Capítulo XLIV

«¡Qué maravilloso!», exclamó Ignacio. Llevaba lo menos una hora soltando adjetivos desde el interior de la cabina del camión. A su izquierda, el conductor; a su derecha Moncho, cambiando de expresión a cada recodo de la carretera. Habían salido de Jaca a mediodía, pero el conductor tuvo que pararse repetidas veces para recoger víveres destinados a la Compañía de Esquiadores. La carretera avanzaba paralela al río, al Gállego. Río parlanchín, río pulidor de guijarros perfectos. A cada kilómetro el desfiladero se hacía más angosto, hasta que, de improviso, rebasados Biescas y el fuerte de Santa Elena, entraron en el valle de Tena y el paisaje se abrió a sus ojos como una doble página de revista. El valle parecía al otro lado de la guerra, debía de regirse por otro calendario. La nieve lo cubría sin exceso, sin el drama de Teruel. Allí no asomaban, entre el blanco polar, carroñas de mulos, sino pueblecitos diseminados, caseríos con tejados de pizarra y árboles que se habían sacudido a sí mismos la nieve que los cubría. «¡Qué maravilla!». Ignacio lo miraba todo con los ojos que perdió siendo niño, lamentando que el roncar del vehículo le impidiese oír la canción del río entre los guijarros perfectos. ¡Montañas! En las cumbres, el espesor de la nieve debía de ser sobrecogedor.

—¿Cuántos pueblos hay en el valle?

—Dieciséis. —El conductor agregó—: Dieciséis pueblos y el Balneario.

—¡Ah, sí! El Balneario de Panticosa…

Panticosa era la capital del valle. Pronto dieron vista al pueblo, dormido aquella tarde en la pendiente que bajaba hacia el río. El Balneario se hallaba unos doce kilómetros más arriba y disponía de piscina, que debía de estar helada. El hotel de Panticosa, el edificio más confortable de la comarca, se había convertido en cuartel, en el que estaba instalada la Plana Mayor. Enfrente del hotel, el almacén de Intendencia, a cargo de un furriel avispado, propietario del más importante negocio de cereales de Jaca.

El conductor había puesto una cara un tanto idiota cuando Ignacio le confesó que no sabía esquiar. «Vivir para ver», comentó. Ignacio, sin saber por qué, replicó con una tontería: «Mejor esto que nada». Eso dijo, e inesperadamente el conductor rompió a reír con estrépito. «¡Bravo, catalán! ¡Bravo!», exclamó, tocando por tres veces la bocina en señal de aprobación. «¡Bravo, sí, señor!». Moncho e Ignacio se miraron perplejos y el conductor, cien metros más adelante, soltó otra carcajada y repitió: «¡Bravo por el catalán!». Y tocando de nuevo la bocina agregó: «Eres un tipo majo».

Un tipo majo… Ignacio no creía serlo. ¡Si pudiera emular a Moncho! Lo sentía a su lado, gozando de cada momento, feliz entre montañas, relacionando con imaginación y lógica los detalles del paisaje. Ignacio estaba eufórico, pero no era feliz. La carta de su tío Jaime desde el Batallón de Trabajadores lo había afectado mucho, así como el no poder hacerle una visita a la abuela Mati. La familia tiraba siempre de él. ¡Le dolía mucho no haber conocido a su tía monja, sor Teresa, de Pamplona! Y también le dolía, aunque de otra manera, no haberse confesado antes de salir de Valladolid. Barcelona, la patrona de la pensión… Era ridículo irse al frente sin haberse reconciliado con Dios. Siempre le ocurría lo mismo. En los momentos de peligro su alma se tendía, horizontal. ¿Y su prima de Burgos? Recibió carta suya. «¿Qué? —le preguntaba Paz—. ¿Ya te has ido al frente, a disparar?». Ahora… Ahora se iba, en compañía de Moncho y de un pintoresco chófer que había simpatizado con él.

