—¡Ha abierto los ojos!… ¡Valeria!
—¡Llamen al médico! ¡Por favor, llamen al médico!… Se está despertando.
Al principio no entendía muy bien lo que pasaba. El pitido de algún chisme de esos que tienen en los hospitales se mezclaba con los gritos de mis padres. Quise hablar, pero no pude: un maldito tubo incrustado en mi boca me impedía hacer cualquier cosa distinta a abrir los ojos y parpadear como una posesa.
El médico —digo yo que sería el médico— apareció en la habitación echando viruta, y se inclinó ante mí poniéndome en los ojos una linternita que tuve ganas de hacerle tragar: estaba llena de tubos, de cables y de cosas, y un imbécil me colocaba una luz directamente en los ojos, que era lo único que tenía sano. Luego, aquel estúpido se olvidó de la cochina linterna y empezó a mirar a los monitores. Yo también intentaba ver algo mientras me movían las piernas, los brazos, me pinchaban… Al final, el médico —o lo que fuera— se colocó frente a mí, muy serio, y me llamó por mi nombre.
—Valeria…, voy a quitarte el tubo que tienes en la boca… Cuando cuente tres, ¿vale? Uno, dos…
Aquel bruto tiró del tubo con tanta energía que me despellejó la garganta. Creo que me dio una arcada, pero él, a lo suyo, venga a incordiar con la linternita y a sacar papelotes de los monitores, que pitaban como locos.
—Valeria…, ¿sabes dónde estás?
«En Eurodisney. O en un concierto de Amy Winehouse».
—En… en un hospital.
—¿Sabes por qué has venido a parar aquí?
Por supuesto que lo sabía. Pero no tenía ganas de hablar de ello, así que moví la cabeza.
—Bueno, no pasa nada. ¿Recuerdas tu nombre?
—Valeria Oriol Alexandre.
«Nacida en Pozuelo, Madrid, tengo dieciséis años, dos padres que se acaban de divorciar porque él es un capullo, y un ex novio que me puso los cuernos con mi mejor amiga. Vivo en una urbanización pija y estudio en un colegio pijo donde soy la apestada de la clase», debería haber añadido. Pero pensé que no merecía la pena dar tanta información. Luego, y mientras mi madre gimoteaba —podía escuchar perfectamente sus sollozos—, el doctor Cretino me movió otra vez las piernas, me arreó debajo de la rodilla con un martillito y me obligó a apretar una especie de pelota de goma mientras me animaba como si fuese gilipuertas: «Muy bien, Valeria, lo haces muy bien». Claro. Ya se sabe lo difícil que es estrujar una pelota. Luego, el imbécil se dirigió a mis padres.
—Ni yo mismo me explico lo que ha pasado. Hay que hacerle algunas pruebas, pero estoy casi seguro de que su hija se va a recuperar por completo.
Y entonces, claro, se armó la mundial. Mi madre llorando abrazada a mí, mi padre pidiéndome perdón, la enfermera —porque había una enfermera— sorbiéndose también los mocos… Y de pronto escucho a mi madre, diciéndome entre achuchones: «Mi niña, mi niña, cómo has podido hacemos algo así, como has podido…». El médico la interrumpió.
—Señora Oriol, no es el momento… Su hija lleva diez días en coma… Ya habrá tiempo para hacer preguntas… Les recomiendo que hablen con el psicólogo del hospital. Él les hablará de las estadísticas de intento de suicidio entre adolescentes… La mayoría de las veces sólo desean llamar la atención.
Me quedé de piedra. Así que era eso. Mis padres pensaban que había intentado matarme.
Me llamo Valeria, y aunque mi vida es más bien una mierda, tampoco tengo razones para desear estar muerta. Y, desde luego, nunca tuve intención de suicidarme, piensen lo que piensen mis padres, incluso el memo del médico, o el psicólogo de marras con sus estadísticas y sus chorradas. Es verdad que últimamente se me han complicado las cosas, y que todo sucedió tan de prisa que tampoco sería tan raro que me hubiese vuelto tarumba. Primero fue Jan, que llegó un domingo diciendo que quería cortar. Llevábamos cuatro meses saliendo. Y yo estaba colada por él. Rectifico: estoy colada por él. Todavía. Aunque sea un cerdo asqueroso у mе haya dejado tirada como una colilla. Cuando rompió conmigo, me pasé varios días llorando al meterme en la cama y también al despertar. Era lo último que pensaba antes de dormir y lo primero que recordaba al levantarme: Jan me ha dejado, Jan me ha dejado, Jan me ha dejado, y venga a llorar. Luego iba todo el día por ahí con la cara hinchada y los ojos rojos, pero eso me daba igual, porque el mundo se me había hundido de repente, y poco me importaba parecer un monstruito de cara inflamada y ojos irritados. Claro que todo puede complicarse todavía más, y eso fue lo que pasó.
Hacía tres semanas y dos días que Jan me había dejado cuando mi padre dijo que se marchaba a vivir solo. Así, por las buenas. Yo flipé, claro, y me volví hacia mi madre, porque siempre he pensado que es ella, y sólo ella, la que tiene la culpa de todos los líos que hay en casa. Papá es un tipo simpático, al que no le gustan los problemas, ni retorcer las cosas. Es mi madre la que está todo el día dale que te pego, que si no como bien, que si no habré empezado a fumar porque me huele a humo la chaqueta, que por qué he bajado la nota de historia —como si sacar un notable fuese pecado—, que me he retrasado media hora, que si pongo la música muy alta… Así que, cuando papá dijo que se iba, miré a mi madre, como preguntándole ¿qué es lo que has hecho esta vez? Y ella entendió mi mirada —mi madre es pelma, pero condenadamente lista— y me dedicó una sonrisa amarga.
—Ah, no, Valeria. Si quieres saber de qué va esto, pregúntale a tu padre… Y, por cierto, si te sirve de consuelo, yo estoy tan sorprendida como tú.
Y se echó a llorar, pero no en plan espectáculo, sino que se le saltaron las lágrimas y se las secó de un manotazo, como si le diese rabia que la viésemos así, disgustada y tal. En ese momento, no tuve ninguna duda de que, por una vez, mi madre no tenía la culpa de nada, y que era mi padre quien la había cagado. Aquella noche tuve otro motivo para dormirme llorando.
No fue el último. Porque, dos días más tarde —cuando ya mi padre había sacado de casa cuatro maletas con su ropa y sus papeles—, me llevé el palmo de narices más grande de mi vida: al llegar al colegio, me encontré a Jan cogido de la mano de Silvia, mi mejor amiga, o eso creía yo. Él se puso blanco al verme. Silvia no, pero es que ella no es de las personas que se amilanan fácilmente. Se acercó a mí y me dijo: «Valeria, tienes que asumirlo, estas cosas pasan, ni Jan ni yo deseábamos que ocurriera, pero ha sucedido, tenemos que comportamos como adultos». Eso dijo. Comportamos como adultos.
¿Cómo se comportan los adultos? ¿Se supone que de una forma ejemplar? Porque los que yo conozco no se lucen, precisamente. Más bien todo lo contrario. Mi padre es un adulto, y ya se ve lo bien que se comporta. Y mi madre también es adulta, y no veo yo que sea un ejemplo de nada.
Como adultos. Una mierda.
Eso fue lo que pensé justo antes de abofetear a Silvia. Sí, ya sé que no está bien pegar a alguien y todo eso. Y, desde luego, no es lo que se espera de una persona civilizada. Pero si tu mejor amiga se enrolla con tu novio tres semanas después de que te haya dejado y justo cuando tu padre se acaba de ir de casa, tienes todo el derecho a que se te vaya la pinza. Y a mí se me fue. Le largué a Silvia dos bofetadas como dos panes delante de Jan. En realidad, se las largué delante de todo el mundo, porque era la hora de entrada en clase y el colegio entero estaba en los pasillos, remoloneando antes de entrar a las aulas.
Supongo que eso fue lo que me salvó. El señor Stoffberg, el profesor de alemán, me separó de Silvia antes de que ella pudiese devolverme el golpe, en cuyo caso llevaba yo todas las de perder: Silvia es más alta que yo, y bastante más corpulenta también, y si nos llegamos a enganchar de veras, está claro que yo hubiese recibido más que ella. Pero Stoffberg se metió entre las dos, y encima no quiso ni escuchar las explicaciones de Silvia, que, llorando, decía que no me había hecho nada. La verdad, creo que el señor Stoffberg no puede ni ver a Silvia. Ella ya me lo había comentado alguna vez: «Stoffberg me tiene manía», y yo le daba la razón, porque siempre le hacía a Silvia las preguntas más difíciles y le corregía el acento austríaco, porque la abuela de Silvia vive en Viena y ella pasaba los veranos allí.
Con manía o sin ella, el señor Stoffberg nos castigó a las dos a quedamos en su despacho después de la clase, y dijo que la próxima vez informaría a nuestros padres, y que en el colegio no se consentían episodios de violencia y no sé cuántas cosas más. Yo casi no le escuchaba, satisfecha de lo bien que me había salido el asunto: Silvia se había llevado dos bofetadas, yo ninguna, y estábamos castigadas las dos.
La sensación de triunfo me duró poco: lo que tardé en recordar por qué había pegado a Silvia: ella, mi amiga, salía ahora con Jan, el chico por quien lloraba todas las noches y todas las mañanas. Y supe que había añadido un motivo más para mi tristeza.
Aquella tarde, en la biblioteca, mientras cumplía junto a Silvia el castigo que nos habían impuesto a las dos, pensé que mi amiga hablaría conmigo. Que me pediría perdón. Que intentaría arreglar las cosas. Al fin y al cabo, lo que me había hecho ella era muchísimo peor que los dos sopapos que le había pegado yo. Pero Silvia no me habló en toda la tarde. Estuvo haciendo sus ejercicios, sin despegar los ojos del cuaderno, con los labios muy pálidos y el rostro arrebatado —no sé si por el calor o por las bofetadas que se había llevado— y una extraña expresión en su cara. Al salir me cogió del brazo y me lo apretó muy fuerte, con una firmeza casi animal.
—Eres una imbécil, Valeria Oriol. Eres la tía más imbécil de todo el colegio.
—Me haces daño… —Era verdad. Las uñas de Silvia se me estaban clavando en la carne, pero ella no aflojó la presión. Me miró fijamente y se rió.
—¿Daño? ¿Te hago daño, querida idiota? Pues te aseguro que te vas a acordar del daño que te hago en este momento. Porque si esto te duele, te va a parecer una cosa de niños en comparación con lo que te espera.
Me soltó, pero no me moví. Estaba paralizada.
—Te dije que te comportaras como una adulta, pero eso es muy difícil para ti, ¿verdad? Eres una completa estúpida. ¿No podías aguantarte? ¿Aceptar que a Jan le gusto yo, y punto? Pero no, claro, tenías que ponerte histérica y montar el numerito de la pelea para dejarme en ridículo. Pues me voy a encargar de que te arrepientas. Podrías haber perdido sólo a Jan, pero te juro que ahora vas a perder muchas más cosas.
Pensé que no hablaba en serio. Al menos, no del todo.
Creí que Silvia estaba enfadadísima por haber recibido dos tortazos delante de todo el mundo, por el castigo y por haber tenido que pasar la tarde haciendo ejercicios de alemán —ella, que aseguraba que era bilingüe por mucho que el señor Stoffberg le corrigiese el acento de Viena— y por no haber sabido defenderse, a pesar de que tiene genio para eso y para más. Silvia solía ponerse como una fiera por las cosas más tontas, pero luego se le pasaba. Éramos amigas desde los diez años, así que la conocía bien. Sólo que no tan bien como pensaba. O quizá es que aquel enfado no era parecido a los otros. Y, aunque yo no lo sabía, en aquel mismo momento mi antigua mejor amiga me había declarado la guerra.
Silvia contaba con suficientes armas para ello. Me conocía bien. Sabía de mis fortalezas y, lo que es peor, de todas y cada una de mis debilidades. Le había hecho confidencias, le había contado cosas. Durante mucho tiempo nos fiamos completamente la una de la otra. Y Silvia utilizó contra mí lo mucho que sabía.
Ella y yo teníamos la costumbre de mandarnos todas las semanas un correo puntuando al resto de las chicas de clase. Si Sara había estado muy pesada en la exposición de literatura, la nombrábamos «Reina del rollazo». Si Cata llevaba a clase una de sus minifaldas vertiginosas, le otorgábamos el título «Miss Piernas Torcidas». Si Lena se cambiaba el peinado, le dábamos el nombre de «Señorita Pelo Frito del Mes de Noviembre»… Eran chorradas, claro, pero nos moríamos de risa leyendo las ocurrencias de una y de otra. Bien, pues Silvia enseñó a todo el mundo aquellos correos. Aunque, por supuesto, sólo los que yo enviaba. No creo que haga falta que diga que al día siguiente de que aquellos mails empezasen a circular por el colegio, no fui lo que se dice muy bien recibida.
Si hubiese sido más precavida, habría podido contraatacar y enseñar a los chicos los correos de Silvia, que tampoco tenían desperdicio. Pero yo no guardaba los mails antiguos. Así que, para un observador imparcial, aquellas líneas venenosas eran una prueba de mi maldad, mi cinismo, mi crueldad.
Las malas caras de mis compañeros fueron sólo el principio. Luego ocurrió lo de la fiesta de Néstor. Invitó a todo el mundo menos a mí. A todos. Néstor salía con Lena, y me dijo a la cara que no podía invitar a su casa a alguien que se burlaba de su novia. Le agradecí que fuese tan sincero, pero el viernes por la tarde, cuando al salir del colegio todos excepto yo se fueron a casa de Néstor a hacer una barbacoa, me sentí la persona más desdichada del mundo. A partir de ahí, ya sólo me quedaba ir cuesta abajo. Casi nadie me hablaba, ni en los recreos ni en los intercambios de clase. El día que nos llevaron a ver la obra de teatro, fui y volví sola en el autobús. Era terrible. Me pasaba las noches en vela, angustiada por la idea de regresar al colegio al día siguiente. Empecé a adelgazar. Perdí cuatro kilos, y como nunca he sido lo que se dice una gran cosa, no tenía de donde tirar y me quedé en los huesos. Mi madre no se enteró: ella también estaba pasando lo suyo gracias a mi padre, y supongo que relacionaba mi palidez, mis caras largas y las ojeras que me salían con lo que nos estaba ocurriendo.
Y entonces, cuando sólo me aliviaba el pensar que las cosas no podían ir peor, supe —por pura casualidad— por qué mi padre nos había abandonado. Y algo hizo «clic» dentro de mí. Decidí que ya estaba bien de gimotear, de no pegar ojo por las noches, de llorar encerrada en el cuarto de baño, de vomitar el desayuno. Ya que me sentía como la misma mierda, era preferible pasar a la acción. Y cogí el coche de la tía Lou. Y antes de empotrarlo contra un muro lo usé para espachurrar la vespa de Silvia, que estaba aparcada delante de su casa. Lo siguiente que recuerdo es el numerazo del hospital, con los monitores pitando, mis padres a lágrima viva y el médico dándome el coñazo con la linternita.
Me llamo Valeria y no tengo verdaderos motivos para querer estar muerta. Pero, ahora que lo pienso, tampoco hay muchas razones por las que desee estar viva.
—Va a venir a verte la tía Lou.
La tía Lou no es mi tía. Es sólo una amiga de mi madre, de esas que se pasan el día entrando y saliendo de casa, llamando al móvil y al fijo para comentar tonterías, proponiendo tardes de compras y cenas «sóloparachicas». Fue el coche de la tía Lou el que estrellé contra un muro llevándome por delante la vespa de Silvia. Y, aunque nadie lo sabía, tenía buenas razones para hacerlo. Para destrozar su estúpido coche del que estaba tan orgullosa, porque le había costado una pasta.
—No estaría de más que le pidieses disculpas —dijo mi madre. Yo la miré con cara de tonta. Desde que estoy en el hospital eso se me da de miedo.
—¿Disculpas por qué?
Los ojos inexpresivos, la boca abierta… Cada vez me sale mejor.
—Porque fue su coche el que empotraste contra la tapia.
Leve parpadeo.
—No lo recuerdo.
—Bueno, pues eso fue lo que pasó. Y además, el seguro no va a cubrirle los daños, porque para eso tendría que denunciarte, y ha preferido no hacerlo.
¡Cuánta amabilidad! ¡Qué encanto de persona! ¡Tres hurras por la tía Lou!
—… así que deberías decirle que lo sientes mucho.
—Pero… ¿cómo voy a sentir una cosa de la que no me acuerdo?
Mi madre se rindió.
—Bueno, pues haz lo que quieras… Estás imposible, Valeria… Yo…
Lou entró justo en ese momento. Llevaba un ramo de flores —unos horribles claveles rojos y tiesos que parecían de plástico—, una caja de bombones y un conejo de peluche con cinco globos atados. Sonreía como una mema y se agachó para darme un beso en la frente que recibí con muy escaso entusiasmo.
—¡Valeria! ¡Menudo susto nos has dado a todos!
—Hola, Lou.
—Tienes buen aspecto. ¿Cómo te encuentras?
«Bueno, he estado en coma «nosécuántos» días, llevo agujas clavadas por todas partes y tengo que mear en una cuña».
—Mejor.
—Me alegro. El médico dice que te llevarán a casa pronto. Mira, te he traído unas cuantas cosas.
Ni siquiera miré el peluche lleno de globitos, que más parecía el premio de una tómbola de feria que el regalo para una chica de dieciséis años. Eché a aquellos chismes una mirada de asco que no pasó desapercibida para nadie.
