«La Voz de Alerta» buscó por todos los medios a su alcance el lote de «prisioneros rojos», importantes a ser posible, que le hacían falta para ofrecérselos a Cosme Vila a cambio de Laura; pero no dio con él. Los aviadores caídos en la zona habían desaparecido de las listas oficiales. Arturo Koestler, el escritor inglés que los «nacionales» apresaron en Málaga, había sido ya canjeado, en Gibraltar, por la esposa del piloto Carlos de Haya. «La Voz de Alerta» había supuesto encontrar más apoyo, algo más que consejos, sobre todo, por parte de don Anselmo Ichaso; pero estaba visto que en medio de tanto infortunio los dramas personales quedaban minimizados. Entonces, a punto de expirar el plazo concedido por Cosme Vila, decidió inventarse el lote y al efecto redactó la siguiente nota, con destino al jefe comunista gerundense: «Por falta de garantía de que mi presencia personal en la frontera significase la libertad de mi esposa, Laura Costa, le propongo a usted canjear a la prisionera por varios dirigentes comunistas que obran en nuestro poder, para lo cual necesito que me conceda usted una prórroga de quince días».
«La Voz de Alerta», una vez enviada la nota a Gerona, valiéndose para ello del notario Noguer, que continuaba en Perpignan, dirigióse sin perder un minuto a Lérida, con la esperanza de encontrar en esta ciudad los dirigentes que acababa de prometer. Cosme Vila, al recibir el papel, lo leyó ávidamente y accedió. «De acuerdo. Esperaré quince días. Ni uno más».
Otra persona amenazada que obtuvo una tregua, fue el Responsable. El doctor Rosselló se dirigió pistola en mano a su encuentro en la checa anarquista.
—Llevo dos años dedicando mi vida a curar a tus compañeros amigos. Todos han pasado por mi quirófano y he salvado la vida a muchos de ellos.
—No salvaste a Porvenir —interrumpió el Responsable.
—¿Y qué culpa tengo yo? Su herida era mortal. —El doctor prosiguió—: No quiero discutir lo que mis hijas hayan hecho; pero no eres tú quién para tomarte la justicia por tu mano. De modo que ahora mismo vamos tú y yo y las acompañamos a la cárcel del Seminario. Una vez allí, me ocuparé en que sean juzgadas de modo legal.
—¿Y si me opongo? —dijo el Responsable, mirándole.
—Si té opones, te mataré yo mismo, si puedo. Si tú me matas antes, tengo doce amigos, ni uno más ni uno menos, que me han prometido ajustarte las cuentas.
El Responsable vio la pistola en manos de su interlocutor y decidió: «De acuerdo». Pensó que los presuntos amigos del doctor existían de verdad: los miembros de la Logia Ovidio. Las dos detenidas pasaron a la cárcel del Seminario y en el trayecto su padre les dio tanta lástima, que antes de cruzar el umbral le enviaron un beso de gratitud, beso que tuvo la virtud de emborrachar de felicidad al doctor.
También los internacionales Polo Norte y el Negus, que a raíz de la batalla de Teruel fueron acusados de indisciplina por un Comisario llamado Bineto, el cual los internó en el campo de reeducación de Júcar, salvaron el pellejo. Se escaparon de dicho campo y, al igual que José Alvear, consiguieron llegar a Barcelona, donde Polo Norte planeó salir de España, en tanto que el Negus, de temperamento más aventurero, decidió esperar un poco más. Los dos hombres parecían simbolizar la desmoralización de gran parte de sus camaradas, muchos de los cuales no tenían otra idea que regresar a sus países, sin que la tentativa de mezclarlos con milicianos españoles mejorara la situación. Polo Norte aseguraba que todo les había salido al revés, que la contienda española resultaba un hueso duro de roer, a una distancia infinita del cuadro que les habían presentado en París los encargados del reclutamiento. «Vine para aprender ¡y vaya si he aprendido! Por de pronto, en Teruel pasé más frío que en toda mi vida en Suecia. Luego, es mentira que sólo defienden a Franco los terratenientes y los curas. Y desde luego, no soporto que me emborrachen con coñac, malo por añadidura, para que no me dé cuenta de si me tratan como un hombre o como a un perro». El Negus matizaba menos y se limitaba a soltar tacos, a despotricar contra André Marty y a enseñar a todo el mundo una estadística publicada por Le Matin de París, el 7 de agosto. «De los quinientos prisioneros hechos por los nacionales en una de las jornadas de la reciente batalla de Aragón, ciento cuarenta y uno eran ingleses, setenta y dos americanos, cuarenta y uno eran franceses, etcétera. ¡Rusos, uno sólo!».
—¿Hay quien dé más?
Quien no consiguió la tregua deseada fue Octavio… El falangista, caído prisionero en el frente Sur, en calidad de agente del SIFNE, pasó a manos del Tribunal Especial contra el Espionaje. Conducido a Jaén, a lo largo de dos semanas fue sometido a un interrogatorio inclemente. No lo torturaron, pero apenas si le daban de comer. El día de la ocupación de Lérida, tal vez en un arrebato colérico, tres milicianos se lo llevaron al cementerio y lo fusilaron. Octavio murió gimoteando. Se acobardó. Antes de que dispararan cayó de rodillas al suelo, implorando perdón.
* * *
La tesis de Cosme Vila sobre las posibilidades de plantar cara que le quedaban aún al Ejército «rojo», se manifestó cierta. Mezclando con eficacia casi artística la organización y la amenaza, el presidente Negrín, pocas semanas después de la pérdida de Lérida y de la llegada «nacional» a Vinaroz, pudo decirle a Gaiskis, el embajador ruso: «Dentro de ocho días tendré en pie de guerra los hombres que usted me pidió. Diez divisiones, ciento veinte mil fusiles en total».
A raíz de esta afirmación, el mando ruso decidió jugarse la última carta y jugársela a cara o cruz. Concibió una operación presuntuosa, difícil, destinada a asestar al enemigo un golpe en el pecho. Negrín, oídas las explicaciones de los estrategas, preguntó:
—¿Y las divisiones rusas que me fueron prometidas?
—Dada la actitud de Hitler en la conferencia de Munich, razonable y conciliadora, constituiría una provocación.
—¿Y el arma desconocida, prometida por los checos?
