1

ANÍBAL KNOTT RECIBIÓ a Tomás Cypress con su habitual afabilidad.

—Buenos días, mi buen Tom —murmuró debajo de su voluminosa colcha de plumas—. ¿Qué día hace?

—Amenaza una ligera helada, señor —contestó el viejo mayordomo—, pero el jardinero dice que está para llover, y el viento lucha contra el sol.

Aníbal se incorporó, mientras Cypress encendía una estufa eléctrica y descorría las cortinas.

—El jardinero opina que tendremos mucho verdor este invierno —prosiguió el más joven de los dos hombres—. Forbes posee lo que podríamos llamar un sexto sentido para el tiempo.

—En lo que a mí se refiere, el verdor nunca puede ser bastante —declaró Aníbal Knott, tosiendo para aclararse la garganta mientras revolvía el té.

Contaba ochenta y cinco años, pero la vida seguía pareciéndole buena. Fumaba demasiado, comía y bebía moderadamente, leía mucho, hacía diariamente ejercicio recorriendo su espacioso jardín y sus invernaderos, y continuaba plácidamente su existencia solitaria. Nacido en la riqueza, carecía de suficiente experiencia o fantasía para imaginar otra clase de vida ni concebir una situación insegura. Nunca había trabajado ni afrontado problemas serios desde el día de su nacimiento; sin embargo, exento de tendencias viciosas y totalmente falto de espíritu ambicioso y de emulación, había visto transcurrir sus días sin objetivo alguno, sin ideales y sin aventuras.

«He sido —solía decir— un observador y un mirón en el festín de la vida y me he considerado satisfecho con el papel de espectador. No he trabajado personalmente en nada; con inmerecida comodidad he observado el desarrollo, bueno o malo, de los acontecimientos desde un asiento de primera fila que no he pagado. Me ha gustado la función, y dentro de poco, cuando el telón baje me despediré dispuesto a admitir que el espectáculo valía la pena».

Aníbal había perdido a sus padres cuando niño. Enviado al colegio Rugby y a la Universidad de Oxford, había cursado sus estudios discretamente, sin aplausos ni censura, hasta llegar a la mayoría de edad. Entonces realizó su única ambición: dar la vuelta al mundo, y completada la tarea se retiró a la vida privada, comprando una casa de su agrado, cerca de Seven Oaks, y alquilando un cómodo apartamento en el West End. Residía alternativamente en una u otra parte. Su viaje alrededor del planeta no le había despertado el menor entusiasmo ni interés especial por cosa alguna, y nunca había vuelto a salir de Inglaterra. Kent le era ampliamente suficiente.

Aunque nunca se había enamorado y permanecía soltero, no era ningún misántropo. Rara vez buscaba amistades, pero sus semejantes, cualquiera que fuese la posición que ocuparan en la vida, lo consideraban bondadoso, cortés y respetuoso. Dueño de una fortuna que superaba en mucho sus posibilidades de gastarla y sin abrigar el menor entusiasmo por coleccionar juguetes de precio, era generoso —demasiado generoso, según opinaban sus hermanas y quienes podían esperar que pensara en ellos para después de su muerte—. Por sus donaciones benéficas a grandes causas nacionales, Aníbal podía haber obtenido, de haberlo deseado, un título nobiliario; pero nada distaba más de sus aspiraciones.

—Emplear para fines útiles la accidental posesión de riquezas —decía— es cuestión de buen sentido, pero no merece distinciones. En realidad, la fortuna que no ha sido ganada por uno no debe ser motivo de recompensa ni del menor agradecimiento. Siempre he sido y seguiré siendo absolutamente insignificante, y agregar un título a mi nombre no cambiaría esa verdad. Ningún zambullidor menos indicado que yo podría darse un remojón en la Fuente de los Honores.

De las cuatro hermanas del señor Knott, todas mayores que él, sólo una vivía. Se habían casado y tenido hijos, razón por la cual Aníbal tenía seis sobrinos y una sobrina. De su generación nadie quedaba, salvo la señora de Adams, y él era el único hijo varón. Sus hermanas, sin embargo, habían alegrado el pasado de Knott, y casi todos sus sobrinos vivían aún. Eran ellos quienes experimentaban inquietud cuando el nombre de su tío aparecía en letras de molde como donante de otras diez o veinte mil libras a favor de una institución necesitada, o como contribuyente de una colecta para el municipio en épocas de penuria nacional. No obstante, durante los últimos años Aníbal no había figurado entre los ricos benefactores, y la generación más joven tomaba nota de este hecho y se alegraba.

El anciano no abrigaba hacía su familia más que sentimientos bondadosos. Como él, sus sobrinos en nada se habían destacado, pero, a diferencia de él, todos trabajaban para ganarse la vida. Nunca criticaba a ninguno de ellos, porque carecía de sentido crítico y porque sabía muy bien que la censura provoca disgustos y disipa la buena voluntad; pero tenía conciencia de que todos podían alegar la posesión de razonables derechos de parentesco con él, y se alegraba al observar que nunca aludían a ello. Le complacía el tacto que desplegaban en esta delicada cuestión.

—Son pobres —dijo en una ocasión a Tomás Cypress—, pero no rapaces, defecto que tan a menudo nace de la escasez de medios.

Mantenía las más cordiales relaciones con todos sus parientes; no dejaba de advertir que se acercaban a la madurez, y una vez por año, en Navidad, fiesta en la que los siete se reunían con él en su residencia próxima a Seven Oaks, introduciendo en ella por espacio de una semana un elemento de agitación y novedad, se permitía el placer de regalar un cheque a cada uno. No demostraba favoritismos; en realidad no tenía preferencia por ninguno. Le gustaba, si cabe, la compañía de su sobrina porque ésta se parecía a su madre y le traía el recuerdo de su hermana predilecta; pero todos recibían en Navidad un regalo igual de cien libras. Era una costumbre que los favorecidos valoraban profundamente, esperaban con paciencia y lo agradecían como era debido. En retribución, se reunían, comparaban cifras y adquirían entre todos un regalo de Navidad calculando que fuera de alguna utilidad para Aníbal y que le demostrara el afecto y la consideración que le tenían.

