Me pareció que Áxel Bicand estaba más viejo que el día anterior. Tenía una expresión preocupada, y el ceño fruncido le daba un aspecto más bien poco amistoso.

—Hola, Valeria. Siéntate.

Víctor iba a dejarnos, pero le detuve.

—Prefiero que te quedes. No puedo hablar de esto con nadie más que contigo, así que…

Víctor miró a su abuelo, que hizo un gesto afirmativo. Áxel se puso de pie, como si estuviese a punto de dar una clase o algo así.

—He estado investigando lo que te ocurre. Tus visiones, quiero decir. Como te adelanté ayer, hay varios casos parecidos, y todos se han dado después de un paso por un estadio de coma profundo, como el que tú experimentaste. Verás… Según aseguran algunos psiquiatras, con relación a determinadas experiencias especialmente intensas nuestro cerebro puede enviar señales… señales que prácticamente nadie puede captar. Pero el paso por un coma como el tuyo puede convertirte en una especie de… de antena viviente. Sí, eso es. Eres algo así como una terminal capaz de percibir las señales que envía la memoria de los otros.

—Joder… esto… perdón.

Pero Áxel no pareció dar mucha importancia al taco. Menudo chollo tiene Víctor con su abuelo, mamá se pone como una fiera cuando se me escapa alguna palabrota…

—Me preguntabas ayer por qué te ocurre sólo a veces, y por qué sólo con algunas personas. Mira, los mecanismos de la memoria son muy extraños, y los científicos todavía no han conseguido desentrañarlos al cien por cien. Hay personas que tienen recuerdos muy nítidos de cosas sin importancia. Otras, sin embargo, consiguen olvidar asuntos verdaderamente importantes. Por no hablar de los bloqueos traumáticos de algunas experiencias. No todo el mundo tiene recuerdos que puedan emitir esas señales de las que te hablaba…

—Se refiere a las señales que yo puedo captar…

—Eso es. Y además, los recuerdos van y vienen. Los puede estimular cualquier cosa. Un olor. Una imagen. Otro recuerdo… Es interesante.

—Sí, mucho, pero ¿qué hago yo? Quiero decir…

—Pues me temo que no puedes hacer nada. Esperar a que se te pase. Hay personas que han tenido episodios de PEA durante un tiempo, y luego no ha vuelto a ocurrirles. —Me sonrió—. Ya sé que no estoy resultando de mucha ayuda, Valeria, pero es todo lo que puedo decirte. Que hay una explicación científica para lo que te ocurre, y que es posible que lo superes sin más. Entretanto, te sugiero que intentes no obsesionarte con ello. Si lo piensas bien, no es tan grave.

—Ya.

—¿Y qué hacemos con Olmeda? —Víctor había tomado la palabra.

—¿Hacer? ¿Quiénes?

—Nosotros… Tú, y Valeria y yo… Ella ha visto cómo maltrataba a Lola, y parece que no es la primera vez que hace algo así… Mira lo que le pasó a su otra mujer…

Áxel dirigió a su nieto una mirada que casi me dio miedo a mí.

—Víctor, ya te lo dije ayer: no podemos metemos en esto. Si Lola no denuncia a Lauro, no hay nada que hacer. La única prueba del maltrato que tenemos por ahora es una experiencia que cualquiera calificaría de paranormal. Y puedo asegurarte que en la policía no suelen hacer mucho caso de ellas. Si Valeria fuese a comisaría a contar lo que ha visto, todo lo que conseguiría es que la tomasen a pitorreo y que el pueblo entero empezase a hablar de que no está bien de la cabeza.

Víctor bajó los ojos, como rindiéndose, y me pareció que a su abuelo se le dulcificaba un poco la mirada.

—Mira… Los maltratadores me dan asco. Y, si quieres saberlo, sí, estoy convencido de que Lauro pega a su mujer. Pero no tenemos nada para poder actuar, ¿entiendes? Si por mí fuese, ahora mismo entraría en casa de ese miserable, lo cogería por la solapa y se lo entregaría a un juez con un lazo en las orejas. Te aseguro que me encantaría hacer algo así. Y, a pesar de todo, me tengo que quedar con las ganas. Necesitamos que Lola colabore…

—Olvídate de eso, no creo que lo haga… Está muerta de miedo…

—Ya. Pues la única salida sería encontrar a Lauro con las manos en la masa. Y, por lo general, a los tipos como él no se les ocurre cometer agresiones delante de testigos.

Ahora era Víctor quien fruncía el ceño. Parecía estar reconcentrado en algo, como si estuviese a punto de salirle humo de la cabeza.

—Abuelo… ¿no podríamos… tenderle una trampa?

—Víctor…

—La policía lo hace algunas veces.

—Pero no con los maltratadores. Puedes poner un cebo para hacer caer a un traficante de drogas, o a un ladrón… Incluso una vez se consiguió detener así a un violador múltiple. Con un maltratador es muchísimo más complicado. —Se pasó la mano por la cara—. Además, yo ya no soy policía.

Mi móvil sonó en ese momento. Era mi madre.

—Valeria, ¿dónde estás? Son las nueve…

—Perdona, teníamos grupo de estudio… Ya sabes que soy el refuerzo de matemáticas.

—¿Tardarás mucho?

—No, claro que no. —Dirigí una mirada desesperada a Víctor, que asintió—. En diez minutos estoy ahí.

—Perfecto, porque tenemos un invitado.

Colgó. Me volví hacia Víctor.

—¿Puedes llevarme?

—Claro.

—Áxel, muchas gracias por todo. —Le tendí la mano, y él la estrechó mirándome a los ojos.

—Ya sabes dónde estoy si necesitas algo. Tómate las cosas con calma e intenta no preocuparte. De todas formas, ya te he dicho que lo tuyo puede ser algo pasajero.

Algo pasajero…

¿Por qué no acababa de convencerme esa posibilidad?

—De acuerdo, Áxel. Ya nos veremos. Y gracias otra vez.

Llegué a casa en un momento. Víctor ni siquiera se quitó el casco para despedirse. No habíamos tenido ni un minuto para hablar… Suponiendo, claro, que Víctor y yo tuviésemos que hablar de algo.

—¡Valeria! ¿Eres tú?

«No. Soy Bill Gates. O Harry Potter, no te fastidia».

—Sí…

—Entra, anda, que nos vamos a sentar a la mesa…

¿Nos vamos a sentar a la mesa? ¿Desde cuándo somos tan finas mamá y yo? Colgué el plumífero en el perchero y entré en el salón. Allí, a punto de cenar con nosotros, estaba el querido Lauro Olmeda.

—Hola, Valeria… Tu madre me ha invitado…

—La pobre Lola tiene una jaqueca terrible y se ha acostado, así que le he dicho a Lauro que se viniera a comer algo.

—Muy bien. —De buena gana me hubiese marchado a la habitación diciendo que no tenía hambre, pero después del numerito del día anterior, era preferible apretar los dientes y tragar—. ¿Le pasa muchas veces? Lo de la jaqueca, quiero decir.

—Bueno… No sé, de vez en cuando. —Lauro parecía incómodo, y eso me alegró. Decidí insistir.

—¿Y qué dice el médico? —Hice la pregunta intentando que sonara lo más inocente posible. Mi expresión era de interés absoluto.

—No, el médico… En fin, no creo que por un dolor de cabeza…

Esta vez me volví hacia mamá, como queriendo hacerla partícipe de mi inquietud.

—Pues deberíamos llamar al médico… Imagina que tiene algo grave, no sé… Una profesora de mi antiguo colegio empezó con dolores de cabeza y resultó que tenía un tumor cerebral.

—Pero… ¿qué profesora?

Miss Boyle. Daba inglés en último curso, por eso no la conoces. —Me lo estaba inventando, por supuesto, pero recientemente habíamos hecho un comentario de texto sobre un artículo médico sobre neurocirugía y me acordaba de algunas cosas—. Le empezó a doler la cabeza, y se mareaba un montón. ¿Lola se marea?

—No…

—¿Vomita? Hay un síntoma que se llama «vómito de escopeta». Echas la pota de repente, como si fuese un tiro.

—Valeria, no estoy segura de que…

—Bueno, yo sólo pregunto… Es que si a Lola le duele la cabeza con frecuencia, tanto que hasta se tiene que meter en la cama… No sé, si te pasara a ti, yo preferiría que te viese un médico para quedarme tranquila.

Mi madre se volvió hacia Lauro. Conocía su cara, y había conseguido preocuparla.

—Quizá no estaría de más hacerle alguna prueba…

«Ya. Lo que tú no sabes, mamá, es que este cerdo prefiere que ningún médico se acerque a su mujer a menos de cien metros, no sea que se den cuenta de que de vez en cuando a Lola le cae una paliza». Lauro ni siquiera se inmutó ante la inquietud de mi madre.

—No se trata de eso, Dora. Por suerte, o por desgracia, me temo que lo que le pasa a Lola no tiene nada que ver con lo que dice Valeria… Ya sabes, su problema… En fin —se volvió hacia las dos con su sonrisa más encantadora— prefiero que no sigamos hablando de eso para disfrutar de esta cena en tan buena compañía. Esta pasta tiene una pinta estupenda, Dora. En casa sólo me esperaban latas de sardinas y patatas de bolsa.

Se supone que la cena fue agradable, con Lauro contando cotilleos de la central y mi madre riéndole las gracias. No sé qué me ponía más enferma: si ver a Lauro Olmeda bajo mi mismo techo, o aceptar que mi madre estaba encantada con él. Porque estaba encantada.

Encantada con un completo impresentable.

Mi madre, encantada con un tío que pega a las mujeres.

«Qué suerte tienes, Valeria».

—Me voy a hacer los deberes. —Ya nos habíamos tomado el postre.

—Pensaba que habías tenido reunión del grupo de estudio.

—Sí, pero me ha quedado una cosa por terminar. Buenas noches a los dos.

Mi madre se volvió hacia Lauro.

—¿Crees que Lola estará bien? A lo mejor deberías llamarla por si necesita algo… Podrías llevarle un poco de pasta, he hecho de sobra.

—No, no es nada de eso. Cuando tiene jaqueca se queda dormida y es mejor no molestarla. Oye…, me tomaría un descafeinado, si no es molestia…

—¡Claro que no! Ahora mismo te lo preparo… Perdona que no te lo haya ofrecido, soy un desastre.

«Perdona que no te lo haya ofrecido, soy un desastre. Pero cuánta tontería hay en esta casa». Oyendo a mi madre hablar con Lauro me entraban ganas de vomitar, con escopeta o sin escopeta. Hay que ver lo idiotas que pueden ser las madres a veces, por muy listas que se crean. Y la mía, que piensa que es premio Nobel, se estaba dejando colar por un impresentable.

Marqué el número de Víctor. Tardó tanto en contestar que el corazón se me puso a mil. ¿Y si no lo cogía?

—¿Valeria?

—Sí. Oye, tenemos que hablar. Se trata de mi madre.

—¿Qué le pasa?

—Es Lauro. Ha venido a cenar. No sé qué mierda ha dicho que le ocurría a su mujer. Están los dos ahí abajo, tomando descafeinado y riéndose… Me dan ganas de bajar la escalera y liarme a patadas con ese imbécil… Y a lo mejor lo hago, ¿sabes? Porque estoy viendo lo que va a ocurrir. Mi madre lo ha pasado fatal en estos meses. Primero la planta mi padre. Luego, casi me mato yo, y para acabar de arreglarlo se entera de que su mejor amiga le ha puesto los cuernos con su marido. No, no lleva lo que se dice una buena temporada. Y ahora aparece ese Lauro, contándole su triste historia de pobre esposo incomprendido… He visto suficientes películas como para saber lo que va a ocurrir, ¿entiendes? Mi madre va a acabar enrollada con ese tipo. Él dejará a su mujer para irse con ella… O a lo mejor ni siquiera eso… Acabará pegándoles a las dos… ¿Estás ahí?

—Claro. ¿Dónde iba a estar?

—Como no dices nada…

—Te estaba escuchando. Y, por cierto, creo que no estaría mal que dejases de ver esas pelis de las que hablas. Deberías pasarte al cine clásico, los culebrones no te sientan bien…

—Yo no veo culebrones…

—Lo que sea. Valeria, no saques las cosas de quicio. A lo mejor a tu madre sólo le cae bien Olmeda. Es un compañero de trabajo y punto.

—Pensaba que estarías de mi parte.

—Y lo estoy. Pero creo que exageras en tu preocupación por tu madre.

Víctor me estaba hablando igual que un viejo. ¿Cómo podía ser tan repelente? Me quedé en silencio. En aquel momento le odiaba a él casi tanto como al propio Lauro Olmeda.

—Muy bien. Pues ya que según tú soy tan exagerada, buscaré una forma de controlar mi exageración. Pero, digas lo que digas, no me voy a quedar de brazos cruzados mientras mi madre mete en su vida a un delincuente. Si ni tú ni Áxel podéis ayudarme, ya encontraré la forma de hacer las cosas.

—Pero Valeria…

—Ni Valeria ni nada. Buenas noches.

No sólo colgué, sino que además apagué el teléfono. Estaba tan rabiosa que hasta me temblaban las manos. Pero ¿qué se había creído Víctor? ¿Quién le había dicho que podía tratarme así, como si fuese una niña caprichosa que quiere controlar las amistades de su madre? Le odiaba. A él y al listillo de su abuelo, con sus conocimientos forenses y su red de amiguitos maderos capaces de conseguirle fichas policiales e informes de casos cerrados. Odiaba a Lauro Olmeda, por supuesto. Y a Tara, que me obligaba a pasar la tarde con sus amigas cotorras, a las que también odiaba. Odiaba Bline, y odiaba a mi madre, que me había arrastrado hasta aquí… En aquel momento odiaba hasta los pasteles del señor Merteuil. Sentí que las lágrimas me corrían por la cara, pero me las sequé de un manotazo, cogí los apuntes y bajé las escaleras para volver al salón. Si Lauro Olmeda aún estaba con mi madre, al menos iba a boicotear a conciencia su agradable velada.

—Espero no molestar. Tengo problemas con la física.

«Bien hecho, Valeria. Si a algo no puede resistirse tu madre la ingeniera es a media docena de dudas sobre su materia favorita».

—Bueno, pues ahora sí que me voy.

Física uno, Lauro cero.

—De acuerdo. Nos veremos mañana en la central.

—Te acompaño a la puerta, Lauro. —Mi madre debía de estar flipando. Entregué su abrigo al gilipollas, caminé junto a él hasta el vestíbulo y le deseé buenas noches.

Al mirarle a los ojos, pude darme cuenta de que él también me detestaba.

Mamá me ayudó con la física durante una hora larguísima en la que tuve que fingir que no entendía unos problemas estúpidos que hubiese podido resolver yo sola en diez minutos. No hablamos de Lauro. ¿Para qué? Hubiésemos acabado armando bronca, y yo no tenía ganas de nada.

Ni siquiera de pelearme con mi madre, que ya es decir.

Nos acostamos pasadas las doce. Ya no estaba tan rabiosa como cuando había hablado con Víctor, sino más bien desanimada.

Y triste.

Me sentía sola, y completamente superada por lo que me estaba ocurriendo. Me había tirado el farol delante de Víctor asegurando que yo sola podría pararle los pies a Lauro Olmeda, pero ¿a quién quería engañar? ¿Qué podía hacer yo frente a un adulto contra el que no podía utilizar más pruebas que unas visiones? Áxel tenía razón, uno no puede llegar a una comisaría diciendo: «Hola, tengo superpoderes y ese tipo de ahí pega a su mujer y ya se ha cargado a alguien».

La idea me hizo sonreír de puro absurda que era.

Había sido una borde con Víctor. Seguro que estaba enfadado. Le había colgado el teléfono. Si alguien me colgase el teléfono, creo que me cabrearía un montón. Claro que Víctor es tan rarito que a lo mejor no le había dado tanta importancia. Pensé en escribirle un mail para disculparme, pero me sentía demasiado deprimida incluso para eso. Me metí en la cama y tardé en quedarme dormida. La pierna me dolía un poco.

O tal vez no era la pierna, pero ¿qué más daba?

Me desperté un par de horas después al escuchar unos golpecitos en la ventana. Al principio pensé que era un pájaro, pero luego recordé que alguien me había explicado una vez que los pájaros no vuelan de noche.

Volví a escuchar un golpe en el cristal. «Tac. Tac».

Me incorporé y abrí las cortinas. En el alféizar de la ventana, sobre la nieve recién caída, había unas cuantas piedrecitas.

«Víctor».

Abrí la ventana. Un guijarro se coló en mi habitación.

—¿Estás loco? Casi me sacas un ojo… ¿Sabes qué hora es?

—Las tres de la mañana… Hace un frío que pela…

Era verdad. El aire helado cortaba como un cuchillo. Alargué la mano para coger una chaqueta y ponérmela sobre el pijama.

—¿Qué haces aquí?

—Quería hablar contigo. Tienes el teléfono apagado y no has conectado el ordenador.

—Yo no creo que tengamos nada de que hablar.

—Valeria, por favor, no seas cabezota. El termómetro marcaba ocho grados bajo cero y me estoy helando. No he venido hasta aquí en mitad de la noche para discutir contigo. Dios, se me están congelando los dedos.

«Y ahora ¿qué hago? ¿Dejar que ese imbécil se quede ahí hasta que tengan que amputarle las orejas?».

—Está bien. Deja de hacer ruido, vas a despertar a todo el pueblo. Te abriré la puerta…

—¿Estás segura?

—Ven antes de que me arrepienta. ¡Y deja de hablar!

Me deslicé escaleras abajo diciéndome a mí misma que, por suerte, mamá tenía el sueño muy pesado. Abrí la puerta. Víctor casi me dio pena: parecía un crío, con el pelo lleno de nieve y la nariz roja.

—Pasa —susurré—. Pero intenta no hacer ruido. Si mi madre se despierta estaré castigada hasta cumplir los treinta años.

—Graciasss.

Le castañeteaban los dientes. Ojalá me hubiese atrevido a darle un abrazo, o a cogerle las manos entre las mías para calentárselas un poco. Estaba helado, el pobrecito Entramos en la cocina. La cafetera estaba encendida, y le serví una taza de descafeinado.

—Toma, a ver si entras en calor… Pero ¿cómo se te ocurre…?

Víctor se bebió de un tirón todo el café.

—Gracias… Tenía que hablar contigo cuanto antes…

—¿Por qué?

—Pues porque cuando me colgaste el teléfono estabas muy enfadada. Y ya sé yo lo que haces cuando te enfadas. Me daba miedo que robases el coche de Lauro para estrellarlo contra el primer muro que encontrases.

—Ay, Víctor…

Me eché a llorar, aunque no sé muy bien por qué. Creo que lloraba por mi madre, y por las mujeres a las que Lauro había pegado, y por mí, que me sentía incomprendida y sola. Y también lloraba porque Víctor estaba allí, en mi cocina, bebiendo café. Lloraba porque había venido a verme en plena noche, con un frío de mil demonios, y porque en el fondo estaba muy contenta. Víctor me pasó la mano helada por la cara.

—No llores… No me gusta ver llorar a las chicas.

Sonreí a través de las lágrimas. Víctor me dio un abrazo.

Pensé que podría quedarme toda la noche así.

Claro que si por la mañana mi madre bajase a hacerse el desayuno y me viese abrazada a un chico en su cocina, quizá tuviese algún problemilla.

—¿Ya?

—Sí. —Suspiré.

—Bueno, después de que me colgaras el teléfono tuve una conversación con el abuelo.

—¿Y?

—Dice que va a pensar en algo. Que es una locura, que ni siquiera sabe por qué me escucha, que hay que estar muy loco para hacer caso de dos adolescentes y blablablá…, pero que va a ponerse en marcha. Se le ocurrirá una idea para ayudar a Lola y para poner a Lauro a buen recaudo.

Le dirigí una sonrisa agradecida.

—¿Y has… has venido hasta aquí en plena noche para decírmelo?

Víctor meneó la cabeza.

—No exactamente. La verdad es que quería darte una cosa.

Oh, por favor, los bocetos de teatro otra vez no…

Pero no eran los apuntes del decorado lo que quería darme Víctor.

Era el mejor beso de toda mi vida.

Allí, en la cocina, mientras mi madre dormía en el piso de arriba y seguía nevando en Bline.

—¡Menuda cara tienes hoy, Víctor Bicand!

—No he pegado ojo en toda la noche. —Víctor no me miraba—. Por cierto, tu amiga tampoco parece haber dormido mucho.

—No te creas… —Oh, por qué le gustaría tanto jugar… A Víctor parecía hacerle gracia caminar por el abismo, pero a mí esas cosas me ponen nerviosísima.

—Es verdad, tienes ojeras.

—No sé…

—Vamos, no te hagas la tonta y dile la verdad a Tara… Fui a tu casa a buscarte en plena noche y nos fuimos juntos de juerga.

—Mira que eres imbécil. —Tara dio a Víctor un puñetazo amistoso en el hombro—. Ya te gustaría a ti entrar de noche en casa de las chicas guapas.

—Por cierto, Valeria, te veo hoy a la salida. El profesor Balmes me ha pedido el diseño de la primera escena y todavía falta bastante.

—Pero ¡tenemos grupo de estudio!

Víctor no se quedó a escuchar las protestas de Tara. Yo, que estaba convirtiéndome en una falsa de primera división, me limité a dirigirle una mirada asesina mientras se marchaba.

—Maldita la hora que el profesor Balmes decidió meterme en la mierda esa del teatro…

—Por lo menos trabajas con Víctor…

—Mucho que me importa a mí. Ya te he dicho que no me interesa lo más mínimo. Y, perdona que te lo diga, pero ni siquiera me cae bien. Siempre con sus bromas estúpidas, como si se creyese el tío más gracioso del mundo. Eso sí, dibuja muy bien. Los bocetos que he visto son preciosos.

»Valeria, Valeria…

»Si el profesor Balmes pudiese escucharme, seguro que no me encargaba de los decorados. Me daría directamente el puesto de primera actriz».

—¿Nos vamos?

Víctor ya estaba subido en la moto. Le dirigí a Tara una mirada resignada que me hubiese envidiado la mismísima Penélope Cruz, con su Oscar y todo. Me puse el casco que Víctor me tendía. Era cómodo llevar la cabeza en ese chisme. Así, al menos, no tenía que enfrentarme a los ojos desolados de Tara. Creo que se quedó mirando cómo nos alejábamos. No me agarré a la cintura de Víctor hasta que no quedamos fuera del campo de visión de mi amiga.

Hacía mucho frío, y la nieve golpeaba el cristal del casco. Era maravilloso notar el aire helado mientras avanzábamos, y disfrutar del paisaje nevado abrazada a la cintura de Víctor mientras se colaba por algún sitio el olor de su chaquetón recién engrasado. Hubiese querido que el trayecto a casa de los Bicand durase horas.