—El invento es, desde luego, una realidad; pero por desgracia no lo es su fabricación en serie.
Se trataba de atacar por el Ebro, de cruzar por sorpresa este río, en el sector de Gandesa, y penetrar en la retaguardia enemiga hasta que el último soldado hubiese perdido el aliento.
La máquina movilizada fue puesta en marcha. Según las características de cada sector, el compás se abría más o menos; pero, por término medio, fueron llamados todos los hombres comprendidos entre los dieciséis y los cuarenta y dos años. En consecuencia, verdaderos niños, bautizados popularmente «La quinta del Biberón», fueron dotados de fusil, mientras por arriba el llamamiento alcanzaba justo la quinta de Ezequiel. ¡Ezequiel, al frente del Ebro! Matías rebasaba la edad y Jaime quedaba incluido, pero consiguió que un médico de la Caja de Reclutas, pariente amigo, lo declarase inútil total. Por supuesto, no faltaban hombres animosos, como José Alvear, quien una vez más se dirigió a primera línea con el firme propósito de perseguir al enemigo hasta Portugal.
Así, pues, la cifra de trescientos mil combatientes deseada y anunciada por Cosme Vila resultó exagerada; pero ciento veinte mil hombres no eran de despreciar, máxime teniendo en cuenta que el Partido Comunista se mostró dispuesto a convertir cada uno de ellos en catapulta. «Todo soldado que abandone o pierda el fusil, será pasado por las armas». «Todo intento de deserción será castigado con la muerte, pudiendo aplicar dicho castigo los propios camaradas». El procedimiento fue expeditivo: detrás de los ciento veinte mil hombres, los comisarios políticos, equiparados al grado de capitán, alinearon un cordón de negras pistolas. Objetivos especiales eran la localización de automutilados y la vigilancia de los numerosos presos «fascistas» que habían sido movilizados. Líster observó que sus hombres miraban constantemente el cielo, ¡el pánico por la aviación!, y en consecuencia pensó en publicar un bando prohibiendo mirar el cielo.
El inicio de la batalla tendría lugar el 25 de julio, precisamente el día de la Fiesta de Santiago Apóstol, Patrón de España. El río Ebro se cruzaría a las doce horas cero minutos de la noche. Los pontoneros habían preparado cinco puentes de ciento cincuenta metros de longitud cada uno, hábilmente construidos sobre flotadores. Y, por supuesto, barcas. Cien barcas lo menos fueron transportadas del mar al río Ebro, de los peces a los hombres. Cada barca llevaría lo menos un oficial y ocho soldados, algunos de los cuales recibieron la instrucción llamada «del silencio»: embarcar, desatracar y remar sin hacer ruido… ¡Cautela! Se prohibiría incluso toser. Los soldados no llevarían ni manta, ni plato, ni saco, sólo un macuto con municiones y comida y la voluntad de morir. El frente se rompería a lo largo de ciento ochenta kilómetros y el terreno en que se combatiría era de formación calcárea, con manchas de viñedos, olivares y cereales.
El Ebro era el río español por antonomasia. Su itinerario, que se iniciaba en los Montes Cantábricos, era calco fiel del seguido por muchos soldados del bando «nacional». El Ebro nacía cerca de Reinosa, en Santander, y después de recorrer novecientos kilómetros, moría en el Mediterráneo. No otra cosa cabía decir de muchos legionarios, moros, requetés navarros y falangistas. El Ebro era poco más que un arroyuelo para los combatientes llegados de la rica Europa, nacidos a orillas del Rin, el Danubio, o el Sena; pero para los españoles era el símbolo de la fertilidad y especialmente en tierra aragonesa eran tantas las aguas que recogía, que Gorki recordó en El Proletario el adagio popular: «Ega, Arga y Aragón hacen al Ebro varón».
A Cosme Vila le hubiera gustado acudir a la cita del Ebro y que a su lado Gerona entera cruzara el río con los soldados. Sin embargo, ¡cautela!, Axelrod se lo prohibió; disponiendo, además, que por esta vez el catedrático Morales sustituyera a Gorki, disposición que tuvo la virtud de provocar en el catedrático un extraño eructo. Cosme Vila se quedó meditabundo, pues no le cabía la menor duda de que si la ofensiva fracasaba la suerte de la causa popular estaba echada. A veces le dolía que le conservasen su vida como en un frasco de alcohol; a veces le dolía que la existencia del escalafón jerárquico fuera hasta tal punto inevitable.
El Responsable, que no estaba supeditado a nadie, en ocasión tan singular decidió capitanear personalmente la representación anarquista. Sus hijas le objetaron: «¿Qué haremos sin ti?». Santi, que de un tiempo a esta parte parecía enamorado de Merche, saltó decidido: «Yo me quedo, nada os faltará. ¿Aceptas, Merche?». «¡Oh, gracias, gracias!». Antonio Casal hubiera querido alistarse, pero no lo hizo. La mirada de su mujer fue tan expresiva, que el jefe de la UGT no se atrevió a proponerlo siquiera. Tampoco David y Olga tomaron el fusil, pues su pesimismo era tal que de hecho juzgaban ya heroico quedarse en Gerona. En cambio, los empleados del Banco Arús, compañeros de Ignacio —excepto Padrosa, esquiador en el Pirineo «rojo»—, partieron rumbo al Ebro. Partieron precisamente el 18 de julio, segundo aniversario del comienzo de la guerra. Ni siquiera se libró de ello la Torre de Babel, peso a que en Abastos, al despedirse, le dijo a Pilar que un hombre de estatura tan visible debería ser destinado a Servicios Auxiliares.
En los días que precedieron a la ofensiva, los dirigentes «rojos» desplegaron una actividad fuera de lo común, para convencer a los combatientes de que velaban por ellos. La Pasionaria, en París, en el Velódromo de Invierno, lanzó ante veinticinco mil oyentes la consigna de «España lucha y vencerá». Prieto, cuya destitución como ministro de Defensa fue jaleada por millares de telegramas de conformidad enviados por los comunistas desde todos los frentes, se encontraba en Sudamérica pidiendo ayuda económica para la causa del pueblo español. Álvarez del Vayo saltaba de aeródromo en aeródromo y arrancaba del laborista inglés Clemente Atlee, una nueva y devota declaración en favor «de la lucha por la libertad de España» y el grito de «¡Obreros del mundo, uníos!». Tal vez los únicos que no se mostraron a la altura de las circunstancias fuesen André Marty, llamado a Moscú para responder de «turbias rarezas» en su gestión al mando de las Brigadas Internacionales, y el presidente de la República, Manuel Azaña, el cual se instaló limpiamente cerca de la frontera francesa, en el castillo de Perelada, adonde habían sido llevadas muchas obras del Museo del Prado y donde aquél descubrió con asombro que el cuadro al óleo que pendía en la cabecera de su lecho representaba la huida de Egipto.
