Mamá y yo cenamos unos sándwiches, yo sin mucha gana, porque aún tenía atravesado el pastel de chocolate que había tomado en la pastelería de Merteuil. Nos fuimos pronto a la cama: mi madre se encontraba cansada. En cuanto a mí…, quería saber si tenía correo. Se me aceleró el pulso nada más cerrar la puerta de la habitación, y cuando encendí el ordenador me sudaban un poco las manos.

«Valeria ¿qué te pasa?»

«¿Por qué te estás poniendo así?»

«¿Qué es lo que esperas encontrar en tu ordenador?».

Me separé de la mesa y me miré al espejo: vi a una adolescente pálida a la que le brillaban los ojos mientras le palpitaba levemente el labio inferior.

«No tiemblas así porque esperes un correo de tu padre. Ni porque supongas que va a escribirte tu antigua amiga Silvia. Tiemblas porque en las tripas de tu ordenador puede haber un mensaje de una persona a la que, al fin y al cabo, acabas de ver hace dos horas. Tiemblas porque estás muerta de miedo. Porque sabes lo que significa sentirse así. O, al menos, crees que lo sabes».

«Víctor. Víctor. Víctor».

Respiré hondo. No tenía por qué consultar el correo precisamente ahora. El día había sido largo. Debería acostarme, dormir. Y eso fue lo que hice: me puse el pijama, me lavé los dientes con furia, me cepillé el pelo. Luego me metí en la cama, apagué la luz y me quedé mirando a la oscuridad con los ojos abiertos.

No había desconectado el ordenador.

Me puse de pie otra vez y, sin encender la luz, sin darme tiempo a pensar en lo que hacía, entré en el correo. Había dos mensajes en el messenger. Los dos eran de Víctor. Los había mandado con una hora de diferencia.

VÍCTOR: ¿Estás conectada?

VÍCTOR: ¿Y ahora?

Le di a responder.

VALERIA: Hola.

VÍCTOR: ¿Qué tal te ha ido con tu madre?

VALERIA: Bien. Se lo he contado todo. Tenías razón.

VÍCTOR: Ya lo sabía.

«¿Cómo puede ser tan… tan…?».

VALERIA: Te crees muy listo.

VÍCTOR: Es que lo soy. ¿Cómo estás tú?

«Ojalá pudiera decirle la verdad. Ojalá pudiera decirle cómo me sentía».

VALERIA: No me quejo. Entre otras cosas, porque no sirve de nada.

VÍCTOR: Buena filosofía. No aguanto a la gente que se queja.

Sonrisa maliciosa. Había llegado mi turno.

VALERIA: No aguantas a la gente que se queja. No aguantas a los que intentan meterse en tu vida… No aguantas a la gente de Bline, a veces ni siquiera aguantas a tu pobre abuelo, ¿a quién aguantas tú, Víctor Bicand?

La respuesta tardó en llegar unos segundos interminables, en los que me dio tiempo a pensar si Víctor se habría enfadado y a arrepentirme de mis bromas estúpidas, de mis intentos por parecer inteligente y sarcástica.

VÍCTOR: Te aguanto a ti, Valeria. No puedes ni imaginar todo lo que creo que sería capaz de aguantarte. Me voy a dormir. Buenas noches.

Y se desconectó, dejándome con las manos temblorosas y una sonrisa estúpida. Me metí en la cama y cerré los ojos.

«Me encanta este pueblo».

«Aunque esté lleno de gente chiflada y haya un asesino múltiple rondando por ahí».

Me levanté de un humor más que bueno. Mamá también parecía contenta. Demasiado contenta, diría yo: me achuchó dos veces mientras me tomaba la leche con las magdalenas. Casi era mejor verla cabreada.

—¡¡Mamáaaaa!!

—De acuerdo, de acuerdo, nada de besuqueos sin venir a cuento. Por cierto, ¿qué vas a hacer el fin de semana? Mariona me ha dicho que el sábado hay una excursión del instituto o algo parecido…

—Sí. Van todos a esquiar.

—¿Tú quieres ir? La pierna…

La corté en seco antes de que empezase a pontificar sobre la inconveniencia de forzar la rodilla.

—No te preocupes. No tengo ningún interés en volver a pasar por el quirófano. Puedo aguantar las ganas de esquiar hasta la temporada que viene. Me quedaré por aquí.

—Podemos ir al centro comercial… al cine, o de compras…

—Ya veremos. —Siempre he detestado hacer planes con antelación—. Oye, son las ocho y media…

—Hoy entramos un poco más tarde. Ayer salimos a las mil. ¿Viene Tara a buscarte?

—Sí, debe de estar a punto de llegar. La espero en la puerta, ¿vale? Que tengas un buen día.

—Te quiero mucho.

Otra vez. ¿De dónde sacaría mi madre aquellas cursiladas? Solté un gruñido y me largué.

—¡Hola! Qué día tan bueno, ¿verdad? Parece imposible después del temporal de ayer.

Tara estaba en lo cierto. El cielo tenía un limpio color azul, y el sol empezaba a derretir la nieve.

—No me digas que ha llegado la primavera.

Tara se echó a reír.

—No te hagas ilusiones. Estamos a quince de enero. Nevará hasta bien entrado marzo, por lo menos… Hubo un año que pudimos esquiar en el puente de mayo. Y, hablando del esquí, ¿no vas a venir mañana?

—No puedo, de verdad, ya te lo dije. Todavía tengo problemas en la pierna que me rompí. Si me diese otro golpe, tendrían que operarme de nuevo, y tal vez me quedase coja para siempre. —Nadie me había dicho tal cosa, pero parece de cajón que si te rompes dos veces el mismo hueso, al final no suelda bien y se queda hecho papilla de por vida. A Tara pareció impresionarle lo de la cojera eterna.

—Vaya… De todas formas, podrías subir a la estación con nosotros.

—¿Quedarme en la cafetería jugando a la Nintendo mientras los demás hacéis bajadas? No, muchas gracias. Me moriría de envidia.

—¿Qué vas a hacer entonces?

—Mi madre quiere ir al cine… Y yo necesito comprarme algo de ropa.

—Bueno, en ese caso puedo ir contigo a la tienda de mi padre. Te hará buen precio en lo que necesites… Aunque no está en su mejor momento.

—¿Por qué?

—Su perro, ¿recuerdas? Ya te lo conté. Hace quince días un imbécil derrapó con el coche y se lo cargó. Se puso como loco. Si no le sujetan, creo que le hubiese dado un puñetazo a aquel tipo. Quería a ese perro más que a mí.

—Qué exagerada eres.

—En serio. ¿No te parece una tontería? Sentir tanto amor por un viejo san bernardo pulgoso…

—La gente que tiene perros los adora.

—En el caso de mi padre, era mucho más que eso. Así que, desde que Тех pasó a mejor vida, está insoportable. Tal vez no sea el mejor momento para hacer tratos con él. De verdad, qué tiempo más bueno… Si mañana hace un día así, podremos tomar el sol en las pistas. Eh, mira, ahí viene Víctor… ¡Hola, chico!

Víctor pasó por nuestro lado como una bala y, a modo de saludo, nos dio a las dos en la cabeza con una revista que llevaba en la mano. Le eché una mirada furibunda que, por supuesto, no percibió. Tampoco Tara, que sonrió como una boba, como si un porrazo en la nuca pudiese ser interpretado como una muestra de amor eterno.

—Qué mono es.

—Sí, monísimo. Pero de los que se suben por los árboles. Si vuelve a golpearme con esos papelazos, haré que se los trague.

—Tía, ni que te hubiese dado con un bate de béisbol. Venga, vamos, es muy tarde.

Entramos en clase. Teníamos matemáticas a primera hora. El profesor Berman pidió silencio.

—A ver, hay que cerrar la lista para la excursión a la nieve. ¿Hay alguna baja?

Sólo se alzó mi mano… y la mano de Víctor.

—¿Bicand?

—Es mi abuelo, profesor. Se ha vuelto a marear un poco esta mañana. El médico dice que no es nada, pero prefiero no dejarlo solo durante todo un día.

Berman pareció satisfecho con la explicación.

—¿Y tú, Valeria…?

—Me estoy recuperando de una operación en la pierna… El médico no me deja esquiar.

—Es cierto, tuviste un accidente. Qué mala pata, ¿verdad? —Sólo sonrió él con su chiste malo… y justo cuando pensé que iba a empezar la clase, también Tara levantó la mano.

—¿Tara?

—Es que… Profesor Berman, creo que yo tampoco voy a subir.

—¿Por qué?

—Pues… pues… porque me va a venir la regla.

Carcajadas generalizadas. Yo miraba a Tara sin dar crédito. ¿A qué venía semejante revelación? El profesor parecía molesto.

—Eso es una tontería. Tal vez hace cuarenta años hubiese sido una buena excusa, pero ahora ya no. Vendrás mañana. Con regla o sin ella. Y tráete compresas, o tampones o lo que sea, que no quiero tener que andar buscando una farmacia de guardia el sábado por la noche. Abrid el libro por la página setenta y dos.

No sé por qué miré a Víctor, que me taladró con los ojos.

Había en ellos lo que me pareció un brillo de satisfacción.

Un brillo de triunfo.

Yo sólo pensaba que tendríamos un día entero para nosotros dos. Y que Tara no había conseguido reventarlo con su estrategia desesperada.

La jornada transcurrió bastante tranquila. Las clases, como siempre, acabaron a las cinco, y en la puerta mis compañeros se citaban para el día siguiente a las siete y media de la mañana. Un autobús del colegio les recogería a todos para trasladarlos a la estación de esquí, que estaba a poco más de media hora de camino. Pasarían el día en las pistas, hasta que cerrasen los remontes. Luego cenarían y dormirían todos juntos en un albergue de montaña.

—Es divertidísimo, te lo aseguro —me dijo Nora—. Nos tiramos toda la noche de juerga. El domingo estamos la mar de patosos con los esquís, porque casi nadie pega ojo. ¿No te damos envidia?

—Un montón… Me encanta esquiar. Tal vez el año que viene, si la pierna se suelda bien. Que os divirtáis.

—Y tú. Buen fin de semana. Tara, nos vemos mañana. Y recuerda lo que ha dicho Berman: llévate el kit de regla, o se cabreará si tiene que buscar un sitio para comprarte los támpax.

