Capítulo LI

El cálculo de Julio García era bastante exacto: el número de fugitivos que en oleada incesante iba llegando a la frontera francesa, se aproximaba a los quinientos mil.

Las cunetas de la carretera general, la que cruzaba Figueras y el Ampurdán y llegaba a Francia en dirección opuesta al viento del país, la tramontana, iban convirtiéndose en cementerio, cubriéndose de lo que los fugitivos iban soltando a su paso. Al principio, los fugitivos se apegaban a tal paraguas o a tal puchero; luego tiraban a la cuneta hasta el colchón, si es que lo llevaban consigo. Los había que experimentaban un voluptuoso placer desprendiéndose de todo, consiguiendo poco a poco la absoluta desnudez. «¡Hale! —exclamaban, al tirar lo último que les quedaba—. ¡A tomar por el c…!». De pronto se acordaban de que los «fascistas» pasarían por allí y se apropiarían de todo aquello. «¡Me c… en la mar!». Pero ya no daba tiempo a rectificar. Cada paso que se daba era definitivo.

De vez en cuando se oía un disparo. Era un suicida. Alguien que estaba demasiado enfermo o que al mirar detenidamente los Pirineos estimaba excesivo afrontar tanta incertidumbre. El cadáver era abandonado y extrañaba verlo en la cuneta, rodeado de almohadillas o de colchones. Las voces eran diversas, no hubieran cabido en un pentagrama normal. Había voces de licor, voces de trompeta, voces de asesino. No siempre las voces correspondían al aspecto de la persona. Había voces alegres a pesar de todo y las había que convertían en Dies irae todo cuanto hablaban. Las más dramáticas eran probablemente aquéllas que hasta la batalla del Ebro fueron voces de mando. Mandar le daba a uno confianza, uno tenía la impresión de que se hacía algo en la vida. Ahora resultaba que… ¡Todavía eran jefes! Faltaban veinte kilómetros, diez kilómetros, tres. Al llegar a la frontera, se acabó. Mandar había sido algo así como un sueño. La derrota era el despertar de ese sueño. Y se haría cuesta arriba respetar otra vez la propiedad. ¡Habíanse visto tantos edificios derrumbados! Ahora deberían respetar las flores y hasta las iglesias. ¿Y la profesión? José Alvear decía: «Ya no me acuerdo de lo que hacía antes de la guerra». Casi todo el mundo se acordaba del oficio, pero se sentía desligado de él.

Había fugitivos forzosos, a los que obligó el padre, el cuñado, la hermana. «Antes que saberte con los fascistas, te mato». En los camiones se veían siluetas extrañas: un mozalbete agarrado al estuche de su violín, una vieja enlutada que llevaba en la falda un rollo de papel higiénico. De trecho en trecho, se veían cañas inclinándose, saludando, y los anarquistas se acordaban de la definición según la cual la música pertenecía al pueblo puesto que el primer instrumento conocido fue una caña agujereada por un pastor.

No obstante, lo peor era lo que se dejaba atrás, ignorar lo que ocurriría con las personas y cosas que a la fuerza tuvieron que ser abandonadas. ¡La aldea en manos de los «fascistas»! Cada día una ejecución y una misa, una ejecución y una misa… Lo peor era el frenesí de quienes dejaron atrás la esposa y los hijos o los hijos solamente. «¡No te preocupes, zopenco! ¡Tu hija se casará con un sargento de la Guardia Civil!». «¡Y tu hijo, el de la cara de sabio, se hará cura y le pedirá a la Virgen que te ampare, en Lyon o en Narbonne!». ¿Lyon, Narbonne…? ¿Por qué los nombres franceses se atragantaban? Con lo fácil que resultaba decir Madrid.

