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AUNQUE TAL VEZ ELLA no lo advertía, sus anhelos frustrados tuvieron, en cierto modo, la culpa de un error en la técnica que Esperanza Maitland acostumbraba emplear con Aníbal durante sus visitas. Había sufrido una desilusión demasiado amarga y permitió, inconscientemente, que su emoción se hiciera visible. Era categórica por naturaleza y carecía en absoluto del poder de simulación de su hermano el actor. No la impulsaba ya ningún sentimiento de deferencia hacia su tío, y una reavivada y franca aversión por el anciano cobró forma en manifestaciones de impaciencia. El deber habitual que prometía recompensa pasó a ser un estorbo, y Esperanza decidió que, después de la imposición anual de la visita de Navidad, Aníbal Knott no la vería en mucho tiempo. Varios ejercicios de aritmética sirvieron para alegrarla un poco, pero ante la incógnita del monto total no era posible obtener resultados positivos. La creencia general de sus sobrinos era que el capital de Aníbal llegaba por lo menos a un cuarto de millón, pero no existía fundamento serio para suponer tal cosa, y Esperanza, por su parte, la ponía muy en duda. Dividió doscientas cincuenta mil libras por siete y se vio obligada a admitir que el resultado era sustancial, pero le pareció que la misma importancia de la suma disminuía la probabilidad de que fuera cierta. De todos modos, la derrota de su dignidad y saber que su respeto y atención no habían ganado ninguna recompensa especial la tornaron más áspera de lo que ella misma se daba cuenta. Su tío no dejó de advertirlo, y preguntó a Cypress su opinión sobre lo que le parecía un fenómeno desacostumbrado.

—Creo descubrir un cambio sutil en la señorita Maitland —observó Aníbal la tercera mañana de la estancia de su sobrina, cuando Tom entró con el té y encendió la estufa—. Tal vez me equivoco, pero tengo la impresión de una falta de ánimo, de una pérdida de urbanidad, de una tendencia a pasar menos tiempo en mi compañía. La vieja disciplina militar y la vivacidad de modales no se manifiestan. Puedo, naturalmente, equivocarme. ¿Has notado algo?

—Yo diría que la señorita tiene alguna preocupación —declaró Tom—. He notado una diferencia, como usted dice, señor. Está ensimismada, y, además, un poco deprimida.

—¿Por qué habría de estar deprimida una empleada del gobierno próxima a jubilarse y que no tiene cargas que sobrellevar? —inquirió Aníbal.

—No sabría decirle. Nunca se sabe lo que piensan los demás si ellos no desean comunicarlo. ¿Será algo que usted ha revelado, señor?

—Te aseguro que no. Nada tengo que revelar, es decir, nada que pudiera resultar deprimente. Le dije algo con la intención de alegrarla; pero recuerdo que no mostró particular satisfacción cuando lo supo.

—La alegría de unos causa la desgracia de otros —observó Cypress—. Lo que a usted le parece bueno puede significar una fea sacudida para algunos. No quiero decir con esto que usted haya sacudido jamás a un hombre o a una mujer, y menos a un pariente.

—No es probable que se trate de un asunto sentimental —musitó Aníbal, y Tom meneó la cabeza.

—Nada es imposible —admitió—, y si la señorita Esperanza llegara a enamorarse es más que seguro que se sentiría furiosa; pero no está hecha para eso. Puede ser que las nubes se hayan disipado esta mañana. Hay riñones con tostadas para el desayuno.

Pero los riñones con tostadas no modificaron a la señorita Maitland. Se sentía cada vez más taciturna y experimentaba un intenso deseo de abandonar «Las Torres» y completar sus vacaciones en otra parte. Para hacerlo razonablemente necesitaba recurrir a un subterfugio, y lo puso en práctica. Dejando que Knott realizara su paseo, entró en una cabina telefónica en Seven Oaks, llamó a su hermano Jorge y le pidió que le remitiera un telegrama anunciando que estaba enfermo y que requería sus inmediatos cuidados. Tardó en presentarse ante su tío, y el telegrama la esperaba a la hora del almuerzo. Su aflicción parecía auténtica; se preparó para partir apresuradamente y se sintió aliviada.

—Jorge se empeña en salir en coches abiertos para lucirlos a posibles compradores —explicó a Aníbal—. Sale corriendo y se olvida de llevar abrigo. Ahora me avisa que está muy resfriado, y el doctor le ha ordenado que se quede en cama, así que me veo obligada a regresar en seguida.

Cypress miró el horario de trenes, halló uno conveniente, y Esperanza se marchó.

—Tienes que compensar en otra ocasión estos días perdidos —le dijo su tío al despedirse de ella—. Trasmite mis afectuosos recuerdos al querido Jorge, espero que no sea pulmonía ni nada grave.

En realidad, Jorge Maitland, cuarentón, corpulento y pelirrojo, nunca en su vida había conocido un malestar ni un dolor. Se parecía a su hermano Gerald en su actitud de independencia y despreocupación frente al mundo en general, y había buscado la prosperidad y la seguridad en muchos terrenos. En más de una ocasión sus actividades le habían puesto en peligro ante la ley; pero ahora se había corregido; se había vuelto cauteloso y más astuto que antes. Sabía todo cuanto puede saberse de automóviles, y como poseía el don misterioso de demostrar las cualidades de marcha de los vehículos, de ocultar defectos y venderlos ventajosamente, ganaba bastante en ese momento. Pero, al igual que el resto de los siete, ansiaba ávidamente su ración y deseaba que Aníbal despejara el camino.

No estaba en casa cuando llegó Esperanza, pero al regresar se mostró impaciente por conocer sus propósitos.

—Es bastante peligroso contrariar los planes del viejo —dijo Jorge—. Odia que le alteren la máquina. ¿Qué te ha pasado?

—No sospechó nada; pero tuve una especie de náusea. No sé por qué me pareció más trivial y repulsivo que de costumbre, y con el mal tiempo y los iguales y aburridos días de siempre, y sus eternas perogrulladas, y olor a tabaco, y los sofocantes invernaderos, adonde insiste en llevarla a una, y la atmósfera general, y saber que tenemos que afrontar una semana de estancia en Navidad: simplemente me harté. A veces tenía ganas de gritar, y pensé que lo más prudente era marcharme antes de hacer alguna barbaridad.