—Muchísimas gracias.
—¿No quieres probar un bombón?
—No, Lou. Tengo un estreñimiento de caballo y no creo que el chocolate sea lo que más me convenga para soltar el intestino.
Lou se quedó pálida. Yo le sostuve la mirada. Bruja hipócrita. ¿Cómo te atreves a venir aquí con tus chocolatinas y tus conejos de trapo, después de lo que nos has hecho? ¿Cómo te atreves?
—¡Valeria! ¿Se puede saber qué te pasa?
—¿Os importa salir? Me duele mucho la cabeza.
—Pero ¿qué te has creído, qué…?
Y entonces miré a Lou. Ella se puso pálida, y creo que en aquel momento entendió muchas cosas. Entre otras, supongo, el origen del desastre de su coche declarado siniestro total y por el que el seguro no iba a pagarle ni un céntimo. La que no entendía nada era mamá. Ojalá pudiera contarle todo lo que sabía de su amiga del alma. Pero era mejor que guardase para mí lo que había averiguado. A veces, la verdad sólo consigue hacemos daño.
—No te preocupes, Dora. De todas formas, tengo que marcharme. Valeria, me alegro de que estés mejor.
El doctor Montero pasaba un par de veces al día. Me caía un poco mejor que cuando lo vi por primera vez, con su maldita linterna y sus preguntas absurdas. Una tarde vino acompañado por el psicólogo del hospital, a quien engañé como a un crío con el rollo de que no me acordaba de nada del accidente. «Es normal», me dijo, y —según le contó a mi madre— también era normal que estuviese un poco rara, y hasta que hubiese estrellado contra un muro el coche de la tía Lou.
—Señora Alexandre…
—Llámeme Dora.
—Perfecto, Dora. Según creo, usted y su marido acaban de separarse. Y, por lo que él me ha contado, Valeria lleva algún tiempo teniendo problemas en el colegio…
¿Cómo demonios se ha enterado mi padre de eso?
—… así que me temo que su hija está pasando una etapa… digamos que complicada. Los exámenes psicológicos que le han hecho en el hospital dan resultados normales, y no avisan de tendencias suicidas. Tendremos que ver cómo evoluciona Valeria, pero creo que no merece la pena sacar las cosas de quicio…
—Entonces…
—Entonces, Dora, y siempre según mi experiencia profesional, creo que lo que ha ocurrido no pasa de ser un episodio aislado que no volverá a repetirse.
Mi madre suspiró, yo diría que aliviada. Luego, el médico se volvió hacia mí.
—Y tú, Valeria, ¿cómo te encuentras?
Me encogí de hombros.
—Mejor.
—¿Tienes dolores?
—Sí. A veces. Me molesta la pierna…
—Te la partiste por dos sitios. Lo raro sería que no te molestara. ¿Y la cabeza? ¿Te duele?
—Sí.
Hizo una anotación en su carpeta.
—Valeria… es posible que esos dolores de cabeza se conviertan en un problema crónico. Sabes lo que quiere decir eso, ¿verdad?
—Creo que sí…
—No es nada alarmante. Te prescribiremos algún analgésico no muy fuerte. Probaremos con paracetamol, a ver si te hace efecto. Te advierto que es una de las secuelas que pueden quedarte…
—¿Secuelas? Pero usted me había dicho que iba a recuperarse por completo… Usted dijo que… —Mi madre ya se estaba poniendo histérica otra vez.
—Dora… Una persona que ha pasado diez días en coma puede salir de la inconsciencia con gravísimos problemas neurológicos. Ceguera total, pérdida del habla, incapacidad motriz… No es el caso de Valeria. Los dolores de cabeza, las alteraciones del sueño, los mareos, son para nosotros cuestiones menores a las que no damos mucha importancia…, y eso es porque no la tienen. —El doctor me propinó un golpecito amistoso en el brazo—. Valeria, te daremos el alta en tres o cuatro días, en cuanto te quiten la escayola de la pierna. Podrás irte a casa. Tendrás que hacer ejercicios de fisioterapia, alimentarte bien… y mantenerte alejada de los coches por lo menos hasta que te saques el carnet. ¿Prometido?
De pronto me di cuenta de que aquel médico era, en realidad, bastante simpático. Le dediqué una sonrisa sincera. La primera en mucho tiempo.
—Prometido.
—Entonces, hasta mañana.
En las películas, cuando alguien regresa al hogar después de haber sufrido un accidente, se encuentra con la casa llena de flores, mensajes de bienvenida, y un grupo alegre de compañeros de clase que acuden a recibirla. No es que yo esperase nada así, en primer lugar porque la realidad no se parece en nada a todas esas pelis cursilonas, y en segundo porque ninguno de mis antiguos amigos había ido a visitarme en todo el tiempo que estuve hospitalizada. A pesar de todo, cuando llegué a casa con mamá y la encontré como siempre, solitaria y oscura, sentí una opresión en el pecho y unas ganas terribles de llorar.
Papá nos había ido a recoger a la clínica para llevamos en coche, pero no se quedó a cenar. Mamá no se lo pidió, y yo tampoco. En realidad, ahora que lo sabía todo prefería no tenerlo delante.
—¿Quieres que pidamos una pizza?
Me encanta la pizza para cenar, y mamá lo sabe.
—¿Pepperoni y bacon?
Ella prefiere siempre champiñón y pimiento rojo. Dice que las grasas engordan muchísimo y que no son sanas, ni para ella ni para mí. Ofrecerme una pizza de pepperoni era para ella una forma de intentar agradarme. Y aquello hizo que me desmoronara. Mi madre me abrazó en cuanto empecé a llorar.
—Valeria… Tranquila, Valeria, todo va a salir bien.
—Lo siento mucho… Lo siento muchísimo, mamá…
—Ya lo sé, querida. No llores más, no te preocupes por nada. Yo estoy aquí contigo… y lo voy a arreglar todo, de verdad.
A partir de aquella noche, los días pasaron despacio, con una lentitud desesperante. Mi pierna iba mejor. Hacía dos horas diarias de ejercicios con una fisioterapeuta tan antipática como eficaz, que me daba órdenes con ademanes de sargento y no se conmovía un pelo cuando se me saltaban las lágrimas por el dolor. No volví al colegio: faltaban sólo tres semanas para las vacaciones de Navidad, aún me dolía la pierna, necesitaba tiempo para la fisio… En realidad, lo único que pasaba era que me aterraba la posibilidad de regresar a un sitio donde no iba a recibir más que gestos hostiles o, en el mejor de los casos, miraditas de compasión hacia la pobre suicida. Porque eso era lo que pensaba todo el mundo: que Valeria Alexandre había querido matarse estrellando contra una pared el coche de una amiga de sus padres.
Las Navidades fueron muy tristes. Papá se ofreció a venir en Nochebuena, pero fui yo quien no quiso. Mis tíos cenaron con nosotros, pero en conjunto la fiesta resultó bastante parecida a un funeral. La mejor noticia de aquellas fechas nos la dio el traumatólogo, que al ver mis últimas radiografías dijo que me había recuperado de un modo asombroso, y que a partir de ahora podría seguir con los ejercicios por mi cuenta y «hacer vida normal».
Vida normal.
Ya.
Qué más quisiera yo.
Mi madre esperó al día primero de año para hablarme de sus planes. Habíamos pasado solas la noche anterior, fingiendo una alegría que no notábamos ni por asomo, y aguantando las ganas de llorar, y ahora compartíamos la primera pizza del año sobre la mesa de la cocina. Una pizza de las mías, que rezumaba colesterol y grasas saturadas.
—Valeria… ¿Te has planteado alguna vez vivir fuera de la ciudad?
«Tengo dieciséis años, mamá. Me he planteado un montón de bobadas en ese sentido. Desde instalarme en Laponia a comprarme una cabaña en una isla desierta». Era lo que quería a los cinco años. Podría haberle contestado eso, pero no lo hice. Le di un trago a la coca-cola y me encogí de hombros.
—No sé… ¿Por qué lo preguntas?
—Porque yo llevo un tiempo creyendo que quizá nos vendría bien un cambio de aires.
—¿En qué estás pensando exactamente?
Mi madre le quitaba los trocitos de panceta a su porción de pizza y los iba dejando sobre la servilleta de papel. Parecía muy concentrada en la operación, pero cualquiera que la conociese bien sabía que sólo evitaba mirarme.
—Me han ofrecido un trabajo lejos de aquí.
—¿Dónde?
—En una central hidroeléctrica.
—Pero ¿dónde está?
—Muy lejos, Valeria. En las montañas. En un pueblo que se llama Bline.
Eso sí que no me lo esperaba. Un pueblo. En las montañas.
—¿Sale en los mapas?
Me pareció que mi madre se relajaba un poco. Sonrió y dejó la operación de limpieza de la pizza.
—Pues claro que sí. No es una aldea perdida en mitad de la nada. Es un pueblo de siete mil habitantes, precioso y muy desarrollado. Hay un buen instituto público, un centro comercial con cines, y una estación de esquí a veinte kilómetros. Y un restaurante que sale en las guías de viaje.
Vaya, estaba claro que mi madre había hecho los deberes. Menuda campaña de promoción turística me acababa de endosar. Sólo le faltaba el vídeo y la música de fondo.
—Vamos, que es una especie de sucursal del paraíso…
Mi madre me miró en silencio.
—Valeria… No te voy a decir que es el paraíso… Lo que sí creo es que las dos necesitamos un cambio. —Recogió las cortezas de la pizza y las dejó en la caja—. Quiero que lo pienses bien, ¿de acuerdo? No voy a tomar ninguna decisión sin contar contigo. Pero me gustaría que considerases esto como… como una oportunidad. Una oportunidad para las dos.
—¿Que os vais adónde?
Mis padres estaban hablando en el salón y yo me había metido en mi cuarto, pero en nuestra casa se oye todo. Las paredes parecen de papel. De todas formas, mi padre estaba gritando, así que tampoco había que hacer mucho esfuerzo para enterarse.
—Bline. En el Pirineo. Un pueblo precioso. Me han ofrecido trabajo en una central hidroeléctrica, lo he hablado con Valeria y he dicho que sí.
—¿Con Valeria? ¿Y yo? ¿No pinto nada?
—Pues mira, Jaime, desde que decidiste que te largabas de casa, para estas cosas pintas más bien poco. Tú has hecho tu vida y lo respeto, pero no pretenderás que te consulte mis decisiones profesionales.
—¿Decisiones profesionales? ¿Llevarte a Valeria a quinientos kilómetros de su padre es una decisión profesional?
Mi madre se quedó callada, pero yo sabía que sólo estaba eligiendo bien las palabras para dar a mi padre una respuesta redonda.
—Jaime…, no sé si te has dado cuenta, pero nuestra hija tiene graves problemas. Un padre que se ha marchado de casa de la noche a la mañana…
—Yo no…
—Déjame terminar, por favor. La niña no se habla con su mejor amiga, ni con su primer novio, y parece que está sufriendo acoso en colegio. Lo ha pasado tan mal esta temporada que ha intentado matarse…
«Y dale con eso…».
—… en sus circunstancias, no quiero que vuelva a esa escuela, ni a convivir con unos compañeros que ni siquiera la han llamado por teléfono en estos días. No quiero que se cruce con esa Silvia, que siempre he pensado que es un bicho, ni con el niñato que salía con ella. No quiero que siga viviendo en esta casa sin ti, no quiero que vea todos los días el muro contra el que se estrelló. Quiero que empiece de cero, otra vez, en un sitio donde nadie la conozca ni nadie le recuerde cada día que estuvo a punto de matarse. Y si para eso tengo que largarme con ella a la otra punta del país, lo voy a hacer. En otras circunstancias, te hubiese pedido que estuviésemos juntos en esto, y que el sacrificio lo hiciésemos todos, como la familia que éramos. Pero tú tomaste tu decisión, Jaime. Y estás fuera de la historia porque a ti te ha dado la gana.
«Así se habla. Sí señor».
—Otra cosa… He estado en el despacho de Nur esta mañana consultando algunos asuntos. Valeria ha cumplido dieciséis años, lo cual significa que tiene derecho a elegir con quién prefiere vivir. Te aconsejo que no busques problemas con asuntos de custodia y demás rollos. Vendrá a verte sólo cuando ella quiera, y si la echas mucho de menos, en Bline hay tres hoteles estupendos donde te puedes alojar. ¿Ha quedado todo suficientemente claro?
Mi padre contestó algo, pero ya no pude oírlo. Mamá le había bajado a la vez los humos y la voz.
A partir de aquel momento, las cosas se precipitaron. El traslado a Bline ya no era un proyecto, sino algo que se materializaba delante de mis narices. Tuve que empaquetar mis cosas —una empresa de mudanzas las llevaría a su destino— y hacerme a la idea de que mi vida iba a cambiar completamente. Y me entró miedo. Pánico, más bien. ¿Qué me esperaba en aquel pueblo? ¿Cómo iba a ser mi vida de ahora en adelante? ¿Estábamos haciendo lo correcto? A veces dudaba, claro. Pero, por muchas vueltas que le daba al asunto, al final siempre estaba de acuerdo con mi madre: necesitaba un cambio radical. No podía volver al colegio, ni seguir conviviendo con la misma gente que llevaba semanas haciéndome el vacío. Por no hablar de Jan y Silvia… Sí, después de todo, la de mi madre había sido una buena idea. A pesar del miedo, de la incertidumbre de enfrentarme a lo desconocido, había algo apetecible, incluso emocionante, en la idea de empezar de cero. Hacer nuevos amigos. Tener una nueva casa. Ver paisajes nuevos, conocer a otra gente…
Si en aquel momento hubiese podido imaginar lo que me esperaba en Bline, si hubiese tenido una ligera idea de la historia de la que iba a pasar a formar parte, posiblemente mi actitud no hubiese sido tan positiva. Pero claro, ¿quién puede ver el futuro?
Sólo el pasado está a nuestro alcance. Aunque entonces tampoco sabía hasta qué punto.
Tres días antes de nuestra marcha empecé a tener sueños extraños. No eran pesadillas. Soñaba cosas raras. Cosas que me habían pasado hacía muchísimo tiempo y que creía haber olvidado. Soñé con mi abuelo, que había muerto, y con Loren, una niña que iba conmigo al colegio y que luego se marchó a vivir a otro sitio. Soñé con regalos que me habían hecho en otras Navidades, y hasta con la fiesta que me organizaron cuando cumplí cinco años. Pasaba malas noches, porque me despertaba media docena de veces, encadenando un sueño con otro, y me levantaba hecha polvo y llena de ojeras.
Mi madre se preocupó, claro. Y la víspera de que nos marchásemos a Bline me dijo que durmiese con ella.
A mí no me hacía mucha gracia. Nunca me ha gustado compartir la cama, ni siquiera con Silvia, cuando éramos amigas y me quedaba a dormir en su casa. La gente se duerme y se olvida de que hay otro, y da patadas, o hace ruidos, o… Pero era la última noche en nuestra casa, y pensé que a lo mejor era mi madre la que necesitaba compañía. Así que me dormí a su lado, cogiéndola de la mano.
Aquella noche no soñé con mi pasado, sino con mi madre y con mi padre, muy jóvenes los dos, paseando por París y cenando en uno de esos barcos flotantes que cruzan el Sena. Era un sueño precioso: estaban los dos en cubierta cuando un golpe de viento se llevaba el pañuelo que mi madre se había puesto en el pelo. Al intentar atraparlo, mi padre tiraba la botella de vino que estaban bebiendo, y se armaba un pequeño estropicio. Me gustó aquel sueño, que era muy bonito y tan real que más bien parecía un recuerdo.
Nos despertamos muy temprano, y antes de las siete ya estábamos en la carretera. En invierno amanece más tarde, así que aún estaba oscuro cuando salimos. Hicimos en silencio el principio del viaje. Creo que las dos estábamos tristes, y que era por la misma razón: aunque sabíamos que aquel traslado era una buena idea, resultaba duro marcharse así, casi de noche, solas las dos. Nadie había venido a despedimos. De mis amigos no podía esperar nada, claro, pero pensaba que papá… En fin…
—Lou llamó ayer por la noche para decirnos adiós.
«Qué considerada».
—Quería pasar esta mañana a despedirse, pero le he dicho que nos íbamos temprano.
«Ya. Lou no ha venido porque no se atreve. No se atreve a plantarse delante de mí con su cara de mosquita muerta. Creo que sabe que la tengo calada».
—Sí, claro, era demasiado pronto.
Mi madre conducía despacio, quizá porque el coche iba muy cargado.
—¿No quieres dormir un rato? El viaje es muy largo.
—Ya lo sé. No tengo sueño. Dormí muy bien ayer por la noche.
—Me alegro.
Puse la radio. Sonaba una canción francesa que no conocía.
—Mamá… ¿Tú y papá estuvisteis en París?
—Sí. Un par de veces. La primera, antes de que tú nacieras. Fue un viaje estupendo.
—¿Cómo… cómo se llaman esos barcos que van por el Sena…?
—¿Los bateaux mouches? Son preciosos. Muchos los consideran una horterada para turistas, pero tiene mucho encanto cenar en cubierta, con la música, viendo la ciudad iluminada.
Tragué saliva. El corazón empezó a latirme muy rápido. Tenía un presentimiento. No sé cómo explicarlo, pero noté que me estaba pasando algo raro.
—¿Fue… fue ahí donde perdiste aquel pañuelo?
En contra de su costumbre, mi madre —que es doña Perfecta— apartó los ojos de la carretera para mirarme.