El camión penetró en Panticosa. La carretera era la calle principal del pueblo y plantado en medio, delante del almacén de Intendencia, vieron al furriel, el negociante de Jaca, que parecía estar esperándolos. El camión frenó justo a su lado. «¡Viva la Madre Superiora!», saludó el chófer. El furriel silbó. A Moncho le bastó con un segundo para advertir que el uniforme de los esquiadores era hermoso. «Tendremos que sacarnos una fotografía», pensó. Espléndida cazadora color de pergamino, pantalones bombachos, medias de lana, que el conductor llamó «calcillas» y botas claveteadas, parecidas a las de los voluntarios internacionales. La gorra, con orejeras levantadas a lo Durruti, era vulgar, y el emblema, bordado en el pecho, representaba un par de esquís y un par de bastones entrecruzados.

Los dos muchachos se apearon y el cabo furriel, apellidado Pardo, los saludó inclinando casi imperceptiblemente la cabeza.

—El comandante está allí —les dijo, señalando con el mentón una de las ventanas de la fachada del cuartel.

El comandante… Ignacio y Moncho se volvieron para mirar la ventana. En la puerta había un centinela, poco marcial a decir verdad. Moncho e Ignacio sintieron al unísono que apenas hubieran traspasado aquel umbral dejarían de ser quienes eran y se convertirían en soldados de un Ejército que, según les dijo Marta poco antes de despedirse, «luchaba por salvar la civilización occidental».

* * *

El Batallón de Montaña número 13 se componía básicamente de la llamada Compañía de Esquiadores y de unos pelotones de carabineros que montaban la guardia en el fuerte de Santa Elena y en otras posiciones del valle. Su comandante jefe era de Zaragoza y se llamaba Cuevas. El chófer lo describió así: «Más bien alto, cara rojiza, estuvo en África y sufre periódicos ataques de mal humor».

Ignacio y Moncho comprobaron que dicha descripción era exacta. El comandante los recibió en seguida, de pie, escoltado por el capitán Palacios y por el teniente Astier. La habitación, repleta de mapas, de fotografías de montañas —¡montañas más bajas que las que Moncho tenía retratadas en Barcelona!— con esquís y piolets en los rincones, tenía una atmósfera entre deportiva y despiadada. Algo duro emanaba de ella y de los rostros bronceados del jefe y de los dos oficiales. Era obvio que un hombre débil sería barrido de aquel edificio. Era obvio que un cerebro titubeante —y ello quedó demostrado en Teruel— no podría soportar la guerra en la nieve.

El comandante Cuevas los informó de que las plazas de sanitarios estaban cubiertas y de que la extensión del frente confiado a la Compañía de Esquiadores era inmensa. El hecho de que uno de los dos —«¿cuál de ellos?»— no supiera esquiar, planteaba un pequeño problema, a la vez que denotaba el extraordinario sentido del humor de que estaba dotado el general Solchaga.

Mirando a sus oficiales, el comandante decidió:

—De momento, no separarlos y que mañana se presenten al teniente Colomer.

El chófer del camión les había dicho que el comandante Cuevas detestaba a los catalanes, primero porque achacaba a Cataluña «graves responsabilidades históricas» y luego porque un hermano suyo, teniente coronel, murió precisamente en Barcelona, el 18 de julio de 1936. Sin embargo, Ignacio y Moncho no registraron la menor alusión. En cambio, en un momento determinado, el comandante Cuevas miró las manos de Ignacio, que parecían de leche, y comentó, con indescifrable sonrisa:

—Apuesto a que eras de Acción Católica…

Todo en orden, en cuestión de unos minutos. «Al almacén, que os den lo necesario». Los muchachos se cuadraron con marcialidad exagerada y salieron. El furriel había preparado ya los equipos. Dos pilas de prendas, junto a sendas mochilas. Ignacio, a la vista del montón de ropa que le correspondía, se sintió desbordado. «¿Esto qué es? ¿Y esto?». Moncho le explicaba. Le gustó la mochila, milagrosamente adaptada a sus omóplatos, y le gustó el pasamontañas, con el que se cubrió la cabeza. «¡Uh, uh…!», hizo, recordando por un momento a sus compañeros del Banco Arús cuando se mofaban de las ceremonias de la Masonería. Los esquís se apoyaban en la pared. Eran de madera de castaño, sin barnizar. Moncho los juzgó horribles, aptos para romperse la crisma. Ignacio, en cambio, los acarició suavemente, sobre todo las punteras, curvas como lengüetazos.

