Capítulo XLVI

Todo el mundo daba por seguro que iba a romperse el frente de Aragón, dirección a Cataluña. El momento era solemne y a lo largo y lo ancho del territorio «nacional» corría un temblor. Convergían hacia Teruel, Zaragoza y Huesca vehículos y combatientes de todas clases. Las carreteras de Aragón se llenaban de cachalotes metálicos y de hileras de hombres; cada pieza iba a ocupar su lugar. El Estado Mayor lo había previsto todo, excepto los deseos de Dios.

Sonó la hora del ataque frontal en Aragón, en dirección a Cataluña. El mes de marzo era limpio, propicio a la aviación. Las nubes habían emigrado en bandadas hacia el sur de la Península, donde la calma en las trincheras era tanta que «nacionales» y «rojos» organizaban partidos de fútbol arbitrados por cualquier extranjero neutral, que solía ser algún periodista inglés. Los palos de las porterías eran ramas sin desbastar y a ambos lados del campo corrían acequias de agua clara.

Antes de iniciar la ofensiva, Franco tomó una importante decisión: consolidar el Nuevo Estado, darle estructura política. A la provisional Junta de Burgos, la sustituyó un Gobierno de siete ministerios bajo la presidencia del propio Caudillo. La cartera de Asuntos Exteriores fue confiada a Ramón Serrano Súñer, «camisa vieja» que acababa de escapar de Madrid.

Con el nuevo Gobierno fueron unificados los estudiantes, se creó el Servicio de Fronteras, el Servicio Nacional del Trigo y el Servicio Social obligatorio para la mujer. Salazar pretendía que todo ello era copia del nacional-socialismo alemán, en tanto que Plabb pretendía que era copia del fascismo italiano. Como fuere, Franco, por primera vez desde 1936, parecía admitir la posibilidad de un derrumbamiento «rojo» en un plazo no demasiado largo.

El frente de Aragón debería romperse el 9 de marzo, por el Centro y por el Sur. Más adelante se rompería por el Norte, por el sector de Huesca, donde montaba la guardia la Compañía de Esquiadores. Así que, de momento, ésta permanecería quieta. Por el Centro avanzarían el general Moscardó, jefe del Cuerpo de Ejército de Aragón, y el general Yagüe, jefe del Cuerpo de Ejército Marroquí. Más al Sur avanzarían García Valiño, el Cuerpo de Tropas Voluntarias Italianas y el general Aranda, jefe del Cuerpo de Ejército de Galicia. En Teruel, el general Varela, jefe del Cuerpo de Ejército de Castilla. Un total de veintiséis divisiones a las órdenes de Dávila. Por su parte, el Generalísimo instaló su Cuartel General cerca de Zaragoza, en el palacio del duque de Vistahermosa.

Por primera vez, los jefes y oficiales militares emplearon la palabra maniobra. Hasta entonces, todas habían sido batallas, incluso las del frente Cantábrico. Ello significaba que el objetivo perseguido en esta ocasión era importante, que desbordaba la topografía y apuntaba hacia la geografía. Maniobra de Aragón. Su eje sería la carretera Zaragoza-Barcelona, que cuando la guerra de Sucesión fue denominada por los franceses boulevard de Cataluña, y entre el territorio enemigo que conquistar figuraba la fértil cuenca del Ebro, la cual, según don Anselmo Ichaso, en tiempos remotos fue mar. «Así, pues —dijo don Anselmo en el Círculo Carlista de Pamplona—, el avance será una especie de paseo por un boulevard y quién sabe si encontraremos todavía algún franchute disfrazado».

El Ejército «rojo», reciente todavía el desgaste de Teruel, hizo cuanto pudo para reorganizarse. Alineó siete Cuerpos de Ejército, con órdenes draconianas incitando a la resistencia. El general Vicente Rojo confiaba en las Brigadas Internacionales y en la de Líster, encargadas de la defensa de Belchite, pueblo convertido en fortaleza por los técnicos rusos, cuyos planos habían sido revisados, al parecer, por Stalin en persona. Confiaba también en los accidentes del terreno —Pirineo, desierto de los Monegros, Maestrazgo— y, sobre todo, en el escalonamiento de los cinco ríos que mediaban entre Zaragoza y Lérida: el Ebro, el Cinca, el Noguera Pallaresa, el Noguera Ribagorzana y el Segre. «Cinco ríos —dijo el general Rojo— defendidos con material moderno, son obstáculos capaces de detener a cualquier invasor».