Pero lo que unía aún más a la familia, en lo relativo a Aníbal Knott, era el hecho de que todos pasaran alternativamente varios días en casa del anciano. Le visitaban por turno y permanecían una semana en «Las Torres», dedicándose a él y alegrando su casa, cada cual dentro de sus posibilidades. Esta temporada constituía un intervalo fatigante en la vida de algunos de ellos, pero nunca la eludían y ponían todo su empeño en hacerse querer. En el pasado, algunos de sus sobrinos habían intentado aventajar a los demás en sus derechos, tratando de ganarse más de la séptima parte de la consideración del tío; pero tales experimentos no obtuvieron de parte de éste ninguna respuesta visible. Si en secreto abrigaba alguna predilección, ninguno podía asegurarlo. Todos se mostraban superficialmente amables, pero en realidad eran muy distintos de la vaga idea que Aníbal tenía de ellos. Actualmente Edgar Peters pasaba su correspondiente temporada con su tío, y como era hombre de negocios, iba diariamente de Seven Oaks a la capital y regresaba todas las noches.

—Veamos, Tom —dijo Aníbal, mientras Cypress descorría las cortinas y colocaba su ropa interior junto a la estufa eléctrica—. El señor Edgar nos deja hoy. ¿Quién viene después?

—La señorita Esperanza llegará pasado mañana, señor.

—Bien. Entonces no volveremos a verla hasta la reunión de Navidad, Tom. Los siete estarán libres para esa fecha.

El criado se echó a reír.

—Nunca han dejado de estar libres para Navidad, señor, y nunca dejarán de estarlo.

Tomás Cypress se hallaba al servicio de Aníbal desde su infancia. Cuando llegó a «Las Torres» como limpiabotas tenía diez años de edad; ascendió sin ostentación de puesto en puesto, y a los veinticinco se convirtió en sirviente personal de su amo y en su primer confidente. Si podía decirse que Aníbal Knott tuviera un amigo personal —amigo dueño del privilegio de penetrar el velo de su exterior impasibilidad y su monótona existencia—, ciertamente ese hombre era Cypress. Tomás, que contaba ahora sesenta años, se mantenía joven. Se había formado en el molde de su amo, era cortés con todos, considerado y bondadoso, y, sin embargo, en su calidad de mayordomo y regente de la servidumbre no le faltaban dotes de mando. Declaraba que no tenía parientes, y nadie conocía sus intereses privados. Solía ausentarse de cuando en cuando y disfrutar de breves vacaciones, pero nadie sabía adónde iba ni qué hacía durante esos períodos de bien merecido descanso. El mismo Knott lo ignoraba por completo, y nunca se tomó el trabajo de averiguarlo.

—Cargar un cerebro limitado como el mío con un solo detalle informativo absolutamente inútil sería una locura —declaraba con frecuencia—. Soy el menos curioso de los hombres, y siempre me ha impresionado el prodigioso volumen de noticias que las personas llevan consigo, ignorando, al parecer, por completo que sus informes no tienen la menor importancia para nadie.

Aníbal se levantó y procedió a vestirse con su acostumbrada parsimonia. Seguía siendo un hombre corpulento, pero había perdido muchos de sus anteriores ciento cinco kilogramos. Como siempre, se afeitaba él mismo, pero su mano no era ya tan hábil, y después de una o dos heridas desagradables empezó a considerar la conveniencia de dejarse crecer la barba.

—La naturaleza —había dicho dirigiéndose a Cypress— accede todavía gustosa a proporcionarme algo más, si yo se lo permito; y mis amigos que usan barba me aseguran que una vez pasada la incomodidad de dejarla crecer, la barba constituye un agradable agregado de la persona. Pero mi preferencia lucha aún contra semejante cosa. Estar afeitado crea una sensación de bienestar y de apetito para el desayuno que la barba podía destruir.

—¿Por qué no permite que le afeite yo, señor? —replicó Tomás en aquella ocasión.

—Si fuera necesario, tú y nadie más que tú manejaría una navaja en mi cuello, amigo mío —respondió Knott—; porque en un caso extremo no dudo que la razón podría más que el instinto; pero hasta ahora el instinto (especie de impulso subconsciente absolutamente opuesto con frecuencia a la razón) siempre ha despertado en mí una aguda aversión ante la posibilidad de que otra mano distinta de la mía aplique un arma peligrosa a mi envoltura terrestre.

Tomás expresó su perfecta comprensión de tal prejuicio.

—Muchas son las cosas que yo no permitiría que un semejante hiciera por mí, a menos que me viera en la imposibilidad de hacerlas yo mismo —aseguró.

—En este sentido, es usted una maravilla, señor, si me permite decirlo; y habría que buscar mucho para encontrar a alguien tan independientemente como usted a pesar de sus años y su riqueza.

—Así es —asintió Aníbal—. Cuando en el colegio formaba parte de los mayores (no del cuadro de honor, porque nunca tuve sesos para figurar en él) conseguí el derecho de emplear a un «ayudante», un chico de los grados inferiores, para que me hiciera los mandados y aumentara mi comodidad. Pero no: el espíritu de independencia ya se ponía de manifiesto. Renuncié al «ayudante» y lo pasé muy bien.

—Nunca ha tenido un sirviente tarea más fácil que la mía —replicó Cypress—. Pero ochenta y cinco años son ochenta y cinco años, y aunque el espíritu no desfallezca, la carne es débil, señor.