—Sí. Había sido un regalo de tu padre. Lo llevaba puesto, y el viento… Pero ¿cómo sabes tú eso? No recuerdo haberte hablado de esa historia…
El corazón me latía tan fuerte que me hacía daño. Aparté la mirada de mi madre y la fijé en la ventanilla.
—Oh, papá me lo contó hace tiempo. Que el viento te arrancó el pañuelo, que él quiso atraparlo, y que tiró el vino y se armó un lío en el barco… Qué patoso, ¿no?
Mi madre pareció conformarse.
—Pues sí. Pasé una vergüenza horrible. Todo el mundo nos miraba, y un camarero muy borde nos vino a echar una bronca… y a mí me dio por reír. Aquello no me hacía ninguna gracia, pero estaba tan nerviosa que reaccioné así. Casi nos echan del barco… Tu padre pedía excusas y ni siquiera le entendían… y yo, que hablaba francés bastante mejor que él, era incapaz de parar de reírme. Fue una noche estupenda. Hacía buen tiempo…, ¿sabes? Y mira que es difícil que haga buen tiempo en París… Pero cuando ocurre, no hay ciudad más bonita en el mundo entero.
Me pareció que se había puesto triste, pero reconozco que no le presté mucha atención. Lo único que no me podía quitar de la cabeza era la idea de que mi padre jamás me había contado aquella historia.
Entonces, ¿cómo diablos podía saberla yo?
—¿Dora? ¿Dora Alexandre?
Un hombre alto, moreno, con una sonrisa agradable, nos esperaba en una gasolinera unos kilómetros antes de entrar en el pueblo. Era un tipo de la central hidroeléctrica que se había ofrecido a guiamos en nuestra llegada. Mi madre había quedado allí con él.
—En realidad soy Dora Oriol… El divorcio… En fin… ¿Es usted Lauro Olmeda?
Él le estrechó la mano.
—Sí. ¿Te parece que nos tuteemos? Vamos a vernos cada día a partir de ahora…
—Claro… ehhh… Ésta es Valeria, mi hija.
—Encantado, Valeria. Y bienvenidas. Esto os va a gustar.
—Es un pueblo precioso, con mucha gente joven —me miró a mí— y el trabajo en la central es bastante cómodo… Nada que ver, desde luego, con las prisas de Madrid. Os vais a encontrar muy bien, ya lo veréis. ¿Qué? ¿Nos vamos?
Hizo ademán de meterse en nuestro coche.
—Pero ¿tu coche…?
—Oh, puede quedarse aquí. Mañana, de camino al trabajo, me acercas tú y lo recogemos.
—Menudo lío… Para ti, quiero decir… Dejar el coche tantas horas en la gasolinera…
—Te aseguro que no pasa nada. Venga, vámonos. Ahora oscurece muy pronto, y estaría bien que vieseis el pueblo con un poco de luz.
Realmente, Bline parecía un lugar precioso, como sacado de una película. Las casas eran de piedra y de madera, con tejados rojizos a dos aguas. Todas tenían flores en las ventanas y estaban perfectamente cuidadas. En las aceras había árboles —creo que eran abetos— y de las farolas colgaban jardineras con flores de pascua. La nieve recién caída daba a Bline el aspecto de una preciosa postal navideña. En el medio del pueblo había un centro comercial no muy grande, todo de cristal y de acero.
—Valeria, ahí tienes unos multicines, una bolera, una pizzería y uno de esos horribles lugares para comer hamburguesas… Por suerte, Dora, también tenemos un par de buenos restaurantes… ah, y una pastelería francesa increíble. El señor Merteuil nació en París y estudió hostelería… Hace los mejores pasteles del mundo. Mira, ahí está el instituto. Tiene un polideportivo estupendo. ¿Practicas algún deporte?
—Antes hacía gimnasia rítmica, pero crecí demasiado.
—¿Sabes esquiar?
—Un poco.
—Pues aquí podrás perfeccionar. Hay excursiones a la nieve casi todos los fines de semana. La estación de esquí está a menos de media hora. Veréis que hay varias tiendas de ropa de montaña. Los sábados y los domingos viene mucha gente, y algunos compran aquí todo el equipo porque es más barato que en la ciudad. Dora, ve parando. Ésa de ahí es vuestra casa.
El contrato de mi madre en la central incluía el alquiler de una vivienda por cuenta de la empresa. Creo que había imaginado que nos facilitarían un apartamento, o, con mucha suerte, un piso con dos dormitorios. Pero ni yo, ni tampoco mi madre, pensamos que iban a damos una casa tan bonita como aquélla, una especie de chalet alpino con contraventanas de madera y un pequeño jardín en la parte de atrás.
—¿Os gusta?
—Es precioso… La verdad, no esperaba nada así…
—La empresa quiere que estemos contentos, así que proporciona casas confortables y adaptadas a las necesidades de cada trabajador. Además, recuerda que aquí los alquileres son muchísimo más baratos que en Madrid o Barcelona. Entremos, a ver qué os parecen los muebles. Si quieres cambiar algo, no hay problema… Los de la mudanza llegaron ayer con vuestras cosas, y se supone que han dejado todo en su sitio…
La casa era perfecta. Tenía un salón comedor con chimenea de piedra, una enorme y moderna cocina completamente equipada, y dos dormitorios amplios y luminosos con baño dentro. Además, había una pequeña habitación que habían transformado en un estudio.
—Antes había cuarto de servicio, pero pensaron que sería más útil convertirlo en una habitación donde Valeria pueda estudiar y hacer los deberes. La silla es ergonómica, o al menos eso me han dicho… Yo de esas cosas no entiendo nada.
—Es estupendo, de verdad.
—Y hay sitio para tu ordenador y para todos tus libros —dijo mi madre—. La verdad es que habéis pensado en cada detalle…
—El departamento de recursos humanos se ha encargado de todo. Se funciona siempre así. Pero no es una cuestión de generosidad: si al llegar encontrases todo manga por hombro, tardarías días en incorporarte plenamente al trabajo. Si cada cosa está en su sitio y no tienes que preocuparte de nada, estarás a pleno rendimiento desde el primer día. Política empresarial inteligente, ni más ni menos.
Se echó a reír. Tenía una risa profunda, como si le saliese del pecho. Estaba claro que era un hombre simpático. Había sido muy agradable con nosotras, parecía preocupado porque estuviésemos a gusto… y, sin embargo, había algo en él que no acababa de gustarme. Dicen que entre algunas personas existe química y estaba segura de que la que se generaba entre Lauro y yo era más bien negativa, aunque no sabía muy bien por qué.
—Lola, mi mujer, os ha dejado algunas cosas en la nevera. Hay un buen supermercado cerca de aquí, pero no creo que os apetezca ir a hacer la compra después de un viaje tan largo. También me ha dicho que, si queréis cenar en casa…
—Es muy amable, Lauro, pero me gustaría quedarme para organizado todo…
—Es lo que Lola suponía. En fin, os dejo para que os instaléis. Dora, te vendré a buscar mañana a las ocho para ir a la central. Si te parece bien, pasaremos antes por la gasolinera para recoger mi coche…
—Claro, pero ahora te llevo a casa. No puedes irte andando, ya ha empezado a nevar otra vez…
Lauro volvió a reír.
—¿Llevarme a casa? Vivo a la vuelta de la esquina, en otra de las residencias de la empresa. En realidad, casi todos los empleados vivimos en esta zona. Yo creo que quieren tenernos controlados. —Nos guiñó un ojo—. Bueno, bienvenidas. Espero que os encontréis bien y que seáis felices aquí.
—Lauro… Muchas gracias por todo… Has sido tan amable que…
—Tenéis que venir a cenar a casa un día de éstos, ¿de acuerdo? Lola está deseando conoceros. Y ahora, descansad un poco. Hasta mañana.
—Te acompaño a la puerta.
Me despedí de Lauro con un apretón de manos. Tal como me figuraba, es uno de esos tipos que te estrujan los dedos sin piedad… Y justo entonces, mientras notaba cómo mis huesos crujían dentro de su puño, ocurrió algo muy extraño.
Fue sólo un instante, como una especie de fogonazo.
Como si se me hubiese producido un cortocircuito en la cabeza… o como si saltara una chispa. No sé explicarlo muy bien. Pero, durante un segundo, pude ver claramente a nuestro simpático anfitrión, el agradable señor Olmeda, abofeteando a una mujer.
La nevera estaba llena de cosas ricas: había una bandeja de embutidos, un táper con ensaladilla, un paté de campaña delicioso, una empanada de carne y un bol lleno de mousse de chocolate. También refrescos, leche y un cartón de zumo de naranja.
—Qué detalle de la mujer de Lauro, ¿no?
—Ajá…
—Tengo que llamarla mañana para darle las gracias. Venga, vamos a comer algo. ¿No tienes hambre? Te estás quedando en los huesos.
Sí tenía hambre. Bueno, o por lo menos la tenía un rato antes de ver aquella escena… o de imaginármela. El caso es que lo que vi parecía tan… real…
—¡Valeria! Hija, que estás en las nubes. ¿Quieres sentarte y comer algo? Me gustaría acostarme pronto. Estoy molida, después de todo el día conduciendo.
Me disculpé y obedecí, y hasta me comí una ración de ensaladilla, un trozo de paté y tres cucharadas de mousse. Luego ayudé a mamá a colocar un par de cosas que los de la mudanza habían dejado en el lugar equivocado.
—Bueno, pues ya estamos aquí…
—Sí…
Hubo un silencio. Mamá se tocó el pelo, como hace siempre que está intranquila.
—Valeria… Nada de esto es definitivo. Si no estás contenta en Bline, nos iremos. De verdad. Lo único que me importa es que seas feliz.
—Ya lo sé. —Creo que me salió una sonrisa rara—. El pueblo tiene buena pinta. Y la casa es muy bonita.
—Entonces…
—Pues eso. Que seguro que todo irá bien, así que no tienes que preocuparte de nada. —Le di un beso en la mejilla—. Y ahora me voy a acostar. Tengo mucho sueño.
—Claro. Ha sido un día muy largo. Buenas noches, Valeria.
Me metí en la habitación y cerré la puerta. No podía olvidar la escena que había visto al tocar a Lauro: él, tan cortés, tan correcto, pegando una bofetada a una mujer… De pronto se me ocurrió que quizá Lauro se pareciese a algún actor… a un actor al que hubiese visto golpeando a una chica en una peli, o en una serie de televisión… Sí, tenía que ser eso…, seguro que estaba recreando en mi cabeza una escena sacada del cine.
Pues ésa era la explicación. Ya estaba. Tan sencillo como eso…
Pero ¿qué película había visto yo en donde apareciese un hombre agrediendo a una mujer?
Cerré los ojos e hice lo posible por recordar la escena que había visto, que volvió a aparecer en mi cabeza. Siguiendo un instinto, abrí el ordenador portátil y creé un documento de word en el que describí la escena.
La mujer a la que Lauro pegaba es de estatura mediana. Tiene el pelo castaño claro y cortado a la altura de la mejilla. Parece guapa. Está muy delgada y lleva el reloj en la mano derecha. Cuando la golpea, se cae al suelo una figura de porcelana.
Releí aquellas frases. Era inútil que me engañara: aquello no lo había visto en el cine. Ni en la tele.
Siguiendo mi instinto, guardé el documento. Lo mandé a mi propia dirección de correo electrónico, donde quedó registrada la fecha del envío: diez de enero de 2010.
Entonces no podía suponer que aquel gesto pudiera tener alguna utilidad. Pero la tendría.
Nevó durante toda la noche. Cuando me desperté aún estaba oscuro. Lo primero que hice fue mirar por la ventana. A pesar de que el sol no había salido, la luz azulada que partía de la nieve proporcionaba una rara sensación de claridad. La calle estaba enteramente cubierta por una espesa capa de nieve intacta, como si nadie la hubiese pisado en las últimas horas. Me quedé un buen rato disfrutando de la vista desde la habitación, que era de verdad preciosa, hasta que a través del cristal vi acercarse a Lauro Olmeda, que venía a recoger a mi madre, y sin querer volví a recordar lo que había aparecido en mi cabeza cuando me estrechó la mano. El sonido del timbre se mezcló con la escena, y un escalofrío me recorrió la espalda. Pude escuchar cómo mamá saludaba a Lauro.
—¡Buenos días! ¿Vengo demasiado pronto?
—No, claro que no… ¿Quieres un café? Por cierto, tienes que darme el teléfono de tu mujer para que le dé las gracias por llenamos la nevera.
—No hay nada que agradecer. ¿Qué tal está Valeria?
—Hace un rato seguía dormida. Voy a despedirme de ella. Dame un minuto.
Escuché a mi madre subir las escaleras y abrí la puerta antes de que llamase.
—¡Buenos días! ¿Has dormido bien?
—Como un tronco.
—Es este silencio. Qué maravilla, ¿verdad? —Me pasó la mano por el pelo. Odiaba que hiciese eso, pero mi madre no parecía darse cuenta—. Oye, tengo que marcharme al trabajo. Hoy volveré para comer contigo, ¿de acuerdo? Puedes ir a dar una vuelta por el pueblo, si quieres. Tienes un juego de llaves junto a la puerta. Y hay café recién hecho y una bolsa de bollos. Te he dejado algo de dinero sobre la mesa de la cocina…
—Vale, vale, ya veo que tienes todo bajo control. Vete ya, no vayas a llegar tarde en tu primer día.
Mi madre me miró un poco, y luego sonrió y me dio un abrazo.
—Vamos a estar muy bien aquí —susurró.
—Claro.
¿Y por qué no íbamos a estar bien? Me lo repetí un par de veces hasta quedar casi convencida.
No bajé a la cocina hasta que escuché el ruido del motor del coche de mamá, que se llevaba con él a Lauro. Lauro Olmeda… Candidato al título de Vecino del Año, Samaritano del Pirineo Aragonés o Anfitrión de Oro… o simple y vulgar maltratador de mujeres. Pensé en ello mientras me comía una magdalena mojada en leche. ¿De verdad me estaba creyendo aquella escena que había aparecido en mi cabeza sin venir a cuento? ¿Cómo demonios podía estar tan segura de que lo que vi no había surgido de mi propia imaginación? Me di cuenta de que estaba llevando demasiado lejos lo que podía no ser otra cosa que una mala pasada de la memoria. Lo malo era que aquello parecía tan… tan real… Quizá era que había visto en una película una escena parecida y estaba mezclando en mi cerebro la verdad con una gran mentira. O quizá, sin quererlo, me lo estaba inventando todo porque no me gustaba Lauro Olmeda…
Después de desayunar holgazaneé un poco por la casa, y luego me di una larga ducha y me vestí. Aprovechando que había parado de nevar, decidí dar una vuelta por el pueblo estrenando una espectacular cazadora con forro polar que mi madre me había comprado y que estaba claro que hacía falta.
Cuando salí, pude ver que las aceras estaban despejadas. No había duda de que en Bline contaban con un servicio de limpieza la mar de eficaz. Sólidos bloques de hielo flanqueaban la calle, y una capa de sal ponía a los caminantes a salvo del peligro de los resbalones. Había que reconocer que el pueblo era precioso: todos aquellos árboles cubiertos a medias por la helada, los blancos tejados de las casitas, los macizos de boj también nevados que separaban entre sí las viviendas de nuestro nuevo barrio… Andando, llegué al centro del pueblo. Había varias tiendas con escaparates muy cuidados que bien habrían podido estar en una de las mejores calles de una gran ciudad, tres cafeterías de aspecto acogedor, un coqueto hotelito… Me fijé en que la gente se saludaba por la calle. Claro, en un sitio tan pequeño seguro que casi todo el mundo se conocía. Debe de ser agradable saber el nombre de todos tus vecinos. En Madrid a veces no te enteras de cómo se llama el que vive en el piso de enfrente.
Fue entonces cuando pensé que quería ser feliz en Bline. Que deseaba con todas mis fuerzas darme una oportunidad de empezar otra vez, lejos de malos rollos, de malos recuerdos, de malas experiencias. Poner el contador a cero, eso era lo que tenía que hacer. Y si de verdad quería construirme allí otra vida tenía que dejar de pensar en cosas raras y sacarme de la cabeza paranoias como la del pobre Lauro Olmeda, que tan amable había sido con nosotras. Dejar de ponerme las cosas difíciles y aprender a confiar en la gente.
Para celebrar mis buenos propósitos de cara al futuro, entré en una de las cafeterías de la plaza y pedí un chocolate caliente. La camarera era regordeta y muy simpática.
—No eres de por aquí, ¿verdad? —me dijo, mientras me colocaba junto a la taza un par de rosquillas caseras.
—No… bueno, sí lo seré a partir de ahora. Acabo de mudarme con mi madre. Antes vivíamos en Madrid…
—Pues te va a encantar esto… Entre semana está un poco más parado, pero el sábado y el domingo se llena de gente que viene al esquí… ¿Vas a ir al instituto?
—Sí… Las clases empiezan mañana.
—Yo estudié allí. Es genial. El pueblo entero es genial. Te adaptarás en seguida. Aquí todos somos como una gran familia. Los chicos se llevan genial entre ellos, ¿sabes? Genial. En verano hacen barbacoas y se van juntos a la piscina, y en invierno organizan excursiones para esquiar. Y nunca hay problemas para salir. Ya verás como no te ponen problemas para llegar tarde a casa. Esto es tan tranquilo que no hay nada de que preocuparse.
—¿Ah, no?
La pregunta venía de un hombre que estaba sentado a la barra a mis espaldas, y parecía estar escuchando nuestra conversación.
—Cualquiera diría que este pueblo es Disneylandia.