En el bando «nacional», el optimismo, agriado por la reciente pérdida del crucero Baleares, hundido por un torpedo enemigo, tenía su fiel representante en don Anselmo Ichaso, quien, como siempre que el Alto Mando preveía la sistemática voladura de puentes, se trasladó a primera línea para colaborar en el trabajo de los pontoneros y zapadores. En el bando «rojo», el pesimismo estaba representado por Antonio Casal, quien se trasladó al sector del Centro, en calidad de observador, ¡acompañado por Julio García!

—¿Cómo vamos a resistir? —argumentaba el jefe gerundense de la UGT—. En Barcelona hay tres gobiernos: el de la República, el de la Generalidad y el Vasco. ¿A cuál obedecer? Sin contar con el gobierno número cuatro, el Comunista, que ha dado orden de captar para el Partido cincuenta mil afiliados en tres meses, prometiendo ascensos, suministros especiales, lo que quieras…

—¿Y la españolización de los motivos de lucha? —le preguntó Julio.

—Un fracaso. ¿A quién van a engañar? Axelrod sabe pronunciar Gerona, pero no sabe pronunciar Madrid. Lo único que han logrado es que la mayoría de internacionales se sientan defraudados, que sean meras caricaturas de los que atacaron en Brunete.

—¿Y la petición de ayuda a los millonarios catalanes de América?

—Psé… Creo que han entregado cada uno veinte dólares.

—Así que, en tu opinión…

—¡Bueno! ¿Para qué mentir? Hay pocas esperanzas.

El día 8 de marzo se supo que la ofensiva empezaría a la mañana siguiente. La emoción de la tropa era grande. Los requetés catalanes del Tercio de Nuestra Señora de Montserrat, entre los que figuraba Alfonso Estrada, habían sido enviados, contra sus deseos, a la retaguardia. ¡Con lo que ansiaban entrar en Cataluña, pisar la tierra amada! En cambio, participarían en la operación Salvatore, encuadrado en una de las tres Divisiones italianas; Mateo, alférez en una Bandera de Falange, que consiguió bautizar con el nombre de Gerona; Miguel Rosselló, con su gigantesco camión; Núñez Maza, con sus flamantes equipos de propaganda; Marta y María Victoria, con los camiones de Auxilio Social y de Frentes y Hospitales; Jorge de Batlle, volando desde la base de Mallorca; Sebastián Estrada, superviviente del Baleares e incorporado al Canarias, vigilando desde el mar la costa mediterránea, etcétera.

El día 9 se dio la orden de ataque y el frente de Aragón saltó hecho pedazos. El optimismo de don Anselmo Ichaso pareció justificado. Excepto en Belchite y en alguna posición aislada, el enemigo se decidió por la retirada masiva. Dos compañías fueron apresadas íntegras gracias a una columna de humo, la primera que se ensayaba, que desconcertó a los milicianos. Aparecieron intactos depósitos de material de guerra, de Intendencia, ambulancias, con diversas notas que decían: «¡Falangistas! ¡Lo dejamos para vosotros! ¡Arriba España!». Uno de los primeros pueblos conquistados fue el pueblo tan querido de Ezequiel: Fuendetodos, donde nació Goya. El pantano de Bagarosa fue volado y sus aguas irrumpieron en la llanura con inenarrable violencia. Salvatore calculaba en cerca de doscientas las baterías artilleras que vomitaban fuego. Si bien, como siempre, el arma decisiva —así lo estimaba el comandante Plabb— iba a ser la aviación. «Si conseguimos el dominio del aire, el Alto Mando rojo conocerá el mayor descalabro de la guerra».

Belchite, único baluarte que se oponía al avance homogéneo, quedó convertido en un montón de ruinas. Entre sus piedras, los voluntarios internacionales y Líster sufrieron una derrota horrible, que culminó en el suicidio de Marcucci, mando subalterno, ex presidente de la Juventud Comunista Italiana. Al ser ocupado el pueblo, se vio que los parapetos habían sido construidos apilando sacos terreros, sistema que los «nacionales» juzgaban erróneo, pues los proyectiles de artillería derrumbaban dichos sacos sobre los defensores de las trincheras. En las zanjas de Belchite, al lado de los cadáveres, se amontonaban folletos y manuales ilustrativos: «¿Cómo avanzar valiéndose de los codos?». «¿Cómo cortar las alambradas enemigas?». En una tienda de la plaza se lela un letrero que decía: «Liquidación total», y en los muros de la iglesia, negras letras repetían: NO PASARÁN.

