Por circunstancias geográficas, Gerona se convirtió en punto clave, estratégico, para los millares de personas que huían a Francia. Pocos días antes de esta huida en masa, la Logia Ovidio se había reunido, todavía, en la calle del Pavo, sincronizando con el Pleno del Gran Consejo Federal Simbólico del Gran Oriente Español, celebrado en la misma fecha en Barcelona. En ambas sesiones se acordó «ratificar la adhesión entusiasta al Gobierno de la República presidido por Negrín y a cuantas decisiones dicho Gobierno tomase en el transcurso de la guerra». La última decisión que había tomado Negrín, precisamente en el Consejo de Ministros que convocó a su paso por Gerona, fue la de «resistir». Companys, presidente de la Generalidad, y Aguirre, presidente del Gobierno Vasco, le preguntaron a Negrín cuál era su propósito. Negrín echó una mirada a los campanarios de San Félix y la catedral, que seguían enhiestos, y contestó: «Resistir». Horas después se recibió la noticia de la dimisión del presidente de la República, Manuel Azaña. Negrín no se inmutó. Propuso a Martínez Barrios como sustituto. «Y si Martínez Barrios no acepta, tengo el honor de proponer la candidatura de Dolores Ibarruri»; es decir, la Pasionaria.
Julio García se encontraba también con su mujer en Gerona, adonde fue para retirar el resto de su equipaje. Despidió a los tres gobiernos que se dirigían a Figueras. Luego, ya en el volante del coche de Jefatura, contempló la caravana de fugitivos anónimos y calculó en unas cuatrocientas mil las personas que se dirigían a Francia.
—Por de pronto, los franceses han mandado al Perthus varios destacamentos de senegaleses —dijo, poniendo el motor en marcha.
—¿Quiénes son los senegaleses? —le preguntó doña Amparo.
—Los moros de Francia —le contestó Julio, pisando el acelerador y haciendo sonar el claxon.
Cuatrocientos mil… Imposible calcular. Los setenta kilómetros que separaban Gerona de la frontera eran un llanto horizontal. Había fugitivos procedentes de todas las regiones españolas, sin excepción, y las formas de huida alcanzaban la más grande variedad: desde un tanque marciano ocupado por seis hombres de la columna Tagüeña, hasta dos latas vacías, atadas a los pies, a modo de zancos, utilizadas por una muchacha de unos diez años, pelirroja y expresiva, como el Perrete. ¡Fugitivos! Peregrinos de una España ensangrentada. Cuando llovía, los árboles lloraban, al igual que los mojones de las carreteras. Cada camión, carro o coche era un mundo. La inmensa fatiga se contagiaba incluso a los motores, los cuales parecían negarse a seguir adelante. «¡Paso! ¡Paso!». ¿Cómo pasar, hacia dónde? Hacia el destierro interminable…
Fanny y Bolen contemplaban el espectáculo. Aquellos falangistas de Zaragoza que les ensuciaron el parabrisas, se habían salido con la suya. Ambos corresponsales filmaban la huida; la máquina de filmar era alemana, gemela de la que Schubert había regalado a Núñez Maza.
Encaramados en lo alto de un coche de línea destartalado, filmaban la España ensangrentada, al tiempo que para sus adentros bendecían la paz de que gozaban sus respectivos países, paz que, gracias a los recientes acuerdos de Munich, tal vez fuera durable.
—Me dan pena —dijo Fanny.
—También a mí.
Antonio Casal se había anticipado a este alud, siguiendo el consejo de Julio García. Se encontraba ya en Perpignan, con su mujer y sus tres hijos, en una reducida habitación del Hotel Cosmos, el mismo hotel en que Mateo y Jorge se hospedaron cuando su huida. Casal se despidió de Gerona con sencillez y dramatismo. No le importaba dejar el piso, pero sí la ciudad pétrea, el barrio gótico y el local de la UGT. Subió, él solo, a este local y de pie en el centro, rodeado de estadísticas, estalló en un sollozo. Cada número fijo en la pared había resultado una mentira. «Claro, los hombres somos más complejos que la Aritmética».
¿Quién era Antonio Casal? Un muchacho lleno de buena voluntad, que tal vez en otro país menos instintivo, en el que los objetos, las máquinas e incluso los animales y la naturaleza contaran más que lo que contaban en España, hubiera encontrado su lugar. Entretanto, el fracaso del jefe socialista era absoluto. Desde niño luchó para asegurar a todos los hombres «cuna, comida y sepultura» y el resultado estaba ahí: abortos, hambre y millares de cadáveres por las cunetas. Julio García le había prometido ayuda, pero el muchacho no estaba tranquilo. Temía que, fuera de España, sus H… de la Logia Ovidio lo abandonaran a su suerte.