—Bueno, yo no me iría a vivir a Disneylandia, y estoy encantada aquí. —La camarera no parecía ser de las que se muerden la lengua—. Y, de todas formas, si no le gusta esto no sé por qué no se ha marchado. Aquí no obligamos a nadie a quedarse.
El hombre dijo algo entre dientes, dejó dinero sobre la mesa y se marchó sin despedirse. Le miré cuando se iba: era alto y delgado, y tenía un espeso cabello blanco. Me pareció un viejo guapo, como uno de esos actores de Hollywood que siguen haciendo películas aunque tengan cien años.
—No le hagas ni caso. Yo creo que está chiflado. Se vino a vivir a Bline hace unos años, con su nieto…
—Ah…
—Yo creo que sólo lo aguantamos por el pobre crío. Vaya suerte, vivir con ese tipo tan raro. El chico es normal —me guiñó un ojo— y muuuuuy guapo. Si yo tuviera tu edad, ya le habría echado el lazo. Pero me ha cogido entrada en años y con dos hijos pequeños. Por cierto, me llamo Jos.
—Valeria.
—Pues encantada, Valeria. Y el chocolate es por cuenta de la casa.
—Pero…
—Nada. Tómalo como una invitación de bienvenida. Espero verte a menudo por aquí. Y ahora te dejo, tengo las mesas abandonadas.
Definitivamente, Bline era un sitio agradable a más no poder. Aquella chica me había invitado sin conocerme… y el chocolate estaba buenísimo. Me encanta el chocolate… Detrás de mí, Jos parloteaba con otras clientas.
—¿Sabéis que ha aparecido muerto el perro del señor Merteuil? Lo encontraron en la carretera. Un coche debió de golpearlo y allí se quedó el pobrecito.
—Pues menuda temporada llevamos con los chuchos. Primero, el san bernardo de Sertosa, y ahora el cachorro de Merteuil…
—¿Qué tal el brazo, Lola? —De nuevo era Jos quien hablaba
—Mejor. Ya casi ni me duele.
—También es mala pata lo de resbalar en la calle… Claro que con tanta nieve, no me extraña.
Tuve una especie de presentimiento. No me atreví a girarme para mirar a la mujer con la que hablaba Jos, pero intenté hacerlo cuando me marchaba. No pude verle la cara. Sólo la corta melena castaña. Y el reloj que llevaba en la muñeca derecha.
—¡Valeria!
Mamá justo acababa de entrar en casa. Le grité desde arriba:
—¿Qué tal te ha ido en la central?
—Bien… Bueno, aún tengo que cogerle el tranquillo. Baja, anda. Y coge el abrigo, que nos marchamos a comer fuera.
—¿Vamos al centro comercial?
—Me temo que no… Nos ha invitado Mariona, una compañera de trabajo. Tiene una hija que tiene tu misma edad, así que estaréis juntas en clase. Quiere que os conozcáis.
—No me apetece mucho…
—Ya, pero no he podido decirle que no. Es una mujer muy agradable… y me parece un detalle que se tome tanto interés. Además, no te vendrá mal conocer a alguien en el instituto cuando empieces mañana. Los primeros días siempre son difíciles.
—Bueno, pues nada, vamos allá. ¿Está muy lejos?
—Valeria, aquí nada está muy lejos. Debes empezar a acostumbrarte.
La casa de Mariona estaba dos calles más arriba, y desde fuera era muy parecida a la nuestra.
—El número catorce… Es aquí.
Llamamos. Nos abrió la puerta una chica alta, morena, de brillantes ojos verdes.
—¿Señora Alexandre? Pase, por favor. Soy Tara, la hija de Mariona. Mi madre está en la cocina. Es estupendo que hayan podido venir. Tú eres Valeria, ¿verdad?
Y me dio un abrazo como si fuésemos amigas de toda la vida.
—Me alegro mucho de conocerte. Mi madre me ha dicho que vas a estudiar en el insti. ¿Cuántos años tienes? ¿Dieciséis? Entonces estarás conmigo en clase. Vaya, me encantan tus vaqueros.
—Bueno, os dejo para que charléis. Voy a ayudar a tu madre.
Tara y yo nos quedamos solas.
—Te encantará esto, ya lo verás. El insti es de lo mejor, puedes creerme. Y los profesores… bueno, alguno es un poco plasta, pero en general están bastante bien. Los chicos nos llevamos estupendamente. Hacemos planes de sábado, y entre semana tenemos grupos de estudio… Puedes unirte al mío, si quieres. ¿Hay alguna asignatura que se te dé bien?
—Matemáticas.
—¿En serio? Pues acaba de tocarnos la lotería, necesitábamos un refuerzo en mates. Oh, ahí viene mi madre.
Creo que agradecí la interrupción, porque la cháchara de Tara me estaba poniendo un poco nerviosa. Planes de sábado, grupos de estudio… ¿Había aterrizado de cabeza en el Mundo Feliz o qué? Mariona se acercó a mí sonriendo, pero antes dejó en la mesa una fuente con estofado.
—Valeria… Cuánto me alegro de conocerte.
Y me dio un abrazo como el que me había propinado su hija. Y algo se sacudió dentro de mí.
Vi a Mariona llorando, con una desesperación desconocida. La vi golpear las paredes con los puños, la vi gritar con la cabeza entre las manos mientras la rodeaba un grupo de gente. Fue un segundo. Un horrible y larguísimo segundo que me dejó casi sin respiración. Me separé de Mariona, que seguía sonriéndome y diciendo lo contenta que estaba de conocerme, y tras balbucear unas palabras amables, pedí permiso para ir al baño.
Entré y tuve que sentarme en la bañera. Tenía el corazón a mil y estaba sudando. Abrí el grifo del lavabo y me lavé la cara. El contacto con el agua fría me sentó bien, y pude notar que el pulso se me normalizaba. Respiré hondo y me mojé las muñecas.
—¿Valeria? ¿Te pasa algo?
Era Tara.
—No, no, nada… Ahora mismo voy.
Mariona cocinaba muy bien, y la comida fue agradable. Ella y mi madre parecían haber conectado, cosa que me alegró mucho: mamá necesitaba una amiga. Una amiga de verdad, ya que la asquerosa de la tía Lou nos había salido rana. Mariona era simpática y muy cariñosa, y durante el almuerzo explicó a mi madre cuáles eran los mejores sitios para comprar comida, ropa o zapatos y las mejores cafeterías.
—«La cumbre» es muy buena para las meriendas…
—Creo que fue en ésa en la que estuve esta mañana. La camarera se llama Jos y me invitó a un chocolate.
—Es una buena chica…
—También había un hombre mayor muy raro… Dijo algo que no entendí sobre el pueblo… Jos decía que está chiflado y que la gente sólo le habla por su nieto.
Mariona hizo un gesto de disgusto.
—Debe de tratarse de Áxel, el abuelo de Víctor. El chico es huérfano y se vinieron a vivir a Bline hace un par de años.
—Áxel no le cae bien a nadie…
—Cosa que no puede decirse de Víctor, ¿verdad, Tara?
Mi futura compañera se puso colorada como un tomate.
—¡¡Mamá!!
—Bueno, bueno, no he dicho nada. Cuando tengas mi edad, estas cosas te harán gracia. ¿Te apetece un café, Dora? Tenemos que volver a la central, pero aún nos quedan unos minutos. Además, las tardes son tranquilas. —Se volvió hacia nosotras—. Chicas, podéis levantaros si queréis. Yo recogeré todo esto.
—Muy bien. ¿Te quedas un rato, Valeria? Podemos escuchar música en mi habitación mientras te cuento cosas del insti.
El cuarto de Tara era algo más pequeño que el mío, y estaba bastante más desordenado.
—Perdona el jaleo. Soy un desastre. Mi madre me echa la charla continuamente, pero supongo que no tengo remedio. ¿Qué prefieres escuchar?
—Lo que quieras.
Puso un CD en el ordenador. No conocía el grupo, pero estaba bien.
—¿Quién es ese Víctor?
Tara volvió a sonrojarse.
—Un compañero de clase. Mañana le conocerás.
—¿Es guapo?
—¿Cómo lo sabes?
—Jos me lo dijo.
—Jos no sabe tener la boca cerrada. Pero sí, es muy guapo.
—¿Te gusta?
Tara se quedó en silencio y desvió la mirada.
—Supongo. Bueno, sí. Pero él pasa de mí completamente.
Miré a Tara. Era una chica atractiva. Se parecía un poco a Silvia, pero ella era más esbelta y tenía los ojos mucho más bonitos que mi antigua amiga. No es el tipo de chica del que los chicos suelen pasar.
—Víctor es un raro.
—Ya supongo.
—Te cuento una cosa, pero no se la puedes decir a nadie.
Asentí con una sonrisa. ¿A quién iba a decírselo?
—Víctor y yo nos enrollamos una vez.
—¿En serio?
—Fue este verano, durante las vacaciones. Habíamos hecho una barbacoa, y nos quedamos hasta tarde. Le propuse dar un paseo por el bosque y… Luego, al día siguiente, hizo como si no hubiera ocurrido nada.
—¿Te… te acostaste con él?
—No.
—Pues a lo mejor fue por eso por lo que pasó de ti. Hay tíos que…
Tara se echó a reír y bajó la voz.
—No lo has entendido. Fue él el que no quiso hacerlo. Yo estaba dispuesta, pero a Víctor no le dio la gana.
—Pues sí que es un tío raro.
—Raro de narices. Se pasa el día con la cabeza entre los libros, saca las mejores notas del instituto y ha leído cosas que las personas normales ni siquiera saben que existen. Pasa de hacer deportes de equipo, es buenísimo en cross y en esquí… y guapo como él solo. Todas las chicas están locas por él, y yo no soy una excepción. —Chasqueó los dedos—. Así que este verano volveré a intentarlo. Espero que no se ponga tan estrecho a la hora de quitarse los pantalones. Debe de ser el único chico del pueblo con problemas para eso.
Esta vez nos echamos a reír las dos. Tara me caía bien. Pero, a pesar de que me estaba divirtiendo por primera vez en muchas semanas, no podía olvidar lo que había visto al abrazar a Mariona. Porque nunca, en toda mi vida, había sido tan consciente de ser testigo del verdadero dolor. ¿Qué puede pasarle a una persona para llorar así, para estar tan desesperada?
—Tus padres se han separado, ¿verdad? —me preguntó Tara.
—Ajá. Sucedió hace poco. Aún me estoy haciendo a la idea.
—Los míos se divorciaron hace siglos. No es para tanto, créeme.
—¿Qué… qué tal lo pasó tu madre? Cuando se dejaron, quiero decir.
Tara se encogió de hombros.
—Pseeeee… Regular, supongo. Pero yo no noté gran cosa, la verdad. Tenía ocho años. Un día me dijeron que iban a separarse, y eso fue todo. Al principio me cabreé un montón, pero luego me acostumbré. Después de todo, es cosa de ellos.
—¿Tu padre vive en el pueblo?
—Sí. Tiene una tienda de ropa de montaña. No es mal tipo. Pero mi madre y él ni siquiera se hablan.
—¿Le ves?
—De vez en cuando. Cada vez que necesito renovar el equipo de esquí. —Se echó a reír otra vez—. Ya iremos por allí, te hará descuento, pero no hasta que pasen unos días: su perro favorito palmó hace una semana y está cabreado con el mundo entero. Y eso me incluye a mí, para que veas.
Era graciosa. Hablamos durante un buen rato, de Jan, de Silvia, de todo lo que me había pasado en el colegio… No le conté nada del accidente. Acababa de conocer a Tara, y no sabía qué cosas le podía explicar y cuáles era preferible que me callara. Es mejor saber a quién se le cuentan los secretos, aunque ella acababa de compartir conmigo su historia con Víctor.
—¿Qué hora es?
—Las seis.
—Tengo que irme. Ni siquiera he terminado de colocar mis cosas.
—¿Quieres que te recoja mañana y vamos juntas al insti?
—Te lo agradecería. Me pone nerviosa entrar allí sin conocer a nadie…
—Pues paso a buscarte a las ocho y cuarto.
Al bajar las escaleras me fijé en una colección de fotos que estaban colocadas en la pared. Era Mariona sosteniendo a una niña pequeña.
—¿Eres tú?
Tara meneó la cabeza.
—Mi hermana Julia.
—¿Dónde está?
—Murió hace quince años.
—Lo siento.
Hizo un gesto de indiferencia.
—La verdad, yo ni siquiera me acuerdo de ella. Era muy pequeña cuando ocurrió. —Me dio un codazo amistoso—. Te recojo mañana temprano ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
Así que se trataba de eso: Mariona había perdido a una hija, y eso era lo que había visto al abrazarla: su dolor. Un dolor espantoso, desgarrador, un dolor que me resultaba difícil de entender y de abarcar. Inmediatamente me acordé de mi madre. Ella también había temido perderme a mí. Era la primera vez que pensaba en ello. Que reflexionaba sobre lo mucho que habría sufrido mi madre después de verme diez días en coma, con todas aquellas agujas clavadas y los médicos que no le pintaban las cosas demasiado bien. Tuvo que ser terrible para ella. Volví a ver a Mariona fuera de sí, golpeando las paredes con los puños, con el pelo revuelto y la cara mojada por las lágrimas. A veces no podemos imaginamos las cosas que le pasan a la gente que vive a nuestro alrededor. Ni siquiera a aquellos a quienes más queremos y cuyo sufrimiento haríamos cualquier cosa por evitar.
Y a mí, ¿qué demonios me estaba pasando?, ¿por qué de pronto veía cosas tan raras? Ayer había pensado que lo de Lauro podía haber salido en una peli…, pero ni con la mejor voluntad del mundo podía ignorar lo que me había ocurrido al tocar a Mariona.
Había visto sus recuerdos.
Eran las ocho y diez cuando Tara llamó a la puerta de mi casa. Mi madre ya había salido para la central, y estaba sola, acabando el desayuno.
—Qué puntual.
—No querrás llegar tarde en tu primer día… ¿Estás lista?
—Sí.
—¿Nerviosa?
—Un poco.
—No tienes de qué preocuparte. La gente del instituto es estupenda, ya te lo he dicho. Harás amigos en seguida.
Nevaba mucho, y tuvimos que calarnos los gorros. Por fortuna, el instituto estaba cerca, porque esta vez las aceras estaban completamente cubiertas de nieve y sólo nuestras botas de montaña evitaban los resbalones.
Cuando entramos, había un grupo de alumnos delante de la escalera. Eran de mi clase, y Tara me los presentó a todos.
—Rebeca, Claudio, Ximo, Aldo…
—No te preocupes por memorizar nuestros nombres, te los iremos repitiendo —dijo Laura, una chica rubia de radiantes ojos azules y piel moteada de pecas—. Esto es una especie de bienvenida colectiva. Te estábamos esperando.
—Sí. Tara nos llamó ayer y nos pidió que estuviésemos todos aquí para que pudieses comprobar en seguida lo simpáticos que somos.
—Tú no eres simpático, Ximo.
—Puedo serlo si quiero.
Parecían un grupo agradable, y había sido un detalle el esperarme a la entrada.
—¿Y Víctor? —preguntó alguien.
—Aparecerá cuando le venga bien. Ya sabéis que va por libre.
—Y su casa está un poco más lejos que las nuestras, so listo. —Tara no estaba dispuesta a permitir que nadie se metiese con el chico de sus sueños—. Con esta nevada, bastante complicado le va a resultar llegar a clase.
—Por eso he venido esquiando.
Todos, incluida yo, nos volvimos en dirección a aquella voz. Desde la puerta, un chico alto nos miraba a todos sonriendo y sujetando unos esquís de madera.
—¡Víctor! ¡Has venido!
—Claro. No iba a perderme el comité de recepción. ¿Tú eres Valeria?
—Sí…
¿Por qué me ruborizaba? Acababa de conocer a docena y media de chicos y chicas, y tenía que ser el dichoso Víctor el que me pusiese colorada. Por fortuna, no había mucha luz a la entrada del colegio, y nadie pareció darse cuenta. Víctor me estrechó la mano, y vi fugazmente a un niño triste haciendo una maleta.
—Me parece que no tenéis muchas ganas de volver después de las vacaciones de Navidad.
Una mujer alta y delgada nos hablaba desde la escalera. Todo un coro protestó.
—Pero, señorita Sampol, si aún no es la hora…
—Ya, ya… Vamos, a clase. —Pareció reparar en mí—. ¿Eres Valeria Oriol?
—Sí… Es mi primer día.
—Te estaba buscando para acompañarte, pero veo que estás en las mejores manos. Chicos, adentro. Tenéis todo el trimestre para contarle a Valeria lo horribles que somos los profesores del instituto.
Echamos a andar hacia el interior. Volví la cabeza, no sé por qué, y pude ver que Víctor me miraba.
Era la mirada más intensa que me habían lanzado en toda mi vida. Como si fuese capaz de ver en el interior de mí.
Tuve la sensación de que las piernas se me habían vuelto de un material endeble.
«No te metas en líos, Valeria.
»Acabas de llegar.
»Y deberías intentar que esto empezase bien».
La mañana se me pasó volando. Tuvimos clase de matemáticas y de lengua antes de la hora de descanso. Durante la pausa, nos sirvieron cacao y bollos en el gimnasio.
—¿Y esto? —En mi antiguo colegio, tan pijo y tan perfecto, si querías tomar algo entre clase y clase tenías que ir al bar.
—Cortesía de la asociación de padres. —Explicó Rebeca—. Así no tenemos que salir fuera con este frío. Pero sólo lo hacen en invierno. En cuanto se derrite la nieve, hay que buscarse la vida para matar el gusanillo.
