La pérdida de Cataluña sentenciaba sin apelación posible a los restos del Ejército «rojo», es decir, a las unidades bloqueadas en Madrid, Levante y Sur de España. Dichas unidades, así como la población política y civil de aquellas zonas que deseaba escapar de los «nacionales», no tendrían otra posibilidad de huida que el mar, a semejanza de lo que les ocurrió a los combatientes del Norte, dado que la escasa aviación disponible era utilizada para el constante trasiego de los enlaces del Gobierno. Circulaban toda suerte de conjeturas relativas a una posible rendición, pero todas ellas se mostraron infundadas. El Gobierno de la República, reunido en Consejo de Ministros en Toulouse, acordó «resistir», y al efecto el presidente Negrín, en unión de los sempiternos coronel Modesto, el Campesino, y ¡Líster!, se trasladaron por vía aérea a Valencia, dispuestos a organizar desde allí la defensa de aquel territorio, con la ayuda del general Miaja, de la Pasionaria y de Jesús Hernández, Comisario de la zona Centro-Sur.
A nadie escapaba que tal aventura era insensata. Prácticamente, la totalidad de los jefes extranjeros que habían intervenido en la zona «roja» se negaron a secundar de un modo activo el acuerdo español. Todos ellos se encontraban ya en Francia esperando nuevas órdenes. En Toulouse se habían instalado provisionalmente Mauricio Thorez, André Marty y Togliatti. En París, se reunían a diario Clemente Gotwald, checo; el húngaro Pal Maleter, el yugoslavo Tito y James Ford, jefe de los obreros negros de Norteamérica. En Marsella, se encontraban Gallacher, del Partido Comunista inglés; el italiano Luigi Longo, los búlgaros Karanov y Menov, y Paul Herz, dirigente del Partido Socialista alemán; etcétera. Viajando de un lado para otro, Ilia Ehrenburg, el agudo intelectual ruso, con el que Fanny y Bolen, los periodistas internacionales, habían hecho cordial amistad. Los ministros españoles que permanecieron en Francia tuvieron una grata sorpresa: Negrín, con la ayuda de varios destacados políticos franceses, había alquilado para ellos, en calidad de Residencia y eventualmente en calidad de Sede del Gobierno de la República en el exilio, un elegante hotel en Deauville, del que dichos ministros tomaron posesión, en compañía de sus mujeres.
Aquellas jornadas servían para rumiar errores y para viviseccionar las profundas circunstancias que influyeron en el desenlace de la contienda. En un café de Biarritz, mientras los «nacionales» ocupaban sin resistencia la isla de Menorca, la única isla balear que a lo largo de la guerra perteneció a los «rojos», Raymond Bolen le decía a Ilia Ehrenburg que acaso el Partido Comunista español hubiera perdido la batalla porque sus dirigentes se empeñaron en obedecer ciegamente las órdenes de «la Casa», las órdenes de Moscú, «siendo así que Mescal era una cabeza fría y despótica y el hombre español, en cambio, un ser apasionado». Ilia Ehrenburg sonrió. No se tomó la molestia de argumentar. No parecía muy disgustado por el resultado de aquella lucha, que denominó «gota de agua en el mar». El poeta ruso era irónico y escurridizo. Para él, los partidos comunistas europeos estaban celebrando una suerte de campeonato de natación en piscina al aire libre. Todos llegarían a la meta; unos llegarían haciendo el crowll, otros empleando el estilo mariposa, otros con la tradicional braza de pecho o nadando de espaldas. «Los españoles se retrasarán un poco porque les gusta entretenerse con saltos de trampolín».
Ilia Ehrenburg no amaba a España; tampoco la amaban Bolen y Fanny, pero a éstos los atraía. Ehrenburg soltó varias sentencias que sin duda hubieran interesado a David y Olga: «En la vida de todo hombre hay días perdidos; España ha perdido siglos». «España no es un pueblo alegre; es un pueblo triste, como el ruso y, sobre todo, hastiado». «Los españoles desprecian el factor tiempo; sólo son puntuales en las corridas de toros y en la compra de los billetes de la lotería». «Todo lo convierten en trascendental; hasta escuchar las palabras del papagayo Axelrod, hombre de visión incompleta». «La gran sorpresa de los comunistas españoles será, ahora, Rusia. Ignoran que en Rusia estamos todavía en la estepa de despejar la carretera. Ignoran que aquello es duro; se forjan demasiadas ilusiones».
Fanny y Bolen guardaban de España gratos recuerdos. Fanny no podía olvidar a Julio García y le hubiera gustado coincidir con él; pero recibió una postal del policía diciéndole que, de momento, debería permanecer un par de semanas lo menos en Perpignan, atendiendo a «los amigos». Bolen había hecho grandes progresos en el idioma, lo que le había permitido leer opiniones asombrosas y contradictorias de los propios autores españoles sobre España. Mientras Unamuno afirmaba que el español tenía más individualidad que personalidad —individualidad introspectiva, como los crustáceos, que le impedía estar en contacto con el ambiente y desarrollarse—, Manuel Azaña, que acaso hubiera debido continuar escribiendo en vez de dedicarse a la política, atribuía a los españoles un tal poder centrífugo que marcaban indeleblemente cuanto tocaban, y de no haberse lanzado a conquistar el Nuevo Mundo, «ya inventado», se habrían ido «a conquistar el Indostán». Mientras Ortega y Gasset escribía: «Mírese por donde plazca al español de hoy, de ayer o de anteayer, y siempre sorprenderá la anómala ausencia de una minoría dirigente» —frase que, sin duda, como tantas otras suyas, la Falange se había estampado en el gorro azul—, Baroja había escrito: «Algunos hombres extraordinarios, y luego la plebe. Éste es nuestro haber». Mientras Ganivet, coincidiendo con Ilia Ehrenburg, había llegado a la conclusión de que Velázquez «era tan ignorante como Goya», Tirso de Molina había escrito: «Al sabio o valiente que no es español parece que le falta calidad…». Raymond Bolen, a no ser porque Fanny le repetía sin cesar que tales contradicciones se daban en todos los pueblos, hubiera podido repetir hasta el infinito los ejemplos y, por descontado, había tomado buena nota de la frase de Keyserling, a quien Bolen veneraba por su creencia en lo mágico: «España es el país de más hondas reservas éticas del mundo», e, igualmente, de la exclamación de Nietzsche, ya postrado en el lecho de muerte: «España, España es un pueblo que ha querido demasiado…».