Jorge la miraba con expresión de duda. Era un hombre macizo, pletórico, con gran vigor físico y apetitos violentos. En sus ojos pequeños, color ámbar, brillaba una mirada aguda debajo de las tupidas cejas amarillas; su rostro redondo y sanguíneo y su nariz delataban al bebedor.

—No parece cosa tuya —dijo— perder los estribos. Apostaría a que ha habido algo más que la vieja rutina. ¿Qué dijo o qué hizo para que te haya parecido más desagradable que de costumbre?

Esperanza sabía que no era fácil despistar a Jorge. Este poseía un cerebro penetrante y leía el carácter con inexorable agudeza. Compartía este don con su hermano el actor, pero carecía del encanto de Gerald, de su elocuencia y de su poder de simulación.

—Bueno, me dijo algo que no sabía y que me sorprendió y me desilusionó —confesó Esperanza—. No recuerdo como surgió el tema, pero me dijo claramente que los siete estamos en el mismo plano con relación a él y que todos seremos recordados en idéntica forma. No sé qué te parecerá a ti, Jorge, pero para mí, recordando lo que he tratado de ser para él y cómo he sacrificado por lo menos quince días de mis tres semanas de vacaciones para acompañarle año tras año, la noticia me resultó bastante dolorosa.

—Muy interesante de todos modos —declaró su hermano—. Me doy cuenta de que consiguió que sintieras por él más aversión que de costumbre; pero desde mi punto de vista es bastante alentador. En la medida que al viejo zángano le es posible sentir antipatía por alguien, la siente por mí. Vencerla ha sido un esfuerzo, pero lo ha hecho en más de una ocasión; sin embargo, siempre me he considerado persona no grata para tío Aníbal. Quizá, después de todo, tenía mejor opinión de mí de lo que yo me imaginaba.

—No diría que nos cree gran cosa a ninguno de nosotros —observó su hermana—. Es como una medusa, o alguna otra criatura inconsciente… Sólo sirve para comer y dormir, y fumar y hablar. Pero su aspecto es excelente, y me dice que su médico está muy satisfecho de sus arterias y que no advierte por ahora ningún síntoma fatal, ni siquiera peligroso.

Jorge recibió con tristeza estos deprimentes e importantes datos del caso.

—No perdamos las esperanzas. Se dice que vamos a pasar un invierno horriblemente crudo. A menudo he pensado que esas salidas al aire libre después de estar en los invernaderos (con diferencias de hasta veinte grados o más) acabarán un día con él. Si estuviéramos seguros de lo que vamos a recibir se podría pedir un préstamo por adelantado; pero informarnos solamente de que todos recibiremos un legado por igual, no nos dice nada en cuanto al monto. Es capaz de dejarnos sólo un chelín.

—No haría eso; pero nuestras cien libras anuales por cabeza, que para él son una miseria, demuestran a mi entender que debe de tener mucho dinero. Gasta miles en el jardín y en la absurda cantidad de sirvientes que emplea, y si quiere algo lo compra sin fijarse en el precio.

—Es un asunto exasperante —suspiró Jorge—. Envejecemos todos mientras él parece haber alcanzado una especie de punto estático, como si el tiempo se hubiese olvidado de que aún está vivo. Debemos seguir esperanzados, siempre esperanzados; pero si va a vivir hasta los cien años, todos, para entonces, estaremos cerca de la última morada, y cuando Dios mande las nueces, nuestras mandíbulas desdentadas no podrán partirlas.

Entretanto Aníbal se preparaba para recibir al próximo visitante. Arturo Hoskyn era químico farmacéutico, viudo y sin familia. Había heredado de su padre un pequeño negocio, pero no había conseguido ampliarlo y se consideraba defraudado. Miraba el mundo a través de unos ojos grandes y melancólicos y con rostro descontento. Había llanto en su voz aguda y timbrada, y tenía una índole envidiosa, como suele ocurrir con las personas enfermizas. Pero era un químico de sentimientos refinados. Sus clientes le estimaban, y gozaba entre los médicos de alta reputación como perito de merecida confianza que nunca había vacilado en poner en duda una receta que violara las posibilidades químicas. Presentaba sus correcciones con infinito tacto, y los facultativos sabían que siempre tenía razón. Una sola afición servía para alegrar los momentos de ocio que Arturo Hoskyn se permitía. Era un toxicólogo sumamente entendido, y el veneno, con sus terribles posibilidades y peligros, despertaba siempre en él animación y buen humor. Su voz adquiría una entonación muy distinta cuando disertaba sobre la cicuta y el eléboro, la hierba mora y el cianuro de potasio. El virus y el veneno nunca dejaban de alegrarle, y, en consecuencia, Arturo seguía con el más profundo interés los actos antisociales de quienes recurrían a estas sutilezas. Un asesinato cometido con veneno, descubierto o apenas sospechado, era para él un desafío, y cuando le invitaban a asistir a un análisis o a una exhumación, su vida se tornaba durante un tiempo digna de ser vivida. Soñaba con abandonar su negocio cuando estuviera en condiciones de hacerlo, para limitar sus actividades futuras a su pasión dominante en conexión con Scotland Yard. Arturo esperaba que su tío facilitara algún día su aspiración, y compartía la impaciencia de los demás frente a la prolongada supervivencia del anciano. En momentos sombríos había pensado muchas veces cuán pequeña era la cantidad que, agregada a una taza de caldo o a un vaso de vino, hubiera bastado para lograr ese fin; pero aunque ninguna aguda aversión al procedimiento criminal caracterizaba su mentalidad, y hasta se había permitido admirar y aplaudir a algún ocasional envenenador de genio, el crimen no le tentaba, porque era de los que temen el peligro cuando están solos, pero que alcanzan considerables alturas de valor si van a la caza junto con la jauría.

Arturo Hoskyn dejó el negocio en manos de su habilísimo ayudante y llegó a Seven Oaks con la modesta maleta que abarcaba sus necesidades. Su modo de ser entristecía a Aníbal, cuyas ideas experimentaban la influencia deprimente de los puntos de vista y las apreciaciones del químico; pero el anciano había descubierto que expresando opiniones aún más desatinadas y abyectas que las de Arturo era posible, alguna veces, conseguir una reacción.

