Capítulo L

Los Alvear hubieran querido marcharse a la comarca de Olot, en compañía de Jaime, el poeta de Telégrafos, cuya familia tenía allí una propiedad, pero a última hora decidieron no moverse de Gerona. Lo decidieron pensando en Ignacio, pero también en Mateo y en Marta. Carmen Elgazu daba por descontado que los tres llegarían con las tropas que, según noticias, habían ya alcanzado Caldas de Malavella, el pueblo de las aguas termales. «Si encontraran el piso cerrado, se llevarían un gran susto». «Sería una decepción demasiado grande». Pilar se unió a esta consideración, de modo que el asunto quedó zanjado.

El día cuatro de febrero amaneció incierto, tal vez por las jadeantes ráfagas que se trasladaban de una persona a otra. La llegada de los «nacionales» era cuestión de horas. El pensamiento de que Ignacio volvería, de que pronto podrían abrazarlo en aquel comedor, apenas si cabía en la casa. «¿Estará bien? ¿Tú crees que estará bien, Matías?». «¿Por qué no ha de estarlo? Un poco más moreno, supongo…» «¡Por Dios, que no le haya ocurrido nada malo!». Pilar, sin saber por qué, tenía la certeza de que Ignacio llegaría sano y salvo; en cambio Mateo… Temía que el entusiasmo de éste lo hubiera llevado a cometer alguna tontería. «¡Señor, que llegue sano y salvo! ¡Os prometo…!». Eloy se le acercaba y le daba un beso.

—Eloy, ¿cuántas Salves has rezado para que no les haya ocurrido nada malo?

—¿Desde cuándo?

—Desde ayer.

—Desde ayer…, cinco.

—Son pocas. ¡Hala, a rezar!

Cerraron la casa a cal y canto, quedándose con sólo la radio conectada sin parar y con el dominó y la baraja para ir pasando las horas. El regordete brazo del Niño Jesús seguía en el cuarto de Pilar, desde donde les llegaba el tenue resplandor de la mariposa encendida. Matías estaba sereno, más que las mujeres. La visita de José le había hecho un gran bien. «¿Antes de marchar podría hacer algo útil por Gerona?».

Hilos invisibles iban comunicando sin cesar las novedades. Al parecer, los presos del Seminario se habían salvado y se encontraban ya en sus respectivos domicilios. Los milicianos huyeron y entonces los funcionarios de Prisiones, varios de los cuales habían tenido ya anteriormente una conducta casi heroica, abrieron sin más las puertas y les dijeron: «Fuera y buena suerte». También se habían salvado, según rumores, los detenidos en la checa anarquista, gracias a que los centinelas se dejaron sobornar. En cambio, se temía que en la checa comunista hubiera ocurrido algo grave. Pilar se preguntaba: «¿Qué habrá sido de Laura?». Carmen Elgazu albergaba la certeza de que tanto Laura como mosén Francisco habrían sido, a última hora, asesinados.

La impresión era que, fuera Gorki, «que había tomado la carretera de Bañolas», ya no quedaba ningún «rojo» en la ciudad. Tal vez, en su casa, el doctor Rosselló. El doctor había salvado la vida de sus dos hijas y ahora éstas lo salvarían a él. También se dijo que, gracias a la Andaluza, se salvó el puente de hierro, el ferroviario. Al parecer, la patrona se dio cuenta de que unos milicianos andaban colocando en los pilares cargas explosivas y mandó a unos soldados a que en el momento oportuno cortasen el cable. Los soldados, que habían pernoctado en casa de la Andaluza, la obedecieron y el puente fue salvado.

La emisoras de radio daban también noticias sin cesar. La de Gerona, sólo himnos, los himnos de siempre, sobre todo La Internacional, que siempre y a pesar suyo impresionaba a Matías. Otras emisoras resultaban menos monótonas. «El Gobierno de la República se ha reunido en Figueras y ha tomado importantes acuerdos». «Es cierto que el presidente Negrín se ha trasladado en avión a Valencia para dirigir allí la lucha en Levante y el Centro». «No es cierto que Valencia y Madrid hayan propuesto al enemigo la firma de un armisticio».

Cuando se cansaban de jugar a las cartas, los Alvear se miraban suspirando. A menudo, Matías daba por el piso uno de sus característicos paseos, durante los cuales o bien iba rozando con la punta del zapato el zócalo del pasillo, o bien apostaba consigo mismo a que no pisaría las junturas del mosaico. A veces, al llegar delante del perchero dedicaba a su sombrero un guiño amistoso y no era raro que, de repente, se parase, aplicase la espalda a la pared, adaptase a ella los omóplatos y de este modo mantuviera la cabeza inmóvil y erguida. En una ocasión prolongó su viaje hasta la alcoba, donde intentó alcanzar, de un salto, con la punta de los dedos, la lámpara que colgaba del techo. Cuando se cansaba de estos juegos exclamaba, bajando progresivamente el tono: «¡Bueno, bueno, bueno…!». Entonces Carmen Elgazu, sin mirarlo, decía: «¿Es que hay pinchos en tu silla?». Matías, al oír a su mujer, se le acercaba y le pellizcaba una oreja. «Está bien, me sentaré. Pilar, tráeme la labor de punto que tengo empezada».