—Tomad —les dijo el furriel—. La chapa.

—¿Cómo? —preguntó Ignacio.

—La chapa, por si te mueres.

La chapa ovalada, con el número para la identificación. Ignacio, repentinamente serio, se la ató a la muñeca derecha. Le había correspondido el número 7.023.

—¿Y el fusil?

—Mañana, cuando os marchéis de excursión.

A los diez minutos salieron a la carretera, estrenando el uniforme. Ignacio respiró hondo y miró a su alrededor. Moncho lo observaba. «La montaña es algo, ¿no te parece?». Ignacio tardó unos segundos en contestar:

—Pues, sí… Soy un tipo raro. De pronto me he sentido feliz.

Dejaron en el cuartel el macuto y la ropa sobrante. El encargado de la centralita telefónica leía La Ametralladora. El teniente Astier los vio y les dijo: «La camioneta para el Balneario sale mañana a las ocho». Moncho exhibía el flamante gorro, que le sentaba muy bien. Ignacio se hacía el remolón, como siempre, pues sabía que cubrirse la cabeza lo despersonalizaba; pero Moncho le dijo:

—No seas animalote y ponte el gorro.

Salieron de nuevo y vieron, a unos doscientos metros, en el primer recodo de la carretera, el cementerio. Era minúsculo, y a través de la verja de entrada se dominaba el rectángulo completo. Muchos apellidos repetidos: Pueyo, Aznar. Una tumba con una cruz y sobre ésta el gorro de un esquiador.

Vieron a su derecha una cuesta pedregosa que bajaba en dirección al centro del pueblo. La tomaron, orientándose por la veleta del campanario de la iglesia. A medida que bajaban, las montañas parecían más altas. Se cruzaron con un grupo de esquiadores que los miraron con curiosidad. Antes de llegar a la iglesia vieron una flecha azul que indicaba: «Telégrafos». Luego desembocaron en la plaza, desértica como la planta del pie.

Entraron en la iglesia. Moncho esbozó una reverencia y luego se puso a contemplar la nave y los altares con minuciosidad de turista. Ignacio, por el contrario, se acercó a los bancos y se arrodilló fingiendo piedad. De pronto, vio a su derecha una imagen de la Virgen del Carmen, colgantes los escapularios, y su piedad se convirtió en real. Pensó en su madre, Carmen Elgazu. «Os ofrezco, Señor, estos momentos de…». ¡Dios, qué énfasis para hablar con Dios! «Señor, os ofrezco este uniforme que…».

Moncho se había ido al fondo de la iglesia. La escalera que conducía al coro lo tentaba y estuvo a punto de subir. Ignacio descubrió, entretanto, arrodillado en el altar mayor, a un sacerdote que rezaba, inclinada la cabeza. Repentinamente decidido, se levantó, volviéndose hacia Moncho le hizo una seña y luego, dirigiéndose al presbiterio, le preguntó al sacerdote si podría confesarle. El rostro del párroco del pueblo se iluminó como si hubiera recibido una alegría.

—En seguida, hijo. En seguida.

* * *

Después de la confesión le invadió a Ignacio un gozo perfecto. Ya en la calle, Moncho le dijo:

—A veces te envidio. Me gustaría…

—Tener fe —le interrumpió Ignacio.

—Eso es.

—Pídela.

—¡Bah! —Moncho añadió—: Es muy complicado…

Ignacio se detuvo un momento.

—Vuelve a entrar en la iglesia y pídela.

—¡Bah! —repitió Moncho. Y reanudó la marcha.

Ignacio lo siguió. El día iba declinando. De las cumbres descendía una luz cárdena. En una calle empinada destacaba el letrero de la Sección Femenina, cuyo local, en la planta baja, hacía las veces de taller de modistas. Un enjambre de muchachas confeccionaban jerseys, guantes y otras prendas para los esquiadores.

El paso de Ignacio y Moncho alborotó el taller. Una de las chicas, con un hilo entre dientes, se quedó mirándolos descaradamente.

—¿De dónde sois, si puede saberse?

—Catalanes —contestó Moncho.