—¡Bienvenido, querido muchacho! —exclamó Aníbal cuando su sobrino surgió del automóvil enviado a la estación para traerlo; Arturo se inclinó, se quitó el algo raído sombrero hongo y estrechó en la suya la mano extendida—. Me alegra volver a verte, y con tan excelente aspecto, según puedo apreciar. ¿Qué noticias hay de Jorge? No he sabido cómo sigue.

—Ignoraba que Jorge Maitland estuviera enfermo —dijo Arturo.

—¡Oh, sí! Esperanza tuvo que marcharse apresuradamente para cuidarlo. Un enfriamiento. Pero no hay duda de que la falta de noticias significa buenas noticias. Jorge siempre me ha parecido el más conservado, físicamente, de todos vosotros.

—Es un toro —afirmó el señor Hoskyn.

—No es, sin embargo, del tipo de los que viven mucho tiempo —observó el señor Knott—. Pero todos poseéis la constitución familiar. Somos una raza de longevos, aunque sólo el tiempo dirá si alguno de vosotros, llegará a mi edad.

—Es poco probable —dijo Arturo—. Eres un ser excepcional y nunca has tenido que soportar el peso y las penurias de la jornada, tío Aníbal. Hay gran diferencia, y te lo puedo asegurar, cuando el cuerpo tiene que trabajar y la mente preocuparse durante más de medio siglo.

—No cabe la menor duda, querido muchacho —asintió el anciano—. Tú estás, creo, en los sesenta, aproximadamente, pero no los representas.

—Cincuenta y nueve, para ser exacto —replicó Arturo—. Se acerca el momento difícil.

—¡Ah! Un período peligroso. Entristece pensar cuántos hombres buenos y útiles nos dejan entre los sesenta y sesenta y cinco años, precisamente cuando son mejores y más sabios —dijo el tío—. Debes estar alerta, Arturo, tener cuidado y timonear a través de los peligrosos rápidos y no naufragar en ellos.

—Tengo pocas esperanzas de lograrlo —replicó el químico tristemente y el anciano le reprendió.

—¡Tienes tan pocas esperanzas de todo, muchacho! Pero, por nosotros debes cuidarte. Pasada la valla y cerca de los setenta, puedes llegar, como ocurrió conmigo, a una vejez bastante confortable y llevadera. Si respetamos a la naturaleza ella nos respetará a nosotros.

—Te he dicho a menudo —replicó Arturo— que el peligro que deliberadamente desafías es el envenenamiento por nicotina, y, para ser franco, te diré que me sentiría más tranquilo, en lo que te concierne, si pusieras severos límites a tu tabaco.

Aníbal Knott lanzó una nube de humo, porque en ese momento fumaba un cigarro habano.

—Entra y acompáñame a tomar el té —dijo—. Tenemos scones esta tarde, y los scones no esperan. Sería un gran placer para mí poder tranquilizarte, Arturo, pero no debes pedirme que lo haga a costa de mi único vicio.

Esa noche, durante la comida, con su habitual deseo de interesar a quienes le rodeaban y porque conocía el tema favorito de su sobrino, Aníbal aludió a un juicio por envenenamiento que ocupaba en esos días a los diarios.

—¿Consideras que la acusada es culpable de este terrible crimen? —le preguntó.

Arturo se animó.

—No —repuso—. En mi opinión, lo cometió la enfermera y no la hermana de la víctima. La enfermera, instigada sin duda por algún interés foráneo, actuó para cobrar un enorme soborno. Es muy probable que los verdaderos asesinos queden impunes y que una mujer inocente vaya a la horca. Conozco no pocos errores similares cometidos por la justicia.

—¿Nunca piensas que tu interés y estudio del crimen pueden serte nocivos? —preguntó Aníbal—. ¿Nunca, para tu descanso y tranquilidad mental, vuelves los ojos a aspectos menos angustiosos de la existencia?

—A veces he pensado hacerlo —admitió Arturo—. Ocasionalmente me digo que soy tonto al concentrarme de ese modo en los casos de envenenamiento y en los venenos en general.

—Es probable que tengas razón —asintió el anciano—, pero sospechar que eres tonto constituye un buen paso hacia el convencimiento de que lo eres; y el hecho de saber que eres tonto debería convertirse en resorte para trocarte en sabio. Deja a un lado tu malsana debilidad y vuelve tu atención hacia algo más edificante.

—Ya es demasiado tarde —suspiró el químico farmacéutico—. Estoy colocado en un pedestal bastante solitario, tío. Me dicen que sé más sobre el particular que cualquiera de mis compatriotas vivos.

—Una siniestra eminencia, querido muchacho —manifestó Aníbal, y movió la cabeza; luego se volvió hacia temas más alegres—. Sin duda, con la llegada del frío y su secuela de achaques, tu negocio cobrará su acostumbrada actividad invernal —sugirió.

—Por el momento no hay señales ni promesas de una auténtica epidemia —replicó Arturo—. Muchas veces pienso que ha sido una idiotez continuar en el negocio de mi padre.

—De nuevo te acusas de ser un tonto —protestó Aníbal—. No debes hacerlo. Hablando en general se puede decir mucho bueno de los tontos, y como me cuento entre ellos les tengo cierta ternura. He conocido a tontos que han sido la sal de la tierra. No quiero decir que te les parezcas. Eres perspicaz y hábil dentro de la esfera de tus actividades legales. Afrontas las responsabilidades de tu profesión y nadie puede insinuar que un hábil químico farmacéutico sea tonto, si no llega a cometer un error mortal. Es un oficio que puede resultar caro, y muchas vidas dependen diariamente de él.

—Los médicos —dijo Arturo— tienden cada día más a recetar los específicos de nuestros grandes químicos. Puede asegurarse que las empresas más importantes poseen ahora preparados para todas las dolencias conocidas. Mezclas patentadas, con un atractivo exterior, abundan para todas las enfermedades existentes bajo el sol, y dudo que una futura generación de facultativos sepa recetar ninguna otra cosa. Frecuentemente descubro y corrijo un error de síntesis.