A Tara no pareció divertirle el comentario. Tenía el ceño fruncido y una mueca de enfado en la boca. De pronto me recordó un poco a Silvia, capaz de enfurruñarse como nadie cuando las cosas no salían como ella hubiese querido. Víctor pasó por nuestro lado en ese momento, pero hizo como si no nos viera. Tara se le quedó mirando, y no apartó sus ojos de él cuando se subió en la moto de nieve, arrancó blandamente y se alejó, con la bufanda asomándole por debajo del casco.

—Idiota —me pareció oírle decir.

—¿Cómo?

—No he dicho nada.

—Ah. Habrá sido el viento.

—Pues eso.

Caminamos un rato sin hablar. No había duda de que Tara estaba enfadada, pero un sexto sentido me decía que era preferible ignorarla antes que intentar averiguar qué le ocurría.

—¿Te duele mucho? —le pregunté al fin.

—¿El qué?

—La… la regla… Cuando te viene, y eso.

—No. Bueno, lo normal.

—Ya. Es que como decías que no querías subir a la estación, pues…

—No es por la regla. Ni siquiera va a venirme este fin de semana. Es que no me apetece la excursión.

Ahora sí que no entendía nada. ¿No era tan divertido lo de esquiar en pandilla? ¿No había estado Tara vendiéndome las infinitas posibilidades de la jornada en la nieve, hasta el punto de sugerirme que les acompañara incluso sabiendo que no podría calzarme los esquís?

—¿Y eso?

Un silencio.

—Es por Víctor. Quería verle durante el fin de semana. —Se quedó callada y miró al suelo, como si no estuviese segura del siguiente paso—. ¿Vas a llamarle tú?

Creo que enrojecí un poco, pero como Tara seguía mirando al suelo, ni siquiera se dio cuenta.

—¿Yo? ¿Y para qué iba a hacer eso?

—Como estáis juntos en lo del teatro…

¿Y ahora? ¿Qué iba a decirle? Tomé aire y, sin saber por qué, crucé los dedos dentro del bolsillo de mi cazadora.

—Mira, yo me apunté a ayudar con la producción por no llevarle la contraria al profesor, pero no me interesa lo más mínimo esa dichosa obra. No pienso estar dándole la tabarra a Víctor Bicand para ver decorados, ni trajes, ni carteles ni nada. Que lo haga todo como a él le parezca. Además —si vas a mentir, miente a lo grande, me dije— ni siquiera tengo su teléfono. Como no le llame por señales de humo, o a grito pelado desde el centro del pueblo, ya me dirás.

Tara se echó a reír. Tenía una risa limpia, cristalina. Una risa preciosa. Aquella risa suya, y la forma en la que se cogió de mi brazo, me hicieron sentir como una verdadera sabandija.

Como una falsa y una traidora.

Y, sin embargo, también me sentía raramente feliz.

Estaba aprendiendo demasiadas cosas, pensé.

Y no eran cosas de las que pudiera sentirme demasiado orgullosa.

Tara y su madre vinieron a cenar con nosotras aquella noche. Mamá había hecho una lasaña gigantesca y un bizcocho de pasas y nueces. Lo pasamos muy bien. Tara parecía encantada, como si hubiese olvidado su malhumor de la tarde. Se retiraron pronto: los esquiadores tendrían que estar en el colegio a primera hora de la mañana para aprovechar el día.

—Me voy a la cama —dije a mi madre cuando ellas se fueron.

—¿Tan pronto? Son las once.

—Sí… Estoy algo cansada. Y quiero leer un rato.

—¿Tú? Eso sí que es una novedad. Bueno, haz lo que quieras. Por cierto, mañana por la mañana voy a ir a hacer una compra al súper. Podrías acompañarme…

—¿Pasar la mañana entre latas de tomate y paquetes de macarrones? Qué planazo. No, prefiero quedarme en casa.

Mi madre lanzó un suspiro que supongo que indicaba resignación ante la poca sensibilidad de su hija adolescente.

—Haz lo que quieras —repitió—. De todas formas, siempre lo haces…

Le di un beso fugaz y me largué escaleras arriba para conectarme en el ordenador. Lo encendí con el estómago encogido. No había mensajes.

Ni uno solo.

«Víctor…».

La decepción inicial dejó paso a algo parecido a la rabia. ¿Por qué no había escrito? ¿Qué estaba haciendo? ¿Y si era cierto eso de que su abuelo estaba peor? ¿Y si estuviesen en el hospital? Pensé en llamar a su teléfono, pero era tarde para eso. Y, además, mamá me escucharía si hablaba con alguien. Abrí el messenger y le mandé un mensaje.

VALERIA: ¿Estás ahí?

No hubo contestación. Esperé unos minutos que parecieron siglos, pero la respuesta de Víctor no llegó. ¿Qué podía hacer? Me senté frente al ordenador, como si aquello pudiese obrar algún efecto mágico, y noté que me sudaban las palmas de las manos.

¿A qué venía semejante ansiedad? ¿Por qué me ponía así sólo porque un chico al que hacía dos semanas ni siquiera conocía no estuviese conectado en ese momento? Noté que el estómago se me encogía.

«Esto es estúpido, Valeria. ¿Qué es lo que estás haciendo?

»Primero mientes como una condenada a tu nueva mejor amiga.

»Ahora estás hecha un flan porque un idiota no se ha puesto en contacto contigo.

»Si sigues así, vas a acabar mal».

No sé si de forma consciente o no, abrí un mensaje nuevo y escribí sin pensar mucho en lo que ponía.

¿Dónde estás, Víctor? ¿Por qué te has ido así esta tarde? ¿Por qué no has dado señales de vida a estas horas de la noche? No he hecho otra cosa que pensar en ti. Te tengo todo el rato en la cabeza. Lo único que quiero hacer es estar contigo. Incluso me he alegrado de tener una pierna destrozada, porque eso me daba una excusa para no ir con los demás a la estación de esquí. ¿Dónde estás? ¿Qué haces? ¿Por qué no has mandado un mensaje?

Te quiero mucho, Víctor Bicand.

Miré el mensaje un par de veces. Por fin lo había reconocido ante mí misma. Me sentí un poco mejor, aunque seguía notando una sensación desoladora. Pero al menos ya no me sudaban las manos, y tampoco notaba tanta ansiedad.

Por supuesto, borré el mensaje sin enviarlo.

Hay cosas que, en el fondo, uno sabe que nunca va a enseñar a nadie.

Luego me metí en la cama y me dormí profundamente.

Me desperté a las ocho. Había vuelto a nevar durante la noche, pero no tanto como en los días anteriores. Me sentía ligeramente triste. Sentada en la cama, decidí que no podía pasarme la vida así. Que aquello pasaba ya de castaño oscuro. No podía permitir que alguien como Víctor me complicase la vida de esa manera, con su manía de aparecer y desaparecer cuando menos lo esperaba. Tenía que cortar de raíz. Quizá era el momento de hacerlo… Entre otras cosas, porque no había nada que cortar. Debería haberme ido a la nieve con los otros, como Tara proponía. Aunque no pudiese esquiar, me hubiese quedado leyendo en la cafetería, y habría podido unirme a los demás a la hora de la comida, y participar de sus juergas en el albergue de montaña. En realidad, había rechazado esa posibilidad porque esperaba poder pasar algún tiempo con Víctor, y había puesto mi pierna rota como disculpa, de la misma forma que Tara había intentado colar su estúpida historia de que iba a bajarle la regla. Bueno, al menos yo no había hecho el ridículo delante de toda la clase. Era un consuelo.

Había dejado el ordenador encendido toda la noche. Le di, distraída, a una de las teclas, y la pantalla volvió a iluminarse.

Había un mensaje.

VÍCTOR: Valeria, veo que no estás conectada. Te recojo hoy a las cinco. Dulces sueños.

No sé por qué me eché a llorar.

Mi madre me encontró en la cocina, recién duchada, en albornoz, canturreando.

—¡Qué buen humor para empezar el fin de semana!

Ni siquiera protesté cuando llegó el achuchón del sábado por la mañana. Tenía que andarme con cuidado o acabaría mosqueándose con tanto buen rollo.

—¿Quieres una tostada?

—Dos.

—Muy bien. ¿Por cierto, a qué hora prefieres salir por la tarde?

—¿Por la tarde?

—Las compras, ¿no te acuerdas? Querías ir al centro comercial a mirar ropa…

Mierda. Había olvidado completamente que había hecho planes con mamá. Pero de ninguna manera podía dejar colgado a Víctor. Antes prefería llevar puesto un saco y unas zapatillas de cuadros durante el resto de mi vida… Siempre que él no me viese vestida así, claro.

«Piensa Valeria. Piensa en algo rápido…».

—¿Te importa que vayamos de tiendas por la mañana?

—No… Pero también tengo que pasar por el súper.

Dios. Bueno, todo tiene su precio…

—No pasa nada. Te acompaño al súper y así te ayudo con las bolsas, y luego vamos a ver la ropa. De todas formas, es prontísimo y nos dará tiempo de hacer todo.

—Hay otra cosa.

—A ver…

—Lauro y Lola. Tengo un mensaje suyo en el móvil. Quieren que vayamos a comer con ellos.

«Ostras. Una comidita con ese tío que me da tan mal rollo, y con su mujer a la que ni siquiera conozco». Miré a mi madre. La pobre estaba esperando que protestase: una mañana en el supermercado y un almuerzo con dos tipos de cuarenta años no es precisamente el ideal de una chica en plena adolescencia. Pero era mejor no liarla: iba a pasar toda la tarde con Víctor, así que bien podía soportar el paseo con el carrito y la comida con esos dos. Arrugué el morro todo lo que pude.

—Bueno, vamos a hacer la gracia completa. Pero yo tengo que estar en casa a las cinco menos cuarto.

—¿Y eso?

Me volví para coger las tostadas que acababan de saltar, e intenté que mi voz sonase lo más normal posible.

—Porque he quedado con un compañero para ver unas cosas.

—Pensé que todos los chicos estaban en la nieve.

—Víctor no puede ir. Su abuelo está enfermo y no quiere dejarlo solo por la noche. ¿Está ahí la mantequilla?

Normalmente, mi madre hubiese seguido haciendo preguntas, pero creo que ella tampoco quería tentar la suerte: había accedido a ir a comprar comida y a acompañarla a casa de dos personas que no me interesaban en absoluto. Eso era mucho para mí. Y supongo que también era suficiente para mi madre. Así que me pasó la mantequilla y el tarro de mermelada y comentó algo sobre el tiempo.

