Cuando se supo que Franco había decidido fortificarse en Lérida, prueba inequívoca de que por el momento no se lanzaría sobre Barcelona, Cosme Vila dio un respiro. Cosme Vila figuraba entre las innumerables personas que temieron la inmediata y total ocupación de Cataluña, lo que sin duda hubiera supuesto el triunfo definitivo de los «fascistas». El parón de estos en Lérida concedía una tregua. Pese a ello, Cosme Vila no se forjaba ilusiones. No se le escapaba que, con la llegada de los «nacionales» al mar, Barcelona y Madrid habían quedado separadas por un ejército franquista de trescientas mil bayonetas. Crespo, su chófer, eterno optimista, alegó que la comunicación entre Cataluña y el Centro no había sido rota por completo, puesto que, no sólo los aviones podían salvar el pasillo de Vinaroz, sino que un submarino se encargaba de hacer el trayecto para llevar la valija y el correo, enlace que había merecido una emisión especial de sellos. Cosme Vila se encogió de hombros. «Con valija y correo no se gana una guerra».
Fue Axelrod, cónsul ruso en Barcelona, el encargado de explicarle a Cosme Vila las razones que tenía «La Casa», Moscú, para proseguir la lucha. Aparte que el Ejército de Franco estaba también terriblemente desgastado, Hitler acababa de invadir Austria, de ocupar Viena, y sus provocaciones eran tan desatadas que la declaración de guerra entre Alemania y las democracias era cuestión de unos pocos meses. «Cada día que pasa es un día que ganamos». En segundo lugar, varios ingenieros checos estaban redondeando el invento de un arma nueva, terrorífica… «Su solo anuncio obligaría al enemigo a capitular».
Cosme Vila se quedó perplejo y se tocó el cinturón de cuero. El perro de Axelrod le lamía los zapatos. Tal vez «La Casa» tuviera razón… Muchas veces había disentido de su criterio y el tiempo se había encargado inexorablemente de votar en favor de Moscú. Por otra parte, Negrín no era un imbécil. Negrín era una inteligencia un tanto desbordante y fabulosa, lo cual no le impedía hacer gala, en los momentos graves, de un extremado sentido realista. Pues bien, Negrín, después de estudiar los datos y las posibilidades, no había vacilado en imprimir millares de pasquines redactados por su propia mano que decían: Resistir significa vencer. Resistir con pan o sin pan, con ropa o sin ella, con fusiles o sin ellos. No pasarán.
Por otra parte, era evidente que Franco no se atrevía a tentar francamente la aventura de Cataluña… Le daba miedo acercarse a Barcelona y seguía entreteniéndose hacia el Sur, en dirección a Castellón de la Plana.
—No pierdas la calma, camarada Cosme Vila, y reflexiona. Con un poco de mano dura podemos poner en pie de guerra cuatrocientos mil soldados. ¡No pongas esa cara, que no hablo porque sí! Mis datos son ciertos. Cuatrocientos mil, ni uno menos. Que chaquetee Antonio Casal o un militante pueblerino, pase… Pero tú has superado esa etapa, creo yo…
¡Antonio Casal…! No tenía, el pobre, quien le hablara con tanta autoridad, pues la Logia Ovidio estaba dispersa. Su único consuelo era acariciar la cabeza de sus hijos e intercambiar lamentos con David y Olga. Antonio Casal no veía solución posible. Llegó del frente terriblemente conturbado y citó a los maestros en su despacho de Abastos. Pilar, al ver a Casal, su jefe, lo saludó con desacostumbrada amabilidad y ello bastó para ponerlo doblemente nervioso. Sí, el dirigente ugetista había hecho el raro descubrimiento de que la guerra era una cosa terrible. Y, desde luego, a despecho de los argumentos que le había revelado Cosme Vila —«argumentos de torito real, prestados, como podéis suponer»— Antonio Casal no veía la menor posibilidad de reorganizar el Ejército con un mínimo de garantía. «La suerte está echada. Hemos jugado y hemos perdido. ¿Queréis que os diga lo que siento? Si no tuviera mujer e hijos, me suicidaría».