Pero claro, no viven tan lejos, y llegamos en cinco minutos.

Áxel estaba atizando el fuego. Llevaba puesto un jersey de cuello vuelto y unos pantalones vaqueros. Me resultaba difícil asimilar eso de que el abuelo de alguien pudiese usar tejanos.

—Hola, Áxel.

—Valeria…

—¿Queréis una infusión? —Víctor se metió en la cocina y fui tras él. Áxel estaba tan serio que daba miedo. De ningún modo quería quedarme a solas con él. Víctor no dijo nada. Preparó las tazas de menta y salió de la cocina con la bandeja delante de mí, que debía de parecer su perro faldero. Nos sentamos frente a la chimenea. Áxel no había apartado aún los ojos del fuego.

—Bueno…

—Antes de nada, dejadme que os diga que es una completa irresponsabilidad por mi parte el permitir que os involucréis en un asunto como éste…

—Abuelo… Pero si ya hemos hablado de eso…

—No, Víctor. Sois dos críos, y estamos hablando de algo muy gordo.

—Sí, Áxel. Ésa es la cuestión. Que es muy serio. Lauro ya ha matado a una persona, y puede estar cerca de hacerlo otra vez.

Áxel se levantó y echó otro leño en la chimenea. Supe que estaba dándose tiempo para pensar.

—El caso es que si se puede hacer algo para ayudar a Lola, voy a necesitar colaboración.

—Abuelo… Sabes que yo…

—Tuya no, supermán. Estoy hablando de Valeria.

«Vaya, vaya. Esto se pone interesante, sí señor».

—Pues tú dirás…

—¿Puedes entrar en casa de Lauro y Lola sin levantar sospechas?

—Ssssí… Supongo que sí…

—Bien. Necesito que coloques un micrófono.

«Ostras. Un micrófono. Como en una película de espías». El corazón se me puso a mil.

—Vale. Perfecto. Lo haré. Sin problemas. Lo haré muy bien. —Casi me temblaba la voz. Iba a colocar un micrófono en casa de un criminal. Era lo más emocionante que me había pasado en toda mi vida—. ¿Dónde exactamente?

Áxel suspiró.

—Si las cosas fuesen de otra forma, sería perfecto colocar uno en cada habitación de la casa. Pero esto es lo que hay: lo dejarás en el salón. Eso nos permitirá escuchar lo que pasa allí.

—Caray con el micrófono.

—Valeria, esto es lo que tienes que dejar en la casa. —Me mostró un cacharrito minúsculo, forrado de tela, que cualquiera habría podido confundir con un botón—, fíjate, tiene una adherencia por aquí. Lo ideal sería que pudieses colocarlo pegado debajo del sillón, o de una mesa.

—¿De dónde lo has sacado? —Víctor miraba la palma de la mano de su abuelo.

—Tengo mis contactos, ya te lo dije. Con esto podremos escuchar lo que ocurra en casa de los Olmeda. Valeria, en cuanto lo tengas colocado debes mandarme un mensaje al móvil para que pueda activarlo.

—¿Cómo funciona?

—Eso es lo malo. Tiene una batería muy pequeña. No estará activo más allá de un par de días. Si en ese tiempo consigo captar el sonido de alguna agresión… bueno, eso ya sería una prueba. Algo que poder enseñar a la policía, ¿entendéis? Las grabaciones no valen como evidencia en un juicio, y menos si son ilegales, como ésta. Pero sí pueden servir extraoficialmente para iniciar una investigación.

—¿Tan sencillo?

Áxel se rió y me miró como si le diese lástima…

—Valeria, no te embales… Buena parte de los operativos no sirven para nada. A veces hay algo que falla…

—¿Y qué puede fallar aquí?

—Un montón de cosas. Desde que se estropee el micro a que el señor Olmeda tenga un par de jornadas tranquilas y ni siquiera le levante la voz a su mujer. A ver si te crees que los maltratadores pegan palizas todos los días.

«Mierda. No sé por qué me había imaginado que Lauro entraba en casa repartiendo bofetadas a diestro y siniestro».

—A veces pasan semanas entre una agresión y otra. Muchos maltratadores sólo actúan si algo les altera. Es verdad que ese algo puede ser una estupidez, como darse un golpe al tropezar con un mueble o que no haya cervezas frías en la nevera. Es distinto en cada caso. Para cazar a Olmeda necesitamos tanta suerte que más bien tendríamos que esperar un milagro… Pero cuando uno se ha pasado tanto tiempo en la policía, está obligado a creer en cosas sin mucho fundamento.

Me miró con cierta sorna y supe que lo decía por mí y por mis poderes paranormales. Decidí no ofenderme por el comentario. Al fin y al cabo, Áxel no sólo me había tomado en serio, sino que había conseguido un micro que parecía sacado de El mito de Bourne.

—Bueno, pues esperemos entonces ese milagro. Mañana mismo iré a ver a Lola.

—¿Y qué vas a decirle?

—Déjalo de mi cuenta. No sospechará nada. Además, creo que le caigo bien.

Víctor me llevó de vuelta a casa. Tenía el micrófono en la cartera. Sabía que iba a pasarme la noche vigilando si seguía allí.

—¿Tienes tiempo para tomar algo?

—Claro. Todavía es temprano.

—Vamos a «La cumbre».

Pedimos dos coca-colas. Víctor parecía contento. En cuanto a mí, no había estado tan nerviosa en toda mi vida. Estaba colaborando con la policía… (Aunque Áxel estaba jubilado, digo yo que los polis nunca se jubilan del todo). Tenía que colocar un micrófono en casa de… de un sospechoso. Y si las cosas salían bien, podría pensar que había contribuido a detener a un criminal. Ay, era como protagonizar una película.

—Te estás divirtiendo, ¿eh?

Le di un trago a la coca-cola.

—¿Tú no?

—Bueno…

—Es que esto es muy emocionante…

—Me gustas cuando estás contenta. Te brillan los ojos, Valeria…

Víctor me miraba. Jamás había visto unos ojos como los de Víctor, de aquel extraño azul oscuro. Le cogí la mano y le di un beso. Era la primera vez que nos besábamos delante de otra gente, aunque en la cafetería sólo había dos señoras mayores y una madre con un niño que no nos hacían ni caso. De todas formas, tuve la sensación de que a él le resultaba incómodo.

—¿Qué te pasa?

—Que no me apetece ser tema de conversación.

—¿Tú crees que a estas dos viejecitas les importa mucho lo que hagamos tú y yo?

—Sé lo que digo, Valeria. Este pueblo es asfixiante, ya te lo advertí el primer día.

—Muy bien, perdona.

—No te enfades. Además, ¿qué me dices de ti? En el instituto actúas como si me odiases.

—Eso es distinto.

—¿Ah, sí?

—Claro. Es por Tara…

—¿Qué pasa con ella?

Jos, la camarera, se acercó en ese momento y se llevó las botellas de coca-cola vacías.

—Pues… no sé… Como el verano pasado os enrollasteis, pues…

—¿Que nos enrollamos? ¿Tara y yo?

«Ay, ay, ay…».

—¿De dónde has sacado eso?

—Tara me lo dijo. Que habíais hecho una barbacoa o no sé qué, y que os enrollasteis, pero que tú no quisiste… bueno, eso.

Víctor me miraba con los ojos muy abiertos. La verdad, no sabría decir si estaba enfadado o si aquello le hacía gracia. Por encima de todo, parecía sorprendido.

—Valeria, no sé qué te ha contado Tara… Pero lo único que ocurrió el verano pasado es que ella quiso enrollarse conmigo y yo pasé del asunto. Tara no me gusta, ¿entiendes?

—Pues a veces parece que…

—Porque la única manera que hay de quitársela de encima es seguirle la corriente. Si no, se pone como una fiera. Yo a Tara ya le he pillado el punto: hay que darle una de cal y otra de arena. Luego ella ya se encarga de montarse películas para estar entretenida, pero eso no es cosa mía, ¿entiendes? Entre Tara y yo nunca ha habido nada. Nunca ha habido nada con ninguna chica de Bline. He estado solo hasta que tú llegaste, Valeria.

No sé por qué tenía un nudo tan grande en la garganta. Un nudo que casi no me dejaba respirar. Ojalá hubiese sabido qué hacer en ese momento. Qué contestarle a Víctor.

Lo único que hice fue sonreírle. Creo que nunca en mi vida había tenido tantas ganas de sonreír. Víctor me acarició la mano. Le miré a lo ojos sintiéndome la persona más feliz del mundo.

Pero claro, aquello no podía durar mucho.

—Tengo que volver a casa —susurré.

—Sí, se ha hecho tarde. Vamos, te acerco en un momento y luego regreso yo junto al abuelo. ¿Tienes controlado el micro?

—¿Qué? —De pronto se me había olvidado todo—. Ah, sí, no te preocupes.

—Entonces, vámonos.

No cruzamos con Jos al salir de la cafetería. Me guiñó el ojo.

—Ya veo que lo has cazado tú. Chica lista —me dijo al oído.

Víctor me besó al dejarme en casa. Fue un beso muy cortito, pero era la primera vez que se despedía así. Entré como flotando.

—Hola, Valeria.

Mi madre leía en el salón.

—Hola. ¿Qué tal el día?

—Como siempre. ¿Y tú?

—Bien. Muy bien… Por cierto, ¿sabes algo de Lola?

—Lauro dice que está mejor, pero que no saldrá de casa en unos días.

—¿Y eso? No creo que por un dolor de cabeza…

—Supongo que será algo más. Recuerda que Lauro contó que tenía trastornos alimentarios.

«Ya, ya. Trastornos alimentarios. O la fiebre amarilla. O la gripe del pollo, no te joroba».

—Lauro lo está pasando muy mal.

—¿Por qué? La que tiene bulimia es Lola.

Mamá se rió.

—Pero ¡qué manía le has cogido al bueno de Lauro! ¿Crees que es fácil convivir con una persona que padece problemas psíquicos? Ayer me decía que, si no se separaba de Lola, era precisamente por no dejarla ahora, que está hecha polvo. Creo que es muy generoso por su parte. No hace falta que te recuerde que tu padre no fue tan considerado con nosotras.

Escuché aquella frase y fue como si me diesen un golpe en mitad del pecho. Es curioso cómo las palabras pueden doler.

Cómo es posible hacer daño a una persona sin tocarla siquiera.

Miré a mi madre sintiendo algo extraño. Algo desagradable. Algo sucio. Papá y Lauro. No, mamá. No te equivoques. Papá lo ha hecho todo con el culo, pero no es un maldito agresor.

—Me voy a la habitación. No quiero cenar.

—Pero, Valeria…

—¡Que me dejes en paz!

Subí las escaleras como si me persiguiesen cien perros rabiosos, y me tiré en la cama llorando sin saber por qué. Mi madre había comparado a mi padre con Lauro Olmeda… No, algo peor: había puesto de ejemplo a Lauro… A Lauro, que pegaba a su mujer, que quizá había matado a una persona… ¿Cómo podía haber hecho eso? Papá podía haber sido el peor marido del mundo…, pero seguía siendo mi padre. Nunca, hasta ese momento, me había dado cuenta de cuánto lo echaba de menos.

Mi padre apenas me había llamado desde nuestra llegada a Bline. Hablamos por teléfono dos o tres veces, me mandó un par de correos cortísimos y un sms para recordarme que era el cumpleaños de la abuela… No era como para estar contenta, no señor. De acuerdo, mi padre era un idiota. Y una mierda de marido. Pero, desde luego, en la comparación con un maltratador salía ganando más que de largo.

El problema era que mamá sabía que papá la había engañado y se había ido de casa, pero lo único que conocía de Lauro es que era un tipo sonriente y agradable, que le daba conversación y que soportaba un matrimonio difícil con una bulímica enloquecida.

—Valeria, ¿puedo pasar?

Mi madre era pesada, pero pesada, pesada. Pesada de verdad.

—¿Qué quieres ahora?

—Hablar contigo. Abre la puerta, por favor.

Obedecí.

—Tú dirás.

—Ha sido una estupidez hablar mal de tu padre delante de ti. Lo siento.

Sé que a mamá le hubiese encantado que me echase a llorar en sus brazos para otorgarle mi absolución. Pues iba lista.

—Vale. ¿Algo más?

—Eres muy difícil, ¿lo sabías?

—Tengo dieciséis años, mamá. Se supone que a mi edad todas las chicas son difíciles.

«Intenta recordarlo antes de decir cosas que puedan disgustarme y a las dos nos irá mucho mejor».

—Será mejor que me vaya a dormir. No hay quien pueda contigo.

—Entonces, ¿por qué has venido?

—Porque a veces hay que intentar precipitar las cosas… Aunque no siempre salga bien.

—Tú sabrás. Buenas noches.

Cerré la puerta, sorprendiéndome al descubrir que ya no estaba tan cabreada. Tenía cosas en las que pensar. No sé por qué, la última frase de mamá se me había quedado en la cabeza.

«A veces hay que precipitar las cosas».

Claro que sí. Eso era lo que iba a hacer.

Tenía toda la noche para pensar cómo. De momento, me dediqué a los asuntos prácticos. Entré en Internet y bajé una receta de tarta de chocolate. La preferida de mamá.

Al día siguiente, como cada mañana, Tara me recogió para ir al colegio.

—¿Qué tal ayer con Víctor?

«Fatal. Horrible. Cada vez me cae peor». Eso era lo que debería haberle dicho. Pero estaba empezando a cansarme de tantas mentiras.

A cansarme de fingir.

—Bien. Es… es más simpático de lo que parece al principio.

—Te lo dije. ¿Acabasteis el trabajo?

Ni siquiera habíamos empezado con los dichosos diseños.

—No.

—Ah… ¿Trabajaréis hoy?

—No —dije, rotunda—, hoy tengo cosas que hacer.

Tara pareció relajarse.

—¿Qué cosas?

—Me enfadé con mi madre ayer por la noche. Me siento fatal y voy a hacerle una tarta de chocolate para pedirle disculpas.

—¿Sabes hacer tarta de chocolate?

—Yo no, pero tu tía Lola seguro que sí…

—¿Te vas a ir a cocinar a su casa? Pues que te vaya bien. Es más rara que un perro verde, y siempre está como ida.

«Como ida. Ya. Habría que ver cómo estaría cualquiera a la que su marido golpease cada dos por tres».

—Puede ser, pero cocina de muerte. Seguro que me ayuda.

—Ahí está Víctor.

Por favor… ¿Hacía Tara otra cosa aparte de estar pendiente de las llegadas y salidas de Víctor Bicand?

—¿Qué tal el teatro?

Esta vez, Tara había cogido a Víctor fuera de juego. Durante unos segundos, puso cara de no saber de qué le estaban hablando, aunque recuperó el hilo en seguida.

—Bien. Casi hemos terminado.

Tara me miró en una mezcla de incredulidad y reproche.

—Pues Val me ha dicho que os falta un montón.

—Es que cuando ella se fue me quedé acabando los dibujos yo solo. De verdad, Tara, ni el FBI es tan persistente como tú…

Tara se echó a reír como si Víctor hubiese dicho algo graciosísimo. En ese momento la suerte se puso de mi parte, porque Tina la reclamó. Necesitaba hablar a solas con Víctor. Lo cogí de la manga y me lo llevé a una esquina.

—Escucha bien lo que voy a decirte, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

—Víctor, esto es muy importante… Tú te fías de mí, ¿verdad?

—Claro… Pero no veo que…

—Bueno, pues entonces tienes que hacer lo que yo te diga. Esta tarde, debes asegurarte de que tu abuelo esté cerca de la casa de Lauro en torno a las siete de la tarde.

—Pero Valeria…

—Es muy largo de contar. Es importante que se lleve el pinganillo, o lo que sea, para escuchar el micro que voy a dejar pegado en el sofá.

—¿Se puede saber para qué?

—Tengo una idea, ¿sabes? He estado toda la noche dándole vueltas… y se me ha ocurrido algo. Necesito que me ayudes… que me ayudes sin preguntar mucho. Fíate de mí. Es una buena idea, te lo juro. La mejor idea que se me ha ocurrido en mucho tiempo.

—Anda, qué serios estáis… Valeria, Tina tiene una duda en el último problema… ¿puedes ayudarla antes de que llegue el profe y le eche la bronca?

—Soy el refuerzo de mates —le dije a Víctor a modo de explicación. Me alejé y se quedó allí, supongo que con la boca abierta.

Me pasé la mañana distraída, pensando en el plan que había trazado, nerviosa como un flan. Cuando se acercaba la hora de salida, hasta me castañeteaban los dientes. Estaba empezando a pensar que quizá no era tan buena la idea que se me había ocurrido. Pero mamá tenía razón: a veces hay que precipitar las cosas.

Y eso era lo que iba a hacer.

Cuando acabaron las clases salí del instituto sin despedirme de nadie. No quería que Tara se ofreciese a acompañarme a ver a Lola, ni que Víctor me exigiese una explicación detallada de lo que pensaba hacer. De camino a casa de los Olmeda, paré en la tienda y compré todo lo que, según la receta, se necesita para hacer una tarta de chocolate.

—¡Valeria! ¡Qué sorpresa!

—Hola… No… no debería haber venido sin llamar, a lo mejor te molesto.

—Claro que no. Pasa, por favor.

Lola parecía más delgada y más frágil de lo que la recordaba. Estaba muy pálida, pero la sonrisa le sentaba bien.

—Tengo que pedirte un favor… Es mi madre… Ayer me enfadé con ella… y quería hacerle una tarta para pedirle disculpas. ¿Puedes ayudarme? Es que no se me da muy bien la repostería…

«Ni la repostería, ni los guisos, ni las pastas, ni freír un simple huevo».

—Claro… ¿Cuándo quieres…?

Le mostré la bolsa del supermercado.

—Ahora… Vamos, si te viene bien.

Pareció dudar unos segundos, pero de inmediato volvió a sonreír.

—Claro. No estaba haciendo nada. Ven, pasa a la cocina. Vamos a ver qué tal se nos da esto.

Enseñé a Lola la receta que había bajado de Internet. Ella propuso un par de variaciones. Yo dije a todo que sí. En realidad, aquella tarta me importaba un comino. Sólo era la excusa para meterme en la boca del lobo. Fue Lola quien mezcló los ingredientes dándome explicaciones que yo seguía fingiendo un interés absoluto.

—Podemos ponerle a la masa unos frutos secos picados… A menos que tu madre sea alérgica.

—No, no lo es… Pero es que no he comprado nada de eso, la receta no lo traía.

—Yo tengo. Mira, coge ese bote. Hay algunas nueces. Y eso son avellanas. ¿Puedes trocearlas?

No me gusta cocinar, pero la verdad es que lo pasé bien con Lola el rato que estuvimos en la cocina.

—Y ahora, al horno. Tardará cuarenta minutos. Vamos a la sala, estaremos más cómodas.

Llevaba el micrófono en el bolsillo. Tenía que presionarlo, desprender la tirilla adhesiva y pegarlo en un lugar discreto… ¿Cuánto tiempo necesitaría? ¿Cómo iba a hacerlo sin que Lola se diese cuenta?

—¿Te apetece tomar algo?

Ésa era la mía.

—Un… un vaso de leche caliente. —En realidad me apetecía una coca-cola, pero necesitaba tiempo.

—Dame un minuto.

Lola se fue a la cocina. Yo respiré para darme ánimos y, con las manos temblonas, saqué el micrófono del bolsillo. Presionar, quitar el protector, pegar. Me sudaban los dedos y se me enganchó la tirilla del adhesivo, pero al final conseguí dejar el chirimbolo debajo del sillón, y aún me sobró más de medio minuto. No se me da tan mal esto de hacer de agente secreto.

—He traído unas galletas. Bueno, cuéntame… ¿Qué tal te va por aquí?

—Bien… Perdona, ¿te importa que mande un mensaje? Es que me acabo de acordar de una cosa…

Le mandé un sms a Víctor:

Micro colocado venid a las 7.

Ahora, a ver si conseguía sacar de casa al cabezota de su abuelo.

—¿Tú… naciste en Bline?

—Sí. Sólo salí del pueblo para estudiar en la universidad. Ya estaba aquí cuando abrieron el nuevo instituto, así que empecé a trabajar allí.

—¿Dabas clase?

—Sí, de literatura.

—¿Te gustaba?

—Claro.

—¿Y… ahora ya no enseñas en ningún sitio?

Me pareció que me estaba saliendo una voz muy rara.

—No… Lo… lo dejé hace unos años, cuando me casé con Lauro.

—Pues… qué pena… Si siguieras dando clase, a lo mejor hubieras sido mi profesora. —Le dirigí una sonrisa. Me pareció que le había gustado el comentario, así que me envalentoné—. ¿No vas a volver nunca?

Desvió la mirada.

—No lo sé. Es que esta casa es muy grande y da mucho trabajo… Y además, no se gana demasiado dando clase. Lauro decía que, entre lo que había que pagarle a la asistenta y todas las veces que teníamos que comer fuera, mi sueldo se nos iba entero.

—Ya. ¿No lo echas de menos? El insti, quiero decir.

—Claro que sí. —Me pareció que se le humedecían los ojos—. Me llevaba muy bien con los compañeros, ¿sabes? Y tener contacto con gente joven es muy bonito. Sirve para quitarte años.

—Pues entonces deberías volver. —Me metí en la boca una galleta de pasas, como si el comentario me hubiera salido por casualidad—. No todo es cuestión de dinero en esta vida.

—Eso decía mi padre. —Me dirigió una sonrisa triste. Justo en ese momento recibí un mensaje.

—Perdona. —Era Víctor.

No te pases con el interrogatorio.

Al menos ya sabíamos que el micro funcionaba bien. Miré el reloj. Las seis y media.

—¿Te… te gusta el pueblo?

—Sí, mucho. Estoy muy bien aquí. Y mi madre también.

—Lauro dice que tu madre es estupenda.

«Ese gusano asqueroso…».

—Tiene sus cosas, pero está bien.

Lola se echó a reír. Fue entonces cuando me di cuenta de que llevaba una muñeca vendada.

—¿Y eso?

—Me quemé con el horno. Como paso tanto tiempo en la cocina…

—Pues vaya racha llevas. El otro día, con la jaqueca, y hoy con una quemadura… ¿Ya estás mejor? Del dolor de cabeza, quiero decir.

—Sí… Sí, mucho mejor. En realidad no fue nada.

Me pareció que se había puesto nerviosa.

—Voy a ver cómo va la tarta. No puede faltarle mucho.

—Te acompaño.

Desde la puerta del horno vimos el bizcocho, esponjoso y ligero.

—Dan ganas de probarlo.