—No es que la carne sea débil, Tom; lo malo es que la carne está desapareciendo —explicó Aníbal—. Yo era muy fuerte en mis mejores años, y de haber tenido la ambición de emplear mi extraordinario vigor hubiese podido sobresalir, entrenándome bien, y muy posiblemente habría ganado un asiento en un «ocho» de regata. No es exagerado suponer que si la ambición me hubiera impulsado a aprender a remar y a someterme a la terrible tarea y aplicación exigidas para perfeccionarme en ese arte, hubiera logrado el honor de representar a Oxford en los grandes torneos. Pero en ningún momento se despertó en mí el deseo de adquirir fama deportiva. La fama exige capacidad de concentración, de renunciamiento y de paciencia, cosas completamente ajenas a mis humildes aptitudes.

Pese a sus músculos atrofiados y a un andar que se había tornado vacilante, el anciano poseía una voz grave y enérgica, y miraba el mundo a través de unos ojos azules, sanos y firmes, aunque fortificados por un par de gafas. Su oído continuaba claro, y aun cuando el metro noventa de estatura de su juventud había disminuido algo, su espalda se encorvaba apenas y un sólido bastón era suficiente para ayudarle a moverse.

Bajó a tomar el desayuno y saludó con jovialidad a su sobrino.

Edgar Peters era contador y desarrollaba sus actividades en un círculo de pequeños negociantes. Trabajaba mucho y ganaba un modesto sustento para él y su mujer inválida. Tenía cincuenta y dos años, y como su profesión le hacía ver el lado oscuro de los negocios, se había desarrollado en él un elástico código moral. Ninguna noble aspiración le alentaba, pero le impulsaba un sincero deseo de acabar con los negocios y dejar transcurrir el resto de sus días en el ocio y la tranquilidad. Sus allegados le consideraban un personaje dudoso, pero en presencia de su tío, Edgar había tenido escrupuloso cuidado en no demostrar jamás los rasgos antisociales que en realidad le caracterizaban. La necesidad ajena constituía la oportunidad de Edgar. Había probado una y otra vez su extremada habilidad para sacar de dificultades al prójimo; pero estos esfuerzos exigían siempre un reconocimiento liberal de sus servicios, y cuando algún desesperado recurría a él sabía muy bien que su dominio de las cifras reclamaba una recompensa proporcional.

Peters era gordo y tenía cabellos canosos, ojos castaños y una apariencia de poca prosperidad. Vestía descuidadamente, su rostro era desagradable y su expresión mezquina; pero miraba a los hombres de frente y sabía luchar, como lo atestiguaba su barba belicosa y recortada.

—Buenos días, muchacho —dijo Aníbal—. Siento que te vayas. Hemos pasado una semana agradable juntos, y siempre, cuando me visitas, lamento que tu mujer no pueda acompañarte.

—Yo también, desde luego, tío Aníbal —replicó Edgar—, pero el traslado desde Londres sería excesivo para sus fuerzas. Está terriblemente delicada, pobrecita, pero es valiente siempre y tiene muchísima paciencia.

—El valor y la paciencia son dotes muy nobles —observó Knott—. No te olvides de llevarle mis últimas uvas moscatel, Edgar. Tengo razones para creer que todavía quedan unos cuantos racimos. Dile a Forbes que los corte antes de irte.

—Eres demasiado bueno, tío. Ella siempre me habla de ti con cariño y le agrada que venga cuando me llega el turno. Sabe que el pequeño cambio me hace mucho bien.

Aníbal inspeccionaba las fuentes del desayuno.

—Róbalo —dijo—; un trozo de róbalo escamoso me gusta mucho para el desayuno. Recuerdo que a ti también te gusta. Edgar.

—Nada me gusta más —aseguró Peters—. ¡Qué placer verte tan sano y fuerte! Me parece que tienes todavía mejor aspecto que durante mi última visita.

—Sí. El doctor Runcorn me dice que por ahora la máquina no revela ningún desperfecto fatal. Simplemente se desgasta en forma digna y ordenada. Dice que soy como una espléndida alfombra oriental; aguantando bien hasta el fin y terminando como un señor.

—Sin hacer ostentación de las hilachas para provocar simpatía, como una alfombra barata de Bruselas o Axminster, por ejemplo —dijo Edgar riendo.

A pesar de su pesimismo, trataba de ocultar sus emociones derrotistas cuando visitaba a su tío, porque comprendía que al anciano le desagradaba toda demostración de malestar personal. Esa mañana, sin embargo, en un momento de descuido, Edgar expresó un punto de vista melancólico y fingió disminuir sus propios éxitos, y Aníbal, apartando el pescado y extendiendo el brazo para tomar otra tostada, replicó con tono bondadoso:

—No dejes que tus defectos te depriman demasiado. Son evidentes y es lástima, pero no es culpa tuya. El hombre es un mamífero notoriamente defectuoso y su extraordinaria capacidad de raciocinio se ejercita únicamente para exacerbar esos defectos. La mermelada, muchacho.

Se sirvió; bebió un poco de café y siguió hablando:

—Algunos de nuestros actos más indignos y la mayoría de nuestras preocupaciones más atroces son el resultado del poder de raciocinio, y vemos que nuestra especie prostituye en beneficio de los propósitos más bajos los más brillantes descubrimientos del intelecto humano. La razón ha dado origen a los actos sublimes y a las obras maestras de la humanidad; pero también ha elevado la acción criminal al nivel de un arte refinado, porque nuestro genio se presta con mayor frecuencia al triunfo del mal que a las victorias dignas de respeto.

Una característica típica de Aníbal Knott, después de expresar alguna observación personal o de amonestar suavemente, era la de proseguir con generalidades y cambiar de tema antes que una réplica directa pudiera interrumpirlo. En esta ocasión Edgar no contestó hasta que el anciano hubo terminado el desayuno y encendido la pipa que fumaba habitualmente a esa hora. Treinta minutos más tarde el contador se despidió agradecido, y uno de los automóviles de su tío le llevó a la estación.

—Una vez más has sido un descanso y un aliento para mí, querido tío Aníbal —dijo—. Brillas como un faro benéfico para todos nosotros, y saludamos el puerto de «Las Torres» como un grato asilo del cual disfrutamos de tiempo en tiempo en nuestro viaje a través de los mares tormentosos.