Los maestros pensaron una vez más en el fichero de suicidas de Julio. David se paseaba, como siempre, con las manos a la espalda, y Olga, como siempre, estaba en un rincón, alisándose los cabellos. Oían el paso intermitente de los camiones por la ancha calle, y unos milicianos, que debían de estar en el garaje de la esquina, cantaban melancólicamente:
El hombre del hombre es hermano,
derechos iguales tendrá.
La tierra será el Paraíso.
La Patria, la humanidad.
La situación del Responsable era distinta. Estaba desesperado y le roía un remordimiento: todos los dirigentes de Gerona habían visitado el frente menos él. En cierto modo se consideraba desertor. No pensaba en suicidarse, porque amaba la vida y además creía en fuerzas oscuras y secretas, que operaban al margen de la voluntad del hombre y que en un momento dado eran capaces de «hipnotizar» a los acontecimientos. Tales fuerzas, que en el caso de José Luis Martínez de Soria eran Satán y los astros, en el caso del Responsable eran las serpientes, tal vez porque su madre había muerto con una de ellas enroscada al cuello. «Los animales, los animales intervienen e influyen en nuestra suerte». Nunca había querido ir de cacería. Y en el fondo despreciaba a los matarifes del Municipio, pese al viejo acuerdo tomado por éstos de ingresar en bloque en la FAI.
El Responsable escuchó con atención a Cosme Vila, sacando como de costumbre dos columnas de humo por la nariz.
—¿Cómo conseguirás reunir esos cuatrocientos mil hombres?
—Mano dura. Controles en las carreteras impidiendo las deserciones. De nosotros depende. Quedan quintas por llamar.
—¿Y la aviación?
—Antes de una semana, doscientos aparatos nuevos, con pilotos rusos y polacos, aterrizarán en Cataluña y Valencia, para coger a los fascistas entre dos fuegos.
—Ni siquiera los internacionales quieren luchar… Los hay que a pie se largan a Francia.
—Seis deserciones, o diez, no cuentan. Tienen un contrato y se les retiró el pasaporte. ¿Adónde van a ir?
El Responsable tiró la colilla.
—Suponiendo que todo esto no sean sandeces, ni Stalin, ni la Pasionaria, ni mi buena voluntad, solucionará el problema del hambre.
Cosme Vila tuvo un momento de flaqueza. Aquello era cierto. Ya no podían contar, en Cataluña, ni siquiera con los productos de la huerta y las vegas levantinas. En Gerona se masticaban pipas de girasol y las propias mujeres de los milicianos habían apedreado los nombres de las calles y plazas como plaza del Aceite, plaza del Vino… Cosme Vila llegaba a su casa y decía: «No quiero cenar», «no quiero almorzar». Pero empezaba a sentir mareos y eran pocos los capacitados para imitar su conducta. Su hijo, desde luego, no. Su hijo reclamaba su ración.
—Querido Responsable, las cosas son como son. Los franceses mandarán algo y el resto tendremos que robárselo a los fascistas.
Julio era otra cuestión… Se marchaba a Perpignan, no a Marsella, en compañía de Amparo. «Hay que vivir de realidades». Últimamente había contratado como sirvienta a la miliciana Milagros, que al inicio de la guerra se había ido al frente con la Columna Durruti. Y Milagros le decía a Julio: «Me gusta el señorito por que se ríe de todo». Era cierto. Julio había hecho su equipaje, incluyendo el pequeño museo particular —su última adquisición, una espuela de caballería senegalesa—, tarareando una melodía de Hawai, enfundado en su bata roja de seda. No creía en el arma secreta de los checos. «El arma secreta ha sido la de Franco: partirnos por la mitad». Y había acabado por admitir la veracidad de las palabras que un día le soltó Carmen Elgazu: «No podréis nunca arrancarnos del pecho la religión». La última prueba se la habían dado la miliciana Milagros y Amparo, su propia esposa: sonaron las sirenas de alarma aérea y las dos mujeres se bajaron al refugio santiguándose e invocando a toda la corte celestial.