La sesión de compras en el supermercado fue todo lo horrible que puede imaginar cualquiera. Avanzar con tu madre entre los lineales rastreando las mejores ofertas mientras se empuja un carrito lleno de latas de atún y tetrabricks de leche intentando no atropellar a una docena de niños que corretean gritando, o lloran a grito pelado porque no quieren comprarles alguna porquería, es como para ponerse de un humor de perros… A no ser que a una le aguarde una cita con un chico guapo y escurridizo como él solo. Al pensar en Víctor apareció en mi cara una sonrisa estúpida.

—¿Y esa cara?

Maldición. Mi madre puede estar muy pendiente de elegir el tomate frito más barato, pero tiene ojos en la nuca.

—¿Qué cara?

Otro achuchón. En medio del supermercado. Delante de toda esa gente. Torcí el morro.

—Mira que eres arisca, Valeria… Oye, ¿qué les llevamos a Lauro y a su mujer?

Un frasco de amoníaco. Una botella de lejía. Fertilizante para las plantas. Un desatascador para el baño…

—No sé, lo que quieras.

—¿Vino? No sé si… Tal vez una caja de bombones.

—Sí, compra chocolate. Así, si la comida es mala por lo menos podré comer algo que me guste.

—¡Valeria! No seas desagradable. Además, Lola cocina muy bien. ¿No te acuerdas lo bueno que estaba todo lo que nos dejó en la nevera la primera noche?

—¿A qué se dedica? Lola, quiero decir.

—No trabaja fuera de casa. Antes daba clase en el instituto, pero lo dejó. Eso fue lo que me dijo Lauro.

—¿Y por qué lo dejó?

—No lo sé. Estaría cansada, supongo… Además, Lauro gana un buen sueldo en la central.

—Papá también ganaba un buen sueldo y tú nunca quisiste quedarte en casa…

Mamá se paró con el carrito y todo.

—A mí me encanta mi trabajo. Tal vez a Lola no le gustaba el suyo. Además, ¿desde cuándo te preocupa tanto lo que haga la gente?

Tenía toda la razón. Por lo general, las decisiones de los otros me traen al fresco, así que… ¿por qué de pronto me interesaba tanto la vida de la mujer de Lauro?, ¿por qué cuestionaba entonces los motivos para dejar su trabajo?

Respuesta: porque, desde el primer día, noté algo raro en Lauro. Porque no podía quitarme de la cabeza su imagen golpeando a una mujer de cabello castaño claro… a una mujer que estaba segura de haber visto después en la cafetería.

Pero eso no podía contárselo a mi madre, así que me adelanté para elegir una bolsa de magdalenas con chocolate. Fue la mejor forma de interrumpir la conversación.

Dejamos las bolsas en el coche antes de ir a las tiendas de ropa. Llevaba siglos sin ir de compras con mi madre; de hecho, no habíamos hecho shopping juntas desde mucho antes del accidente. Supongo que por eso había olvidado lo coñazo que es. A veces me pregunto cómo es posible que mi madre aún no me haya pillado el punto y siga proponiéndome la compra de vestidos espantosos y zapatos horribles.

—Pero ¿conoces a alguna chica dispuesta a ponerse esa horterada?

—Alguna habrá, Valeria…

—Alguna habrá, sí, pero estará en el manicomio…

—Muy bien, señorita… Entonces, ¿por qué los venden?

—No tengo ni idea, pero antes que salir a la calle con ese traje horrendo creo que prefiero ir en pelotas.

—¡Valeria! ¡Esa boca!

—Vale, prefiero ir desnuda, ¿contenta? Por favor, deja que me compre unos vaqueros…

—Tienes media docena de pantalones vaqueros.

—Pero no como éstos…

Y todo así. Al final, llegamos a una especie de acuerdo amistoso: me compré los tejanos que yo quería, y a cambio acepté llevarme el único vestido que podría llevar sin que toda la clase se partiese el culo al vérmelo puesto. Mamá insistió en que me comprase una camisa blanca que no estaba mal, unos mocasines marrones, un jersey negro de cuello vuelto y un pañuelo estampado que no pienso ponerme en la vida.

—Y ahora, a casa de Lauro…

Mierda. Casi me había olvidado del último capítulo de la Maravillosa Mañana de Sábado con Mamá. La traca final era el dichoso almuerzo con los señores de Olmeda… «En fin, vamos allá».

—¿Qué les has comprado?

—Una botella de vino y una caja de trufas de chocolate.

Era la una y media cuando llegamos a casa de Lauro y Lola. Fue él quien nos abrió la puerta.

—Hola, Dora… ¡Valeria! Me alegro de verte. Vaya, tienes un aspecto estupendo.

«Tienes un aspecto estupendo…». ¿Y por qué se sorprende?, ¿qué aspecto se supone que debería tener? ¿O es que esperaba verme llegar con los ojos inyectados en sangre y echando espumarajos por la boca?

—Muchas gracias. —Estaba decidida a hacer una exhibición de buenos modales para redondear el día de sacrificios—. Tenéis una casa muy bonita…

—¿Dónde está tu mujer?

—En la cocina, acabando de prepararlo todo. ¡Lola! Han llegado nuestras invitadas.

Al escuchar la voz de Lauro, Lola salió de la cocina quitándose un delantal blanco. Me quedé parada al verla…, al verla otra vez. Porque Lola era exactamente la misma mujer que había aparecido en mi visión el día que llegamos a Bline. Tenía el mismo pelo castaño claro y cortado a la altura de la mejilla, la misma piel blanca… y el reloj en la mano derecha. La misma mano con la que intentaba protegerse de los golpes de Lauro.

—¿Dora? —Le tendió a mi madre aquella mano blanca y fina—. Tenía ganas de conocerte…

—Y yo de conocerte a ti… Gracias otra vez por llenarnos la nevera la noche de nuestra llegada. No sabes cómo nos vino de bien el poder hacer una cena en condiciones. Mira, ésta es Valeria, mi hija.

Y entonces, siguiendo una especie de inspiración, hice algo que dejó alucinada a mi madre, tan acostumbrada a que su única hija huya como un gato escaldado de todo tipo de efusiones: me adelanté y saludé a Lola con un abrazo. En lo que duró, apenas unos segundos, pude ver a aquella mujer llorando a lágrima viva mientras su marido la cubría de insultos por algo que había hecho… O, tal vez, por algo que no había hecho.

—Hola, Valeria.

—Hola, Lola. Me alegro de conocerte. —La miré, intentando transmitirle algo de fuerza, o algo de afecto. Me hubiese gustado decirle que no tenía por qué aguantar gritos, ni insultos, ni mucho menos golpes, ni de Lauro ni de nadie. Pero no podía hacerlo, así que me limité a dirigirle una sonrisa que quería ser cariñosa.

—La comida casi está lista.

—¿Te ayudamos en algo?

—Oh, no hace falta, Lola lo tiene todo controlado. Venid al salón y tomaremos un aperitivo.

El comentario, claro está, venía del impresentable de Lauro. «¡Dejad que la criada se las apañe sola mientras nosotros descansamos!». Mi madre se fue con él, pero yo decidí ignorar su oferta y seguir a Lola hasta la cocina.

—¿Puedo mirar? Me… me encanta la cocina.

Era mentira podrida, claro está. Sólo soy capaz de calentar cosas en el microondas. Ni siquiera sé hervir leche sin que se me pegue.

—Claro. —Tenía un tono de voz un poco bajo, de ésos que hacen que te lleves la bronca en clase porque no se te entiende cuando contestas a una pregunta.

—¿Qué vamos a comer?

—Una crema de mejillones. —Levantó la tapa de una cacerola—. Y eso de ahí es lomo de cerdo asado. Espero que os guste… Quería hacer un rosbif, pero el carnicero olvidó guardarme la carne de ternera y…

Me dio la impresión de que estaba disculpándose. Le aseguré que nos encantaba el cerdo, y que en realidad yo no era muy amiga del rosbif.

—Bueno, me alegro de haber acertado. De postre he hecho una tarta de almendras… Espero que esté buena, es la primera vez que la preparo…

El almuerzo fue muy agradable. Me aseguré de decir media docena de veces lo bueno que estaba todo, y hasta me tomé un segundo pedazo de tarta de almendras para demostrar lo mucho que me había gustado el postre. Lola parecía contenta. Tomamos el café junto a la chimenea, y Lauro abrió la caja de bombones que les habíamos llevado.

—Qué ricos. Me encantan las trufas.

—Y a mí. ¿No quieres una, Lola?

—No, no, he comido tanto que…

—Vamos, prueba una. —Era Lauro quien hablaba—. Están deliciosas.

Me pareció que Lola iba a negarse, pero entonces miró a Lauro, que había clavado en ella unos ojos con un brillo extraño.

—Bueno, de acuerdo… —Alargó la mano y cogió uno de los chocolates. Le temblaba el labio cuando se lo llevó a la boca—. Están… están muy buenas, Dora.

Me pareció que había algo de desmayo en su voz.

—Voy… voy a traer más café.

Salió de la sala un poco más rápido de lo que hubiera sido normal. Lauro le dedicó una mirada de lástima y bajó el tono para dirigirse a nosotras.

—Tenéis que disculpar a Lola… Ha estado un poco obsesionada con su peso últimamente, y por eso le cuesta comer.

—No tenía ni idea… Pero si está estupenda…

Lauro meneó la cabeza como si llevase sobre los hombros un peso insoportable, el muy cerdo.

—Ya sabes cómo son estas cosas para algunas mujeres… Se les mete algo en la cabeza y… un día empiezan a decir que están gordas y a negarse a comer una miserable trufa de chocolate.

Justo en ese momento, Lola volvió con la cafetera. Yo miré el reloj. Eran las cuatro y media. Víctor pasaría a buscarme en seguida. Me revolví en la silla un poco inquieta.

—¿A qué hora has quedado, Valeria?

—A las cinco…

—Entonces deberíamos marchamos…

—¿No… no quieres otro café? Está recién hecho.

Había algo de súplica en la voz de Lola. Lo entendí en seguida: mientras estuviésemos allí, el bestia de Lauro no la emprendería con ella.

—Tómalo si quieres, tengo tiempo…

En ese momento, al pasear la mirada por el salón, me fijé en una figurita… una figurita de porcelana que representaba a un búho de colores. Y no era la primera vez que la veía.

—Ese búho… qué curioso. —Alargué la mano y lo cogí. Me fijé en que estaba pegado por la mitad—. Anda, se os ha roto…

—Me… me lo regaló una amiga. Tuve que arreglarlo con pegamento porque se me cayó… Soy… soy verdaderamente torpe.

Sonreí y dejé el búho en su sitio mientras recordaba cómo se había roto aquella figura: en plena paliza de Lauro.