—Encantado, estoy a tu disposición —contestó el anciano caballero—. No volveremos a vernos hasta Navidad; espero tener el placer de verte en esa fecha, querido Edgar, si tu buena esposa no te necesita.

—Transmite mis saludos a Esperanza —rogó Edgar—. A ella le toca venir ahora, según me ha dicho Cypress. No la he visto últimamente.

—Así lo haré —prometió Aníbal, y su sobrino se marchó.

Muchas veces, después de una de estas visitas, Aníbal Knott hacía con su criado el comentario de sus parientes, pero nunca en sentido desfavorable. Siempre se refería a ellos en forma tan amable y simpática que ninguno hubiera hallado nada ofensivo en sus palabras. Advertía, sin embargo, que cuando sus sobrinos hablaban los unos de los otros no adoptaban su afable y generosa actitud. En tales oportunidades los comentarios pronto se convertían en aguda crítica, lo que apenaba profundamente al tío. En realidad no abrigaba el menor cariño por ninguno de ellos; pero nada extraño había en esto, porque su naturaleza le impedía crearse afectos personales. Había sido espectador durante tantos años que ya no le era posible adoptar una actitud distinta, ni identificarse con uno solo de los personajes del espectáculo de la humanidad.

Cuando llegó Esperanza Maitland besó a su tío, pero éste no le devolvió el beso. Tomó en las suyas las manos de su sobrina y con expresión radiante le aseguró que su visita le era tan grata como siempre. Más de una vez pensaba que ella era la única persona que le había besado desde la muerte de su madre.

—En setenta y ocho años de vida nadie me ha besado —había dicho a Esperanza cierto día—, excepto tú.

Esperanza Maitland contaba cincuenta y dos años, y era hija de la hermana predilecta de Aníbal, muerta hacía mucho tiempo. Carecía de atractivos físicos; tenía un colorido neutro, dura la expresión de la boca y ojos fríos y sin brillo. Sus piernas cortas contrastaban con la largura de su cuerpo, y la entonación de su voz se caracterizaba por su monotonía. Llevaba una existencia modesta por la escasez de sus medios de vida; su naturaleza era rígida y poco bondadosa. Trabajaba sin entusiasmo en el War Office y esperaba con impaciencia la jubilación que en poco tiempo más le correspondería. Soñaba con vivir en un ambiente rural, en una casa de campo rodeada de aves de corral y tranquilidad. Junto con sus hermanos y primos aguardaba con ansiosa expectativa el fallecimiento de su tío, y creía que, llegado el momento, sería la más favorecida. Con excepción de uno de ellos, todos compartían esta certidumbre y la triste seguridad de que, en su calidad de mujer y soltera, podía esperar la parte más generosa cuando sonara la hora. Lo creían probable, pero no por una razón determinada, salvo la de su sexo; suponían que por el hecho de ser única sobrina, sin amigos ni sostén, sería acreedora a una atención excepcional. No le tenían simpatía ni antipatía; en realidad, poco sabían de ella, excepto que estaba empleada en una oficina del gobierno y por consiguiente tranquila y segura. Su personalidad no atraía a los hombres debido a la frialdad de su aspecto y a su naturaleza reservada.

Gerald Firebrace, hermano de Esperanza, era el único que realmente la detestaba y no vislumbraba ninguna probabilidad de que su hermana triunfase cuando se leyese el contenido del testamento de su tío; en cambio, él esperaba confiadamente lograr un trato especial. Fundaba esta creencia en su comprensión superior de Aníbal y porque sabía que el anciano ocultaba una gran vacuidad, similar a la de un tambor retumbante.

—Sólo yo comprendo su absoluta vacuidad —decía a los demás—. Detrás de su verbosidad altisonante y de las largas frases que pronuncia, no hay nada más que vacío. Vosotros no queréis aprender a llenarlo; yo lo he conseguido. No os culpo, porque se necesita arte para cumplir una tarea semejante, y ocurre que de todos nosotros soy el único artista. El tiempo dirá; pero estoy casi seguro de que si en ese nebuloso caos sin forma ni substancia que hace las veces de cerebro en la cabeza del querido tío Aníbal, si en ese caos existe una sola intención concreta, tal intención se relaciona conmigo. No puedo decir que me tenga mucha simpatía; bien mirado, es incapaz de tenerle simpatía o antipatía a nadie; pero estoy casi seguro de que en mi compañía experimenta cierta satisfacción inconsciente y una vaga sensación de bienestar mayor, que ninguno de vosotros puede inspirar ni crear. Es un inefable aburrido y una sombra desolada, y, por supuesto, el único interés que despierta en nuestras mentes sigue siendo el interrogante de hasta cuándo vivirá.

Gerald, por razones profesionales, había adoptado, en lugar de su apellido Maitland, el seudónimo de «Firebrace». Era actor, y su don de simpatía, su tacto y diplomacia le habían conseguido, durante muchos años, ocupación en los teatros del West End. No pretendía ser un gran intérprete, pero su buen físico, sus modales distinguidos, su hermosa voz, su altivez y su atracción personal habían contribuido a su popularidad. Se especializaba en los papeles de ardiente enamorado, y muy pocas veces estaba sin trabajo. Aunque contaba cuarenta años de edad, representaba sólo veinte en las tablas. Los rasgos sobresalientes de la verdadera personalidad de Gerald estaban constituidos por un temperamento vivo, sagacidad natural y absoluto desprecio por cualquier clase de código ético; en la escena actuaba con el dramatismo de la escena antigua, pero poseía un exquisito e infalible sentido de la proporción y nunca se colocaba en el centro del escenario de la vida cuando se hallaba en compañía de otros cuyos derechos a ocuparlo eran mayores que los suyos. Gerald no vivía con sus hermanos, sino en un apartamento pequeño y cómodo. Era soltero.