Julio tenía su porvenir económico asegurado, gracias a las comisiones que cobró en el extranjero, ¡incluso de la casa Krupp! Pero no estaba decidido a quedarse en Francia… por culpa «del ruido de las botas de Hitler». Pensaba en Chile, adonde se decía que acababa de llegar el ex ministro Prieto. «¿Qué te parece, Milagros? ¿Será cierto que en Chile hay mujeres guapísimas?». Milagros era patriota. «No sé, señorito. Pero dicen que como en España…».
El policía se había desinteresado por la suerte del doctor Relken, que seguía en Barcelona, en la «checa» al mando del giboso Eroles. En cambio, se acordó de los componentes de la Logia Ovidio. Uno por uno recibieron una carta suya de despedida, en la que les facilitaba sus nuevas señas: «Julio García, Hotel Cosmos, Perpignan». «Tal vez —les decía— haga todavía un par de escapadas a Gerona, pero serán muy breves». También recibieron cartas análogas David y Olga, la familia Alvear y, en Barcelona, don Carlos Ayestarán. En cuanto al doctor Rosselló, recibió algo más… Julio García le envió a Madrid una nota urgente informándole con todo detalle de la detención de sus dos hijas. «Venga usted cuanto antes y procure evitar lo peor». El doctor no dudó ni un segundo. Dejó el Hospital de Sangre en manos de sus médicos ayudantes, Durao y Vega, y consiguió pasar por Vinaroz cuarenta y ocho horas antes de que los «nacionales» ocuparan el pueblo. Llegado a Gerona, preguntó por Julio; se había marchado ya. Entonces el doctor, pistola en mano, se dirigió al encuentro del Responsable. En el camino, el espectáculo de Gerona, la ciudad que tanto amaba, le encogió el corazón. Y mientras subía la escalera de la casa que perteneció a don Jorge, se repetía: «O me devuelve a mis hijas, o lo mato».
Gerona era un hervidero. Casal calculaba que el número de habitantes de la población se había triplicado. Refugiados, heridos de guerra, mucha gente de Barcelona de paso hacia algún pueblo agrícola de la provincia a buen recaudo de los bombardeos y cerca del pan. Para alojarlos se habilitó la catedral, cuyas puertas fueron abiertas. La majestad del templo impresionó a todo el mundo. Los niños gozaron lo suyo persiguiéndose y ocultándose en los altares laterales y en el claustro, mientras los ancianos lamentaban que el Coro y sus sillares hubiesen desaparecido, pues en éstos hubieran podido sentarse resguardados, como los canónigos.
Todas las familias que ansiaban la llegada de los «nacionales» se preguntaban una y otra vez por qué Franco había interrumpido su avance. Especialmente los jóvenes se cansaron de malgastar sus fuerzas en una sala de espera mental y, ante el indignado estupor de los mayores, decidieron divertirse. Fue una rebelión activa contra la tristeza cotidiana, contra el tiempo mágico que se les escapaba de la mano. El becerro de oro fue el baile. Las sesiones que se organizaban en el Ateneo, lánguidas hasta ese momento, se vieron abarrotadas por parejas de todas clases, sin distinción de uniformes.
Pilar estaba horrorizada.
—¿Te das cuenta, mamá? ¡Asunción ha ido al Ateneo! ¡A Dolores la acompaña un aviador! ¿Cómo es posible?
Matías sospechaba que en muchos casos lo que las chicas pretendían era pellizcar algo de comer, pues el hambre había ya acabado con todos los recursos, rumoreándose que en Barcelona había sido asaltado el Parque Zoológico y que había quien se comía las ratas.
La familia Alvear procuraba mantenerse en pie. Matías era, en verdad, el piloto de la nave. Incluso había hecho, ¡por fin!, un viaje a Barcelona, para visitar en la Cárcel Modelo a don Emilio Santos, cuyo aspecto le arrancó una exclamación, casi un sollozo. Don Emilio Santos había sido golpeado brutalmente en la checa. Al ver a Matías su boca se abrió para sonreír; le faltaban varios dientes. «Gracias por haber venido, Matías. Me sentiré menos solo». «Fue una locura que se marchara usted de casa, Emilio. Pero tenga valor, esto se acaba». «¿De veras, qué noticias hay?». Matías le dejó a don Emilio una lata de sardinas y el sabor de una mentira piadosa. Le dijo que acababan de recibir noticias de Mateo. «Está bien, en la otra zona. Suponemos que en el frente».