—Espera, aún le quedan unos minutos. Ven, mientras tanto vamos a hacer el relleno.

—Mi madre va a alucinar. Muchas gracias por ayudarme, Lola, de verdad.

—No hay de qué. Me alegro de que hayas venido. Casi siempre estoy sola.

—¿Por qué?

Lo bueno de tener dieciséis años es que uno puede hacer preguntas bastante impertinentes sin que nadie se ofenda.

—No salgo mucho, ¿sabes? Es que… Bueno, he perdido un poco el contacto con mis amigas de siempre. Ellas tienen niños, trabajan… Están más liadas que yo… y es difícil coincidir.

Lola abrió el horno y sacó el bizcocho, que desmoldó con un golpe seco antes de seguir mezclando la crema del relleno.

—Además…, a Lauro no le gusta mucho que ande por ahí. La gente en este pueblo es muy cotilla, ya te habrás dado cuenta, y en seguida empiezan a hablar.

Creo que quiso sonreírme, pero le salió una mueca rara.

—Pero, Lola… A hablar, ¿de qué? ¿De que vas al cine con unas amigas? ¿De que te tomas un café con alguien que te cae bien? ¿Qué hay de malo en eso?

El reloj de la cocina marcaba las siete y cinco.

—Pues eso digo yo. —La voz de Lola se quebró en un sollozo. Una lágrima enorme estuvo a punto de caer sobre el bizcocho de chocolate.

—Lola… ¿qué te pasa? ¿Te puedo ayudar?

Se sentó en un taburete, junto a la mesa de formica blanca, con la cabeza entre las manos.

—No, Valeria, no puedes. Todo es muy complicado, ¿sabes? Y tú eres demasiado joven para entenderlo.

«Habla con alguien, Lola. Pide ayuda. Seguro que habría mucha gente que querría echarte una mano». Eso hubiera querido decirle.

Pero no me salió.

Sólo pude acercarme a ella y darle un abrazo.

Ella también se abrazó a mí, con el pecho agitado por los sollozos. En ese momento hubiese dado cualquier cosa por tener cuarenta años y saber cómo actuar sin meter la pata. Lola lloraba como si se fuese a partir en dos, y yo lo único que sabía hacer era pasarle la mano por la cabeza, como hacía papá para consolarme cuando era yo quien lloraba.

Justo en ese momento entró Lauro.

—¿Qué pasa aquí?

Lola casi me pegó un empujón. Se puso de pie y se secó las manos en un delantal.

—Nada, cariño. Es Valeria… Te acuerdas de Valeria, ¿verdad? Ha venido a hacer una tarta para su madre.

Lauro ni me miró.

—¿Y lloras por eso?

—No… Es que… Bueno, es que no me encuentro muy bien.

—Ya, ya… No pasa nada, Lola… Será mejor que te tumbes en el sillón. Y tú, Valeria, deberías volver a casa en seguida.

Lauro tenía en los ojos un brillo extraño. Ni siquiera me dejó despedirme de Lola, ni mucho menos recoger la tarta. Me cogió del brazo, apretándome más de lo necesario, y me condujo a la puerta. Cuando me tocó, volví a verle pegar a Lola, golpear a otra mujer, empujarla luego por las escaleras con una rabia propia de un loco. Vi a Lauro Olmeda como lo que era, un maltratador profesional, una mala bestia, un cobarde asqueroso.

«A veces hay que precipitar las cosas, Valeria».

—Lo sé todo, hijo de puta —le susurré cuando abrió la puerta para dejarme salir—. Sé lo que le haces a Lola, sé lo que le hiciste a tu mujer, y te juro que lo vas a pagar muy caro.

Esta vez, la cara de Lauro se transformó. Me apretó el brazo con una fuerza animal, y por un segundo creí que iba a golpearme. En lugar de eso, me dio un empujón que me hizo resbalar sobre la nieve, y cerró la puerta como un salvaje.

«Por favor, por favor, por favor, que Áxel esté por aquí cerca».

Me levanté como pude, dándome cuenta de que me había hecho daño en la muñeca. Salí a la calle, buscando con los ojos a Áxel o a Víctor.

—¡¡Valeria!!

Víctor me llamaba desde un todoterreno aparcado una calle más arriba. Corrí hacia allí. Al llegar me abracé a él y me eché a llorar. Desde el asiento del conductor, Áxel nos miraba con la boca abierta.

—Pero, niña…, ¿se puede saber qué…?

—Áxel… Áxel, dime que has traído el pinganillo o lo que sea que sirva para escuchar el micro.

—Sí, pero…

—Pues entonces, callaos los dos. Le he dicho a Lauro que lo sé todo y se ha puesto como una fiera…

—¡¡¡Valeria!!!

—Creo que está fuera de sí. Me ha retorcido el brazo y me ha tirado en la nieve. O mucho me equivoco o en casa de los Olmeda va a empezar la función dentro de unos segundos.

—¿Qué demonios hacía esa niña aquí contigo?

—Lauro, por favor… Vino a preparar una tarta para su madre… Está enfriándose en la cocina, si no me crees…

Unos segundos después pudimos escuchar un estropicio.

—Pues ahí tienes la puta tarta de esa cría. Dile que te la has comido de una sentada o dile lo que te dé la gana.

—Pero Lauro… ¿Qué he hecho yo ahora?

—¿Qué le has contado?

—¿Cómo dices?

—Que qué es lo que le has contado de mí…

—Nada, Lauro, te lo juro… Sólo hablábamos.

—¿De qué hablabais?

—No sé… De cosas… de cosas de crías… Quería saber por qué había dejado de dar clase…

—¿Ah, sí? Y tú ¿qué le has dicho?

—Pues… pues que tenía mucho trabajo con la casa… Ni me acuerdo, Lauro, de verdad.

—¿Tengo que refrescarte la memoria? ¿Tengo que ayudarte a recordar, Lola?

—¡Lauro, por favor!

Escuchamos un ruido de cristales rotos, como si hubiesen estrellado algo contra el suelo, y luego los gritos de Lola y lo que podía ser el sonido de una bofetada. Aquel micrófono era condenadamente bueno.

—¡Abuelo! ¡Abuelo, tienes que hacer algo! ¡Le está pegando!

Para mi sorpresa, Áxel arrancó el coche.

Increíble.

Pensaba darse el piro mientras Lola recibía una paliza.

Pero no era así.

Dejó el coche en otra calle y se volvió hacia mí.

—¿Dónde has dejado el micro?

—Pegado… pegado en la parte de abajo del sofá. Justo en el sillón de en medio.

—Escucha bien, Valeria: cuando te pregunten, explica exactamente lo que te pasó desde que Lauro te sorprendió con Lola. Luego dirás que te encontraste con nosotros y que nos lo contaste todo. Voy a entrar en la casa. Ni se os ocurra moveros de aquí.

Áxel se alejó dando zancadas. Segundos después, el micrófono nos permitió escuchar todo lo que ocurría.

—¡Pare! ¡Pare inmediatamente!

Era la voz de Áxel. ¿Cómo habría conseguido entrar?

—Pero ¿qué demonios…? ¿Quién es usted? ¿Cómo ha entrado?

—Las preguntas las hago yo.

Volvimos a escuchar gritos de Lola, de Lauro, y yo creo que también de Áxel, y ruido de golpes. Estaba claro que se estaban pegando. Pero aquello sólo duró unos segundos.

En seguida supimos quién había ganado.

—¿Policía? Soy Áxel Bicand. Por favor, manden una patrulla al número cuarenta de la calle Pino… Ha habido una agresión… Y envíen también una ambulancia, por favor, tengo aquí a una mujer herida.

Se escuchaban los sollozos de Lola, y también los juramentos de Lauro. Me imaginé que Áxel lo tendría inmovilizado, como hacen en las películas.

—Y ahora ¿qué hacemos?

—Nada. Esperar. Atiende, Valeria: la policía vendrá a buscarte en cuanto hablen con Áxel. Tienes que hacerle caso, ¿de acuerdo? Contarlo tal y como fue. Me temo que el abuelo puede tener problemas si no resultas convincente.

—¿Problemas? ¿Áxel? Hombre, pues tendría gracia que los problemas los tuviese él. Lauro le da palizas a su mujer, y resulta que al final el lío es para el tipo que le para los pies.

—Chisssss… Calla… Acaba de entrar la poli.

—¿Qué es esto?

—Soy Áxel Bicand. Fui policía. He sido testigo de una agresión a esta mujer.

—¡Mentira! Ese tipo entró en mi casa por la fuerza y se me echó encima… Tienen que detenerlo, es un psicópata.

—Señora…, ¿está usted bien?

—Sí…

—Tiene sangre en la nariz.

Volvimos a escuchar la voz de Áxel.

—Lola…, no puede seguir así… No puede seguir protegiéndole…

—Pero ¿qué demonios dice? ¿Qué es lo que…?

Un sollozo prolongado.

—Mi marido me estaba pegando.

—Muy bien —debía de ser uno de los polis—, llévense a ese hombre. Señora, la va a atender un médico… ¿Se ha golpeado en alguna otra parte?

—Me… me duele el brazo.

—Habrá que llevarla al centro de salud para hacerle una placas. Samuel, pide que envíen a un forense para un reconocimiento. Y usted, Bicand…, va a tener que damos muchas explicaciones… ¿Qué hacía en la casa?

—Acabo de encontrar por la calle a una amiga de mi nieto. Estaba llorando. Me contó que el señor Olmeda la había echado de la casa a empujones y la había hecho caer sobre la nieve. La chiquilla estaba disgustada, así que vine a hablar con Olmeda para saber qué había pasado. Cuando me acercaba a la casa escuché gritos y señales de pelea. Así que empujé la puerta y…

—¿Por qué no nos llamó?

—Fui policía, amigo. Ya sabe que, por muchos años que pasen, el instinto no se pierde. El caso es que la puerta estaba abierta…

«No podía estar abierta. Lauro la había cerrado de un portazo…».

—… entré y vi a Olmeda pegando a su mujer. El resto ya se lo imaginan.

—Bueno… Tendrá que acompañarnos a la comisaría… Y necesitaríamos hablar con la chica… La amiga de su nieto.

—Pues la tienen aquí al lado. La he dejado en el coche, junto a Víctor… Les he dicho que no se movieran, así que… Perdonen un momento, cuando forcejeaba con ese tipo se me cayó un botón y… Ah, aquí está.

Escuchamos algo que crujía, y luego un pitido. La comunicación se interrumpió, y así supimos que Áxel había podido deshacerse del micrófono. En un segundo, Víctor escondió los auriculares que nos permitían escuchar lo que pasaba en la casa.

—Valeria… Recuerda la versión del abuelo: Lauro te hizo daño, nos encontraste, él fue a la casa.

—Tranquilo, no es tan difícil.

—¡Víctor! ¡Valeria! Salid del coche, por favor.

Áxel venía con dos polis de uniforme. Pensé que no necesitaba fingir que estaba asustada.

—Estos señores quieren hablar con Valeria… No pasa nada, querida… Pero quizá deberíamos llamar a tu madre para que fuese a comisaría. Tienen que hacerte unas preguntas y ella debería estar presente.

Siempre he detestado mi piel blanca. Esa piel que enrojece con el primer sol del verano y adquiere el color de un embutido si no se la protege con factor cincuenta. Esa piel que es sensible al frío, al calor o a la rozadura de cualquier tela sintética.

Sin embargo, para esta historia mi piel de niña cursi fue la mejor aliada que podía tener. Porque dejó que los dedos de Lauro se marcaran en mi brazo como si fuesen tatuajes. Cinco rojeces perfectamente visibles que iban adquiriendo una tonalidad morada.

—Pero ¿quién te ha hecho eso…? —Mi madre había tardado medio segundo en aparecer por la comisaría, histérica perdida, no sé si creyendo que iban a decirle que estaba detenida por posesión de drogas o que habían encontrado mi cuerpo en un descampado. Llegó cuando acababa de subirme el jersey para enseñarle al forense las huellas de mi encontronazo con el señor Olmeda.

—Tu amigo Lauro. Fui a ver a Lola para que me ayudase a hacer una tarta, no le gustó verme allí y me sacó de la casa de mala manera después de estrujarme el brazo como si me lo fuese a arrancar. Pero no te preocupes, ya está detenido. El abuelo de Víctor lo pilló cuando le estaba dando una paliza a Lola.

Mi madre se sentó, desmadejada, en una silla que le ofrecieron.

—¿Quiere un vaso de agua, señora? Está muy pálida.

—Me… me estoy mareando.

«Por favor, por favor, por favor, que no se le ocurra a mi madre desmayarse y montar el número precisamente aquí».

—Señora, tenemos que tomar declaración a su hija, ¿de acuerdo? Al ser menor, usted debería estar presente.

—Muy bien… Lo que usted diga… Valeria, te tienen que hacer unas preguntas.

—Sí, mamá, ya lo sé…

—Tú no te pongas nerviosa, ¿eh, cariño? Todo se va a arreglar.

Pues claro que iba a arreglarse. Estaba arreglado desde el momento en que Áxel pilló al cerdo de Lauro zurrando a Lola.

La policía me pidió que contara lo que había pasado, y así lo hice. Me sorprendió que una mujer policía me pidiese que volviera a contárselo de atrás hacia delante. Lo hice y le pregunté por qué.

—Cuando uno cuenta una historia que no es verdad suele equivocarse al contarla en un orden distinto. Pero no es tu caso, Valeria. Lo has hecho muy bien.

Aquella señora no tenía ni idea de lo bien que lo había hecho. Está mal decirlo, pero me sentía muy orgullosa. Aunque es verdad que la mayor parte del mérito era de Áxel. Pero aun así…

—¿Podemos irnos a casa? Mi hija está agotada.

No sé de dónde sacaba mi madre semejante cosa…, No estaba cansada en absoluto. Al contrario. Me sentía de lo más animada. Como si me hubiese tomado una docena de coca-colas.

—Claro. Le daré una crema para atenuar las marcas que tiene en el brazo. —La poli chasqueó la lengua—. Menudo salvaje. Pero se la ha cargado de verdad…

—¿Sí?

—Completamente. Su mujer le ha denunciado, y el forense ha encontrado pruebas de agresiones anteriores. Se ve que no era la primera vez que ese asqueroso la pegaba. No debería decir esto, pero es más que posible que vaya a la cárcel una buena temporada.

—Pues entonces, el moratón vale la pena.

La poli se echó a reír. Era más joven de lo que había parecido en un principio.

—Eres una chica dura, ¿eh? Deberías pensarte lo de ser policía. No nos vendría mal gente como tú por aquí. Yo tendría tu edad cuando tomé la decisión.

—¿En serio?

—Ajá. Por cierto, me llamo Noa. Si alguna vez tienes un problema, ya sabes dónde encontrarme.

—La llamaré si me encuentro con otro maltratador como Olmeda.

Noa volvió a reírse. A mamá, sin embargo, no parecía que aquello le hiciese mucha gracia.

—Qué barbaridad. Qué espanto. Pensar que… que Lauro estuvo en nuestra casa… Cada vez que me acuerdo de…

—Pues entonces, mejor no te acuerdes —dije yo, que ya me veía venir las lamentaciones—. Venga, vámonos.

Noa y los otros policías nos dieron las gracias muchas veces, y le dijeron a mi madre que posiblemente tendrían que volver a tomarme declaración en un futuro. Por mí podían preguntar todo lo que les diera la gana, del derecho, del revés y salteado.

—Valeria…, ¿estás bien?

—¡Víctor! Pensé que te habrías ido a casa…

—No, no… El abuelo sigue ahí dentro.

—Víctor. —Mi madre se adelantó a plantarle dos besos, como si fuesen amigos de toda la vida—. Me alegro de verte, hijo…

—¿Qué vas a hacer? —le dije.

—No sé. Esperar, supongo… El abuelo está declarando y me parece que va para largo.

—No puedes quedarte aquí —dijo mamá, con ese tono de mandona que se le da tan bien a veces—. La comisaría no es sitio para un chico… Y además, mira qué hora es. Te vendrás a casa con nosotras. Vamos a dejarle una nota a tu abuelo. Que te recoja allí cuando termine con lo que tenga que hacer.

Ni nos dio tiempo a contestar. Mi madre ya estaba escribiendo en su agenda las instrucciones para Áxel.

—Por favor, diga al señor Bicand que me llevo a su nieto a mi casa. Tiene mi teléfono y la dirección anotados abajo, puede llamarme cuando quiera. Gracias por todo. Vamos, chicos. El día ha sido ya suficientemente largo.

El teléfono estaba sonando cuando llegamos a casa. Lo cogió mi madre.

—Valeria, para ti. Es Tara.

Hablar con Tara era lo último que me apetecía en ese momento…

—¡Val! ¿Es verdad lo que dicen?

—¿Qué es lo que dicen…?

—Que han detenido al marido de Lola… y que ha sido el abuelo de Víctor.

De repente me di cuenta de que mi madre tenía mucha razón: me sentía agotada.

—Sí, Tara. Es verdad. Y yo andaba por allí. Te prometo que te lo contaré todo mañana, pero ahora no tengo ganas de hablar. Estoy muy cansada.

—Pero Val…

—Te veo en el insti

Y colgué. El teléfono volvió a sonar. Era una compañera de mamá. Luego llamó otra. Al final, mi madre tomó la decisión más inteligente: descolgar el fijo y silenciar el móvil.

—Sólo lo cogeremos si llama tu abuelo —le dijo a Víctor—. Voy a preparar algo para cenar. Poned la tele, o lo que queráis… Mamá desapareció tras la puerta de la cocina. Víctor y yo nos abrazamos. Nunca había tenido tanta necesidad de agarrarme a una persona. Me eché a llorar, aunque no sé muy bien por qué. No estaba triste y, sin embargo… Víctor me apartó y me dio un beso flojito.

—Ya está.

—Ay, Víctor…, qué bien ha salido todo.

—Ha habido suerte ¿verdad?

—Sí. Bueno, y Áxel ha estado estupendo… Por cierto, ¿qué le dijiste para convencerle de que estuviese por la zona a la hora convenida?

Víctor se encogió de hombros.

—Sólo la verdad, Valeria. Tratándose de Áxel, siempre es lo mejor.

Mi madre llegó en ese momento con una jarra llena de cacao caliente… y un plato lleno de tortitas junto a un bote de nata en spray.

—Ya sé que no es lo más sano ni lo más nutritivo…, pero os vendrá bien un refuerzo de azúcar. Víctor, tu abuelo acaba de llamarme. No puede recogerte de momento, así que vas a dormir aquí. Es posible que le retengan hasta la madrugada, y no vas a estar en vela hasta que él termine.

—Gracias…

¡Víctor iba a dormir en mi casa! Aquello era como un estupendo final para el día que habíamos vivido. Pensé que a Tara le daría un ataque si supiese que Víctor se quedaría a dormir conmigo. Le vería por la mañana, recién levantado… Podía imaginármelo, con el pelo revuelto y los ojos medio cerrados… «Pero ¡qué suerte tengo!».

—Te prepararé una cama en el sillón. Se supone que es muy cómodo, pero la verdad es que nadie lo ha probado aún. No hemos tenido visitas en Bline. En cuanto os acabéis las tortitas, nos acostaremos todos.

—Pero es pronto…

—He dicho todos, Valeria. Nos hace falta descansar. Te quedarás como un tronco en cuanto cierres los ojos.

Como había dicho, mamá preparó la cama del sofá. Luego, ella y yo subimos a las habitaciones. Sólo pensar que Víctor estaba durmiendo a unos cuantos metros hacía que se me quedase la carne de gallina. Me puse el pijama, pero, en contra de lo que mamá aseguraba, no me pude dormir. Así que, sin pensarlo mucho, bajé otra vez la escalera y entré en el salón.

Víctor también estaba despierto. Ni siquiera se había metido en la cama. Estaba mirando la chimenea con una expresión extraña. ¡Me pareció tan guapo, con el reflejo de las llamas en la cara y en los ojos azules!

—Hola… ¿No tienes sueño?

—No.

—Yo tampoco.

—¿Me haces sitio?

Me senté en el sofá y me acurruqué junto a él, que me rodeó con el brazo por los hombros. Nos tapamos con una manta de cuadros.

—Qué bien se está.

—¿A que sí?

Víctor me besó en el pelo. Creo que nunca en la vida me había sentido tan a gusto. En un segundo, la profecía de mamá se cumplió y los dos nos quedamos dormidos.

—¡Valeria!

¿Dónde estaba? ¿Por qué me dolía la espalda? ¿Qué hacía Víctor a mi lado? ¡Víctor! Había dormido junto a él en el sillón. Frente a mí, mi madre me miraba más bien cabreada.

—¿Se puede saber qué haces aquí?

—Lo siento. Bajé a ver qué tal estaba Víctor y… bueno, creo que nos quedamos sobados.

A todo esto él seguía durmiendo, tan feliz.

—Ya hablaremos tú y yo. Ahora tengo que irme a la central. —Abrió la puerta y metió dentro una bolsa que recogió del porche—. El abuelo de Víctor acaba de dejarle un poco de ropa. He hablado con él hace un momento. Ya está en su casa. Dile a Víctor que irá a buscarlo después de las clases.

—Vale. Oye, no te rebotes por… por esto… No ha sido nada.

Mamá me detuvo con un gesto.

—Valeria, ahora no. Tengo la sensación de que nos están pasando demasiadas cosas al mismo tiempo. Despierta a tu amigo. Tenéis que estar en el instituto en cincuenta minutos. Hay leche y tostadas en la cocina. Haced el favor de desayunar.

Tara vino a buscarme como todos los días, y se quedó de una pieza al ver a Víctor en mi casa mordisqueando una tostada con mantequilla.

—Pero ¿qué haces tú aquí…?

—Mi abuelo ha estado toda la noche en comisaría, y la madre de Valeria le dijo que se ocuparía de mí.

Tara me dirigió una mirada extraña.

—Me parece que tienes muchas cosas que contarme, Val.

Estuve a punto de decirle que no, pero empezaba a estar harta de mentiras. Harta de secretos. Harta de ocultar cosas.

—Hablamos luego, en el descanso. Vámonos al insti o llegaremos tarde.

Como ya había supuesto, en el instituto no había tema de conversación distinto a la detención de Lauro. Por supuesto, la historia ya estaba suficientemente manoseada como para que circulasen algunas versiones delirantes de la verdad: que si el abuelo de Víctor había entrado en la casa rompiendo una ventana; que si era miembro de un comando de operaciones especiales; que si sabía artes marciales y por eso había podido detener a Lauro… Nuestra llegada provocó una avalancha de preguntas.

—A mí no me miréis, sé casi lo mismo que vosotros —decía Víctor, que estaba tan tranquilo—. No he visto a mi abuelo desde ayer.