Rebasado Belchite, las columnas «nacionales» se motorizaron y se prepararon para lanzarse, entre nubarrones de polvo, por la cubeta meridional del Ebro, encomendando a la Caballería la misión de limpiar las bolsas que fueran quedando atrás. Los soldados se sentían generosos y llenaban el macuto e incluso el casco de huevos, de latas de calamares y de sardinas, con ánimo de ayudar a la población civil.

Pronto quedó claro que las flechas apuntaban convergentes hacia el corazón de Cataluña, hacia Barcelona. De ahí que todos los catalanes pasados a la España «nacional» se sintieran dominados por una inquietud casi epiléptica. Querían abandonarlo todo, las amistades contraídas, los negocios o industrias que habían montado, e irse con los soldados. Mosén Alberto, ejemplo exacto, abandonó San Sebastián, la cárcel de Ondarreta. «¡A Cataluña! ¡Me voy para Cataluña!», gritó. Su propósito era proseguir, tal vez en Lérida, su misión. De hecho, España entera vivía sobre ascuas y en los mapas caseros los jalones que los cinco ríos constituían eran señalados con banderitas. Por azar fue capturado el mismísimo coche del general Vicente Rojo y don Anselmo Ichaso hizo observar que el léxico decisivamente grosero de los periódicos enemigos, así como el tono crispado de sus titulares y editoriales, revelaban que las altas esferas presentían la derrota.

La columnas motorizadas recibieron la orden de avanzar, y al instante se vio que el comandante Plabb podía respirar tranquilo: el dominio del aire estaba asegurado. Lo estaba hasta tal extremo, que la perplejidad de los jefes «rojos» de tierra era absoluta. El coronel Muñoz no acertaba a explicarse la pasividad de la «Gloriosa» en momentos en que era preciso jugárselo todo; por su parte, Julio García llamó a la aviación gubernamental «El Comité de No Intervención», mientras Antonio Casal, al lado del policía exclamaba: «¡Los pobres pilotos estarán recibiendo órdenes simultáneas de los tres gobiernos y no sabrán a cuál de ellos obedecer!».

Los «rojos» se decidieron por la destrucción. La mayor parte de las aldeas aparecían arrasadas, con inscripciones que recordaban el dominio que Ascaso, Ortiz y Durruti ejercieron sobre aquella región. Los puentes, ¡puentes de cuatro arcos, de seis! —¿dónde estaba Dimas, su amador?— eran volados, y eran volados los mataderos municipales y las centrales eléctricas. En la estación de Bujaraloz, un peón caminero indicó a Marta y a María Victoria los vagones de carga, aún en vía muerta, en los que Durruti fusiló a los homosexuales y a las mujeres enfermas. En Caspe, una anciana llamó a los requetés «señores soldados». Ya sólo faltaban cuatro ríos, ya sólo faltaban tres. Gerardi se reveló como un experto en la colocación de cargas explosivas. Diez minutos después de su marcha se oía un estruendo y se desmoronaba un edificio y morían algunos árboles y a veces un niño. Cerillita se había pegado a él. «Me gustaría aprender esto. ¡A ver, a ver!». El venezolano Redondo se empeñaba en destruir las fuentes, pero no conseguía sino que brotaran siete chorros donde antes brotaba uno solo.

La retirada «roja» adquiría por momentos caracteres tan angustiosos, que había quien auguraba un desenlace inminente de la guerra. Entre éstos se contaba Morrotopo, el asistente de Mateo. Morrotopo le decía a Mateo: «Mi alférez, escríbale a la japonesita dándole las señas de Gerona». Mateo era algo más comedido, pero estaba radiante. Las seis letras —GERONA— bordadas en la bandera lo enardecían. Desde luego, el avance le estaba saliendo de maravilla, resarciéndolo con creces del obligado quietismo del Alto del León y de la pavorosa aventura de Teruel. Incluso los pequeños detalles se le resolvían favorablemente. Cayó en manos de la Compañía un perro San Bernardo que desde el primer momento inspiró a los heridos una rara confianza. Por otra parte, entre sus hombres el buen humor era compatible con el riesgo. Muchos falangistas habían incrustado en su gorro lemas irónicos, como «Pasaremos», «Te espero en Moscú», «Arriba el clero», y uno de ellos, que cuando salía sin pagar de los cafés comentaba luego: «me fui al puesto que tengo allí», compuso un himno a los piojos destinado a hacerse popular:

Tu crueldad nada respeta

y hostilizas con furor

desde el último trompeta

hasta el jefe del Sector.