David y Olga, apenas llegó a Gerona el ruido del cañón, se habían mirado largamente y también habían decidido marchar, anticipándose a la caravana. Los dos pensaron lo mismo: lo más sencillo sería suicidarse, pero se querían demasiado… ¡Si fuera verdad que existía otra vida, una forma de subsistencia! Pero ¿cómo creerlo? Y era lo peor que tampoco imaginaban la nada.
—Seguiremos luchando.
—De acuerdo.
Se abrazaron en el centro de la escuela, en cuya pizarra los niños refugiados habían trazado torpes siluetas.
—Te quiero mucho, Olga.
—Ya lo sé.
—Te quiero más que nunca.
—Yo también.
Se besaron de nuevo, y emprendieron el éxodo. Decidieron llevar consigo dos chicos asturianos, huérfanos. En el jardín quedaron muchos documentos, lo que fue aprovechado por los dos niños para calentarse las manos en la crepitante hoguera. Luego subieron al coche, al Balilla que perteneció al padre de los Estrada, y tomaron la ruta de Francia.
Olga llevaba el pelo corto, brillante y liso, y David tenía facciones angulosas y con frecuencia se rascaba con el índice la punta de la nariz. «A nosotros nos gusta la gente normal, la gente que tiene defectos». En Barcelona asistieron al entierro de Maciá y más tarde presenciaron la batalla de Belchite, donde sintieron asco y piedad por la matanza a que se dedicaban los hombres. Seguían creyendo que la infancia era determinante, que influía decisivamente sobre el destino de cada cual, y por eso no enseñaban a los alumnos a rezar sino que los capacitaban para una libre elección. Se acordaban mucho de Mateo Santos y de las palabras de Ignacio: «¿Qué esperáis que haya al otro lado de esta orgía?». Continuaban creyendo que los organismos políticos necesitaban de savia joven, lo contrario de los Estados Mayores, que necesitaban hombres con experiencia. «La República lo entendió al revés. Jóvenes imberbes ascendidos a capitanes y mayoría de vejestorios en los Partidos y en la política en general».
David y Olga emprendieron la huida, y, cuando el coche arrancó, los dos chicos asturianos palmotearon. Sin embargo, a la salida de Gerona los maestros emplearon tanto tiempo ayudando a gente desamparada, que el embotellamiento los cogió en medio y no podían avanzar. Carros y tartanas obturaban la carretera, David se apeó y se informó: sería más práctico seguir a pie… Así lo hicieron. Se despidieron del coche y llevando cada uno una maleta echaron a andar. En Figueras dejaron los dos niños a la puerta de un convento habilitado como guardería infantil. Les dieron casi toda la comida que llevaban y los dejaron al cuidado de dos mujeres de semblante sereno, que acaso fueran monjas.
Uno, dos, uno, dos, siguieron carretera adelante. Al otro lado de la orgía, Francia…
—¿Tienes sed, Olga? ¿Quieres agua?
También el Responsable decidió huir, en unión de sus hijas, del Cojo, de Blasco y de Santi. José Alvear se separó de él en Gerona. «Voy a visitar a mi familia». «¿Tu familia?», preguntó el Responsable. «¡Me llamo Alvear!». El Responsable y sus hijas se despidieron del piso de don Jorge, de la armadura del rincón, mientras el Cojo y Blasco acababan con el champaña de la bodega. Luego todos juntos se dirigieron en tromba a la fábrica Soler y le pegaron fuego. Todo estaba preparado y además en la fábrica había gran cantidad de materias inflamables. Lo mismo hicieron con la fundición de los Costa. Al inicio de la revolución quemaron iglesias y conventos; al final, fábricas y fundiciones. Su intención era también volar los cines, pero no les dio tiempo. Oyeron el cañoneo y tiraron al río todos los pertrechos.
El Responsable, cuyo padre fabricó alpargatas, en una ocasión le pegó un puñetazo a Ignacio. Había querido mucho a su patrono, el señor Corbera, pero luego lo fusiló. Al fusilar, le gustaba ver los ojos de las víctimas. Se desesperó con la muerte de Porvenir y en aquellos momentos sentía un rencor sin límites por Moscú. «Han hecho como que ayudaban, pero nada. Total, chatarra».