—Pero ¿qué estaba haciendo él allí?

—Ya se lo he contado a la poli: el abuelo y yo vimos salir a Valeria de casa de los Olmeda, estaba llorando y nos contó que el imbécil de Lauro la había empujado. Mi abuelo quiso hablar con él para saber qué había pasado, oyó gritar a Lola y entró para ayudarla. No hay mucho más que decir.

—Pero ¿cómo consiguió detenerle? Tu abuelo es un viejo, ¿no?

—¿Qué va a pasar ahora?

—¿Irá Lauro a la cárcel?

—Tu abuelo ¿estaba en los GEO o algo así? Porque para reducir a ese Lauro sin ayuda de nadie hay que ser muy…

—¡Chicos! —La voz del director atronó en la escalera—. Es hora de entrar en clase. Vosotros dos —nos señalaba a Víctor y a mí—, venid a mi despacho. Tenemos que hablar.

El interrogatorio de comisaría se repitió, calcado, en el despacho del señor Fresno. ¿Qué había pasado en la casa? ¿Por qué había ido yo allí? ¿Qué le había dicho a Áxel? Por suerte, habíamos contado la misma historia tantas veces que ya nos daba lo mismo tener que repetirla. Luego, el director nos largó un sermón rarísimo hablando de lo desagradable que era todo lo que había pasado. «Hombre, pues claro que es desagradable, pero más lo es que un tío le pegue a su mujer y que nadie se entere», pensaba yo. Pero al director sólo parecía preocuparle que dos alumnos del instituto estuviesen involucrados en un asunto policial. Hasta me pareció que estaba mosqueado. Como si el lío nos lo hubiésemos buscado nosotros…

Yo me estaba tragando la charla sin rechistar. Por eso me sorprendió tanto escuchar la voz de Víctor, que de pronto parecía áspera y grave.

—Director… Aquí lo malo no es que Valeria y yo hayamos tenido que ir a la comisaría a declarar. Lo malo es que un vecino del pueblo le estaba dando una paliza a su mujer.

Caramba. Está claro que Víctor no es de los que se echa para atrás. Yo no me hubiese atrevido a contestar así al director del insti ni en un millón de años.

—Víctor —el tono de Fresio había cambiado—, ¿crees que no me alegro de que se haya descubierto lo que Olmeda hacía? Pues claro que sí. Pero me preocupa que tú o Valeria veáis lo ocurrido como… como una especie de aventura. No, no pongas esa cara. Sois la atracción del instituto, ¿entendéis? Los héroes del día. Y aquí estáis para estudiar, para divertiros, para haceros adultos, no para jugar a policías y ladrones. Estoy encantado de que ese Lauro vaya a acabar en la cárcel. Pero me preocupa que dos adolescentes sean protagonistas de toda esta película.

El tono del director se había vuelto más amable, casi paternal.

—Víctor, Valeria… En este instituto, en este pueblo, hacemos todo lo que está en nuestra mano por daros la mejor vida posible. Sé que sabéis lo que ocurrió hace ya quince años. Aquello nos hizo mucho daño. Destrozó las vidas de tres familias, y dejó muy tocado a todo el mundo. Desde entonces, nos hemos esforzado por trabajar duro para que nada malo volviese a pasar a la gente de Bline, y más o menos lo hemos conseguido. ¿Sabéis que tenemos los índices de delincuencia más bajos de todo el país? ¿Sabéis que apenas hay robos? ¿Que no ha habido una agresión sexual en los últimos diez años? Queremos pensar que nuestra política educativa tiene mucho que ver en todo eso. Por eso preferimos que no juguéis a ser adultos. Hay muchas cosas que os vienen grandes, chicos. Muchas cosas. Y es mejor que os apartéis de ellas.

—Entonces…, ¿qué es lo quiere?

—Que olvidéis este asunto. Que no habléis de él con vuestros compañeros. Que evitéis dar detalles. Ha ocurrido, ha pasado, y punto. A ver si volvemos a la normalidad cuanto antes, ¿de acuerdo? Y ahora, id a clase. Y recordad que los exámenes empiezan dentro de quince días. Deberíais poneros a estudiar.

Bueno, pues al final no había sido para tanto. Víctor y yo salimos del despacho. Avanzamos en silencio por el pasillo, y de pronto, no sé por qué, Víctor me abrazó. Me abrazó muy fuerte, como en las despedidas de las películas.

Supongo que fue cuestión de mala suerte que Tara se asomase a la puerta precisamente en ese momento.

Las cosas habían salido demasiado bien en las últimas horas, así que no tenía nada de raro que algo fallase y lo complicase todo.

Tara no me habló durante el descanso, ni tampoco durante la comida. Estaba pálida y muy seria.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Rebeca.

—Nada…

—Pues estás blanca como la pared.

—La pared está pintada de color mostaza, imbécil. Así que déjame en paz.

Nunca había visto a Tara reaccionar así, y parece que los demás tampoco.

—¿Qué bicho te ha picado? —preguntó Mara.

—Oh, de verdad, olvidaos de mí. —Se levantó de la mesa y salió del comedor. Ni siquiera recogió la bandeja. Me dio la sensación de que estaba llorando, pero no podría jurarlo. Cuando volvimos al aula, Tara no estaba. La profesora de física nos explicó que había pedido permiso para irse a casa porque no se encontraba bien.

Intenté concentrarme en la clase. El director tenía razón, los exámenes estaban a punto de empezar y hasta entonces yo no había estudiado demasiado que digamos. Tendría que espabilarme si quería ponerme al día. En eso estaba pensando cuando sonó el timbre: que si no me apretaba las clavijas cuanto antes, acabaría por pillarme el toro.

Y yo no había suspendido en toda mi vida. Si patinaba en los exámenes, mamá empezaría a preocuparse otra vez… por no hablar de lo poco que me apetecía engrosar el grupo de «los que suspenden».

Salimos de clase todos juntos. Se me hacía raro no tener cerca a Tara. Me caía bien y no me gustaba en absoluto la idea de enemistarme con ella. ¿Habría alguna manera de solucionar el embrollo en el que me había metido yo sólita?… ¡Cuánta razón tenía mamá al decirme que no estaba haciéndolo bien! Ojalá le hubiera hecho caso… Ojalá no…

—Perdona ¿has visto a Tina Rollán?

Aquella pregunta me devolvió a la tierra de golpe y porrazo. La que me hablaba era una mujer alta, rubia, con un bonito abrigo de pieles. Parecía preocupada.

—No. Quiero decir, sí. Se ha quedado recogiendo el laboratorio. Ahora saldrá…

—Soy su madre. Tú debes de ser Valeria.

—Sí. —No me gusta nada conocer a los padres de los demás. De hecho, no me gusta conocer a gente adulta—. Ah, mire, ahí sale Tina.

Iba a largarme cuando aquella mujer se echó a llorar. Hubiese sido un poco fuerte darse el piro así, sin más.

—Mamá… ¿qué… qué pasa?

—Se trata de Lázarus, cariño… Lo han atropellado esta mañana…

—Pero…

—Lo siento, querida. Está muerto.

Tina se echó a llorar como si hubiese recibido la peor noticia de su vida. Fue Víctor quien me contó que Lázarus era el perro de Tina, un golden retriever que le habían regalado años atrás y al que quería como si fuese otro miembro de la familia… O, al menos, eso parecía al verla tan disgustada. Los otros compañeros la rodearon mientras su madre trataba de consolarla.

—No llores, querida. Compraremos otro perro.

—No quiero otro perro. Quiero a Lázarus.

Aprovechando que Tina parecía tener de sobra quien se ocupase de ella, me alejé. Víctor vino conmigo. Caminamos unos metros cuando se detuvo junto a nosotros el todoterreno de Áxel.

—Subid —dijo.

No parecía de muy buen humor, pero no sería yo quien le llevase la contraria. Obedecimos, e hicimos en silencio el corto camino hacia la casa de los Bicand. Miré a Áxel con el rabillo del ojo. Tenía aspecto de cansado —nada extraño, por otra parte, si se había pasado la noche en comisaría— y el ceño fruncido. Había imaginado que cuando volviésemos a vemos sería para celebrar juntos el éxito de nuestra operación, pero algo me decía que aquella tarde no iba a celebrarse nada. Hubiese querido preguntarle a Víctor cómo había que interpretar la cara de pocos amigos que llevaba su abuelo, pero no parecía fácil comunicarse con él.

—Entrad en la casa.

«Mira que le gusta dar órdenes a este hombre», pensé. Víctor y yo obedecimos como dos corderitos.

—¿Estás… estás bien? —A Víctor la voz parecía salirle del cuello de la camisa. Parecía haber perdido toda la fuerza de hacía unas horas, cuando casi se enfrentó al director Fresno.

—No demasiado. Me he pasado la noche en vela siendo interrogado. He tenido un careo con ese tipo, Lauro Olmeda, y he rellenado docenas de papeles, así que no, no estoy bien. —Se volvió hacia mí y me miró con sus ojos helados—. Valeria, lo que hiciste fue una locura.

Me puse roja como un tomate y bajé la cabeza. Y yo que ya estaba esperando una felicitación…

—¿Cómo pudiste provocar a Lauro de esa manera? ¿Sabes lo que tal vez hubiese ocurrido de no haber podido entrar yo en la casa? Un tipo como Lauro no reacciona precisamente bien ante los contratiempos. Tal vez hubiese dado a Lola la peor paliza de su vida. Valeria… Lola pudo haber muerto ayer.

Áxel hablaba muy despacio, como si estuviese escogiendo cada palabra, y con un tono de voz capaz de dejar petrificado a cualquiera… O, por lo menos, de dejarme petrificada a mí. Creo que, de haber ardido la casa, no hubiese sido capaz de salir corriendo.

—Hemos tenido mucha suerte. Esta historia hubiera podido acabar de una forma terrible para todos…

Se hizo el silencio. Víctor y yo seguíamos sin movemos, como esperando la siguiente orden de Áxel.

—Por fortuna, y no sé por qué extraño motivo, los dioses debieron de ponerse de nuestra parte. Lauro está detenido y será procesado, y Lola a salvo. Se ha quitado de la circulación a un maltratador de mujeres, y ésa siempre es una buena noticia. Pero nos hemos arriesgado mucho. Y eso no sólo va por Valeria…

—¿Qué quieres decir?

—¿Cómo creéis que entré en la casa de los Olmeda?

—Dijiste que la puerta estaba abierta…

—¿Y tú te lo creíste?

Víctor se encogió de hombros.

—¿Entonces…?

—Me arreglé con esto…

Áxel nos enseñó algo que tardé un segundo en identificar como un pedazo de radiografía. Había visto tantas en el hospital que las distinguía de cualquier otro objeto.

—Vaya —dije, por decir algo.

—¿Sabéis lo que eso significa? Que he cometido un delito abriendo por las malas una puerta cerrada por su dueño. —Tiró la radiografía al fuego que ardía en la chimenea—. Menos mal que les he convencido de que no había tenido que forzarla para entrar. En fin… Bien está lo que bien acaba. —Nos dirigió algo que parecía una sonrisa—. Y ahora, quiero que olvidéis toda esta historia y que no os llenéis la cabeza con novelas de buenos que ganan la batalla a los malos. No penséis que sois una especie de Sherlock Holmes y Watson. Me gustaría que no os metieseis en líos en una buena temporada.

Vaya. El mismo discurso del director. Me pregunté si se habrían puesto de acuerdo para largamos el rollo a dúo.

—¿Dónde está Lola? —Víctor, muy hábil, intentaba cambiar de canal

—No lo sé. Quizá haya vuelto a su casa, o a lo mejor se ha quedado esta noche con su familia. De todas formas, Lauro está detenido, y no creo que el juez tarde mucho en firmar una orden de alejamiento, si es que no lo ha hecho ya. Ése no volverá a molestarla. El timbre de la puerta sonó justo en ese momento, y creo que nos sobresaltó a todos.

—¿Esperas a alguien? —Víctor negó con la cabeza.

Áxel abrió. En la puerta había una mujer mayor, envuelta en un abrigo que parecía quedarle grande.

—¿El señor Bicand?

—Yo mismo…

—Me llamo Sara Gómez. Quería darle las gracias. Soy… soy la madre de Lola.

—Claro… Perdone, pase, por favor. Hace mucho frío.

Aquella mujer me dio pena cuando la vi de cerca. Al quitarse el abrigo me di cuenta de que era más delgada y más débil que su hija. Estaba muy pálida, y parecía haber llorado.

—Es mi nieto, Víctor. Y su amiga Valeria.

Nos dirigió una sonrisa triste.

—Tú eres la chica que estuvo ayer con Lola, ¿verdad? Si no hubieses ido por allí ayer tarde, quién sabe si…

Se le rompió la voz en un sollozo.

—Siéntese, por favor. Víctor, prepara una infusión para la señora. Nos vendrá bien algo caliente, ¿no cree? —Áxel había tomado las manos de la madre de Lola. Había perdido su gesto adusto, y ahora parecía cariñoso y tierno. Como un verdadero abuelo, y no como un poli encolerizado.

—Gracias —dijo ella, un instante después, tomando la taza que le ofreció Víctor—. Quería agradecerle personalmente lo que ha hecho por Lola. Y explicarle algunas cosas.

—No tiene por qué explicar nada.

—Oh, pero quiero hacerlo. Verán, Lola se casó con Lauro hace seis o siete años. La verdad, a mí nunca acabó de gustarme aquella relación. Llámenlo sexto sentido, pero había algo en él que… Bueno, eso ya da igual. No se lo dije a mi hija, claro. Ella estaba muy ilusionada con ese hombre. Mi Lola es una chica tímida. No había tenido muchos novios, ¿sabe? A la pobre le afectó tanto lo de su sobrina que…

—¿Su sobrina?

—Señor Bicand… Mi nieta Julia fue la primera niña a la que mató aquel asesino hace quince años. Seguro que sabe algo del caso, aunque aquí a todo el mundo le gusta actuar como si aquello no hubiera sucedido nunca.

La cara de Áxel había cambiado. Tenía otra vez esa expresión reconcentrada y dura, y la mirada intensa de quien parece estar atendiendo con los cinco sentidos.

—Lola adoraba a aquella niña. Tenía veintidós años cuando sucedió, ¿saben? Se sentía muy unida a Julia. Se pasaba las tardes en casa de Cosmo haciendo de canguro. Estaba como loca con su sobrina. Luego, cuando ella murió… Bueno, fue terrible para todos, pero mi Lola sufrió casi tanto como Mariona y Cosmo. Estuvo varios años siguiendo un tratamiento psiquiátrico. Apenas salía de casa. Perdió a todas sus amigas, y, por supuesto, ni siquiera quería oír hablar de salir con un chico. Luego, cuando encontró el trabajo en el instituto, empezó a recuperarse. Casi era la misma de antes. Y tres años después apareció Lauro. Lola se enamoró de él hasta los huesos, ¿entiende? Como una jovencita. Se casaron en seguida, y él empezó a controlar su vida. Consiguió que dejara de dar clase, que olvidase a las pocas amigas que había hecho… Al final ni siquiera veía a su familia. Yo misma me pasaba semanas sin hablar con ella. A Lauro no le gustaba ni que la llamásemos por teléfono. Pero lo que yo no podía suponer era que ese salvaje pegaba a mi niña. No sé qué va a ser de ella ahora, ¿saben? Está muy sola.

—Lo siento mucho… ¿Ha hablado con su hijo…, con Cosmo? Quizá él pueda ayudar a su hermana…

No sé si alguien más se dio cuenta, pero la espalda de la señora Gómez se puso tiesa como un palo al escuchar ese nombre.

—Señor Bicand, mi hijo y yo no nos llevamos bien. En cuanto a Lola, espero que consiga encontrar apoyo en otra parte. No creo que Cosmo pueda resultar de mucha ayuda. En fin, no quiero molestarles más. Sólo venía a darle las gracias.

—No hay por qué, de verdad.

Áxel acompañó a la puerta a Sara. Pero antes de que se fuera, siguiendo algo así como una inspiración, me acerqué a ella y le di un abrazo.

Y vi algo que no entendí.

Vi a una mujer horrorizada.

A una mujer muerta de miedo. Paralizada por el peso de algo terrible.

Me quedé blanca, y contesté con un balbuceo a su despedida.

Áxel salió para acompañar a Sara al coche. Yo no dije nada. Sólo tragué saliva. Tenía la sensación de que aquella mujer sabía algo… algo tremendo… algo que quizá nunca le había contado a nadie.

Aquella noche, la nieve volvió a caer con la fuerza de los días pasados. Víctor me había llevado a casa un poco antes de que llegara mi madre. Pensé que iba a reñirme por haber pasado la noche junto a Víctor, pero me pareció que ni se acordaba. Estuvimos hablando un rato, y me echó exactamente el mismo rollo que el director y que el propio Áxel: ha sido una experiencia muy dura, tienes que olvidar lo que ha pasado, etc, etc. Dije que sí a todo.

—Al final tú tenías razón —dijo.

—¿De qué hablas?

—De Lauro. Te disgustó desde un principio.

Debí de contestar con una de esas frases hechas, tipo «nunca se sabe» o «son cosas que pasan». No podía decirle que había adivinado qué clase de persona era Lauro gracias a mis dichosos superpoderes. No creo que a mi madre le gustara saber que su hija podría ser miembro de la patrulla X.

—A veces es bueno hacer caso de la intuición. Y hay que reconocer que la tuya es de pata negra. Lauro tenía engañado a todo el mundo. En la central no daban crédito a lo ocurrido. Es la última persona a la que podría imaginar pegando a una mujer.

—¿Por qué? ¿Porque es un tipo educado? ¿Porque resulta simpático y va bien vestido? No creo que todos los delincuentes tengan pinta de macarras. Dicen que hasta Jack el Destripador tenía buenos modales.

—Muy bien, señorita sabelotodo. Ya he reconocido mi metedura de pata. Y ahora, no estaría de más que tú reconocieses la tuya.

—¿De qué hablas?

—De Tara. Mariona tuvo que irse de la oficina a mitad de la jornada. Su hija la llamó llorando, y me temo que eso tiene algo que ver contigo y con ese guapetón de ojos azules con quien has dormido abrazada. Por cierto, antes de que se me olvide: estás castigada.

—Pero, mamá…

—Valeria —levantó la mano en un gesto muy suyo que significa: asunto zanjado—, no me hagas enfadar. A partir de hoy y hasta nueva orden volverás a casa directamente al terminar las clases. Y, por supuesto, el fin de semana no podrás salir por ahí.

—¿Todo eso sólo por quedarme dormida en un sillón?

—No, Valeria. Todo eso por haber actuado mal con una persona que se fiaba de ti. Has engañado a Tara, y eso no está bien.

—Genial…

—Hay una forma de que te levante el castigo. Haz las paces con Tara…

—No va a ser fácil. Creo que me odia.

—Pues arréglalo, Valeria. Has arreglado otras cosas bastante más complicadas. Arregla lo de Tara, si de verdad eres tan lista… y si quieres volver a tener libertad de movimientos. Y ahora, vamos a cenar.

Después de la cena me pasé un par de horas estudiando. Había perdido mucho tiempo desde la llegada a Bline, pero estaba segura de que podría ponerme al día si me esforzaba. Víctor me mandó un mensaje tonto a las once y media, y yo le contesté con otro, pero no caí en la tentación de ponerme a chatear. O me tomaba en serio los exámenes, o mamá tendría más motivos para estar descontenta.

¿Era justo que me castigase por lo de Víctor? ¿De verdad había hecho algo mal? Aquella pregunta me daba vueltas en la cabeza y me impedía memorizar las fechas de las lecciones de historia. Quizá mamá tenía razón. Quizá me había portado de manera injusta con Tara, que tan amable había sido conmigo desde mi llegada a Bline. Pero ¿qué iba a hacer? ¿Era culpa mía que me gustase el mismo chico que a ella? ¿Tenía que haber pasado de Víctor sólo porque Tara estaba loca por él? No, desde luego que no. Además, a Víctor no le gustaba Tara. Ella no tenía nada que hacer.

Entonces, ¿por qué no podía evitar sentirme como una verdadera sabandija?

Respuesta: porque había sido incapaz de decir la verdad a Tara. De sincerarme con ella. De reconocer que a mí también me gustaba Víctor. De explicarle que tenía derecho a intentar acercarme a él. Y, en lugar de eso, había estado fingiendo que no sólo pasaba de Víctor, sino que encima me caía mal. Y eso me convertía en una especie de gusano asqueroso. En una malísima persona.

Me había portado con Tara tan mal como Silvia se había portado conmigo.

«Qué difícil es tener dieciséis años», pensé. Aquella noche me dormí preguntándome si cuando uno es adulto las cosas resultan un poco más fáciles que durante la adolescencia.

Y, no sé por qué, me daba la sensación de que no.

Recibí un mensaje en el móvil nada más despertar.

Tengo fiebre. No iré al insti. Bs. V

Estupendo. Pues sí que empezaba bien el día.

Fue raro ir sola al insti, no hacer el camino de todos los días acompañada de la charla de Tara, siempre tan vivaz y tan dispuesta a cotorrear. La echaba de menos, y la certeza de no haberme portado bien con ella aumentaba mi sensación de disgusto.

Tampoco Tara había ido a clase. Tina la había llamado, dijo, pero tenía desconectado el teléfono. Cada vez me sentía peor: Tara estaba enferma, y posiblemente era por mi culpa. ¿Estaría grave? Dicen que te puedes morir de un disgusto… Y el disgusto a Tara se lo había dado yo, así que era responsable de todo lo que pudiera pasarle. Al final, la listilla de mi madre iba a tener razón. Me lo había montado fatal. De pena. Podía haber hecho bien las cosas, pero me empeñé en hacerlas mal. «Me merezco todo lo que me pase a partir de ahora. Me merezco…».

—¿Y tú qué dices, Valeria?

La voz de la señorita Ros, la profesora de historia, me sacó de mi nube particular. No hace falta decir que no tenía ni idea de lo que estaba hablando. Creo que era algo sobre la Revolución francesa…

—Valeria, estoy esperando tu opinión…

Decidí tirarme a la piscina.

—Que… que sí. —Pensé que con esa respuesta tenía un cincuenta por ciento de posibilidades de acertar.

—Que sí ¿a qué?

—Que sí, que… que tenía razón.

La profesora Ros me miró con un aire que no supe definir: ¿pitorreo?, ¿hastío?, ¿desprecio absoluto?

—Bueno, pues es una forma muy particular de verlo, ¿no te parece?

Me puse colorada como un pimiento.

—No sé…

—Valeria… Mientras tú viajabas por no sé qué fragmento del espacio exterior, estaba contando a tus compañeros que, cuando le dijeron que su pueblo no tenía pan, la reina María Antonieta contestó «pues que coman bizcocho». Me sorprende saber que, en pleno siglo veintiuno, una muchacha de tu edad piensa que estaba en lo cierto al dar ese consejo a los hambrientos.