Un detalle sorprendió a Mateo: los cadáveres con las gafas puestas le inspiraban un miedo inexplicable. En cambio, lo atraían los rollos fotográficos sin revelar. ¿Qué imágenes, qué sonrisas se esconderían en su negro seno, en su tobogán? Iba guardándolos, formando con ellos un archivo enigmático. Por su parte, Morrotopo tenía la mala costumbre de cachear a los muertos, muchas veces por mera curiosidad. A uno de ellos le robó sencillamente el gorro, porque llevaba grabado sus mismas iniciales; y he ahí que, en cuanto se cubrió con él la cabeza y echó a andar, experimentó una sensación opresora, despersonalizante, como «si el cerebro de otro hombre hirviera en él». Hasta que, asustado, lo tiró.

Antonio Casal quería comentar con Julio la situación, pero de pronto el policía se despidió de él. No le gustaba el sesgo que tomaban los acontecimientos y le dijo al jefe socialista gerundense: «Mi querido amigo Casal, observa las ramas de esos chopos. Pronto florecerá la primavera. ¡Te juro que París, en primavera, es un espectáculo incomparable!». Antonio Casal, en su fuero interno, acusó a Julio de desertor, pero el coronel Muñoz salió en su defensa: «Julio es un hombre lógico, nada más».

La serenidad del coronel Muñoz era proverbial. En medio de aquel diluvio de metralla se comportaba como si, a semejanza del requeté de Estella, contara con una secreta y especial protección. Y no había tal. Simplemente, no olvidaba que los atacantes eran hombres y sólo hombres, sujetos a las mismas limitaciones que Arco Iris o el Perrete. Imaginaba a «La Voz de Alerta» tapándose los oídos al estallar una bomba; al hijo del doctor Rosselló agachado detrás de una roca; a la hija del comandante Martínez de Soria desmayándose al ver a un herido; ¡a Mateo confesándose antes de cada combate! De ahí que, aferrándose a su íntimo anhelo de supervivencia, admitiese la posibilidad de que en un determinado momento el implacable mecanismo enemigo hiciera crisis.

Núñez Maza no lo creía así. El Estado Mayor «nacional» se le antojaba inspirado como nunca. Personalmente, se vengaba del Campesino gritando por los micrófonos: «¡Eh, no corráis tanto, que tenemos reuma y no podemos seguiros!». Núñez Maza soñaba con hacer prisionera a la Pasionaria. La Pasionaria era para él símbolo de la escoria, símbolo que el alférez Salazar le había negado repetidamente, alegando que una mujer que en España había conseguido hipnotizar a una masa tan considerable de hombres, a no dudar contaba con cualidades de excepción.

Los ríos iban siendo cruzados y las notas más características de los pueblos ocupados eran el hambre y la abundancia de caballos maquillados. Hambre ocre y escarlata, mucho más rabiosa que la de las poblaciones del Norte. La gente se hubiera arrodillado con tal de conseguir lo que los soldados llevaban en el macuto, y Marta y María Victoria repartían víveres a voleo desde lo alto de sus camiones. «¡Arriba España! ¡Gracias a Dios!». Gracias a Dios que nos envía el pan, que nos envía huevos y latas de calamares. En cuanto a los caballos maquillados, su abundancia intrigaba a Mateo. ¿Qué significaba tamaño carnaval? Morrotopo, entendido en la materia, se lo explicó: los anarquistas les robaban los caballos a las Brigadas Internacionales y luego, probablemente con la ayuda de los gitanos, los maquillaban para que fueran irreconocibles.

Arduo problema lo constituían los prisioneros, que iban sumando millares. Los milicianos y simples soldados eran tratados con respeto; no así los oficiales y menos todavía los voluntarios internacionales. El Cuerpo de Ejército del que Salazar formaba parte cercó y rindió íntegros a cuatro batallones extranjeros, compuestos de estadounidenses, canadienses, polacos e ingleses. Salazar, inyectados los ojos, iba preguntando a aquellos hombres: «¿Por qué vinisteis desde Nueva Orleáns, desde Varsovia, desde Oxford, para arrasar esta patria que es la mía?». Los internacionales temblaban. Ya no cantaban sus himnos políticos y bélicos, como en el tren procedente de París. Con fatalismo visible en sus hombros caídos, esperaban la decisión de los «fascistas», cediéndose unos a otros las últimas gotas de coñac de sus cantimploras.