Matías visitó también a Ezequiel, en su establecimiento fotográfico. Sin novedad en la familia de la calle de Verdi.
—¿Quiere usted ver algo que le gustará? —le preguntó el fotógrafo.
—Claro…
Ezequiel se dirigió a un armario y sacó de él una tirilla con tres fotos-carnet que Ignacio se había hecho durante su estancia en Barcelona, en Sanidad.
—Para usted…
Con aquel tesoro Matías regresó a Gerona. Dulces lágrimas sobre las fotos-carnet. Matías procuraba ayudar y en compañía de Jaime hacía salidas por los alrededores de Gerona en busca de comida. Jaime llevaba la lista de los billetes «válidos», de las emisiones que Radio Salamanca daba por buenas y con la lista en la mano conseguía de vez en cuando que algún campesino accediera a venderles algo, a efectuar la transacción.
En Gerona eran muchos los varones que habían empezado a hacer calceta, no sólo para matar las horas sino para confeccionar las prendas necesarias contra el frío. Matías no fue excepción. A lo primero se limitaba a ofrecer sus muñecas, como si fueran a esposarlo, para que Pilar o su mujer ovillaran la lana. Pero terminó tomándole gusto y empezó una labor de punto. El primer día, Carmen Elgazu, en vez de agradecérselo, exclamó:
—¡Qué uñas más negras llevas, Matías! Ahora me doy cuenta.
Matías decía que le dolía hacer calceta porque el pequeño Eloy le perdería el respeto. Pero no habría tal. Eloy seguía siendo el mismo, cariñoso e insobornable, y a menudo, al ver por la calle a alguien que fumaba, no lo perdía de vista con la esperanza de que tirara la colilla al suelo y él pudiera llevársela a Matías.
Carmen Elgazu tenía un presentimiento que no la dejaba dormir. Presentía que en el momento más impensado, llamaría a la puerta, procedente de Madrid, José Alvear… No había exteriorizado a nadie sus temores, pero en estas cosas el corazón no acostumbraba a mentirle.
Curioso presentimiento. Curioso, sí, puesto que, sin saberlo, José Alvear estaba haciendo lo necesario para acudir a la cita. En efecto, había dado el primer paso. En cuanto vio que los «nacionales» llegarían al mar, sin pedir permiso a nadie abandonó Madrid montado en un camión que se iba a Valencia, desde donde continuó en seguida para Barcelona. De hecho fue de las últimas personas que cruzaron por tierra el pasadizo de Vinaroz. Una vez en Barcelona, se encontró totalmente solo. Su padre, muerto; Canela, en Madrid; el capitán Culebra, no se sabía dónde. Además, era desertor y no tenía un céntimo. ¡Capitán y desertor! Bueno, nada de aquello preocupaba lo mínimo al primo de Ignacio, convencido también, lo mismo que el Responsable, de que fuerzas oscuras decidían el futuro de cada hombre.
Malos vientos soplaban también para mosén Francisco. Cosme Vila lo encerró en la «checa» gerundense, que en tiempos fue Horno de Cal. «Podrás rezar el rosario con tus compinches».
Mosén Francisco, que en una de las entrevistas que celebró con Ana María en Barcelona creyóse obligado a comunicar a la muchacha que Ignacio era un ser inestable, que Ignacio tenía una novia llamada Marta…, al ver, en la «checa» de Cosme Vila, los dibujos de mujeres desnudas que coloreaban la pared, bajó la cabeza con amargura. El catedrático Morales, al visitarlo, sonrió: «No hay más que cerrar los ojos», le dijo al vicario. Mosén Francisco replicó: «No basta. Seguro que usted, aunque cierre los ojos, ve en su interior imágenes que le molestan».