Toda la clase se rió, y tuve la sensación de ser protagonista de una función a la que hasta entonces sólo había asistido como espectadora: un alumno cogido en la inopia y ridiculizado por el profesor.

—Haz el favor de prestar atención. Me parece que tu rendimiento académico está dejando mucho que desear.

Ese comentario era la peor puntilla que se me podía poner. Odié a la profesora por dejarme en evidencia delante de toda la clase. Nunca jamás me había pasado nada parecido. Era una alumna brillante… ¿Cómo podía permitir que me ocurriese algo así? Intenté conectar con el resto de la lección y atender a todas las estupideces que había dicho María Antonieta, pero, en conjunto, aquélla no fue una jornada de clase muy bien aprovechada. Pensaba en Tara, y por supuesto también pensaba en Víctor. Y pensaba, cómo no, en el castigo que mi madre me había impuesto.

Al acabar las clases tomé una decisión y, desobedeciendo las instrucciones que me habían dado, no me fui a casa.

Me fui a ver a Tara.

No abrió cuando llamé al timbre, aunque pude escucharla acercándose a la puerta y observando por la mirilla.

—Tara… Soy yo… Valeria.

—Ya lo sé. ¡Lárgate!

—¡Quiero hablar contigo!

—¡Pues yo no creo que tengamos nada de que hablar!

—Tara, por favor… Ábreme la puerta. —Me tiré un farol—: Pienso quedarme aquí tocando el timbre y berreando hasta que me abras… y hace un frío de muerte… ¿Cuánto crees que puedo aguantar? Será culpa tuya si me encuentran congelada dentro de dos horas.

Hubo un silencio. Luego escuché cómo se descorría el cerrojo, y vi la melena cobriza de Tara asomarse por la puerta entreabierta.

—Pasa… Pero quiero que sepas que pienso que eres una traidora.

—Gracias. Yo también lo pienso, si te sirve de consuelo.

—Me serviría de consuelo verte con las dos piernas rotas.

—Pues en ésta llevo un montón de hierros. Si quieres darme una patada, te aconsejo probar con la otra.

Le dio la risa. Yo también me reí.

—Todavía estoy cabreada contigo, así que no te hagas ilusiones. Pero puedes entrar si quieres.

Hablé con Tara durante un buen rato. No intenté disculparme. Sólo le dije que tenía razón, y traté de que entendiese cómo habían sido las cosas. Le conté que, al principio, era cierto que Víctor me caía fatal. Ni siquiera podía decir cuándo había empezado a gustarme, porque no me había dado cuenta. Había sucedido, sin más… Pero había hecho mal en no ser sincera con ella. Tara se quedó callada unos segundos, y luego bajó la cabeza.

—¿Estás… estás saliendo con Víctor?

—Supongo… No lo sé. No me lo ha pedido ni nada de eso. Es que… es tan raro…

—Lo sé. Por eso me gusta. Porque no se parece a los otros chicos. Bueno, y también porque es muy guapo.

Nos quedamos las dos en silencio.

—Lo siento mucho, Tara.

—Ya. Yo también. Tampoco es que yo haya sido contigo la reina de la sinceridad…

—¿Por qué?

—No me enrollé con Víctor. Lo intenté, pero pasó de mí. Ni siquiera sé por qué te conté esa bola.

—Da igual.

—Pues claro que da igual. Cuando te enrollaste con Víctor no pareció que importase mucho que yo le hubiese visto primero. Venga, no pongas esa cara… Estoy de broma. Podemos hacer las paces si quieres.

Tara me dio un abrazo, y en ese momento me di cuenta de que mi amiga de Bline era mucho mejor persona de lo que había pensado.

De que era mucho mejor persona que yo.

—Vamos, hablemos de otra cosa. ¿Qué tal en el insti?

—Bien. Bueno, regular. Me han abroncado por estar distraída en clase.

—¿Quién ha sido?

—Ros.

—Mala suerte, chica. Lleva fatal lo de pillar a alguien en las nubes. Por cierto, ¿cómo está Tina? Me dijeron lo de Lázarus.

—No he hablado con ella. ¿Tanto quería a ese perro?

—Más que a cualquier otra cosa. Hace cuatro años Tina estuvo muy enferma. Una cosa rara de la sangre. Se curó, pero estuvo hecha polvo. Incluso perdió todo el pelo. Le compraron a ese perro para ayudarla en su recuperación y se encariñó mucho con él. El tal Lázarus era como un ángel de la guarda para la pobre Tina. El capullo que se lo cargó se ha lucido.

—¿Se sabe qué ha pasado?

—Lo mismo que le pasó al perro de mi padre. Algún cretino perdió el control del coche y se llevó por delante al bicho. Pero al menos el que mató a Тех se quedó a dar explicaciones. Al pobre Lázarus lo han encontrado despanzurrado y no se sabe quién lo atropelló.

—¿No te parece raro?

—¿El qué?

—No sé, que hayan muerto tres perros en tan poco tiempo. Primero fue el de tu padre. Luego, el del señor Merteuil. Ahora, Lázarus

—Oye, deberías hacer las pruebas para entrar en el CNI. Me parece que eso de estar tan cerca del nieto de un madero te está afectando un poco. Ya sé que lo de los perros es una casualidad bastante rara, pero no compliques las cosas. Los accidentes ocurren. Una vez, en una excursión de esquí, hubo cuatro esguinces de brazo. Cuatro. Y todos en el brazo derecho. Ahí tienes una casualidad. Y ahora, vámonos.

—¿Adónde?

—Llevo veinticuatro horas encerrada. Le he encargado a mi padre una cazadora nueva, así que vamos a ir a buscarla. Y no protestes. Todavía no te he perdonado del todo.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Que vas a ser mi esclava hasta que yo lo diga. Andando.

La tienda del padre de Tara estaba en una de las calles que convergían en el centro del pueblo. Había pasado un par de veces por delante, pero no me había fijado mucho en el local. Se llamaba «Al Frío», y tenía en el escaparate dos maniquíes vestidos con ropa de nieve y varios equipos de esquí de último modelo.

—¿Qué te parece? ¡Hola, Francis! ¿No está mi padre?

La tal Francis frunció un poco el ceño. Me pareció que no le hacía mucha gracia ver a Tara por allí.

—No. Salió hace un rato.

—¿No te ha dicho adónde iba?

—No.

—¿Ni cuándo iba a volver?

—Tampoco. Yo no pregunto esas cosas.

—Ya. Eres una tía discreta. —Tara se volvió y me guiñó un ojo. Estaba claro que disfrutaba mareando a Francis—. Supongo que tampoco sabrás dónde está el chaquetón forrado que mi padre ha encargado para mí.

—Pues no.

—Vale. Echaré un vistazo.

—Por aquí no está. —Francis tenía cada vez más cara de malas pulgas.

—Entonces buscaré en el almacén.

—Está cerrado.

—Qué mala suerte tengo hoy, ¿eh, Francis?

Otra chica entró en la tienda justo en ese momento.

—¡Tara! ¡Cuánto tiempo sin verte!

—¡Serena!

Tara plantó dos sonoros besos en las mejillas de la recién llegada. No había duda de que la tal Serena le caía mucho mejor que Francis.

—¿Has venido a ver a tu padre? Acaba de salir.

—Ya me lo ha dicho la señorita Sonrisas. Oye, ¿no sabrás tú dónde ha puesto la cazadora que le encargué? La necesito cuanto antes, la que tengo está hecha una pena.

—Ni idea. Pero creo que en la furgoneta hay unas cajas con mercancía nueva. Quizá esté allí.

—¿Dónde está la furgoneta?

—En el almacén grande. Precisamente iba hacia allí. Si quieres te llevo.

—¡Estupendo! Mira, ésta es Valeria… Val, te presento a Serena. Adiós, querida Francis. Mil gracias por tu ayuda. Que te vaya bien. Dulces sueños. Au revoir…

El coche de Serena estaba aparcado en la puerta. El almacén de la tienda estaba a la salida del pueblo. Era una construcción bastante grande, pintada de gris, con una puerta metálica. No sé por qué, se me antojó un lugar inquietante. Serena abrió la puerta. Dentro había docenas de cajas.

—Echemos un vistazo.

—No sé cómo vamos a encontrar nada por aquí. Esto está a tope.

—Espera… Se supone que las cajas están rotuladas. Ésa no la abras, son pantalones…

No sabía muy bien qué hacer mientras Serena y Tara buscaban la famosa cazadora. Me apoyé en la furgoneta que estaba aparcada dentro del almacén y fue entonces cuando me di cuenta de que tenía algo abollado el parachoques. Me acerqué un poco más: en la pieza había marcas de sangre.

Marcas de sangre y algo más: unos cuantos pelos.

Qué cosa más rara, ¿no?

Sin decir nada, saqué un folio de la carpeta, recogí los pelos con la hoja y me guardé el paquete en el bolsillo.

El padre de Tara entró justo en ese momento.

—¿Se puede saber qué estáis haciendo aquí?

—¡¡Papá!! He venido a buscar la cazadora. Esa bruja de Francis no ha querido ayudarme a encontrarla. Pero Serena ha sido muy amable y…

—¿Y por qué demonios no has esperado a que te la llevara yo?

—Cosmo, lo siento, Tara necesitaba la…

—Vuelve a la tienda, Serena. Haces falta allí. Ya hablaremos luego. En cuanto a ti, ¿desde cuándo te dedicas a registrar mis cosas?

—¿Qué bicho te ha picado, papá? No estaba registrando nada. Sólo buscaba la maldita cazadora.

—¡Pues no está ahí!

—¡Eso ya lo veo! Pero quedaste en traerla a casa hace dos días, y podría morirme esperando por ella.

Ninguno de los dos parecía ser consciente de mi presencia en el almacén. Ojalá hubiese podido hacerme invisible.

—Me largo. Vámonos, Val. Por cierto, este tipo tan simpático es mi padre.

Él ni me miró.

—¡Pero ¿quién te crees que eres?! ¿Crees que se puede formar este lío por una cazadora?

—¡Me importa una mierda la cochina cazadora! Por mí puedes comértela si quieres.

Seguí a Tara hasta el exterior. Al salir, me di cuenta de que estaba llorando. Le eché la mano por encima del hombro.

—Tara… No te pongas así… Yo también me peleo con mi madre cada dos por tres…

—No es lo mismo… A veces tengo la impresión de que mi padre me odia.

—No digas tonterías.

Estábamos algo lejos del pueblo. Caminamos un rato sin hablar, Tara sorbiéndose los mocos, yo devanándome los sesos para decir algo apropiado mientras estrujaba en el bolsillo el papel que acababa de recoger en el garaje de Cosmo.

—Es un imbécil. No me extraña que mi madre lo plantara…

—¿Nunca te contaron qué pasó?

—Ya ves cómo es Cosmo. Un tipo que se pone como una fiera sólo porque su hija haya entrado a buscar una cosa que le hace falta no debe de ser la mejor persona con la que convivir.

—Supongo que no. Anda, vamos un poco más de prisa. Me estoy helando de frío.

—Valeria… ¿Qué te había dicho sobre lo de regresar a casa después de las clases?

—He estado con Tara.

—No me digas…

—Fui a su casa a pedirle perdón. Hemos arreglado las cosas.

Mamá me dio un achuchón, pero no protesté.

—Me alegro mucho.

—He conocido a su padre.

—¿A Cosmo?

—Ajá. No es el tío más simpático del mundo, que digamos. Tara quería buscar en el almacén una cazadora que necesitaba, nos pilló y armó un lío de narices. Parecía que estábamos profanando la tumba de Tutankhamon o algo así…

—Vaya.

—¿Qué le pasó con Mariona? ¿Sabes por qué se separaron?

—No me ha contado mucho. Supongo que la muerte de Julia tuvo algo que ver. Algunas parejas tienen problemas después de perder a un hijo. No creo que haya nada especial.

—Ya. Oye, ¿podemos cenar pronto? Esta noche tengo que estudiar. Los exámenes empiezan la semana que viene y llevo algo de retraso con el temario.

—Prepararé algo rápido y comeremos en media hora.

—Vale. Mientras, voy arriba a organizar los apuntes.

Pero no organicé nada. Lo que hice fue enviarle un mensaje a Víctor.

«Llámame en cuanto puedas. Tengo noticias».

El teléfono sonó en seguida.

—Hola…

Víctor tenía una ronquera de campeonato.

—Hola, ¿cómo estás?

—Regular. Llevó todo el día atontado por las medicinas. Bueno, cuéntame…

—A ver… Esto te va a parecer la bomba… Creo que fue el padre de Tara quien se cargó a Lázarus.

—¿A Lázarus? ¿El padre de Tara? Valeria, ¿no estarás tomando drogas o algo así?

—Te hablo del perro de Tina. Un coche lo atropelló, ¿recuerdas?

—Muy bien. ¿Y de dónde sacas que fue el padre de Tara quien lo hizo?

—Esta tarde estuvimos en su garaje. Tenía allí la furgoneta. El parachoques estaba abollado y ¿qué dirías que había allí? Sangre y unos cuantos pelos.

Hubo un silencio antes de volver a escuchar la voz cascada de Víctor Bicand.

—Eso no prueba nada. ¿Quién te dice que ese tipo no atropelló a un conejo o… no sé, a un corzo…? Hay muchos por aquí, el otro día se me cruzó uno. No me digas que tus poderes paranormales también te permiten distinguir el pelaje de los bichos.

—Qué gracioso. No, claro que no. Pero, por si acaso, recogí unos cuantos pelos de los que había pegados en la furgoneta. Quizá Áxel pueda…

—Olvídate de Áxel. Está de mal humor. Lleva todo el día encerrado en su cueva. De momento, guarda esa porquería que has encontrado, y ya veremos lo que hacemos con ella. ¿Qué tal estás?

—Eres tú quien se ha puesto enfermo. ¿Ya te encuentras mejor?

—No mucho, la verdad. Ha venido el médico. Dice que es gripe. No podré salir de casa en un par de días.

—Lo siento. ¿Necesitas algo?

—Tranquila, el abuelo se apaña bien. Oye, tengo que dejarte. Me duele un montón la cabeza. Hablamos mañana.

—Vale… Te… te echo de menos.

Eso fue lo que le dije antes de colgar. Pero ni siquiera sé si me escuchó.

Estudié algo más de tres horas. Hacía siglos que no pasaba tanto tiempo con la nariz pegada a un libro. Conseguí no desbarrar pensando en Víctor, ni tampoco en el gurruño lleno de pelos que había en el fondo de mi chaqueta. Eran las doce y media cuando me acosté, y había logrado completar el resumen de tres lecciones de historia, hacer media docena de problemas de matemáticas y descifrar con bastante éxito dos páginas de fórmulas químicas. Si era capaz de mantener ese ritmo, conseguiría ponerme al día antes de que empezaran los exámenes. En cuanto a lo que había encontrado en el coche de Cosmo…, se me había ocurrido una idea. Eso es lo bueno de usar el cerebro. Que cada vez funciona mejor.

—¡Valeria! ¡Qué sorpresa verte por aquí!

—Hola, agente…

—Qué formal. Puedes llamarme Noa… ¿Necesitas algo?

—No… Bueno, en realidad sí… ¿Tienes un momento?

—Claro. Iba a tomarme un descanso para almorzar. ¿Has comido?

—No… —De hecho, me había saltado la hora del almuerzo del insti para pasarme por la comisaría con gran esfuerzo, porque había raviolis y hamburguesa doble. Mi estómago empezaba a protestar.

—¿Quieres acompañarme? He traído dos bocadillos.

Así que ésa era la vida de la policía: trabajar mucho y comer bocadillos en la hora del descanso.

—Gracias.

—Ven por aquí, tenemos una sala para nosotros.

Noa me tendió un sándwich de ensalada de atún y sacó dos coca-colas de la máquina.

—Bueno, cuéntame… ¿Tienes problemas?

—No… Bueno, o sí… Un problema pequeño. Por eso he venido.

—Qué misteriosa. Cuenta.

—Es por las prácticas de laboratorio. Verás, en clase de ciencias nos han mandado un trabajo de grupo. Tenemos que identificar unos restos biológicos. Podemos usar el microscopio del insti y todo eso, pero mi hora de laboratorio coincidió con toda la movida de Lauro Olmeda.

—Vaya por Dios.

—Eso digo yo. Porque me fastidia no hacer el trabajo.

—Seguro que el profesor se hace cargo…

—Sssssí… Tal vez… El caso es que me gustaría cumplir con mi parte de la tarea. Y, además, en el insti no fue muy bien recibida nuestra participación en la detención de Lauro. El dire nos llevó a su despacho y nos soltó una especie de bronca sobre la inconveniencia de involucramos en casos policiales. Ya ves, como si hubiese sido culpa nuestra.

—Pues lo siento mucho… ¿Quieres que hable yo con tu profesor o…?

—¡No! Quiero decir que quizá eso complicaría las cosas. Soy nueva en el pueblo y en el insti, y… bueno, creo que ya me he hecho notar bastante.

—Sé lo que quieres decir. ¿Y qué puedo hacer yo por ti?

Me temblaban las manos al sacar de la cazadora el paquetito con los pelos que había encontrado en el garaje de Cosmo. Había tenido el buen juicio de sacarlos de la pelota de papel y colocarlos en una pequeña bolsita de plástico para hacerlos pasar por material escolar.

—Esto es lo que tenía que analizar, y me preguntaba si aquí tendrías un laboratorio…

Noa negó con la cabeza.

—No disponemos de ese material en Bline. Los restos biológicos se mandan directamente a una comisaría de Zaragoza, y allí los identifican.

Miré a Noa intentando transmitir una sensación de desolación profunda.

—En fin, que me la voy a cargar…

Ella pareció dudar unos instantes.

—Valeria… Voy a hacer algo que espero que no comentes con nadie. Dentro de una hora va a salir una valija interna para Zaragoza. Introduciré lo que quiera que sea eso dentro del sobre de los envíos. Tengo un amigo allí, y puedo pedirle que me haga el favor de echarle un vistazo. Pero te suplico discreción absoluta. Si mis jefes saben que estoy haciendo trabajos de instituto, me meteré en un lío. ¿Lo has entendido?

—¡Claro!

—Dame tu teléfono. Te llamaré en cuanto sepa algo.

—No sabes cuánto te lo agradezco… Me salvas la vida, de verdad.

—No creo que sea para tanto. Espero tener noticias para ti en un par de días.

Volví al insti con el tiempo justo para entrar en la clase de la tarde.

—¿Por qué te has saltado la comida?

—Lo siento, profesor, pero me pareció recordar que había dejado un fogón encendido en mi casa, y llevaba toda la mañana preocupada con eso, así que he aprovechado la hora del almuerzo para echar un vistazo.

—¿Estaba todo en orden?

—Ah, sí. En realidad lo había apagado al salir, pero como no estaba segura…

—Conozco la sensación. En fin, abrid el libro por la página setenta y seis…

Volví a casa nada más acabar las clases. El grupo de estudio se reunía en casa de Mara, pero les dije que prefería estudiar sola. Envié un mensaje a Víctor, pero no me contestó. Supongo que las medicinas le habrían dejado КО, así que me encerré en mi cuarto y estudié hasta pasadas las diez.

—Te lo estás tomando muy en serio…

—No me queda otra. ¿Puedes ayudarme con la física después de cenar?

—Claro.

Mamá y yo hicimos juntas algunos ejercicios durante una hora y media. No hace falta decir que mi madre estaba encantada con su hija la estudiosa. Pero lo mío no era una pose: de ninguna forma quería hacer el ridículo en los exámenes, que empezaban la semana siguiente. Antes de acostarme abrí el ordenador. Tenía un correo de Víctor.

Vi tu mensaje. Sigo hecho polvo. Creo que no voy a ir al insti en toda la semana. Tengo ganas de verte.

Y yo también, Víctor Bicand.

Pero tu abuelo tiene el mal gusto de vivir en el quinto pino.

El día siguiente fue intenso: la inminencia de los exámenes hacía que todo el mundo estuviese un poco raro.

Las pruebas empezarían el lunes, y durarían hasta el miércoles a razón de dos exámenes diarios: física, matemáticas, historia moderna, literatura, geografía, lengua extranjera… Los profesores estaban más pesados que nunca, y hasta el ambiente de la clase se había enrarecido un poco.

—¿Es siempre así? —pregunte a Tara en el descanso de la comida.

—Claro.

—Pues creo que exageráis un poco. Después de todo, sólo son unas pruebas escritas.

—Nos jugamos mucho.

—¿Jugamos? ¿Qué cosa?

—Las vacaciones de verano, claro…

—Explícate.

—Bueno, es un rollo que se inventaron hace siglos los de la asociación de padres. Si la clase no obtiene una media superior al 6,5, las vacaciones se reducen considerablemente. En el caso de no llegar a esa media a fin de curso, habrá actividades especiales en el insti durante todo el mes de julio. Y lo malo es que el trimestre pasado nuestra clase no consiguió nada más que un seis. Eso nos complica las cosas de cara a las siguientes evaluaciones.

—Pero ¿eso vale para todos? Quiero decir…

—Sé lo que quieres decir, Valeria. Aunque saques un diez, si la clase no llega al 6,5 te pasarás las tardes de julio encerrada en el insti, por mucho calor que haga y muchas ganas que tengas de darte un chapuzón en el lago.

—Pues no es justo.

—No digo que lo sea, pero son las reglas. Condicionar nuestras vacaciones al rendimiento de la clase es la forma de que todos trabajemos juntos para evitar que alguien se despiste. En otros colegios a nadie le importa que un compañero se cargue todas las asignaturas. Aquí sí. De ahí esa historia que tan poco te gusta de los grupos de estudio. Nos ayudamos unos a otros por el bien de todos. Y por cierto, gracias a eso el instituto de Bline obtiene siempre las mejores notas en las pruebas de selectividad. No hay fracaso escolar, todo el mundo acaba la secundaria e ingresamos en las mejores universidades. ¿Sabes que hace tres años una comisión de alumnos fue recibida por el presidente? Nos distinguieron como mejor instituto público del país.

Definitivamente, había ido a parar a un pueblo de locos. Pero, como para nada quería pasarme el verano resolviendo problemas de álgebra, me propuse seguir hincando los codos. Y eso hacía cuando sonó mi teléfono. En la pantalla aparecía la palabra «desconocido», y estuve a punto de no contestar: quizá era uno de esos capullos que te llaman para que cambies de compañía de móvil.

—¿Diga?

—Pelos de perro.

El corazón me dio un vuelco.

—¿Noa?