Inmediatamente después de las fuerzas ocupantes, entraba en los pueblos Auditoría de Guerra, de la que José Luis Martínez de Soria formaba parte. Auditoría de Guerra trabajaba a destajo, pues en cada lugar era preciso administrar justicia, buscar los responsables. Para eso estaba allí José Luis Martínez de Soria, sentado a la mesa con oficiales más veteranos. Para eso estaba allí, con su pluma estilográfica y sus dos estrellas en el gorro. Por cierto, que le ocurría algo singular: a medida que se acercaban a Cataluña, a la Gerona que fusiló a su padre, el muchacho se sentía más y más distanciado de los hombres y mujeres a quienes debía interrogar. José Luis se dio cuenta de que los trataba como a números o como a pajarracos, y ello lo asustó. Sabía que María Victoria le hubiera advertido: «¡Cuidado!»; sin embargo, María Victoria se había ido tierra adelante con los camiones de Auxilio Social. En consecuencia, José Luis Martínez de Soria emitía su voto y firmaba… Nadie impedía que firmara sin piedad. Únicamente, de vez en cuando, recordaba, como entre sueños, sus lecturas, entre las que destacaban una frase de Nietzsche: «No utilizar los hombres como cosas», y otras dos aprendidas en sus investigaciones sobre la figura de Satanás: «El Ángel de la Luz quedó convertido en Ángel de Tinieblas». «El demonio Samuel hiere y mata a los niños al nacer». Pero, a la postre, una y otra vez conseguía domeñar sus vacilaciones o escrúpulos, pensando que todo cuanto pudiese él hacer era mera chispa invisible en el gran incendio de España provocado por los «rojos».

El fallo que el coronel Muñoz admitía como posible no llegaba… Las tropas «rojas» retrocedían. El avance «nacional» era tan rápido que nadie se tomaba la molestia de hacer recuento del botín en hombres y material. La maniobra se desarrollaba impecablemente y los oficiales hablaban de Franco en términos admirativos. «Cuando fue necesario guerrillear, supo hacerlo. Cuando el terreno fue montañoso, acopló los medios. Ahora se trata de una guerra elástica y domina la situación más que nunca». Incluso los alemanes reconocieron, por boca de Schubert, tal elasticidad, si bien sospechaban que ni siquiera esta vez el Caudillo español aprovecharía la ocasión para acabar definitivamente con el enemigo.

* * *

En el preciso momento en que las tropas franqueaban la frontera catalana, la Compañía de Esquiadores recibió la orden de avanzar por el Pirineo, de ocupar la franja pirenaica hasta ponerse en línea con las tropas del Sur. Dura misión, y espectacular el momento en que empezaron a bajar de las cumbres todos los esquiadores diseminados en los alejados puestos de vigilancia. ¡Qué aislados habían vivido! Bajaron esquiadores del Formigal de Salient, de Faceras, de Sabocos, de Brazato, de las múltiples Bachimañas. Todos quedaron alineados delante del Cuartel de Panticosa, y las muchachas del taller de la Sección Femenina pudieron comprobar hasta qué punto la nieve y el sol habían embellecido a aquellos hombres. Ignacio y Moncho, que por fin conocieron a todos sus compañeros, incluidos los catalanes, estaban emocionados. El teniente Colomer, al que César sirvió, le dijo a Ignacio: «¡Cómo has cambiado, chico! ¡Tienes un aspecto imponente!».

Sí, Ignacio había cambiado. Las semanas transcurridas en Bachimaña habían sido intensas, en compañía de Moncho, quien enseñó a todos sus compañeros, desde el cabo Chiquilín hasta Cacerola, incluso a jugar al bridge. El ejercicio físico le había sentado bien. Espiritualmente, ¿qué decir? Había recibido carta de Mateo. «Celebro que luches por España. Nunca perdí la esperanza de que lo hicieras. Rezaré por ti». Le escribió la abuela Mati, desde Bilbao. «Lamento mucho que no hayas podido venir a abrazarme y te espero sin falta en cuanto te den permiso. Entretanto, rezamos por ti». ¡Le escribió mosén Alberto! «Sé que te pasaste… Era algo que tus padres, César y todos los que te queremos teníamos derecho a esperar de Ignacio… Rezo por ti». Marta le mandó dos cartas seguidas. Estaba atareadísima, no le quedaba mucho tiempo para las cuestiones personales. Sin embargo, en una posdata decía: «Mamá y yo rezamos por ti y por Moncho».

«Todo el mundo reza por mí…». A Ignacio le pareció que llevaba una carga muy pesada. El muchacho había aprendido los rudimentos del esquí gracias a las lecciones de Moncho y del cabo Chiquilín. Fue alumno mediano. Tenía estabilidad, pero no ligereza. «Lo contrario de lo que me ocurre en la vida», pensó.

