Matías decía del jefe ruso Axelrod, por fin nombrado cónsul en Barcelona, en sustitución de Owscensco, que siempre tenía aspecto de llevar un micrófono escondido en alguna parte del cuerpo. A Cosme Vila lo definió de otra manera: un hombre enérgico malogrado por el fanatismo.
Matías lamentaba que el fanatismo se hubiera apoderado no sólo de los corazones sino de las mentes. A él le hubiera gustado que cada cual en su esfera se comportase con dignidad y llevara el sombrero, la boina o la peluca que le correspondiera. El liberalismo aplicado. Las circunstancias dieron al traste con sus deseos. Fanatismo a muerte. «¡A ver, grita UHP, o te mato!». «¡Eh, ése de la insignia en la solapa, grita “Viva España”, o te mato!». Te mato, grita esto, extiende el brazo, cierra el puño, ponte en el pecho martillos y hoces y rosas y qué sé yo. Y el caso es que ni siquiera él, el propio Matías Alvear, había escapado a la ley de la agresividad. «Yo también soy un fanático. Me han obligado a elegir. Me mataron un hijo porque gritaba “Viva Dios” y ello me ha obligado a elegir. Vería muertos a todos los asesinos de mi hijo y a los compinches de estos y no me dolería un pelo ni me tomaría la molestia de quitarme el sombrero».
El doctor Relken opinó en cierta ocasión que en plazo breve no habría en el mundo más que tres o cuatro doctrinas supervivientes, cada una de ellas servida con fanatismo por millares de hombres. A su manera, Ezequiel había profetizado lo mismo al decir: «Pronto no habrá más que rascacielos y ermitas». Por el contrario, José Luis Martínez de Soria seguía creyendo que, orientados por Satán, antes de un siglo los seres humanos desembocarían en la más completa indiferencia.
Pilar, que a la sazón leía unos cuantos libros serios que antes de la guerra Mateo, inútilmente, le había recomendado, era menos pesimista que Matías y que el doctor Relken.
—¿Tres o cuatro dices? —le discutió la muchacha a su padre—. Por Dios, papá. Voy menos que tú al Neutral, pero estoy más enterada.
—A ver.
—Cuenta sólo las religiones. Primero hay la verdadera, o sea, la nuestra; luego, la protestante; luego están los árabes y los chinos y los japoneses y… ¡Vamos, papá! Que el asunto te puede. Que no estás en forma. ¿Me das un beso?
—Te lo doy, porque no has mencionado la Falange, y Dios sabrá las ganas que habrás tenido de hacerlo. Pero conste que llevo razón. Verás cómo tus hijos no oirán más que tres o cuatro himnos.
—¿Mis hijos? ¡Oh, qué ilusión!
—Claro que sí, mujer. Has salido a tu madre.
—¿A mi madre? ¿Sólo tendré tres hijos?
—¿Cuántos quieres, vamos a ver?
—Lo menos… cinco.
Matías Alvear, con el índice, le aplastó a su hija la punta de la nariz hasta conseguir formar en ella un círculo pálido.
—Pilar…, no olvides que Mateo habrá hecho la guerra…
—¡Ya me extrañaba a mí! —se oyó la voz de Carmen Elgazu, desde la cocina.
Fanatismo. El Responsable, que desde que Cosme Vila estuvo en Teruel no se perdonaba no haber visto él una batalla, reflexionaba también sobre el particular y a veces parecía cansarse de tanto fanatismo. Por un lado el bombardeo con pan y por otro sus vanos esfuerzos, llevados a cabo en la checa anarquista, para arrancar de las hermanas Rosselló la lista de los mandamás de la Quinta Columna, lo tenían un tanto desmoralizado. Empezaba a calibrar lo significativo que era que en la zona «nacional» muchos niños fueron bautizados «Francisco» o «José Antonio» y que en la zona «roja» abundaran los llamados Lenin, Stalin e incluso Volga, Moscú y Odesa… «¿Suena raro, verdad? —le decía a Merche—. Stalin Pérez, Odesa García…». El Responsable había advertido que incluso las prostitutas distinguían de razas y de nacionalidades. «¿Con ese turco? ¡Jesús, ni hablar…!». «¡Ay, no! Llevaos de aquí a ese negro borracho».
Fanatismo… David y Olga, mientras en Teruel se derretía la nieve, convirtiéndose en barro sin fantasía —1 de marzo de 1938— se dejaron tentar por el deseo frenético, profundo, de complicar la guerra como única salida posible.
El propio Antonio Casal se estremecía de horror oyendo a sus amigos.
—Pero, vamos a ver, David, Olga… Un momento. Si estuviera en vuestras manos desencadenar la guerra mundial, ¿lo haríais? ¿Queréis repetirlo en voz alta para que me entere?
David respondía sin vacilar:
—Si no hubiera otro remedio para cerrarle el paso al fascismo, sí, lo haríamos.