—¡Cómo se hubiera regocijado tu querida madre en los dominios de los remedios patentados! —observó Aníbal—. Su mayor interés y preocupación era hacer toda clase de experimentos personales. Su intensa afición por las drogas y la física la impulsó hacia tu padre, y despertó en ella una tierna pasión cuando vio que era posible vivir en adelante bajo el techo de un químico. Debía de andar cerca de los treinta cuando se casó con Martín Hoskyn (un hombre muy simpático y culto), y, considerando la naturaleza de su debilidad, vivió hasta alcanzar una edad respetable: setenta y un años, si mal no recuerdo. Es fácil advertir, Arturo, de dónde proviene tu amor por los profilácticos, contravenenos y demás. Lo heredas ciertamente por ambos lados; de tu padre farmacéutico y de tu madre, que adoraba los remedios. Pero eran personas entusiastas y alegres. ¿Quién puede saber de dónde procede tu pesimismo y desilusión general de la existencia?

Al sobrino le pareció que en esta visita Aníbal estaba más insufrible que de costumbre, y, por su parte, el anciano caballero no recordaba haber tenido que soportar nunca a un Arturo tan deprimente. La semana transcurrió lenta y penosa, y cuando volvió a quedar solo Aníbal Knott se sintió aliviado.

—Pocas veces he pasado siete días de tan prolongada melancolía —confesó a Cypress—. ¿Notaste que el señor Hoskyn se hallaba en un estado de espíritu más malo que le costumbre?

—Más o menos como siempre, señor. Su voz suena tan tétrica como el viento en un seto invernal.

—Es lo que ahora llaman derrotista —explicó Knott—. Sus nubes nunca son de color de rosa y si lo fueran probablemente se negaría a reconocerlo. Cuando niño era malhumorado e inclinado a la introversión; de grande, a pesar de su saludable profesión y la conciencia de su habilidad excepcional, se considera un tonto, lo cual constituyo una actitud muy desmoralizadora.

—El señor Hoskyn pretende hacerlo creer —observó Cypress—. A muchos les gusta aparentar que están en inferioridad de condiciones sólo por el placer de oír que los demás le compadecen.

—Me inclino a pensar que su perniciosa afición por los venenos mortales y los sépticos en general puede tener alguna relación con su estado de ánimo —sugirió Aníbal.

—No parece una afición muy alentadora —convino Tom—. No me sentiría demasiado cómodo junto a alguien que se divierte de ese modo. Ese alguien podría sentir la tentación de probar algunos descubrimientos cuando menos se esperase. Naturalmente, el señor Arturo no haría tal cosa.

Su amo asintió con la cabeza.

—La tentación podría manifestarse. Anoche, durante la comida, me expresó su casi seguridad de que muchas muertes aparentemente naturales eran en realidad asesinatos, y me dijo que existen muchos venenos cuya presencia no se puede descubrir, después que han surtido su vil efecto. No era tema para la hora de comer y le obligué a cambiarlo; pero Arturo es absolutamente incapaz de cometer un homicidio, pese a las terribles facilidades que tiene en sus manos. Viendo la cosa desde el punto de vista psicológico, mi sobrino no podría cometer un crimen: te lo garantizo. Que yo sepa no tiene incentivo; pero aunque lo tuviera, Arturo carece de los recursos necesarios para intentarlo: inteligencia y sangre fría, o astucia y descaro.

—Tiene un corazón demasiado bueno para eso, estoy seguro —observó Tom.

—Lo espero; en realidad, estoy convencido de que así sería si se viera frente a semejante tentación —contestó Aníbal Knott—; pero resulta curioso que no sea posible atribuir a ninguno de mis sobrinos, como tampoco a mi sobrina por cierto, una índole naturalmente bondadosa.

—Un poco demasiado interesados en ellos mismos, para decirlo con bondad —aventuró Cypress.

—Tienes razón, sin duda. El egoísmo intenso excluye toda actitud comprensiva o de simpatía hacia los demás.

—Abunda como el polvo —le recordó Tom—, y me parece que eso no tiene compostura.

—La confraternidad humana continúa infinitamente remota —confesó Aníbal—. Y hablando de otra cosa, ¿qué miembro de mi familia me visitará ahora?

—El señor Julián llegará el miércoles, y luego, si yo fuera usted, señor, pediría una pausa hasta la gran fiesta de Navidad. Haría bien en tomar un descanso durante unas semanas.

—Admirable idea, Tom. Un descanso sin otra compañía que la tuya y mis orquídeas y naranjos. ¡Estupendo! Sí; Julián será, por el momento, el último de mis huéspedes. Tiene los modales corteses y conciliadores de un inspector de tienda, lo que en realidad es, si bien se mira; pero sabe escuchar, y habla menos de sí mismo que de su hermano Cirilo.

—Para apreciar a los señores mellizos en su mejor aspecto es menester verlos juntos —dijo Cypress—. Separados desmerecen un poco, porque aparte de los Grandes Almacenes Imperio, no tienen, al parecer, otro interés que el que mutuamente se profesan. Una pareja muy unida, señor, aun tratándose de mellizos.

—Así es —asintió Aníbal—. No recuerdo haber visto nunca tan notable afecto y parentesco de corazón. Son exactamente iguales en todos los aspectos concebibles; piensan igual, actúan igual, sufren simultáneamente las mismas dolencias, se restablecen al mismo tiempo, prefieren los mismos platos, comparten los mismos pasatiempos sencillos y usan la misma clase de ropa. Los primos les consideran un poco variables e inciertos en sus puntos de vista sobre el universo, pero son fieles y leales el uno con el otro, y hasta donde puedo saber, lo son también conmigo. Es indudable que comparten las normas elásticas que prevalecen en lo que se llama las «grandes finanzas», pero no en grado muy peligroso.

—Y son también buenos hijos, señor —observó Cypress.

Aníbal Knott se hallaba en ánimo de reminiscencias y reseñó la carrera de los dos sobrinos.