Me di cuenta de que Víctor no estaba por allí, pero no me atreví a preguntar por él, aunque me di cuenta de que también Tara estaba pendiente de su ausencia.
«Víctor, Víctor, Víctor.
»¡Valeria!
»No seas idiota…».
Después del recreo había una sola clase más: una asignatura de teatro. Todo el grupo estaba preparando una obra de Chéjov para representar a fin de curso. El profesor Balmes era el director.
—Valeria, tenemos un problema… Los papeles están ya repartidos y llevamos dos meses ensayando… ¿Qué podemos hacer contigo?
Iba a ofrecerme para ser apuntadora —de todas formas, detesto actuar— cuando escuché la voz de Víctor.
—Puede ayudarme a mí con las cosas de producción.
—¿Las cosas de producción? —Aldo propinó a Víctor un puñetazo en el hombro—. Tío, que no estamos en Broadway…
Todos se rieron. También lo hizo Víctor. Era difícil imaginar un colectivo más alegre y afectuoso que el de aquel grupo de chicos y chicas que parecían apreciarse tanto.
—En serio, hay mucho que hacer… Hace falta pintar los decorados, probar las luces, encontrar todos los chismes de atrezzo y lo que os haga falta para el vestuario… Y cuando estemos a punto de estrenar, alguien tendrá que ocuparse de vender las entradas y pegar carteles… Yo solo no voy a dar abasto.
—Está bien. Si Valeria no tiene inconveniente…
Víctor me miró y noté cómo la piel se me erizaba como si hiciese frío. Me encogí de hombros y sonreí débilmente, como si me diese igual todo.
«Cosas de producción. Muy bien, Víctor.
»Buen trabajo».
Almorzamos todos juntos en el comedor en unas mesas largas. El menú: macarrones con tomate y pollo en salsa con puré de patatas.
—Está muy bueno… —comenté.
—La señora Lomán tiene mano para la cocina.
—En mi antiguo colegio había una contrata. Era una mierda.
—¿Por qué te has venido de Madrid? —Era Berto quien preguntaba.
—Mis padres acaban de separarse, y a mi madre le ofrecieron trabajo en la central.
Tara me miró, sonriendo. A ella sí le había contado lo del acoso en el colegio y cómo eso había influido en la decisión de mi madre, pero su gesto parecía asegurarme que mi secreto estaba a salvo. No me apetecía nada que todo el mundo supiese que mis antiguos compañeros me trataban como a una leprosa… O, al menos, no de momento.
—Éste es un buen sitio —dijo Rebeca.
—Eso me dice todo el mundo… La verdad es que estamos contentas de haber venido.
—Holaaa a todos. —Víctor llegaba el último, y se había sentado frente a nosotras—. ¿Alguien puede pasarme el cesto del pan?
—¿Dónde te has metido a la hora del descanso? —Me pareció que Tara hacía la pregunta fingiendo un desinterés que estaba muy lejos de sentir.
—En el despacho de Fresno.
—¿El dire te llama en visita oficial? ¿Qué has hecho?
—¿Hacer? Nada. Ya sabes que soy un chico modelo. Quería saber por qué no fui a la excursión a la nieve. Le dije que mi abuelo se había encontrado mal el fin de semana y que preferí quedarme con él a hacer el indio junto con todos vosotros. Parece haberse sentido satisfecho y me dejó ir.
—Víctor Bicand, el Rey del Escaqueo —dijo Ximo.
—Ése soy yo, sí señor…
—¿Y has estado media hora en el despacho del director sólo para eso?
Víctor dirigió a Tara una mirada burlona.
—Tara querida, ¿te estás preparando para ingresar en la CIA… o… en el Mosad? Pues deja que te aconseje que te busques otro trabajo para el futuro, porque como investigadora eres una verdadera mierda… No pareces una espía, sino una portera… una cotilla vulgar.
Tara miró a Víctor, y quiso dibujar una sonrisa, pero el gesto se le quebró a mitad de camino y los ojos se le llenaron de lágrimas.
—¿Por qué tienes que ser siempre tan desagradable conmigo? —susurró Tara.
De golpe, se creó un silencio espeso. Tuve la convicción de que ninguno de nosotros deseaba estar allí, y que Tara, y tal vez incluso el propio Víctor, hubiesen querido dar cuerda hacia atrás a todos los relojes y volver al principio de la comida. Tara había agachado la cabeza para ocultar las lágrimas, y miraba absorta su plato de pasta. Víctor parecía incómodo. De pronto se levantó y abrazó a Tara.
—Mira que eres tonta… Mira que eres tonta de remate… No te pongas así… A estas alturas, ya deberías conocerme… Soy así de borde.
Tara no rechazó el abrazo, sino que cerró los ojos mientras su cabeza buscaba acomodo en el pecho de Víctor.
—Al acabar la reunión con Fresno me fui a la farmacia a comprar unas medicinas para mi abuelo. Por eso no llegué al café.
—Perdona… No debería haberte preguntado.
—Da igual. —Víctor apartó a Tara delicadamente, pero con firmeza, y tras volver a su sitio echó una mirada circular a la mesa.
—Y vosotros…, ¿qué miráis? Me parece que aquí hay más de uno que quiere poner una portería…
Claudio se echó a reír, y los demás le secundaron. Víctor había tardado solamente dos segundos en disolver aquella situación desagradable que había contribuido a crear. Me pregunté si Víctor se comportaría siempre así. Si mi nuevo compañero era uno de esos tipos que disfrutan provocando un incendio sólo por el placer de ayudar a apagarlo.
Tara y yo volvimos juntas a casa después de acabar las clases. Ya no nevaba, y las aceras estaban completamente limpias. Incluso parecía hacer menos frío que por la mañana. El cielo tenía un precioso color rosado, y ya habían salido algunas estrellas.
—¿Qué tal tu primer día? —preguntó Tara.
—Bien…
—¿Y Víctor?
—¿Qué pasa con él?
—¿Qué te parece?
«Valeria, Valeria, Valeria… Intenta dar la respuesta correcta».
—No sé. Quiero decir que hoy he conocido a tanta gente que no sé qué pensar de nadie… Parece simpático. En realidad, todos parecen simpáticos.
A Tara pareció satisfacerle mi contestación. Hubo sólo unos segundos de silencio antes de que suspirase de forma ostensible y bajase la cabeza para hacer lo que ella debía de considerar una confesión.
—Víctor me gusta mucho —dijo.
—Ya.
—¿Tanto se nota?
—Un poco… Bueno, además, ya me lo habías contado ayer, ¿no?, que piensas enrollarte con él otra vez en cuanto puedas y todo eso.
Tara soltó una risa nerviosa.
—Nunca sé qué pensar de él. Se mete conmigo, luego me pide disculpas… Puede ser un encanto, y sólo un segundo después, el tío más horrible del mundo. Ya le has visto en el comedor. Primero, cruel, y luego tan cariñoso…
No dije nada. De hecho, tuve la sensación de que Tara estaba hablando en voz alta, como si no se dirigiese a nadie en particular.
—Ya sé que te dije que pasa de mí…, pero lo he estado pensando y creo que en realidad también le gusto —dijo al fin—. Que le gusto mucho más de lo que está dispuesto a reconocer. Por eso disfruta fastidiándome, y luego se arrepiente y me consuela.
«Cállate. De ninguna forma le digas a Tara que su idea es una estupidez. Que Víctor no parece de esa clase de chicos. Cierra el pico, Valeria».
—¿Encuentras guapo a Víctor?
Por suerte, llevaba preparada esa contestación.
—Supongo que sí… Pero no es lo que se dice mi tipo.
No es mi tipo. Ja. Víctor debe de medir uno ochenta, tiene los ojos de un tono de azul que no había visto nunca, el pelo oscuro y brillante, la piel morena, los labios gruesos. Víctor tiene la espalda ancha, la cintura estrecha y anda como si volase en sus botas de montaña. Pero no es mi tipo.
Tara sonrió y me cogió del brazo.
»Muy bien, Valeria.
»Respuesta acertada.
»Puedes seguir jugando».
Me despedí de Tara en la puerta de casa. Dijo que pasaría a buscarme al día siguiente, así que entendí que hacer juntas el camino al instituto acababa de convertirse en una especie de ritual.
—¿Valeria?
Mamá ya había llegado de la central. Estaba en la cocina, preparando una salsa de carne. Nunca entendí cómo podía gustarle tanto cocinar, hasta el punto de ponerse a hacerlo nada más regresar del trabajo. Me dio un beso.
—¿Cómo te ha ido?
—Bien…
—¡Qué expresiva! Cuéntame algo más, ¿no? ¿Qué tal los compañeros? ¿Y los profesores?
—Todos parecen buena gente. Han sido amables conmigo.
—¿Y el comedor?
—De primera. Incluso nos dan un cacao con bollos a media mañana, pero parece que es sólo durante el invierno. La comida está buenísima, como si estuviese hecha en casa… Nos han puesto macarrones y pollo. Y un flan de postre. Todo muy rico.
Mi madre suspiró y le dio una vuelta a la salsa con la cuchara de madera.
—Valeria, tú sabes que no soy amiga de echar las campanas al vuelo…, pero creo que hemos venido a parar a un lugar perfecto.
No contesté. Abrí una caja de galletas y me comí una mirando por la ventana. Estaba empezando a nevar otra vez.
Mientras mi madre acababa de preparar la cena, me dediqué a poner un poco de orden en el cuarto. Recoloqué los libros y parte de la ropa, y eché un vistazo al correo electrónico. Como era de esperar, no había nada más que basura. Así que eso era lo que me quedaba de mi vida anterior: un montón de spam. Dieciséis años que podían resumirse en el silencio y un puñado de correos de publicidad. Ni siquiera mi padre me había escrito unas líneas. Claro que eso no debía disgustarme: mi padre jamás escribía mails. Para fastidiarle, fui yo quien le escribió un correo:
Querido papá, esto es una maravilla. El instituto nuevo es estupendo, y nuestra nueva casa es demasiado bonita para que pueda describírtela. Todo el mundo es muy afectuoso con mamá y conmigo, y creo que este pueblo es el mejor lugar del mundo para empezar otra vez. Me parece que mudarnos a Bline es lo mejor que podíamos hacer mamá y yo.
Volví a leer el texto. En realidad, no había una sola falsedad en lo que había escrito. Entonces, ¿qué pasaba? ¿Por qué tenía la sensación de estar mintiendo? ¿De verdad me sentía tan feliz como decía? ¿Qué era lo que no funcionaba? Pensé en todas las cosas que nos habían ocurrido a mamá y a mí en aquellos meses y, tal como le decía a papá, el traslado a Bline era lo mejor que podía pasamos. Aquella gente tan buena nos había recibido con verdadero afecto. Alguien se ocupaba de llenamos la nevera. Una desconocida me había invitado a chocolate. Una compañera de trabajo de mamá nos preparaba el almuerzo. Tara se había ofrecido para recogerme en casa y evitar así que entrase sola en mi primer día de instituto donde, por cierto, mis compañeros me habían demostrado más simpatía en una mañana que toda mi clase del colegio en los últimos tres meses. Teníamos una casa preciosa, vecinos educados… Todo parecía tranquilo, ordenado, grato. En Madrid sólo había dejado un montón de ex amigos, un ex novio que me había puesto los cuernos y una ex mejor amiga traidora, por no hablar de un padre que se había comportando como un imbécil y nos había dejado tiradas a mamá y a mí. Definitivamente, tenía mil motivos para estar contenta con mi nueva vida.
Pero me sentía rara. Tan rara como un perro verde.
Y luego estaban esas visiones que tenía al tocar a alguna gente. Las repasé una por una. Había visto a mis padres sobre un barco al dormir agarrada a mamá. Vi al tipo de la central golpeando a su mujer. Vi a la madre de Tara llorando desesperadamente. Y a ese chico, Víctor, haciendo una maleta.
¿Por qué me ocurría? ¿Era una secuela del accidente? El médico había dicho que podía sufrir pequeñas pérdidas de memoria, o dolores de cabeza, pero nunca habló de ser capaz de ver los recuerdos de las personas. Claro que, pensándolo bien, tampoco era nada tan maravilloso eso de contemplar el pasado de los demás. Si me fuese posible hacerlo con el futuro, quizá podría sacarle algo de partido a mi nueva habilidad, pero… ¿de qué nos sirve conocer cosas de un tiempo ya perdido? Es como escribir un libro que ya está escrito. O ver una película por segunda vez. Una pura pérdida de tiempo. Quizá estaba dando demasiada importancia a esa misteriosa capacidad mía. A lo mejor era eso lo que me hacía sentir extraña, como si estuviese incómoda en mi propia piel, y también lo que impedía que me sintiese completamente feliz en mi nueva vida en Bline. Y de ninguna forma quería permitir que eso ocurriera. Tenía ante mí una gran oportunidad, y sería absurdo tirarla por la borda. En cuanto a las dichosas visiones…, ya se me iría pasando. Y si no, ¿qué más me daba saber algo más de lo que la gente estaba dispuesta a contarme?
Releí el mail de papá dos veces, y luego lo envié. Justo en ese momento, alguien llamó a la puerta de mi habitación.
—¿Valeria? ¿Puedo entrar?
—Sí, pasa.
Mi madre asomó la cabeza con una sonrisa que quería demostrar complicidad.
—Tienes visita.
—Víctor apareció detrás de ella.
—Hola, Valeria… espero no molestarte.
«¿Qué está haciendo aquí? ¿Por qué ha venido? ¿Cómo ha encontrado la casa? Y, sobre todo, ¿qué se supone que tengo que hacer yo cuando está a punto de entrar en mi cuarto un chico del que no sé nada, excepto que la única amiga que tengo en este momento está loca por él?».
Por supuesto, no iba a hacerle esas preguntas a Víctor Bicand. Me limité a mascullar algo a modo de saludo y a evitar su mirada de cualquier manera. A pesar de que sólo hacía unas horas que le conocía, ya estaba segura de que los ojos de Víctor me ponían más que nerviosa.
—Yo os dejo para que habléis. ¿Quieres tomar alguna cosa, Víctor?
—No, muchas gracias.
—¿Estás seguro? Bueno, si cambias de opinión, díselo a Valeria.
Mi madre me guiñó un ojo antes de marcharse. Pensé que preferiría morirme a que Víctor se hubiese dado cuenta del gesto.
—¿Te molesto? —repitió—. A lo mejor tienes trabajo y yo…
—No… Estaba mandando un correo a mi padre, pero ya he terminado.
Ya sé que es estúpido, pero me sentía incómoda con Víctor allí. Se sentó en una silla que había pegada a la pared y me tendió una carpeta.
—Perdona que haya venido sin avisar, pero no tengo tu teléfono y no podía avisarte. Tenía que hacer unas cosas en el pueblo antes de volver a casa, y quería darte esto.
Era una carpeta azul, de esas que se cierran con gomas elásticas.
—¿Qué es?
—Todo el material de la obra.
Ya me había olvidado de la dichosa función de teatro. ¿No podía Víctor esperar al día siguiente para darme la carpeta en el instituto? Quité las gomas y eché un vistazo fingiendo interés, aunque en realidad lo único que quería era hacer cualquier cosa que no fuese mirar a Víctor. Me había traído una copia del libreto, un boceto del cartel y el proyecto de los decorados.
—¿Los has hecho tú?
—Sí.
—Pues dibujas muy bien.
—¿Tú sabes dibujar?
—Un poco… No como tú, desde luego.
—Servirá. Oye, te he anotado mi correo electrónico y mi teléfono. Dame tú los tuyos, si no te importa. Te daré de alta en mi messenger para estar conectados, ya sabes… Por el trabajo, y todo eso.
Silencio incómodo.
—¿Has… has venido esquiando?
—No. En la moto de nieve de mi abuelo.
—Ah.
Más silencio.
—¿Te gusta esto? El pueblo, quiero decir.
—Claro. Es precioso. Y la gente es tan… acogedora…
Víctor me dirigió una sonrisa que no supe cómo definir.
—Acogedora… Supongo que es una forma de decir que son unos verdaderos pelmas. Cuando llegamos mi abuelo y yo, no había forma de quitárnoslos de encima. Por suerte, ya se han cansado de nosotros, o quizá es que han dejado al abuelo por imposible.
Me puse nerviosa, y no sabía por qué. Quizá porque estaba escuchando de boca de Víctor lo mismo que llevaba horas pensando: que tanta amabilidad junta, tantas facilidades, tanta sonrisa y tanta invitación resultaban un poco asfixiantes. Pero no era capaz de reconocerlo delante de nadie, y menos de Víctor. Por eso quise defender a mis nuevos vecinos.
—No sé… Después de todo, cuando llegas a un sitio nuevo es muy de agradecer que alguien se ocupe de ti…
—Ya. Pero eso no tiene nada que ver con intentar controlar cada uno de tus pasos.
Intenté cambiar de tema.
—¿Cómo está tu abuelo?
—Bien. ¿Por qué?
—Como decías que no fuiste a la excursión de esquí para quedarte a cuidarlo, pensé que…
Víctor soltó una risa seca que no me gustó nada.
—Fue una excusa para evitar el día de nieve en pandilla. Ésa es otra cosa que me pone enfermo de este pueblo. Todo hay que hacerlo en grupo, como si fuésemos una manada. Las jornadas de esquí, las barbacoas en verano, los picnics en el río… No lo soporto. Me gusta ir a mi aire, y aquí es imposible. Siempre hay alguien controlando dónde estás, o pastoreándote si pretendes apartarte de este maldito rebaño que forman todos. Son como ovejas, eso es…
Miré a Víctor con el rabillo del ojo. Parecía enfadado, y estaba guapísimo así, con los ojos grises destilando chispas de furia y el gesto de adulto. Intenté quitar importancia a lo que decía.