A las siete de la mañana, pasó alguien por las calles afirmando que las tropas avanzaban desde Barcelona sin apenas disparar un tiro, que estaban a punto de entrar, que varios carros de combate habían llegado al cruce de la carretera con el ferrocarril y que habían retrocedido, sin duda para informar al mando de que la ruta estaba libre. «¡Desde las azoteas se ven las banderas!». Fue el grito de guerra; o de paz… Centenares de gerundenses subieron a las azoteas, lamentando carecer de los prismáticos que les fueron requisados al marcharse al frente de Aragón la columna de la FAI. Efectivamente, se veían las banderas, pero sólo en las alturas que dominaban la ciudad. Fieles a las leyes de la guerra, las fuerzas que mandaba el general Solchaga habían ocupado Montilivi, donde Ignacio soñó; las Pedreras, donde los antiaéreos estaban intactos, y se dirigían a ocupar las ruinas de Montjuich, desde donde todavía disparaba un cañón.

Eran las ocho de la mañana del día cuatro de febrero de 1939. «Tercer Año Triunfal», rezaban los membretes oficiales y las cartas de las madrinas y de los ahijados. El silencio en las calles era absoluto; sin embargo, nadie se atrevía a salir, pues Radio Salamanca había advertido de la habitual estratagema «roja» que consistía en simular la entrada de los «nacionales», para detener, sin apelación posible, a los incautos que hubiesen exteriorizado su alegría. Con todo, el titubeo duró escasamente una hora. A las nueve, carros blindados, ¡italianos!, irrumpieron en la ciudad, ya sin retroceder, seguidos por pelotones de camisas negras, cuyo aspecto era inconfundible. Detrás de ellos aparecieron los moros y, en seguida, viéronse descender de las colinas legionarios con banderas, falangistas, soldados, cuyos oficiales se situaban inmediatamente en las esquinas, mientras varios tanques recorrían majestuosamente la ciudad y una escuadrilla de aviones dejaba caer octavillas anunciando la «liberación» y suplicando a los gerundenses que colaborasen con las nuevas autoridades.

En un santiamén, las casas se vaciaron y, lo mismo que en Barcelona, los ocupantes se vieron asaltados por una multitud que los estrujaba. La plaza de la Estación quedó obturada y a no tardar lo fue la calle del Progreso. La presencia de los italianos provocó un momento de desconcierto; pero Salvatore y los suyos estaban habituados a ello y acertaron con los gestos y las palabras precisas. ¿Quién dijo que la sonrisa de los moros era siniestra? ¿Quién dijo que el Oriamendi era un himno populachero y vulgar? Pronto apareció la bandera bicolor ¡en el campanario de la catedral! ¿Quién había sido el arriesgado? «¡Españoles! ¡Españoles!». La suciedad de Gerona sobrepasaba toda medida, primero a causa de los cuatrocientos mil fugitivos y luego porque a última hora varios milicianos habían vertido por las calles una increíble cantidad de víveres, sobre todo aceite y café, guardados en los almacenes de Abastos. ¡Víveres, con el hambre que se pasó! El aceite y el café formaban manchas viscosas que constituían una auténtica dificultad para que los excitados transeúntes mantuviesen el equilibrio.

La familia Alvear salió al balcón. Carmen Elgazu y Pilar habían confeccionado a escondidas una bandera bicolor, que causó la estupefacción de Matías. Éste había ordenado que nadie bajase a la calle; no obstante, en cuanto apareció en la Rambla un pelotón de camisas azules, con acompañamiento de Banda Militar, no hubo quien contuviera a las dos mujeres. «¡Falangistas!». Carmen Elgazu y Pilar tuvieron la misma idea. ¡Seguro que Ignacio y Mateo estaban allí! «¡Oh, Dios mío, Dios mío!». Carmen Elgazu bajó la escalera componiéndose el moño, Pilar tecleando en las mejillas para coloreárselas. Sin embargo, en la calle era difícil abrirse paso. Un oficial italiano besó la frente de Pilar al tiempo que depositaba un pan en la mano de la chica. ¡Un moro bajito y viejo hizo lo propio con Carmen Elgazu! Matías, que seguía en el balcón, le dijo al pequeño Eloy: «Mira por dónde…».

¡Ah, la corazonada de las dos mujeres no fue baldía! Por de pronto, Mateo apareció… Pilar lo reconoció en el acto, al mando del pelotón, y el grito de la muchacha rodó por las copas de los árboles. Pilar echó a correr a su encuentro, dándose cuenta en seguida de que Mateo llevaba una estrella en el pecho.