Eran las cinco menos diez cuando salimos de la casa. Tenía el tiempo justo para lavarme los dientes antes de que llegase Víctor.

—Has estado muy amable con Lola.

—Me cae bien.

—Y Lauro no…

—No me gusta cómo la trata.

Mi madre me miró, sorprendida.

—¿Qué quieres decir?

—Casi no la mira cuando le habla. Y no se dirige a ella, más bien le da órdenes. Y ¿a qué ha venido lo de decimos que tiene problemas con su peso? ¿Había necesidad de dar tantas explicaciones sólo porque rechazase un chocolate? Menudo anormal, joder.

—¿Por qué tienes que hablar así?

—Vale, vale, retiro lo de joder. Pero te aseguro que Lauro es un impresentable que tiene machacada a su mujer. —Mi madre acababa de aparcar el coche—. Y ahora, perdona que vaya a toda leche, me encantaría quedarme aquí contigo toda la tarde cambiando impresiones sobre ese capullo de Olmeda, pero llego tarde.

Entré disparada en casa, y sólo tuve tiempo para cepillarme bien el pelo y lavarme los dientes antes de que sonase el timbre. Escuché cómo mi madre abría la puerta y saludaba a Víctor. Luego me llamó desde abajo.

—¡Valeria! ¡Te están esperando!

Me miré en el espejo justo antes de salir. Me había peinado demasiado bien y mi melena, que había crecido mucho, se me desparramaba sobre los hombros como las de esas niñas pijas que se tocan la cabeza sin parar. Después de pensarlo unos segundos, me revolví el cabello, cargándome así el efecto conseguido por el cepillo. Llevaba años yendo mal peinada, así que ¿por qué iba a cambiar eso ahora? ¿Sólo por culpa de Víctor Bicand?

—Hola, Valeria.

—Hola. Adiós, mamá.

Me echó una mirada que no supe cómo interpretar.

—No vuelvas tarde —dijo entre dientes.

La moto de Víctor estaba fuera, pero no parecía que tuviese intención de moverla.

—¿Damos un paseo? —propuso.

Hacía frío y el cielo empezaba a cubrirse, pero, no sé por qué, la idea de pasear junto a Víctor se me antojaba apetecible.

—Vale.

Caminamos en silencio por las calles desiertas, y al llegar al límite del pueblo Víctor me condujo a un pequeño parque junto al río.

—¿Qué has hecho hoy?

—Nada interesante. ¿Y tú?

—Compras con mi madre. Luego comimos en casa de un compañero de trabajo, un gilipollas que pega a su mujer.

—¿Cómo dices?

Me mordí la lengua. No debería haber sido tan directa.

—Es que… bueno, que estoy convencida de que ese tío es un maltratador.

—¿Cómo que estás convencida? Valeria, eso que dices es muy serio… Uno no puede acusar a alguien de una cosa tan grave así, por las buenas.

Fruncí el ceño. Y ahora ¿qué podía hacer? ¿Qué iba a contarle a Víctor? Podía elegir entre decirle la verdad y que me considerase una loca, o no decírselo y que pensase que era una estúpida que iba por ahí inventándose cosas horribles de sus vecinos.

—Bueno, explícate…

—Es difícil.

—Ya…

—Y, la verdad, no te culparía si no me creyeses.

—Prueba…

Respiré hondo. Estábamos solos en aquel parque lleno de árboles cubiertos de nieve. Era un lugar bonito, apartado de todo. El lugar perfecto para hacer una declaración de amor… o para confesar un secreto como el mío.

—Mira, ya sé que parece una chaladura…, pero últimamente… últimamente veo cosas.

—¿Cosas?

—Veo… veo los recuerdos de la gente… No de toda la gente, ni tampoco todos los recuerdos…, pero cuando conocí a Lauro… el tipo con el que comí hoy… al darle la mano vi cómo golpeaba a su mujer.

—Pero… no sé, pudiste imaginarte que…

—No, Víctor, no me imaginé nada. Hoy conocí a la mujer de Lauro y es exactamente la misma persona a la que Lauro pegaba. Una morena delgadita, guapa, con el reloj en la mano derecha. Y cuando la abracé a ella vi a Lauro echándole la bronca del siglo. Me da igual si me crees o no, pero ese cerdo maltrata a su mujer, y todo el mundo se cree que es un tío estupendo.

Víctor se quedó callado. «Ya está —pensé—, ahora está convencido de que soy una loca de atar y no querrá volver a verme ni en pintura.

»Muy bien, Valeria.

»Te has lucido».

—¿Has visto más cosas?

—¿Cómo?

—Pues eso. Que si has visto los recuerdos de otra gente o si sólo te ha ocurrido con Lauro y su mujer.

Meneé la cabeza.

—Claro que no. Cuando abracé a la madre de Tara pude verla llorar por la muerte de su hija. Entonces yo ni siquiera sabía que Julia había muerto… Me quedé flipada cuando Tara me lo contó. Y al saludarte a ti vi…

—¿Qué viste?

—A un niño. A un niño haciendo una maleta mientras lloraba.

Víctor caminaba a mi lado. Me subí las solapas del plumas para protegerme del viento gélido que soplaba desde el río y hacía caer las hojas muertas que todavía quedaban en los árboles. Nuestros pasos hacían crujir la nieve, y de pronto me di cuenta de que nunca, en toda mi vida, había sido tan consciente de lo duro que puede ser el silencio. Pensé que, si Víctor no decía algo, no iba a poder soportarlo.

«Cualquier cosa, Víctor.

»Por favor».

—¿Te había ocurrido antes? —Su voz parecía llegar de muy lejos.

—No. Fue después del accidente.

—Tu aventura con el coche de esa Lou.

—Sí. Ya sabes que estuve en coma casi diez días. Los médicos me dijeron que podían quedarme secuelas, pero no creo que estuvieran hablando de esto.

—¿Se lo has contado a alguien?

Meneé la cabeza en señal de negativa. ¿Quién iba a creerme?

—Ni siquiera sé por qué te lo he contado a ti.

Víctor se detuvo frente a mí. Había empezado a nevar de nuevo, con unos copos pequeñísimos, ligeros, diminutos. Se me quedó mirando un momento y yo pensé que a lo mejor no era capaz de resistir mucho tiempo allí, con aquel frío y los ojos azules de Víctor Bicand clavados en los míos.

—Me lo has contado porque te gusto mucho y no quieres ocultarme nada.

Y, sin darme tiempo a contestar, Víctor Bicand me besó muy despacio, y yo recibí su beso con el corazón a cien por hora y las piernas a punto de volvérseme de mantequilla. Fue un beso distinto a todos los que me habían dado. Distinto de los besos de Jan, y de los de aquel chico con el que me había enrollado en la excursión de fin de curso del año pasado. No sé decir por qué, pero aquel beso no se parecía a ningún otro beso que me hubieran dado.

Seguramente no se parecía a ningún otro beso que nadie en el mundo hubiese recibido antes que yo.

—¿Volvemos al pueblo? Está muy oscuro.

Yo le dije que sí, claro, aunque hubiese querido quedarme toda la tarde allí, con él, besándole, con aquel frío que se metía hasta en los huesos y el aire oliendo a nieve. Me cogió de la mano para salir del parque, pero luego me soltó, aunque seguimos caminando muy juntos y en silencio.

—¿Te preocupa? —me dijo al fin.

—¿El qué?

—Ese don tuyo para ver los recuerdos de otros.

Sentí una especie de alivio mezclado con algo parecido a la decepción. Al parecer, Víctor Bicand ya ni siquiera se acordaba de que nos habíamos besado.

—No sé… Bueno, un poco, supongo. Al principio pensé que se me pasaría…, pero no es así. Al contrario, cada vez veo las cosas con más claridad. Hoy, al abrazar a la mujer de Lauro, ha sido como tener delante de las narices una pantalla de última generación.

—No parece muy divertido.

—Te aseguro que no lo es.

La nieve, finísima, seguía cayendo.

—Polvo de diamante.

—¿Cómo?

—Esta nieve. Se llama así. Con respecto a lo tuyo…, creo que deberías ir a ver al abuelo.

«Oh, no, no, no, por favor».

—¿A tu abuelo? ¿Por qué?

—Porque a lo mejor puede ayudarte. Ya te dije que es psiquiatra… Muy bueno. Estaba considerado una eminencia. Todavía recibe un montón de invitaciones de universidades para dar conferencias, y eso que lleva tiempo jubilado…

—¿Qué pasa, que crees que estoy loca?

Víctor se paró en seco.

—Por supuesto que no. Pero está claro que te ocurre algo. No conozco a nadie que vaya por ahí viendo los recuerdos de la gente. Seguro que hay una explicación para eso, y es posible que el abuelo pueda ayudarte.

—Mira, Víctor, te lo agradezco mucho pero… pero no me apetece contarle esto a nadie más. Ni siquiera a un profesional, ¿vale? Sigo creyendo que se me pasará el día menos pensado. Y, después de todo, tampoco es un gran problema. Sería peor que me doliese la cabeza cada dos por tres, como decía el neurólogo que me podía pasar, o haberme olvidado de hablar, como le ocurre a alguna gente que se tira un tiempo en coma.

—Como tú quieras. ¿Te apetece tomar algo caliente? Porque yo tengo los pies helados.

Pasamos el resto de la tarde tomando chocolate y bizcocho en la pastelería de Merteuil. Víctor no volvió a preguntarme por mi capacidad para ver recuerdos de otros, ni aludió tampoco al beso que me había dado en el parque. Hablamos de muchas cosas. Del acoso al que me habían sometido los compañeros en el colegio. De lo difícil que había sido para él acostumbrarse a vivir con su abuelo tras la muerte de sus padres. De la separación de los míos. De mi pierna lesionada. De cómo se había roto el menisco jugando al fútbol hacía cuatro años. Hablamos de lo que queríamos hacer tras acabar el instituto —él, estudiar arquitectura; yo, ser abogada, como mi padre— y de los lugares que soñábamos con visitar —yo, Tokio; Víctor, Varsovia—. Me contó que había pasado el verano trabajando como camarero en la pizzería, y yo le conté que había querido ser azafata de congresos para ganar algo de dinero, pero que me echaron cuando supieron que aún no tenía los dieciséis.

—¿Y cómo se enteraron?

—¿Tú qué crees? Me pidieron el carnet para hacerme el contrato y se descubrió el pastel. Y eso que había conseguido convencerlos a todos de que tenía la edad suficiente.

—Anda que hay que ser boba para mentir en eso.