La reacción del taller fue inesperada. Sonaron aplausos e incluso un entusiasta silbido.

—Esto es un éxito —comentó Ignacio. Y los dos muchachos se detuvieron.

—¿Se admite otra pregunta?

—Las que queráis.

—Todos los catalanes sois ricos, ¿verdad?

—¡Qué barbaridad!

—¡Pero, Eulalia…!

Moncho soltó una carcajada.

—¿Por qué dices eso?

Una muchacha algo mayor que las demás, con camisa azul —debía de ser la jefa local—, ordenó a Eulalia que se callara y explicó a Ignacio y Moncho que los treinta y tantos catalanes que había en la Compañía de Esquiadores, huidos de la zona «roja», por su manera de comportarse y hablar habían dejado en el valle la impresión de que eran ricos. «Supongo que es lo que Eulalia quiso decir».

Eulalia se enfureció.

—¡Ya está! ¡No puede una ni conversar!

Ignacio se dirigió a la chica.

—Te escuchamos con mucho gusto.

—No le hagas caso —intervino otra chica—. Es que son educados.

Siguieron bromeando. Moncho se interesó por las cumbres que rodeaban el valle. Varios índices les indicaron los picos y los collados visibles desde el pueblo, completamente cubiertos por la nieve. Al parecer, en varios de ellos había puestos de esquiadores, instalados en simples tiendas de campaña.

—Lo malo son las tormentas —comentó alguien.

El cura pasó por la calle y los muchachos se despidieron de las chicas del taller.

—¡Adiós! Hasta la vista.

—¡Adiós, catalanes…!

Reanudaron la marcha, subiendo hacia la carretera por el lado opuesto. ¿Dónde estaba la guerra? Oyeron una esquila. Una mujer gritó: «¡Eh, Manolo!». ¿Quién era Manolo? En mitad de la calle, un caballo, separadas las patas traseras, orinaba amarillo. El chorro de orina se abrió paso hasta una huella de carro y deslizándose por ella, como si esquiara, se dirigió al encuentro de Ignacio y de Moncho.

En las casas se veían mujeres de cuerpo raquítico; pasaron dos chicos tullidos.

—En todos los valles aislados ocurre lo mismo —informó Moncho—. Se casan entre primos hermanos y ello da malos resultados.

—Sí, ya sé —dijo Ignacio—. La consanguinidad.

Llegaron al cuartel. El esquiador de la centralita seguía leyendo La Ametralladora.

—De parte del teniente médico, que paséis por la enfermería.

—De acuerdo.

En la enfermería los vacunaron y con ello llegó la hora de cenar. En el amplio comedor se congregaron no menos de veinte esquiadores, cuya facha atlética y cuya tez bronceada eran impresionantes.

Dos cosas les llamaron la atención a lo largo de la cena. La camaradería reinante en las mesas y que nadie les preguntara nada referente a la zona «roja».

Dicha camaradería los cautivó. Antes de marchar de Valladolid, la madre de Marta les dijo que, según el comandante, «la vida del frente a veces unía a los hombres con lazos cuya intensidad ninguna otra circunstancia podía igualar». Intuyeron que aquello podía ser cierto. Los esquiadores se miraban cara a cara, sonreían con todos sus dientes, se intercambiaban bromas ingenuas y soeces y no parecían preocupados por nada que no estuviera allí presente, en el comedor.

La indiferencia general por lo que ocurriera en la zona «roja», produjo en Ignacio el mayor asombro. La zona «roja» no interesaba como problema que matizar. Los «rojos» eran los enemigos, el diablo, y había que exterminarlos; nada más. Sólo el furriel, que recordaba muy bien los nombres de Moncho e Ignacio por haberlos anotado, en un momento determinado pregunto a los dos muchachos:

—Mucho comunista por allí, ¿no?

—¿Por dónde?

—Por Cataluña.

—Sí, claro…

A poco, el muchacho añadió:

—Y mucho cabrón…

—¡Desde luego!

—¡Psé! —exclamó un esquiador bajito, que mondaba una fruta—. Los cascaremos. ¿Sí o no? —preguntó bruscamente, mirando con energía a Ignacio.

—Por supuesto —admitió éste.