De vez en cuando pasaban aviones que soltaban octavillas. «La generosidad de Franco perdonará a todos los españoles de cualquier ideología que no tengan las manos manchadas de sangre». Hacía frío y los recuerdos parecían silbidos. Los ciegos, repartidos en camiones y carros, casi se alegraban de no ver. Algunos borrachos levantaban el índice para comprobar de qué lado soplaba el mal y piropeaban a las mujeres fuera cual fuera su edad; piropeaban incluso a las encintas y a las muertas. Porque, la realidad era ésta. Había hombres y mujeres que morían en cualquier vehículo de la caravana sin que sus compañeros se dieran cuenta de ello en seguida: tan apretujados iban unos con otros. Personas que cruzaban sin pasaporte la Gran Frontera. Y se produjeron algunos nacimientos, cuatro o seis, o tal vez uno solo.

¿Por qué algunos fugitivos de pronto tomaban un camino lateral y se dirigían hacia las cumbres, hacia algún collado del Pirineo, abrupto a ser posible? ¿Por qué tales fugitivos, entre los que figuraban Blasco, el Cojo y Santi, llevaban todos ellos una mochila repleta o un saco a la espalda? Eran los que huían provistos de joyas y tesoros. Alguien dijo que en la frontera los franceses se quedaban con ello y decidieron esconderlo en el monte, sacando un plano del lugar y guardándose este plano celosamente. ¡Sí, el oro elegía las alturas —o los sótanos— mientras que por el llano avanzaba aterida la absoluta desnudez!

Un hombre desesperado: el conserje Gascón, sin piernas. El camión en que iba se estropeó, como tantos otros, quedándose en la cuneta. Todos los ocupantes tomaron por asalto otros vehículos; Gascón quedó al margen, a ras de tierra, con su carrito, a merced de quien le echara una mano. El gorro que llevaba era de la FAI, así que ya sabía que ningún comunista se detendría para ayudarlo. Pero tampoco se detenían los anarquistas. Su pánico era grande, pues al parecer los «fascistas» habían ya rebasado a Gerona. Por fortuna, la carreta de un campesino, cuyo caballo tenía majestad, recogió a Gascón, y el dueño le prometió a éste no abandonarlo hasta la frontera.

Un hombre insultaba a Negrín: José Alvear. José Alvear, extrañamente nervioso por su entrevista con su familia de Gerona, a lo largo del trayecto se dedicó, como tantas otras veces, a ayudar a las mujeres, a las que se dirigía llevando como siempre el gorro ladeado, chulo. Les entregaba pedazos de pan seco y les pedía excusas por no poder convertirse él mismo en café caliente, bien servido en una taza. Varias mujeres calcularon que José podría constituir una valiosa ayuda en el destierro. «¿Por qué no te vienes con nosotros? ¿Por qué no te unes a nuestro grupo?». ¡No! José Alvear detestaba los grupos y detestaba a Negrín; en cambio, echaba mucho de menos al capitán Culebra.

Un hombre detestaba a José: Dimas. Dimas, que a su paso por Gerona no se atrevió a visitar a los Alvear, detestaba el optimismo de José, sus ademanes enfáticos. Dimas sólo llevaba consigo el macuto, la cantimplora y una botella llena de hormigas. Un voluntario de las Brigadas Internacionales le explicó que para cazar hormigas no tenía más que poner un poco de azúcar dentro de una botella de cuello ancho y depositar horizontalmente la botella en el suelo. Dimas así lo hizo. Y a poco un ejército de hormigas, parecidas a la caravana que se iba a Francia, penetró en la botella. Cuando Dimas lo juzgó oportuno cerró ésta con un tapón, y desde entonces era dueño de algo y con sólo mirar su tesoro se sentía más seguro.