* * *
En la España «nacional», la decepción fue todavía peor. La abuela Mati, de Bilbao, empezó a dar crédito a la versión según la cual Franco prolongaba adrede la guerra, estimando que una ocupación demasiado rápida del territorio enemigo le crearía problemas insolubles en el orden político y en el orden público. Don Anselmo Ichaso era de otro parecer. Tenía una fe absoluta en el Alto Mando. «Si no se ataca Cataluña es porque no estaremos en condiciones de hacerlo. Un ejército es una máquina muy quebradiza y por no tener eso en cuenta los rojos están donde están. Imaginemos que Franco avanza hacia Barcelona sin tener las espaldas guardadas y que de pronto Francia se decide por una intervención clara en favor del enemigo. En veinticuatro horas nos encontramos cogidos entre dos fuegos».
Era preciso admitir los hechos y adaptarse. Todos los catalanes que se encontraban en la España «nacional» y que soñaron con pedir billete para Barcelona, tuvieron que conformarse con llegar a Lérida, la antigua Ilerda, saltando de camión en camión. Así lo hicieron. Uno tras otro fueron coincidiendo en la ciudad, cada cual con su particular carga emotiva. Algunos se conocían entre sí, otros no; pero resultaría fácil entablar amistad. Mínimos detalles de la población les recordaban que «empezaban a estar en casa».
Mosén Alberto, ¡qué remedio!, fue de los primeros en hacer acto de presencia. El sacerdote se despidió de San Sebastián y de Ondarreta con jubiloso apresuramiento. «La Voz de Alerta», retenido por el SIFNE y, sobre todo, por la comunicación de Cosme Vila, que por fin había recibido, lo vio marchar casi con lágrimas en los ojos.
Apenas llegado a Lérida, mosén Alberto se horrorizó al comprobar que los soldados andaban pegando por todas partes unas hojas que decían «El empleo del idioma español es obligatorio». Hizo una mueca y se dedicó a lo que le incumbía, es decir, a visitar una por una las iglesias profanadas, todas llenas de escombros, de papeles fétidos por los rincones, algunas habilitadas para cuadras, otras para salón de baile. Mosén Alberto colaboró con varios sacerdotes aconsejándolos de paso sobre el modo de tratar a los jefes y oficiales. Su intención era, en efecto, proseguir en Lérida su labor, o sea, preocuparse de los condenados a muerte. Por ello, al enterarse de que uno de los auditores de guerra era hijo del comandante Martínez de Soria consideró ganada la partida. «El muchacho me ayudará», se dijo el sacerdote.
Don Anselmo Ichaso llegó muy pronto a la ciudad conquistada, reclamado por los zapadores y por el Servicio de Información. ¡Cataluña! Lo primero que hizo el jefe navarro fue escribir a «La Voz de Alerta», encomiándole «su» región y aconsejándole que ofreciera a Cosme Vila, para canjearlos por Laura, «una lista de prisioneros rojos». Luego recorrió una por una las tiendas en que pudiera encontrar trenes miniatura… «¿Trenes miniatura? —exclamaban los comerciantes leridanos—. ¡Si no los tenemos ni de verdad!». Luego enlazó con el veterano carlista de la localidad, que resultó ser el propietario que en una de las fiestas de San Isidro, y a la vista del Responsable, encendió el cigarrillo con un billete de a veinticinco pesetas. Luego advirtió una anomalía en las banderas tricolor que su hijo, Javier Ichaso, andaba pisoteando con su único pie. Parecióle que, mientras el amarillo y el rojo se conservaban fuertes y llamativos, la franja morada adolecía casi siempre de palidez. «No hay secreto —le dijo mosén Alberto—. El color morado destiñe más que los otros, eso es todo». Don Anselmo visitó, acto seguido, a un par de generales, que le consultaron sobre las fortificaciones que iban a levantar en la orilla inferior del Segre. «A lo mejor nos pasamos aquí una temporada». Por último, se incautó de un piso alto para el SIFNE y desde el balcón, la barriga apretada contra los barrotes, contemplaba la catedral, los tejados circundantes, las tiendas de abajo y susurraba, en tono ambiguo: «Cataluña… Mira por dónde».