A Francia… Caminaban recio e iban dejando atrás vidas débiles, mujeres. El Cojo llevaba una mochila y con los puños incrustados en las caderas se ayudaba a sostenerla. Blasco llevaba consigo el dinero que cobró por salvar a los Costa y un saco enorme, lo mismo que Santi. Los tres acólitos del Responsable se fugaban con oro y joyas que guardaban desde hacía mucho tiempo y les preocupaba el rumor según el cual en la aduana los franceses se quedaban con todo.
—¿Qué haremos?
—Está por ver.
Al Responsable le habían dicho que fuera de España no había anarquistas más que en América del Sur. Por un momento se imaginó en Colombia, o en Venezuela, o en Argentina, hecho un mandamás, un capitoste. «Soy veterano», pensó. Pero sus hijas no querrían, estaban cansadas. Lo habían perdido todo, incluso la juventud. Ni siquiera habían aprovechado el gimnasio para mantenerse físicamente en forma. «¡Si a lo menos Porvenir me hubiera dado un hijo!», gemía Merche.
También Cosme Vila abandonó a Gerona en compañía de su mujer, su hijo y sus suegros. Antes de marchar, se entretuvo mirando cómo ardían la fábrica Soler y la fundición de los Costa. Luego se dirigió al local del Partido, donde hizo una hoguera con la mayor parte de los documentos, guardándose únicamente el fichero y una carpeta azul que decía: «Axelrod». Al bajar, se encontró el coche esperándolo, con toda la familia acomodada en la parte de atrás y el fiel Crespo al volante. La mujer de Cosme Vila lloraba y el hombre le dijo:
—Por favor…
El coche arrancó, pero en vez de tomar la carretera de Francia, tomó la que conducía a la costa, carretera bastante despejada, en la que había, ¡aún!, algunos milicianos haciendo guardia, a los que Cosme Vila saludó puño en alto. Al pasar por el pueblo de Llagostera vieron un café llamado «La Concordia», en cuya puerta un grupo de hombres con pistolas en el cinto discutían acaloradamente. Había un gran silencio en el coche, como si éste se dirigiera a una ceremonia de trascendencia.
El jefe comunista no llevaba consigo ni un real, ni un colchón… Al llegar a San Feliu de Guíxols se despidió de Crespo y del coche y subió con toda su familia a una barca de pesca que olía a brea, conducida por un militante del pueblo que al verlos puso en marcha el motor diciendo: «Salud». La barca, llamada La Rubia, se hizo a la mar, mientras Crespo desde la playa agitaba la mano. Una vez fuera del puerto, Cosme Vila tiró al agua la pistola, pero no el cinturón, pues Axelrod le dijo que en Francia continuaría siendo el mismo, teniendo jerarquía y mando. Los suegros no se atrevían a preguntar nada, pues el semblante de Cosme Vila reflejaba una gran tristeza. Era natural. Cosme Vila creyó que el Partido Comunista estaba inmunizado contra el error, que sus sistemas eran infalibles; y él dejaba a su espalda una derrota sin par y, por obediencia, abandonaba a España cómodamente, por una ruta libre y hermosa, por una ruta infinita y azul, mientras aquéllos que en él confiaron avanzaban paso a paso por una carretera embotellada, sembrada de muertos.
Cosme Vila, en los momentos de desánimo, se apoyaba en unas cuantas ideas. «El setenta por ciento de la población mundial pasa hambre y no tiene con qué curarse las enfermedades». «En África, en el Brasil, en el Pacífico, en todas partes hay todavía tribus situadas en un estado intermedio entre el orangután y el hombre». A su entender, la experiencia Dios había fracasado, pues no explicaba satisfactoriamente la miseria, ni el dolor, ni la lentitud del desarrollo. También había fracasado la experiencia Razón. Ahora faltaba la experiencia Ciencia, la tenaz combinación de la Química y la Física.
En un momento dado, viendo los dientes del militante barquero, que parecía sonreír, Cosme Vila se acordó de «La Voz de Alerta», cuya petición de tregua había recibido oportunamente. ¡Mala suerte! El plazo solicitado por el dentista había expirado sin que éste enviara a Gerona los nombres de las personas que debían ser canjeadas por Laura. ¡Mala suerte! Cosme Vila le dio a Gorki las debidas instrucciones, pensando en las cuales el jefe comunista, por un instante, sonrió como el militante barquero.