Esperanza Maitland se instaló en «Las Torres» como de costumbre, hizo las mismas preguntas de siempre, saludó a los satélites domésticos que rodeaban a su tío, alabó su aspecto robusto, expresó la alegría que le proporcionaban los invernaderos y admiró el paisaje. Un único talante de Esperanza, y sólo ése, despertaba en el corazón de Aníbal un poco de cariño: fumaba cigarros con verdadero conocimiento, cosa que nunca se hubiera esperado de ella, y para recompensar esta proeza rara y espléndida, su tío la tenía bien surtida.

—La razón de que el tabaco habano, el producto más selecto del trópico, constituya una prerrogativa masculina, ha sido siempre un misterio para mí; uno de los muchos —solía declarar Aníbal—. En España (tengo motivos para creerlo) las damas fuman cigarros, pero al parecer, que yo sepa, en ninguna otra parte, aunque es razonable suponer que en las repúblicas sudamericanas impongan tal vez sus derechos y lo hagan.

Esperanza hallaba que el tabaco habano era a la vez estimulante y anodino, y Aníbal disfrutaba mejor de su cigarro en compañía de ella. Fumaba mucho, y cuando no lo envolvía una nube fragante, exhalaba el perfume de tabaco que impregnaba sus ropas.

—¿Y cómo está el querido Jorge? —inquirió cuando se sentaron a la mesa—. Al morir su infortunada esposa tuvo la suerte de encontrarte pronta y dispuesta a unir fuerzas y ocuparte de él.

—Jorge está bien y es muy activo —contestó ella—. Está empleado en el Emporio de Automóviles y vende coches con bastante éxito. Sigue su camino. Su mentalidad carece de complicaciones.

—Siempre me digo que le falta talento, pero que tiene principios —sentenció Aníbal Knott.

—Los principios son algo curiosos —replicó ella—. No tengo idea de cuáles son los principios que le mueven a actuar. No es de naturaleza introspectiva ni comunicativa.

—Como tú y como tu madre —observó Aníbal—. Mi hermana Kate, tu madre, era excesivamente reservada, no por algún motivo antisocial o de ocultación, sino porque su mentalidad modesta no podía imaginar que sus asuntos y preocupaciones personales interesasen a nadie.

—Era una madre muy buena y te quería mucho, tío Aníbal.

—Sí, Kate sentía un afecto muy grande por mí. Tu padre también. Maitland era un hombre a quien yo respetaba mucho. Evidentemente, la pérdida de su mujer y de su fortuna se combinaron para acelerar su fin. Tú te pareces mucho a tu madre, pero su aspecto exterior, que no era hermoso, ocultaba una bella naturaleza. Por su parte, tu hermano Gerald se parece físicamente más a tu apuesto padre.

Esperanza cambió de tema.

—Me pregunto a veces —dijo— por qué una persona que lee tanto como tú no trata de escribir de cuando en cuando, para cambiar.

Sus ojos descoloridos le miraban por encima de la punta del cigarro, porque había lanzado ese desafío después de la comida, cuando se hallaban en el salón de fumar.

—¡Escribir! ¡Santo Dios! ¡Sobre qué podría yo escribir! —exclamó Aníbal.

—Sobre ti mismo y tu larga experiencia del prójimo, tío. Te consideras espectador y estoy segura que de los más observadores. Con tu espléndida memoria y maravilloso caudal de palabras, tengo la certeza de que algo del estilo de una autobiografía se convertiría en un libro espléndido y largo.

—Ni espléndido ni ilustrativo, y excesivamente corto. «Vine, vi, me fui». Esto compendiaría mi carrera. La autobiografía, hija mía, es la suprema impostura y una mera ilusión literaria. Concedo que la historia de cualquier vida automáticamente transcrita, sin adornos e inexpurgada, constituiría sin duda el libro más interesante que podría existir, pero por muchas razones es imposible escribir semejante libro. Ningún hombre sería capaz de hacerlo, puesto que ningún hombre sabe lo bastante de sí mismo, ni de nadie, como para realizar esa obra. En cuanto a las biografías, encuentro que inspiran, si cabe, menos confianza aún. Están basadas en principios autodestructivos que invariablemente las invalidan. O bien la admiración desequilibrada crea un cuadro indigno de confianza y el sujeto es glorificado más allá de toda semejanza humana, o bien el deseo de ser original e ingenioso induce a algún mediocre a destruir el veredicto de la historia, disminuir la fama de un héroe y mofarse de sus éxitos, o a purificar a algún personaje desacreditado cuyos contemporáneos saben bien que ha sido un canalla.

—¡Dios mío! —exclamó Esperanza, y su tío prosiguió su discurso.

—Hay una actividad más inferior aún —continuó—. Advierto ahora una creciente tendencia a introducir en nuestra literatura de ficción a importantes personajes, a personalidades eminentes de un pasado tan reciente que muchos han vivido y se han distinguido en mi tiempo. Figuras de sangre real, estadistas, poetas Victorianos… ¡Se les exhibe como títeres de la novela, del teatro y de la pantalla, en vida de sus propios parientes! Pero en mi opinión nada puede proyectar una luz más deslumbradora sobre nuestras viejas normas de buen gusto, discreción y decoro, que estas inconveniencias.

—Eso es lo que quiero decir —declaró Esperanza—. Tus propias normas constituirían una lectura muy edificante e instructiva para las generaciones jóvenes que no tienen normas de ninguna clase. Hoy en día los buenos modales son un arte perdido en todos los sectores de la sociedad, y la lectura de tus opiniones, desde el viejo punto de vista Victoriano, despertaría quizá algún respeto por ellos.

—Me dirían que el comportamiento Victoriano era sólo un barniz sin más significado que el que tienen los bigotes Victorianos o las crinolinas —contestó él—. En todo caso, escribir es desafiar la opinión de los remotamente posibles lectores; y eso, para alguien que jamás crítica y ha evitado la crítica toda su vida, significaría una manifestación de senilidad.