Moncho sonreía, comprensivo. Semejante léxico le parecía natural. Casi todos aquellos atletas eran labriegos del propio valle de Tena, que apenas si conocían otra cosa que los pueblos diseminados en éste y la carretera que bajaba a Jaca. Acaso alguno de ellos hubiera estado un par de veces en Huesca y Zaragoza. Muchos se llamarían Aznar, Pueyo…

Ignacio comentó, por lo bajo:

—Hay que ver.

Ignacio había supuesto que los soldados «nacionales» emplearían un lenguaje selecto y que tratarían temas importantes.

* * *

Al día siguiente, a las ocho de la mañana, provistos del fusil y del petate, montaron en la camioneta de Intendencia y emprendieron la ruta hacia el Balneario de Panticosa. La carretera serpenteaba entre paredones cortados a pico. El paso se angostaba por momentos y el conductor comentó, mirando la nieve:

—Lo peor son los aludes.

Llevaban un pliego cerrado como el que en Teruel los emisarios «rojos» entregaron al coronel Rey d’Harcourt al intimarle a la rendición. Dicho pliego iba dirigido al teniente Colomer, jefe del sector.

El edificio del Balneario se levantaba en medio de una gran explanada y a la sazón sus clientes no eran gente achacosa, sino robustos esquiadores. Detrás del edificio arrancaban casi verticalmente las montañas, en el centro geográfico del Alto Pirineo Aragonés. Un camino a la derecha conducía al lago del Brazato, otro a la izquierda conducía a una posición llamada Bachimaña.

—Supongo que iréis a Bachimaña —les había dicho el chófer de la camioneta—. Hubo allí dos bajas. —Luego añadió—: Os gustará. Hay lagos.

El teniente Colomer había sido ya advertido de la incorporación de los dos muchachos y los recibió con muestras de agrado, hablándoles en catalán. Su uniforme era impecable.

El teniente abrió el pliego y a medida que leía su contenido enarcaba las cejas.

—¿Cuál de los dos es Ignacio Alvear?

—Yo.

—¿De Gerona?

—Sí.

El teniente Colomer se pasó una mano por la barbilla.

—No sé si me equivoco. ¿Tienes algo que ver con un seminarista llamado César Alvear, que estuvo en el Collell?

Ignacio, de una pieza, contestó:

—Era mi hermano.

El teniente reprimió su emoción.

—¡Yo estuve en el Collell! Interno, ¿comprendes? Hace tres años…

Ignacio se emocionó también lo indecible y Moncho tuvo la impresión de estorbar. Cuando el teniente Colomer, que era de Barcelona, supo que César había sido fusilado, se volvió, mirando a las montañas, en dirección a la zona «roja». Ignacio notaba húmedos los ojos. Deseaba abrazar al oficial, pareciéndole que su incorporación a la Compañía de Esquiadores era menos absurda.

—Gran chico tu hermano.

—Sí, ya sé.

—Todavía recuerdo la rapidez con que recogía las pelotas de tenis.

—¿Rapidez? Le dolía mucho la cintura.

—Pues no se le notaba.

Ignacio y Moncho contaban con un amigo. Protectora sombra la de César. El teniente Colomer les dio toda clase de consejos, sobre todo a Ignacio, a quien facilitaría la tarea de aprender a esquiar. Bachimaña consistía en tres posiciones escalonadas: ellos iban destinados a la primera, donde apenas si la nieve había cuajado.

—Dentro de poco sale el cartero. Podréis ir con él.

—Muchas gracias.

—¿Os falta algo? ¿Os dieron coñac?

—No.

Moncho sacudió la vacía cantimplora.

—¿Y tabaco? Poco… Bien, aprovechad la ocasión.

Cuando el cartero, muchacho de cabeza pequeña y de tórax anchísimo, les hizo una seña, Ignacio y Moncho se despidieron del teniente Colomer.

—Con su permiso…

El teniente les invitó a bajar la mano y sonrió:

—Decidle al cabo Cajal que me importa un bledo la hora que sea, lo comprenderá.