Núñez Maza fue a Lérida a filmar. Con su cámara fotográfica, obsequio de Schubert a la Falange, hacía auténticas diabluras, estimulado por la convicción de que muchas escenas de guerra cobraban mayor relieve vistas en la pantalla que en la realidad. A menudo filmaba letreros y carteles de la propaganda «roja», muchos de los cuales, acorde con el criterio de Ezequiel, consideraba obras maestras del género. A veces se quedaba inmóvil en lo alto de un camión. «Lo que yo daría por poder filmar los pensamientos».
La labor de Marta y María Victoria era hermosa, como siempre. «Vestir al desnudo, dar de comer al hambriento». Camiones de Auxilio Social. En un paseo que dieron alrededor de la cárcel, las dos muchachas encontraron desparramados una serie de libros de ediciones baratas. Eligieron uno al azar y resultó ser que su autor era Larra. Y una de las primeras frases que le vino a los ojos fue. «Asesinatos por asesinatos, prefiero los del pueblo». María Victoria dijo: «Trae. Quiero que José Luis lea esto».
Los moros y legionarios se dedicaron al robo, que ellos llamaban «botín». Los moros subían a los pisos desde cuyos balcones las familias los aclamaban gritando: «¡Arriba España!», y con ademanes y sonrisas infantilmente siniestras, y entregando a cambio pequeñas insignias que llevaban, se hacían regalar sábanas, colchas, cubiertos y otros objetos, brillantes a ser posible. Luego, algún que otro chófer de Intendencia se largaba con el lote a la retaguardia, lo vendía y las ganancias eran repartidas con equidad. Los legionarios hacían otro tanto, pero en mayor escala. Al amparo de sus numerosas heridas y condecoraciones requisaban máquinas de escribir, máquinas de coser, ¡y pianos!, para cuyo transporte se valían a menudo de los camiones afectos a los Servicios de Recuperación.
Para la tropa en general, Lérida consistió en pavonearse por las calles, asediando a las chicas, y en el asalto a las casas de prostitución. Las chicas «nacionales» se dejaban piropear y agasajar por aquellos hombres que, partiendo de muy lejos, de Extremadura o de Galicia y arrostrando toda suerte de peligros, habían entrado en Lérida, liberándolas, devolviéndoles el honor, la vida y la patria. En ocasiones, era tanta la generosidad de esas muchachas que los soldados exclamaban: «¡Esto es la caraba en bicicleta!».
Las casas de prostitución no daban abasto, especialmente las que presentaban en la fachada un farolillo colgando. En las más baratas había cola, una larga cola de hombres con una mano en el bolsillo. Una patrona barcelonesa había montado un astuto negocio. Enviaba destacamentos de «chicas» a las poblaciones cuya «liberación» era inminente. En Lérida consiguió colocar un destacamento de doce muchachas que hacían su agosto, ante el asombro reflexivo del comandante Plabb, muchachas que a su regreso a Barcelona, cuando esta ciudad fuera a su vez «liberada», le pagarían a la patrona la comisión debida. Plabb preguntó a Núñez Maza por qué la mayoría de aquellas mujeres eran horriblemente feas, y Núñez Maza le dio su opinión. «Supongo que las prostitutas de guerra no han de ser hermosas, sino depravadas». ¡Royo y Guillén se hubieran dado la gran vida! Por el contrario, el espectáculo indignó a mosén Alberto, sobre todo cuando Salvatore y el delegado del Fascio, Berti, le contaron, entre carcajadas que, cuando los establecimientos rebosaban de gente, aparecía en la entrada un cartelito que decía: «No pasarán».
También Miguel Rosselló llegó a Lérida con las tropas, al mando de su camión. Miguel Rosselló llevaba una idea y la puso en práctica sin perder un minuto: visitar a la madre de Miguel Castillo, del miliciano que murió en el Jarama y cuya documentación él utilizó. Temía que la mujer hubiera huido de la ciudad, pero no fue así. En las mismas señas del carnet, que el muchacho se había grabado en la memoria, la encontró, sorprendentemente serena. Se llamaba Isabel y confiaba en que su hijo volvería. Miguel Rosselló no le dijo nada, ni siquiera intentó justificar su presencia en la casa. Únicamente, «de parte de alguien que deseaba ayudarla», le dejó a Isabel un puñado de dinero y un montón de tabletas de chocolate. La mujer tomó a Miguel Rosselló por antifascista y le dijo: «Ya lo ves, chico. Hemos perdido. Mala suerte».