Algo había conturbado a los dos periodistas: «Cuando el pueblo español se decide a obedecer, se vuelve adulón, muelle, insoportable». Ehrenburg sabía algo de esto. El Partido Comunista español le había hecho entrega, con el ruego de llevarlo a Rusia, de un terno completo procedente de la iglesia del Noviciado, con destino al Museo de la Historia de las Religiones de Moscú ¡y de una obra de Goya y otra de Murillo, así como de una edición príncipe del Quijote, con destino a Stalin! Ehrenburg había comentado: «Demasiado para tan tosco paladar».
Amigo de Ehrenburg era otro «voluntario de la libertad», poeta húngaro, llamado Smirna, el cual andaba preparando desde Francia el envío de comunistas españoles exilados dondequiera que el Komintern lo estimase conveniente. Fanny no podía con Smirna, porque en el arte de no andarse con rodeos el poeta húngaro no tenía rival. Fanny, que sentía viva compasión por el gran número de combatientes internacionales caídos en España, consideraba necesario que el pueblo español fuera informado de ello, con cifras y nombres. Smirna cortó en seco tal expansión.
—¿Qué necesidad tienen los pueblos de conocer la verdad?
Fanny se escandalizó; en cambio, Bolen apoyó la tesis. Bolen opinaba que uno de los errores de los «rojos» consistió en dar demasiadas explicaciones. El sistema de los Partidos provocaba una especie de duelo informativo, con lo que se mataba no sólo el secreto sino el misterio. Todo quedaba continuamente al descubierto, y era desmenuzado por el último Blasco que tenía fusil e incluso por el último Perrete. Smirna le dijo a Fanny que una de las muchas cosas que el Kremlin había copiado de la organización interna del Vaticano era el secreto, el silencio jerárquico. «Los cardenales son informados sólo a medias; los obispos, sólo un cuarto, etcétera. El secreto es básico en el Catolicismo: ejemplo, el confesonario».
Entretanto, otros jefes internacionales se dedicaban, en París, a aconsejarse mutuamente, mientras de Valencia llegaban noticias de que todas las tentativas de resistencia de Negrín habían empezado a fracasar. José Broz —Tito—, a punto de regresar a Yugoslavia, le aconsejaba a James Ford, jefe de los obreros negros americanos, que no olvidase ni por un momento a las poblaciones negras de África, que, en su opinión, eran el germen de uno de los abscesos más violentos y destructores que se estaban formando en el aparato digestivo del Capitalismo. Por su parte, James Ford le aconsejaba al húngaro Pal Maleter que profundizara sin descanso en sus iniciados estudios sobre el aumento de la población china —«atraer China a nuestra órbita sería decisivo»— y le repetía hasta la saciedad a un comisario político italiano, llamado Vittori: «Tú eres el indicado para organizar el movimiento de resistencia en la isla de Córcega». En cambio, el checo Gotwald, obsesionado por las constantes reivindicaciones exigidas por Hitler en el mosaico centroeuropeo, daba por supuesto que el III Reich atacaría Occidente antes de fin de año, por lo que estimaba indispensable reforzar al máximo el Partido en Francia y Bélgica, para lo cual «acaso pudieran ser utilizados en mayor escala aún los fondos económicos del Partido Comunista español».
Al mismo tiempo, en Marsella, los jefes comunistas búlgaros especulaban sobre los Balcanes, y el alemán Paul Herz, que detestaba a los griegos, estudiaba la posibilidad de instalarse en Atenas para penetrar certeramente en aquel extremo del Mediterráneo.
En Toulouse, Gerona tenía ya su representación… Cosme Vila había conseguido saludar incluso a Thorez y Togliatti; sin embargo, su jefe inmediato y absoluto continuaba siendo Axelrod, quien desde su llegada a Francia vestía más que nunca al modo occidental, si bien había cambiada visiblemente su lenguaje, objetivizándose de un modo que sorprendió a Cosme Vila. El viaje de éste por mar había transcurrido sin percance y apenas desembarcado en Banyuls-sur-Mer se trasladó a Toulouse cumpliendo instrucciones.
—Desenfocas el problema, camarada Cosme. Nuestra lucha es mundial y tiene muy relativa importancia perder una escaramuza en un rincón del mapa como es España. El tablero es inmenso y en él, España es un peón. Claro, España es «tu» peón y por eso te duele. Pero tienes que acostumbrarte a la idea internacional, si no, serás un pésimo comunista.
Cosme Vila se esforzaba en comprender. Muchas veces pensó que su error había sido casarse. De estar soltero, todo aquello le sería más fácil y lo mismo le daría luchar por el Partido en Gerona que en Australia. Pero tenía mujer e hijo y en el fondo se confesaba que estas dos vidas le eran necesarias.
—No te preocupes por tu mujer y tu hijo —le había dicho Axelrod—. Los tres contáis desde este momento con un hogar en Moscú. Naturalmente, no a todos los combatientes del Partido podemos prometerles lo mismo, pues hay algunos cuyos servicios nos serán necesarios en otros lugares. Por ejemplo, a Gorki lo destinaremos aquí, en Toulouse, sitio ideal para instalar nuestra célula «pirenaica». Al malogrado catedrático Morales lo hubiéramos enviado a Cuba… Pero a ti puedo darte esta buena noticia: en pago de tus servicios, irás a Moscú.