Huían también, mezclados con los demás, gran número de voluntarios internacionales. La situación de éstos era distinta: el destierro era para ellos España, de modo que al llegar a Francia empezarían a reencontrar lo afín. Por eso estaban alegres y cantaban La Marsellesa y estrofas sueltas, españolas, aprendidas en Albacete y en los combates. Algunos, entre ellos el venezolano Redondo, finalmente repudiado por la enfermera Germaine, se habían casado con mujeres morenas de Levante, de Madrid. «¿No me dejarás, verdad?». «¿Por qué, paloma mía? ¡Lo que yo presumiré contigo!». Redondo estaba dispuesto a armar la gorda en su país. Al igual que Polo Norte, había aprendido muchas cosas y tenía la sangre más caliente que éste. Recuperó su pasaporte, peleó y se juergueó, ¿qué otra cosa podía pedir? Redondo seguía ignorando que dentro de su pecho oscilaba una bala, encima del corazón, y que en cualquier momento, ¡paf…! Polo Norte quería volver en seguida a Escandinavia, aun cuando estaba seguro de que echaría de menos las altas montañas. Se le haría raro encerrarse de nuevo en un taller de tipografía. ¡Con los colores que había en el mundo! Quería vivir en paz. El Negus andaba ofreciendo sin suerte un lote de mecheros y relojes a cambio de un pasaporte, y le dolían las heridas que lo llevaron al Hospital Pasteur. A veces le parecía que otro hombre, o un eccehomo, andaba con él, pegado a su costado, como un hermano siamés. El comisario Bineto se refociló con el Negus emborrachándolo. ¿Y Sidlo? Había muerto sin conseguir matar de un tiro de jabalina ni a Mateo Santos ni a Queipo de Llano. ¿Y Gerardi, el gorilesco? Tampoco tenía pasaporte y quedó por ahí, afectado de paludismo. Los internacionales habían sufrido mucho y se decía que Francia, que los recibió cantando, los esperaba con las uñas afiladas, que los consideraba más peligrosos que Cosme Vila y que Blasco.

A ambos lados de la carretera general, por los campos y los caseríos, andaba produciéndose otra aglomeración: la de las familias que habían abandonado su hogar, pero que no querían entrar en Francia. El número de estas familias era muy crecido. Por regla general, los varones, entre los que abundaban los soldados, se escondían en el monte, para no ser tildados de desertores por los muchos Gorkis que avanzaban a campo traviesa, pistola en mano. Las mujeres permanecían en las masías, ingeniándoselas para tener siempre a la disposición de los milicianos una rebanada de pan con tortilla o embutidos.

Entre estas familias, muchas de las cuales huyeron por temor a los bombardeos y voladuras, se contaba la que acogió a Ana María. Don Gaspar Ley se fue al monte y las mujeres y chiquillos permanecieron en un caserío próximo al pueblo de Cerviá de Ter, caserío situado a trasmano, en una hondonada o cazoleta. Fueron concentrándose en él otras mujeres, gerundenses en su mayoría, hasta formar un total de veintidós.

El pánico de estas mujeres era de por sí grande, viéndose agravado por el hecho de que muchos oficiales fugitivos habían decidido presentarse en la frontera anónimos, en calidad de tropa vulgar, por lo que andaban exigiendo ropa para cambiarse o que las mujeres les arrancasen las insignias de mando. ¡Ello encandiló a Ana María y a Charo, la esposa de Gaspar Ley! ¡Degradar al Ejército del Pueblo! Ambas decidieron instalarse fuera, en la era redonda, sentadas en sillas bajas, con unas tijeras en la mano. Pronto tuvieron a sus pies, en el suelo, dos insignias rojas, luego cuatro, luego seis… Sus tijeras retozaban como en Gerona las de Raimundo, quien en su barbería había colgado un letrero que decía: «Servicio gratis para los heroicos soldados de Franco».

De improviso, los atajos próximos al caserío se poblaron de hombres alerta, enfurecidos, con polainas y gruesas botas. Sin duda pertenecían a la escolta de algún personaje. Avanzaban pistola en mano y en cuanto veían algo que no les gustaba, disparaban. Si ese algo era una piedra, mataban la piedra; si era un hombre, mataban al hombre. ¡Líster! ¡La escolta de Líster! Un soldado que pasó volando susurró el nombre a las mujeres. Era cierto. Se oían, intermitentes, los disparos del legendario guerrillero, el cual de pronto apareció en persona junto al caserío, cerca del pajar, apretadas las mandíbulas, apretadas y prehistóricas. Su aspecto era inconfundible y era obvio que lo mismo hubiera matado lagartos, que mariposas, que aspiraciones a la felicidad. Llevaba fusil ametrallador. Cuando en algún árbol o roca leía: «No pasarán», disparaba tantos tiros como letras había en las dos palabras.