Pilar se lanzó en brazos de Mateo sollozando y éste, extrañado por pasar tan rápidamente de la guerra al amor de Pilar, sollozó también. Fue algo inesperado y sin duda hondo. Mateo sintió que aquella criatura le pertenecía, que en ella había algo íntegro de tenacidad y fidelidad, que fundía en la nada todas las comparaciones. «¡Pilar…! ¡Mi querida Pilar!».

Carmen Elgazu, ¡cómo no!, consiguió llegar también hasta el muchacho.

—¡Abrázame, hijo! ¡Así! ¡Más fuerte!

—¡Carmen!

—¡Veo que te acuerdas!

—¡Cómo no!

Mateo se anticipó a la pregunta de las dos mujeres.

—¡Tranquilizaos por Ignacio! Está bien…

Carmen Elgazu se echó un momento para atrás.

—¿No ha venido contigo?

—¡No, pero está bien!

—¡Bendito sea Dios! ¡Oh, Dios mío!

La noticia era gloriosa. Ignacio se encontraba sano y salvo. Matías no tardó ni un minuto siquiera en enterarse, pues, al reconocer a Mateo, había bajado también de dos en dos los peldaños de la escalera y Carmen Elgazu le gritó: «¡Ignacio está bien!».

Matías abrazó igualmente al recién llegado.

—¿Y tu padre? —le preguntó, con emocionada ansiedad.

—¡Lo encontré! En Barcelona.

—¡Bendito sea Dios! —repitió Carmen Elgazu.

—¡Bienvenido, Mateo! —repetía Matías.

—¿Y Marta? —preguntó Pilar.

—No tardará en llegar, en llegar aquí, a la Rambla. Viene con Auxilio Social.

—¡Hurra!

Mateo, que a través de su asistente, Morrotopo, había ordenado a sus falangistas que siguieran adelante, miró a los tres seres que lo rodeaban y luego miró a la Rambla.

—Es hermoso encontrarse aquí… ¡Increíble!

Pilar aproximó el índice a la estrella que Mateo lucía en el pecho y exclamó, irguiendo el busto:

—¡A sus órdenes, mi alférez!

Pasaban más soldados, airosos legionarios y se oía otra Banda de Música. Y de pronto, procedente del puente de Piedra, irrumpió en la Rambla, efectivamente, la hilera de camiones de Auxilio Social. ¡Cierto, Marta apareció en el primero de ellos, el más llamativo, gesticulando con indignación! Y era que María Victoria se estaba mofando de ella. «¿Ésta es tu famosa Rambla? ¡Vamos!». Pilar echó a correr al encuentro de Marta. «¡Marta, Marta!». La veía cada vez más cerca y pensó: «¡Qué bien está, qué bien le sienta el uniforme!».

—¡Martaaaa…!

—¡Pilar!

—¡Arriba España!

—¡Arriba! ¡Pilar, sube, sube!

—¡Sí, sí! ¡Martaaaa…!

Pilar, empujada por no sé quién, consiguió subir al camión y las dos chicas se abrazaron, mientras a su alrededor centenares de manos gerundenses imploraban pan, botes de leche, chocolate.

—¿Y tus padres?

—¡Bien…! ¡Están bien! Están allí.

Marta miró Rambla abajo.

—¿Y tú…?

—¡Bien!

Las manos seguían implorando.

—Ya lo ves, Pilar. ¡Ayúdanos…! Esa gente espera.

—¿Yo…?

—¡Sí! Dales lo que quieras.

—¡Oh, qué bien!

Marta advirtió que Matías y Carmen Elgazu se les acercaban y ordenó al conductor del camión que bajara lo más posible a su encuentro.

—¡Arriba España!

—¡Arriba!

—¡Viva Franco!

—¡Viva!

Poco después, ¡Carmen Elgazu se encontraba también en lo alto del camión, besuqueando a Marta! Y luego, a imitación de Pilar, se disponía asimismo a regalar vida, paquetes, a los gerundenses, algunos de los cuales, al reconocerla, la llamaban por su nombre.

—¡A mí, a mí!

—¡En seguida! —contestó Carmen Elgazu. Sin embargo, incluso en ese trance, su corazón eligió. ¡Matías debía ser el primer beneficiario!

—¡Matías, toma, servicio a domicilio! —Y le echó un bote de leche.

Matías, aturdido, lo pescó al vuelo.

—¡Tome usted! —gritaron, a su vez, Marta y Pilar.

Matías no sabía qué hacer con tanto paquete como le caía encima. Por fortuna, otras manos gerundenses recogían del suelo lo que a él le sobraba, mientras Mateo contemplaba feliz la escena y María Victoria le chillaba al barbero Raimundo: «Pero ¿es que tiene usted quince hijos?».

De pronto, Matías, que no perdía la serenidad, se acordó del pequeño Eloy, que continuaba solo en el balcón. Se volvió hacia él.

—¡Eloy…! ¡Para ti!