—En los días iniciales de los Grandes Almacenes Imperio, mi hermana Sara se enamoró de Adolfo, uno de los subdirectores de esa vasta empresa. El establecimiento no había alcanzado entonces las proporciones que conocemos, ni la fama mundial de que actualmente goza, pero, gracias en parte a la energía de Adolfo acabó por triunfar. El casamiento, considerado socialmente, fue desigual, y de haber estado vivos los padres de ella se habrían opuesto. Sus objeciones, por supuesto, no hubiesen disuadido a Sara, que era, con mucho, la más decidida de mis hermanas y poseía un carácter enérgico. Fea como todos los Knott, pero segura de sí misma en grado poco común para la época victoriana. Me dijo, cuando estuve en edad de comprender, que tratándose de un amor verdadero hablar de casamientos desiguales era una tontería, y aunque yo nunca he sabido lo que es amar estoy seguro de que tenía razón. Fue muy feliz en su vida de casada. Su marido fue ascendido y llegó a ser un distinguido miembro de la dirección. Dio a sus hijos mellizos, a quienes quería entrañablemente, una sólida educación y les procuró una situación en su importante negocio. Ninguno de los dos ha demostrado poseer las dotes del padre, pero actualmente uno y otro son jefes de sección. Así, el nombre de Adams continúa vinculado a la empresa. Son, sin duda, trabajadores, dignos de confianza y excelentes con su anciana madre. Ella ha cumplido ahora noventa y cuatro años; tendré que hacer el esfuerzo de ir a verla el año próximo, si las circunstancias lo permiten. En cuanto a Cirilo y Julián, los recuerdo como eran hace alrededor de sesenta años; dos chiquillos saltarines, pero ¡ay!, cuánto tiempo hace ya que han perdido esa agilidad.

—Uno no es aficionado a saltar después del medio siglo de vida —comentó Cypress—. ¿Cómo fue que ninguno de los dos caballeros pensara en casarse, señor?

—Lo pensaron, pero la Providencia dispuso lo contrario —replicó Aníbal—. Es una historia bastante curiosa, y yo lamenté mucho lo ocurrido, por la simple razón de que los mellizos han nacido para ser felices con buenas y alegres esposas que cuiden de ellos. Pero su paridad de gustos y similitud de puntos de vista se proyectaron sobre un mismo objeto de devoción. Se enamoraron de la misma muchacha. Era empleada del departamento de cristalería de los Grandes Almacenes Imperio, y cuando los dos cumplieron veinticinco años descubrieron simultáneamente que la felicidad dependía de la conquista del cariño de esa mujer. Siempre habían compartido todos sus secretos, y cabe suponer que discutieron su dilema con la mayor franqueza y buena voluntad. Al fin decidieron tirar a cara o cruz, puesto que no se les presentaba una solución más justa y civilizada, y Cirilo ganó. Pero por desgracia la joven en cuestión prefería secretamente a Julián, aunque siempre me he preguntado cómo podía distinguirlos y saber cuál era cuál.

—Nunca hubo dos caballeros tan idénticos —afirmó Tom—; pero el amor, sin duda, supo ver la diferencia.

—Sin duda; y cuando Cirilo ofreció su corazón y su mano, la muchacha lo rechazó; y Julián se enfureció tanto al pensar que alguna mujer en su sano juicio pudiera declinar una proposición de casamiento de su hermano, que cuando Cirilo, en un gesto varonil, aceptó la derrota y le deseó éxito, Julián categóricamente se negó a probar suerte. «¿Cómo podría desear un triunfo donde tú has fracasado? —dijo a Cirilo—. Puesto que la tonta no ha comprendido la inmensa suerte que tuvo al conquistar tu amor, he perdido por completo la consideración que pude haberle tenido». Después de eso parece que abandonaron toda idea de casarse, y su madre, que los conoce y comprende muy bien, siempre ha dicho que están mejor solteros.

Julián llegó a su debido tiempo. Tenía modales pomposos, unidos a una cortesía de antaño que pocas veces se ve en la joven generación. Hablaba cortando las palabras y con leve acento londinense; era un hombre corpulento, bien proporcionado, a quien, según se decía nadie había visto nunca, salvo su madre, en otro traje que no fuera levita. Hasta él mismo admitía que el hecho de que le vieran con cualquier otra vestimenta le causaría una sensación de inconveniencia; y Cirilo revelaba idéntica excentricidad.

Julián Adams no abrigaba el menor afecto por su tío, pero jamás dejaba de ser un huésped afable y apreciador. Poseía mucho tacto, demostraba invariable admiración y entusiasmo por los invernaderos y siempre, durante el desayuno, comía la mitad de un pomelo cultivado por Aníbal. Escuchaba pacientemente, durante horas, disertaciones sobre los citrus, especialidad en la cual Knott era experto. Además, como Julián dirigía el departamento de cigarros y cigarrillos de los Grandes Almacenes Imperio, Knott podía también explayarse sobre este tema. Sin embargo, no era cliente de Julián, cosa que el sobrino siempre deploraba pero estaba dispuesto a perdonar, reconociendo que si una firma ha servido bien a un cliente durante setenta años, sería ingratitud cambiar y hacer sus compras en otra.

Con excepción de estos temas, el visitante hablaba siempre de su hermano, pero nunca de sí mismo, y Aníbal había advertido en Cirilo una tendencia análoga. Cada uno de los mellizos vivía pendiente de la felicidad del otro. En ese momento Julián esperaba con alguna impaciencia un telegrama, y explicó la razón durante la comida, la noche de su llegada.

—Hace tres días —dijo— me sacaron una de las muelas del juicio, porque mi dentista declaró que había llegado el momento de deshacerse de ella. No necesito decirte que Cirilo tenía una caries en la misma muela y que hoy fue a extraérsela. Nos pusimos de acuerdo en que me avisaría tan pronto como hubiera pasado el mal rato; no estoy realmente preocupado, porque yo soporté bien la operación, pero me intriga que no haya enviado un telegrama.

Entonces Cypress intervino.

—El telegrama llegó una hora antes que usted, señor Julián —dijo—. Lo puse sobre la repisa de la chimenea de su dormitorio para que no dejara de verlo.

—Pues no lo he visto —contestó Julián—. ¿Podría ir alguien a buscarlo, tío?

El telegrama decía que Cirilo había sufrido poco y que volvería a sus tareas al día siguiente.

Aníbal Knott expresó su enhorabuena y cambió el tema de la conversación.

—Durante las comidas no me agradan mucho las referencias a malestares físicos —dijo—, pero tus noticias son buenas.

Luego se puso a hablar de sus naranjos.

—Algunos detalles de mis citrus te interesarán, Julián —comenzó a decir—. Esa variedad singular de naranja llamada Dedo de Buda está en flor, y podemos contar con algunos excelentes ejemplares para dentro de poco. Debería mandar el árbol a la Exposición de Verano que la Real Sociedad de Horticultura realizará en Chelsea el año próximo, pero ocasiona demasiadas molestias y gastos. Forbes desea que lo haga y, por supuesto, que lo mande a él. Sería indudablemente sensacional, pero detesto causar sensación.