Desde el límite de la provincia de Gerona avanzaba así. De haber decidido hacerse un corte en la muñeca por cada víctima, a semejanza de algunos aviadores y antitanquistas, llevaría más brazaletes que doña Amparo Campo.

¿Quién era Enrique Líster? Un hombre gallego, cantero de oficio, que creía en el comunismo como Carmen Elgazu creía en la resurrección. Él y el coronel Modesto representaban la obediencia ciega a Moscú y de ahí que Axelrod hubiera hinchado sus nombres en los periódicos y en la radio; por el contrario, el Campesino a veces quería pensar por su cuenta y ello lo hacía menos grato, aunque tal vez más respetado.

Charo, al verlo, simuló algo que hacer y abandonó la era y entró en el caserío. Ana María no se atrevió. Permaneció firme en su silla, con las tijeras en la mano. También Líster llevaba polainas y además una gran estrella roja, y un silbato colgándole del cuello. Se acercó a la chica y Ana María se levantó.

—Quítame la estrella.

—Muy bien.

Sin temblarle la mano, hábilmente, con la punta de las tijeras, Ana María taladró el pecho de Líster y empezó a recortarle el rectángulo que contenía la estrella. Líster se había cuadrado. Ana María notaba en la cara el aliento de aquel hombre de pelo hirsuto, formado en Moscú, que desde varios kilómetros atrás venía disparando contra personas y cosas. Ana María temblaba.

—¡De prisa!

—Ya está.

—¡Salud!

Líster prosiguió su marcha. Ana María lo vio partir y con la alpargata pisó la estrella de cinco puntas. En aquel momento movióse un matorral y apareció el pálido rostro de un chico increíblemente joven para ser oficial. Ana María lo miró, expectante.

El muchacho se le acercó. «No temas». Le pidió algo que comer. Estaba desfallecido.

Ana María suspiró, tranquila.

—¿Tortilla y pan? No tenemos otra cosa.

—Si puedes, dame un trago de vino.

Ana María primero lo degradó… Luego le dio lo que pedía y el muchacho, tambaleándose como si estuviera borracho, prosiguió su ruta. En vez de disparar, mordía el pan.

Toda la provincia era una trampa, con hombres que eran minas… Sin embargo, fatalmente el dramatismo acabó concentrándose en la raya fronteriza. El general Solchaga lo había dispuesto así. A las tropas que ocuparon Gerona no les concedió la menor tregua. Al contrario, les ordenó acelerar el ritmo de su avance, al objeto de alcanzar cuanto antes la frontera.

¡La frontera! Los fugitivos veían ya de lejos a los centinelas senegaleses, que parecían andar sobre zancos. Muchas mujeres se asustaban al verlos, suponiéndolos moros. «¡Cállate ya, so boba! ¡Son moros franceses!».

¿Qué había al otro lado de la frontera? Francia… ¿Qué harían los franceses con aquella multitud? Corrían rumores de todas clases, pero al pronto sólo un hecho era cierto: en la aduana, los gendarmes se quedaban con el fusil y las granadas de mano —¡de durar mucho aquello el Ejército francés podría declarar la guerra a Alemania!— y se quedaban también con los objetos valiosos cuya adquisición no pudiera justificarse. Los milicianos blasfemaban. ¿No era Francia una democracia amiga? ¿Acaso no comprendían el dolor de los vencidos? David y Olga se preguntaban: «¿Cómo comprender el dolor de quinientos mil harapientos extranjeros irrumpiendo en la aduana en un espacio de cuarenta y ocho horas?».

Dépéchez vous!, dépéchez vous!

Quien conocía unas palabras de francés, se sentía menos desamparado. Quien no había cometido ningún delito, en el fondo se sentía más tranquilo. Los senegaleses enmudecían con la culata del fusil a los revoltosos y los gendarmes franceses los amenazaban con retenerlos allí y entregarlos a las tropas de Franco en cuanto éstas llegaran, que no podían tardar.