—Sí, soy yo. Mi contacto de Zaragoza acaba de llamarme. Lo que había en la bolsa que me diste eran unos cuantos pelos de perro… Y hay otra cosa…

—¿Qué?

—Estaban manchados de sangre, Valeria. Así que ya me estás diciendo de dónde los has sacado.

—Pues… —intentaba pensar algo coherente para salir del embrollo en el que me había metido— no… no lo sé. Una compañera me los dio de parte del profe… Oye, deja que me entere. Todo esto es muy raro.

—Eso mismo pensaba yo. Te doy veinticuatro horas, Valeria. Si no puedes contarme de dónde provienen esas muestras, tendré que ir a hablar con tu profesor, a ver qué tipo de deberes os pone.

—Muy bien. No te preocupes, preguntaré en clase. Y gracias.

Noa había colgado. Ahora sí que me había metido en un lío de los gordos. ¿Qué iba a decirle con respecto a los pelos? Quizá podría contarle la verdad… Pero tenía la sensación de que a Noa no iba a hacerle mucha gracia descubrir que la había engañado. Tenía un día para pensar algo… Algo que pudiese servir para librarme de la quema.

Por otro lado, mis sospechas habían resultado ser ciertas: el padre de Tara se había cargado al perro de Tina, y encima no había dicho esta boca es mía. Atropelló al pobre chucho y se largó. Menudo tipejo. Pobre Tara. Mi padre puede ser un descastado, pero no va por ahí matando a las mascotas de los demás y luego dándose a la fuga.

—¿Valeria?

—Hola, mamá. Estoy estudiando.

—Estás desconocida. ¿Cómo vas?

—Bien… Oye ¿podría pedirte un favor?

—Supongo que sí, dadas las circunstancias.

—Querría ver a Víctor. ¿Puedes acercarme a su casa? Está enfermo desde hace dos días y… Sólo sería un rato. Una hora, como mucho. Luego volveré y estudiaré hasta la madrugada, y me pasaré el fin de semana con la nariz metida en los libros. Por favor. Hace un montón que no le veo…

—Está bien. Vamos, coge el abrigo. Hace un frío que pela, aunque eso no es ninguna novedad.

Mamá me dejó delante de la casa de los Bicand.

—Son las siete. Pasaré a recogerte a las ocho y cuarto, y no quiero llamadas pidiendo tiempo extra, ¿entendido?

—Sí, claro. Un beso. Gracias.

El propio Víctor me abrió la puerta. Le había llamado de camino para decirle que iba para allí. Estaba pálido y ojeroso, y tenía una congestión importante.

—¿Cómo estás?

—Mejor.

—No lo parece.

—Qué amable.

Nos miramos los dos sin decir nada.

—Te daría un beso, pero prefiero no pegarte esto…

Me hubiera gustado decirle que no me importaba. Que la idea de compartir cualquier cosa con él, incluso sus microbios, me parecía romántica. Pero no lo hice.

—Ven, vamos a sentarnos. El abuelo está en la cueva.

—Mejor. Creo que esto va a interesarte.

Le conté el resultado de las pesquisas de Noa, y también el lío en el que me había metido con ella.

—¿Qué vas a hacer? Te ha dado sólo un día.

—No lo sé, pero espero que se me ocurra algo… ¿Y con el padre de Tara, qué? ¿No habría que hacer algo?

—Oye, ese tipo es un bestiajo, pero… Bueno, no estoy seguro de que atropellar a un perro sea un delito…

—¿Y el chucho de Merteuil? A lo mejor también se lo cargó él. No sé, quizá el padre de Tara sea una especie de… de asesino de perros en serie…

—Suena muy raro.

—Ya lo sé. Pero el caso es que alguien atropelló a Lázarus y se largó sin decir nada, y el coche de Cosmo tiene una abolladura donde hay manchas de sangre y pelos de perro.

—Te encanta lo de jugar a los detectives, ¿verdad?

—No seas idiota. —La verdad era que Víctor tenía razón. Y aunque lo de descubrir a un tipo que mataba perros no me parecía tan interesante como lo de ayudar a detener a un maltratador, la cosa tenía su gracia.

—Te diré lo que haremos: esperaremos a que se me pase esto y a que terminen los exámenes, o nos la cargaremos los dos si seguimos perdiendo el tiempo. Luego, quizá deberías hacer una visita a Cosmo Sertosa e intentar usar con él tus superpoderes.

—¿Crees que funcionará?

—No lo sé. Entretanto, intenta pensar en algo para quitarte de encima a Noa… Y, de paso, trata de recuperar la muestra que le entregaste. Llegado el momento, puede ser una prueba contra Cosmo.

Me quedé mirando a Víctor. Incluso así, con mal color y congestionado, estaba guapísimo. Los ojos le brillaban, supongo que a consecuencia de la fiebre.

—Me alegro de que hayas venido

—Y yo de haberlo hecho. Te echaba de menos.

—¿Cómo está Tara?

—Bien. Hemos aclarado las cosas. Ya sabe lo que hay.

—¿Y qué hay?

Víctor me miraba con una sonrisa burlona. Creo que me sonrojé un poco, pero no bajé los ojos. Le sonreí también, y luego, sin pensar mucho en lo que hacía me acerqué a él y me llevé por delante una buena ración de diversas bacterias peligrosas.

«Esto es lo que hay, Víctor Bicand».

—¿Puedo ver a la agente… a la agente…? Ehhh… Sólo sé su nombre, se llama Noa.

—¿Quién la busca?

—Valeria Oriol.

Noa apareció justo en ese momento. Estaba vestida de paisano.

—¿Te molesto?

—No, no, acabo de salir de guardia y me marchaba a casa. ¿Tienes noticias para mí?

—Sí… Los pelos que te di… En fin, eran parte de una novatada…

—¿Una novatada? ¿Han involucrado a la policía en una broma de iniciación?

—¡No! Quiero decir… Ellos no pensaban que yo iba a venir a hablar contigo. Se inventaron lo del ejercicio y me dieron un puñado de pelos del perro del padre de Tara, al que atropellaron hace unos días. Esperaban que lo descubriese yo en el laboratorio del colegio, y que me asustase al saber lo que era.

Me había pasado una hora inventando aquella historia. Sólo faltaba que Noa se la creyese y que me dejase tranquila.

—Los chicos se quedaron de piedra cuando les dije que había hablado contigo. Eso no estaba en sus planes.

—Ya veo…

—Siento mucho haberte metido en esto, Noa.

Para mi tranquilidad, Noa se echó a reír.

—No pasa nada. Cuando yo tenía quince años, metimos una boñiga de vaca en la cartera de Marco Sender para darle la bienvenida. Supongo que hay cosas que no cambian por mucho tiempo que pase, ¿verdad?

—Sí… Oye… ¿conservas la muestra que te di?

—Aquí la tienes. Y en envoltorio profesional.

—Te agradezco mucho tu ayuda, pero ahora tengo que irme pitando… Los exámenes están a punto de empezar. Gracias por todo, Noa.

Los días siguientes estuvieron dedicados a sesiones maratonianas de preparación de exámenes. Pasé el sábado por la tarde reunida con el grupo de estudio en casa de Tara ayudándolo con los problemas de matemáticas y recibiendo una lección de comentario de texto por parte de Mara. En esta ocasión no hubo risas, ni pitorreos, ni pérdidas de tiempo: sólo trabajo serio y bien organizado. Víctor, que estaba algo mejor, vino el domingo a estudiar conmigo, y ni siquiera comentamos el asunto del padre de Tara. Ya habría tiempo para hacerlo. Ahora, lo esencial era hacer los exámenes y hacerlos bien. No tenía ninguna intención de pasarme el mes de julio encerrada en el insti.

Las clases se suspendían para hacer las pruebas, y entre una y otra había pausas para tomar un bocado o incluso para repasar los temas. Los profesores estaban reunidos en la sala de estudios, y uno podía recurrir a ellos para hacer consultas de última hora. Había servicio gratuito de cacao y bollos. Tara me aseguró que incluso la comida de aquellos días estaba pensada para mejorar el rendimiento en el trabajo.

—Las notas saldrán pasado mañana —nos dijo el director—. Ahora, procurad descansar y divertiros un poco. Os lo habéis ganado.

—Bueno, ¿qué tal os ha ido?

—Bien… Pero creo que la he cagado en el último problema.

—¿Qué te daba?

—Uno.

—Mierda, lo sabía… Yo he puesto un dos. Espero tener bien las otras preguntas…

—Oye, ¿alguien ha entendido la primera frase de la traducción de francés? En mi vida había visto esa palabra…

—¿Cuál? ¿Soulier?

—Ésa… ¿Qué demonios significa?

—Zapatilla… O bailarina…

—Pues ya hay que tener mala idea para meter eso en una traducción.

Me alegré al comprobar que los comentarios después de los exámenes eran exactamente los mismos que en cualquier otro instituto del mundo. Tara se me acercó.

—¿Cómo te ha salido?

—Este último, regular. Ya estaba agotada. Bueno, hasta luego.

—Espera… ¿Por qué no vienes a comer conmigo a casa? Mi madre me ha dejado algo preparado por si quería irme a descansar después del último examen.

—Pero… No sé, supongo que querrás estar con Víctor.

—Olvida a Víctor. Su abuelo ha venido a buscarle. Le ha subido otra vez la fiebre y se lo ha llevado para que se meta en la cama. Una lata. ¿Qué? ¿Te vienes?

Mamá había dejado un táper lleno de pollo empanado, y un bol de natillas. Tara y yo comimos con ganas.

—Oye, ¿qué tal con tu padre? ¿Habéis hecho las paces?

—Algo así. Vino ayer a casa a traerme la cazadora, y medio me pidió disculpas. Bah, es igual. Paso bastante de él.

—¿Por qué?

—Es un tío raro.

—¿Por qué dices eso?

Tara revolvía su segunda ración de natillas.

—Valeria, voy a contarte una cosa… una cosa que no sabe nadie más que mi madre.

Noté un pellizco en el estómago.

—Muy bien.

—Mi padre me pegaba. Por eso se separaron mamá y él.

Las natillas, doradas y cremosas, empezaron a darme asco.

—¿Que te pegaba? Pero…

—No estoy hablando de palizas, ni de golpes con el cinturón. Tenía la mano ligera. Eso era lo que decía mi madre: «Cosmo tiene la mano muy ligera». Me llevaba coscorrones, azotes, hasta alguna bofetada. Cualquier tontería que hiciese acababa con un capón en la cabeza. Y un día mamá se hartó y le pidió el divorcio.

—¿Y no puso una denuncia?

—Valeria, no se puede denunciar a alguien por dar dos azotainas a una cría. Ya te digo que no pasaba de ahí. El problema es que lo hacía demasiado a menudo.

—¡Qué hijo de puta!

—Val, no es tan fácil. Creo que, cuando mataron a Julia, Cosmo perdió un poco la cabeza. Quizá la tomó conmigo. Por suerte, mi madre pudo frenar la cosa. Desde entonces, él y ella apenas se hablan. En cuanto a mí, ya ves que no tenemos una relación demasiado amistosa… aunque ambos intentamos arreglarlo. Después de todo, Cosmo es mi padre. A veces se rebota conmigo por bobadas, pero luego pide perdón. No está bien del todo, Valeria. Al fin y al cabo, lo que pasó con mi hermana es suficiente para volver loco a cualquiera.

—Pero tu madre sufrió tanto como él, y…

—Sé lo que quieres decir. Pero no todas las personas somos iguales. Y, pase lo que pase con Cosmo, sigo siendo su hija. Y le quiero, a mi manera. —Apartó el cuenco de las natillas—. Por favor, si sigo comiendo así me pondré como una foca. Oye, ¿quieres ver una peli? Tengo en casa algunas nuevas. ¿Voy a buscarlas?

—Bueno. Mientras, recogeré todo esto. Mi madre se pone como una fiera si ve platos sucios sobre la mesa.

Mientras llenaba el lavaplatos pensaba en lo que me había contado Tara. Así que el tal Cosmo tenía por costumbre dar sopapos a una niña pequeña… Un tipo que pega a su propia hija es muy capaz de cargarse a un perro y luego dejarlo allí tirado. No, realmente no podía dejar las cosas así. Víctor tenía razón, no estaría de más dar un toquecito a ese Cosmo, a ver si nos enterábamos de algo más. Sonreí al pensar la naturalidad con que había aprendido a utilizar mis habilidades. Cómo había empezado a abrir y cerrar a voluntad mi ventana a las sombras.

—Ya estoy aquí. ¿Qué quieres ver? Acción, comedia…

—No me mates, pero lo que de verdad me apetece es ir de compras. ¿Sabes? El otro día, cuando fuimos a la tienda de tu padre, vi unos pantalones muy bonitos en el escaparate. ¿Por qué no me acompañas y me los pruebo? Quizá me haga algún descuento…

—¡Hola, Serena! ¿No está mi padre?

—No. Acaba de salir. ¿Puedo ayudaros yo?

—Val quiere los pantalones del escaparate.

Lo que faltaba. Cosmo no estaba en la tienda. Iba a tener que probarme unos pantalones que tampoco era que me volvieran loca, y quizá hasta comprarlos. Esperaba que fuese verdad lo del descuento, porque sólo tenía encima sesenta euros… Menuda forma estúpida de malgastar el dinero.

—Voy a buscarte un par. Llevas la treinta y seis, ¿no?

Serena volvió con los pantalones. Me metí con ellos en el probador. Me quedaban bastante bien…, pero yo no tenía ningún interés en ir de compras. Sólo quería ver a Cosmo. Mejor dicho, agarrarlo de la mano y ver si sus recuerdos tenían algo interesante que contarme.

—¡Valeria! ¡Sal de ahí, a ver qué tal te quedan!

Obedecí con un suspiro y dejé el probador. Fuera me esperaban Tara, Serena… y un Cosmo mucho más sonriente que el primer día que nos vimos.

—Tía, parece que los hayan hecho para ti… Por cierto, éste es mi padre. El otro día no hubo tiempo para las presentaciones.

Respiré hondo, y tratando de poner a trabajar todas mis facultades, alargué la mano hacia Cosmo.

—Hola, señor Sertosa… Soy Valeria Oriol.

Cosmo estrechó mi mano, y en ese momento noté esa sensación que ya iba conociendo… Sólo que esta vez era mucho más intensa…

Duró sólo segundos.

Unos horribles segundos.

Los peores segundos de toda mi vida.

—¡Valeria! ¿Qué te pasa?

Y entonces me desmayé.

—¿Te encuentras bien, querida?

Era la voz de mamá, que me pasaba las manos por la cara.

—¿Dónde estoy?

—En el centro de salud. —Me hablaba un médico alto, bastante guapo por cierto—. Te desmayaste, ¿recuerdas?

—No… Sí…

—¿Por qué cree que le ha ocurrido?

—Su amiga, la hija de Sertosa, me dijo que ha estado de exámenes y que habían trabajado mucho. El desmayo de su hija tiene pinta de ser consecuencia del estrés.

—Lleva unos días matándose a estudiar. Ya me parecía a mí que no dormía lo suficiente…

—Bueno, no es para preocuparse. Llévesela a casa. Que descanse, que coma bien y que duerma mucho. Me han dicho que no tendrá clase hasta el lunes…

—Como si la tiene. Valeria —mamá se volvió hacia mí—, nos vamos a ir a casa, te vas a meter en la cama y vas a dormir durante doce horas, lo quieras o no.

—Pero…

—Ni pero, ni nada. Te quiero de relax todo el fin de semana.

—Eso debería ser suficiente para que Valeria se repusiera. De todas formas, si en estos días notase alguna cosa, mareos, otro desmayo, lo que sea, me llama de inmediato y pediremos más pruebas. Pero apostaría a que no va a ser necesario: descanso, sueño y mimos es lo que necesita para estar perfectamente.

Salimos de la consulta, yo pálida como la muerte, mamá venga a machacar con lo del descanso y la falta de sueño.

—¡Val! ¿Estás bien?

—Menudo susto nos has dado.

Eran Tara y su padre, que me miraba con cierta simpatía. No sé ni lo que les contesté. Les dirigí una sonrisa que quería ser amable y me agarré como una lapa al brazo de mamá.

—Me… me voy a casa. El médico dice que necesito descansar.

Sólo esperaba que mi madre no se diera cuenta de que temblaba como una hoja. Y que, si me aferraba a ella, era porque temía volver a caerme redonda.

Hicimos sin hablar el camino de regreso. Me dolía mucho la cabeza y me temblaban un poco las piernas. Esperaba que mamá no se diese cuenta.

—Ahora mismo te tumbas en el sillón y te llevo la cena.

—No tengo hambre, de verdad. Al mediodía me he puesto tibia de filetes y de natillas. Además, tengo el estómago un poco revuelto.

—Bueno, pues te preparo un vaso de leche caliente. Me he llevado un susto de muerte, hija.

—¿Cómo te enteraste…?

—Estaba llegando al pueblo de vuelta del trabajo cuando me llamó Tara. Fue su padre quien te llevó al centro de salud. Es una persona muy amable.

Ni contesté. Me di la vuelta para ir a mi cuarto.

—¿Adónde vas?

—A la habitación, mamá. No voy a largarme de juerga ni nada parecido. Quiero llamar a Víctor. Será sólo un momento, ¿vale? Luego volveré aquí, me sentaré en el sillón y dejaré que me tengas controlada toda la noche.

De camino a mi cuarto experimenté una sensación que no notaba desde los ocho años: el miedo. Un miedo raro, a la oscuridad, al crujir inesperado de una madera, al movimiento de una cortina por efecto del aire. Un miedo infantil que no sabría definir, pero que hacía que me temblaran las piernas. Tuve que reconocer que me sentía aterrorizada.

Y tenía muchos motivos para estarlo.

—Víctor… Oye, tenemos que vemos… cuanto antes.

—Pues no va a ser tan fácil. Sigo teniendo fiebre y el abuelo está en plan sargento. Dice que no saldré de casa hasta que…

—Escucha bien, esto no es ninguna broma. Ni siquiera te imaginas lo que he descubierto.

—Cuéntame.

—No, ahora no. A ver: mañana por la mañana mi madre me dejará en vuestra casa antes de ir a la central.

—¡Estupendo!

—No, no es estupendo. Ya lo entenderás todo.

Silencio. Víctor debía de estar flipando.

—Lo que tú digas. Aquí te espero.

Colgué. Tenía que volver al salón. Y volver sola. Había sido una completa estupidez irme a hablar arriba. Podría haber llamado a Víctor desde la planta baja. Ahora tendría que deshacer el camino. Encendí todas las luces: la del descansillo, la de la escalera. Aun así, bajé con el corazón encogido, con la boca seca como un estropajo y aguantándome las ganas de llorar. De llorar de pánico.

Tenía miedo, pero no era para menos.

No después de lo que había visto aquella tarde.

—Te encuentro muy pálida, Valeria.

—Ya. Es que estoy cansada. Tiene razón el médico, me he pegado una buena paliza estos días.

—No habrás tomado nada… quiero decir… nada para ayudarte a estudiar ni…

Por el amor de Dios… Ahora mi madre sospechaba que le había dado a las drogas para rendir en los exámenes.

—Mamá… Te juro que no. Entre otras cosas, porque aunque quisiera tomar pastillas, ni siquiera sabría de dónde sacarlas. Éste es un pueblo light hasta para eso…

—¡Valeria!

—Es una broma. No, mamá, no me he drogado. Ni ahora, ni antes, ni creo que lo haga nunca. No me interesan esas cosas.

Y además, pensé, a la hora de alucinar me llegaban y me sobraban mis habilidades mentales.

—Bueno, pues ahora relájate. Mañana no hay clase, así que podrás reposar todo el día.

—De eso quería hablarte. Víctor propone que me quede en su casa. Él tampoco puede salir, y así yo no estaría sola mientras tú estás en la central… Áxel cuidará de los dos.

Mamá parecía dudar.

—Anda, mamá… Apenas he visto a Víctor en estos días, y reconoce que estaré mejor en su casa que aquí metida sin nadie que me acompañe.

—Puede venir Tara…

—Ya, pero yo prefiero pasar el día con Víctor. Venga, di que sí. Puedes dejarme en casa de los Bicand cuando te vayas a trabajar, y me recoges a la vuelta. Anda, di que sí, y te dejaré que escojas la peli que quieras para que la veamos juntas. Te prometo no protestar, ni aunque sea una cursilada romántica de ésas que tanto te gustan.

—Está bien. Pero mira lo que tengo aquí. Te la vas a ver enterita…

Mi madre me mostraba un DVD del año catapum: Tú y yo, con Deborah Kerr y Cary Grant. La vi sin rechistar. Por lo menos, mamá no había elegido una película de terror.

Pasé una noche horrible. Tuve varias pesadillas, y me desperté de todas ellas empapada en sudor, muerta de miedo y con ganas de chillar. De buena gana me hubiese ido a dormir con mamá, pero no me atrevía a salir de la cama. De hecho, me estaba meando y ni siquiera fui al baño hasta que se hizo de día. Cuando mamá entró en la habitación para que me levantara estaba a punto de reventar.

—¿Ya estás despierta?

—Sí…

—¿Qué tal has dormido?

—Fenómeno —mentí.

—Pues tienes mala cara.

Ignoré el comentario y me fui al baño. Lo único que quería era hacer pis. Y ver a Víctor, claro.

—¡Te recogeré a las cinco y media!

Saludé a mamá con la mano y llamé al timbre. Víctor me abrió en pijama, y me abracé a él como una lapa. Él me acariciaba el pelo y me besaba en la frente, y yo hubiese querido olvidar todo lo que llevaba en la cabeza para concentrarme sólo en sus caricias. Pero no era posible.

—¡Qué buena forma de empezar el día!

—Ay, Víctor… Es horrible…

—¿Qué es horrible? Ven, pasa y siéntate. Tenía muchas ganas de que vinieras.

Me senté junto al fuego, y Víctor se colocó a mi lado.

—Cosmo. El padre de Tara. Ha sido él, Víctor. Lo he visto todo. Tengo que hablar con Áxel cuanto antes.

No pareció muy impresionado. Me retiró el pelo de la cara y me cogió de la mano.

—Ah, ah… De eso nada… No voy a meter al abuelo en una historia de perros muertos…

—¿Quién habla de perros?

Víctor me miró con los ojos muy abiertos

—Entonces…

—Los niños, Víctor. Fue Cosmo quien los mató.

Víctor se puso de pie para escuchar lo que tenía que contarle. Cómo el día anterior, al agarrar la mano del padre de Tara, le había visto agrediendo a un niño. Luego, mientras estuve inconsciente, aquella visión se amplió hasta adquirir las dimensiones de… de una película corta. Más tarde pude entender por qué: el padre de Tara me había llevado en brazos hasta el centro de salud. Aquel contacto prolongado me había permitido ver mucho más de lo que hubiera querido. Estaba llorando cuando acabé de hablar. Víctor volvió a abrazarme y me meció como a una niña pequeña.