Llegó la fecha del veinticinco, hora H. A las doce horas, cero minutos, tal como estaba previsto, un ejército de fantasmas arrolló materialmente las débiles guarniciones «fascistas» del sector de Gandesa, después de cruzar el Ebro, en un alarde de táctica. El desconcierto entre las tropas defensivas, que no esperaban que el ataque «rojo» se mostrase ni tan violento ni tan rápido, fue total. Los soldados cayeron prisioneros o huyeron, dejando en manos de los milicianos la artillería y las ametralladoras. Se estableció una cabeza de puente, que se iba ensanchando a medida que nuevos atacantes cruzaban el río. La brillantez de la apertura deslumbró incluso a los empleados del Banco Arús… El Responsable se exaltó hasta un punto inverosímil, pues en los sucesos de mayo de 1937, en Barcelona, no pudo sino defenderse detrás de una inocente barricada, en tanto que en el Ebro avanzaba kilómetros lanzando sin descanso granadas de mano. Reparto a voleo, siembra de victoria, que el Cojo rubricaba pegando cada dos por tres un salto mortal.
Lo mismo que ocurrió cuando la pérdida de Teruel, en la retaguardia «franquista» se produjo un estremecimiento de desconfianza. «¿Qué pasa?». Schubert se preguntó una vez más hasta qué punto la población que vitoreaba a Franco hubiera demostrado el temple necesario en el caso de que la suerte militar le hubiese sido reiteradamente adversa. El propio Mateo, que desde Castellón de la Plana fue trasladado, con su Bandera, al igual que otras muchas unidades, a taponar la brecha del Ebro, se descompuso al comprobar el chaqueteo de la población. En los altares de los templos, el número y el tamaño de los cirios aumentaba a tenor del pánico. El agente Difícil, vuelto a Madrid, sonreía desde su rincón del bar Mayor. «Como esto dure —le decía al patrón alemán—, ofrezco mis servicios a Negrín, que no deja de ser un farsante simpático». Difícil creía saber que Negrín no había sido ni sería jamás comunista «por dentro».
El Alto Mando «nacional» dio prueba de mayor temple. Franco se trasladó al teatro de la lucha. Instaló su Cuartel General, camuflado en unos vagones de ferrocarril, cerca de Alcañiz. Dicho cuartel se denominó, como de costumbre, «Terminus». Pocos días le bastaron al Generalísimo para reunir los datos necesarios que le permitieran enjuiciar la situación. Y su comentario, que asombró a varios de los militares que lo rodeaban, fue escueto: «No podíamos tener más suerte. En treinta y cinco kilómetros tengo encerrado lo mejor del Ejército rojo».
Era su antigua teoría: machacar las Divisiones del enemigo, aunque fuera a costa de unas cuantas baterías y de unos kilómetros de territorio. «Sin duda la batalla del Ebro será poco espectacular, será áspera y fea. El enemigo es dueño del sistema de observatorios que dominan la región y está bien provisto de armas automáticas. Pero al mismo tiempo tiene el inconveniente de luchar con un río a la espalda. Su desgaste será total. No comprendo cómo no se han dado cuenta de ello. Señores, anuncio que nuestra victoria en el Ebro será absoluta y que, gracias a ella, el año 1939 verá el triunfo definitivo de nuestras armas».
El Estado Mayor «rojo» no parecía opinar lo mismo. Los nombres de los pueblos conquistados fueron repetidos hasta la saciedad por los partes de guerra y en las conferencias de prensa. Los periódicos del mundo democrático publicaron monumentales titulares. «Increíble reacción de las tropas de la República». «Formidable victoria del pueblo español, que cambia el cariz de la guerra». Fanny y Bolen subrayaron en sus crónicas esta impresión. El propio José Alvear, en un momento de cínica euforia, envió a Gerona una postal dirigida a su tío Matías, diciéndole: «Estaba a punto de tomar el tren para haceros una visita, pero de pronto preferí darme una vuelta por Gandesa». Y canciones elegíacas brotaron como por ensalmo, calentando el corazón:
Al filo de la medianoche
cruzaron el Ebro barcas.
Los hombres que en ellas iban
llevaban Madrid en el alma.
Las aguas del río Ebro
cantan bajo la metralla:
¡Franco, bilioso traidor,
perderás esta batalla!
Era, en verdad, un momento crucial, pues cabía la posibilidad de aniquilar entre dos fuegos a todo el Ejército «nacional» que combatía en Levante y restablecer la comunicación entre Cataluña y la zona central.
Franco maduró su respuesta, y cuando ésta llegó evidencióse implacable. Primero fueron abiertas las compuertas del pantano de Camarasa, con lo que el nivel del Ebro se elevó de pronto varios metros, llevándose algunas pasarelas y algunas barcas. Inmediatamente después fueron tiradas a la corriente del río minas de pólvora, que al chocar contra cualquier objeto sembraban la muerte a su alrededor, trayendo a la memoria de los anarquistas el rumor de envenenamiento de las aguas del Ebro que circuló al comienzo de la guerra cuando el ataque de Durruti a Zaragoza. La artillería vomitó un fuego increíblemente certero y, ¡por último!, en oleadas sucesivas, apareció la aviación. Fue una lluvia apocalíptica, que hubiese justificado el bando de Líster prohibiendo mirar el cielo. Los pilotos «rojos», en su mayor parte españoles adiestrados apresuradamente, demostraban extraordinario coraje, pero lamentable bisoñez. Uno tras otro caían fulminados, algunos en el propio río Ebro, ante la angustia de los milicianos que contemplaban los combates.