Julián preguntó por los pomelos.

—Andan muy bien, pero esta vez tendrás que privarte de tomar uno de los de casa —dijo Aníbal—. Hay abundante fruta, pero ninguna está todavía a punto.

Aunque encantado de oír la noticia, Julián fingió desilusión.

—Siempre sostengo que los tuyos tienen un gusto completamente distinto de los importados —afirmó—. Un sabor peculiar y tónico.

—Es muy cierto —dijo el anciano—. Lo he notado yo también. ¿Cómo está tu madre?

—Espléndida. Las nuevas gafas le han devuelto el buen humor al mismo tiempo que la vista —contestó Julián—. Lee con fruición novelas modernas, y las comenta libremente. A veces pienso que tiende a exagerar un poquito las dosis de estimulante alcohólico; pero a su edad no puedo, naturalmente ni insinuar semejante cosa.

—Aunque lo insinuaras no surtiría el menor efecto —aseguró Aníbal—. La férrea voluntad de Sara sólo morirá con ella.

—Nunca piensa en el más allá; y uno siente que ya sería tiempo de que lo hiciera —suspiró Julián—. ¿Crees que debería recordárselo?

—Ciertamente que no —declaró el tío—. Recibirías una buena reprimenda si intentaras semejante cosa. Tu madre afirmaba siempre, y no sin razón, que cuando una mujer se comporta como una dama en este mundo no debe temer lo que pueda ocurrirle en el otro. Nunca le oí manifestar la menor preocupación por su suerte futura; y por cierto que más de una vez ha demostrado no sólo indiferencia, sino dudas sobre la existencia del más allá. Es mejor no tocar el tema. Ahora cuéntame qué has hecho durante tus vacaciones veraniegas.

—Fuimos a Italia. Cirilo abrigaba desde hacía mucho tiempo la esperanza de ver trabajar a los famosos obreros del cristal veneciano. Como sabes, es un notable experto en cristalería. De modo que pasamos juntos quince días en Venecia.

—Sí, sí; ahora recuerdo: me lo contasteis cuando volvisteis. Voy recordando poco a poco; casi naufragasteis en un canal por culpa de un gondolero borracho. Temo que mi memoria se esté debilitando, Julián.

—Tienes una memoria estupenda —replicó el sobrino—. Con frecuencia me asombra advertir lo clara que sigue siendo tu visión del pasado.

—A mi edad los recuerdos se empujan entre sí —explicó Aníbal—, y los menos importantes se van arrinconando. Prueba un plátano. Son cultivados por mí; pero no puede negarse que, por maduros que estén, a mis plátanos británicos les falta el sabor y la suculencia de los importados de las Indias Occidentales o de las Islas Canarias. Parece que saben, de algún modo misterioso, que son foráneos, extranjeros en un país desconocido.

—Son malos hasta los mejores —declaró Julián—. Prefiero un buen durazno cultivado en casa, o un melón.

—Los plátanos no son malos, querido muchacho —replicó el anciano, que tenía la fastidiosa costumbre de tomar las palabras al pie de la letra—. Mañana comerás un melón y te garantizo su absoluta excelencia. Pero nunca apliques cualidades humanas a un objeto de vida inconsciente, animal o vegetal. Sólo el hombre es malo, y con demasiada frecuencia.

Ante esta insinuación, Julián citó algunos ejemplares de malversaciones de fondos en los Grandes Almacenes Imperio.

—Los peores transgresores son latinos —dijo. En este sentido se destacan los proveedores italianos. Nuestras consignaciones de comestibles y vinos de Italia llegan invariablemente con deficiencias de peso o cantidad, y cuando escribimos protestando, la respuesta es siempre la misma: los robos deben de haber sido cometidos en el camino. En cuanto a nosotros, los italianos nos parecieron encantadores y atentos cuando estuvimos allá, pero en los negocios no inspiran confianza.

—Poseer una apariencia sospechosa es a menudo un accidente —dijo Aníbal—. Tu primo Gerald aparenta tener un espíritu abierto, amable y auténtico, y sin embargo me inclinaría a sospechar que detrás de su afabilidad y de su tono sincero esconde una naturaleza algo torcida, disimulada por el arte del actor. Por el contrario, tú y Cirilo, aunque no dudo que seáis el honor personificado y estéis por encima de toda sospecha, andáis por la vida con, ¿cómo diría?, con cierta furtiva mirada de soslayo, con clandestina cautela al dar el paso, con aire de ocultar vuestros íntimos pensamientos. Probablemente es una modalidad adquirida en el recorrido de la tienda; pero es así.

Julián se sonrojó y demostró un pasajero fastidio que logró dominar rápidamente. Rió sin alegría y replicó:

—Estoy completamente de acuerdo contigo en lo referente a Gerald Firebrace. No puede encender un cigarrillo o sentarse en una silla sin dramatizar el gesto. El hombre verdadero (si es que podemos llamarlo hombre) se halla oculto debajo de lo que tú seguramente denominarías intenso instinto teatral. Tanto Cirilo como yo experimentamos franca aversión por Gerald y desconfiamos de él. En cuanto a nosotros, no había notado que manifestáramos una manera de ser clandestina o cautelosa, y estoy seguro de que Cirilo se sentiría tan herido como yo si conociera tu desfavorable opinión.

Estaban en ese momento en el salón de fumar, y Aníbal replicó:

—Toma un coñac, enciende un cigarro y no seas ridículo, Julián. Siempre he tenido la más alta opinión de Cirilo y de ti. Os nombré sólo como un ejemplo de apariencias engañosas y en ningún momento quise sugerir que fuerais aficionados al engaño. Pero te daré un consejo confidencial, muchacho. No sientas franca aversión por Gerald; no sientas franca aversión por nadie. Somos pocos los que no tenemos algunas buenas cualidades ocultas, aunque quizá, por desgracia, demostramos lo contrario. Decimos repetidamente a este hombre o a aquella mujer que él o ella se presentan desfavorablemente a los ojos de los demás, y lo mismo puede ocurrir en el caso de Gerald. En una crisis, frente a un verdadero problema, tal vez se quitaría su armadura teatral y apareciera como realmente es. No es posible, por supuesto, conocer su verdadera naturaleza, pero concédele el beneficio de la duda y, como nuestra ley inglesa, créele inocente hasta que aparezca una prueba en contra.