La mujer de Cosme Vila se enteraría de ello con terror. No le gustaba ni pizca la idea de irse a Moscú. Para su primitiva mentalidad, Moscú era una ciudad con cúpulas tristes, un río helado y nieve hasta los primeros pisos. La mujer de Cosme Vila, que de soltera se reía mucho, «como un cascabel», era muy friolera y le hubiera gustado que Cosme Vila siguiera en el Banco Arús e irse todos los domingos a pasear a la Dehesa y a ver funciones de títeres. Por otra parte, su instinto le decía que a Stalin no debían de gustarle los derrotados… Según Unamuno, tenía, pues, mentalidad de crustáceo, no de vertebrado. Cosme Vila había superado esto, pero ¡le desagradó que Axelrod, en tono deprimente, llamara a España «peón»! No podía olvidar que en los momentos cruciales de la guerra le había dicho que «España era pieza clave, por su situación geográfica y por su fanatismo religioso». Axelrod advirtió claramente la vacilación del dirigente gerundense y endureció su semblante, por lo común fatuo y sonrosado. «Si tienes alguna queja, podrás formularla en Moscú».
—De acuerdo.
Todo quedó en su punto. Los suegros se instalarían en Francia, en Toulouse, al cuidado de Gorki. No sería difícil encontrar para ellos una solución. El temor del suegro era que le ofrecieran una plaza de guardabarreras. «Con el idioma francés me armaría un lío», decía. Pero no iba a ser necesario. Cosme Vila se había escapado sin un céntimo, pero Axelrod, contra recibo, le hizo entrega de una respetable cantidad de francos «a cuenta de los fondos del Partido Comunista español», regalándole además un par de gramáticas para el estudio del ruso. Cosme Vila las hojeó y, ¡cómo no!, llegó a la conclusión de que con paciencia aprendería algo; en cambio, su mujer, con sólo ver aquellos garabatos que parecían alas de mosca, se echó a llorar. Por su parte, el niño prefería comerse el papel.
Gorki, que al pasar por el Collell había cumplido como los buenos la operación «limpieza de última hora», sintió celos.
—¿Por qué no podré ir yo a Moscú contigo? —Al parecer, Goriev, lugarteniente de Axelrod, se lo tenía prometido.
—Lo lamento, perfumista —le contestó Cosme Vila—. ¿Qué puedo hacer yo? Para que veas lo que son las cosas: mi suegro prefiere quedarse en Toulouse contigo que conmigo.
En Perpignan se habían reunido otros gerundenses… ¡La Logia Ovidio! Pero faltaban el comandante Campos, caído en Teruel; el doctor Rosselló, que se empeñó en quedarse en Gerona «suponiendo ingenuamente que sus hijos lo salvarían», y faltaba el coronel Muñoz, del que no se tenía la menor noticia. El H… Julián Cervera —¡ya lo llamaban ex comisario!— suponía que el coronel Muñoz se habría quedado encerrado en la zona del Centro, donde, según las últimas noticias, la Quinta Columna se estaba levantando en masa, especialmente en Cartagena.
Las reuniones de la Logia Ovidio en Perpignan, reuniones sin protocolo ni liturgia, tenían lugar en el café Bon soir, Monsieur, establecimiento algo apartado, pues en los céntricos era inevitable tropezarse con curiosos y, por supuesto, con los hermanos Costa y con el notario Noguer. A ellas asistía, en calidad de invitado de honor, don Carlos Ayestarán, ex jefe de Sanidad, mientras doña Amparo Campo andaba de tiendas y se familiarizaba con los productos alimenticios franceses, de los que decía que a no dudar hubieran hecho las delicias del doctor Relken.
El más desmoralizado era, como siempre, Antonio Casal. Antonio Casal ya no admiraba ni siquiera a Indalecio Prieto, de quien le contaron que propuso «reconquistar por sorpresa Vizcaya y Guipúzcoa» y cuya fabulosa fortuna ingresada a su nombre estaba dando mucho que hablar, afirmándose que estaba ofreciendo a Méjico, por su cuenta y riesgo, aviones y «otras pequeñeces». Todos sintieron lástima por el ex jefe de la UGT, especialmente Julio García, quien por aquellos días se mostraba muy sentimental y dispuesto a ayudar al prójimo.
—¡Bueno, bueno! —le decía el policía a Antonio Casal—. ¿Tanto te gustaba Gerona? Hay que enfrentarse con las situaciones. Antonio Casal procuraba reaccionar.
—Sí, claro… —decía.
Julio, que por lo pronto le había demostrado a Antonio Casal que la ayuda de la Logia Ovidio era un hecho real, entregándole una suma en francos que le permitiría afrontar sin preocupaciones el primer trimestre de su destierro, el día en que supo que David y Olga se encontraban en el vecino pueblo de Colliure, ¡en el mismo fonducho que el poeta Antonio Machado!, intentó aclarar las ideas de su amigo socialista.
—Me gustaría convencerte de algo —le dijo, poniéndole la mano en un hombro—. Ninguno de nosotros es responsable de lo ocurrido. Entiéndeme. Lo que cualquiera de nosotros individualmente hiciera —y que lo confirme don Carlos Ayestarán— no contaba. La cosa se decidía en las alturas, es decir, entre Rusia y las democracias por un lado, y Hitler y Mussolini por el lado contrario. Y la jugada ha sido clara: ni unos ni otros han puesto la carne en el asador… Con la ventaja fascista de que sus potencias amigas estaban más cerca. Por otra parte, ¿qué han hecho, en las alturas, los jefes de nuestro bando? Dedicarse a la oratoria. ¡Qué bellos discursos hemos oído! No se me olvidarán. Amigo Casal, don Carlos es testigo de lo que voy a decirte… Me di cuenta en seguida de que un día nos encontraríamos todos «en tierra extraña», como dicen los falangistas. Y al efecto procuré cubrirme, primero porque el champaña francés —garçon, une bouteille!— me gusta a rabiar y luego porque en la vida tengo una obligación muy concreta: procurar que a mi esposa, Amparo, de soltera señorita Amparo, no le falte nada.