José Alvear pasó por Gerona como un meteoro. José, al despedirse del Responsable, se dirigió efectivamente al piso de la Rambla, encontrándolos a todos reunidos en el comedor; incluso al pequeño Eloy, a quien acarició la cabeza. Carmen Elgazu había presentido aquella visita; también Matías y Pilar. Lo que nunca imaginaron fue que la guerra hubiera impreso en el rostro de José una huella tan dolorosa. Pilar, al verle, al ver las tres barras, no pudo reprimir un grito: «¡Capitán!».
No había tiempo para acusaciones. Muerto por muerto: lo mismo que en Burgos. César murió, también murió el padre de José. Además, José ayudó a Ignacio a pasarse a la otra zona. Además… eran familia, ¿no?
—¿Supisteis algo de Ignacio?
—Sí. Llegó bien.
José no pedía nada. Sólo un poco de alcohol, si lo tenían, pues un camión le hizo un pequeño rasguño en la mano derecha. Y luego, un poco de pan. Y luego, darles un abrazo y decirles «hasta luego», pues nada en la tierra duraba siempre.
Pilar no lo podía remediar: había algo en su primo que le gustaba.
—Pan no tenemos. Nada. Pero te daremos una lata de atún. Y unas avellanas.
—Está bien.
—¿En Francia conoces a alguien?
—Sí. Al presidente de la República.
—¿Tienes dinero francés?
—Sí. —Y sonriendo, ¡como en su primera visita a Gerona!, José mostró los bíceps y los palpó.
En aquel momento salió el humo de la fábrica Soler. Y fuera se oyeron gritos como si arrastraran a alguien. El rostro de José se iluminó. Miró a Carmen Elgazu y le invadió un irreprimible deseo de hacer algo que mereciese la aprobación de aquella mujer, de su tía, que le dejase un buen recuerdo.
—Antes de irme… ¿puedo hacer en Gerona algo que sea útil? —Volvió a mirar el humo de la fábrica Soler—. Esos brutos son capaces de volarlo todo.
Matías pensó en el acto en los presos. Había corrido el rumor de que el Responsable incendiaría el Seminario y las dos checas. Pero comprendió que no procedía hablar de aquello.
—No sé…
—¿No se os ocurre nada?
—Nada… No creo que puedas hacer nada.
—Lo siento —dijo José, sacándose un pañuelo sucio y sonándose con estrépito.
Carmen Elgazu miró el pañuelo sucio e intervino:
—Te daré un par de pañuelos.
—Gracias.
José miró a Pilar y sonrió. A gusto se hubiera llevado a la muchacha hacia su gran aventura imprevisible.
—Estás hecha una mujer.
—¡No digas eso! Parezco un esqueleto.
—Me pirro por los esqueletos.
Lo acompañaron en comitiva hasta la puerta y luego salieron al balcón, incluso Eloy. Vieron correr a José, quien, al pasar delante del domicilio de Julio, se volvió hacia ellos y les hizo un gesto que significaba: «menudo tunante». Luego tomó al asalto un camión cargado con muebles y desapareció.
También huyeron a Francia el Comisario Provincial, H… Julián Cervera, el Director del Banco Arús y los arquitectos Ribas y Massana, todos ellos en una barca, a imitación de Cosme Vila, si bien tuvieron que pagar por el viaje sus buenos dineros. No obstante, el último dirigente «rojo» en abandonar la ciudad fue Gorki. Gorki había recibido a última hora las instrucciones de Cosme Vila y se quedó en Gerona unas horas más para darles debido cumplimiento. Dichas instrucciones eran de tal calibre que, pese a su veteranía, Gorki palideció al oírlas e invitó a su jefe a que se las repitiera de pe a pa.
—De acuerdo —dijo al final. Y Gorki, acompañado por cuatro milicianos, se dirigió a la checa comunista, el antiguo Horno de Cal musitando: «¿Por qué no? También nosotros hemos perdido a Teo y a Morales».
Sí, el ex perfumista cumplió. En la celda de los varones, a una orden suya cayeron acribillados todos los detenidos que había, excepto mosén Francisco. Tales detenidos sumaban seis, entre los que figuraban el Rubio y el suegro de los hermanos Costa. En la celda de las mujeres, cayeron acribilladas todas las reclusas, excepto Laura. Tales reclusas sumaban siete, figurando entre ellas la suegra de los Costa y la que fue novia de Octavio, el falangista fusilado en Jaén.