—Tú criticas. Acabas de criticar muy desfavorablemente las modernas biografías —le recordó Esperanza.

—No —explicó Aníbal—. Me permito observaciones, pero siempre he evitado la expresión de opiniones definitivas. Las opiniones constituyen una celada, y con una mente limitada como la mía se convertirían rápidamente en convicciones. Nadie es más fastidioso que un hombre con convicciones para las personas que no las comparten.

—Nadie tiene, como tú, un punto de vista de la vida tan amplio y tolerante —repuso Esperanza—. Eres una lección para todos nosotros.

—A veces soy aburrido —confesó él—. En más de una ocasión he advertido que hasta Cypress ocultaba un bostezo detrás de su elegante mano después de una de mis más extensas disertaciones.

—A mí nunca me aburres y tampoco aburres a Jorge. Dice que ha aprendido de ti muchas cosas interesantes —aseguró ella: y Aníbal Knott inició uno de los violentos ataques verbales que lanzaba a veces para poner en guardia a su interlocutor. Frecuentemente estallaba en esta forma cuando por excepcional inadvertencia y estupidez los sobrinos se descuidaban.

—Jorge —dijo Aníbal—, como el resto de los muchachos, posee una naturaleza inquisidora: muchas veces me he divertido observando los diferentes métodos que cada cual emplea para extraer la única información que poseo y que realmente les interesa. Es decir, la concerniente a mi renta y a las disposiciones de mi última voluntad, debidamente firmadas, selladas y comunicadas por medio de mi testamento.

—Jorge nunca haría semejante cosa —protestó Esperanza.

—Lo ha intentado, pero carece de inteligencia, el querido muchacho, para lograr su propósito. Los otros han tratado de hacer lo mismo y han fracasado. Gerald Firebrace desplegó la mayor fineza, pero adiviné su juego y se lo dije.

—Tratar de inquirir la situación financiera de alguien me parece tan insoportable como querer enterarse de los detalles de sus opiniones religiosas —dijo Esperanza.

—Exactamente —asintió Aníbal—. Los caudales que uno tiene en este mundo y la naturaleza de los valores que reserva en el otro son igualmente sagrados. En el primer caso me niego a divulgar las cifras a otros que no sean las autoridades habilitadas para ello; en el segundo, ignoro profundamente cuáles podrían ser el activo y el pasivo.

—¡Cuán cierto! —acordó Esperanza—. ¡Cuán cierto para todos nosotros!

—He de revelarte un hecho de posible interés para la familia —prosiguió el anciano, aplastando contra el cenicero su cigarro a medio fumar y tomando otro de la caja—. Pero te diré primero que tú eres la única que no ha procurado informarse de modo solapado sobre un asunto tan manifiestamente interesante para todos vosotros, o si lo has hecho, has procedido con demasiada inteligencia para mis luces y no lo he advertido.

—Nunca, y espero que me creas, tío.

—¿Por qué no? Sea como sea, durante un reciente fin de semana vi a mi abogado, mi viejo amigo Samuel Wilkins, y redacté un nuevo testamento. Definitivamente el último. Deseaba modificar una o dos cláusulas, y ahora están todas en orden. Pero el detalle que puede interesarte es el siguiente: todos los miembros de mi familia, con excepción de mi única hermana viva, tu anciana tía Sara Adams, serán favorecidos con mi herencia exactamente por partes iguales. Todos han sido recordados, y recordados en forma análoga.

El rostro de Esperanza Maitland se sonrojó violentamente y volvió la cabeza hacia el fulgor del fuego para que su tío no advirtiera su emoción. Se sentía amargamente desilusionada; más aún, ultrajada por la noticia, porque asestaba un golpe mortal a largos años de paciente solicitud y a la convicción creciente de que debía de ser ella la elegida. Saber que su hermano Gerald —un idiota grandilocuente y sin corazón, a su juicio— obtendría una recompensa similar a la de ella; oír que a Edgar Peters, a Arturo Hoskyn y a Julián y Cirilo Adams, mellizos cincuentones y desabridos, hijos de su tía Sara Adams, se les consideraba y favorecía igual que a ella, era para Esperanza un golpe abrumador. Durante un rato, como es de suponer, no pudo fiarse de su voz. Una ola de resentimiento agitaba su pecho. Arrojó su cigarro al fuego y se sonó la nariz. Mientras tanto Aníbal la miraba con sonrisa benigna.

—Eres libre de comunicar la noticia a los demás —dijo—; estoy seguro de que todos la escucharán complacidos.

Su primer impulso fue desafiarlo violentamente, pero hacía mucho que Esperanza había aprendido en el War Office a reprimir sus impulsos; no en vano había servido al Estado durante tantos años. Eludiendo una protesta directa, inició un tema al margen. Reaccionó simulando sorpresa para ocultar su desilusión.

—¡Qué maravilla, querido tío Aníbal! Después de tantos años y conociendo a mis hermanos, a mis primos y a mí, ¡qué exactamente equilibrada con respecto a nosotros conservas la mente! —expresó.

—Eso no debería asombrarte, querida muchacha, puesto que comprendes tan bien mis sencillas cualidades —repuso él—. Eres una cabal observadora de la naturaleza humana, y pese a que tu excesiva bondad te impide mencionar mis limitaciones, debes de conocerlas perfectamente. Carezco por completo de sentido crítico; siempre ha sido así y así seguirá siendo. Y cuando se trata de mis semejantes, hombres o mujeres, aunque sean de mi misma sangre, criticarlos, compararlos o confrontarlos, clasificarlos y justipreciarlos en orden de mérito ascendente o descendente exigiría facultades que no poseo. ¿Quién soy yo para juzgaros? Una cosa sé, y sólo una, referente a todos vosotros: la actitud que habéis tenido conmigo ha sido siempre educada y exactamente la que tenía derecho a esperar de parte de sobrina y sobrinos. Me habéis tratado con tolerancia, bondad y evidente consideración; no habéis dejado de demostrar una correcta gratitud, correspondiente a mis pequeños regalos y al interés que os he demostrado. Pero en cuanto al resto, nada sé; ignoro vuestro carácter y vuestra naturaleza íntima, vuestra verdadera posición frente a la vida, lo mismo que vuestras aspiraciones y normas de conducta. Tendréis o no iguales merecimientos: no sabría decirlo. Me consideraréis o no desde puntos de vista absolutamente diferentes: no puedo adivinarlos, y preferiría no conocer la naturaleza de la armonía o de la posición que existe entre vosotros cuando me discutís, como es lógico que lo hagáis.