Casal se quitaba el algodón de la oreja.
—Por favor, un instante. La posibilidad de que murieran… pongamos cuatro millones de personas, ¿no os detendría?
Olga protestaba, alegando que tal manera de plantear la cuestión era improcedente.
—Si Hitler, Mussolini y Franco se adueñaran de la situación, morirían muchas más aún. No olvides que, para empezar, Hitler pretende la exterminación de los judíos.
Antonio Casal se encogía de hombros. Mussolini había sido tipógrafo, como él era, pero no por eso iba a defenderlo. Y tampoco iba a defender a Hitler ni a Franco. Ahora bien, históricamente hablando, él le temía poco al fascismo, porque el fascismo ira una idea fanática y los fanatismos no podían durar mucho. Históricamente él le temía mucho más al comunismo, porque éste era una idea fría, más fría que el invierno en Teruel. «Y lo frío se conserva por tiempo inmemorial».
Fanatismo… Cosme Vila había decidido acabar con los guerrilleros escondidos en el Montseny y en Rocacorba, para lo cual, a través del coronel Muñoz, había pedido colaboración militar. Y además, se llevó para Gerona a mosén Francisco, ingresándolo en la celda masculina de la checa. No sabía qué hacer con el Vicario. Casi lo emocionaba tenerlo en la mano. ¿Qué estaría tramando, el muy tuno, con un fusil en la mano en el Seminario de Teruel? Se limitaba a responder: «Buscar penitentes». Tal vez fuera cierto. Cosme Vila se había enterado en Barcelona de que mosén Francisco organizó en muchas farmacias la estratagema de servir hostias pequeñas y cuadradas a quien entrase en el establecimiento pidiendo: «De parte de mi padre, tres sobres de bicarbonato». El padre era el Padre que está en los cielos. ¿Qué haría con mosén Francisco?
Cosme Vila detuvo también a Laura. Lo hizo el día en que llegó a Gerona la noticia de la desaparición de Teo en la batalla de Teruel. Cosme Vila dijo: «¡Basta!». Y dio orden a dos milicianos para que detuvieran a Laura. Ésta, al cuarto de hora, se encontraba en la celda femenina de la checa comunista gerundense, la celda de los hombres desnudos dibujados en la pared. La intención de Cosme Vila no era matar a Laura, sino a «La Voz de Alerta». Utilizaría a Laura como rehén. Cosme Vila conocía al dedillo la ingente labor del dentista de San Sebastián. Y por medio del catedrático Morales, que realizó ex profeso un viaje a Francia, le hizo llegar una nota que decía: «Si antes de una semana no se presenta usted en la frontera de Port-Bou, donde una delegación del Comité Revolucionario de Gerona lo estará esperando, su mujer conocerá la justicia del pueblo».
El fanatismo contaba también con innumerables adeptos en la España «nacional». Un oficial de la Legión, habiendo descubierto que uno de sus hombres se había herido a sí mismo en una pierna, decidió aleccionarlo. Amartilló su pistola y le dijo: «¡Escúchame bien, gallina! Cuando un legionario tiene canguelo, no se hiere en una pierna; ¿me oyes? Se levanta la tapa de los sesos ¡o se dispara aquí, fíjate bien, aquí!». Y al decir esto el oficial volvió el arma contra sí, a la altura del pecho y disparando se suicidó, atravesándose el corazón. En línea similar podía inscribirse la actitud de un requeté del Tercio de Montejurra, actitud que se hizo famosa en el frente del Norte y que cortó la respiración de mosén Alberto. El requeté, oriundo de Estella, poco antes de la guerra había practicado la devoción de comulgar nueve primeros viernes de mes seguidos. De pronto, cuando la batalla de Oviedo, le vino a la memoria que el Sagrado Corazón había prometido la perseverancia final —«no morirán en mi desgracia ni sin recibir los Santos Sacramentos»— a aquéllos que, como él, hubieran llevado a buen término tan piadosa costumbre. El requeté de Estella, monstruosa mezcla de fe y de ignorancia, razonó: «Así, pues, dado que el Sagrado Corazón no puede equivocarse ni mentir, es obvio que si estoy en desgracia de Dios, o sea, en pecado mortal, no moriré…, lo que equivale a decir que los rojos no me matarán». El requeté, sin pérdida de tiempo, se dirigió a Oviedo, dispuesto a pecar, a «ponerse en desgracia de Dios», hecho lo cual, concienzudamente, en el primer burdel de que tuvo noticia, regresó al frente. A partir de ese momento se sintió tan inmunizado, tan a salvo y a trasmano de las balas, que en ocho días llevó a cabo una retahíla de acciones heroicas que le valieron una Medalla Militar individual. «¡Si no me darán! —les gritaba a sus camaradas, cuando estos le aconsejaban que tuviese prudencia—. ¡Pequé “a modo” y tengo asegurado la perseverancia final!».