Pero Julián se negó a conceder a Gerald el beneficio de la duda.

—Cirilo y yo —dijo— somos muy buenos conocedores del carácter. No se puede estar en una importante tienda viendo a hombres y mujeres de toda clase y condición sin adquirir dicho conocimiento, y te aseguro que Gerald es transparente para nosotros. No hay dos opiniones sobre las personas de su tipo. He oído a su hermano Jorge y a su hermana Esperanza admitirlo francamente. No confiarían en él para nada, y yo me atrevería a afirmar que detrás del escenario se ha visto frente a muchas crisis y verdaderos problemas que han requerido todo su ingenio para salir del paso. Ni Cirilo ni yo juzgamos jamás a nadie, pero somos perspicaces y observadores como lo exigen nuestros deberes profesionales.

—Nada me fatiga más que cualquier insinuación de desavenencia familiar, por pequeña que sea —repuso Aníbal—, y puedo decirte, Julián, que ya he notado con pesar que no hay entre vosotros la unión, la simpatía y la cohesión que me agradaría ver. El hecho de que el hermano y la hermana se nieguen a descubrir las mejores condiciones de Gerald o, al menos, a conceder que pueden existir, es una sorpresa desagradable para mí, porque nunca he advertido en ellos un defecto de esa clase. Nuestra reunión se aproxima y espero que ninguna nube ensombrezca la que posiblemente será mi última Navidad sobre la tierra.

—Puedes estar seguro de que ninguna nube oscurecerá este techo sin nubes, tío Aníbal —prometió Julián, consciente de que había llevado demasiado lejos la manifestación de su antipatía personal—. Siempre nos dices la palabra sabia a nosotros, que somos más jóvenes, y lo tendré presente para no albergar pensamientos poco bondadosos sobre Gerald. Y cuando Cirilo oiga lo que has dicho, él también, con toda seguridad, rechazará su desconfianza.

Knott asintió la cabeza.

—Bien —contestó—. Sabemos muy poco los unos de los otros, pero está en nuestras manos creer lo mejor y mantener un criterio amplio.

Aconteció que el objeto de esta discusión se presentó en «Las Torres» el día anterior al que daría fin a la visita de Julián. Gerald, de paso para Londres, llegó en su automóvil y explicó que no podía pasar por Seven Oaks sin saludar a su tío. Ocultó la desilusión que le causaba ver a Julián instalado allí, le saludó cordialmente y se ofreció a llevarle de vuelta a Londres, si así lo deseaba. Pero su primo rehusó.

—Mi visita no termina hasta mañana —dijo.

—En cuanto a mí, llevé hoy temprano a un amigo hasta Folkestone —explicó Gerald—, y tuvimos un viaje muy agradable. Me propongo comer contigo, tío, si no incomodo, y regresar a la ciudad después, a la luz de la luna.

—Encantado —repuso Aníbal, que se alegraba de verlo—. Puesto que por el momento no trabajas, ¿por qué no te quedas a dormir? Así puedes llevar a Julián de vuelta mañana.

Gerald dijo que estaba descansando antes de los ensayos de una nueva obra que comenzarían varias semanas más tarde.

—Y necesito reposo —aseguró—. Pienso con placer en la Navidad que pasaremos juntos este año. Volveré después al trabajo como un gigante que ha recobrado nuevo vigor.

Consintió en quedarse hasta el día siguiente e introdujo un tono alegre y despreocupado en la conversación. Era un hombre de espléndida figura, delgado, grácil, apuesto y de aspecto juvenil, completamente distinto a su hermano Jorge. Movía sus ojos de color castaño y gesticulaba, haciendo ademanes con sus bellas manos y encogiendo los hombros a la manera francesa. Después de la reciente conversación con Aníbal, Julián se sentía obligado a respetar su promesa de enmienda y demostraba una especie de endeble afabilidad hacia el actor, que éste devolvía con la misma moneda. Le sorprendía cualquier manifestación amistosa procedente de uno u otro de los mellizos, porque detestaba tanto a Julián como a Cirilo, y comprendía que ellos también le detestaban a él. No obstante, se alegró de encontrar esa inesperada actitud afectuosa, porque se acercaba el momento en que expondría a los primos ciertos proyectos de extraordinaria importancia, y era vital que todos, por una vez, estuvieran unidos.

—¿Y cuándo vuelves a actuar, muchacho? —preguntó Aníbal al sentarse a la mesa.

—Los ensayos comienzan después de Navidad, tío —respondió Gerald—, y aunque estoy al tanto de las obras nuevas no vacilo en afirmar que pocas veces he leído un drama tan bello y emocionante. Es un éxito seguro.

—¿Te satisface tu parte? —inquirió el anciano.

—¡Ay! ¿Quién puede decir que le satisface su parte, en el teatro o en la vida real? —replicó el artista—. Pero, como sostengo siempre, el perfecto actor debe saber extraer en todo momento mucho de poco. Veo una oportunidad de crear algo original, si el autor está de acuerdo conmigo. Algunos escritores teatrales comprenden la importancia que tenemos para ellos y poseen la sabiduría de utilizar nuestra ayuda; otros se muestran celosos, prefieren sus propias nociones estereotipadas de un personaje, y no aceptan las sugerencias creadoras que pudiéramos ofrecerles. En más de una ocasión he visto a un elenco brillante salvar del desastre más completo a una obra y a su autor.

—Muy interesante —comentó Aníbal, y Gerald meneó la cabeza.

—Siento mucho que nunca me hayas visto interpretar un papel —dijo.

—¿Alguien acaso te ha visto hacer otra cosa? —preguntó Julián, y su tío rió de buena gana, mientras Gerald sonreía a su primo.

—Es lo más próximo al humorismo que recuerdo de ti, viejo —dijo—. Veo que las cosas mejoran.

Aníbal seguía celebrando con deleite la ingeniosa observación de su sobrino, y Julián, que muchas veces deseaba decir cosas brillantes y agudas y casi nunca lo conseguía, se sintió triunfante.

—Existe una tendencia a dejarse influir inconscientemente por el ambiente que se frecuenta, pero yo, a decir verdad, siempre procuro evitar las actitudes teatrales fuera del teatro —explicó Gerald, dirigiendo una mirada tolerante a su primo—. Tú, por ejemplo, Julián, caminas con una especie de paso de procesión propio de un jefe de Sección de los Grandes Almacenes Imperio, pero ridículo en otro lugar. No perteneces al tipo de los que integran procesiones solemnes, y se necesita algo más que una levita para crear una personalidad.