—No sé, como el carnet falso me había dado resultado en la puerta de las discotecas…

Nos reímos los dos. Víctor me contó que una vez habían estado a punto de detenerle a él por llevar una moto sin el permiso de conducir.

—Me libré gracias a mi abuelo, que les echó el rollo de que era un pobre huérfano de dos miembros de las Fuerzas de Seguridad… Pero no veas el mal rato que pasé.

—Mira el que me tomaba el pelo por hacerme la mayor delante de la dueña de una agencia de azafatas… Yo, por lo menos, no violaba la ley.

Fue una tarde estupenda. Víctor insistió en invitarme al chocolate y a los bizcochos y luego, cuando ya eran casi las nueve y media, me acompañó a la puerta de casa y se despidió de mí sin hacer ni siquiera el amago de un beso.

Cuando entré estaba confundida e incluso algo enfadada. Había sido muy agradable pasar la tarde en el café, hablando de tantos temas, riéndome con ganas, enterándome de cosas relacionadas con Víctor y contándole a él lo que había sido mi vida, pero… pero, después de lo que había ocurrido en el parque, esperaba que al menos me hubiese dado otro beso al llegar a casa… O, al menos un abrazo pequeño. Sí, eso me hubiese gustado mucho. Un abrazo cálido mientras la nieve —ese polvo de diamante del que Víctor me había hablado— caía sobre nosotros, como la escena de una película romántica.

Pero la vida no es una película.

Ni mucho menos.

Porque, en una película, nunca me hubiese encontrado a Lauro Olmeda en el salón de mi casa, tomando café con mi madre, como si fuesen los mejores amigos del mundo.

—¡Valeria! ¡No esperaba que volvieses hasta las diez! ¿Qué tal lo has pasado?

—Bien. Normal. —Hice como si no viese al idiota de Lauro. Aquel tipo no me podía caer peor. Además, ¿qué estaba haciendo en mi casa?

—Lauro ha venido a traerme esto. —Me enseñó su propia cartera—. Se me debió de caer en la entrada cuando saqué las llaves del coche.

—Qué amable.

Hasta un imbécil hubiese notado mi tono antipático. Y Lauro no era un imbécil.

Me dirigió una mirada rara. Una de esas miradas que taladran. Que te clavan en el sitio.

Pero yo no bajé los ojos.

«Sé quién eres, Lauro Olmeda.

»Así que ten cuidado conmigo».

—Bueno, me voy a marchar.

—Gracias otra vez por traerme la cartera.

—De nada. Te veo mañana en la central. Hasta la vista, Valeria.

Me tendió la mano, y la estreché. Apretó la mía como si quisiese cortarme la circulación. Yo le miré a los ojos.

Y lo vi.

Vi cómo Lauro Olmeda empujaba por las escaleras a una mujer que no era Lola, y ésta rodaba por los escalones hasta quedar tendida, muy quieta, en el suelo del vestíbulo.

—Valeria… No sé cómo te las apañas, pero siempre acabas estropeando lo que haces bien. ¿Se puede saber qué te pasa? Has empezado el día estupendamente, me has acompañado al súper y hasta te has comprado un vestido. Luego has estado encantadora con la mujer de Lauro, y ahora llegas y le pones a él cara de perro… Una cosa es que no te caiga bien, y otra que seas grosera con una persona que está en tu casa.

Yo escuchaba a mi madre, pero casi ni me enteraba de lo que decía. Tragué saliva varias veces y la miré sin decir nada, con los ojos muy abiertos. Ella se dio cuenta de que algo iba mal.

—Valeria…, ¿estás bien?

—No…

Tuve el tiempo justo de meterme en el cuarto de baño antes de que me diese una arcada y vomitase hasta la primera papilla. Bueno, no sé si la primera, pero desde luego eché toda la merienda que nos había servido el pobre Merteuil. Tras la puerta mi madre me pedía que la dejase entrar, pero lo último que me apetecía era tenerla allí mientras yo potaba.

—Mamá, por favor, estoy bien… Déjame un momento.

—Pero ¿qué te pasa?

—Que me ha sentado fatal el chocolate caliente.

Espero que ahora no le dé por pensar que soy bulímica o que poto porque llego borracha a casa. Era lo único que me faltaba. Me senté en el suelo del baño, y luego me mojé la cara con agua helada. En seguida me sentí mejor. No podía quitarme de la cabeza la imagen que había visto al tomar la mano de Lauro: aquella mujer golpeándose contra los escalones después de que él la empujara era tan horrible como una película de terror.

¿Qué podía hacer? Contárselo a mi madre no, desde luego. No me creería. Una cosa era que lo hiciera Víctor, pero convencer a mi madre de que veo los recuerdos de la gente era bastante más complicado. Salí del baño. Mi madre estaba de guardia, en la puerta, como uno de esos tipos de uniforme que se ponen firmes delante de la casa del primer ministro en Londres y no se mueven aunque les hagan mil perrerías.

—¿Qué te ha pasado?

—A ver, mamá, me he ido a merendar con Víctor a la pastelería, y me he puesto ciega de bollos y de chocolate. Se me ha debido de cortar la digestión por culpa del frío, me han entrado ganas de potar… y el resto ya lo sabes.

—¿Quieres que llame al médico?

—Por favor…

—Vale, vale… Ven, túmbate un rato en el sofá. Te voy a traer una taza de caldo caliente para que se te asiente el estómago.

No sonaba mal. Me quité las botas y me tiré en el sillón. Mi madre me trajo un poco de consomé y se sentó en el sofá de al lado.

—¿Estás mejor?

—Sí, de verdad, ha debido de ser el frío.

—Así que por eso has puesto esa cara al entrar… Porque te encontrabas mal…

«No, mamá. He puesto esa cara porque creo que Lauro Olmeda es una sanguijuela y no me gusta verlo aquí. Y no vomité porque me haya sentado mal un atracón de dulces, sino porque he visto a ese tiparraco empujando a una mujer escaleras abajo».

Eso es lo que hubiera querido contestar a mi madre.

Pero las cosas no son tan sencillas.

—Supongo que sí.

—Oye, Lauro es una persona estupenda… Y tiene muchos problemas. ¿Sabes que Lola tiene anorexia?

—Vaya. ¿Y Lauro te lo ha contado a ti? Qué maravilla de marido, que va por ahí largando tus miserias al primero que pasa.

—Valeria, no es fácil no tener con quién hablar las cosas. Lauro se siente muy confundido. Como nosotras, no tiene familia en el pueblo, y a causa de los problemas de Lola, tampoco se relacionan mucho con otros matrimonios. Lauro me da mucha lástima. Hay gente que no tiene suerte… Primero se queda viudo, y luego…

—¿Viudo?

—Sí, Valeria. El pobre Lauro estuvo casado con otra mujer antes de mudarse a Bline, pero ella se mató en un accidente… un accidente estúpido. Por eso aceptó el trabajo en la central hidroeléctrica. Aquí conoció a Lola, y supongo que pensó que podía ser feliz otra vez… Y ahora resulta que su nueva mujer tiene graves problemas psicológicos. Lo dicho, que no es un hombre muy afortunado.

Respiré hondo y me tomé un trago de caldo, intentando ganar tiempo para dar a mi pregunta la mayor naturalidad posible.

—¿Qué le pasó a la primera mujer de Lauro?

Mi madre meneó la cabeza, disgustada.

—Se cayó por las escaleras de su casa. Fíjate qué forma más tonta de perder la vida. Claro que los accidentes domésticos son una de las primeras causas de muerte pero…

Yo ya no escuchaba a mi madre. Estaba apretando los dientes y los puños, para contener el deseo de chillar.

En mi cabeza se había abierto una ventana… una ventana con vistas a las sombras del pasado. Fue entonces cuando me di cuenta de que yo sola no iba a poder con aquello.

Por eso subí a mi cuarto y envié un correo a Víctor:

Necesito hablar con tu abuelo.

Víctor me había dicho que él y su abuelo vivían en una casa a las afueras de Bline. No sé por qué pensé que iba a tratarse de una cabaña destartalada, una especie de choza con el tejado medio roto y manchas de verdín en las paredes. Pero me equivocaba. Porque la casa de los Bicand era en realidad un precioso chalet con vigas de madera, separado de la carretera por un muro cubierto de hiedra y con un pequeño jardín delantero.

—Qué casa tan bonita…

—Mi abuelo la compró muy barata. El dueño era un tipo de Barcelona que la tenía para alojarse cuando venía a esquiar, pero se hizo mayor y dejó de usarla.

Víctor me había recogido en casa a media mañana. Dijo delante de mi madre que su abuelo quería invitarme a comer. Me puse colorada hasta la raíz del pelo, aunque no sé muy bien por qué. Mamá sólo me pidió que no volviese muy tarde, y le recordó a Víctor que la próxima vez sería él quien comiese en casa. Parecía muy contenta de que tuviese un nuevo amigo, y me despidió con el beso de rigor. Víctor me dio un casco para que me lo pusiese antes de subir en la moto de nieve, y no me preguntó por qué había cambiado de opinión con respecto a lo de hablar con su abuelo.

Confieso que en aquel momento yo tampoco estaba ya muy segura de que quisiese contarle a alguien más lo que me estaba pasando. Pero la noche anterior, por primera vez desde que me ocurría, me había aterrado verdaderamente mi facultad de ver el pasado de otras personas. Y, si necesitaba ayuda, quizá un psiquiatra que era además colaborador de la policía fuese la persona más adecuada para prestármela.

Aunque fuese un viejo obsesionado con un crimen cometido hace una eternidad.

—Pasa —dijo—. ¡Abuelo! ¡Estamos aquí!

Por dentro, la casa de los Bicand era todavía más agradable. Casi todas las paredes estaban cubiertas de madera clara, y decoradas con tapices indios. Los muebles eran ligeros y bonitos, y aunque los radiadores estaban ardiendo, en la chimenea crepitaba un fuego que llenaba la habitación de un cálido olor a leña quemada.

—Así que tú eres Valeria…

Recordaba vagamente a Áxel Bicand de aquel primer encuentro en la cafetería, cuando tuvo algo parecido a una discusión con la camarera. Tal como pensé la primera vez, tenía buena pinta. Era un tipo alto y enjuto, de huesos largos y cintura estrecha. Su cabello, sorprendentemente espeso, era de un suave color gris. Tenía los mismos ojos azules de su nieto, pero, no sé por qué, su mirada se me antojó la de alguien que ha visto más cosas de las que hubiera querido. Cosas terribles, supongo. Llevaba unos pantalones de loneta y una camisa azul debajo de un jersey de pico. No vestía como un abuelo. No parecía un abuelo. Pero lo era. El abuelo de Víctor.