Sin duda, el más inquieto de los soldados que entraron en Lérida fue Moncho, quien, pese a no llevar un año en primera línea, consiguió que el comandante Cuevas le concediera un permiso de ocho días para visitar a sus padres. Moncho, al despedirse de Ignacio, le había dicho: «Estoy seguro de que mi madre les regalará a los soldados hasta mis pijamas; en cambio, encontraré a mi padre terriblemente decepcionado. No es pesimista, pero tiene ojos en la cara».
Veinticuatro horas después, Moncho comprobaba con estupor que se había equivocado de medio a medio. Su madre había regalado muchas cosas, desde luego, incluso el aro de casada, en cumplimiento de una promesa. ¡Pero su padre no estaba desilusionado, sino que daba pruebas de inconcebible furor, impropio de su temperamento! Su padre había predicado siempre la ecuanimidad. «Ser veterinario enseña a dominar los nervios». En aquella ocasión, estos le dominaron. Su odio hacia los «rojos» había llegado a un grado tal que, a escondidas de su mujer, se dedicaba a denunciar a sus conciudadanos. José Luis Martínez de Soria, en Auditoria de Guerra, se había ya familiarizado con las visitas de aquel hombre de cara chupada, con huellas de haber sido torturado. «Traigo otra lista. Aquí está». Moncho se encolerizó con él. Cinco minutos después de abrazarlo se le enfrentó sin respeto.
—¿Tú qué sabes? —clamaba su padre—. ¡Son hienas! ¿Te acuerdas de nuestro cartero? Él solito mató a…
—¡De acuerdo! —gritaba Moncho—. Pero no vas tú a hacer lo mismo que el cartero.
—¿Por qué no? Es nuestro deber. Te juro que nunca más nos pillarán cruzados de brazos.
Moncho se hundió. El que imaginara paseo triunfal por Lérida, por la ciudad de su infancia, transformóse en cárcel para su espíritu. Sufría por las calles. Además, ¡cómo había envejecido la gente! Cada rostro era una dolorosa caricatura del rostro que él recordaba. Las chicas se habían vulgarizado increíblemente, o tal vez él guardara de ellas una imagen ideal. Su uniforme de esquiador era tan «majo», como decía Cacerola, que muchos soldados le saludaban tomándole por alférez. ¡Menos mal que Marta, y sobre todo María Victoria, alegraban con su presencia la ciudad! Moncho se hubiera casado con María Victoria. Mejor que con Bisturí. María Victoria era incapaz de odiar y la transparencia de sus reflejos le confería una tal autoridad que, a su paso por las calles, lo mismo vapuleaba a un soldado matón al que sorprendiera reventando por capricho las tuberías del agua, como arrancaba de un estirado coronel, con destino a Frentes y Hospitales, el dinero que el hombre llevaba encima.
También Marta hacía lo imposible para que Moncho superara su desánimo. En opinión de la chica, a despecho de las contrariedades y errores, no faltaban en la ciudad motivos para cantar aleluya. Los «nacionales» estaban transformando a Lérida. Habían procedido al meritorio desescombro de sus calles, adecentaban los jardines, las tiendas reabrían sus puertas, sonaban campanas y Bandas de Música. «¿No te conmueven las Bandas de Música, Moncho? A mí, sí». Por otra parte, los niños aparecían uniformados y en las esquinas ¡se vendían caramelos! Y La Ametralladora. El semanario humorístico se superaba por momentos. Marta y María Victoria repartían ejemplares sin tasa y gozaban luego viendo a los soldados y a leridanos de cualquier edad riéndose por lo alto o por lo bajo con la revista en las manos.