Todos los esquiadores ofrecían el mismo imponente aspecto de Ignacio. A despedirlos acudió el pueblo entero de Panticosa, con representación de todos los pueblos vecinos. Los parientes de los muchachos del valle de Tena lloraban. ¿Por qué se iban? ¿No decía la radio que la guerra estaba ganada?

—¡De frente…! ¡Mar!

Ciento veinte hombres partieron Pirineo adelante en dirección a Cataluña. Atrás quedaron el valle de Tena, el río Gállego, con sus guijarros perfectos, y aquel caballo que orinó amarillo.

Se van los esquiadores,

ya se van cantando,

más de cuatro zagalas

quedan llorando.

El avance se efectuó sin encontrar resistencia. Los esquiadores «rojos» se habían replegado. Conmovía ocupar aquellos puertos que a lo largo de casi dos años de espera habían rebotado contra los prismáticos. En las húmedas trincheras «rojas», el único vestigio era la ceniza de las hogueras, todavía caliente.

Los pueblos habían sido abandonados. Sólo quedaba en ellos algún anciano, caída la boina, la cabeza apoyada en el bastón, éste apuntalado en el suelo, entre las piernas. También se habían quedado algunas mujeres sin edad, las manos amoratadas y llenas de sabañones. Los esquiadores dormían en los pajares o en las cuadras. Las viviendas, cuya miseria encogía el ánimo, se componían de algunos muebles roídos y de un calendario del Anís del Mono o de alguna fábrica de Jaca, con una bolsa en que se guardaban las dos o tres cartas que la familia había recibido en los últimos años. Fuera, alguna gallina y alguna cabra junto a unos palmos de terreno pedregoso, que era preciso arar.

Ignacio estaba muy impresionado. «Ni un hogar sin lumbre ni un español sin pan». Moncho, aleccionado por su padre, veterinario, amaba aquellos animales. Ignacio sopesaba el fusil y se preguntaba: «¿Verdaderamente las balas procurarán a esas gentes una vida mejor?». Ignacio leyó algunas de las cartas guardadas en los calendarios. En todas ellas, firmadas por parientes lejanos, aparecían las palabras «querer», «ver» y «deseo».

¡Las escuelas! Ignacio y Moncho recorrían en silencio la escuela de cada pueblo. Una estancia ruinosa, con cartones en las cristaleras. Al huir, el maestro había olvidado en la pizarra una multiplicación y en el mapa de España que presidía la pared se entrecruzaban líneas rojas y verdes, que no se sabía si eran carreteras, ríos o venitas de sangre. En estos mapas aparecía invariablemente un pequeño redondel, la huella del índice del maestro, que borraba por entero el nombre del pueblo. Ignacio evocaba sin querer la escuela de David y Olga. «¿Vosotros también creéis que el hombre es portador de valores eternos?». Sobre los pupitres, o en el suelo, yacían cuadernos escolares forrados de azul ultramar, lo mismo que los de Gerona. Por lo visto, la costumbre había alcanzado también aquellos trasmundos de congoja.

A los compañeros de escuadra de Moncho y de Ignacio les fascinó la lectura de los periódicos «rojos», sorprendiéndoles jocosamente los títulos de las películas rusas que se proyectaban en Barcelona, la abundancia de anuncios de antivenéreos y el pie de una caricatura de Franco que decía por las buenas: «El criminal más grande del universo». El cabo Chiquilín, al leer este anuncio, se echó el gorro para atrás y comentó: «Mejorando lo presente».

Los anuncios de antivenéreos excitaron más de lo debido a Royo y a Guillén, quienes comentaron, cada cual a su manera: «El que no se cae una vez es que no es hombre». ¡Royo y Guillén! Lo primero que buscaban en las trincheras conquistadas eran postales pornográficas, que no solían faltar, entre los naipes a medio jugar y las botellas verdosas con una vela clavada en el gollete. De dar con aquéllas, pronto acudían otros esquiadores o soldados de las compañías que operaban conjuntamente. Los oficiales no sabían qué hacer… El espectáculo de una ronda de escapularios en torno de un cartón lascivo era disparatado y hubiera hecho las delicias de Fanny y Bolen. Más allá del pueblo de Torla, camino de Ordesa, Guillén encontró en una zanja un zapato de mujer, rojo y puntiagudo. El clamor del muchacho fue incontenible. Toda la Compañía, incluidos Ignacio y Moncho, quiso ver el zapato, tocar aquel símbolo de la clandestina pasión. Por fin, el teniente Colomer, boyante porque se avanzaba hacia Cataluña, propuso rendirle al zapato honores de capitán general. La idea desató el entusiasmo y fue puesta en práctica al instante. El zapato fue colocado encima de una roca y no menos de un centenar de hombres desfilaron delante de él. «Vista a la derecha, ¡mar!». Los esquiadores volvían la cabeza y saludaban al zapato con marcialidad.