Aquello me sentó bien.

—¿Qué vamos a hacer? —susurré.

—Hay que hablar con Áxel cuanto antes.

—No me va a creer.

—Sí, Valeria. Sí lo hará. Porque vas a darle datos del caso que tú no puedes conocer y que han aparecido en tu visión. Si Áxel necesita alguna prueba de que es verdad lo que le cuentas, tú misma vas a proporcionársela.

Víctor me acarició la cara muy despacito y luego me dio un beso suave en los labios.

—El abuelo está en la cueva. Voy a ir a buscarle y le contaré lo que ha pasado. ¿Puedes quedarte aquí durante un rato?

—Sí…, pero que no sea un rato muy largo, Víctor… Tengo… tengo mucho miedo. Y no quiero estar sola.

La puerta que bajaba al estudio de Áxel se cerró detrás de Víctor, y yo me quedé en la sala, intentando concentrarme en el fuego que crepitaba en la chimenea. Cerré los ojos, pero los abrí en seguida, porque volvían a aparecer en mi cabeza aquellas imágenes horribles del padre de Tara. Fue entonces cuando, por primera vez, pensé en mi amiga. En Tara, cuyo padre era… era un asesino. Un asesino de niños. ¿Qué ocurriría cuando se supiera? ¿Cómo viviría Tara a partir de entonces? Quizá tuviera que irse de Bline para escapar de la maldición de haber tenido un padre como el suyo.

«Pobre Tara. Pobrecita Tara».

—Ya estamos aquí…

Áxel venía detrás de Víctor, con el ceño fruncido que le era habitual y la cara aún más seria que de costumbre. Incluso me pareció que estaba algo pálido, él, que siempre tenía tan buen color…

—Valeria… Supongo que entiendes que esto no es ninguna tontería.

«Una tontería, dice…

»Pero ¿de qué va este tío?».

—Pues mira, Áxel, ya que preguntas, te diré que sé perfectamente lo que es esto. Y también que, aunque me da la impresión de que piensas lo contrario, no me hace ninguna gracia lo de esas malditas PEA o como quiera que se llamen. Me he pasado toda la noche teniendo pesadillas, me asusto con el vuelo de una mosca y tengo ganas de llorar todo el rato… Y ¿sabes por qué? Porque he visto a un tío matando a dos niños. Así que no, no es ninguna tontería.

Víctor se quedó con la boca abierta ante semejante contestación. Áxel no dijo nada. Sólo se sentó a mi lado y me cogió de la mano.

—Valeria, no quería molestarte.

«Pues lo has hecho, Áxel Bicand».

Eso fue lo que pensé. Pero no se lo dije. Él seguía hablando y mirándome a los ojos.

—Sabes por Víctor que llevo muchos años trabajando en el caso de los asesinatos. Que siempre pensé que el tipo que se mató no era el único implicado en la historia. —Se pasó la mano por la cabeza—. Todo esto me ha consumido, Valeria. Aparqué mi carrera, incluso mi vida, por resolver este caso. Durante quince años he trabajado todos los días, todos, intentando encontrar algo que pudiera darme una pista, tratando de dar con algo que se me hubiese podido escapar la primera vez que lo vi…

—Áxel… Te estoy dando la solución del caso.

—Pero tienes que entender que necesito comprobar lo que me cuentas. Imagina que, por primera vez, te has equivocado en tu percepción. Que lo que has visto es otra cosa. Que has tenido una alucinación… Por eso, y aunque confío en ti, tengo que verificar lo que me cuentas. ¿Estás dispuesta a ayudarme?

—Claro…

—Te advierto que va a ser duro. Vas a tener que recordar todo lo que has visto, y ya supongo que no son imágenes muy agradables.

Me la había jugado para trincar a un tipo que le pegaba a su mujer, así que no era cuestión de arrugarse ahora, cuando lo que teníamos entre manos era el detener a un asesino. Dije que sí con la cabeza.

—Muy bien. Vamos a empezar, entonces. Dime cómo mató Áxel a los niños.

—Los estranguló. A la niña con una bufanda. Al crío, con un jersey.

—¿De qué color eran las prendas?

Cerré los ojos.

—La bufanda de la niña era verde. El jersey, rojo.

Áxel palideció un poco más, y siguieron las preguntas. ¿Dónde los mató? ¿Qué había alrededor? ¿Pude ver qué había sucedido justo antes?

—No… no lo he visto bien. Cosmo llevaba a la niña de la mano. Iba contándole algo… De pronto se paró junto a un árbol… Estaba nevando mucho… Le quitó la bufanda…

Me eché a llorar.

—Abuelo, creo que ya es suficiente.

—Sólo una cosa más, Valeria… Por favor, sólo una cosa más… Necesito saber que estamos en el buen camino…

Le miré. ¿Qué más podía querer de mí?

—Quiero que identifiques a los niños que has visto al tocar a Cosmo.

El lugar de trabajo de Áxel Bicand era exactamente como lo había imaginado: una habitación pequeña y asfixiante, malamente iluminada por una sola lámpara, con una mesa atiborrada de papeles, varios archivadores y las paredes cubiertas por diagramas, notas, mapas y recortes de periódico. Había una enorme pizarra llena de anotaciones hechas en varios colores, una máquina de agua exactamente igual a las que se ven en las oficinas, un ordenador portátil y otro de sobremesa, un escáner, un monitor de televisión y un fax. No, desde luego, a aquel despacho no le faltaba ni un detalle. Impresionaba pensar que Áxel llevaba años trabajando encerrado en aquella habitación pequeña y oscura, buscando una aguja en un pajar, examinando una y mil veces las mismas pruebas, los mismos indicios, esperando encontrar en lo ya visto una pista pasada por alto, una señal que pudiera llevarle a la guarida del monstruo.

No pude evitar preguntarme por qué Áxel no había trasladado su centro de operaciones a otro lugar de la casa, más grande, más cómodo, mejor ventilado, con ventanas que ofreciesen sus bellas vistas de las montañas nevadas y los campos de Bline. Entonces entendí que el pasar el tiempo en aquel lugar asfixiante era parte de la penitencia que Áxel se había impuesto por no haber cazado al asesino en su momento, por haber hecho algo mal, por no ser suficientemente riguroso, y quería estar cumpliendo su particular condena hasta que algo le llevase al final del túnel. Posiblemente, con el paso del tiempo había llegado a la conclusión de que ese algo tendría que ser un milagro.

Y el milagro había llegado.

El milagro era yo.

—Esto está listo. Acércate, Valeria: voy a enseñarte fotos de veinte niños. Tienes que reconocer a los que has visto al tocar a Cosmo. Tómate el tiempo que necesites.

Me incliné sobre el ordenador y empecé a fijar la atención en aquellas caritas. Caras de niños sonrientes, caras serias, caras pecosas, pálidas, tostadas por el sol, caras de críos pelirrojos, rubios, morenos, caras que me miraban desde el otro lado de la pantalla mientras yo me preguntaba quiénes eran en realidad aquellos chiquillos, cuál sería su historia, me preguntaba si eran niños alegres o niños tristes. Y entre aquellos rostros diferentes, distinguí sin dificultad dos que me eran familiares. Los rostros de los dos pequeños que había visto en manos de Cosmo Sertosa: una niña rubia de piel blanquísima, y un pequeñajo de cabello rizado y oscuro que sonreía feliz.

—Son estos dos, Áxel.

—Vania Palas y Samuel Toro. Los dos niños asesinados en 1995.

Me eché a llorar. Ahora que sabía cómo se llamaban, ahora que conocía sus nombres además de sus caras, ahora que aquellas fotos habían confirmado lo que yo ya sabía, aquellos dos niños se volvían más reales que nunca. Mientras Víctor me abrazaba, yo lloraba por ellos, y por sus padres, y por todos aquellos a quienes el maldito Cosmo Sertosa había arruinado la vida. Víctor me acariciaba el pelo y me susurraba al oído: «Ya está, ya está». Fue entonces cuando escuché a Áxel hablar entre dientes y con la mirada perdida.

—Ya te tengo, hijo de puta.

Áxel estaba sentado sobre su mesa de trabajo mientras Víctor y yo ocupábamos las dos únicas sillas que había en la cueva. Nos mirábamos los tres, muy serios, y tuve la impresión de que Áxel estaba viendo en nosotros no a dos mocosos, como a él le gustaba decir, sino a dos aliados, a dos colegas. Me pidió que le contara cómo se me había ocurrido sospechar de Cosmo, y yo le hablé entonces de los perros muertos y de que había encontrado pelos de animal y sangre seca en el parachoques de la furgoneta del padre de Tara.

—Me pareció muy raro, y cuando confirmé que aquellos restos eran pelos de perro, pensé en que quizá si tocaba a Cosmo podría saber si estaba involucrado en la muerte de los otros animales. Pero cuando le estreché la mano no le vi atropellando a un perro sino… Bueno, ya sabes lo que vi.

Se puso de pie y paseó un poco por la pequeña habitación, aunque la verdad es que no había mucho sitio para moverse.

—He tenido a ese tipo delante de mis narices durante todos estos años, y jamás en la vida he sospechado de él. Investigué a otras personas de la ciudad, desconfié de mucha gente distinta… Y nunca se me había ocurrido pensar que él podía ser el asesino… Ni siquiera me fijé en que era el único tipo de todo Bline que no tenía coartada para el día en que desaparecieron los dos niños.

—No entiendo…

Áxel se volvió y sacó de un cajón un montón de folios mecanografiados.

—Aquí están los interrogatorios de todos los habitantes del pueblo. Se realizaron tras encontrar el cadáver de Julia. Cuando desaparecieron los otros dos niños, los interrogatorios se repitieron…, pero hubo dos personas que se salvaron de ser entrevistadas. Imaginad quiénes fueron.

—Los padres de Julia…

—Exacto. Nadie pensó en hablar con ellos cuando Vania y Samuel desaparecieron. Estaban destrozados, y ya se había comprobado su coartada con respecto a la desaparición de Julia. Así que todo el mundo creyó que no merecía la pena molestarles y aumentar su dolor. ¿Quién iba a pensar que alguien que ha perdido a su hijo va a tener en la cabeza el asesinar a otros?

Siguió rebuscando en sus cajones. Sacando más papeles. Comprobando sus notas.

—Yo tenía razón. No había señales de lucha porque Vania y Samuel conocían a su asesino. Por eso se fueron con él sin rechistar. Cosmo era sólo el papá de una amiguita. ¿Cómo iban a desconfiar los niños de alguien así? Los debió de encontrar al regresar del colegio, o de camino a la tienda de caramelos, los cogió de la mano y…

Nos quedamos los tres en silencio, Áxel y Víctor con la cabeza baja, yo paseando la mirada por todas aquellas paredes cubiertas de papeles, de mapas, de anotaciones. Allí estaban encerrados varios años de la vida de Áxel. Su trabajo estaba allí. Sus obsesiones. Sus pesadillas. ¡Y pensar que mucha gente le había tratado de loco al empeñarse en seguir su instinto!

—Cosmo Sertosa… —Víctor repetía su nombre como para convencerse—. Cosmo, el padre de Tara, matando niños… Un tipo con su tienda de ropa de esquí, un hombre como otro cualquiera que en realidad es una bestia… Lo que me extraña es que en todos estos años no haya hecho nada peor que cargarse a un par de perros.

—Cosmo Sertosa… Y pensar que me he cruzado con él tantas veces durante todos estos años…

—Bueno, a veces lo más complicado es precisamente ver lo que tenemos delante de las narices. —Víctor dio una palmada amistosa en el brazo de su abuelo—. Y además…, ¿quién iba a sospechar de él?

Volvimos a quedamos callados.

—Y ahora, ¿qué? —dije yo.

Áxel meneó la cabeza.

—No lo sé. No tenemos contra Cosmo ninguna prueba que llevar a la policía. Éste es un caso cerrado hace quince años.

—¿No sería posible detener a Cosmo por otra cosa y, a partir de ahí, intentar reunir pruebas contra él? Todavía conservo los pelos del perro que me llevé de su furgoneta…

—¿Y cómo vamos a demostrar que los encontraste allí? Cosmo lo negaría todo y diría que puedes haberlos sacado de cualquier sitio.

—Ya, pero tendría que explicar cómo ha hundido el guardabarros del coche…

—A estas alturas, lo más probable es que Cosmo lo haya llevado a cualquier taller de chapa y pintura y se la hayan dejado como los chorros del oro —dijo Víctor—. No, olvídate de eso, no creo que podamos ir por ahí.

—Un momento, un momento. ¿Qué es eso de «No creo que podamos ir por ahí»? —Era Áxel quien hablaba—. Mira, Víctor, haz el favor de no utilizar el plural porque, lo que es vosotros, no vais a ir por ningún sitio. Soy yo quien tiene que encontrar la forma de demostrar que Cosmo Sertosa es un asesino. Y os prohíbo a los dos que os involucréis en este asunto. Áxel Bicand había recuperado su cara de pocos amigos, y nos miraba con fiereza a su nieto y a mí.

—Víctor y Valeria, lo estoy diciendo muy en serio… No estamos ante un simple tarado que va por ahí matando perros, ni siquiera ante un miserable como Lauro Olmeda. Cosmo es un asesino. Un psicópata de los más peligrosos. Esto es cosa de la policía.

—Pero si tú mismo has dicho que cerraron el caso…

—Sí, ya lo sé, pero no creas que por eso voy a descartar la posibilidad de encontrar a alguien que quiera escuchar una nueva versión de los hechos. Aún conservo algunos amigos bien colocados que podrán tomarse unos minutos para leer el informe que voy a preparar. Quizá acepten reabrir el caso o, al menos, inicien una investigación extraoficial que les conduzca a encontrar nuevas pruebas.

—Entonces, ¿lo vas a dejar en manos de otros? Siempre pensé que lo que más te importaba en el mundo era detener al asesino.

—Víctor… Lo que más me importaba era identificar al desgraciado que mató a los niños. No me hace una ilusión especial ser yo quien lo atrape, ni colgarme medallas delante de mis antiguos compañeros o salir en los periódicos como si fuese un superhéroe. Vine a Bline a hacer una investigación, y la investigación ha concluido… Aunque, desde luego, no gracias a mí. De no haber sido por Valeria, jamás hubiese sospechado de Cosmo, y me hubiese pasado el resto de mis días dando vueltas en círculo sin llegar a ninguna parte.

Víctor y yo dejamos a Áxel en su cueva y volvimos a la sala. Nos sentamos junto al fuego. Se estaba bien allí. Víctor me rodeó con el brazo, y en ese instante tuve la sensación de que no me podía pasar nada malo.

—¿En qué piensas? —le pregunté, esperando que me contestara: «Pienso en ti, en lo mucho que me gustas, en lo bien que estoy contigo». Pero Víctor Bicand es mucho Víctor, y me temo que no le van las escenas de película romántica.

—En Áxel, y en qué va a ocurrir cuando envíe el informe a la policía.

—Pues… pues que alguien se dará cuenta de que han metido la pata y volverán a estudiar el caso, ¿no?

—Eres muy optimista, Valeria.

—¿Y tú qué crees?

—Creo que no van a hacer el menor caso al dichoso informe. Creerán que son nuevas chifladuras de un viejo psiquiatra obsesionado con un fantasma.

—Pero tu abuelo tiene amigos en la policía… Consiguió el expediente de Lauro… y los micros…

—Eso fue un favor que le hizo un currito, el último mono de una comisaría con facilidad para acceder a un ordenador. Para reabrir un caso cerrado hace quince años hace falta algo más que un poli con ganas de quedar bien.

Yo no sé nada del funcionamiento de las fuerzas del orden, pero lo que decía Víctor tenía bastante sentido.

—¿Entonces?

—No lo sé, Valeria. Y lo peor de todo es saber que anda suelto un psicópata capaz de cualquier cosa. Esta vez se ha cargado a dos perros, pero ¿quién nos dice que no va a acabar haciendo algo mucho peor? Si tuviésemos algo más en su contra… Algo, por pequeño que fuera, que pudiésemos llevar a la policía…

Víctor había retirado su brazo de mi espalda, pero supongo que es normal: tenía en la cabeza algo mucho más importante. Fue entonces cuando recordé algo.

—Víctor… ¿recuerdas a Sara Gómez?

—Sí, claro. Aquella mujer mayor, la madre de Lola.

—Y de Cosmo.

—Ya…

—¿No te extrañó lo que explicó sobre su hijo? Que no tenía mucha relación con él, que no era alguien capaz de ayudar a una hermana en apuros…

—¿Y?

—No sé, Víctor. No me parecen unos comentarios normales de una madre. Después de todo, y en teoría, Cosmo es un ciudadano ejemplar: tiene un negocio, supongo que paga sus impuestos, no da problemas… Apuesto a que no tiene ni multas de tráfico pendientes. Puedo entender que una madre desconfíe de un hijo yonqui, o de un descerebrado que se pasa el día jugándose la paga en las tragaperras o borracho en la barra de un bar, pero ¿por qué iba un madre a tener tan mala opinión de un tipo que parece de lo más corriente? En teoría, es un hombre perfecto.

Víctor se quedó pensando un rato.

—Porque está enterada de algunas cosas que no dejan muy bien a su querido Cosmo.

«Qué listo eres, Víctor Bicand».

—¡Bingo! Voy a contarte una cosa… El día que Sara vino a ver a tu abuelo, le di un abrazo para despedirme… y percibí algo muy raro.

—Explícate.

—Eso es lo malo, que no sé cómo explicarlo. No fue nada concreto. Más bien una sensación. Noté que esa mujer vive agobiada por el peso de algo que sabe… de algo que quizá sólo sabe ella. Algo que no puede contar a nadie y que la atormenta.

—Pues sí que están afinados últimamente tus poderes paranormales…

—No seas repelente. ¿No crees que podemos empezar por eso?

—¿Pretendes que Sara te cuente todo lo que sabe sobre su hijo? Valeria, creo que tienes demasiada confianza en tu encanto personal.

—¿Quieres dejar de decir tonterías? Ya sé que Sara no va a contamos nada que haya decidido mantener en secreto. Pero es posible que, si consigo tocarla durante un buen rato, pueda ver más cosas. Cuando el padre de Tara me cogió en brazos tuve una película entera en la cabeza.

Me estremecí al recordar aquellos momentos. Víctor debió de darse cuenta porque me pasó la mano por la cara.

—¿Qué te parece?

—Pues que quizá deberíamos ejercer de buenos vecinos e interesamos por el estado de Lola Sertosa… Y ¿quién mejor que su propia madre para informamos? Coge tu chaqueta. Voy a ponerme la ropa y a buscar las llaves de la moto.

—Pensaba que tu abuelo te tenía en cuarentena.

—Y así es. Pero está encerrado en su cueva y, con un poco de suerte, no saldrá de ella hasta que tenga hambre. Son las diez y media. Tenemos unas tres horas para obtener información antes de que el abuelo digiera los huevos con salchichas que se ha zampado en el desayuno.

—Pues vamos allá. Te diré lo que vamos a hacer…

Sara Gómez vivía en una casa bastante alejada de la de su hija, si es que es posible vivir lejos de alguien en un lugar tan pequeño como Bline. Era un chalet precioso, bastante más grande que el que ocupábamos mi madre y yo. Tenía un invernadero en la parte de atrás, y un jardín frontal con un columpio que parecía bastante viejo. Pensé que tanto Tara como Julia habrían jugado allí alguna vez.

—Señora Gómez…, ¿se acuerda de nosotros?

Sara nos miraba desde el otro lado de la puerta. Llevaba puesto un pantalón azul y un jersey del mismo color rematado por un pañuelo. Me pareció más joven que la otra vez, y también más elegante y sofisticada. Nos miró un segundo, como si estuviese despistada, pero en seguida sonrió.

—¡Claro! Eres el nieto del señor Bicand… Y tú… tú…

—Valeria…

—Eso, Valeria. Pero pasad, por favor, no os quedéis ahí fuera. Hace un día horrible, ¿verdad? Parece que va a haber otra tormenta de nieve. Sentaos junto al fuego. ¿Os apetece una taza de cacao?

Dijimos que sí. Ni siquiera había preguntado qué estábamos haciendo allí. Tuve la impresión de que aquella mujer se encontraba bastante sola y estaba encantada de tener visitas. Bueno, pensé, eso facilitaría las cosas. Sara volvió con una jarra llena de cacao caliente y una bandeja de bizcochos.

—Me alegro de veros. ¿Cómo está tu abuelo?

—Bien… muy bien.

—¿Y… y Lola? Queríamos saber algo de ella, no he vuelto a verla desde…

—Se ha marchado unos días a casa de una antigua compañera de universidad. Al principio no quería ir, pero yo le dije: «Hija, ya es hora de que empieces a arreglar tu vida, a hacer cosas por tu cuenta»… y la convencí. Así que se ha marchado. Le sentarán bien unos días junto al mar, lejos de Bline y de los malos recuerdos. Lo cierto es que la vida de Lola no ha sido lo que se dice un camino de rosas.

Me pareció que Sara estaba a punto de llorar. Me cambié de sitio y me senté junto a ella para confortarla. En realidad, era otra cosa lo que pretendía cuando le tomé la mano.

—Señora Gómez…

—Llámame Sara, por favor…

—Sara… ehhh… Bueno, no sé muy bien por dónde empezar… Sabe que mi abuelo fue policía.

—Por supuesto, querido. Supongo que eso le sirvió de gran ayuda a la hora de detener a ese… a ese mal bicho de Lauro.

—Ya, bueno, seguro que sí…

—Pero ya está retirado, ¿no? ¿Cuántos años tiene?

—Setenta, creo. No estoy muy seguro.

Víctor se estaba yendo por las ramas… ¿Pretendía que tuviese agarrada la mano de Sara hasta que entrasen en materia? No podía hacer eso, así que la solté.

—Mi abuelo estuvo en Bline hace quince años. Fue uno de los policías que investigaron el asesinato de Julia y de los otros niños.

Sara palideció. Hubiese sido el momento perfecto para volver a tomarla de la mano, pero cruzó los brazos delante del pecho como para protegerse, y no pude hacerlo.

—Él nunca olvidó el caso… Ha seguido investigando todos estos años.

Me pareció que Sara tragaba saliva.

—¿Investigando? ¿Por qué? El asesino fue identificado, y se mató cuando escapaba de la policía…

—Bueno, mi abuelo siempre dijo que podría haber más personas implicadas en los crímenes… Por eso ha seguido reuniendo datos… Yo pensaba que quizá usted podría recordar alguna cosa que le ayudara… Algo que a lo mejor no le contó a la policía porque no le pareció importante, pero que…

Sara se quedó mirándonos durante unos segundos. Luego nos dedicó una sonrisa incómoda y se puso de pie.