—Hola…, señor Bicand.

—Llámame Áxel.

Me tendió la mano. Al estrecharla, vi a Áxel Bicand con algunos años menos, rodeado de fotografías, de recortes de prensa, de cuadernos llenos de anotaciones y salpicaduras de café.

—Os dejo solos para que habléis —dijo Víctor, y desapareció tras lo que parecía la puerta de la cocina.

—Perfecto. Siéntate en este sofá, Valeria.

De pronto pensé que todo aquello era un poco ridículo. Estaba sentada en una casa desconocida junto al abuelo del chico que el día anterior me había besado —por cierto, por primera y última vez— y al que se suponía que iba a contarle algo que parecía la muestra de una verdadera chifladura.

—Bueno, cuéntame qué te pasa. Víctor no me ha explicado gran cosa.

—No sé, señor Bicand… Quiero decir, Áxel… Es que es todo muy raro… y me cuesta hablar de ello.

—Siempre pasa al principio. No tenemos prisa. Tómate tu tiempo y cuéntame sólo lo que te apetezca.

Me sentí un poco mejor. Aquel hombre era capaz de generar confianza.

—A veces veo cosas al tocar a la gente.

—¿Qué clase de cosas?

—Creo que veo partes de su pasado.

—¿Qué has visto al tocarme a mí?

Tragué saliva.

—Le… le he visto rodeado de fotos y de papeles… Tenía la cabeza entre las manos… Parecía preocupado… Desesperado, incluso. —Las manos se me estaban quedando heladas, pese a que en aquel cuarto hacía mucho calor.

—Bueno, sabías cuál era mi trabajo antes de que me jubilara. Y Víctor te contó que trabajé muy intensamente en el caso de los niños asesinados en Bline. No es raro que te hayas imaginado esa escena y la hayas reconstruido en tu cabeza…

—Pero es que hay otras cosas… Mire, al abrazar a la madre de una compañera de clase la vi llorando a gritos… Y entonces no sabía que su hija era la primera niña que apareció muerta en Bline…

Al escuchar esto, los ojos de Áxel Bicand se agrandaron un poco.

—Sigue…

—El día que llegué al pueblo saludé a un tipo, Lauro Olmeda… y le vi golpeando a una mujer. Cuando conocí a su esposa, era exactamente la misma mujer que había aparecido en mi cabeza al agarrar la mano de Lauro. La misma.

—¿Estás segura de eso?

—¿Conoce usted a Lola…, a la mujer de Lauro?

—Sí… La he visto un par de veces… En los pueblos, ya sabes…

—¿Tiene un ordenador con conexión a Internet?

Áxel Bicand me señaló un pequeño portátil encendido. Debía de ser de Víctor.

—¿Puedo usarlo para entrar en mi correo?

—Adelante.

Entré en mi dirección de yahoo y busqué el mail que me había autoenviado el día de mi llegada a Bline. Lo encontré sin problemas, lo abrí y se lo enseñé a Bicand.

La esposa a la que Lauro pegaba es de estatura mediana. Tiene el pelo castaño claro y cortado a la altura de la mejilla. Parece guapa. Está muy delgada y lleva el reloj en la mano derecha.

—¿Qué le parece? ¿No son muchos datos sobre una persona con la que no me había cruzado en la vida?

El abuelo de Víctor parecía leer el correo una y otra vez.

—Áxel, cuando escribí este correo acababa de llegar a Bline. No conocía a nadie aquí. Sólo había cambiado un par de palabras con Lauro Olmeda, siempre delante de mi madre, y desde luego él no se dedicó a contamos dónde llevaba el reloj su mujer ni de qué color tenía el pelo. Todo lo que sabía de Lola lo había visto en mi cabeza al saludar a Lauro. Ya sé que puede parecer que estoy flipando, pero le juro que…

—Te creo, Valeria. Y no es por el correo. No pareces el tipo de chica que se invente esas cosas, y creo que tampoco tienes ganas de llamar la atención, que es el principal motivo por el que mienten los adolescentes. Me imagino que estás asustada y que necesitas confiar en alguien.

Caray, sí que era buen psiquiatra el abuelo de Víctor.

—Por otro lado —continuó—, lo que te ocurre es muy raro… Pero no es el primer caso del que tengo noticia…

—¿Ah, no?

«Lo sabía. Soy una persona condenadamente vulgar. Para una vez que me ocurre algo extraordinario, resulta que no lo es tanto».

—Conozco dos experiencias similares que están documentadas. Ninguna en España, y las dos en personas bastante mayores que tú.

«Menos da una piedra. Puedo seguir considerándome un fenómeno de ámbito nacional y en mi franja de edad. No está mal como premio de consolación».

—Pero ¿por qué ocurre?, ¿por qué sólo me pasa de vez en cuando? ¿Por qué únicamente con algunas personas?

—Eso no lo sé. Los casos de los que te hablo los recuerdo sólo muy vagamente, así que tendría que retomarlos para responder a tus preguntas. —Meneó la cabeza—. Y, para ser sincero, tengo que decirte que siempre he sido muy escéptico en cuanto a este tipo de asuntos. Me refiero a las PEA…

—¿PEA?

—Percepciones de la emoción ajena. Así las llaman. Tuve colegas que creían ciegamente en ese tipo de experiencias, e incluso las estudiaron. No es mi caso. Jamás traté a nadie que las tuviera, y tampoco me interesaron demasiado. Estaba en otras cosas que me parecían más serias. Pero te aseguro que voy a trabajar para entender lo que te ocurre. Haré algunas llamadas y mandaré correos a unos cuantos compañeros. Entretanto, lo único que te puedo decir es que tienes que estar tranquila.

Dije que sí con la cabeza y sonreí. Aquel tipo me caía bien.

—Una cosa más, Valeria: lo que tú y yo hablemos quedará entre nosotros. Si quieres comentar cualquier cosa con Víctor, me parece muy bien. Pero yo no voy a hacerlo, ¿entiendes? A todos los efectos, te trataré como a una paciente.

Mierda. Eso quería decir que me iba a cobrar. ¿De dónde iba a sacar yo para pagar a un psiquiatra, que creo que cuestan un disparate? ¿Cómo iba a pedir pasta a mi madre para que me viese un loquero? Y sólo tenía ahorrados ciento veinte cochinos euros… Tal vez podía darle un sablazo a mi padre. Seguro que se sentía culpable por todo lo del divorcio y a lo mejor me soltaba el dinero sin pedir muchas explicaciones.

—Entiendo… ¿Cuánto… cuánto cree que me va a costar…?

Áxel Bicand se echó a reír. Tenía una risa profunda y amplia, como la de una persona mucho más joven. Al verle así, riendo, resultaba difícil recordar que era el abuelo de alguien.

—Valeria, por favor… ¿Cómo puedes pensar que voy a cobrarte? Ya estoy retirado, ¿recuerdas? Digamos que mi interés por tu caso nace de la deformación profesional… y también del hecho de que seas amiga de Víctor. No te preocupes por eso. Voy a seguir tu historia gratis. Y ahora, vamos a ver si está preparada la comida. ¡Víctor! ¿Cómo va todo por ahí dentro?

—Esto ya está listo. ¿Habéis terminado?

—De momento sí. Voy a poner la mesa.

Áxel Bicand no protestó cuando le ayudé a colocar los manteles individuales, los platos y los cubiertos. Me da mucha rabia que un anfitrión se ponga a hacer aspavientos cuando intentas ayudarlo, igual que me fastidia esa gente que, cuando está en casa de alguien, rechaza una taza de café o un miserable vaso de agua diciendo esa cursilada de «no te molestes». ¿A quién puede molestarle abrir el grifo o preparar un café?

—A ver, haced sitio…

Víctor se acercó a la mesa llevando en las manos una enorme sartén de la que salía un delicioso olor a parmesano y mantequilla derretida.

Risotto ai futtghi

—Especialidad de la casa —dijo Áxel.

—¿Lo… lo has hecho tú?

—Víctor cocina muy bien.

—A la fuerza. Estaría listo si tuviera que alimentarme de las porquerías que tú preparas.

El arroz estaba delicioso. Para acompañarlo, Víctor había hecho unas tostadas con mantequilla de ajo. Aquella casa parecía un restaurante.

—Bueno, ¿qué tal te ha ido?

—Víctor… Ya sabes que Valeria es una paciente… Sólo por haberla traído hasta aquí no tienes derecho a hacerle preguntas ni esperar explicaciones.

—Es igual, Áxel. Pensaba contárselo. —Claro que sí. ¿Qué iba a hacer, compartir el secreto sólo con un viejo loquero, por muy bien que me cayese?—. Tu abuelo va a ayudarme. Y dice que ha oído hablar de otras dos personas a las que les ocurrió algo parecido. Se llama PEA.

La verdad es que sonaba la mar de bien: tengo PEA. Mucho más elegante que sufrir de bronquitis, ataques de asma o piorrea.

—Sólo cuéntame una cosa, Valeria… ¿Por qué cambiaste de idea? Víctor me ha dicho que ayer te negabas en redondo a venir a verme. ¿Qué te ha hecho pensarlo mejor?

El arroz estaba riquísimo y se deshacía en la boca junto con las setas y el queso. Hubiese querido disfrutar del risotto sin hablar de cosas desagradables, pero, por lo visto, no se puede tener todo.

—Fue algo que vi ayer al tocar a Lauro.

—¿Más bofetadas a la pobre Lola?

—No. Algo peor.

—¿Qué puede haber peor que…?

—Áxel…, creo que Lauro mató a su otra mujer.

Víctor y su abuelo dejaron los tenedores en el plato al mismo tiempo, y se me quedaron mirando como si fuese la primera vez que me veían.

—Ayer, cuando llegué de pasar la tarde contigo —noté que al decirlo me ruborizaba levemente— Lauro estaba en mi casa, con mi madre. Había venido a traerle una cartera o no sé qué. El caso es que al darle la mano pude ver cómo empujaba a una mujer escaleras abajo. Y después mi madre me contó que la primera esposa de Lauro había muerto en un accidente doméstico al caer por las escaleras. Blanco y en botella…

—Valeria, eso que cuentas es muy serio. —Me pareció que Áxel se había puesto pálido.

—Ya. Pues es lo que hay. Y le voy a decir una cosa… Lo que más me preocupa es pensar que ese tipo, Olmeda, está empezando a tirarle los tejos a mi madre…

—¿Cómo?