Los arquitectos Ribas y Massana sonrieron. Los dos inseparables compañeros habían tenido también una travesía feliz, en barca, en unión de sus esposas y de los miembros de la Logia Ovidio presentes en aquella reunión. Julio García los divertía. Era un cínico; pero, como muy certeramente apuntó en cierta ocasión el director del Banco Arús, «casi tenía derecho a serlo». Y por otra parte; era cierto que el policía —¿ex policía?— sentía afecto por Casal. La argumentación de Julio era rebatible en parte, pero ¿qué más daba? Tiempo habría para hacer examen de conciencia. Lo peor que les ocurría a los arquitectos era que no estaban seguros de aclimatarse fuera de Gerona. «Aquellas piedras tienen alma», repetían siempre. Se habían llevado a Francia su colección de campanillas, las cuales, fuera de Gerona, habían empezado a parecerles ridículas.
El ex comisario de la provincia, H… Julián Cervera, era un pobre hombre. En Perpignan se vio con claridad. Cuando las circunstancias lo obligaban a visitar a las autoridades francesas del Rosellón —¡eran tantos los problemas creados por el alud de fugitivos españoles!—, rogaba a alguien que lo acompañase. Ni siquiera hablaba francés; sólo decía merci beaucoup y, desde luego, pardon. Su mejor amigo era el ex director del Banco Arús, cuya pipa, lo mismo que cuando en el Banco entraba, antes de la guerra, un cliente importante, se había apagado. El que fue jefe profesional de Cosme Vila era pesimista y solitario. Aseguraba que Ignacio Alvear lo sustituiría en su puesto. «En estos momentos estará ya sentado en mi despacho de Director, concediendo créditos a todos los que han luchado con Franco».
Una de las obsesiones de aquellos hombres reunidos en el apartado café Bon soir, Monsieur, eran los hermanos Costa. El notario Noguer les quedaba ya más lejos…, pues, según las últimas noticias, aquel mismo día había cruzado, en compañía de su mujer, la frontera, en dirección a Gerona. ¡Pero los Costa! Diputados de Izquierda Republicana, demagogos y a la postre espías «fascistas», se encontraban en Perpignan, esperando sin duda ser avalados y reclamados por «La Voz de Alerta». Eran rumbosos, lo mismo que en Gerona y, aparte sus relaciones financieras, habían alternado mucho con varios de los jugadores del Club de Fútbol Barcelona que, aprovechando su gira por Méjico, en 1937, se habían quedado en el extranjero. Volvían a fumar puros habanos. Julio García contó de los Costa verdaderas diabluras. Su competencia en el terreno industrial los había convertido en agentes eficaces de Franco, especialmente en su trato con fabricantes de armas y capitanes de barco. «A gusto los hubiera contratado para presidir mi Delegación, en la que apenas si uno solo sabía lo que era un tornillo o una hélice». Los Costa, que en Perpignan habían alquilado dos pisos casi ofensivos, eran menos optimistas en lo tocante a su propio porvenir. No confiaban en que «La Voz de Alerta» pudiera hacer nada por ellos, y menos aún Laura, si ésta había salvado el pellejo. Tampoco el notario Noguer. «Nuestros servicios al SIFNE no borrarán las actas de diputados ni las estúpidas fotografías en que se nos ve con el puño en alto». Se consideraban las víctimas más propiciatorias, más injustas. «Los clásicos bobos que quedan mal con todos y que reciben palos de unos y de otros». Eludían encontrarse con Julio García, le temían; en cambio, a gusto hubieran cambiado impresiones con el ex director del Banco Arús y no desesperaban de conseguirlo. Les sobraban recursos para vivir sin apuros en Francia, o en Inglaterra, pero les ocurría lo que a los arquitectos: no se aclimataban fuera de Gerona. Echaban de menos, de un modo enfermizo, el Estadio de Vista Alegre, la Dehesa, la Piscina y la Costa Brava.
Don Carlos Ayestarán, ave de altos vuelos, proyectaba irse a Colombia, en compañía de un exilado vasco, y montar allí una poderosa industria farmacéutica.
Ninguno de los componentes de la Logia Ovidio era insensible a la situación de la masa anónima de fugitivos que, al parecer, estaba siendo instalada por las autoridades francesas —¿cabía otra solución?— en las extensas playas cercanas a la frontera, especialmente en la de Argelés y Saint Cyprien, sin otra comida que el hambre, sin más bebida que el mar, con sólo la naturaleza por desinfectante. Pero ¿qué hacer? ¿Qué hacer de momento? Quinientos mil seres humanos… El Gobierno español, en la reunión que celebró en Toulouse, trató de la creación de determinados organismos dedicados a proteger a esos fugitivos, a facilitarles un subsidio mensual, trabajo, emigración a los países de su agrado; pero por lo pronto, no cabía sino contemplarlos desde este lado de las alambradas altas, de espino, con que la Policía francesa había rodeado las playas elegidas como campos de concentración.
—Tal vez por ahí puedas tú encontrar la solución —le sugirió Julio García a Antonio Casal—. Dirigiendo uno de esos organismos. Aparte de que el tipo de labor, humanitaria, es de las que a ti te gustan, resolverías tu vida.