—Lo siento, pero no creo que después de tanto tiempo sea capaz de recordar nada… Todo lo que sabía lo conté en su momento…

—Pero…

—Creo que será mejor que os marchéis. Vuestros padres pueden estar preocupados por vosotros. Y, de todas maneras, no creo que sea buena idea que dos chiquillos anden por ahí jugando a detectives.

Nos abrió la puerta e hizo un gesto para invitamos a salir. Víctor obedeció, pero yo no iba a marcharme de la casa sin obtener algo, así que di a la señora Gómez un absurdo abrazo de despedida.

Vi a una mujer desesperada que gritaba golpeando a Cosmo con sus puños.

—¡Cómo has podido hacerlo! ¡Cómo has podido!

Nuestro plan había funcionado sólo a medias: si Sara hubiese hablado con nosotros de todo lo referente a los asesinatos, hubiese podido cogerle la mano y ver lo que ella veía. Podrían haber aparecido datos distintos, algún elemento nuevo, un lugar donde encontrar nuevas pistas. Pero como todo lo que consiguió Víctor fue ponerla a la defensiva, no había obtenido más que una certeza: la de que Sara sabía que Cosmo era el asesino.

—Me parece que has sido demasiado directo.

—Demasiado directo… ¿Qué hubieras hecho tú? —Víctor estaba claramente mosqueado.

—No lo sé, pero seguro que me hubiese ido algo mejor con un poco más de mano izquierda. Has entrado a saco…

—Creo que hemos metido la pata. —Víctor se frotó las manos para entrar en calor. Hacía mucho frío en la calle—. ¿Y si Sara advierte a Cosmo de que el abuelo va detrás de él?

—No creo que haga eso. Ella y su hijo no se hablan, ya lo dijo el otro día. Seguro que rompió el contacto con él cuando supo que había matado a los dos niños. Lo que no entiendo es que no le denunciara…

—Es su madre. —Víctor me tendió el casco—. Apuesto a que, aun sabiendo que Cosmo es un asesino, no querría ver a su hijo encerrado de por vida.

—A lo mejor tienes razón y lo hemos complicado todo. Áxel va a agarrarse un buen mosqueo cuando sepa lo que hemos hecho.

—No tiene por qué enterarse.

—Ya.

Víctor arrancó la moto, pero en vez de ir directamente a casa paró en la pastelería de Merteuil.

—¿Quieres tarta de manzana? Al final, ni siquiera hemos probado los bizcochos de Sara. Y eso que tenían buena pinta…

El señor Merteuil nos recibió con la sonrisa de siempre. Me pregunto qué haría si supiese quién tenía la culpa de la muerte de su pobre perro. Quizá coger a Cosmo por las orejas y meterlo enterito en el horno de los pasteles.

—¿Tarta y chocolate para dos?

—Sí, por favor, señor Merteuil…

Víctor parecía de mal humor. En el fondo, él también pensaba que mi idea de visitar a Sara había sido una completa estupidez, pero no quería decírmelo.

—Es culpa mía —le dije al final—. Si yo no hubiera insistido en ir a casa de esa mujer…

—Olvídalo. Está claro que estamos en un callejón sin salida. Sólo nos queda confiar en que suceda un milagro y alguien en la poli se tome en serio el informe del abuelo.

—¿Crees que tardará mucho en terminarlo?

—Conociendo a Áxel, lo tendrá listo en seguida: no saldrá de su cueva hasta que lo acabe. Quién sabe, quizá sirva de algo…

Miré el reloj. Eran las doce y media.

—Deberíamos volver a tu casa. Tu abuelo debe de estar a punto de reclamar su gasolina, y no quiero ni pensar en lo que va a decir si se entera de que te has largado.

Pagamos la tarta y el chocolate y cogimos la moto. Mi teléfono móvil registraba dos llamadas perdidas de Tara, pero no pensaba devolverlas. ¿Qué iba a decirle? ¿Que estaba buscando la manera de implicar a su padre en dos crímenes?

Empezó a nevar justo cuando salimos de la cafetería. Tal como Sara había predicho, se avecinaba una tormenta. Me abracé a Víctor, y deseé con todas mis fuerzas que pudiésemos pensar en cosas distintas a… asesinatos, cadáveres y criminales en serie. Me pregunté cómo hubiesen sido las cosas entre él y yo de no haber sido por mi extraña capacidad de ver el pasado.

Quizá ahora Víctor y yo seríamos una pareja de adolescentes como otra cualquiera, que pasearía de la mano por el bosque, se besaría al despedirse e intentaría encontrar el mejor lugar para hacer el amor por primera vez.

O quizá estaríamos cada uno por nuestro lado.

Uno nunca sabe dónde está la buena suerte.

—¡Qué raro!

Víctor detuvo la moto un poco antes de llegar a la casa.

—¿Qué pasa?

—¿No lo ves? Hay un coche aparcado junto al del abuelo. El de tu madre no es, ¿verdad?

—No, el suyo es rojo…

—¿De quién puede tratarse? El abuelo no tiene amigos por aquí…

—A ver si va a tener un ligue en casa…

—No digas tonterías. Voy a llamarle. Tengo un presentimiento.

Víctor sacó su teléfono.

—No hay línea en la casa.

—Llámale al móvil.

—Cuando está en la cueva lo tiene siempre desconectado. De todas formas, voy a probar. —Marcó otra vez—. Nada, está apagado.

—¿Qué hacemos?

—No lo sé.

—Podemos avisar a la policía.

—¿Y qué les decimos? ¿Que alguien ha ido a hacer una visita a mi abuelo?

—Bueno, pues entonces subimos, llamamos a la puerta y a ver quién está dentro. No creo que sea para tanto.

Víctor se rascó la cabeza, como si eso pudiera ayudarle a pensar.

—Voy a dejar aquí la moto para no hacer ruido. Subiremos andando, no hay tanta distancia. Y echaremos un vistazo desde fuera.

—Sigo pensando que exageras. Seguro que no es nada. Pero si te vas a quedar más tranquilo…

Llegar a la casa fue cualquier cosa menos divertido. La ventisca nos golpeaba en la cara y la nieve cuajada complicaba el camino. Tardamos casi cinco minutos en cubrir una distancia minúscula, pero conseguimos llegar a la casa y apostamos tras una ventana.

Al espiar a través del cristal estuvo a punto de darme un vuelco el corazón.

Porque Cosmo estaba allí.

Con Áxel.

Tomando, tranquilamente, lo que parecía ser una taza de café.

—Qué demonios…

—Cállate —susurró Víctor—. Intentaremos escuchar lo que dicen.

—Entonces… ¿Qué quiere que haga?

—Quiero que hable con esos dos mocosos para que dejen de ir por ahí jugando a detectives. Han molestado a mi madre con sus tonterías…

¡Sara había llamado a su hijo! Será bruja…

—Lo lamento mucho, de verdad. Ya sabe cómo son los chicos. Les gustan las novelas de misterio.

Áxel estaba tan tranquilo como si Cosmo Sertosa fuese un vecino amigable y no el asesino de dos niñitos.

—Su nieto le ha dicho a mi madre que usted llevaba años investigando las muertes de los niños.

—Mi nieto tiene mucha imaginación.

Cosmo, que estaba sentado, se puso de pie.

—Creo que es usted policía.

—Jubilado…

—¿Qué le trajo a Bline?

—El retiro de un policía no es demasiado espléndido. Vivir aquí es mucho más barato que hacerlo en la ciudad. Y estaba el chico. Pensé que criar a Víctor en un lugar como Bline sería mucho más fácil. Han convertido este pueblo en un lugar muy agradable.

—Sí, Bline no se parece en nada a Nebrero… Pero eso ya lo sabe usted.

—¿Qué quiere decir?

—Que su nieto no es el único al que le gusta hacer de detective. Yo también soy capaz de obtener información.

Miré a Víctor, muerta de miedo. ¿Qué era lo que pretendía Cosmo?

—No le entiendo.

—Agente especial Bicand. Psiquiatra forense con treinta años de experiencia. No puede decirse que fuera muy útil aquí, ¿verdad? Descubrieron al asesino por pura casualidad. Tanto hacer entrevistas, tanto interrogar a todo el mundo… y al final cazaron a ese degenerado casi por pura chiripa. Supongo que eso le jodió a usted, ¿verdad?

Ahora fue Áxel quien se puso de pie.

—Cosmo, ¿adónde quiere llegar? Aquel hombre mató a su hija y a otros dos niños más… ¿Cree que importaba mucho la forma de atraparlo?

—A usted parece que sí… Nunca quiso cerrar el caso. No intente negarlo, Bicand. Sé que destrozó su carrera buscando a un segundo asesino.

—¿Y cree usted que no merecía la pena?, ¿que hubiese sido preferible dejar de lado todas las dudas que tenía? ¿Sospechar que un asesino de niños seguía suelto y a pesar de todo dar carpetazo a las investigaciones? Me sorprende viniendo del padre de una de las víctimas.

Cosmo volvió a sentarse. Estaba de espaldas a la ventana, así que no podía vemos. Áxel también se sentó. Ambos parecían tranquilos. Quien no supiera qué se estaba ventilando allí podría haber pensado que eran dos amigos haciendo tertulia.

Pero no eran dos amigos, sino un asesino y el hombre que llevaba años persiguiéndolo.

—Dígame… ¿Ha avanzado algo?

—¿Qué quiere decir?

—Si ha descubierto alguna cosa. Tanto tiempo entregado a este caso debe de haber dado sus frutos.

—Sertosa, un policía jamás habla de sus investigaciones hasta que terminan. Es de sentido común, ¿no le parece?

—Pero usted ya no es policía. Supongo que esta historia es para usted una especie de entretenimiento para hacer más llevadera la jubilación.

A Áxel le cambió la cara.

—¿Así que eso es lo que usted piensa? Pues voy a decirle una cosa, Cosmo: mi verdadera jubilación empezará el día que pueda meter entre rejas al miserable que mató a esos dos niños.

—¿No ha pensado que quizá ese tipo existe sólo en su cabeza?

—No. De hecho, estoy seguro de que anda cerca… y de que, el día menos pensado, cometerá un error. ¿Sabe que es así como caen la mayoría de los asesinos en serie? Les cogen porque se equivocan. Meten la pata. Dejan un cabo suelto, un indicio. Un pista en la que ni ellos mismos repararon. El asesino de aquellos niños también lo ha hecho. No es tan listo como él se cree.

—¿Ah, no?

—No. De hecho, siempre pensé que era un loco… Pero ahora he descubierto que es también un estúpido. No hay combinación peor que ésa.

—¿Eso cree? Yo creo que hay otra. La del listillo arrogante que se cree más espabilado que los otros y se pasa de rosca.

Áxel se encogió de hombros.

—Todo es cuestión de opiniones. Pero ¿sabe qué? Si yo hubiese sido el asesino de esos críos, jamás me hubiera quedado en Bline. Sin embargo, el tipo que mató a Vania y a Samuel permaneció en el pueblo.

—¿Por qué está tan seguro?

—Porque, como usted bien ha dicho, soy muy listo… y, además, he tenido un golpe de buena suerte. También sucede a veces, ¿sabe? La suerte se pone del lado de los buenos, de la misma forma que en ocasiones se pone de parte de los malos.

—¿Puedo suponer que tiene usted a un sospechoso?

—Efectivamente. Y he reunido tantas pruebas en su contra que ese imbécil tardará bastante poco en estar a la sombra.

—Es un farol…

—Ya se enterará.

Hubo un silencio. Cosmo volvió a ponerse de pie. Parecía nervioso.

—¿Por qué no me cuenta su teoría?

—Ya se lo he dicho: un policía no va por ahí haciendo esas cosas. Además, ¿a qué viene tanta prisa? Han esperado quince años para saber el final de esta historia.

Esta vez, Cosmo se frotó las manos, como si eso pudiera hacer que las ideas fluyeran un poco más de prisa.

—Tengo que hacer una llamada. —Áxel hizo un movimiento rápido hacia el teléfono.

—No se moleste, Bicand. La línea está cortada.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque la he cortado yo. Supongo que llevará encima un teléfono móvil.

—No. Lo he dejado abajo, en mi despacho.

—Eso está bien. No me gustaría que nos interrumpiesen. ¿A qué hora vuelve su nieto del instituto?

—A las cinco y media.

—Mejor para él. Esto es cosa nuestra, ¿de acuerdo? Solos usted y yo.

Cosmo, el Padre del Año, no sabía que no teníamos clase.

—Muy bien. El asunto se pone interesante. ¿Tiene algo que contarme?

—¿A usted qué le parece?

—Me parece que está de mierda hasta el cuello.

—Ya. Y ¿cómo lo sabe?

—Tengo mis recursos. Déjese de dar vueltas, Cosmo. Los dos sabemos lo que hizo.

—¿Y qué hice?

—Matar a esos dos niños.

Cosmo se echó a reír. Tenía una risa horrible, como la de los malvados de las películas.

—Estaba usted destrozado por la muerte de Julia, ¿verdad? Un desgraciado se la había llevado y había acabado con ella… No podía soportar su dolor, ¿verdad que no? ¿Verdad que era injusto que sólo usted tuviese que enfrentarse al cadáver de la niña? Raptada, estrangulada, muerta…

—¡Cállese! ¡No sabe de lo que habla! ¡No tiene ni idea de lo que siente un padre cuando le arrebatan a un hijo!

—Claro que no. Nadie puede imaginar eso.

Cosmo se acercaba a Áxel cada vez más. Miré a Víctor, espantada: ¿no era el momento de entrar? Pero Víctor me detuvo con un gesto.

—Nos destrozaron la vida. Nos reventaron a mi mujer y a mí. Y mientras nosotros llorábamos en casa, el resto de la gente seguía tan tranquila… Sí, claro, venían a darnos el pésame y a abrazamos…, pero luego esos padres volvían a sus casas y sus hijos estaban esperándoles. No era justo, ¿sabe? No era justo que todo el mundo fuese feliz mientras nosotros éramos tan desgraciados.

—Y decidió equilibrar la balanza, ¿verdad? Empatar el partido asesinando a otros niños. Debió de ser fácil.

—No lo crea. ¿Ha matado alguna vez a alguien? Seguro que sí. Es policía. Pues entonces ya sabe de lo que hablo. Matar no es sencillo. Pero yo lo hice.

—¿Por qué dos niños, Cosmo? ¿Por qué no uno? ¿O tres?

Por suerte, Cosmo había vuelto a distanciarse un poco. Ya no estaba casi encima del abuelo, como si estuviese a punto de saltarle al cuello.

—Sólo pensaba matar a Vania. Una niña, otra niña… Lo de Samuel fue porque se me complicaron las cosas. Me pareció que había visto cómo me alejaba con Vania, así que al día siguiente fui a por él. ¿Sabe qué? Pensé en seguir. En acabar con todos los críos de este maldito pueblo, uno detrás de otro, hasta que me descubrieran. Pero luego cogieron a aquel hijo de puta, el profesor de esquí, y él se mató huyendo de ustedes… Y pensé que era preferible cambiar de planes. La historia había tenido un final perfecto. Mi familia había dejado de ser la única tocada por la desgracia, y nadie sospechaba de mí… Bueno, mentira: mi madre sí lo hizo. No me pregunte por qué, pero cuando encontraron al segundo niño se acercó y me lo dijo: «Has sido tú». Le contesté que estaba loca, claro…, pero no me creyó. Dejó de hablarme desde entonces… Hasta hoy, que me llamó para decirme que usted había descubierto algo. Ya ve, al final una madre siempre es una madre.

—¿Y los perros?

—¿Cómo?

—Los perros que ha matado. El de Merteuil y el de la compañera de su hija…

Volvió a reírse.

—Es usted más listo de lo que creía. —Se pasó la mano por la cabeza—. Me dio mucha pena perder a Тех. ¿Ha tenido mascota alguna vez? ¿No? Entonces no entenderá de lo que hablo. Mi pobre perro… Cuando le vi allí, destrozado, tendido sobre la nieve, pensé que no era justo que, con tantos bichos como hay en el pueblo, aquel desgraciado hubiese tenido que atropellar justo al mío. Y decidí poner cada cosa en su sitio: si yo no tenía perro, alguien más debía quedarse sin su mejor amigo. Primero fue el de Merteuil. Luego, el de esa cría paliducha amiga de mi hija. Pensaba cargarme a dos o tres chuchos más. Mi Тех valía el doble que todos los animales de Bline juntos… Y, si quiere que sea sincero, matar a un animal es mucho más sencillo que matar a un niño.

—¡Es usted un cabrón!

Áxel se abalanzó sobre Cosmo, pero éste parecía estar preparado.

—Se acabó el juego, agente Bicand. Ponga las manos detrás de la cabeza. Vamos a dar un paseo.

Víctor y yo nos miramos: Cosmo había sacado una pistola.

—¿Qué va a hacer?

—Ocuparme de usted. No se preocupe, será rápido. Podría matarle aquí, pero sería más difícil deshacerse del cuerpo. Vive usted en el quinto pino, amigo. Además, no querrá que su nieto le encuentre con la cabeza destrozada cuando vuelva del cole… El chico es huérfano, ¿no? Me da pena, fíjese…

Cosmo encañonó a Áxel y se dirigieron hacia la salida. En cuanto a nosotros, no sé si será gracias a llevar toda la vida viendo películas de acción, pero el caso es que, sin ponemos de acuerdo, Víctor y yo reaccionamos en un segundo: nos pusimos a ambos lados de la puerta. Cuando Cosmo salió, precedido de Áxel, Víctor le dio en la cara un golpe tan fuerte con el casco de la moto que la pistola salió despedida.

Me gustaría decir que la recuperé yo, pero fue Áxel quien se lanzó a por ella.

Y fueron esos segundos los que Cosmo aprovechó para meterse en su coche y salir huyendo.

—¡Se escapa! —grito Víctor.

—Da igual. No irá muy lejos. Además, tengo su confesión.

—Pero…

—Hace tiempo instalé una grabadora dentro del teléfono. Le dije que tenía que hacer una llamada, pero en lugar de eso la puse en marcha. Está registrado todo lo que ha dicho.

Áxel se volvió hacia su nieto.

—Buen golpe, Víctor. Ya ves que es una ventaja eso de no olvidarse el casco. Déjame tu móvil, tenemos que llamar a la policía cuanto antes.

Áxel estaba marcando cuando escuchamos un estruendo. Nos miramos entre nosotros, y sin decir una palabra entramos en el todoterreno de Áxel. Unos centenares de metros más adelante, el coche volcado de Cosmo ardía como la yesca. Áxel cogió el extintor y se precipitó hacia el vehículo tras gritamos que llamásemos a una ambulancia.

—¡Abuelo! ¡No te acerques! ¡¡Puede estallar!!

Pero Áxel no pareció escuchar a Víctor.

O a lo mejor es que no le importaba lo que su nieto dijera.

Se acercó al coche y roció con espuma la puerta del conductor. Que nadie me pregunte cómo, pero consiguió sacar a Cosmo. Víctor y yo salimos del coche, y entre los tres arrastramos a Sertosa lejos del vehículo accidentado, que acabó explotando. Parecía muy malherido.

—¿Ya… ya está contento?

—No hable. En seguida vendrá un médico.

—No… quiero… un médico… He acabado… igual… igual que el otro… Puede… darse por satisfecho… Maldito sea, Bicand…

Se quedó mirando al abuelo con los ojos muy abiertos y la mano crispada en las solapas de su chaqueta. Creo que los tres nos dimos cuenta de que Cosmo estaba muerto.

Justo en ese momento escuchamos las sirenas de las ambulancias.

El entierro del padre de Tara fue, como cualquiera puede imaginarse, extremadamente triste. Asistió el pueblo entero, pues, como dijo el sacerdote, todo el mundo quería despedir «a un hombre bueno, un ejemplo para esta comunidad, que supo rehacerse después de que su vida fuese cruelmente trastocada por la peor de las desgracias. Nunca olvidaremos a Cosmo Sertosa, ni todas las cosas buenas que hizo por la gente de Bline».

En la última fila de la iglesia, Áxel Bicand apretó los puños dentro de los bolsillos tras escuchar esa frase.

—Necesitaba verte.

Estábamos en el parque. Víctor me tenía abrazada. No nos habíamos visto desde el día de la muerte de Cosmo. En cuanto se llevaron el cuerpo, me fui a casa de Tara para hacerle compañía: acababa de perder a su padre, y me necesitaba a su lado.

La policía no nos hizo muchas preguntas: al fin y al cabo, era muy fácil de explicar lo ocurrido. Víctor, Áxel y yo estábamos fuera de la casa cuando escuchamos el ruido de un choque, y supusimos que alguien había tenido un accidente. Todo el mundo felicitó a Áxel por haber actuado con tanto valor, precipitándose hacia el coche en llamas para sacar a Cosmo. Por desgracia, el golpe había sido mortal, y sus lesiones eran demasiado graves.

Ninguno de nosotros contó nada de lo que había ocurrido en la cabaña. Cosmo estaba muerto. ¿De qué valía que su hija y sus amigos supiesen que era un asesino de niños? Sólo Sara miró a Áxel de una forma extraña cuando salió de la iglesia. Pero me pareció que en aquella mirada no había ningún reproche. Quizá ella también sentía que se había cerrado el círculo. Que, por fin, después de tanto tiempo, se había hecho justicia.

—¿Cómo está Tara?

—Regular. Pero lo superará. Es más fuerte de lo que parece.

Víctor me besó en la frente.

—¿Y tu abuelo?

—Está bien. Dice que en cuanto tenga vacaciones en el colegio nos iremos a hacer un viaje. Que llevamos demasiado tiempo en Bline. Necesitamos respirar otro aire.

Por primera vez me di cuenta de cómo estaban las cosas: ahora que el caso de los niños estaba definitivamente cerrado, ya no había nada que retuviese a Áxel en el pueblo. Miré a Víctor intentando reunir valor para hacerle la pregunta.

—¿Os… os vais a marchar de Bline para siempre?

Víctor me pasó la mano por el pelo muy despacio.

—¿Sabes? El abuelo va a dejar que sea yo quien decida. Dice que ya me arrastró una vez, y que no tiene intención de repetir la jugada.

—¿Entonces?

Me miró con sus enormes ojos azul oscuro y sonrió sin dejar de acariciarme.

—Lo único que quiero es estar contigo.

No le dije que yo tampoco quería otra cosa, excepto, quizá, cerrar para siempre mi ventana a las sombras. Pero eso ya no dependía de mí. Me acerqué a Víctor y le besé como nunca, mientras soplaba el viento y la nieve caía, una vez más, sobre las calles y los abetos y los tejados rojos de Bline.