* * *

Todos los gerundenses que se encontraban en la España «nacional» hubiera querido entrar simultáneamente con las tropas, pero muchos de ellos se veían obligados a esperar. Jorge, el piloto, no obtendría permiso para aterrizar, ni el río Oñar era navegable para que Sebastián Estrada, marino en el Canarias, pudiera llegar con el crucero al puente de Piedra. Los comerciantes de la provincia evadidos, que habían montado negocios en Burgos, en Sevilla o donde fuera, en su mayor parte habían salido disparados; pero a las puertas de Barcelona los controles les decían: «Señores, por favor, un poco de paciencia. Todavía no se puede pasar». Tampoco Alfonso Estrada tuvo suerte, pues el Tercio de Nuestra Señora de Montserrat fue trasladado a Extremadura, a los frentes del Sur, donde al parecer los «rojos» iban a desencadenar una ofensiva.

Sin embargo, no faltaron los privilegiados de la fortuna: mosén Alberto, «La Voz de Alerta», los capitanes Arias y Sandoval, Miguel Rosselló…

Miguel Rosselló, adscrito al Parque Móvil, entró en Gerona al volante de un camión a cuyo paso temblaba la ciudad. El muchacho, confiando en la indulgencia de su sargento, tomó con el vehículo la dirección de su casa, paróse delante y subió la escalera como si desde arriba lo succionaran. Estaba convencido de que en el piso no habría nadie. ¡Poco olfato el suyo! No sólo estaban allí sus hermanas, salidas de la cárcel la víspera, sino su padre, el doctor Rosselló… Su padre, de pie, en el comedor, con algo inexplicablemente noble en su porte.

—Nos salvó a nosotras y no ha querido huir…

—Te esperaba a ti, hijo. Quería verte.

Miguel Rosselló tiró el gorro al suelo y se echó en brazos de aquel hombre cuyas manos habían salvado tantas vidas.

—Perdóname…

—Perdóname tú, Miguel…

—¡Quédate, quédate!

—No sé si podré.

—Nadie te tocará un pelo. Lo juro.

—No jures, Miguel. La guerra…

José Luis Martínez de Soria entró poco después. Buscó a Marta, ¡y a su novia María Victoria!, y las encontró en su puesto, en los camiones de Auxilio Social que habían dejado ya atrás la Rambla y se aproximaban a la calle de la Barca. Pero apenas si el joven juez pudo intercambiar unas palabras con las dos muchachas, agobiadas éstas por el Servicio. Únicamente Marta le dijo: «Sube a casa, a ver. Yo no he podido ir». Y María Victoria, después de rodear al chico con su cariño, le advirtió: «Por favor, José Luis. En los interrogatorios no te limites a afirmar usted ha hecho esto. Pregunta, ¿por qué hizo usted esto?».

José Luis se despidió de mal humor, convencido de que mosén Alberto había aleccionado a la muchacha. Subió un momento al piso de sus padres, pero no quedaba en él nada que les hubiera pertenecido. Volvió a bajar, y olvidándose de María Victoria, empezó la recopilación de datos que Auditoría de Guerra le había encomendado.

Núñez Maza, que pasaba con su coche, se ofreció para acompañarlo. Se dirigieron a la calle del Pavo, a la sede de la Logia Ovidio. ¡Nada! Las columnas Joakin y Boaz; restos del cordón que rodeaba la estancia de los Trabajos. Se dirigieron al Gimnasio de la FAI: escombros y basura. De las anillas colgaba un monigote que decía: «El Fascismo». En el local de Izquierda Republicana había billares y un conserje que apenas si estaba enterado de lo que ocurría en la ciudad. De hecho, sólo encontraron algo de interés en el piso de Julio García. Por de pronto, Milagros, la sirvienta, la ex miliciana del frente de Aragón, se negaba a dejarlos entrar.

—¿Quiénes son ustedes? —les preguntó, con voz de trueno—. ¿Qué buscan aquí?

José Luis Martínez de Soria se encogió de hombros.

—No temas, somos amigos de don Julio.

Milagros echaba chispas.

—El señorito está en Perpignan y me dijo que el piso era mío y que no me dejase amedrentar.

—Sólo echar un vistazo, ¿eh, muchacha? Sólo un vistazo.

Núñez Maza vio el mueble bar y lo abrió: «¡A tu salud, camarada!». José Luis se dirigió al despacho de Julio. Éste se había llevado el fichero de suicidas. No obstante, abandonó una carpeta que decía: «Suicidas probables». José Luis y Núñez Maza revisaron las cartulinas, sin captar la intención de cada una de ellas, pues varios de los nombres mencionados les eran desconocidos. El primer suicida probable era Cosme Vila y la ficha decía: «Se pegará un tiro poco después de su llegada a Moscú». La segunda profecía de suicidio se refería a David y Olga. «Se ahorcarán cuando se den cuenta de que ser ateo y sentimental es mal negocio». La tercera profecía correspondía a «La Voz de Alerta»: «Se pegará un tiro cuando sepa que Laura ha sido emparedada». Luego venían las fichas de las hijas del Responsable, las de Santi y el Cojo. ¡Luego, la de Mateo Santos! Ambos falangistas prestaron singular atención: «Se suicidará cuando se dé cuenta de que la Falange era exclusivamente José Antonio». La última sentencia se refería a mosén Alberto: «Mosén Alberto, el pobre, anda suicidándose cada día un poco, como yo».

