El perro —un dorado cachorro de labrador de poco más de seis meses— andaba, renqueante, por el margen nevado de la carretera. Acababa de romperse una de las patas traseras con un cepo de caza, y el dolor sordo —algo amortiguado por el frío— daba un aire penoso a su débil carrera. Al parar el coche, el perro aminoró la marcha. Pudo ser el dolor, o una confianza mal entendida, lo que le llevó a detenerse cuando vio bajar al conductor. La pata debía de molestarle mucho, pues a la fractura había que sumar una laceración sangrante que teñía la nieve de un tímido velo rosado. A lo mejor por eso el perro no se movió: porque ya no podía. Ni siquiera cuando el hombre blandió ante él una barra de seguridad y le destrozó el cráneo con tres golpes certeros. No se escuchaba otro ruido que el del viento. El animal quedó tendido en la nieve, con la boca quebrada en una queja muda y los ojos oscuros clavados en el cielo, como queriendo entender.