¿Por qué habían sido elegidos julio y agosto para la aventura? Sol impío sobre las secas tierras de Aragón. ¿Por qué Moscú no mandaba a toda prisa un poco de la nieve que cayó en Teruel? El catedrático Morales apenas si sabía sostener el fusil y era tal su hábito de simultanear visión y comentario, que se olvidaba de disparar. Dimas, que nunca miraba a lo lejos, sino al suelo inmediato, les iba diciendo a Ideal y al Cojo: «Fijaos… Éste ha muerto ametrallado por la espalda. Y éste también… Y éste…».
Era cierto. Los automutilados caían en manos de los comisarios políticos, muchos de los cuales eran seres desconocidos, que apenas si hablaban media docena de palabras en español. Los soldados que en el curso de la lucha se extraviaban, oían silbar balas disparadas desde cualquier ángulo. Alejarse para orinar podía significar la muerte. Caerse de sueño estando de guardia significaba la muerte. Exigir mejor rancho significaba sanción. Prohibido tener sed.
Los comunistas aprovecharon la ocasión para acabar con los militantes propios que por una u otra causa hubieran sido sentenciados por el Partido. De ahí que cayera acribillado por la espalda el catedrático Morales. Dio una voltereta, giró los ojos y cruzó el gran puente que lo unía al más allá. La Torre de Babel, que estaba a su lado, se afectó en gran manera. Se arrodilló y sin saber por qué le quitó al cadáver las gafas y luego lo registró en busca de la documentación, que era casi nula. El catedrático Morales no llevaba en la cartera sino el carnet del Partido; un plano de la checa de Gerona, con cinco o seis nombres ilegibles, y la fotografía de una espléndida mujer oliendo una rosa.
El forcejeo entre ambos ejércitos fue, en verdad, monótono y triste. La respuesta de Franco devoraba hombres, pero no parecía aclarar la situación y sus pérdidas eran también tan elevadas que el embajador alemán, Von Fardel, creía asistir a una recíproca matanza decretada por militares ineptos. Cierto que en el bando «rojo» se declararon epidemias de tifus y de disentería, al tiempo que entre los centinelas menudearon los casos de insolación e incluso de locura; pero, a su vez, infinidad de soldados «nacionales» mordían el polvo, incesantemente machacados por la artillería, sin que les fueran de utilidad las corrientes de humo lanzadas para cegar los observatorios. La Bandera «Gerona», la Bandera de Mateo, en una sola noche de perra suerte quedó diezmada, esquelética.
* * *
En el momento en que el parte de guerra del Gobierno empezó a hablar de «ataques rechazados», todo el mundo supo a qué atenerse. Julio García comentó: «A base de rechazar ataques nos encontraremos aquí, en Perpignan».
Los «nacionales» iniciaron la contraofensiva en el Ebro y desde el primer cañonazo su superioridad fue tan manifiesta que en el ánimo general se impuso la idea de que Franco llegaría, en su embestida, primero a Tarragona, luego a Barcelona y por fin a la frontera. Las palabras de Franco pronunciadas cuatro meses antes se propagaron sin necesidad de los altavoces de Núñez Maza. «Señores, os anuncio que nuestra victoria en el Ebro será absoluta y que el año 1939 verá el triunfo definitivo de nuestras armas». ¡Tarragona, Barcelona, la frontera! Si se pensaba con calma, ¡cuánto dolor, cuánta insensatez!
El general Kindelán, jefe de la Aviación «nacional», decidió organizar una exhibición de poderío que perpetuase en la memoria de los milicianos el instante exacto en que Franco había dicho: «Se acabó». Para ello organizó unas maniobras aéreas con la participación de quinientos aparatos, los cuales, después de volar sobre los fugitivos del Ebro, se internaron hasta Barcelona, donde efectuaron impresionantes acrobacias, trazando en el aire banderas bicolores y desapareciendo en el cielo azul. El día elegido fue el día de la Virgen de Loreto, patrona de la Aviación «nacional», y el espectáculo fue tan terrible y tan majestuoso a la vez que las azoteas de Barcelona se llenaron por ensalmo de temerarios observadores. ¿Cuántos eran los aviones? ¿Medio millar? ¿Un millón? ¡Virgen de Loreto!
Axelrod se conocía de memoria la canción. Los «nacionales» eran así, tomaban sus grandes decisiones en jornadas de significación religiosa. De ahí que al finalizar la alarma aérea le preguntara al presidente Companys si por casualidad «se acercaba el aniversario de otra Virgen». Companys, después de pensar un momento, le dijo: «El ocho de diciembre es la Inmaculada Concepción». ¡Inmaculada Concepción! Axelrod frunció el entrecejo: «Preparémonos para recibir cien mil kilos de dinamita». Companys agregó: «Y luego… Navidad». Axelrod se tocó el parche negro del ojo y acarició su perro. «¿Navidad? Barcelona arrasada, como si lo viera». Los milicianos que oyeron el comentario, se achicaron y recordaron aquellos folletos que decían: «Atacar es vencer».
Axelrod acertó en su pronóstico. Franco había proyectado iniciar su golpe hacia el corazón de Cataluña del ocho al diez de diciembre; pero, obligado por el mal tiempo a retrasar esta fecha, sus tropas franquearon el Ebro pocas horas antes de Navidad, cuando en toda la tierra sonaban villancicos. Con anterioridad, la Compañía de Esquiadores, cancelada la Bolsa de Bielsa —la División 43, al mando del Esquinazo, huyó a Francia, desde donde reentró por Port-Bou a la España «roja»—, había ocupado monte tras monte el Pirineo hasta colocarse en línea en Seo de Urgel. Ignacio, ¡cómo no!, se emocionó lo suyo al pisar terreno catalán y le dio a Moncho un enfebrecido abrazo.
—Pronto, Gerona… ¿Te das cuenta? ¡Gerona!
El cabo Chiquilín, que se había ido con permiso, a su vuelta informó:
—De los ochenta mil tíos que cruzaron el Ebro, sólo quince mil han podido regresar a la orilla izquierda.
Los atacantes sumaban unos cuatrocientos mil hombres. Imposible hacerles frente. Los milicianos se entregaban por secciones enteras, a veces al mando de la oficialidad; mientras, hombres aislados, que preferían morir, eran sorprendidos al pie de su ametralladora o se dejaban aplastar por los carros de combate. Pronto el Generalísimo Franco instaló su Cuartel General, su «Terminus», en el Castillo de Raymat, cerca de Lérida.