Los dos falangistas rindieron honores a Julio García y acto seguido José Luis Martínez de Soria le dijo a su camarada:

—He de confesarte algo. Subí a este piso como defensor… No puedo olvidar, no olvidaré nunca que el propietario de esta carpeta salvó a mi madre y a Marta.

Núñez Maza asintió, e inesperadamente agregó:

—Hay algo más. Tengo entendido que fue él quien, en Barcelona, sacó de la checa de Vallmajor al padre de Mateo.

Por el momento dieron por terminado su itinerario, pues Núñez Maza, que había tomado posesión de la Radio, quería hacer lo propio con los dos periódicos de la ciudad.

Don Anselmo Ichaso llegó a Gerona con su hijo Javier y con «La Voz de Alerta», pero, por discreción, los Ichaso dejaron al dentista solo y se dirigieron al Gobierno Civil. «La Voz de Alerta», que durante dos años y medio había soñado con aquel momento, que imaginó triunfal, se limitó a preguntar: «¿Dónde está la checa comunista?». En el momento se le unió el profesor Civil, quien habiéndose lanzado a la calle dispuesto a ser útil, reconoció en seguida al ex director de El Tradicionalista.

La llegada de «La Voz de Alerta» a la checa coincidió con la evacuación de los cadáveres encontrados en ella, que iban a ser llevados en camión al cementerio, para su identificación. «La Voz de Alerta», aterrado, preguntó si Laura, su mujer, figuraba entre las víctimas. Se hizo un silencio y dos soldados contestaron, evasivamente: «No sabemos, no sabemos». «La Voz de Alerta» ordenó descubrir los cadáveres. ¡Laura no estaba allí! Pero sí los suegros de los Costa… «La Voz de Alerta» suspiró. ¿Era posible que nadie supiera…? El profesor Civil le dijo: «Lo más probable es que se la llevaran. Han arrastrado a mucha gente». —«¿Llevársela? ¿Adónde?». —«Camino de Francia…». Ello significaba que la matarían antes de llegar a la frontera. Pronto corrió la voz de que, en el Collell, Gorki y su pandilla habían fusilado a unos cuantos detenidos que iban siendo arrastrados desde Barcelona, entre los que figuraban el obispo Polanco, de Teruel, y el coronel Rey d’Harcourt, que defendió esta ciudad y que se rindió a raíz de la gran nevada.

«La Voz de Alerta» apretó los puños. Nada podía hacer, excepto seguir a las tropas hacia la frontera. Pero ¡era tan vasta la provincia! Si supiera por dónde… Recorrió la checa. Vio una celda pequeña, con seis relojes todavía en marcha, cada uno marcando una hora distinta. Luego echó una ojeada a la celda trasera… Todavía quedaban en el suelo las palas y un montón de argamasa, y en la pared frontal se veían unos tabiques que sin duda acababan de ser levantados.

«La Voz de Alerta», como tocado por un resorte, preguntó:

—¿Esto qué es?

Nadie le contestó. El profesor Civil no sabía nada. Sin embargo, en cuanto el dentista se dirigió a los tabiques como para golpearlos, un funcionario de Prisiones que había entrado allí le dijo:

—Su esposa está ahí dentro…

Los ojos de «La Voz de Alerta» se convirtieron en miedo.

—¿Cómo…?

El funcionario añadió:

—Ella y mosén Francisco.

El dentista cayó redondo al suelo, fulminado, y el profesor Civil gritó:

—¡Rápido! ¡Una ambulancia!

Mosén Alberto fue otro de los afortunados gerundenses que llegaron a la ciudad la misma mañana de la «liberación». Lo llevaron en su coche dos oficiales del Estado Mayor del general Solchaga, que sentían gran afecto por el sacerdote. El sacerdote, al entrar en las primeras calles, pensó: «¡Lástima que el coche no sea descapotable!».

Su primera visita, ¡qué remedio!, fue para el Museo Diocesano. ¡El sacerdote-historiador se horrorizó! Las obras de arte, incluidos los retablos, habían desaparecido, así como el lecho en que había dormido el beato Padre Claret. No quedaban sino algunos muebles y algunas sillas, debajo de una de las cuales descubrió un manojo de llaves, que en seguida reconoció como las del Palacio del Obispo y la catedral. Mosén Alberto las recogió y bruscamente dijo: «Vámonos». Le había entrado la comezón de subir sin pérdida de tiempo al barrio antiguo, al Barrio Gótico de la ciudad, que era su feudo, su amor y su memoria. Únicamente, al paso, entró unos instantes en la parroquia del Carmen, que en los últimos tiempos había sido destinada por el catedrático Morales para dar funciones de teatro.