* * *

Dos horas después, se encontraban en presencia del jefe de la posición número 1 de Bachimaña. Era el cabo Cajal, al que llamaban cabo Chiquilín. En todo el paraje, más nevado de lo que el teniente supuso, aunque accesible con raquetas, lo único que delataba que aquellos hombres estaban en guerra era un pequeño parapeto donde montar la guardia y unos cuantos fusiles agrupados en pabellón fuera del refugio. El resto sugería más bien una estación de deporte. Dicho refugio era holgado, construido con piedra seca, de color gris. Una lona hacía las veces de puerta. Detrás del refugio había un lago helado, alrededor del cual se cruzaban y entrecruzaban innumerables huellas de esquí. Cerca de la puerta, languidecía una hoguera.

El trayecto, la subida, había sido fácil: camino único bordeando el barranco, por el que descendía un arroyo que, de pronto, según las condiciones acústicas, se tornaba fragoroso. Moncho, a imitación de José en el frente de Madrid, le había enseñado a Ignacio a clavar el tacón para no resbalar. El cartero, hombre hermético, infatigable andarín, contestó escuetamente a las preguntas de los novatos. Según él, normalmente el cabo Cajal tenía a sus órdenes seis soldados. Las dos bajas que habría sufrido, y que ellos cubrirían, las ocasionó un alud: dos esquiadores, ambos de Canfranc, quedaron sepultados. La comida era abundante, aunque siempre la misma. Las únicas distracciones, el correo —«es decir, yo», explicó el cartero—, la baraja y cantar. Lo más peligroso, las descubiertas, o sea, las incursiones en terreno de nadie, rumbo al enemigo. «Siempre hay que subir, y si los rojos han madrugado más, esperan arriba y tranquilamente le cantan a uno las cuarenta».

El cabo Cajal y los cuatro esquiadores de que éste disponía recibieron a los recién llegados con muestras de alegre complacencia. Al verlos, tres de ellos, que se encontraban esquiando, se les dirigieron como flechas y, clavando los bastones, dieron a su lado un parón en seco que dejó estupefacto de admiración a Ignacio.

—Haciendo piernas —le dijeron al cartero.

—Sí, ya veo —contestó éste.

El cartero hizo las presentaciones y prosiguió su ruta hada los refugios superiores, el último de los cuales alcanzaba la frontera francesa. El cabo Cajal, que había estado observando a Ignacio, al acercársele le preguntó:

—¿Has visto mucha nieve en tu vida?

—Hoy ha sido el primer día —sonrió Ignacio.

El cabo le ayudó a descargar la mochila.

—¿Qué hacías, pues?

—Ajedrez y billar.

En cambio, Moncho había ya descargado su equipaje y comentaba con uno de los esquiadores:

—Buenas botas.

—Regular.

Cerca de la hoguera, un esquiador de tez negra, el cocinero, les preguntó:

—¿Café?

—Café —aceptó Moncho.

Media hora fue suficiente para establecer contacto. Media hora, la experiencia de Moncho —éste demostró que sabía esquiar por él y por Ignacio—, el café para todos, la hoguera vigorizada con ramaje seco y el recado del teniente Colomer para el cabo Cajal. «¡Ah! De parte del teniente que le importa un bledo la hora que sea». Cajal soltó una palabrota y añadió: «¿No te jode?».

Ignacio, de pie, con el vaso de aluminio en la mano, preguntó:

—¿Dónde están los rojos?

—¡Uf…! Al otro lado de esas montañas.

Por lo visto, en invierno la misión de los esquiadores era básicamente de vigilancia de la frontera y de los collados de acceso. Cuando la nieve se derretía, se convertían en soldados normales de Infantería.

A Ignacio le impresionaba mucho pensar que había de convivir quién sabe cuánto tiempo con aquellos hombres de aspecto simple, nacidos en Aragón. Compartiría con ellos el refugio, el ridículo parapeto, el lago helado y la vida.

El cabo Cajal, Chiquilín de sobrenombre, era de Jaca y relojero de oficio. De temperamento minucioso. Una de sus frases preferidas, lo mismo si venía a cuento como si no, era ésta: «mejorando lo presente». Tenía la manía de los relojes y cada tres o cuatro horas afirmaba que la mejor madera para los esquís era la de Noruega. En cuanto se acercaba al fuego se ponía a cantar Chaparrita, y también: Y son, y son, y son unos fanfarrones…

—¿Falange o Requeté? —preguntó a los dos muchachos.