—Bueno, yo vengo de una ciudad donde ni siquiera sabes el nombre del vecino de al lado. No me parece mal eso de que todo el mundo se conozca y se lleve bien.
Víctor ladeó la cabeza y se puso serio otra vez.
—¿Tú crees que todo el mundo se lleva bien de verdad? ¿Que tanto buen rollito no es una pose?
—¿Una pose? ¿Qué quieres decir?
—Que no es normal, Valeria. No es normal esta actitud de «hay que ver cuánto nos queremos todos» y «somos una gran familia».
Víctor tenía razón, pero a mí no me daba la gana de reconocerlo. ¿Qué derecho tenía a llegar a mi casa y empezar a meterme cosas raras en la cabeza? Llevaba meses pasándolo fatal, llorando por las esquinas, sintiéndome desgraciada y sola, y ahora estaba en un lugar donde todo eran sonrisas, buenas palabras y muestras de afecto. ¿Por qué tenía que venir él a aguarme la fiesta? ¿A machacarme insistiendo en que todo era extraño, que había aterrizado en medio de un grupo de… de extraterrestres, o algo así? Decidí acabar con aquella conversación, así que tomé aire y miré directamente a los ojos grises de Víctor Bicand.
—Mira, Víctor, yo no tengo ningunas ganas de comerme la cabeza dándoles vueltas a las cosas. Estoy encantada de haber venido a un lugar donde la gente se saluda por la calle, te paga un café para darte la bienvenida o te invita a comer para que no tengas que cocinar en tu primer día de trabajo. Estoy encantada de que aquí todo el mundo sea civilizado y cortés, y estoy encantada de vivir en un pueblo donde cada cosa está en su sitio y todo es perfecto… He pasado unos meses muy malos en Madrid, y aquí parece que puedo sentirme… —no sabía cómo decirlo, y pensé las palabras durante unos segundos— que puedo sentirme a salvo.
Víctor me sonrió otra vez, pero en esta ocasión me pareció que en su gesto había incluso algo de afecto, como si yo fuese su pobre y estúpida hermanita.
—Valeria…, ¿sabes lo de la hermana mayor de Tara?
Aquella pregunta me desconcertó.
—Sssssí… Ella misma me lo contó. Que había muerto cuando ella era muy pequeña.
Víctor ladeó la cabeza.
—La hermana de Tara no murió. La mataron. Y no fue la única. —Alargó la mano y tocó la mía de una forma casi imperceptible—. Tengo que irme. Nos veremos mañana en el instituto.
Víctor Bicand se marchó dejándome con un palmo de narices y la cabeza como una olla a presión. ¿Era verdad lo que acababa de contarme? ¿O sólo pretendía seguir fomentando mi inquietud? Sentí una oleada de antipatía hacia mi nuevo compañero. «Estúpido presumido. Imbécil. Capullo. Ojalá no vuelva a dirigirme la palabra. Ojalá no venga mañana al instituto. Ojalá se estrelle en su maldita moto de nieve y tenga que pasarse seis meses en el hospital». Le odiaba. Odiaba a Víctor Bicand, odiaba su sonrisa, su seguridad en sí mismo, sus ojos azules, ese pelo rebelde que le caía sobre los ojos y se apartaba casi violentamente, odiaba todo lo que sabía de él y todo lo que no sabía y que imaginaba. Lo odiaba con cada fibra.
Con todo el corazón.
—¡Valeria! ¿Quieres sentarte a cenar? Son las nueve y media.
Las nueve y media… ¿Qué demonios le pasaba al tiempo en Bline? ¿Les daban caña a los relojes para que fuesen más rápido o algo así? Bajé las escaleras medio atontada, y todavía cabreadísima con Víctor.
—Estás pálida.
Ni contesté.
—Por cierto, una cosa te voy a decir: cuando venga alguien a verte y luego se vaya, haz el favor de acompañarlo a la puerta. Es lo que hacen las personas civilizadas con las visitas, y es lo que espero que haga mi hija.
Contesté con un gruñido que podía entenderse como un «vale, ya lo cojo».
—¿Y ese chico?
—Es un compañero de clase. Víctor Bicand.
—¿Qué hacía aquí?
Mi madre parece de la secreta.
—Me ha traído una carpeta con material. Vamos a trabajar juntos en la producción de una obra de teatro.
Acababa de acordarme otra vez de la puñetera obra. Tendría que ver a Víctor fuera del instituto. A lo mejor podía arreglarse. A lo mejor podía decirle al profe de teatro que prefería dedicarme a hacer cualquier otra cosa: fregar el escenario después de cada ensayo, o sacar brillo con la lengua a los espejos del cuarto de baño. Lo que fuera con tal de mantenerme alejada de ese… ese…
—Es muy considerado que haya venido hasta aquí a traerte algo. Después de todo, ni siquiera te conoce.
Gruñido ininteligible.
—Por cierto, es guapo a rabiar. Y está bien educado. Me ha dicho que vivía con su abuelo. Debe de ser el chico del que hablaba Mariona el otro día. ¿Cómo has dicho que se llamaba?
—Víctor. Oye, ¿qué has hecho de cena?
—Vaya, sí que tienes ganas de cambiar de conversación… ¿Qué te pasa con ese Víctor que ni siquiera quieres hablar de él?
—Nada. Simplemente, es un cretino, me cae fatal y preferiría tenerle a kilómetros de distancia.
—Pues en este pueblo te va a resultar difícil. Anda, acaba de poner la mesa. Y, por cierto, hay sopa de verduras y tortilla de queso, ya que estás tan preocupada por el menú.
Mamá y yo cenamos viendo una película estúpida que no me interesaba lo más mínimo, pero hice como que sí para complacerla a ella, que insistía en que era una historia buenísima. Yo no entiendo muy bien el medidor de calidad que tiene mi madre para los libros y el cine, pero lo que a ella le gusta a mí suele parecerme una verdadera basura. Aquel tostón se acabó cerca de las doce, y me fui pitando a la habitación, no fuera que empezase otra de esas mierdas que le gustan a mamá y tuviese que volver a fingirme entusiasmada.
Encendí el ordenador antes de acostarme, y me conecté a la red por si mi padre había decidido dignarse a contestar a mi correo.
Aquí estaba:
Querida, me alegro de que todo vaya bien. Cuídate mucho. Te llamo en unos días
«Te llamo en unos días».
Qué enrollado, mi padre.
Pero había otro mensaje.
De Víctor Bicand.
Esperé unos segundos antes de abrirlo, no sé si para saborear aquella incertidumbre, no sé si para obligarme a normalizar lo que sentía. ¿Por qué me latía el corazón tan fuerte? ¿Por qué no borraba de inmediato, sin leerlo siquiera, el mail de aquel idiota al que un par de horas antes había deseado una feliz y larga estancia en un hospital tras un buen revolcón en la nieve?
Respuesta: porque no podría soportar eliminar por las buenas lo que quiera que tuviese que decirme Víctor Bicand. Así que respiré hondo, cerré los ojos y abrí el correo. Lo había mandado treinta minutos antes, y sólo ponía:
¿Estás despierta?
Esta vez no perdí el tiempo. Comprobé que Víctor estaba conectado y entré en el messenger.
VALERIA: Hola.
El mensaje nuevo no tardó en llegar a mi portátil.
VÍCTOR: Siento lo de antes.
«Y yo».
VALERIA: ¿Qué es lo que sientes exactamente?
VÍCTOR: Haber soltado la bomba y luego marcharme sin dar más explicaciones. No estuvo bien. Te pido perdón.
Ahí sí que me tomé unos segundos para decidir. Lo más sensato, dadas las circunstancias, era escribir algo del tipo «Acepto tus disculpas. Hasta mañana». Pero en lugar de eso escribí otra cosa.
VALERIA: No importa. ¿Es verdad lo que me has contado de la hermana de Tara?
La respuesta llegó como un rayo.
VÍCTOR: Por supuesto. ¿Cómo iba a inventarme algo así?
Volví a meditar la respuesta.
VALERIA: ¿Puedes contarme lo que pasó?
VÍCTOR: Claro. De todas formas, alguien lo hará en un momento u otro. Pero no por mail. ¿Podemos vernos mañana después de las clases?
«Valeria…, te estás metiendo en un lío…, te estás metiendo en un buen lío».
La frase martilleaba en mi cabeza mientras el corazón volvía a latirme. Tenía la sensación de que en aquel momento estaba en mi mano abrir y cerrar puertas que iban a definir mi vida en los próximos meses.
VALERIA: De acuerdo.
Víctor contestó en seguida.
VÍCTOR: Iré a tu casa a la misma hora que hoy, y llevaré los dibujos de la ropa de la obra. Es necesario que los veas cuanto antes, ¿no te parece?
Sonreí para mí misma.
VALERIA: Vale.
Pensé que la conversación había terminado, pero un nuevo mensaje de Víctor apareció en mi pantalla.
VÍCTOR: Que tengas felices sueños, Valeria Oriol.
«Y tú también, Víctor Bicand».
Eso fue lo que pensé.
Pero no lo escribí.
Aquella noche, y por primera vez en muchos meses, me dormí sonriendo.
Cuando mi madre entró en mi habitación al día siguiente, ni siquiera había luz.
—Valeria…
—¿Qué hora es?
—Las siete menos cuarto… Escucha, Mariona acaba de llamarme. Hay una tormenta de nieve impresionante. Han suspendido las clases, así que puedes quedarte durmiendo. Yo tengo que ir a trabajar. La central va a mandar un vehículo pesado o algo así para recogernos a todos en casa. Dicen que se estabilizará a mediodía, pero hasta entonces es mejor no andar por la calle. Estamos a ocho grados bajo cero, y la ventisca es terrible. Tienes cosas de comer en la nevera, de modo que no hace falta que salgas. Yo volveré por la tarde, ¿de acuerdo?
—Vale.
Me dio un beso.
—Anda, duérmete.
Eso fue lo que hice. Me acurruqué entre las sábanas y cerré los ojos mientras escuchaba cómo el viento y la nieve golpeaban los cristales de mi habitación.
Me desperté a las diez y media cuando sonó mi móvil. Recuerdo que mi madre no quería comprármelo y fue mi padre el que insistió en que lo tuviera para poder estar localizada. No lo usaba mucho: las tarjetas prepago las tenía que comprar yo —supuesta política de buena educación de mis padres—, así que tenía el teléfono básicamente para recibir llamadas.
—¡¡Hola!!
—¿Tara? ¿Eres tú?
—¿Y quién iba a ser? ¿Megan Fox? ¿Qué estás haciendo?
—Estaba dormida… Bueno, ya no…
Tara parloteó durante un rato. Estaba aburridísima, dijo, porque una cosa es no tener que ir al insti y otra no poder salir de casa. Se sentía como un león enjaulado, pero claro, cuando hay ventisca es realmente peligroso andar por la calle. ¿Había visto el tanque que habían mandado los de la central para recoger a nuestras madres? Era espectacular, parecía sacado de una peli de X-Men, y bla, bla, bla… Mientras ella se extendía en explicaciones, yo casi no la escuchaba: acababa de darme cuenta de que, si el tiempo era tan condenadamente malo, Víctor no podría venir a verme como había prometido. Y sentí una cosa extraña, como si acabara de comerme una fruta amarga o algo así.
—Por suerte, han dicho que a partir de las dos de la tarde mejorará. Aunque, claro, aquí nunca se sabe. Pero mañana habrá clase seguro, que ya es mala pata, porque me toca laboratorio de química, y yo odio la química… Ay, es una lástima que no podamos salir de casa, me encantaría que pudieses venir hasta aquí, pero con esta tormenta es una locura incluso cruzar la calle… ¿Qué vas a hacer tú? Jo, estoy aburrida como una ostra…
Le dije que iba a aprovechar para echar un vistazo a los libros de texto que íbamos a usar. Había perdido más de un mes de clase a consecuencia del accidente, así que tendría que hacer un esfuerzo para ponerme al día.
—¿En serio? Oh, Valeria, no me digas que eres una de esas empollonas… En fin, tú sabrás. Yo voy a ver una peli en el DVD. Hablamos luego, ¿vale?
Estaba claro que Tara me había adoptado como su nueva gran amiga. Eso no tenía por qué ser malo, pensé. Me vendría bien una compañera. Una de verdad, después de lo de Silvia. Claro que a lo mejor las cosas con ella tampoco iban a ser tan sencillas, y sin quererlo pensé en Víctor.
«Valeria…, no seas idiota… ¿Qué pinta aquí Víctor?».
Tal como había dicho a Tara, cogí los libros de texto y los hojeé. En realidad, no creí que fuese a resultarme complicado el recuperar el tiempo perdido. Sacaba unas notas muy buenas en el colegio, y tampoco tenía que esforzarme demasiado para conseguirlo. Intenté prestar atención a lo que leía, pero estaba distraída. Eran muchas novedades juntas: la mudanza, la casa nueva, el Instituto, Tara, Víctor.
«Víctor».
«Víctor».
No, no, no, no sólo era eso. También me preocupaba mi habilidad para… para hacer cosas raras. Para apretar la mano de un desconocido y verle sacudiendo a su mujer. Para abrazar a una persona, y contemplar cómo lloraba por su hija muerta… asesinada, según Víctor Bicand.
«Víctor».
Él tampoco iba a poder salir de casa por culpa de la maldita tormenta, y yo iba a quedarme sin saber esa historia que había prometido contarme. Era normal estar inquieta, ¿no? Cualquiera, en mi lugar, hubiese sentido curiosidad. Sí, era eso. Curiosidad. Ganas de saber qué le había ocurrido a la hermana de Tara. ¿Qué hay de malo en ello? Por eso me fastidiaba tanto que Víctor no pudiese venir a verme. Y además estaban los bocetos de teatro. Había prometido traérmelos.
«Víctor».
La nieve ametrallaba los cristales y el viento soplaba con fuerza. Habían dicho que la tormenta podría remitir a mediodía, pero eran ya las doce y aquello no tenía trazas de mejorar. Encendí el ordenador, para comprobar si Víctor estaba conectado, pero no era así. ¿Y si le enviaba yo un mensaje a él? Después de todo, Víctor me había mandado un mail el día anterior. Busqué su último correo y le di a responder.
¿Vas a poder venir a mi casa?
No, eso era estúpido, parecía la pregunta de una cría a su amiguita del cole.
Vaya tiempo tenéis aquí, ¿eh? Supongo que con esta tormenta te será imposible llegar hasta mi casa, así que ya nos veremos otro día.
Si Víctor leía eso iba a pensar que no quería que viniese… Entonces, ¿qué se suponía que debía escribir? Ojalá tuviese un poco más de imaginación. Eliminé el correo, y pensé que quizá lo mejor sería enviarle un sms al móvil que me había dejado anotado. No me quedaba mucho saldo en la tarjeta, pero habría suficiente para un mensajito.
A q hora vnes? Vleria.
Lo mandé sin pensar. En unos segundos se iluminó la pantalla, y el corazón me dio un vuelco pensando que era una respuesta de Víctor.
Fallo en el sistema de envío de mensajes. Compruebe detalles.
Genial.
Y entonces pensé que tal vez era mejor así. Quizá los problemas para hacer llegar a Víctor un sms eran una… una especie de señal. Sí, eso es. Una señal de que no debía relacionarme con él más allá del instituto y la maldita obra de teatro. Eso era lo que haría. Limitaría mi contacto con Víctor Bicand al mínimo imprescindible, por el bien de todos. Estaba claro que era un chico complicado. Y un chico complicado era lo último que necesitaba en mi nueva vida. En el fondo, había tenido suerte con la tormenta.
Mucha, muchísima suerte.
Y en eso estaba pensando cuando sonó el timbre de la puerta.
Era Víctor.
—Pero ¿qué haces aquí? Quiero decir… —Tenía el pelo cubierto de escarcha y el anorak empapado—. ¿Cómo demonios has llegado?
—En la moto de nieve. —Tiritaba al hablar—. ¿Te importa que pase? Hace algo de fresco aquí fuera.
Entró y se quitó el plumífero. Fui a buscarle una toalla para que se secara el pelo. Tenía los labios azulados y la piel roja. Hubiera querido pasarle la mano por la cara para calentarle un poco el rostro congestionado, pero no me atreví.
—¿Quieres cacao… o un poco de leche caliente? Te quitará el frío.
—¿Tienes café?
Entramos en la cocina y le preparé un expresso doble. Se lo bebió tan rápido que pensé que se habría abrasado la lengua.
—¿Cómo has llegado hasta aquí? La ventisca…
—No es para tanto. A pesar de la mala pinta que tiene, hace media hora que la tormenta ha empezado a calmarse. Además, supongo que me gustan las emociones fuertes. Cosa de familia, supongo.
—¿De familia?
—Mis padres eran policías. Los dos. Murieron en un incendio hace seis años. Entonces fui a vivir con mi abuelo.
Un niño triste haciendo una maleta. Un niño que acaba de quedarse huérfano y que tiene que dejar su casa y su vida. Un niño que recoge sus cosas y se va.
—¿Y cómo vinisteis a parar aquí?
—Mi abuelo compró la casa cuando se jubiló. Pero eso es parte de la historia que quiero contarte. ¿Tienes un rato?
—¿Tú qué crees?