Cerca de Perpignan, arrastraban también su desencanto David y Olga. Olga enfermó durante la caminata de Gerona a la frontera y los maestros quisieron huir de aglomeraciones. Perpignan era un tumulto. Se instalaron en el pueblo de Colliure, parecido a los de la Costa Brava catalana, donde era posible meditar, soñar, contar los guiños del faro y curarse. Tan posible era allí soñar que, en la misma fonda que ellos, humildemente albergado, mucho más enfermo que Olga, estaba el poeta Antonio Machado, acompañado por su madre. Los maestros sentían veneración por la obra de aquel hombre, por su obra anterior a la guerra, pues durante ésta Antonio Machado, en opinión de David y Olga, cedió a la tentación del «panfleto», lo mismo que Rafael Alberti. No les resultaba fácil hablar con él, pues el poeta llevaba en el rostro y en la respiración el sello de la muerte inminente. No obstante, en una tarde de aquel febrero de conmociones geológicas, consiguieron escuchar de sus labios algunas palabras amistosas y, sobre todo, le oyeron recitar, en su habitación del primer piso, encalada como un nicho ampurdanés, aquélla su plegaria inolvidable:
Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería.
Oye otra vez, Dios mío, mi corazón clamar.
Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía.
Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar.
David y Olga lloraron en silencio, mientras la madre del poeta disimulaba en un rincón el frío que la atenazaba y al otro lado de la ventana, mecidos por el viento, susurraban su avidez los cipreses, y un poco más allá el Mediterráneo, aprisionado por la pequeña bahía del puerto, se tornaba manso y coquetón, contrariamente a las olas abiertas, casi atlánticas, con que más al sur obsequiaba adrede a los anónimos concentrados en la playa de Argelés y otras playas contiguas.
David y Olga se repitieron una vez más la incisiva pregunta de Ignacio: «¿Qué esperáis encontrar al otro lado de esta orgía?». La respuesta empezaba a perfilarse. Encontraban a los ministros de la República instalados en Deauville, sin hablar «desde hacía mucho tiempo» de la República; a Ilia Ehrenburg llevando Goyas y Murillos a Stalin; a los moderados de todo el mundo hablando de comprensión; a Paul Herz, socialista alemán, estudiando la posibilidad de instalarte en Grecia; a Cosme Vila camino de Moscú; a Antonio Casal aceptando dinero de la Logia Ovidio; al Responsable, desconcertado por no tener un Kremlin al que acudir; a quinientos mil españoles tiritando, y al poeta Antonio Machado muriendo sin boato, sin alardes, en una pensión de Colliure. ¡Ni siquiera sería declarado mártir como García Lorca! ¡Ni siquiera habría muerto en España! Poeta en soledad, rogándole a Dios que escuchara el clamor de su corazón.
Olas abiertas, olas atlánticas, contra la muchedumbre arrastrada por la derrota… Era la ley. David y Olga, dotados de sólida formación intelectual, encontrarían sin duda acomodo. Incluso era probable que lo encontraran el Responsable, con su energía, y José Alvear, con la multiplicidad de su dones; pero ¿y aquella anciana del camión, que sostenía en el halda el rollo de papel higiénico? ¿Y la niña que andaba sobre latas vacías? ¿Y los débiles y los cobardes?
Hubiérase dicho que un archivo invisible, mucho más eficiente que los funcionarios de la Prefectura de Perpignan, iban clasificando ya a las personas, desde la Pasionaria, que odiaba a Prieto y que era la niña de los ojos del Komintern, hasta el «pueblo» que había obedecido a ciegas, casi con glotonería, las consignas.
Una semana de vida en las playas francesas, a la intemperie o en improvisados y frágiles barracones, bastó para que algunas flechas individuales se colocasen en una dirección determinada. Así los hombres que aceptaron alistarse para trabajar en las vías de ferrocarril francesas —gran parte de aquéllos que escondieron tesoros en el Pirineo y que debido a ello no querían alejarse demasiado—, o los que se declararon capacitados para desempeñar una labor en los viñedos del Rosellón, maravillosos viñedos, cuidados, armónicos, oliendo a sulfato y casi a Euclides.
Pudiera decirse que esos hombres abrieron brecha. Esos hombres, y los rumores que circulaban —«¡los ingleses piden obreros portuarios!; ¡los holandeses piden buzos!»— y los visitantes de las playas, antiguos conocidos, como Gorki, los cuales, a veces, sin traspasar las alambradas, se acercaban a ellos para infundirles ánimo, fe en el futuro y para llevarles algo que comer y algún periódico.
De entre el cúmulo de embrionarias posibilidades que se ofrecían, dos de ellas tomaron cuerpo casi en seguida, con derecho de prioridad: la posibilidad de inscribirse para emigrar a América y la posibilidad de inscribirse para trabajar en Alemania. La emigración a América tendría un carácter más bien político: Alemania significaría simplemente trabajar. ¡Dilema del hombre concentracionario! En América, otra vez presiones políticas; en Alemania, un capataz… Además, Alemania precisó su oferta, nueva clasificación: sólo aceptaría a los obreros especializados. Es decir, a Antonio Casal, impresor; a los taponeros del Ampurdán; ¡a Crespo, chófer-mecánico! Pero ¿y el Cojo? ¿Y Santi? ¿Y aquella anciana del rollo del papel higiénico? ¡Alemania! Allí estaba Hitler, allí regresarían los pilotos de la Legión Cóndor, los mercenarios que en España «mataron mujeres y niños». Las mujeres de los milicianos, amoratadas por el frío, junto al mar, desesperadas porque algunas mujeres franceses les echaban desde fuera pieles de plátano, conminaban a sus hombres: «Pero tenemos que comer ¿no es así? ¿Y los críos?».