De nuevo el tío rió al oír esta réplica, y esperó que, a su vez, Julián lanzara otra flecha; pero el mellizo había disparado la suya y no se le ocurría nada en respuesta; mientras tanto, Gerald sostenía su tono burlón y jovial. Nunca refería cuentos arriesgados relativos a sus colegas porque sabía que a Aníbal le disgustaban. Pero charló animadamente, imitó a otros actores, sin que los dos componentes de su auditorio pudieran apreciar sus dotes porque no habían visto a los originales, y luego, cuando pasaron al salón de fumar, parodió con tanta perfección la dicción y la personalidad de Cypress que, por tercera vez en esa alegre velada, Knott tuvo convulsiones de risa.

—¡Tom en carne y hueso! —exclamó entrecortadamente—. ¿Cómo haces, muchacho? Imita ahora a Julián. Ignoraba completamente que poseyeras este don.

Pero Gerald se negó a imitar a Julián.

—Él y Cirilo son inimitables, tío —declaró—. Así como eres inimitable tú. Es fácil imitar a ciertas personas, mientras que otras no se prestan en absoluto, y algunas por su dignidad y calidad rechazan la menor caricatura.

—Apuesto a que sin embargo me has imitado muchas veces a mis espaldas —dijo Aníbal. Esto era muy cierto y Julián lo sabía pero no deseaba medir nuevamente sus armas con su primo.

A la mañana siguiente aceptó que Gerald le llevara a Londres, porque éste insistió en hacerlo y le dijo que tenía algo importante que comunicarle.

—Ver a uno de vosotros es veros a los dos —observó—, y tú puedes informar a Cirilo, quien con toda seguridad, seguirá tu misma línea de conducta; se trata de lo que podríamos llamar el prólogo o la introducción de algo enormemente significativo para todos nosotros. Por lo menos así me parece.

Mientras rodaban de vuelta a Londres, el actor reveló sus deseos. Eran sencillos aunque misteriosos, porque el hecho de que Gerald, que evidentemente tomaba tan poco en cuenta a todos sus primos, desease ahora entrevistarse y conferenciar con ellos, implicaba algún singular cambio en sus puntos de vista, y ese cambio estaba fuera del alcance del poder de adivinación y de la inteligencia de Julián.

—Demasiado bien sé, querido primo, que nosotros los siete, no somos lo que puede llamarse un grupo unido —comenzó a decir Firebrace—. Pero estoy seguro de que no existe entre nosotros la menor sombra de odio o animosidad. ¿Por qué habría de existir? Somos miembros respetables de la sociedad, ocupados todos en nuestras respectivas tareas, cumplidas de acuerdo con nuestra capacidad, y todos profundamente interesados en nuestro tío Aníbal, aunque no profundamente encariñados con él.

—No necesitas simular nada —replicó Julián—. Entre nosotros no habría razón para ello. Tío Aníbal representa, como dices, un objeto común de interés para nosotros; pero ninguno de nosotros necesita fingir en privado el menor interés por el viejo como persona. A Cirilo y a mí nos desagrada. ¿Cómo es posible, en verdad, sentir afecto por alguien que no le tiene a uno la menor consideración? Es mucho más astuto de lo que pretende hacernos creer. Con el pretexto de ser siempre sincero y expresar sólo lo que piensa, dice frecuentemente cosas amargas y muy duras. Por otra parte, mi madre, tu tía Sara suele hacer lo mismo. Es un defecto de familia. Hieren intencionalmente y luego simulan completa inocencia y se imaginan que uno no ve la intención.

—Demasiado cierto querido primo, y bien observado —contestó Gerald—. A menudo me han herido las palabras de ambos. El don para la sátira que posee tía Sara ha hecho que muchas veces sintiera lástima de ti y de Cirilo. En cuanto a tío Aníbal, ninguno puede fingir afecto por él; hacerlo es por causa suya por lo que quiero reuniros a todos, explicar mis puntos de vista y escuchar vuestras opiniones. En realidad se trata de una conferencia, porque cada cual llevará a ella su opinión y su propio rayito de luz. Tal vez no estéis de acuerdo con lo que voy a proponeros; en ese caso el incidente quedará terminado, sin inconveniente para nadie; pero como todos tenemos mucho que ganar, experimento la sensación de que es juego limpio de mi parte comunicaros mi idea. Lo he pensado mucho y me ha sorprendido bastante advertir que esa idea, al desarrollarse y adquirir sus verdaderas proporciones, se torna cada vez más razonable y deseable desde todo punto de vista, incluso del tío Aníbal.

—¿Le has dicho a él algo de esto? —preguntó Julián, y Gerald movió negativamente la cabeza.

—No, no, hombre. Verás en seguida que sería imposible. Pienso sobre todo en él, porque en una causa humanitaria es menester respetar siempre a las personas de edad, por censurables y agresivas que sean. Os presentaré una opinión que, primeramente, como ocurre conmigo, apelará a vuestros mejores sentimientos.

—No parece cosa tuya —dijo Julián, pero su primo ignoró esta estocada.

—La idea es que vengáis todos a mi casa, a la hora del té, este domingo que viene no, el otro —prosiguió Gerald—. Allí podremos hablar en privado y tendremos tiempo de sobra para discutir desde todos los ángulos y examinar cualquier duda. Irán, naturalmente, Jorge y Esperanza; Arturo Hoskyn ha prometido asistir: odia a tío Aníbal más que ninguno de nosotros. Edgar Peters, el contador, también irá; sólo faltáis tú y Cirilo para completar la conferencia. En esa forma seremos siete cerebros distintos, equipados con experiencias variadas, cada cual en su propio terreno; tú y tu hermano llevaréis el conocimiento comercial para la comprensión de las cuestiones de negocios que pudieran presentarse.

—Estoy seguro de que Cirilo aceptará tu invitación como pienso hacerlo yo —dijo Julián—, pero aunque me maten no puedo imaginar qué clase de confabulación es ésta.

—Entonces está arreglado. Ordenaré mis ideas para presentároslas con precisión. Y os ofreceré un buen té —prometió el actor.