Ignacio contestó:

—Yo, Ignacio Alvear.

El cabo Cajal se llevó una mano a las cejas a modo de visera y repitió:

—¿No te jode?

—Perdona, Chiquilín —aclaró Ignacio—. Fue una broma.

Moncho se ganó en seguida el respeto del cabo, gracias al reloj de arena. En cuanto Chiquilín lo vio, lo alzó, parodiando al «páter» cuando alzaba el cáliz y colocando la joya en sitio visible, dijo: «Mejorando lo presente».

El esquiador preferido del cabo Chiquilín se llamaba Pascual… Dámaso Pascual, oriundo de Huesca, pesador de oficio: el pesador de la báscula municipal a la entrada de la cuidad. Su manía era calcular el peso de las personas y de las cosas. Tipo bien formado, seguro de sí, con reluciente anillo en la mano izquierda. Apenas vio aparecer a Ignacio y a Moncho no tuvo más idea que enterarse de su peso. Hasta que tomó la decisión. Levantóse y mirando las pantorrillas de Ignacio empezó a dar una vuelta en torno del muchacho. «Aquí el amigo… se andará por los setenta y dos. ¿Vale?». Ignacio simuló pasmo y contestó: «Vale». Acto seguido, Dámaso Pascual, distanciándose con aire experto inició una vuelta completa alrededor de Moncho. «Aquí…, lo dejaremos en sesenta y ocho. ¿Justo?». «¡Conforme!», exclamó Moncho. Dámaso Pascual se tocó, dedos en pinza, la nariz y regresó satisfecho junto a la hoguera.

Ignacio se ganó el respeto de Dámaso Pascual al informarle de que tenía una hermana que se llamaba Pilar.

—¿Pilar? ¡Jolín! También mi chavala se llama Pilar. —Y sacó de la cartera la fotografía de una rechoncha moza de Sabiñánigo.

Luego había dos esquiadores del propio valle de Tena, de Panticosa: Royo y Guillén. Muy distintos físicamente, su mundo mental era idéntico. Tres temas obsesivos: las mujeres, la fuerza física y los animales del valle. En cuanto se aventuraban en otros terrenos, el cabo Cajal les cortaba: «A callarse, amigos, que esos catalanes han ido a colegio y nosotros no».

Ocurrió eso: que Ignacio y Moncho, aun sin proponérselo, habían de cobrar inmediatamente fama de sabios. Royo y Guillén, auténticas peñas humanas, se colocaron a la defensiva, pues para ellos lo único que contaba era la resistencia física y de vez en cuando respiraban tan profundamente que Ignacio temía quedarse sin aire. Sin embargo, Moncho había de ganárselos al decirles: «Mi padre era veterinario» y luego: «El año 1933 subí con mi novia a las clavijas de Cotatuero».

El último esquiador de la escuadra —el cocinero, y por tanto eximido de hacer guardia— era el alma romántica del grupo. Bajo de estatura, solitario, aceptaba de buen grado ser llamado Cacerola. De edad imprecisable, la negrura de su tez se debía por partes iguales al reflejo de la nieve y al humo de la cocina. Se pasaba horas escribiendo a sus madrinas de guerra —tenía cinco— y leyendo a la luz de un candil, en su rincón del refugio, una edición miniatura del Quijote, edición en dos tomos gemelos graciosamente colocados en un estuche forrado de verde.

Desde el primer momento Cacerola respetó a Ignacio y a Moncho precisamente porque eran «sabios». Cacerola intuyó en seguida que los dos catalanes podían ensanchar su visión del mundo. ¡Cuánto le hubiera gustado nacer en una ciudad grande, en Zaragoza, por ejemplo, y poder estudiar! Despreciaba a Royo y a Guillén porque se jactaban de su ignorancia y porque al referirse a las mujeres lo hacían siempre en tono grosero. Aludiendo a su madre, cada cual solía decir: «la que me parió». Al enterarse por Moncho de que los milicianos «rojos» se llevaron mujeres al frente exclamaron: «¡Y luego los llaman panolis!». Y siempre le tomaban el pelo al cabo Chiquilín diciéndole que se hizo relojero para poder ponerse el monóculo y mirar con él «la piel de las gachís». Cacerola era distinto. Él amaba a las mujeres de un modo reverente. Las idealizaba, eran su meta pura e incluso su razón de hacer la guerra.