Le señalé la ventana, tras la cual seguía aullando el viento mientras los copos de nieve giraban en remolinos. Víctor se sentó en una silla de la cocina, me miró fijamente y empezó a hablar.
—Sucedió hace quince años, cuando tú y yo éramos dos bebés. Entonces Bline no se llamaba Bline, sino Nebrero. En aquel tiempo el pueblo era mucho más pequeño, casi una aldea. Había menos casas, y sólo un puñado de tiendas. No existía el hotel, ni tampoco las cafeterías. Cuando abrieron la central hidroeléctrica, nadie se lo podía creer. Debió de ser una gran oportunidad para el pueblo: dio trabajo a mucha gente, sobre todo a licenciados y a ingenieros que tenían que buscarse la vida en la ciudad. Los primeros contratados por la empresa fueron personas del pueblo que acababan de salir de la universidad. Y a los dos meses inauguraron la estación de esquí. Fue como la guinda de la tarta. Empezaron a abrir tiendas de ropa de montaña, y alguien espabilado puso el hotelito. No es que se quedase mucha gente, porque los esquiadores preferían hacer noche en la propia estación, más cerca de las pistas. Pero llegaron algunos turistas, y la gente de los alrededores se dio cuenta de que Nebrero podía ser un buen sitio para pasar el fin de semana. Todo el mundo estaba feliz: de pronto, los años de aislamiento se habían terminado. Los chicos del pueblo tenían un futuro brillante, y había oportunidades para hacer dinero. Supongo que debió de ser una época estupenda para todo el mundo, hasta que sucedió aquello.
»Todo empezó justo con la primera nevada, a finales de noviembre. La hermana de Tara desapareció. Se llamaba Julia, creo, y tenía seis años. Tara era pequeñísima, no creo que se acuerde de nada. Al principio pensaron que la niña se había perdido. Que podía estar extraviada en los bosques. El pueblo entero la buscó durante días. Se formaron patrullas de vecinos, trajeron perros policía de Barcelona… Hasta vino una unidad de rastreadores de montaña. Fueron ellos los que encontraron su cuerpo. La habían asesinado. Estrangulándola con su propia bufanda, según la autopsia. Quien lo hizo se llevó también el arma del crimen.
»La noticia debió de caer como una bomba, porque hasta que apareció el cadáver todo el mundo daba por hecho que la niña se había perdido. No es que esperasen encontrarla con vida, pues las noches eran ya muy frías, y además por aquí suele haber lobos…, pero pensar en que alguien se había llevado a Julia para hacerle daño era lo más espantoso que podían concebir… O al menos eso pensaba la gente. Porque dos días después del entierro de Julia desapareció otro niño. Y luego otro. A los dos los encontraron muertos, estrangulados. Uno con su bufanda, como a Julia. El otro, con su propio jersey. Esta vez, el agresor había dejado las prendas alrededor de sus cuellos.
»Entonces sí que todo el mundo se volvió loco. Había un asesino de niños rondando por aquí, y podía ser cualquiera. El pueblo fue invadido por la policía, que tomó declaración a todo bicho viviente. La atmósfera era terrible. Todos desconfiaban los unos de los otros. Trajeron incluso a un psiquiatra forense para que hiciese un perfil del criminal, mientras se investigaban los antecedentes de todos los que vivían por la zona. Haciéndolo, encontraron algo muy interesante: uno de los monitores de la estación de esquí había sido procesado por abuso sexual a menores, y la policía registró su habitación en la residencia donde vivía. Ni siquiera les hizo falta una orden del juez: el propio dueño de las instalaciones les abrió la puerta. ¿Adivinas qué encontraron allí? La bufanda de Julia. Lo que había utilizado para estrangularla.
»La policía estaba acordonando la zona justo cuando aquel tipo regresaba de dar sus clases de esquí. Se encontró casi de narices con los agentes que iban a detenerle. Y entonces hizo algo muy estúpido: cogió un coche y huyó. Un Land Rover de la policía fue tras él, y el imbécil se puso nervioso. Aceleró como un condenado, y perdió el control del coche, que se cayó por un barranco. Tardaron casi siete horas en recuperar el cadáver de aquel hijo de puta.
»Todo el mundo coincidió en que, después de todo, aquél era el mejor final para la historia. Que la suerte había querido que el asesino quedase para siempre fuera de combate, cosa que no hubiese ocurrido si no llega a despeñarse cuando escapaba de la policía: unos años en la cárcel no le parecían a nadie suficientes para pagar por tres crímenes. Por lo menos, el cabrón estaba muerto y bien muerto. Y, aunque ninguno lo dijo abiertamente, a todos les tranquilizaba el saber que, por lo menos, el monstruo que había matado a los niños no era nadie del pueblo.
»La gente de Nebrero sabía que era necesario pasar página cuanto antes sobre todo aquello. Había que seguir viviendo. Pero, eso sí, aprendiendo de los errores del pasado. Los padres inculcaron a los niños la necesidad de no salir solos, de estar siempre juntos para protegerse de cualquier extraño. Se fomentó el trato entre vecinos creando asociaciones y clubes donde pudieran reunirse los mayores y los pequeños. Luego se le cambió el nombre al pueblo, porque todo el país asociaba a Nebrero con unos asesinatos espantosos y eso podía perjudicar su desarrollo. ¿A quién puede apetecerle pasar un fin de semana romántico en el mismo lugar donde un sádico ha matado a tres críos? No sé de dónde salió lo de Bline, pero de alguna forma funcionó: Nebrero se convirtió en un lugar fantasma que sólo existía en los malos recuerdos. Bline no tenía más historia que la que sus vecinos empezaran a escribir a partir de entonces.
»En cuanto a las familias de los niños muertos, sólo la de Tara permaneció aquí. Los padres de aquellos chiquillos trabajaban en la central, que les ofreció un traslado a otra empresa del mismo grupo en una ciudad distinta. Así que se marcharon a lugares donde no tuviesen que recordar constantemente que habían sufrido una desgracia espantosa. Pero los padres de Julia prefirieron quedarse: Cosmo acababa de abrir la tienda de ropa de esquí, y todos sus ahorros estaban invertidos en el negocio, así que no podían mudarse. De forma que hicieron de tripas corazón y tiraron para adelante. Después de todo, tenían otra hija a la que cuidar.
Había escuchado a Víctor con el corazón en un puño y sin atreverme ni a respirar. Lo que me había contado era, desde luego, terrible… Pero no servía para justificar sus recelos sobre la gente de Bline, sino más bien todo lo contrario. Era lógico que, después de vivir algo tan horroroso, el pueblo entero hubiese decidido hacer lo posible por permanecer unido, para ayudarse los unos a los otros a superar lo que habían pasado.
—Si esto fuese una película —continuó Víctor—, posiblemente la historia acabaría aquí, con todo el mundo intentando mirar hacia el futuro y olvidar la tragedia, satisfechos de que al menos se hubiese hecho justicia. Pero esto no es el cine, Valeria.
Un escalofrío me recorrió la espalda.
—¿Hay… hay algo más?
—Sí. ¿Recuerdas que he mencionado que la policía se trajo a un psiquiatra forense para que elaborase un perfil del asesino? Pues ese psiquiatra siempre dijo que había motivos para considerar la posibilidad de que hubiese habido dos agresores.
—Pero… ¿por qué?
—Había unas cuantas pruebas confusas. Nada definitivo, desde luego, pero sí lo suficiente como para al menos dar que pensar. Por ejemplo, las únicas huellas que se encontraron fueron las del monitor de esquí, un tal Tono Mandel. Estaban en la bufanda de Julia. No había huellas en la bufanda ni en el jersey de los otros dos niños. La policía lo justificó diciendo que el criminal múltiple suele perfeccionarse en sus sucesivas agresiones. Pero había más cosas. El cadáver de Julia había aparecido bastante cerca de la estación de esquí. Mandel debió de llevarla hasta allí. Pero los cuerpos de los otros dos chiquillos se encontraron en el bosque. Además, Julia había peleado con quien se la llevó: tenía excoriaciones en las muñecas. Los otros niños no. Tal vez porque se fiaban de quien acabó matándolos y no tuvo que atraerlos por la fuerza.
—Pero ¿por qué no se siguió investigando?
—Había mucha presión. El país entero estaba conmocionado. Las autoridades necesitaban cerrar el caso cuanto antes. Y al morir Mandel, respiraron. Por eso no quisieron escuchar al psiquiatra. Le dijeron que estaba obsesionado con el asunto, que quería protagonismo, yo qué sé cuántas cosas más. Incluso le amenazaron con sancionarle si seguía insistiendo en ampliar la investigación. El hombre tuvo que rendirse, pero nunca olvidó la historia.
—¿Y tú cómo sabes…?
—Porque ese psiquiatra era mi abuelo. Se pasó el resto de su vida profesional dando vueltas al caso, recopilando información, haciendo copias privadas de todos los documentos relacionados, revisando declaraciones… Tuvo un montón de problemas por eso. Hasta mi padre, que era inspector de policía en Barcelona, se enfrentó al abuelo para que dejase estar el asunto. Eso fue unos meses antes del incendio en que murieron mi madre y él.
—¿Qué ocurrió?
—Una estupidez. Mi padre fumaba en la cama y se durmió con el pitillo encendido. La colilla prendió en las sábanas y se asfixiaron los dos. Yo tuve suerte, estaba pasando la noche en casa de un compañero de colegio. De no ser así, probablemente hubiera muerto también. Entonces me recogió el abuelo. Recuerdo perfectamente el día que volví al piso para llevarme las pocas cosas que se habían salvado del incendio. Mi abuelo no quería que lo hiciera, pero me empeñé. Quería ver mi casa por última vez. Él vino conmigo. Me compró una maleta pequeña para que pudiera meterlo todo.
«Un niño triste haciendo una maleta».
—Lo siento. Debió de ser duro.
—Pues sí. Pero lo llevé bastante bien. El abuelo es un buen tipo. La única vez que discutimos fue cuando decidió que nos trasladaríamos a Bline para que él pudiese seguir investigando sobre el terreno los crímenes de Nebrero. Yo no quería venir. Tuve que dejar a mis amigos y a la chica que me gustaba para venirme a un pueblo donde no conocía a nadie.
Así que había una chica… Me pregunté si Tara estaría al corriente de ese dato. Víctor seguía hablando:
—No fue muy agradable. Luego me adapté, claro. A la fuerza ahorcan. Pero no estoy contento aquí. A veces me gustaría que mi abuelo encontrase de una vez al culpable de los crímenes, pero no tanto para hacer justicia como para poder volver a la ciudad.
—¿Sabe la gente que tu abuelo está investigando?
—Claro que no. Creen que es un viejo chalado que ha querido pasar su jubilación en un encantador pueblecito de las montañas. Le recibieron con los brazos abiertos: era el pobre pensionista que se instala con su nietecito huérfano en una casa en las afueras del pueblo. No veas el recibimiento que nos hicieron. El primer día vinieron a casa media docena de personas con tartas y pasteles, como en las películas. Otros llegaban sólo para damos la bienvenida e invitamos a comer o a cenar. El director del insti vino a traerme él mismo todos los papeles de la matrícula. Un médico se ofreció a estar disponible las veinticuatro horas del día por si el abuelo se ponía malo… Yo alucinaba, de verdad. Era como si hubiésemos aterrizado en otra galaxia. Al principio reconozco que me pasó lo que a ti: me gustó que hubiese tanta gente preocupada por nosotros. Pero luego me empecé a agobiar. Estaban demasiado encima, ¿entiendes? Se metían en todo. Por suerte, el abuelo les puso las cosas muy claritas: «No, gracias, no queremos ir a cenar a su casa»; «No, gracias, doctor, no creo que necesite sus servicios, tengo una salud de hierro»; «No, gracias, señor Ence, preferimos comer solos»; «No, gracias, padre, hace veinte años que no voy a la iglesia; cuando lo necesito me entiendo directamente con Dios, y, por cierto, no es que tengamos muy buena sintonía»; «No, gracias, no voy a ir al picnic junto al río porque no me gustan los picnics ni los ríos, quizá vaya mi nieto si a él le apetece». Por eso se ganó la fama de raro. Ahora ya pasan de él y ni le avisan para sus chorradas.
—¿Y a ti?
—Conmigo es distinto. Voy al instituto y he hecho buenos amigos entre los otros chicos. Me caen todos bien, son buena gente… Pero de vez en cuando me desmarco, y ya ves lo que pasa: que el dire me llama a su despacho para saber por qué no he ido a esquiar.
—¿Hace mucho que llegasteis?
—Dos años.
—Y tu abuelo ¿ha avanzado algo? Investigando, quiero decir…
Víctor se puso serio y luego hizo una mueca que me pareció de disgusto.
—¿Avanzar? Claro que no. Es imposible hacer averiguaciones acerca de algo que pasó hace quince años.
Aunque no lo dije en voz alta, inmediatamente pensé…
«Entonces, ¿a qué han venido a Bline?». Víctor pareció leerme el pensamiento.
—Sí, Valeria, yo también creo que mi abuelo está un poco chiflado. Mi padre siempre le dijo que su obsesión era absurda, y que no tenía ninguna posibilidad de aportar nada al caso. Aunque tenga razón, aunque esté en lo cierto y el asesino tuviese un cómplice que sigue suelto, no queda una sola prueba. Pero el abuelo no quiere rendirse. Se pasa el día encerrado en casa, con sus carpetas llenas de recortes de periódico, sus cuadernos de anotaciones, sus mapas de la zona… Cuando sucedieron los crímenes, la policía entrevistó a todos y cada uno de los adultos que vivían en el pueblo. Se hizo con una copia escrita de esas declaraciones, y las ha revisado una docena de veces. Yo diría que se las sabe de memoria. Cada vez que las mira, se desespera: al parecer, todo el mundo tenía una coartada. Y, a pesar de eso, insiste en que el criminal sigue en el pueblo. Por eso nos vinimos aquí. Porque dice que, estando cerca de él, habrá más oportunidades de cazarle. Pero llevamos dos años viviendo en Bline, y sus investigaciones no han avanzado ni un milímetro. Claro que no me sorprende. ¿De verdad crees que va a encontrar respuestas en un montón de… de papelotes?
—Y… ¿y no ha intentado hablar con la gente del pueblo? No sé, a veces cuando pasa el tiempo uno recuerda mejor las cosas que en el momento en que ocurrieron.
—Mira, preguntar cosas sobre los crímenes a los vecinos de Bline es una completa pérdida de tiempo. A veces da la sensación de que han borrado de su cabeza todo lo ocurrido, que han decidido seguir viviendo como si lo que ocurrió no fuese real…
Me quedé callada.
—Bueno, supongo que hay personas para las que eso es completamente imposible.
—¿Qué quieres decir?
—Estoy hablando de los padres de los niños. Digas lo que digas, ellos no pueden seguir viviendo como si no hubiera pasado nada. Te apuesto cualquier cosa a que piensan en los crímenes a todas horas y todos los días. Igual que tu abuelo.
En ese momento sonó el timbre de la entrada. Víctor frunció el ceño, como si le hubiese disgustado la interrupción. No me acompañó al vestíbulo para abrir la puerta.
—Holaaaaa… Como ha parado de nevar, he venido a comer contigo… Ya no soportaba más el aburrimiento. He traído unos filetes empanados que me dejó mi madre. ¿Os habéis comprado una moto de nieve?
Tara hablaba sin respirar. Parecía de un humor excelente. Víctor apareció antes de que pudiese avisar a mi amiga de su presencia en la casa.
—La moto es mía. Nadie en todo el pueblo tiene una moto como la del abuelo. ¿Qué haces aquí?
Me pareció que había algo áspero en su pregunta, pero en un segundo Víctor dedicó a Tara una sonrisa luminosa que parecía el sinónimo de una bienvenida.
Una preciosa sonrisa.
La sonrisa más bonita que había visto nunca.
Tara, que había palidecido al verle, también sonrió.
—Soy la primera persona que Valeria conoció en Bline, así que me toca a mí hacer las preguntas… ¿Qué haces tú aquí, Víctor Bicand?
—He venido a traerle una copia del material de la obra.
—Qué buen compañero. Desafiando una tormenta de nieve para traer un montón de dibujitos.
—La tormenta ha amainado. Y además, ya sabes que me encanta ir en contra del viento. ¿Qué hay de ti?
—He venido a comer con Valeria. Mi madre me ha dejado todo esto.
A modo de prueba, Tara le entregó el táper que traía en la mano.
—¿Habrá suficiente para tres? —preguntó Víctor, con otra sonrisa.
—Conociendo a mi madre, supongo que sí.
—Entonces, y aunque ninguna de las dos es tan atenta como para hacerlo, me doy por invitado.
Tara protestó entre risitas diciendo que ni siquiera le había dado tiempo a hacer la oferta, y Víctor fingió hacerse el ofendido por su falta de consideración —«No me creo nada»— mientras Tara redoblaba su risa infantil y echaba hacia atrás su espléndida melena, por si Víctor no se había dado cuenta de que tenía un pelo precioso. Era raro verles ahí a los dos, entregados a algo que podía calificarse de coqueteo puro y duro. De pronto sentí que estaba de sobra en aquella habitación. De haber tenido una buena excusa, creo que me habría largado de la casa para dejarles solos con sus tonterías.
Pero ¿adónde demonios iba a ir?
—Anda, Valeria, demuestra a esta borde que estás mejor educada que ella y di que me puedo quedar a comer.
Me encogí de hombros.
—Vale. Puedes quedarte a comer.
Sus bobadas me habían puesto de un humor espantoso.