—Lo que oye. A Olmeda le gusta mi madre. Ahora —me dirigí a Víctor— puedes decir que veo demasiadas serie de televisión, lo cual es verdad, pero en cualquier caso no me gusta la forma en que Lauro mira a mi madre, ni tampoco que la haya elegido de paño de lágrimas para contarle lo desgraciado que es su matrimonio y no sé cuántas chorradas más.

—Habrá que hacer algo… —Víctor miraba a Áxel, que tenía el ceño fruncido y había dejado de comer—. Abuelo, tú eras policía…

—Ya. Y precisamente por eso sé que no puedo llegar a una comisaría pidiendo que detengan a un hombre porque una mocosa de dieciséis años ha tenido una visión en la que ese hombre mataba a su mujer.

Me sentó como un cuerno que Áxel me llamara mocosa, pero había que reconocer que tenía razón. Supongo que las personas con poderes paranormales no suelen ser muy bien recibidas por los cuerpos de seguridad, pues en caso contrario las centrales de policía estarían llenas de chalados con bolas de cristal, runas y tonterías por el estilo.

—¿Entonces…?

—Dadme unos días. Voy a reunir un poco más de información sobre el tal Lauro Olmeda. Tengo un par de amigos que aún me deben favores y quizá puedan facilitarme algunos datos sobre la muerte de su primera mujer. Los accidentes domésticos también se investigan.

—¿Y Lola? Valeria está convencida de que Lauro le ha pegado más de una vez.

Áxel frunció el ceño un poco más. Tenía un aspecto casi feroz, con la frente arrugada y esas cejas grises y espesas sobre los ojos azules.

—Pues me temo que, si ella no le denuncia, poco podemos hacer nosotros. Nadie puede vigilar lo que pasa detrás de las puertas cerradas. Esa historia está en manos de Lola. Si su marido la maltrata, tiene que ir a la policía y pedir ayuda. Y ahora, vamos a tomar algo de postre. ¿Queda tiramisú?

—No, pero hice otro ayer por la noche, cuando me dijiste que invitara a Valeria.

»Víctor hace pasteles. Víctor prepara risottos como los de un chef profesional.

»Víctor es una joya.

»Aunque vaya por ahí besando a las chicas y haciéndose el loco después».

Cuando acabamos el postre, Áxel Bicand se despidió de mí diciendo que tenía que trabajar.

—Pensaré en lo tuyo, ¿de acuerdo? Y encontraremos una explicación.

Y, tras darme la mano, se marchó. Víctor le vio salir, en silencio, y me pareció que le miraba con algo de tristeza.

—¿A… adónde va?

—A su estudio. Está en el sótano. Allí tiene todos sus papeles, su ordenador, las fotos del caso, libros… Es como una cueva. No creo haber entrado allí más de dos o tres veces. Al abuelo no le gusta que nadie enrede entre sus cosas.

—Ha sido muy amable conmigo.

—El abuelo es muy amable con todo el mundo. Al principio parece un poco borde, pero es sólo porque tiene esa expresión reconcentrada, como si siempre estuviese dándole vueltas a algo muy importante.

—El caso de los niños asesinados…

—Claro… —Víctor menó la cabeza y miró en dirección al sótano—. Creo que lo que hace tiene mucho mérito, dedicarse en cuerpo y alma a investigar un caso cerrado… Le admiro por ello, pero a veces pienso que está perdiendo el tiempo. Quizá se ha montado en su cabeza toda esa película de que había un segundo asesino, y que sigue libre. Lleva años dando vueltas en círculo, sin avanzar nada, sin llegar a ninguna conclusión. Y a lo mejor es que no hay nada más que la versión oficial. Me da mucha pena pensar que es posible que lleve toda la vida obsesionado con algo que no existe.

—¿Has intentado hablar con él sobre eso?

—Sí, pero no escucha. Dice que qué sé yo de la investigación, que cómo puedo opinar de un asunto que me queda tan lejos. Y puede que tenga razón. Lo malo es que a lo mejor él tampoco sabe tanto como se cree. —Respiró hondo—. ¿Quieres una infusión? Voy a prepararme una de menta.

Fue a la cocina y volvió con dos tazas calientes y un azucarero.

—Le has caído bien.

—¿A tu abuelo? Vaya, me alegro. Creí que iba a pensar que estoy loca.

—Es psiquiatra. Ha pasado años escuchando historias mucho más extrañas que la tuya. Es difícil impresionarle.

Me dieron ganas de decirle a Víctor que no tenía demasiado interés en impresionar a su abuelo.

—¿Cómo son? —me preguntó.

—¿El qué?

—Tus visiones.

—No sé explicarlo… Es que no tienen nada de particular. Se parecen a un recuerdo mío… Es como cuando rememoras algo que te ocurrió, ¿entiendes? Y aparece en tu cabeza.

—Ya. En este momento estoy recordando nuestro paseo de ayer por el parque. La verdad es que parece muy real. ¿Son igual de reales los recuerdos de otras personas?

El tiramisú me dio la vuelta en el estómago, y tuve la sensación de que los pies se me quedaban helados.

—Sí…

—¿Podrías ver mis recuerdos, Valeria?

—No… no lo sé… Ya te he dicho que no me ocurre siempre… Ni con todo el mundo…

Pero Víctor ya me estaba tomando las dos manos.

—Vamos a probar.

Entrelazó sus dedos en los míos y acarició muy despacio el dorso de mi mano derecha. Recé para que no fuese capaz de percibir mi pulso acelerado.

—¿Qué tal?

Meneé la cabeza y me salió una sonrisa rara.

—Nada…

—¿Y así?

Se acercó y volvió a besarme. Sabía a menta y a limón. No sé ni cuánto duró aquel beso, pero me alegré de que no me soltase las manos para abrazarme, porque se hubiese dado cuenta de que estaba temblando como una hoja.

—¿Has visto algo?

—No…

Pero bueno, ¿es que me había besado sólo para hacer un experimento o qué? Como si hubiese sabido lo que estaba pensando, Víctor me pasó una mano por la cara.

—Eres muy guapa.

Enrojecí. Nunca había tenido demasiado clara esa cuestión. Soy demasiado alta, demasiado delgada. Tengo poco pecho y los ojos demasiado grandes. Llevo el pelo largo porque creo que sólo las chicas hermosas deben llevarlo corto, y porque a veces lo utilizo para ocultar un poco mi cara pálida y mis pómulos tan marcados como si me los hubiesen rematado con un cincel. Silvia solía decirme que mis pómulos eran demasiado huesudos, igual que mis caderas, o el amago de ellas. En general, detestaba mi aspecto físico, mi cuerpo quebradizo que me daba ese aspecto débil y acaso miserable, detestaba mis enormes ojos castaños y mi cabello lacio y grasiento que se obstinaba en permanecer liso como una tabla de planchar por más que mi madre intentase darle algo de volumen con su maldito rizador. Ni siquiera Jan había intentado convencerme de que no era una chica fea. «A mí me gustas así», me había contestado, condescendiente, cuando le pregunté su opinión sobre mi físico. Y de repente llegaba Víctor y alababa no mi inteligencia ni mi buen juicio, sino mi aspecto.

Fue como si me hubiese regalado un largo beso al que volver eternamente. «De ahora en adelante —pensé—, cada vez que esté triste intentaré recordar las palabras de Víctor: “Eres guapa, Valeria”».

—Y vas a ser más guapa todavía.

—¿Cuándo? —Me di cuenta de que mi sonrisa se había vuelto radiante.

—Ahora mismo, por ejemplo. Cuando no tengas esa cara tan seria.

Me dio otro beso en la mejilla. Fue un beso fugaz, que casi ni me rozó la piel, pero bastó para que se erizara la tímida pelusa que cubría mis brazos.

—Bueno…

—Sí, eso…

—Debería marcharme.

Era necesario acabar justo en ese instante. No dejar a la suerte, ni al destino, una sola ocasión para estropear aquel momento espléndido.

—Te llevo cuando quieras.

—Me gustaría despedirme de tu abuelo.

Pero Víctor meneó la cabeza.

—Prohibido interrumpirle cuando está en el estudio. Son las reglas. Y en lo tocante a Áxel hay tan pocas, que es preferible respetarlas sin más. Le saludaré en tu nombre ¿de acuerdo?

Eran casi las seis cuando llegué a mi casa. Había empezado a nevar otra vez. Mi madre estaba leyendo sentada en el sofá, con una taza de té junto a ella. No sé por qué me dio un poco de pena encontrarla tan sola.

—Mamá…

—Hola, Valeria… ¿Qué tal la comida?

—Bien.

—Tara te he llamado hace un momento.

Tara… Ya casi me había olvidado de que existía… y de que no iba a gustarle nada saber que había pasado todo el fin de semana junto a Víctor.

—Ah…

—Le he dicho que habías salido a comprar unos dulces a la pastelería de Merteuil.

Creo que enrojecí. Sea como fuera, da gusto recordar a veces lo condenadamente lista que puede ser mi madre.

—Ah… bueno, en ese caso…

—Llámala en seguida.

—Sí, ahora mismo…

Me fui a buscar el teléfono.

—Valeria…

—¿Sí?

—No me gusta mentir. Ya lo sabes. Si hay algo que Tara deba saber, díselo cuanto antes. Creo que eres la persona menos indicada para engañar a una amiga…

Aquello me molestó. ¿Qué estaba insinuando mi madre? La miré con ferocidad.

—Yo no te pedí que le contases ninguna bola a Tara. —Me estaba tirando un farol—. Haberle dicho que estaba en casa de Víctor comiendo con él y con su abuelo. Sólo he quedado con un compañero de clase, así que no te montes películas, ¿quieres?

—Por supuesto…

—Y otra cosa… Tara y Víctor no tienen nada. Así que aquí no hay mentiras, ni engaños ni… ni…

—Llama a tu amiga cuanto antes. Y, por favor, cambia el tono. No estaría mal que recordases de vez en cuando que tengo casi treinta años más que tú. Y que, como decía tu abuela, más sabe el diablo por viejo que por diablo.

—Pero…

—Llama a Tara, Valeria. No tengo ganas de seguir discutiendo.

Estaba claro que me había pasado de la raya con mamá, pero… ¿por qué tenía que ser siempre tan repelente, tan listilla? ¿Por qué creía saberlo todo sobre mí? ¿Sólo porque es mi madre? ¿Porque es la persona que más tiempo ha pasado conmigo desde que nací? ¿Porque ha renunciado a su vida para que yo tuviese una oportunidad de mejorar la mía?

Mierda.

Sí que me había pasado con mamá. Y varios pueblos, además.