La compañía ocupó el valle de Ordesa, maravilloso altar natural. En una de las piedras alguien había escrito con letras gigantescas: «VIVA YO».

El avance era espasmódico. La noche del 30 de marzo, los esquiadores durmieron al raso, en lo alto de una colina. La prueba fue dura, obligándoles a tenderse por parejas, apretados los cuerpos, tiritando. Al día siguiente el calor era insoportable y la Compañía ocupó el pueblo de Boltaña, sucio, con millones de moscas hambrientas. Allá se supo que una División «roja», la División 43, mandada por un ex limpiabotas de Canfranc, apodado «el Esquinazo», había decidido resistir en el valle de Benasque. En una escaramuza la Compañía perdió cuatro hombres. Ignacio los conocía, y pese a ello recibió la noticia con perfecta indiferencia, que le desagradó. Al mismo tiempo, el teniente Colomer hizo dos prisioneros, que despertaron la curiosidad general. «¡Dos rojos, dos rojos!». A Dámaso Pascual le bastó con verlos un momento para diagnosticar: «Pesan, entre los dos, ciento cinco kilos». Hablaba de ellos como si fuesen encarnaciones del mal, y estaba seguro de que Ignacio y Moncho, con sólo echarles un vistazo, acertarían a saber si eran comunistas o de la FAI.

La Bolsa de Bielsa retuvo la Compañía allí, en el Pirineo Aragonés, impidiéndole de momento alcanzar Cataluña y situarse en línea con las tropas del Sur, como estaba previsto. Moncho, que esperaba de un momento a otro la «liberación» de Lérida —lo prometieron darle permiso para visitar a sus padres—, se puso de mal humor y, mirando hacia Peña Montañesa, el fabuloso macizo que presidía la comarca, dijo: «Tengo el presentimiento de que, pese a todos los rumores, los rojos no se rendirán».

* * *

El día 3 de abril, las vanguardias del general Yagüe entraron en Lérida, la primera ciudad catalana, lamida por el Segre, el último de los cinco ríos en los que el mando «rojo» confió… A lo ancho de España se produjo un silencio que casi dañaba el aire. Si se cruzaba este río ¡las tropas se derramarían por Cataluña y nadie podría ya detenerlas hasta Barcelona!

La población «nacional» que vivía en territorio «rojo» no acertaba a contener la emoción. Las gentes leían los periódicos —«¡Resistir!». «¡Resistir!»— y se guiñaban el ojo. Los detenidos en las cárceles no sabían si reír o llorar. ¿Serían sacrificados a última hora? Los milicianos, al huir, ¿no volarían las calles, los pueblos, la propia Barcelona? Rumoreábase que equipos especiales estaban minando la capital de Cataluña, y por otra parte muchos fugitivos iban diciendo que los moros les cortaban los pechos a las mujeres. ¡El éxodo había comenzado! Millares de combatientes huían, entre ellos, el Perrete, quien en la aldea de Pina no encontró ni a sus padres ni a nadie. En cambio, había familias, ¡antifascistas!, que habían decidido no moverse. «Sea lo que sea. Queremos comer».

El Segre no fue cruzado de momento… Las tropas que ocuparon Lérida se detuvieron allí y, más al Sur, el Cuerpo de Ejército de Galicia, al mando del general Aranda, recibió orden de penetrar en cuña por el sector de La Pobleta. Este viraje en dirección a Levante dejó atónitos a los propios combatientes, los cuales olieron, esto sí, la proximidad del mar, pero no del mar de Cataluña, sino del mar de la provincia de Castellón. Alguien dijo: «El propósito del Alto Mando es cortar en dos el territorio enemigo, separar a Cataluña de Valencia y de Madrid. Hecho esto, la ocupación será un paseo militar».

La explicación pareció verosímil, y entre los que esperaban renació la confianza. «¡Luego, luego vendrán por nosotros! ¡Es imposible que nos dejen en esta situación! ¡Franco sabe de sobra cómo vivimos! ¡Primero llegarán al mar y luego vendrán por nosotros!».