La inscripción para América presentaba también sus dificultades. Aparecieron unas listas de «preferidos»; en su mayor parte, eran comunistas. Los barcos escaseaban, se imponía una selección… Otra teoría de Axelrod tomaba cuerpo: «La veteranía de los combatientes españoles, así como su idioma, nos serán de gran utilidad en América Central y en Sudamérica». ¿Y los anarquistas, los innumerables anarquistas que, al igual que el Responsable, aspiraban también a establecerse en Méjico, en Venezuela, en Argentina y allí trabajar y seguir luchando por unos ideales? No era cosa de desesperar. Goriev, que desde Toulouse manejaba estos hilos, se hacía eco de tan justas aspiraciones y al efecto había mandado imprimir unos cuestionarios que sería preciso rellenar. Cada exilado debería especificar en él su historial revolucionario: Partido y Sindicato, antigüedad, aspiraciones, oficio, etcétera. ¡Oh, sí, los impresos, como anteriormente las generosas octavillas de Franco, cayeron sobre las playas de los refugiados! Y produjeron en estos una formidable conmoción. Cierto, corrió la voz de que las posibilidades de admisión para emigrar a América estarían en relación directa con la eficacia «activa», revolucionaria, demostrada durante la guerra.
—¿Qué se entiende por eficacia?
—Primero, el mando militar o político que se haya ejercido, con ascensos y medallas. Luego, el «quebranto» ocasionado al enemigo en la retaguardia.
¡Bueno, la cosa no ofrecía obstáculos para el Responsable, jefe de la FAI, ni para José Alvear, capitán por méritos propios! Pero ¿y las hijas del Responsable? ¿Y Blasco? ¿Y…?
—¿Vale, por ejemplo, lo del «obispo»? —preguntó Merche.
El Cojo botó:
—¡Claro que si! Yo no pienso poner lo de la primera noche…
Ésta fue la gran bola de nieve, de nieve roja, que se formó. Los milicianos interpretaron que lo del «quebranto» al enemigo se refería a eso, a los fusilamientos, a los «paseos». Los propios comunistas decían: «Natural, ¿qué mejor que eso? A ver…».
Los había verídicos. Había «paseos» verídicos, cifras puestas en los cuestionarios, que respondían a la realidad. «Cuatro monjas en Lérida, con fecha tal». «Tres cedistas en Málaga». «El alcalde, el cura y el propietario del hotel de los veraneantes…». Pero ¿y los millares de inocentes que no dispararon jamás. Que no llevaron a nadie a una cuneta, a un cementerio? Había que inventar la biografía, so pena de perder el barco…
La hermana de Merche objetó:
—Yo no hice más que clavar banderitas.
El Responsable no se inmutó.
—Anda, pon lo de los Estrada y lo del Subdirector del Banco Arús… Ponlo como si fuera tuyo. Yo te garantizaré.
Miliciano hubo que exageró de tal suerte que sus compañeros se mofaron de él.
—¡Si no tocaste un pelo a un sacristán! Que te crees tú que se tragarán esa novela.
Poco después llegaron noticias del sector Centro —al parecer, los militares encargados de la defensa de Madrid se habían sublevado contra Negrín y estaban dispuestos a pactar con Franco por separado— y al mismo tiempo se abrió para los concentracionarios otra posibilidad. Dicha posibilidad les llegó de la propia Francia, de la Francia nórdica. Los propietarios agrícolas del Norte husmearon que en aquellas playas encontrarían mano de obra barata y bajaron por ella. La escena solía ser escueta. A la demanda de uno de los propietarios, un gendarme francés señalaba una zona tras las alambradas y gritaba: «¡A formar! ¡Sólo hombres!». Hombres nacidos en Jaén, en La Coruña, en Zaragoza, en Lérida, se alineaban con restos de marcialidad. Soñaron con derrotar al fascismo y con salvar el mundo y ahora se encontraban en venta frente a propietarios rurales de una nación demócrata.
José Alvear asistió a una sola de dichas exhibiciones; luego, escapó. Escapó porque, al ver que el propietario de turno pasaba revista a los alineados palpándoles los bíceps y mirándoles la dentadura, pegó un salto de caballo y tumbó al francés de un puñetazo, al modo como en Gerona, según mosén Alberto, moscas salidas del sepulcro de San Narciso tumbaron con sus picaduras a los franceses, en la I Guerra de la Independencia.
José Alvear consiguió escapar y decidió llegarse a Montecarlo, porque le dijeron que en esta ciudad, sobre todo por delante del Casino, flotaban a todas horas viudas y solteronas, ricas y aburridas, en busca de muchachos bien dotados por la naturaleza; pero ello no impediría que otros muchos propietarios agrícolas palparan en Argelés otros muchos bíceps españoles e inspeccionaran otras muchas dentaduras, algunas de las cuales pertenecían, ¡inevitablemente!, a profanos del arado y la labranza, a maestros de escuela menos fogueados que David y Olga, a corredores de Bolsa, a heridos de guerra que procuraban disimular su cojera o el orifico que tenían en el pecho.
Y el caso es que los comunistas eran los menos compadecidos por sus compañeros de exilio, pues lo mismo los anarquistas que los socialistas, que los separatistas catalanes y vascos y que los mismos republicanos, creían que aquéllos encontrarían cuando quisieran la gran oportunidad: el hogar en Moscú. Claro, no conocían la tesis de Axelrod… Ni siquiera habían oído aún a Cosme Vila, quien pronto iba a ser encargado de la desagradable misión de comunicar a sus camaradas, a los militantes del Partido, que «La Casa» había señalado una cifra tope, máxima, de españoles desterrados que Rusia podría admitir: cuatro mil, ni uno más… El desconcierto fue absoluto. ¿Cómo creer aquello? ¿No era la esteparia Rusia un inmenso país, sus brazos no estaban abiertos a los cuatro puntos cardinales? Goriev hizo una visita fugaz a las alambradas y a su partida corrió la voz de que, jefes aparte, sólo se concedería la entrada en Rusia a aquellos militantes del Partido que estuvieran dispuestos a trabajar en Siberia. Tal rumor afectó de modo singular al camarada Eroles, el que fue director de la checa de la calle de Vallmajor, el que a última hora convirtió al doctor Relken en víctima de su propia obra, pues llegó a sus oídos a la misma hora que una propuesta francesa para trabajar en África, en el Transahariano. El camarada Eroles contuvo la respiración y su joroba se pronunció un poco más. ¡Siberia o el Transahariano! Exactamente lo que en la checa les proponía a los detenidos que no querían «cantar»: «¿Queréis morir de frío o de calor?».