Sin mirarles, empecé a colocar sobre la mesa manteles individuales, platos y cubiertos.
—Deja que te ayude —se ofreció Víctor.
—No, no te molestes. Tú ocúpate de Tara.
No había acabado de pronunciar la frase, pero ya me estaba arrepintiendo de mi arranque de aspereza. Por suerte, Tara acababa de salir de la cocina. Fijé la mirada en las servilletas y los vasos para no encontrarme con los ojos de Víctor, pero fue él quien se me acercó y en algo que parecía un susurro me dijo: «Esto no estaba previsto».
Me estremecí, y, sin mirarle, seguí colocando las cosas. Pude escuchar cómo Víctor abría el grifo de la cocina para lavarse las manos.
Tal y como su hija había dicho, la madre de Tara había preparado filetes para un regimiento. Víctor parecía de un humor excelente, y yo fui capaz de dominar el mío y reír las bromas de Tara, que charlaba por los codos. ¿Sabíamos que el director tenía un lío con la profesora de música? ¿Que alguien le había asegurado a su madre que en verano abrirían una heladería gigante al lado del centro comercial? ¿Íbamos a ir a la excursión de esquí?
—Yo, de momento, no puedo esquiar. Por la pierna. Tengo que tener cuidado hasta dentro de unos meses, cuando comprueben que el hueso ha soldado bien. No sé si te has dado cuenta, pero cojeo un poco.
—¿Y tú, Víctor?
—Depende de cómo esté mi abuelo —dijo, y su pie rozó levemente mi pierna por debajo de la mesa—. ¿Puedo usar el baño?
Víctor salió de la cocina y Tara me miró con algo que podría calificarse de incredulidad.
—¿Qué está haciendo aquí?
—Ni idea. Traerme todos esos papeles del teatro, o yo qué sé qué. Ni siquiera avisó.
La expresión de Tara me dijo que iba por el buen camino.
—Me quedé flipada cuando abrí la puerta y lo vi ahí delante, medio congelado —añadí—. Será todo lo guapo que tú quieras, pero es raro como un piojo bizco.
—Yo sí que he flipado al encontrarlo aquí —se rió—. Pero Víctor es así, siempre está haciendo cosas extrañas. Creo que le ha gustado verme.
—Bueno, por lo menos se tiró un buen rato tonteando contigo. Que por cierto, casi me dio mal rollo estar en mi propia casa.
Ni siquiera sabía si estaba mintiendo a Tara al decirle lo que quería escuchar. ¿Se alegraba Víctor de verla? ¿Le había molestado su interrupción tanto como a mí? Tara, que no sabía lo que estaba pensando, volvió a dejar oír su risa musical, y me dio un inesperado abrazo.
—Valeria, ¡qué bien me caes!
Y en ese instante pude ver en mi cabeza a Tara lloriqueando, mientras Víctor la agarraba firmemente por las muñecas para apartarla de sí.
—Bueno, gracias a las dos por la comida, pero tengo que marcharme
—¿Tan pronto?
—Son las cinco de la tarde, y me gustaría llegar antes de que se hiciera de noche.
—¿Me acercas a casa? —dijo Tara, sacudiendo la melena.
Víctor meneó la cabeza para decir que no, y lo hizo con cierta contundencia en el gesto, como para no dar lugar a negociaciones.
—No tengo casco para ti. Además, ¿para qué quieres que te lleve? Estás a cien metros. Nos vemos mañana en el insti, no creo que vuelvan a cerrarlo por culpa del tiempo. Valeria, me gustaría que le echases un vistazo a lo de la obra.
—Sí, lo haré. Hasta… hasta mañana.
Cuando se cerró la puerta, Tara se volvió hacia mí con los ojos brillantes.
—¿Te has fijado cómo se hace el duro? Me encanta…
Tara se quedó toda la tarde conmigo, aunque hubiese hecho cualquier cosa a cambio de que se largara.
—¿Te pasa algo? Parece que estás en las nubes.
—No…, es que me duele un poco la cabeza. Desde el accidente me pasa algunas veces.
Mi madre entró justo en aquel momento.
—¡Hola, chicas! Tara, qué bien que hayas venido, así Valeria no se ha pasado el día sola. Tu madre debe de estar llegando a casa, el coche de la central nos ha llevado a todos uno por uno.
—Pues entonces me voy… Te recojo mañana, Valeria.
—Estupendo. Hasta mañana, entonces.
Noté una sensación de alivio cuando cerró la puerta.
—¿Qué tal el día?
—Bien… Tara y Víctor vinieron a comer conmigo.
—¿El chico de ayer?
—Ajá.
Mi madre recolocó un par de cosas en la cocina. La conozco lo suficientemente bien como para saber que quería decirme algo y estaba buscando las palabras.
—Valeria…, ¿te gusta Víctor?
Como era de esperar, me puse colorada hasta la raíz del pelo.
—¿Por qué dices eso?
—No me has contestado, Valeria. ¿Te gusta o no te gusta?
—Mamá, por favor, no empieces con el rollo de que quieres que seamos amigas y que te cuente mis historias. No me va, y a ti tampoco.
Dejó de mover las tazas del desayuno, se paró en seco y me miró a los ojos.
—Valeria, no tengo ningún interés en ser tu amiga. Soy tu madre. A las amigas te las eliges tú, pero yo te toqué en el sorteo y tienes que aguantar el premio. No sé qué dirán tus amigas, pero lo que yo digo es que no me parece buena idea que empieces a tontear con un compañero al que acabas de conocer. En tus circunstancias…
Ahora fui yo quien se quedó de piedra.
—¿En mis circunstancias? ¿Cuáles son mis circunstancias? ¿De qué cosas horribles estamos hablando para que no te parezca buena idea que me guste un chico de mi edad?
—Valeria, yo…
—¡Ni Valeria ni nada! ¡A veces creo que me tratas como a una loca de manicomio!
—¡Intentaste matarte, por el amor de Dios!
Otra vez. Otra vez con el dichoso tema del suicidio. ¿Es que no iba a olvidar nunca la historia del accidente? ¿No podía confiar en mí y creer lo que le había asegurado mil veces, que nunca quise matarme? Miré a mi madre y la odié. Odié mi vida, mis circunstancias, como ella decía, el cochino pueblo al que me había arrastrado, a la charlatana de Tara que me volvía loca con sus tonterías, incluso a Víctor. Noté que se me saltaban las lágrimas, a mí, que odio llorar. Le di la espalda a mi madre con toda la fiereza que pude, me puse las botas de nieve y cogí la cazadora.
—¿Adónde vas?
Ni contesté. Pegué un portazo que hizo que temblase la casa entera y me largué de allí.
Fuera, el frío era atroz, pero al menos no nevaba y el viento se había calmado. Me sentó bien sentir el aire helado en la cara. La verdad es que la cazadora que había comprado mi madre era una verdadera maravilla.
Mi madre.
Mi madre, que pensaba que su hija estaba loca de remate.
Que había dejado su casa, su trabajo y su vida para que yo arreglase la mía lejos de lo que ella pensaba que era la fuente de mis problemas. Lejos de aquello por lo que ella creía que había querido matarme.
Sentí pena por ella, y en un segundo me arrepentí de mi salida de pata de banco.
Lo malo de marcharse dando portazos es que uno no puede volver de inmediato a menos que desee hacer el ridículo. Yo no sabía adónde ir. Apenas había gente por la calle, y no estaba el ambiente como para andar de paseo. De pronto pensé que debía de parecer un fantasma, sola en mitad de la noche, con mi bonita cazadora blanca y el pelo rubio suelto a la espalda.
—¿Valeria?
No podía creerlo. Víctor estaba frente a mí.
—¿Qué haces aquí?
—No, perdona, ¿qué haces tú? Hace casi dos horas que dijiste que tenías que irte a casa.
—Y así fue. Pero al coche de mi abuelo se le ha roto la correa del ventilador, y he venido al garaje a comprar otra. —Blandió una bolsa blanca a modo de prueba—. ¿Y tú? ¿Cuál es tu excusa para andar por la calle? Estamos a diez bajo cero. Después de la ventisca siempre baja el termómetro.
Respiré hondo antes de mandarlo a la mierda. ¿Por qué tenía que darle explicaciones? ¿Y éste era el mismo Víctor Bicand que se quejaba de que en Bline todo el mundo se metiera en tu vida?
—He discutido con mi madre.
Me miró fijamente.
—Dichosa tú, que puedes hacerlo. Yo llevo años sin pelearme con la mía porque está muerta. Ven conmigo, no es momento de andar de excursión.
Víctor aparcó la moto, me cogió delicadamente por el codo y me metió en una pequeña pastelería con cuatro mesitas en la parte de atrás.
—Merteuil hace los mejores pasteles del mundo… Y ahora no me digas que estás a dieta o me cabrearé de verdad.
—No…
—Perfecto. Entonces, voy a pedir dos raciones de tarta de manzana con nata. No te muevas de aquí.
«Pero ¿de dónde sale este tío? ¿De verdad cree que puede arrastrarme a una pastelería y luego decidir qué es lo que tengo que comer? Me encanta la tarta de manzana, pero no que elijan por mí».
—Yo prefiero un pastel de chocolate o… o algo de crema.
Víctor se encogió de hombros.
—Allá tú.
«Pues eso».
Volvió a la mesa en unos segundos, seguido por un señor gordito que llevaba una bandeja con los dos pasteles: un strudel de manzana cubierto de nata para Víctor y una tarta de bizcocho y trufa para mí. Pensé que, en efecto, era mucho más apetecible la ración de Víctor.
—Aquí tienes. Cuidado con el strudel, aún está caliente. —El hombre suspiró y se secó el sudor con un pañuelo blanco—. ¿Sabes lo de mi perro?
—Mi abuelo me lo contó. Lo siento mucho.
El pastelero se volvió entonces hacia mí. Era evidente que quería contar su historia, y que necesitaba público ignorante.
—Se me escapó la semana pasada, y el domingo lo encontraron muerto en la carretera, con la cabeza destrozada.
¿Por qué noté un escalofrío? No es tan raro que muera un animal. Sucede constantemente.
—Lo siento, Merteuil —insistió Víctor—. También es mala suerte, después de lo que le pasó al perro de Sertosa.
—Eso es distinto. —La cara de Merteuil, carnosa y blanca, estaba brillante por el sudor—. Al san bernardo de Sertosa lo atropelló un dominguero…, uno de esos imbéciles que no saben conducir por la nieve y se llevan por delante cualquier cosa que se les cruce en el camino. Pero a mi Truck se lo han cargado.
—No diga eso…
—Se lo han cargado —repitió—. Las heridas que tenía en la cabeza no las puede producir un atropello. ¿Has visto alguna vez un perro atropellado? —Se volvió de nuevo hacia mí—. Suelen tener un impacto en el lomo… Los pillan cuando cruzan la carretera… Pero a Truck lo encontraron con el cráneo abierto. La policía insiste en que fue un coche, pero yo creo que alguien tuvo que golpearlo a propósito. ¿Quién puede hacerle eso a un cachorro?
Me pareció que lagrimeaba un poco. Ni Víctor ni yo sabíamos qué decir. Se volvió a pasar el pañuelo por la frente.
—Siento haber hablado de esto con vosotros. No es culpa vuestra. Disfrutad de la tarta. Llamadme si os apetece algo más.
Y desapareció detrás del mostrador.
—Pobre Merteuil. Quería a ese perro más que a cualquier cosa.
—¿Es verdad lo que dice…, que alguien lo mató?
—Me extraña. Merteuil está obsesionado con lo del golpe en la cabeza, pero cualquier coche puede provocar una herida así. Y además, ¿quién va a tener interés en matar a un perro?
Inmediatamente pensé que tampoco nadie tiene interés en matar a un crío, y en Bline habían muerto tres, pero no dije nada. Víctor atacó su tarta, y al ver la compota de manzana mezclarse con el hojaldre y la montaña de nata me arrepentí una vez más de no haber dejado que eligiese por mí.
—Bueno, ¿qué? ¿Por qué has discutido con tu madre? Parece una persona bastante normal.
—«Es» bastante normal… Sólo que a veces… A veces me saca de quicio. Está empeñada en que quise suicidarme.
—¿Tú? ¿Por qué piensa eso?
—Porque estrellé adrede contra un muro el coche de una amiga suya.
Víctor se limpió con la servilleta un resto de nata batida.
—Hombre…, contado así, parece que tiene un poco de razón… La gente no va por ahí empotrando coches contra las paredes…
—Pero yo no quería matarme. Sólo joder viva a la tía Lou.
—¿Y por qué?
—Pues porque descubrí que se está tirando a mi padre. Por eso nos dejó él. Porque se lió con la mejor amiga de mamá. Los descubrí una mañana morreándose en una cafetería, dos o tres días después de que mi padre se largara de casa sin damos una explicación. Así que me cabreé, me fui a casa de la tía Lou, cogí su coche del garaje y lo incrusté en el muro de los vecinos. Pensé que ella se quedaría sin coche y que a mí no me pasaría nada. Pero algo falló, claro. Los airbags no saltaron. La muy imbécil siempre estaba presumiendo de que su coche tenía tres airbags por asiento, pero luego hay un accidente y no funcionan. Por eso acabé en el hospital. Si todo hubiese salido como yo había previsto, ahora Lou estaría sin coche y yo no llevaría una placa de titanio y media docena de clavos en la pierna izquierda.
Víctor me miró muy serio.
—Vaya… Pues espero que nunca te enfades conmigo, Valeria Oriol…
Se metió en la boca otro trozo de tarta de manzana.
—Por supuesto, no le contaste a tu madre lo que pasó en realidad…
—¿Estás loco? ¿De qué serviría que supiese que mi padre es aún más cerdo de lo que ella se piensa?
—Pues, para empezar, para que dejara de preguntarse por qué su preciosa hijita ha querido irse al otro barrio, y de considerarte un elemento peligroso. No seas idiota, Valeria. Habla con ella. Cuéntale la verdad… Estoy seguro de que prefiere enterarse de que su amiga es una zorra y su ex marido, un cabronazo, que seguir pensando que su hija ha intentado suicidarse. Por cierto…, ¿quieres probar el strudel? Todavía me queda un poco.
Miré la minúscula porción de tarta, aún coronada por un copo de nata blanca y cremosa, y luego miré a Víctor.
—Me parece que no.
«No te va a ser tan fácil, Víctor Bicand. He aprendido muchas cosas en estos meses».
Tragué saliva cuando, mirándome con una sonrisa maliciosa, mi nuevo amigo untó en nata el trocito de dulce y se lo llevó a la boca.
Era tarde cuando salimos de la pastelería. Víctor quiso llevarme a casa en la moto, pero me negué.
—No tienes casco para mí, ¿recuerdas?
Le dejé frente a la tienda de Merteuil y caminé despacio, obligada por la nieve que cubría las calles. Estaba helando. Si no pasaban las quitanieves esa misma noche, al día siguiente habría problemas. Al llegar a casa abrí con mis propias llaves. Mi madre estaba sentada en el salón, pálida y muy seria. Me pareció que había estado llorando.
—Te dejaste el móvil.
—Ya. No me di cuenta.
—Valeria…
—Mamá… Siéntate un momento. Hay algo que tengo que contarte, ¿vale? Sé que te va a hacer muchísimo daño pero Víctor dice… Bueno, da igual lo que diga Víctor. Es mejor aclarar algunas cosas.
Entonces se lo conté todo. Cómo había descubierto a papá dándose el lote con la tía Lou en una cafetería del centro, cómo aquello me había disgustado lo indecible, cómo pensé en dar a Lou una lección, cómo fui a su casa y aproveché que siempre tiene el coche guardado con las llaves puestas.
—A quién se le ocurre, ¿verdad? Lo raro es que no se lo hayan robado antes. Así que cogí su cochino audi, me fui a casa de Silvia, le machaqué la vespa y choqué adrede contra el muro de sus padres. El plan hubiera sido perfecto de no haber fallado los malditos airbags… El resto ya lo sabes.
Mi madre me miraba con los ojos como platos.
—Oye, lo siento muchísimo. Ya sé que lo hice fatal, pero…
—Así que era verdad… Nunca quisiste matarte.
—¿Otra vez? Que no, mamá. Sólo quería darle una lección a la tía Lou. Estaba tan orgullosa de su coche que pensé que la mejor manera de joderla, con perdón, era dejándolo para el arrastre durante una buena temporada. Si en vez del coche le hubiese gustado el jardín de su casa, me hubiese llevado a una docena de cabras para que pastasen por allí y se lo dejaran lleno de cagarrutas.
Mamá seguía sin reaccionar.
—Escucha, lamento de verdad que te hayas enterado así de lo de papá y Lou… Hubiera preferido no decírtelo nunca, pero…
—Valeria…, ¿no entiendes que, en comparación con lo que creí que te había ocurrido a ti, ni Lou ni tu padre me importan lo más mínimo? Pensaba que no querías vivir, hija… Para una madre, sólo hay algo casi tan horrible como perder a un hijo, y es saber que quiere estar muerto…
Sentí una oleada extraña, una rara mezcla de vergüenza, de arrepentimiento, de ternura. Hubiera querido decirle muchas cosas a mi madre. Que la quería mucho. Que sabía que ella también me quería a mí. Que lamentaba haberle hecho tanto daño durante aquellos últimos meses. Pero no le dije nada. A veces no es fácil hablar. O, al menos, no cuando se tienen dieciséis años. Así que me acerqué a mamá y la abracé.
—Me alegro tanto de saber la verdad, Valeria… Todo irá mucho mejor a partir de ahora… Te prometo que todo irá mucho mejor para las dos.