Moncho no entraba en el terreno de las dos muchachas y la razón de ello estribaba en que su padre seguía denunciando, al igual que otros muchos leridanos. Sí, el número de denunciantes en Lérida era tan crecido y su léxico tan similar, que mosén Alberto, hablando con Moncho, dijo de ellos que formaban «la Cofradía del AQUÉL». Cierto, AQUÉL vino a convertirse en la palabra determinante, en el dedo acusador. «¡Aquél era de la UGT! ¡Aquél era un jefazo de la FAI!». Aquél, aquél, aquél… Mosén Alberto y Moncho comprobaron que aquél no era necesariamente una persona. A veces era una tienda o un quiosco de periódicos. Incluso eran denunciadas fachadas y, por supuesto, muchos ciegos. «¡Mentira que esté ciego! ¡Ve como yo, como nosotros! ¡Se fingió ciego para escuchar las conversaciones!». Aquél podía ser un apellido, pues había apellidos culpables. «Ya su abuelo andaba por ahí tirando petardos». «Un día su hermana me llamó cochina fascista». El padre de Moncho agregaba: «Lo malo es que no pillamos ningún pez gordo. Los peces gordos se han largado».
Moncho regresó a la Bolsa de Bielsa, a la escuadra del cabo Chiquilín e Ignacio, con la esperanza de que la vida del frente distendiera sus nervios. En cambio, mosén Alberto había de permanecer en Lérida. ¡Tortura para el sacerdote! Por fin fue requerido para ejercer su ministerio entre los sentenciados a muerte, y ello, que en otras circunstancias hubiera significado un consuelo, por culpa de la «cofradía del Aquél» se convirtió en un suplicio.
Por dos veces tuvo ocasión de confesar en catalán, y, en una de ellas, la evidencia de que hubo error, de que el condenado era inocente, se impuso con tal seguridad en su ánimo, que a la salida de la cárcel escribió una larga carta a don Anselmo Ichaso, puesto que hablarle de ello era perder el tiempo, y acto seguido, llamando a José Luis Martínez de Soria, ¡en quien había confiado!, le dijo:
—Tienes que intervenir, hay, que hacer algo. Estás muy satisfecho, demasiado satisfecho, diría yo. Tienes que intervenir, pues a mí no me harían ningún caso y a lo mejor se creerían que lo que pretendo es proteger a los catalanes. La justicia es necesaria, pero esto que ocurre aquí no tiene nada que ver con ella, y estoy seguro de que el propio Caudillo se horrorizaría si conociera la verdad. Te lo pido en nombre de Dios. Te lo pide un hombre de Dios, que ha pecado como todo el mundo. Por favor, José Luis… Una vida humana es una vida humana, y por salvar una sola, Cristo se hubiera convertido gozosamente en Jesús. Que maten los ignorantes, los mendigos, los hijos de hombres tarados, los absolutamente pobres, pase. Pero que matemos nosotros, no. Que maten hijos de abogados que han comido siempre a cuerpo de rey, que maten hijos de médicos, o ¡hijos de comandantes del Ejército!, eso no. En realidad, todos los hombres, y no sólo los requetés, llevan en el corazón un «detente bala», aunque a veces sea invisible. ¿Cómo podré, compréndeme, celebrar cada mañana misa y rezar con vosotros: «No perdáis mi alma con los impíos ni mi vida con los hombres sanguinarios»? Y vosotros, ¿cómo podréis gritar?: «Mis pies han procurado seguir siempre el camino recto…». Nuestras victorias se están destiñendo como la franja morada de las banderas de la República… José Luis, hijo mío, te lo pido en nombre de Dios. Interviene.
El hermano de Marta se quedó rígido. Mosén Alberto casi lloraba. Mosén Alberto sintió, ¡por primera vez!, que daría la vida para defender aquella postura…
En cuanto a José Luis Martínez de Soria, se acercó a la ventana y apretándose con las manos las mandíbulas miró a la calle. En esa ocasión, recordó otra frase de Satán, la que éste sopló en los oídos de Nabucodonosor: «Cuando tú frunces el entrecejo, los reyes tiemblan…». Y de pronto, volviéndose a mosén Alberto, le dijo:
—Lo que usted me pide, reverendo, no es de mi incumbencia, compréndalo… —Luego añadió—: No hay nada tan terrible como una guerra civil.