Algunas protestas fueron vehementes: la de los padres de aquellos niños expedicionarios que, precisamente desde Gerona, habían salido para Rusia hacía cosa de un año y medio. ¡No, no todos esos niños eran huérfanos como se creyó en un principio! La burocracia había demostrado, con el tiempo, que la mitad de ellos lo menos tenían padres como los tenía el hijo de Cosme Vila; y lo mismo cabía decir de los que el trotskista Murillo envió a Méjico. «¡Que nos dejen ir a buscarlos, o que nos los devuelvan!». Ni una cosa ni la otra… El asunto no era tan fácil. En determinados casos, la idea de paternidad podía delatarse antirrevolucionaria, nociva. Por otra parte, aquellos niños estaban bien atendidos; en el propio Moscú, en una casa con jardines en la calle de Piragovskaia y en su mayor parte se declaraban felices.
Inesperadas derivaciones, repercusiones… ¿Cómo hacer oír la propia voz? Los días eran largos en las playas y en los barracones. Marzo se acercaba. Los refugiados se apretujaban unos contra otros por necesidad de unión y porque el frío arreciaba. Se decía que los niños que morían eran enterrados allí mismo, en un hoyo, y que cada mañana el mar ofrecía dulcemente a la arena los cuerpos de aquéllos que, al amparo de la noche, habían encontrado en él la Definitiva Oportunidad.
De pronto, la multitud empezó a fraccionarse. Empezaron a formarse los clanes, los grupos, independientemente de la ideología… La ideología había dejado de contar en el desierto, cediendo el paso a un sentimiento más telúrico: el de familia o tribu, el del pueblo o región. La sangre y el terruño enlazaban con más vigor que los manuales socializantes o el carnet. «Tú eres mi hermano». «Yo también soy de Sevilla». «Yo también nací en Teruel». Los aragoneses formaron corros ruidosos, en los que inevitablemente eran evocadas sus gestas personales. Dentro de lo que cabe en la guerra, la valentía había sido entre ellos nota común. Hablaban de la importancia de Aragón e incluso, en voz muy queda, canturreaban aquellas jotas que Julio García estimaba horribles. Los asturianos hablaban de minas, de revolución científica, de lluvia e incluso de la Virgen de Covadonga. «¿De qué nos sirve aquí tanta experiencia?», se preguntaban, mirando el mar. A los andaluces les bastaba con su íntimo rencor —nadie más vilipendiado que los andaluces, nadie más mísero, más pisoteado por el destino y por la llamada «madre España»—, y, por supuesto, quienes buscaran en ellos la alegría se llevarían el mayor chasco, al igual que quienes buscaran en ellos la tragedia. Los andaluces estaban tristes, eso era todo. Eran fatalistas y tristes y esperaban su hora, que un día u otro llegaría ¡no faltaría más! Los madrileños tenían los ojos desorbitados, como al salir de una corrida terminada antes de tiempo. Cuando se levantaban, no se sabía si iban a imprecar a alguien, a bailar el chotis, o a pegarse un tiro. Los valencianos, al agruparse, se hundían en una irremediable vulgaridad, lo mismo los hombres que las mujeres. En cuanto a los catalanes, tal vez fueran los más acobardados, los más deshechos… Miraban la arena y sobrevaloraban su propio dolor. Nostalgia. ¡Oh, sí, Cataluña estaba allí mismo, al alcance de la mano, y parecía al otro confín de la tierra! Al atardecer, e incluso en el día, brotaban innumerables y escuálidas hogueras. Conseguir madera o leña constituía una odisea, pues el reglamento prohibía traspasar las alambradas. De noche era cuando los niños lloraban con más fuerza persuasiva y cuando los enfermos tosían más. También era de noche —marzo se acercaba— cuando los que en España tuvieron mando se sentían más ajenos, más extirpados de la realidad que imaginaron perenne.
No faltaba quien conseguía extender clandestinamente su radio de acción; ésos regresaban a la playa asombrados de la fertilidad de la tierra francesa y del orden reinante en los pueblos. Ni un edificio bombardeado. Los hombres jugaban a las cartas, a las damas o a las bochas. Ni un nido de ametralladoras. Algunos monumentos funerarios, pero correspondientes a «guerras muy antiguas». Blasco y el Cojo, mientras esperaban la resolución de su expediente —sin duda el cuestionario que rellenaron los impondría como personas gratas—, alcanzaron en cierta ocasión el pueblo de Banyuls-sur-Mer, al cual fueron a parar, al principio de la guerra, Mateo y Jorge… Regresaron estupefactos: en el vestíbulo de la iglesia, el párroco, que debía de ser «un gachó de alivio», había colgado de un clavo su sotana sucia, así como dos camisas y dos calzoncillos, y a los pies de estas prendas había depositado un par de recipientes vacíos. Por lo visto era su costumbre. Colgaba la ropa allí para que las mujeres del pueblo espontáneamente se la lavaran y plancharan y lo que pretendía con los recipientes era que se los llenasen, cada familia un poco, con aceite y vino. «¡Y confiábamos en que Francia nos iba a ayudar!». El Cojo estuvo tentado de llevarse la sotana para cubrirse con ella por las noches, y Blasco consiguió a duras penas dominar su impulso de entrar en la iglesia y robar el contenido de los cepillos.