Luego, trepando por la calle de la Forsa, la calle que fue de los judíos artesanos, desembocó en la plaza de los Apóstoles, diez de cuyas estatuas habían sido destruidas. Allí rogó a los oficiales que lo dejaran solo y, dirigiéndose al portalón de acceso al Palacio Episcopal, utilizó su manojo de llaves y penetró en el inmenso edificio, que halló también vacío, con sólo algunos tapices enrollados y ¡seis sillones de barbero! El sacerdote, recorriendo sin prisa aquellas estancias, dedicó un emocionante recuerdo al que fue su obispo, obispo José, hombre austero, santo varón, con el que en varias ocasiones había discutido sobre trabajos de restauración de obras de arte, y que había muerto con una cruz en el pecho hecha de puntitos de sangre.

A la salida del Palacio, el sacerdote se reunió con los dos oficiales y cruzando con ellos la plaza, se dirigió con emoción creciente a la puerta de la catedral. La llave le temblaba en la mano. Sin embargo, en el momento de aplicarla a la cerradura se dio cuenta de que la puerta cedía, de que estaba abierta. ¡Mosén Alberto ignoraba que la catedral había servido en las últimas semanas de albergue para los refugiados! Asombrado y temeroso, penetró en el inmenso templo, bañado éste por una tenue luz, y los dos oficiales lo siguieron. Indescriptible suciedad. Los altares laterales habían servido para cocinar y en el Altar Mayor debieron de acostarse pueblos enteros, posiblemente llegados de Andalucía. Pero la mole estaba de pie y, extirpado del centro el Coro, la bóveda se desplegaba con toda su grandiosidad. Mosén Alberto se dirigió a la puerta principal y la abrió también. Era la puerta que comunicaba con la gran escalinata que el 18 de julio de 1936 el «pueblo», capitaneado por Cosme Vila, subió con ánimo de incendiar la basílica.

La apertura de la catedral fue una suerte de repique jubiloso. Mosén Alberto no se explicaría jamás cómo los gerundenses se enteraron del hecho. Al cuarto de hora escaso, un grupo de mozalbetes entraba con miedo supersticioso en el templo. Pronto aparecieron en el umbral varias mujeres. Luego hombres, y otra vez niños e incluso dos monjas, ya vestidas con hábito. Mosén Alberto, de centinela en la puerta, no podía disimular su contento y saludaba a los feligreses como si los hubiera invitado a una fiesta personal, fiesta que consistió en proceder inmediatamente a una frenética limpieza, en la que tomaron parte personas y escobas salidas de no se sabía dónde.

Y es que mosén Alberto proyectaba la celebración de un tedeum. Celebración inmediata, en cuanto le comunicaron que el general Solchaga, que sin duda se dignaría presidirlo, había entrado en la ciudad.

A las doce menos cuarto, uno de los dos oficiales recibió la notificación esperada. El general acababa de asomarse al balcón del Ayuntamiento, satisfecho por la manera como había sido llevada a cabo la ocupación, que no había costado sino una herida leve, un balazo aislado, en la pierna de un legionario.

Mosén Alberto respiró hondo y le dijo al oficial:

—Por favor, vaya a ver al general y pregúntele si podemos anunciar, para dentro de un par de horas (confío en que esto estará ya en condiciones), el canto de un tedeum, y si podemos contar con su asistencia.

No hubo dificultades. El general Solchaga consultó su reloj y accedió.

—Pueden anunciarlo a la población.

Era mediodía en punto. Mediodía de una jornada lechosa de febrero. Núñez Maza fue el encargado de propagar por la ciudad la buena nueva, utilizando su coche con altavoces y la emisora de Radio.

El contagio se produjo al instante. De los cuatro puntos cardinales de Gerona afluyeron fieles en dirección a la catedral. Familias enteras que sentían la necesidad de entrar en el templo y hablar con Dios, de hablarle de las extrañas cosas que les ocurrían a los hombres, de pedir a Dios perdón por tanto egoísmo, por tanta hambre y por tanta superchería. Marta, que se encontraba en la calle de la Barca, donde las manos que pedían eran más callosas que las de la Rambla y los despeinados más alucinantes, vio con asombro cómo aquellas mujeres escuálidas, tal vez viudas de milicianos, improvisaban también velos negros y echaban a correr, algunas de ellas con un cirio en la mano.

La catedral se abarrotó. Los encargados de celebrar y dirigir el tedeum serían mosén Alberto y tres capellanes castrenses que habían entrado con las fuerzas. Dichos capellanes repartían a los fieles unos folletos con la música y la letra del tedeum, la letra en latín y en castellano.