—¿Quieres decir que a pesar de tus incontables oportunidades y vasta experiencia no eres capaz de distinguir entre las personas, ni de sentir que un hombre merece confianza y otro no, que un hombre es sincero y otro un farsante? —preguntó—. ¡Vamos, tío Aníbal, si hasta un perro es capaz de eso!

—Ni confío ni desconfío —aseguró él—, porque carezco de los datos que me permitirían hacerlo y no tengo la menor afición al análisis de los caracteres. Se puede tratar a una persona toda la vida y desconfiar sin embargo demasiado del propio juicio para dictaminar sobre ella. El perro tiene para estas cosas un instinto que nosotros no poseemos. Más de una vez un perro puede darnos indicaciones en ese sentido.

—Es extraordinario —comentó Esperanza—. De ese modo, al no saber nada de nadie, tienes para todos el mismo sentimiento: una especie de sublime indiferencia semejante a la que te inspiraría un cardumen o un rebaño de carneros.

—«Sublime» indiferencia no, querida. Nada sublime hay en la indiferencia. Llámala, sin más, idiosincrasia.

—¿Te atreverías a asegurar que no sabes nada relativo a Cypress, tan estrechamente identificado contigo desde que yo tengo memoria? No dirás que no le conoces.

—Probablemente sé tanto como otro cualquiera respecto a Tom, del mismo modo que él me conoce a mí mejor que nadie. En mi caso, naturalmente, hay muy poco que saber. En cuanto a él, infunde una impresión de lealtad, y le tengo plena confianza. Como yo, parece carecer de historia, e ignoro su vida privada, sus relaciones y sus intereses humanos, si es que existen. Por lo tanto, decir que no tiene historia es una simple suposición, y pretender que le conozco tanto como cualquiera indica un error de mi parte. Es posible que goce de experiencias y luche con problemas que, con mucho decoro, no me comunica. Jamás cae en la chismografía porque sabe que no tolero chismes de ninguna clase, y en ningún momento ha dejado entrever la existencia de una doble vida, puesto que, por muy loable, complicada o desgraciada que fuese, sabe por demás que no deseo enterarme de ella. En cuanto a la indiferencia, tiene sus ventajas. Tal actitud salva del prejuicio, evita la parcialidad, deja la mente en paz y a menudo impide la injusticia.

Pero Esperanza volvió al tema de Cypress, porque tanto ella como los demás sobrinos de Aníbal consideraban con cierta sospecha la evidente influencia del sirviente sobre el tío.

—¿Tampoco le interesa a Cypress observar la naturaleza humana? —inquirió—. ¿Anda, como tú, plácidamente por la vida, completo, ensimismado, semejante a una máquina, querido tío?

—Al contrario —contestó Aníbal—; aunque no me extrañaría que fuera completo y ensimismado, puesto que no conozco la existencia de otros que añadan algo a su totalidad. Es asunto suyo. En todo caso él completa mi totalidad como ningún otro podría hacerlo. Pero es decididamente un penetrante observador de la naturaleza humana, y más de una vez su sagacidad me ha sorprendido.

—Pero dime; ¿adoptarías como tuya su opinión sobre terceros y te contentarías con formar tu juicio basándote en ella? Estoy segura de que no —dijo Esperanza.

Aníbal Knott dejó oír su pesada risita.

—Ni por un momento. Nunca trafico con las opiniones, y las de otras personas encierran para mí un interés puramente académico. En cierta ocasión pedí a Tomás que me dijese lo que pensaba de «los Siete», puesto que ésa es la forma sencilla que empleamos para referirnos a ti y a los muchachos. Me rogó que le excusara; pero insistí, y en estricta confidencia y sin prevenciones, te diré que su apreciación fue cautelosa y en su mayor parte… tibia.

Esperanza Maitland lanzó a Aníbal una rápida mirada de patente disgusto.

—Exacto o errado, sólo constituye un punto de vista sin ninguna importancia —apresurose a agregar el anciano.

—Algo insolente por cierto, y gratuito, en todo caso —dijo ella con reprimida indignación.

—Gratuito no, porque lo busqué yo. Y de ningún modo insolente. Honesto, imparcial y, como digo, carente de entusiasmo. Pero te ruego que este hecho no influya en tu trato con él, ni despierte animosidades. Toma otro cigarro. Tu aspecto parece indicar la conveniencia de un sedante, querida. Tal vez el War Office te hace trabajar demasiado.

—Si me disculpas, creo que me acostaré temprano esta noche, tío —replicó ella, meneando la cabeza y deseando estar sola—. Tengo jaqueca y siento que sería más cuerdo estar a oscuras. La oscuridad siempre me hace bien.

Él se levantó del sillón y le abrió la puerta.

—Muy cuerdo —repitió—. Pídele unas aspirinas a María Cherry. Ella guarda la llave del botiquín y es un excelente médico.

—Tengo las mías, muchas gracias. Buenas noches, querido tío.

—Buenas noches; espero que duermas bien y amanezcas repuesta, muchacha.