Marqué el teléfono de Tara. Contestó muy rápido. Parecía encantada con su fin de semana. Había esquiado por las pistas más difíciles e incluso durante la noche habían hecho una excursión de esquí de fondo llevando antorchas. (La imagen de todos mis compañeros en fila india y sujetando teas encendidas me pareció un poco ridícula, pero no dije nada). También celebraron una fiesta genial el sábado por la noche. Mara se había reído tanto que había echado trozos de galleta por la nariz.

Yo la dejaba hablar. Me tranquilizaba saber que lo había pasado tan bien mientras yo besaba al chico que la tenía loca.

«Valeria.

»Eres un bicho.

»Como tu ex amiga Silvia».

—¿Y tú? ¿Qué has hecho?

—Nada de particular. Fui de compras con mi madre, y luego Lauro Olmeda nos invitó a comer en su casa.

—¿Ah, sí? Y ¿qué tal está mi tía?

—¿Tu… tu tía? ¿Lola es tu tía?

—Sí, la hermana pequeña de mi padre. No la veo mucho, la verdad. Y, además, últimamente está un poco rara con todo el mundo. Bueno, ella sabrá. ¿No saliste?

Dudé por un momento. Podía contarle que Víctor y yo habíamos quedado para tomar algo y que habíamos merendado juntos en la pastelería. No hay nada de malo en que dos compañeros que están solos el fin de semana se hagan compañía. Era el momento de empezar a jugar limpio. De decirle la verdad a Tara. O, al menos, parte de la verdad.

—No. No tenía ganas. Además, hizo bastante frío y me daba pereza. Me quedé en casa, leyendo.

Tara siguió hablando atropelladamente de sus jornadas en la nieve, y luego se despidió de mí prometiendo recogerme por la mañana.

Estaba claro que no sospechaba nada.

«Valeria, Valeria, Valeria.

»Esto va a acabar mal.

»Y va a ser por culpa tuya».

Mamá estaba en la cocina. Parecía enfadada. Sé cuándo lo está porque coge las cosas con otro brío, como si quisiera romperlas. Ahora revolvía el fondo de una cazuela con una cuchara de madera, y lo hacía tan enérgicamente que la salsa le salpicaba el delantal.

—¿Qué… qué vas a hacer para cenar?

—Nada. Unos sándwiches de jamón y queso. Estoy algo cansada.

—¿Y eso que tienes ahí?

—Para la cena de mañana. ¿No te han puesto deberes?

—Sólo unos problemas de matemáticas…

—Pues no sé a qué esperas para ponerte. Son las siete de la tarde y mañana tienes clase.

Definitivamente, estaba cabreadísima. Se le pasaría, pero cuando mi madre está así es preferible apartarse de su camino. Me fui a mi habitación, y durante un buen rato me enfrasqué en la solución de tres problemas más bien facilones. El profesor de matemáticas no debía de querer estropear el fin de semana de esquí con deberes complicados. En veinte minutos los tenía terminados. Y justo cuando iba a guardar la carpeta de clase me llegó un mensaje al móvil.

Era de Víctor.

«Abre el correo. Ya».

Me abalancé sobre el ordenador. ¿Qué me esperaba en la bandeja? ¿Una declaración de amor en toda regla? ¿Un mensaje de ruptura… aunque no hubiera nada que romper?

Como suele pasar, no estaba dando ni una.

Valeria, no te lo vas a creer. O sí, a lo mejor tú te lo crees mejor que nadie. El abuelo ha conseguido información sobre tu amigo Lauro Olmeda. Resulta que su anterior mujer le denunció por malos tratos, pero luego retiró los cargos. El abuelo dice que pasa a menudo. Cuando ella se cayó por las escaleras, hubo una investigación, pero la policía no pudo demostrar nada. El tipo que habló con mi abuelo dice que, aunque están seguros de que Lauro tuvo mucho que ver con el accidente de su mujer, es imposible probar que él lo provocara. Tenías razón, Valeria. Ese Olmeda es un elemento. Un elemento de mucho cuidado.

Entré en el messenger.

VALERIA: Qué dice tu abuelo?

La respuesta llegó en segundos.

VÍCTOR: Ha vuelto a encerrarse en el estudio. No saldrá de allí en un rato, le conozco bien. Oye, ¿puedo ir a verte ahora?

Demasiado bueno para ser verdad. Imaginaba a Víctor subido en su moto, atravesando el pueblo a través de la nevada sólo para verme. No había nada que me apeteciera más, pero… ¿cómo iba a decirle a mi madre que iba a salir de nuevo, en plena noche y cuando se suponía que estaba haciendo los deberes?

VÍCTOR: ¿Por?

Y ahora ¿qué hago? ¿Le digo a Víctor que mamá cree que estoy traicionando a una amiga? Por favor, suena tan hortera… Como de película de después de comer.

VALERIA: Cosas suyas. Ni caso. Pero es mejor que no vengas.

Debería decirle que, a pesar de todo, me moría de ganas de que no me hiciese caso. De que cogiese su moto y se plantase en mi casa… y… entrase por la ventana de mi habitación sin que mi madre se diese cuenta…

VALERIA: Tengo que bajar. Mi madre me llama. Te veo mañana en el insti.

Ni siquiera di tiempo a que me contestara. Había llegado al límite con mamá, y era mejor no forzar más las cosas.

Tara me recogió a las ocho y media, y fuimos juntas al instituto. Parecía de muy buen humor, y siguió dándome detalles del fin de semana en la nieve, la procesión de antorchas —cuya imagen iba antojándoseme más y más ridícula— y la juerga nocturna en el hotel.

—No te digo más, que ayer tuve que meterme en la cama en cuanto dejé de hablar contigo. Creo que no he dormido más que cuatro horas en todo el fin de semana. Estoy muerta, te lo juro. La próxima vez que subamos hay que hacer esfuerzos por acostarse un poco antes o nos dará algo a todos.

—¿Volveréis este fin de semana? —Yo misma noté que había esperanza en mi voz. Si volvían a marcharse todos, Víctor y yo podríamos vernos sin ninguna dificultad.

—¿Estás loca? Los exámenes empiezan dentro de quince días. El insti organiza esta excursión para que pasemos el último fin de semana relajado en mucho tiempo. Ahora hay que empezar a trabajar en serio. Por cierto, el grupo de estudio se reúne hoy en mi casa después de las clases.

—¿El… grupo de estudio?

—Claro. Te lo dije el primer día. Eres el refuerzo de mates, ¿no te acuerdas? Ah, mira, ahí está Ximo. Se ha hecho un cardenal más grande que todos los del Vaticano. ¡Eh Ximo! ¿De qué color tienes la pierna hoy?

Me importaban una mierda Ximo y sus cardenales. Sólo tenía en la cabeza lo del maldito grupo de estudio. Pero ¿qué demonios era eso de estudiar en grupito? ¿A qué venía ese rollo del «refuerzo de mates»? A mí no me gusta estudiar con gente. Me distraigo. Y ¿cuál se suponía que era mi misión como «refuerzo»? ¿Explicar a cada uno lo que no entendiera? Yo no sé explicar. No tengo paciencia. Si alguien no comprende algo y tengo que repetírselo, me pongo nerviosa a la primera. Por Dios, qué pesadez…

—¡Víctor! ¡Eh, Víctor! Mira, Valeria, ahí viene Víctor…

Creo que me puse colorada, pero por suerte Tara no me miraba a mí.

—¿Qué tal el fin de semana? Nosotros lo hemos pasado de muerte. Hicimos un descenso con antorchas, y luego, en el albergue, montamos una fiesta… Mara se rió tanto que le salieron las galletas por la nariz.

—No sabes cómo siento habérmelo perdido. Sobre todo lo de las galletas.

—¿Qué has hecho tú?

Víctor ni siquiera me miró.

—Estar con mi abuelo, para variar. Valeria, ¿no saludas?

Levanté la cabeza en un gesto que podía significar cualquier cosa. Por fortuna, el timbre nos obligó a entrar en el aula y ocupar nuestros sitios. A la hora del desayuno, mientras tomábamos el chocolate, recibí un sms en el móvil.

Tengo que hablar contigo. Nos vemos después de clase. Víctor.

No puedo. Tengo grupo de estudio con Tara.

Llama cuando acabes.

—¿Con quién te mensajeas?

Tara tenía el don de la oportunidad. ¿No se cansaba nunca de ser tan fisgona?

—Con mi madre. Quiere saber si puedo comprar pan de molde al salir de clase…

Creo que nunca en mi vida había dicho tantas mentiras seguidas como desde mi llegada a Bline.

No vi salir a Víctor al acabar las clases. Era como si tuviera poderes especiales para desvanecerse delante de todo el mundo. En cuanto a mí, me uní a Tara y al dichoso grupo de estudio: Tina, Ros y Mara. Me dije que ojalá no le diese por hacer el numerito de las galletas mientras estábamos estudiando. No lo podría soportar.

Las sesiones con el grupo de estudio consistían en estudiar poco y perder mucho el tiempo. Las chicas charlaban mientras repasábamos las fórmulas de química, hacían comentarios que no venían a cuento en mitad del repaso de las fechas históricas y comían galletas de chocolate de una lata que Tara había traído. Pero ¿qué forma de estudiar era ésa? Perdíamos mucho más tiempo del que aprovechábamos. Eran las siete cuando recibí un mensaje en el móvil. Era Víctor:

En veinte minutos en Merteuil.

Contesté con un «ok».

—¿Qué pasa?

—Es mi madre. Oye, tengo que irme…

—Pero si aún nos queda un poco.

—Ya lo sé, pero… se me ha olvidado comprar el pan. Mira, siento largarme así, pero de verdad que tengo prisa. Seguimos otro día, ¿vale?

Tara torció el morro, pero se encogió de hombros como diciéndome «haz lo que te dé la gana».

—¡Tara! ¿Tienes coca-cola zero?

—O light… Pero trae algo de beber antes de que nos ahoguemos con las galletas.

—Anda, ve, o Mara repetirá la exhibición. ¿Me recoges mañana?

Salí de la casa más bien rebotada. Vaya forma estúpida de perder la tarde. Tendría que pasar la noche estudiando para compensar el tiempo invertido en comer galletas y escuchar las risitas de esas tres idiotas.

Al llegar a la pastelería vi la moto de Víctor. Estaba sentado frente a una taza de café, y al distinguirme a través de los cristales, salió afuera.

—¿Qué tal la tarde de estudio?

—Mejor no preguntes.

Me tendió el casco y señaló hacia la moto

—Sube.

—¿Adónde vamos?

—A mi casa. El abuelo quiere hablar contigo.