A las dos menos cinco minutos hizo su entrada en el templo el general Solchaga. Su banda roja cruzada en el pecho y las medallas que tintineaban en él evocaban el impacto visual que producían los obispos. Sin embargo, el obispo de Gerona faltaba. El viejo pastor espiritual, tan poco entendido en arte, tan santo y tan amante del café, había muerto. Mosén Alberto no se hacía a esta idea, y la catedral, sin el reverendísimo Prelado, le parecía incompleta.

¿Por qué no sonaban quinientas campanas, ya que Axelrod había regalado a la población un disco cantado por el coro del Ejército ruso, compuesto por quinientas voces? ¿Por qué no acudían ángeles con sus violines y trompetas? No hacía falta. Todo estaba allí. La emoción concentraba allí todo lo existente susceptible de convertirse en acción de gracias.

Mateo no pudo estar presente en la catedral. Había sido requerido en el Gobierno Civil para aportar algunos datos referentes a Gerona. Marta seguía con su camión; «La Voz de Alerta», en el hospital; los capitanes Sandoval y Arias proseguían su acción hacia la frontera. No obstante, tales ausencias, unidas a la de las familias de ideología adversa, para las cuales había empezado la persecución, no contaban, anegadas por la clamorosa presencia de unos quince mil, tal vez, veinte mil gerundenses.

Matías, Carmen Elgazu, Pilar y Eloy acudieron a la cita. Los cuatro habían afrontado con valentía las escalinatas. Pilar subiéndolas en diagonal, como en sus tiempos de colegiala, y acariciando los pomos de piedra de la balaustrada. Matías, que descansó en cada uno de los rellanos, le hizo prometer a Carmen Elgazu que si un día ella construía una catedral la construiría con ascensor. El pequeño Eloy de pronto oyó un silbido y se volvió en redondo: era la contraseña, que reconoció en el acto, de sus ex compañeros, los niños vascos refugiados, los cuales se dirigían también a la catedral ¡en compañía de los cuarenta chiquillos sordomudos que habían sido trasladados ex profeso desde Arbucias!

Matías recogió en la puerta de la catedral los cuatro folletos que les correspondían y los repartió cuidadosamente. «Quítate el sombrero», le advirtió su mujer. Entraron… Los altares laterales seguían oscurísimos, misteriosos, fascinando a mujeres y niños, como antaño habían fascinado a César. Y, de pronto, de la sacristía, revestido como era menester, salió mosén Alberto, escoltado por los tres capellanes castrenses. «¡Carmen, mira quién está ahí!».

—¡Mosén Alberto!

Mosén Alberto y sus asistentes subieron al Altar Mayor, donde se arrodillaron por unos instantes. Luego, todos se levantaron y mosén Alberto, volviéndose al pueblo fiel, con voz sorprendentemente enérgica y segura anunció el inicio del tedeum y arrancó, solo, con las primeras palabras del versículo: Te Deum laudamus.

Todo el mundo bajó la cabeza para leer el texto en el folleto. Todo el mundo, incluso el general Solchaga.

Te Deum Laudamus. Te Dominum confitemur. «A Vos, oh Señor, os alabamos; a Vos, oh Señor, os reconocemos».

Los fieles contestaron:

—«A Vos, Eterno Padre, venera toda la tierra».

Mosén Alberto prosiguió:

Tibi, omnes angeli, tibi coeli et universae potestates.

Y los fieles contestaron:

—«A Vos los querubines y los serafines aclaman sin cesar».

Se había formado una sola voz y los fieles de las primeras filas se dieron cuenta de que mosén Alberto lloraba. A Carmen Elgazu, el texto bilingüe le trababa la lengua; pero no importaba. Pilar procuraba estar del todo pendiente de la ceremonia, sin conseguirlo; continuamente volvía la cabeza esperando ver entrar a Mateo.

Llegados al versículo 17: «Vos, roto el aguijón de la muerte, abristeis a los fieles el reino de los cielos», Ignacio apareció en la puerta de la catedral. Todos sus esfuerzos para entrar en Gerona con las primeras tropas fracasaron. Acababa de llegar, saltando de camión en camión. El comandante de la Compañía de Esquiadores le había dicho lo mismo que a Moncho: «Ocho días de permiso y regresar».

Ignacio había subido volando al piso de la Rambla y lo encontró cerrado con doble llave. Temió alguna mala noticia, pero una vecina lo tranquilizó: «Están todos en la catedral. Celebran un tedeum».

El muchacho salió a la calle y vaciló un momento. Sospechaba que Marta no podía andar lejos, con los camiones de Auxilio Social. No obstante, pensó: «Tal vez esté también en la catedral».

Ignacio, echando también un vistazo al balcón del piso en que Julio vivió, tomó la dirección del barrio antiguo. Temblaba. Con auténtica angustia llegó al umbral del templo y miró al interior. Al pronto no vio sino una enorme multitud y en el altar mayor al general Solchaga, que lo era de su División; a don Anselmo Ichaso, a quien reconoció por las fotografías de los periódicos, ¡y a mosén Alberto! Mosén Alberto, vuelto hacia el pueblo, con aureola de héroe, rodeado de cirios como bayonetas.