Abril había estallado, para bien o para mal. Y con él, la primavera. Año de 1938. La primavera estalló casi carnosamente, y se introdujo en todas partes, incluso en la madera de los esquís que Ignacio y Moncho habían dejado atrás. Se atrapaba un insecto y todo él era primavera. Había primavera en las estrellas y hasta en los pecados, algunos de los cuales ya no podrían cometerse hasta el otoño próximo.

¿La primavera acabaría con la guerra? Cacerola pensaba: «Moncho, tú, que tantas cosas sabes, que sabes quién era Reclus y qué significa stajanovismo, ¿acabará esta primavera con la guerra? ¿Ocuparemos Barcelona y Gerona, la ciudad de Ignacio, y llegaremos a la frontera y luego, en el Centro, se rendirá Madrid? ¿No ven los rojos que nada pueden hacer ya?». Moncho no hubiera podido contestar con tino. Desde su palco observador, que era su misión de anestesista, más bien sospechaba que la pujanza de los árboles y de los insectos le daría a la guerra nuevos bríos. Era una sensación ambigua y sin embargo aferrada hondamente, que, de acuerdo con el coronel Muñoz, le llevaba a admitir la posibilidad de una subversión de los hechos, de un milagroso desquite por parte del enemigo. ¿Por qué no? Al fin y al cabo, el estallido de las plantas era una insólita resurrección de lo que estuvo oculto y vencido durante el invierno. ¿Y a santo de qué admitir, sin más, que las flores tenían relación con la paz? Acaso fueran balines disfrazados. El doctor Simsley, del Hospital Pasteur, opinaba que todas las cosas tenían alma, excepto la palabra alma, que con sólo existir cumplía con su cometido. ¿Por qué suponer que el alma de la primavera era pacífica?

Llegó el 5 de abril y la rendición no se produjo. El 8 y el 10, y tampoco. ¡Pero las tropas del general Aranda seguían avanzando en dirección al mar y la llegada a éste sería sin duda un golpe mortal! El territorio partido en dos… El sueño de los dirigentes «rojos» que el año anterior quisieron atacar por Extremadura y llegar a Portugal, cortando por la mitad el territorio «rebelde».

«¡Luego vendrán por nosotros!». Rebasada Morelia, allá a lo lejos, al otro lado de los sueños, apareció de pronto el azul. Los soldados, algunos de los cuales procedían de la húmeda Galicia y de Asturias, vieron a lo lejos el sosegado Mediterráneo, el mar que no era océano, el mar «cuyos peces hablaban latín». Los italianos, al descubrirlo, se alinearon y rompieron a cantar, con sus voces felpudas, completando estrofas que habían iniciado en Abisinia. Los legionarios de cien mil tatuajes en el cuerpo apostaron quién se ahogaría el primero, mientras los marroquíes, inmóviles en la cúspide de sus piernas larguísimas, parecían orar.

Millares de lenguas preguntaron:

—¿A qué día estamos hoy?

—A quince de abril.

Era el 15 de abril, era Viernes Santo… ¡Extraña coincidencia! Exactamente mil novecientos treinta y ocho antes, un hombre más alto que Franco y que Cosme Vila había muerto en una cruz, al otro extremo de aquel mar. Un hombre que no fue ni banquero ni militar; que fue carpintero y que vivió durante treinta años una vida oscura. La voz de ese hombre fue tan misteriosa y tan fuerte que cuando exclamó: «¡Ay de aquel hombre por el que el Hijo del hombre será entregado!», Judas, al cabo de poco, , se ahorcó. Sin embargo, su voz fue también tan suave que cuando dijo: «La paz os dejo, la paz os doy», se alegraron hasta las aves del cielo.

El Cuerpo de Ejército de Galicia llegó al pueblo de Vinaroz. El mar se recostaba en él. Los soldados se acordaban de que aquel día era Viernes Santo y, en cierto modo, ello les paralizaba el corazón. Ninguno osaba acercarse a la arena, acercarse definitivamente al agua. ¿Dónde estaban Líster y el Campesino? ¿Dónde estaban Julio García y los padres del Perrete, dónde estaban los muertos? «Estaban también allí, a lo lejos, muchas mujeres que habían seguido a Jesús desde Galilea».

El general Alonso Vega se adelantó para pisar la arena el primero. En la arena había un hombre herido que llevaba en la gorra una inscripción: «No pasarán». Se parecía a Difícil, pero no era él. El general Alonso Vega se acercó al agua, se agachó, mojó en ella sus dedos e incorporándose se santiguó.

El pueblo era Vinaroz; el día, Viernes Santo; el mar, el Mediterráneo.