Tarragona fue ocupada el 16 de enero y a partir de este momento la ruta de Barcelona estaba libre. Días antes, diez mil italianos habían regresado a su patria, siendo despedidos en Cádiz con todos los honores. Los que quedaron y participaron en el avance, a las órdenes del general Gambara, se emocionaron de veras cuando, al entrar en la antigua Tarraco, se encontraron súbitamente rodeados de monumentos romanos. ¡Castillo de Pilatos!, ¡la Necrópolis!, ¡el Acueducto! No en vano los Escipiones fortificaron la ciudad y la utilizaron como base para la conquista de España.
Los soldados «nacionales» olieron exaltadamente Barcelona, como al llegar al Maestrazgo los legionarios habían olido el mar.
Barcelona era la clave. «Millón y medio de almas». «¿Por qué, tratándose de habitantes, habláis de almas?», preguntó, muy serio, el comandante Plabb. Un legionario le contestó, clavándose un mondadientes en la encía: «¡Porque somos así, ea!».
Núñez Maza gozaba lo suyo avanzando hacia Barcelona y no paraba de dar órdenes a sus camaradas de Propaganda, sin hacerles maldito el caso a los catalanes adscritos al servicio, los cuales le aseguraban que el léxico que empleaba no era el adecuado para la mentalidad de la región. «Vamos a ver, camarada Núñez Maza. ¿Cómo puedes tratar esto lo mismo que Vizcaya o que Ciudad Real? Cataluña es sentimental. Cataluña es…». «¡Qué sentimental ni qué narices! —barbotaba Núñez Maza—. Se acabaron las diferencias. España es una unidad de destino en lo universal». Los catalanes se mordían las uñas. «Está bien, mentecato de Soria. Vas a ver el chasco que te llevas».
Mateo estaba sereno. Sólo gritaba: «¡Arriba España!». Avanzaba disparando sus flechas de cinco en cinco, tostada la piel, abundante la cabellera, infalible su mechero. ¡Cuánta razón tuvieron David y Olga al afirmar, en la orilla del río: «Hay que tomarse el fascismo en serio»! Aquel lenguaje, que juzgaron disparatado, había abierto brecha, había brotado en medio del caos español como un roble de la Edad Media. Mateo comulgaba diariamente y era fiel a su promesa de castidad. A su madrina japonesa le escribió, medio en broma: «Luego implantaremos nuestra doctrina en el Japón».
De pronto: «¡Allá se ve Montserrat!», gritaron unos soldados catalanes, rogándole a Dios no morir precisamente al pie del Monasterio. «¡Líster retira sus puestos!», gritaron los hombres de Asensio y Bautista Sánchez, que se adueñaron del valle del Francolí. Veintitrés mil milicianos se entregaron, sin combatir, al general Moscardó, en una suerte de tardío homenaje al defensor del Alcázar. Luchóse fuerte en Balaguer, en Artesa de Segre. Los Curtiss y los Ratas aparecieron en el cielo como dando sus últimos coletazos, cielo a trechos radiante, a trechos tan lúgubre que recordaba el que cubrió de nieve los eriales de Teruel.
Los jefes del Ejército «rojo» habían pensado levantar en Barcelona un cinturón defensivo parecido al de Bilbao. «Convertiremos el río Llobregat en lo que fue el Manzanares cuando la ofensiva de Madrid». Pero los ministros y demás dirigentes políticos se marcharon de la ciudad condal. Se decía que celebrarían un Consejo, ¡todavía!, en Gerona, en el Castillo de Figueras, en Agullana, pueblo cercano a la frontera. Pero el éxodo de la población había empezado. Éxodo del que formaban parte incluso Ana María y la familia Ley, que había recogido a la muchacha.
En el frente, el Responsable dio a sus acólitos la orden de retirada. La legendaria gorra del anarquista no parecía impresionar al enemigo. El pesimismo del jefe de la FAI gerundense era total. Por suerte, los hados quisieron que, en la estación de Tarragona, se encontrara con José Alvear, flamante capitán que se dirigía también a Barcelona. «¡Responsable!». «¡Alvear!». Los dos veteranos se abrazaron en lo alto de un vagón de carga y acto seguido, viendo que el Cojo se quedaba en tierra, de un tirón lo ayudaron a subir. El tren arrancó con inesperada furia y José le dijo al Responsable: «Cuidado con los túneles». Era verdad. El tren penetraba en los túneles sin hacerles la debida reverencia. El Responsable y José no podían hablar por culpa del ruido de la locomotora, y el Cojo, aturdido, se pasaba una bellota de un lado a otro de la boca. Por lo demás, hacía frío en lo alto del vagón. Eran los últimos días del año. Navidad había pasado, justificando una vez más el pánico de los abetos al acercarse la Nochebuena. Y había pasado el treinta y uno de diciembre, situando a los hombres en 1939, año aciago, según los astrólogos. En las paradas del convoy, los dos anarquistas se referían a Barcelona, que consideraban simplemente estación de paso. ¿Paso para dónde? No sabían. Ésta era la desventaja del anarquismo. Los comunistas tenían un punto de referencia: Moscú. Por eso Cosme Vila llamaba también ahora, a Moscú, «la Casa». Pero los anarquistas no disponían sino de la intemperie. Su fundador, Bakunin, no construyó para ellos ningún Kremlin en ninguna ciudad. También Malatesta se olvidó de aquellos seguidores suyos que un día perderían una batalla y serían proyectados hacia el destierro en un vagón de carga.
En Barcelona corrían rumores de todas clases, insistiéndose en que los «rojos» habían decidido volar con dinamita la ciudad, por lo que los miembros de la Quinta Columna organizaron turnos de guardia en los lugares estratégicos. La consigna de dichos voluntarios era «fingir aire abatido y profundo pesar». Y en los vehículos de que disponían instalaron sirenas de ambulancia al objeto de conseguir prioridad en el paso.
Era la hecatombe. Las mujeres les perdieron el respeto a los milicianos. «¿Y esos pistolones? ¿Para qué os sirven? ¡Hale, enseñádselos a Franco!».