A los dos minutos escasos, Ignacio localizó a los seres de su sangre. ¡Santo Dios! Sin duda alguna habían llegado a la catedral a última hora, pues apenas si pudieron adentrarse diez metros. Así que, estaban cerca, aunque no al alcance de la mano. Ignacio estalló en sollozos. Veía a sus padres y a Pilar de perfil. Su madre tenía la boca siempre abierta, como si cantase una eterna O. Por el contrario, Pilar vocalizaba a la perfección cada sílaba: «Per singulos dies benedicimus te». Matías tenía los labios prietos. Sin duda pensaba confusamente en su juventud y le rogaba a Dios que Ignacio, su hijo, regresara, sano y salvo.

El uniforme de Ignacio, de esquiador, era impresionante. Pilar continuaba volviendo la cabeza, en busca de Mateo, y una de las veces vio a Ignacio. Los ojos de la chica se agrandaron como los rosetones de la catedral y su boda quedó abierta, también en forma de O. Carmen Elgazu comprendió que algo insólito había visto su hija y con prontitud casi eléctrica se volvió a su vez; un segundo después, lo hizo Matías Alvear. ¡Mensaje de los ojos! Ignacio leyó en los ojos de los suyos, con la precisión con que en el Hospital Pasteur había leído los mensajes de los moribundos, las palabras «hijo», «hijo mío», «Ignacio», «gracias, ¡oh, Dios!». Y a su vez, los suyos leyeron, ¡claro que sí!, en los ojos del muchacho: «Padre, madre, Pilar…». ¿Y Eloy? El pequeño había quedado oculto casi a ras de tierra, con el solo horizonte de la falda de Pilar y los pantalones de Matías.

Mosén Alberto seguía cantando y el pueblo fiel le respondía. Había voces de todo matiz, de todo registro. El salmo número 29 decía: «En Vos, Señor, esperaré, no sea yo eternamente confundido».

El tedeum terminó. El general Solchaga, escoltado por parte de su Estado Mayor y por don Anselmo Ichaso, descendió del presbiterio. Formáronse dos hileras de personas, que tuvieron que dominarse para no aplaudir. En ese momento, mosén Alberto anunció a la multitud que a las cuatro en punto de la tarde se cantaría un responso en el cementerio, por el alma de los caídos.

Ignacio esperó a los suyos fuera, en el umbral de la puerta, un poco a la derecha, para dejar paso a la gente que salía.

Sin saber cómo, se encontró abrazando a su padre, a su madre, a Pilar.

—¡Hijo mío!

—¡Padre, madre!

—¡Ignacio!

—¡Pilar!…

Mosén Alberto hubiera gozado lo suyo viendo el abrazo de los cuatro seres, pero continuaba comunicando que a las cuatro de la tarde se cantaría un responso en el cementerio.

—¡Qué bien estás, Ignacio!

—¡Qué guapo, con esa cazadora!

—¡Madre!

Pilar le preguntaba:

—¿Te acuerdas de mí?

De repente, Ignacio miró a su padre y levantó un dedo de la mano derecha. Matías, comprendiendo al instante, respondió:

—«Neumáticos Michelín».

Eloy fue presentado, ¡por fin!, y todos juntos iniciaron la bajada hacia la Gerona moderna, hacia la Gerona horrible. Intentaron bajar todos a una y cogidos del brazo los peldaños de la gran escalinata y no pudieron. Riéronse por ello. Todo los hacía reír, incluso el color de plata indecisa de aquel mediodía de febrero.

Abajo, en la plaza, pasaban dos moros simétricos, con porte elegante y andar de caravana. Matías le dijo a su hijo:

—¿Sabes que esta mañana un moro ha besuqueado a placer a tu madre?

Carmen Elgazu protestó.

Pasaron dos italianos e Ignacio los saludó:

Ciao!

Ciao! —contestaron, en tono festivo, los italianos.

—¿Qué significa ciao? —preguntó Carmen Elgazu.

—Significa «adiós», o «hasta luego».

Matías gritó:

Ciao! —Y Eloy lo imitó.

En el último peldaño, dos soldados situados en las esquinas iban repitiendo: «A las cuatro, responso en el cementerio. Por los caídos por Dios y por España».

La familia se detuvo. Matías descubrió en la mirada de Ignacio un relámpago de inquietud. Algo pesaba como una losa, como plomo, en el corazón de su hijo. Matías se había dado cuenta de ello en seguida, pero… La mirada de Ignacio le confirmó en sus temores.

—Dime, hijo… —Ignacio se mordía dolorosamente el labio inferior—. ¿Ha ocurrido algo…, que no sepamos? —Ignacio no acertaba a hablar—. Dinos lo que sea.

Ignacio bajó la cabeza y pronunció la palabra Burgos.