal, propondría insistir a fin de que Scotland Yard mandase a sus mejores inspectores. Tal actitud nos colocaría en posición muy favorable, y sería un valioso testimonio de nuestra buena fe. Analicemos la situación con que se enfrentará la policía. Llega y encuentra reunidas a siete personas, respetables y de buena reputación, celebrando las fiestas de fin de año con un pariente anciano y adinerado. Ni una sombra de conducta irregular o dudosa ha empañado jamás el nombre de ninguna de esas personas, pero de pronto todas ellas se ven estrechamente relacionadas con lo que acaso constituye un crimen de primera magnitud. Todos se declaran absolutamente inocentes, y no hay asidero para insinuar la existencia de la menor colaboración, ni para descubrir indicios de una conjuración en la cual todos resultarían igualmente culpables; pero sigue en pie el hecho de que cualquiera de los siete pudo haber cometido el crimen; las facilidades son para todos las mismas; ninguno tiene una coartada; van y vienen, rodean, por decirlo así, a su tío, lo atienden sin cesar durante la reunión de Navidad, y están todos junto a él después de la comida, en el salón de fumar, en el momento en que, según los expertos que presten testimonio, la droga ha sido probablemente administrada. Por último, la investigación demuestra que nuestras esperanzas eran exactamente las mismas y que no teníamos razones especiales para suprimir a la víctima.

»Nos interrogarán con insistencia, individualmente y por turno, pero sólo debemos aferramos a los siguientes hechos. Se descubrirá que somos una familia unida y en excelentes términos, aunque, salvo en el caso de Cirilo y Julián, no existen estrechos ni íntimos vínculos de amistad. A mi entender, nada de lo que digamos durante la investigación debe indicar la existencia de enemistad o sospechas entre nosotros. Cada cual establece su absoluta inocencia, y si le interroga sobre los demás declara que son tan incapaces como él de cometer semejante acción. Con esta solidaridad chocarán los esbirros de la ley, y salvo que el autor de la cosa proceda con mucha estupidez, no veo cómo podrían separarnos y acorralar al homicida.

—Si no hallan la menor prueba para acusar a uno en particular, es menos probable que la hallen para involucrarnos a todos —dijo Julián.

—Tal vez se convenzan de que somos inocentes y traten de atrapar a algún otro —observó Esperanza—. Sucede a menudo en la historia del crimen. Supongamos, por ejemplo, que al no obtener nada de nosotros se precipiten sobre la servidumbre y traten de probar que fue asesinado por la cocinera, el ama de llaves o Cypress.

—No temas nada de eso —aseguró el químico—. Pienso, como Gerald, que será absolutamente imposible probar nada contra ninguno de nosotros, e igualmente imposible inculpar a nadie más. La servidumbre está en el mismo caso que nosotros; tal vez cabría alegar que cualquiera de los más viejos podría ser el culpable, pero ¿quién correría el riesgo de la horca y perdería un empleo cómodo sin motivos mucho más poderosos que los existentes? Nuestro tío se lo habrá recordado seguramente a sus viejos servidores, pero ellos, y seguramente sería verdad, pueden alegar que lo ignoraban. Nada preocupa y desalienta más a la policía que ver multiplicarse a los sospechosos. Cuando recaen análogas sospechas sobre todos los que pueden estar remotamente relacionados con un crimen, la policía se descorazona y pierde la paciencia.

—Cuantos más mejor —comentó Jorge—. Ese crimen llegará, quizá, a ser el crimen perfecto de que tanto se ha hablado, y que nunca parece totalmente realizable, por lo menos en los libros.

—Técnicamente es un crimen —comentó Cirilo—, pero no es necesario insistir sobre este punto, Jorge. Debemos tener presente el motivo humano y principal que nos inspira.

—Ya es demasiado tarde para alardear de eso —replicó su primo.

—En cuanto al crimen perfecto, Jorge —dijo Arturo Hoskyn—, te equivocas completamente si crees que nunca logra buen resultado. Los grandes detectives te dirán que con frecuencia tiene éxito, y que precisamente la naturaleza de su perfección anula la posibilidad de descubrirlo o de probarlo. Es posible que agreguemos una más al número de estas obras maestras, y también que ingresemos en el grupo de los que se han hecho sospechosos a la policía para el resto de su existencia.

—Notoriedad desagradable que seguramente influirá en la futura actitud de cada uno —dijo Jorge—. No me parece que importe mucho, porque no creo que se nos ocurra insistir en una cosa semejante.

Gerald puso fin a la entrevista con las siguientes palabras:

—Hemos discutido el asunto y está bien encaminado —declaró—. Lo más admirable, a mi juicio, es su simplicidad. Casi podríamos considerarlo sin riesgo. Volveremos a reunimos para ultimar los detalles y sortear los días; pero es necesario, en lo que a esto se refiere, que seamos silenciosos como serpientes. Tú, por ejemplo, Julián, por fuerte que sea la tentación, no debes decir a Cirilo qué día te ha tocado, ni él debe decirte a ti cuándo le corresponde actuar.

Julián asintió nerviosamente.

—Comprendo —admitió—. ¿Podemos prometer eso, Cirilo?

—Lo prometo —contestó el mellizo, pero, teniendo en cuenta nuestras extraordinarias afinidades, es probable que adivinemos mutuamente los días que nos tocan.

—Hay dos cosas —observó Esperanza— que deberíamos decidir antes de separarnos, para ganar tiempo. No se relacionan directamente con el asunto, pero desearía saber algo sobre el regalo anual que nos hace tío Aníbal en Navidad. Nos dará, sin duda, un cheque de cien libras a cada uno; pero ¿será válido cuando él haya dejado de existir?

Se volvió hacia el contador.

—Serán reconocidos sin ninguna duda —afirmó Edgar Peters—. Se deducirán de la herencia.

—Esta cuestión despierta ciertos escrúpulos, ¿verdad? —suspiró Cirilo, y Gerald lo amonestó.

—Nada de tonterías, Adams —dijo con tono cortante. Cirilo le miró fijamente pero no contestó.

—El otro punto es nuestro regalo de Navidad de este año —prosiguió Esperanza—. Como estamos todos juntos podemos decirlo. No se me ocurre qué pero es necesario ofrecerle algo. A primera vista parece una espantosa inutilidad, pero considerando las circunstancias creo que este año deberíamos regalarle algo de precio.

—Tienes razón; debemos hacer eso —aprobó Jorge—. Sería tal vez una buena idea comprarle una espléndida pipa de espuma de mar para que pudiera oscurecerla. Adora dar pátina a las pipas de espuma de mar.

—Quizá convendría consultar confidencialmente a Cypress —sugirió Esperanza—. Varias veces nos ha dado excelentes ideas para obsequios de Navidad. Me parece que deberíamos regalarle algo más importante que una pipa, algo que demuestre que ha costado dinero. No es el momento de escatimar, y será mejor para después.

Discutieron el asunto durante un rato, y finalmente se decidieron por una pipa de las más valiosas.

—Y espero que el pobre viejo viva lo bastante para utilizarla —susurró Julián en un aparte con Cirilo, cuando el regalo estuvo decidido.

El grupo se disgregó, y cada cual se marchó por su lado después de fijar la fecha para sortear los días. Decidieron reunirse el domingo siguiente en casa de Arturo Hoskyn y comer con él.