—¿Qué hacemos? —preguntó luego uno de los milicianos, mirando la ristra de cadáveres.
—Los moros los enterrarán.
Inmediatamente después, Gorki se dispuso a rematar la operación. Sí, Cosme Vila había reservado algo especial para mosén Francisco, que representaba a la Iglesia, y para Laura, que representaba a la Burguesía.
Ambos prisioneros fueron misteriosamente conducidos a una celda trasera del edificio, en la que, al parecer, se efectuaban obras. Les habían atado las manos a la espalda. «¿Preferís morir de frío o de calor?», les preguntó Gorki. Mosén Francisco contestó: «Como ustedes quieran».
Ni Laura ni el vicario tenían la menor idea de cuáles podían ser los planes de Gorki, todavía alcalde de la ciudad. La celda en cuestión era espaciosa. Al fondo, una pila de ladrillos que llegaba casi al techo. Más cerca, en el suelo, varios milicianos revolvían con palas una masa de cal, arena y agua.
Llamaron la atención de mosén Francisco dos huecos abiertos en uno de los muros laterales, dos boquetes, como nichos, pero más altos. En cada uno de ellos cabía perfectamente un hombre de pie.
—¿Preferís los ojos vendados?
Laura estalló en un sollozo, pero mosén Francisco contestó en su nombre:
—Lo mismo da.
Ordenaron a mosén Francisco que se colocara en una de las hornacinas y Laura tuvo una crisis desesperada. Inmediatamente después obligaron a Laura a que ocupara la otra hornacina. Ambos detenidos, pronto inmóviles en sus puestos, dieron la impresión de momias o de imágenes en un altar. Los dos boquetes eran simétricos, por lo que los milicianos, utilizando ladrillo y argamasa, empezaron a levantar a ritmo idéntico los tabiques que habían de emparedar al vicario y a la esposa de «La Voz de Alerta».
Mosén Francisco, por un segundo, perdió el conocimiento, pero logró sobreponerse. Y le dijo a su compañera:
—Laura, escúcheme. Le da tiempo a confesarse…
Laura estalló en otro desgarrador sollozo.
—¡Dios mío…! —Laura estiraba el cuello, pero no podía hablar.
—La oigo bien. Esto acabará pronto…
—¡Callarse! —gritó uno de los milicianos, vertiendo argamasa en el hueco ocupado por mosén Francisco, con lo que los pies del sacerdote quedaron aprisionados.
—¡Dios mío…! —murmuraba Laura—. Me arrepiento de…
—Es suficiente. Voy a darle la absolución.
El vicario tenía las manos atadas a la espalda, por lo que absolvió a Laura al tiempo que movía la cabeza de arriba abajo y luego de izquierda a derecha.
—Ya está.
A medida que los tabiques subían, los golpes de los albañiles sonaban más opacos. Cuando mosén Francisco y Laura estuvieron emparedados hasta la cintura, los milicianos dejaron de echar argamasa dentro. Entonces el vicario se acordó del señor obispo y se sintió fortalecido.
—No se acobarde. Rece conmigo: «Y subiré al altar de Dios, del Dios que es mi gozo y mi alegría».
—¡Callarse!
—Subiré al altar…
—… de Dios…
—… de Dios, del Dios que es mi gozo y mi alegría.
Gorki resistía impávido en la puerta. Los cadáveres de los fusilados, entre ellos el del Rubio, seguían en la estancia contigua.
—«… Conturbado estoy y no puedo hablar…».
—«… Conturbada estoy y no puedo hablar…».
—«Tuyo es el día y tuya es la noche…».
—¡Callarse!
Los ladrillos alcanzaban la barbilla y la boca, por lo que las voces salían tenues por el hueco de arriba, que parecía un buzón. Gorki empezó a sufrir. De pronto, no pudo resistir la visión de la Iglesia y de la Burguesía ahogadas por el pueblo.
—«Tuyo es el día y tuya es la noche…».
—Amén.
—Amén.
Los dos tabiques cerraron y dentro mosén Francisco, a la intención de Gorki y de los milicianos, trazó con la cabeza el signo de la cruz.
Listo el trabajo, los milicianos salieron. Gorki los esperaba fuera, ya acomodado en el coche del Partido, que había regresado de San Feliu de Guíxols, de acompañar a Cosme Vila. Crespo seguía al volante. Los milicianos subieron y Crespo preguntó:
—¿A la frontera?
Gorki contestó:
—Sí, pero no por Figueras. Primero pasaremos por el Collell.