Daba pena huir. Daba pena abandonar aquellas calles en las cuales uno había exigido la documentación y deseado un reparto más equitativo de las riquezas del mundo. ¡Cómo dolían los edificios! ¡Cómo dolían Montjuich, y la Telefónica, y el Campo de las Corts!
Los comisarios políticos querían arrastrar a toda la población asegurando que los falangistas castraban a los hombres. Los fugitivos elegían el ajuar. «¡No te olvides el taburete plegable!». Todo cuanto sirviera para descansar tenía preferencia, así como las joyas y las medicinas. La despedida de los espejos era morosa, peculiar. «¡Hay que ver cómo he envejecido! ¡Maldita sea!». Había personas que con cualquier pretexto simulaban quedarse y que luego se suicidaban. «Id vosotros, yo me quedo». Y zas… «Me reuniré con vosotros más tarde», y a poco sonaba un pistoletazo. Hubo quien decidió desaparecer de modo homogéneo, con toda la familia, y hubo quien abrió las espitas del gas mientras el gramófono tocaba el Himno de Riego. Las personas «nacionales» paladeaban tan a la descarada aquel éxodo, que Ezequiel decía que por las calles circulaban «sonrisitas de monja».
—¿Dónde están vuestros jefes?
La pregunta se clavaba en el pecho de los milicianos. Sin embargo, en su mayoría daban por descontado que Negrín o Companys cuidarían de su destino. «Lo hemos dado todo, la familia, la vida… No van a dejarnos en la estacada». Abundaban los escépticos, que razonaban lo que el Cojo: «Si te he visto, no me acuerdo».
En Gerona se conocían más detalles debido a la proximidad de la frontera. Se sabía que Negrín había depositado en bancos ingleses y suizos, a su nombre, todo el tesoro de la Corona de Aragón y todo el oro guardado durante tantos meses en las minas de talco de La Bajol. También se sabía que Prieto, en América, disponía de una fabulosa suma. «El proyecto de Negrín y de Prieto es asegurar a los exilados españoles un subsidio mensual».
—¿No te decía yo? ¿Cómo iban a dejarnos en la estacada?
En Barcelona se ignoraba eso y por consiguiente el llanto era más amargo. El destierro, el destierro interminable… De improviso, esta palabra se apoderó del corazón. ¿Qué significaba en realidad? ¿Dejar Barcelona por Gerona? ¡No, no, más que eso! ¿Significaba llegar a la frontera? ¡No, no, significaba cruzarla y entrar, con los hijos y los bártulos, en tierra extranjera! Tierra extranjera… ¿Cómo imaginarla? ¿Cómo imaginar las tierras que no eran España? ¡Moscú! ¡Qué lejos quedaba Moscú, cuánta bruma y cuánta tierra antes de llegar a Moscú! ¿Era posible que no hubiera solución? ¿Y Miaja, el salvador de Madrid?
El Cojo no vivía.
—¡Cuidado! ¿No oís…? ¿Qué himno es ése?
—Tranquilízate. Es La Internacional.
En los locales de los Partidos, el lenguaje era metálico. Las mujeres acudían allí, en busca de sus hombres.
—Iré contigo.
—De acuerdo. Pero no te arrepientas luego.
—¿Y los críos?
—Lo siento, pero no podemos llevarlos.
—¿Cómo?
—Lo que oyes… Esto será duro.
—¡Me quedaré con ellos!
—Allá tú. Haz lo que quieras…
* * *
Barcelona, gran ciudad, ciudad mediterránea, con historia remotísima y enorme poder creador. Barcelona había dado santos, sabios y artistas, y su clase media tenía el hábito de trabajar y amaba la tierra en que nació. ¡Oh, sí, Núñez Maza erraría empleando en ella el mismo lenguaje que en otras regiones! «¡Es obligatorio hablar el español!». ¡Cuidado! Mosén Alberto estaba a la escucha. Y se desesperaba al ver que, en los pueblos limítrofes de la urbe, ignorantes soldados de tierra adentro, de la meseta, apedreaban los relojes públicos que aparecían con cifras romanas, por suponer que dichas cifras eran catalanas.
El veinticinco de enero las tropas del general Solchaga ocuparon las alturas de Vallvidrera, corriéndose hacia el Tibidabo, mientras a la misma hora las del general Yagüe ocupaban el antiguo Mont Jovis, Montjuich. No quedaban defensores en la ciudad. Únicamente en el Hotel Colón, en la plaza de Cataluña, algunos milicianos curábanse de mala manera sus heridas antes de abandonar para siempre aquel edificio que a lo largo de la guerra fue su templo. En el vestíbulo del hotel piafaban algunos caballos.
El día veintiséis, las tropas «nacionales» se descolgaron de las alturas y ocuparon sin resistencia Barcelona, en conjunción perfecta. La boca del pez se había cerrado.
Mil quinientos cautivos del Castillo de Montjuich fueron liberados —en cambio el doctor Relken quedó encerrado en la checa de Vallmajor, por decisión de Eroles— y sus gritos de júbilo producían espanto. Pateaban el suelo, levantaban los brazos formando una V. «¡Arriba España! ¡Viva España! ¡Viva Franco!». Salieron mujeres con la cabeza rapada, parecidas a Paz Alvear.
El general Dávila firmó la declaración del Estado de Guerra ¡en el mismo Bando que el general Goded había dejado preparado el día del Alzamiento! Pero ya la multitud se había lanzado a la calle… Salvatore no creía lo que veían sus ojos. Hombres y mujeres brotaban por doquier, especialmente de los boquetes de los refugios y del Metro. Era el parto abundantísimo. Pero los seres que salían parecían cadáveres con vida, sosteniéndose como peleles o como borrachos. Imposible discernir la edad. «¡Arriba España!». Barcelona era la primera gran ciudad que los «nacionales» ocupaban, es decir, asfalto en vez de campos de cultivo. Barcelona dio a los ocupantes toda la medida de las muecas que la depauperación puede dibujar en el rostro de los hombres.
La angustiosa emoción de los soldados contrastaba con el júbilo de los hambrientos barceloneses, muchos de los cuales, sobre todo los ancianos, caían desmayados, mientras otros no conseguían adaptarse a la luz del sol. Un dato conmovedor: las personas se amaban entre sí. Los «liberados» vivían por unas horas un singular estado de purificación, durante el cual lo hubieran dado todo al hermano. Fuera rencillas, apetencias, inconfesados deseos. Los ojos hablaban, ninguno de ellos decía «adiós». ¡Hermano, hermano! El padre de Ana María, liberado de la Cárcel Modelo, era hermano de Ezequiel y éste lo era a su vez de cualquier desconocido que coincidiera con él en la calle.