De vez en cuando, brincaba en los campamentos una palabra: Franco… Extraño apellido. Sólo dos sílabas, ¡y cuánta historia! ¿Era realmente un asesino? ¡Claro que lo era! ¿No podía haber, por su parte, buena intención? ¡Claro que no! ¿Eran mejores Azaña, Negrín o Axelrod? ¿Dónde estaban éstos? ¿En qué camión o carro, en qué cuneta? En caso de perder, ¿hubiera Franco abandonado a los suyos? ¡Igual! Las octavillas lanzadas por Jorge, que hablaban de los brazos de Franco abiertos para aquellos que no fueran culpables de delitos de sangre, temblaban en centenares de manos. Pero ocurría que otra mano más fuerte o más morena arrebataba esta octavilla y la clavaba en la boca del tembloroso o se limpiaba con ella el trasero. Confusas imágenes de pontífices y de generales, de obispos y de requetés, desfilaban por las mentes. ¡Ellos declararon la guerra! ¡Hienas con uniforme! Ahí estaban los bombardeos… Ahí Queipo de Llano. También acudían a la mente las monjas asesinadas los primeros días, los sacerdotes de los pueblos, de las parroquias humildes…
Los dirigentes instalados en Perpignan o alrededores se dignaban darse alguna que otra vuelta por allí. No era raro que se disfrazaran «de franceses» para no ser reconocidos. Éste fue el caso de Julio García. Con ocasión de recibir la visita de Raymond Bolen y de Fanny, éstos, en su automóvil de siempre, acordaron ir a Argelés y luego bajar a la frontera. «¡Qué bien!», había palmoteado doña Amparo, la cual, a imitación de una elegante dama francesa que vio en el hotel, se había colocado un brazalete en el tobillo izquierdo. Julio se caló una enorme boina del país, parecida a la que André Marty exhibía en las fotografías.
En el trayecto, los periodistas no cesaron de hablar de «las bajas» que los internacionales sufrieron en España, y que, según las primeras impresiones, arrojarían un balance trágico: unos doce mil muertos y unos treinta y cinco mil heridos. «¡Qué horror!», exclamó doña Amparo. Sin saber francés, la mujer había comprendido perfectamente aquellas cifras.
En cambio, Julio se sentía algo molesto. Hubiérase dicho que un muerto internacional pesaba y acongojaba más que cincuenta muertos españoles. «¿Si me volveré patriota?», musitó.
El espectáculo de Argelés y Saint Cyprien les encogió el ánimo. Nuevamente los periodistas pensaron: «Nuestro corazón está con éstos».
Julio García, camuflado bajo su boina, miraba al otro lado de las alambradas. «El hombre es un drama y la historia también». Fanny se impresionó vivamente, marcándosele las patas de gallo, detalle que doña Amparo no dejó de registrar.
—Bravura, no se les puede negar a los españoles —murmuró Fanny, como si recitara una lección—. Abnegación tampoco. En un momento dado son capaces de un esfuerzo que asombra; mas, pasado este momento, vuelven a caer en la inercia.
Julio le preguntó, sin mirarla:
—¿A qué viene eso?
—El texto no es mío —aclaró Fanny, contagiada del sarampión erudito de su compañero Bolen—. Es de la Princesa de los Ursinos.
Julio se había puesto de mal humor.
—Los camareros españoles, que no son ni de los Ursinos, ni princesas, dicen lo mismo de un modo mucho más breve: nos falta perseverancia.
Bolen inquirió:
—¿Por qué, cuando se trata de que opine el «pueblo», suelen ustedes elegir a los camareros?
Fanny intervino, desviando la atención:
—¡Fijaos…! —Miraba a la playa—. Claro, no habrá lavabo, ni nada parecido… Es horrible.
Camino de la frontera, adonde los llevaba la curiosidad, Julio, herido en su amor propio, empalmó con su idea anterior.
—No pierdan ustedes de vista un dato: la guerra ha sido esencialmente española. La montaña de cadáveres es española. No lo olviden ustedes. En un momento determinado, cuando la batalla de Teruel, había un millón de españoles luchando en los frentes y veinticinco millones en la retaguardia. Los internacionales de uno y otro bando, sumados, eran «una gota de agua en el mar».
Bolen asintió sin darle importancia, lo que desanimó a Julio. El periodista, preocupado por la observación que Fanny había hecho, se acordó de Ilia Ehrenburg y le preguntó al policía:
—¿Por qué cree usted, monsieur García, que existe en español la expresión «se le cayó el alma a los pies»?
Julio, que se había ya quitado la boina, replicó:
—¿Por qué cree usted, monsieur Bolen, que existe en francés la expresión Merde, alors!?
Guardaron silencio hasta llegar a la frontera. En la parte española ondeaba la bandera bicolor, que doña Amparo juzgó preciosa, y se veían los centinelas, pulcros y marciales, aunque el uniforme los favorecía poco, a decir verdad. En el puesto aduanero, pintados en negro, un retrato correcto de Franco, de un Franco juvenil y erguido, y otro de José Antonio, menos afortunado.
Nadie dijo nada. Nadie se apeó. Doña Amparo Campo se disponía a hacerlo, pero en aquel preciso instante reconoció a los capitanes Arias y Sandoval que se acercaban a la línea, inclinando la cabeza como para saludar a los ocupantes del coche extranjero.
—¡Fíjate, Julio…!
—Sí, ya los veo.
Julio conocía mucho a los capitanes Arias y Sandoval. ¿Cuándo y dónde se habrían pasado? Con el primero de ellos había jugado al póquer; el segundo, Sandoval, cuando alguien pronunciaba una frase certera, exclamaba, lo mismo que Núñez Maza: «¡Nang…!».
—¿Vámonos? —sugirió Julio.
—Vámonos.
El coche arrancó. Fanny y Bolen meditaban. A doña Amparo Campo le hubiera gustado apearse, para que los centinelas y los dos capitanes le vieran el brazalete en el tobillo.