También Mateo Santos, el alférez Santos y Miguel Rosselló vivían en su interior jornadas fanáticas. La Falange, Falange Española Tradicionalista y de las JONS, contaba ya con millares de afiliados. Cierto que muchos se inscribían por mimetismo o en busca de la seguridad personal, pero no faltaban los que entreveían con sinceridad la eficacia canalizadora de aquella doctrina sobre la que Ignacio ironizó. Mateo entendía, poco más o menos, que la Falange bombardearía con bolsitas de pan blanco todo el país; que inclusive Pilar acabaría por entregarse a su credo; que los veintisiete puntos de José Antonio, del Ausente, eran contagiosos e iban ganando terreno por la ley tan imperiosa como la de la gravedad; y el propio Miguel Rosselló, que avanzaba con su camión inmediatamente después de las fuerzas de choque, a la menor ocasión discurseaba enfáticamente entre sus camaradas del Parque Móvil. «La Democracia es un error, porque en ella cada individuo se cree rey. La Monarquía es otro error, porque el rey sucesor o heredero puede ser tonto de capirote. La Falange proclama que cada nación ha de ser gobernada por la suma de facultades de que dicha nación disponga». Algunos compañeros de Rosselló asentían, otros no comprendían una sílaba y un muchacho con gafas de intelectual le salió al paso diciendo: «Lástima que esta teoría tenga unos tres mil años de existencia, si los libros no mienten al hablar de Grecia».
Fanatismo… El hermano de Carmen Elgazu, Lorenzo Elgazu, en vez de regresar a Trubia y recuperar su puesto en la fábrica de armas de la ciudad, tomó la sangrienta bandera que confeccionó en Gijón y con ella se dirigió a Bilbao a visitar a su madre, la abuela Mati, y a sus dos hermanas solteras, Josefa y Mirentxu. Las tres mujeres, al verlo tan exaltado, procuraron calmarlo, indicándole que lo más cuerdo sería que procurase sacar del Batallón de Trabajadores a su hermano Jaime. Pero Lorenzo Elgazu se negó a ello. «Jaime disparó contra nosotros. Es separatista. Lo lamento, pero tiene que purgarlo».
En cuanto a «La Voz de Alerta», que ignoraba todavía la detención de Laura y la astuta combinación urdida al respecto por Cosme Vila, pagaba con la misma moneda que éste y perseguía a muerte a todas las Lauras rojas que se le ponían a tiro —Paz Alvear, de momento y por puro milagro se había salvado—; y a cuantos le aconsejaban que no se precipitase en sus decisiones, recordándole lo sucedido con el doble de Dionisio, les contestaba con una frase de Negrín: «Prefiero que mueran veinte inocentes que se escape un espía». Su brazo derecho, Javier Ichaso, en la plaza de toros de Santander había capturado, entre los prisioneros, y en nombre del SIFNE, no menos de doce agentes enemigos y a la sazón se proponía pedir la colaboración del Ejército para acabar con los guerrilleros «rojos» que se habían refugiado en los montes de Asturias y de Santander, los cuales bajaban de noche a los pueblos, dispuestos, como siempre, a matar al cura y al sargento de la Guardia Civil.
Fanatismo, guerra a muerte… Solidaridad Obrera publicó un suelto que decía: «Ha muerto DE PENA el padre Gafo, al ver que sus hijos, los fascistas, perderían la guerra». El Pensamiento Navarro, que dirigía don Anselmo Ichaso, publicó el mismo día un anuncio redactado en los siguientes términos: «Hacendado matrimonio adoptaría huérfano de guerra, a condición de que su padre hubiese luchado con el Ejército Nacional». Fanatismo, guerra a muerte… Destitución, ¡y quizá muerte!, del Ministro de la Guerra, Indalecio Prieto, acusado por Axelrod de haber desestimado los consejos de los militares rusos y, en consecuencia, haber perdido la batalla de Teruel. Destitución, ¡y tal vez muerte!, de Álvarez del Vayo, de Barcia y de Yango y otros masones de primera fila si no conseguían, en París y en Londres, en sus entrevistas con Leon Blum, con Delbos y Chautemps, que el conflicto español se convirtiera en el conflicto internacional de que Julio García había hablado «por hablar» en el café Neutral y que deseaban intensamente David, Olga y otros innumerables fanáticos de la zona «roja».
Fanatismo, espías, héroes vivos y héroes muertos. ¿Cuándo uno de ellos, de cualquiera de los dos bandos, conseguiría poner fin a la lucha fratricida?
Tal vez el jaque mate no estuviera lejos. Por lo menos don Anselmo Ichaso abrigaba esta esperanza. Don Anselmo Ichaso, organizador del SIFNE, acababa de colocar en su paisaje de trenes eléctricos, una estación preciosa, pintada de rojo, que decía: «Barcelona».
—¿Por qué de rojo?
—Porque los primeros soldados que entren en ella serán los fanáticos requetés, requetés de las Brigadas Navarras.