¡Misa en la plaza de Cataluña! Allí estaban los generales vencedores y una muchedumbre comparable a la que recibió el primer barco ruso llegado al puerto o a la que asistió a los entierros de Maciá y Durruti. Don Miguel Mateu, industrial, propietario del Castillo de Perelada, en el que Azaña se había instalado, fue nombrado alcalde de la ciudad. Mosén Alberto asistió, ¡cómo no!, a aquella misa, repartiendo medallas y estampas, dando a besar su mano a las mujeres, y pronosticando que, de acuerdo con las leyes cíclicas, terminada la guerra se extendería por el país una ola de fervor religioso. A su lado, procedente de Lérida, se erguía don Anselmo Ichaso, a quien los chiquillos miraban con cierto temor, porque el jefe monárquico llevaba una boina loca y porque su barriga constituía una provocación.
Mateo consiguió localizar a su padre. Mateo llegó a Barcelona y después de enronquecer gritando «¡Arriba España!», decidió visitar las cárceles y la suerte le favoreció. En la Cárcel Modelo, dio con el nombre amado: Emilio Santos. Alguien le informó: «Debe de estar en la enfermería». Mateo se dirigió allí. «¡Hijo mío!». La estancia en la checa de Vallmajor había roto la vida de don Emilio Santos. Su cabello era de esparto, no tenía dientes y después de exclamar «¡Hijo mío!», su cabeza cayó inerte en la almohada. Mateo abrazó como pudo a su padre. Don Emilio tenía los tobillos horrendamente hinchados y cárdenos a consecuencia del palmo de agua de la última celda que habitó en la calle de Vallmajor. Mateo rompió a llorar y su gorro con la estrella se le cayó encima de la cama.
Por suerte, Marta reencontró sin novedad a la familia de la calle de Verdi. Llegó frente a la casa en el momento en que de los Almacenes el Barato —«La Democracia de las Sedas»— salían disparados hacia el cielo un centenar de globos multicolores, cuya mezcla componía y descomponía banderas de todos los países. Ezequiel recibió a la muchacha recitándole de carrerilla tres títulos de películas: Juventud triunfante, La reina del barrio y Esta noche es nuestra. Rosita le preguntó: «¿Te gustan las lentejas?». Manolín, que había sido el San Tarsicio del distrito, estaba hecho un hombrón y estrechó la mano de Marta con inesperada fuerza.
Todos se interesaron por Ignacio.
—¿Qué tal está?
—Por las nubes. Es alpinista.
A su vez, Marta les preguntó:
—¿Y mosén Francisco?
—Se fue al frente de Teruel y dejó de escribirnos.
Marta depositó en la mesa una pequeña despensa… ¡y tabaco! «¡Arriba España!», vitoreó Ezequiel.
—Quédate a almorzar.
—Hoy, imposible. Pero mañana vengo.
—De acuerdo. Anda, echa un vistazo a los pinos del patio.
Muchos encuentros se produjeron en la ciudad antes de que muriese la jornada. Salvatore y su compatriota Berti, el cual daba muestras de una extraña inquietud, coincidieron frente a las ruinas del puerto.
—¿Puede un país levantarse después de una guerra así? —le preguntó al muchacho el delegado del Fascio.
Salvatore se encogió de hombros.
—No la deseo yo para mi patria.
En otro lugar coincidieron Schubert y el comandante Plabb.
—No desearía yo esto para Alemania.
—Tampoco yo.
A la noche, la población «liberada» se vio sorprendida por el glorioso estallido de la luz eléctrica… Franco había dado orden expresa de que se ocuparan lo antes posible las Centrales Eléctricas y se repararan las líneas. «¡Hay luz, hay luz!». Las manos se acercaban con unción a las bombillas. Las radios se ponían a todo volumen. Y los papeles engomados que cruzaban los cristales eran arrancados como esparadrapos de una herida súbitamente cicatrizada.
Luego, la gente se acostó y soñó que era feliz… Y al día siguiente, el radical viraje dado por la ciudad se hizo aún más patente, recordándole a mosén Alberto una frase de Dantón: «Sólo se destruye aquello que se sustituye». En las farmacias que habían servido hostias consagradas dentro de sobres de bicarbonato, los beneficiarios fueron a visitar a los dueños para agradecerles tal consuelo espiritual. «Rojos» llegados a última hora del frente rumiaban huir disfrazados de sacerdotes… En la horchatería de la Rambla de Cataluña, conocida por «Radio Sevilla», la multitud de clientes, anónimos durante la guerra, se intercambiaban tarjetas y brindaban con champaña sacado de no se sabía dónde. Hasta que, a media tarde, circuló la noticia de que las checas podían ser visitadas… ¡Santo Dios! El preventorio D. de la calle de Vallmajor, el preventorio G. de la calle de Zaragoza, los sótanos de la Diputación Provincial. La peregrinación cambió de signo. Centenares de personas desfilaron ante aquellas celdas, especialmente los parientes y amigos de quienes sufrieron en ellas tortura. ¿Cómo explicarse semejante brutalidad? Los ojos retrocedían ante los ladrillos colocados de canto, ante los toboganes, las combinaciones visuales y acústicas. Los militares se cuadraban ante las manchas de sangre. El doctor Relken había sido materialmente linchado por sus vecinos, los cuales, al salir de las celdas, reconocieron al «ingeniero constructor». «¡Ése, ése las construyó!». El doctor Relken murió aplastado, sin gloria, pensando: «Mi muerte me la pago yo». Otras checas de la ciudad, entre ellas la de la calle de Zaragoza, habían sido diseñadas por un tal Lauriencic, de origen yugoslavo, de quien se decía que había caído en manos de la Policía. Pero el itinerario no paró ahí. El instinto, unido a sentimientos encontrados, llevaron a la población a visitar el Campo de la Bota, la Rabassada y otros lugares donde los «rojos» habían efectuado los fusilamientos masivos y ante cuyas zanjas los militares se cuadraban también, al igual que los falangistas.