¡No podían tardar! Era verdad. También a los vencedores los atraía la frontera, ebrios, además, por los halagos de la población que iba saliendo a su encuentro. Mateo pasó por Figueras como una exhalación, con su Bandera, y luego recibió orden de bifurcar hacia la izquierda. Los capitanes Arias y Sandoval avanzaron por la costa, por Palamós y Puerto de la Selva. Miguel Rosselló zigzagueaba con su camión. Y unos y otros se horrorizaban al descubrir la estela de cadáveres que los Líster y los Gorki habían dejado tras de sí.

El aspecto de Mateo, lo mismo que el de los requetés de las Brigadas Navarras, no ofrecía tampoco lugar a dudas… Se los veía dispuesto no sólo a llegar a la frontera, sino a perseguir a los «rojos» hasta más allá. A perseguirles a través de Francia, hasta París y hasta las tierras de Flandes, donde anteriormente aguerridos españoles habían plantado su huella. Llevaban banderas desplegadas.

Mateo, dueño de sus actos, demostró que la suposición no era exagerada. Se descolgó de improviso por un escarpado y sorprendió a pocos metros de la línea divisoria a un grupo enemigo, todavía con el arma en la mano. «¡Sus, y a por ellos!». Se lanzó en su persecución seguido por sus falangistas, pisó la raya fronteriza y siguió adelante, Francia adentro, hasta que una escuadra de senegaleses y un par de gendarmes aparecieron por la derecha enseñándoles la culata del fusil. ¡Qué contrariedad! ¡Qué duro se hacía tener que retroceder! Mateo obedeció espumeante. «¡Os hacemos un buen regalo!», gritó, dirigiéndose a los gendarmes. Y retrocedió hasta la línea divisoria, donde su asistente Morrotopo había ya clavado la bandera.

Los milicianos, sintiéndose protegidos, se acercaron a su vez gritando:

—¡Cochino fascista! ¡Cochinos fascistas!

Por supuesto, la situación era pintoresca. La centuria falangista estaba en pleno allí, mientras a menos de diez metros, en tierra francesa, fueron reuniéndose hasta unos cincuenta milicianos. ¡Tan cerca y no poder disparar! Se insultaban recíprocamente, se dedicaban gestos procaces. A la vista del estandarte bicolor, los milicianos levantaron el puño, rugieron y patalearon y juraron que darían la vuelta al mundo y entrarían en España por el Sur, por Gibraltar, probablemente, y que en esa ocasión acabarían para siempre con los yugos, las flechas y las cruces gamadas.

Era un combate internacional, era el combate por encima de todas las cosas. Los falangistas, formados, cantaron el Cara al Sol y los milicianos atacaron por su parte La Marsellesa, que los gendarmes no podían prohibir. Las miradas de unos y otros parecían arrancar de siglos. «¡Cabrón! ¡Fascista cabrón!». «¡Rojos, cochinos rojos!». Terminado el Cara al Sol, Mateo ordenó: «¡Otra vez!». Llegaron unos cuantos moros, los cuales al ver a los senegaleses se sintieron un poco cohibidos.

Mateo, de pronto, se volvió hacia los suyos y les hizo una seña. Y una sola voz, azul, tronó en el espacio:

Las cucarachas, las cucarachas,

decían: No pasarán. Si se descuidan,

si se descuidan, llegamos a Perpignan.

* * *

Al día siguiente, 10 de febrero, fue alcanzada en toda su longitud la línea de la frontera, desde Seo de Urgel a Puigcerdá, donde montaba la guardia la Compañía de Esquiadores, hasta Port-Bou, El general Solchaga, jefe del Cuerpo de Ejército de Navarra, llegó al Perthus, vestido con su uniforme de campaña y su boina de requeté, y a su llegada vio avanzar hacia él un general francés, el general Fagalde. El saludo del general francés fue cordial, efusivo. El general Solchaga correspondió con sobriedad y mandó formar uno de sus batallones y le pasó revista en la misma frontera. Ese día, el parte oficial del Cuartel General del Generalísimo decía: «La guerra en Cataluña ha terminado».