Pero Esperanza no tenía jaqueca y sólo deseaba huir de la voz del anciano y aclarar sus pensamientos perturbados. Durante su visita a «Las Torres» le reservaban varias habitaciones para su comodidad; se dirigió a ellas, se acostó rápidamente, apagó la luz y analizó los informes que había obtenido. Eran fastidiosos e inesperados y, en su opinión, injustos. La mantuvieron despierta mucho después que Aníbal se hubo retirado a sus habitaciones, orientadas al sur y contiguas a las de su sobrina. Al examinar la cuestión principal, su pensamiento no podía ayudarla ni consolarla ante la extraordinaria decisión de su tío, que ponía en montón a sus hermanos y primos junto con ella, y los consideraba a todos con derecho a una participación igual en su herencia; el hecho era monstruoso si se tenía en cuenta la atención, el respeto y hasta la ternura que ella había demostrado siempre; el trato obtuso e indiferente del anciano sólo servía para acrecentar la aversión que en el fondo, le inspiraba su personalidad. Muchas veces había sospechado que se trataba de un ser mentalmente débil, y la confesión de esa noche lo probaba; pero nada podía hacerse. Pensó que extraería una satisfacción mediocre y negativa si comunicaba a Gerald la noticia y observaba la furia que le provocarían sus esperanzas frustradas, porque su hermano el actor siempre había estado más seguro que ella de que resultaría favorecido. Abandonando esta derivación infructuosa, Esperanza orientó sus pensamientos hacia Tomás Cypress, y al sopesar al leal servidor su indignación disminuyó. Se le ocurrió que, después de todo, la opinión de Tom sobre sus hermanos y primos podía coincidir muy bien con la suya. Lo que ese hombre pensaba de ella, la molestaba; pero el juicio de Tom sobre los otros era tal vez exacto. A Esperanza todos le inspiraban aversión, tanto más cuanto que la actitud que asumían frente a Aníbal Knott era precisamente igual a la de ella. Todos querían el dinero de Aníbal y el alivio y la seguridad que ese dinero podía reportarles; jamás ninguno de ellos, a espaldas del tío, fingía respetarle, y todos le guardaban resentimiento por las obligadas visitas semanales que invariablemente resultaban estériles de toda retribución directa. Lo que Tomás Cypress podía pensar de la familia no importaba (como se lo había hecho notar su tío) absolutamente nada; no obstante, Esperanza se propuso, si era posible, conocer sus puntos de vista, y sintió que experimentaría un sombrío placer diciéndole lo que pensaban de él. Advirtió que, en todo caso, no había razón para seguir considerándole un peligro, puesto que el testamento del anciano estaba ya decidido.

La oportunidad de abordar el tema se ofreció a la mañana siguiente cuando Esperanza bajó a tomar el desayuno, un cuarto de hora antes que su tío, y halló a Cypress preparando la mesa. Charló sobre cosas indiferentes, alabó el aspecto saludable de Aníbal, dejó caer una palabra de encomio por el servicio asiduo y atento de Tom y luego, diestramente, buscó su opinión mencionando a sus parientes masculinos y expresando algunas dudas referentes a sus respectivas personalidades y a sus actitudes para con el dueño de casa.

Cypress era un hombre pequeño, activo y muy perspicaz. Aparentaba menos de sesenta años, y en sus cabellos castaños sólo asomaban unas vetas de plata. Tenía nariz aguileña, labios finos que parecían reprimir un gesto despectivo, pequeños ojos negros y firmes y modales ajustados y corteses. A su voz modulada y a su esmerada dicción se sumaba el exagerado refinamiento que caracteriza a los miembros del servicio doméstico masculino de alta escuela. De pies y manos pequeños, sus movimientos eran rápidos y nerviosos. Podía quedarse inmóvil como una estatua cuando las circunstancias lo exigían: en tanto que otras veces corría de aquí para allá, con la exquisita rapidez y precisión de una comadreja. Ciertamente, tanto su rostro como sus modales traían el recuerdo de ese animal. Se sentía orgulloso de la perfecta armonía de su mente y sus músculos, y a veces, cuando estaba de buen ánimo, provocaba el aplauso de la servidumbre desplegando su habilidad de malabarista con objetos familiares de cocina o efectuando alguna hábil y misteriosa trampa de prestidigitador.

—Pienso a menudo que mis primos y hasta mis hermanos conocen muy poco la bondad de tío Aníbal y la singular belleza y sabiduría de su carácter, Tomás —aventuró Esperanza—. Es tan modesto y sencillo que no aprecian bastante lo que realmente vale.

Pero Cypress se hizo el desentendido. Desconfiaba de las mujeres.

—Nadie puede decir lo que realmente vale, señorita —contestó—. No es él quien permitiría que su mano izquierda supiera lo que hace la derecha. Sigue sencillamente su camino, dando ejemplo a los demás. Lástima que no haya más personas como él. Pero siempre me ha parecido que el señor Firebrace, el señor Maitland y los otros caballeros se muestran muy amables y considerados con él, lo mismo que usted, señorita, si me autoriza a decirlo.

—¿Le parece que no lo decepcionamos?

—¡Oh, no!, señorita. Es superior a su familia, mental y físicamente, como sin duda lo habrá observado usted, pero estoy seguro de que él mismo le diría que sólo siente afecto por todos ustedes.

—¿No prefiere a alguno, Tomás?

—Que yo sepa, no, señorita, aunque, como es natural, no sería a mí a quien confiaría sus preferencias en lo concerniente a sus sobrinos. Pero me atrevo a decir que todos ustedes ocupan un lugar idéntico en la opinión del señor. No es de los que averiguan. Tiene demasiada amplitud de criterio para eso. Sigue firmemente su camino, como el sol; es bondadoso con todos, pero le gusta guardar un poco distancia entre él y el resto de los mortales.

—Un símil muy gráfico, Tomás —acordó Esperanza—. Es usted sagaz observador: si descubre que el señor desea alguna cosa, y le parece a usted que yo podría complacerle o serle útil, le ruego que me lo diga.

En ese momento llegó Aníbal llevando en la mano la pipa cargada de tabaco que encendería en cuanto terminase el desayuno, y su sobrina le saludó con la expresión que más podía aproximarse a un sonriente rostro matinal.