Con todo, por encima del horror, de la piedad, del júbilo y de la purificación, un sentimiento se imponía a cualquier otro, sobre todos los demás: el de veneración por la figura del Generalísimo. Para la población doliente, Franco era el salvador. Para los miembros de la Quinta Columna, que sumaban millares, su aureola rozaba la magia. Franco había traído la Misa de la plaza de Cataluña, la vida, el pan, el fuego y la luz. Las innumerables efigies del Caudillo que aparecieron en los muros de la ciudad, muchas de las cuales pertenecían al acervo preparado cuando el fracasado ataque a Madrid, de 1936, serían insuficientes. Don Anselmo Ichaso, que se había incautado de un piso del Paseo de Gracia para instalar en él las oficinas del SIFNE, fue informado por varios de sus agentes de que muchas familias catalanas, utilizando como modelo las fotografías y caricaturas de los periódicos, habían dedicado sus ocios de guerra a confeccionar precisamente retratos de Franco con los materiales más inverosímiles. Abundaban los retratos conseguidos por mecanógrafas, utilizando exclusivamente letras y signos; los bordados en pañuelos, de ocultación fácil; había «Francos» plegables, que aparecían al juntar dos papeles; un relojero de la calle de Fernando había pintado el perfil del Caudillo en la cabeza de un alfiler. Y entretanto, Franco en persona, Franco de carne y hueso, infatigable y alerta, continuaba con su Estado Mayor en el Castillo de Raymat, cerca de Lérida, ante un mapa de Cataluña salpicado de banderitas que miraban hacia Gerona. ¡Claro, de las cuatro capitales catalanas, tres habían sido ya ocupadas! No faltaba sino Gerona, ciudad inmortal. En el mapa se veían los obstáculos existentes para llegar a ella, pero también las lineas de comunicación.
Barcelona, urbe mediterránea… Fundada por Amílcar Barca: «Barcino». ¡Cuántas revoluciones, sucesos, saqueos, incendios! En 1835, ¡también en julio!, ardieron los conventos de la ciudad. En 1909, ¡también en julio!, la Semana Trágica… Desde las antiquísimas dominaciones romanas, goda y árabe, hasta la dominación rusa del embajador Gaiskis y del cónsul Axelrod, trabajo y muerte, barbarie y cultura. Barcelona comenzaba un nuevo ciclo y mosén Alberto repetía: «Sólo se destruye aquello que se sustituye».
Seres aparte, protagonistas anónimos, eran los niños. Los niños de Barcelona no entendían apenas nada de cuanto sucedía a su alrededor; muchos de ellos sólo comprendieron que sus padres y amigos habían sufrido mucho y que de pronto, a la llegada de unos soldados con el uniforme limpio, enronquecieron deseando que España viviera y que viviera muy arriba.
—¿Ya no habrá más bombardeos, papá?
—Esperemos que no, hijo.
—¿Y por qué lanzaron aquellos globos?
—Porque Franco nos ha salvado.
—¿Tendremos comida?
—¡Fíjate…! ¿Eso qué es?
—¡Chocolate! Gracias, papá; gracias, mamá.
—A nosotros no, hijo. Dáselas a los soldados.
Abundaban los niños abandonados por las calles, a los que Auxilio Social recogía. Niños ateridos, mirando con desconfianza a su alrededor.
* * *
En el Pirineo Catalán, en Seo de Urgel, Ignacio y Moncho vivían minuto a minuto aquellos acontecimientos. Ignacio se preparaba para ir a Gerona. «Si te dieran permiso a ti para ir a Lérida, también me darán permiso a mí».
Ignacio estaba descontento de sí mismo, como siempre, y no sólo por su inestabilidad emotiva. Había ocurrido algo. Ignacio, antes de despedirse de su padre, en Gerona, le prometió que, a no ser en caso de extrema defensa propia, no dispararía contra ningún hombre. Por ello, al incorporarse a la Compañía de Esquiadores, su intención, ¡ignorada por el comandante Cuevas!, era la de disparar al aire, lejos del objetivo, salvo en caso de fuerza mayor. Y he aquí que, en una escaramuza a raíz del cerco de la División 43, en el valle de Benasque, faltó a su promesa. No conseguía explicárselo. El cabo Chiquilín les ordenó: «¡Cuerpo a tierra!», y todos obedecieron e Ignacio vio detrás de unas rocas a dos milicianos apuntando hacia un lugar en que no había nadie. Entonces, poseído de una súbita rabia, cerró el ojo izquierdo, apuntó a su vez y disparó. Tan perfectamente vieron todos que uno de los dos milicianos había sido tocado, que el cabo Chiquilín exclamó: «¡Mejorando lo presente!». Y Cacerola, con honda voz a su espalda, le felicitó diciendo: «No sabía yo que tuvieras tan buena muñeca».
Tampoco lo sabía Ignacio, quien, aterrorizado, recordó el número de su chapa ovalada, metálica, el 7.023. ¿Qué número tendría la chapa del miliciano? ¿Lo habría matado? Moncho le dijo: «No te preocupes. Un rasguño».
Pero Ignacio no se dejó convencer. Moncho era el mejor de los amigos, mejor que Mateo, pero Ignacio había comprendido. Si en aquel momento la escaramuza se hubiera convertido en batalla, en combate de verdad, él hubiera disparado un millón de veces contra un millón de hombres… Por donde cabía pensar que el disparo difícil era el primero.
—Acepta las cosas como son, Ignacio. Estamos fabricados de este modo.
Moncho había regresado de Lérida más escéptico que nunca, pero de ningún modo triste. Por supuesto, era un cerebral. Envidiaba a Ignacio porque, a menudo, éste creía que las cosas que ocurrían, ocurrían por primera vez. Moncho, tal vez porque tenía una novia que se llamaba Bisturí, admitía de antemano que todo en el mundo era viejo, incluidas las palabras mundo y vejez. Y para demostrárselo a Ignacio y también a Cacerola, el día de la toma de Barcelona, encontrándose los tres en un café de la Seo de Urgel, les dijo:
—Os duele la guerra civil, ¿no es así? ¡Bueno! Recordad aquello: «Dijo después Caín a su hermano Abel: “Salgamos fuera”. Y estando los dos en el campo, Caín acometió a su hermano Abel y lo mató».