Royo y Guillén le habían gastado lo menos cien veces la misma broma:

—Oye, Cacerola. No nos saldrás sevillano, ¿verdad?

—Cacerola… ¡que te veo! ¡Que te veo ingresar en la Sección Femenina!

Cacerola no tenía frase preferida, como el cabo Cajal. Él tenía silencios preferidos y le gustaba que todos se marcharan a platicar con la nieve para quedarse solo en el refugio, en su rincón, recreándose con sus pensamientos.

Ignacio se ganó la simpatía de Cacerola, y la de todos, gracias al informe que les dio el cartero al regreso de las posiciones superiores. «Los rojos —les dijo— le cascaron un hermano». Elio les inspiró lástima. Dámaso Pascual le preguntó por Gerona e Ignacio explicó: «Hay una catedral muy bonita». El cabo Chiquilín le dijo: «No te preocupes. En quince días aprenderás a esquiar».

* * *

Después de cenar, alrededor de la hoguera se formó el corro entrañable, establecióse entre los siete soldados la camaradería de que la madre de Marta habló en Valladolid.

Con los ojos fijos en las llamas, la gorra echada para atrás, empezaron las canciones. Dámaso Pascual tenía una hermosa voz. La cucaracha, Chaparrita, Yo tenía un camarada…

Moncho era feliz. Cansados de cantar, los recién llegados fueron acribillados a preguntas. Se murmuraba que de un momento a otro se iniciaría el ataque en el frente de Aragón y ello llevó a Cajal y a los suyos, contra la costumbre, a hablar de la guerra.

Ignacio y Moncho se habían dado cuenta en seguida de que sus compañeros sabían vagamente por qué estaban allí. Sonó una trompeta en el valle de Tena y les dieron un fusil y unos esquís.

—¿Contra quién?

—Contra las hordas rojas.

—¿Qué crimen han cometido?

—Pues… ése, son hordas.

—¡Adiós, madre!

Abriendo brecha, Dámaso Pascual les hizo exactamente la misma pregunta que el furriel en Panticosa.

—Mucho comunista por allá, ¿no?

—Sí —contestó Moncho—. Y mucho anarquista.

Dámaso Pascual, con un palo en la mano, trazaba signos en el suelo…

—Oye… Y esos anarquistas ¿qué quieren?

Moncho fumaba.

—Pues… no sé cómo decirte. Libertad… Libertad total. Eso es…

—Que se chinche el comandante ¿no es eso?

—El comandante, los tenientes y hasta los cabos…

—Escucha esto bien, Chiquilín…

Hubo un silencio, durante el cual, Royo, con la navaja, iba quitándose el negro de las uñas. De pronto, dirigiéndose a Moncho, el robusto muchacho preguntó:

—Oye… ¿Y qué hay de las bodas así, rápidas, en el frente? A ver si me entero…

—Pues, ya te dije —contestó Moncho—. Digamos que un miliciano se casa hoy; si mañana o pasado se harta de la mujer, a por otra.

Royo miró a su camarada Guillén y, por un momento, a ambos les nacieron ojos de rana.

—¡La fetén! —exclamó el primero.

—¡El despipórrense! —subrayó el segundo.

A Cacerola no le gustó la solución.

—Una marranada —sentenció.

Se hizo otro silencio. Ahora era Guillén quien con la navaja se quitaba el barro de los intersticios de las botas.

—¿Y los comunistas? Tíos listos, supongo… Cuenta algo de los comunistas, a ver.

—Predicen la igualdad —terció Ignacio.

—¿Con qué se come eso?

—Fácil —explicó Ignacio—. El amo, el Estado; todo lo demás, igual. —Ignacio añadió—: Los mismos derechos un veterinario que un caballo.

—¡La fetén! —repitió Royo.

También el comunismo pareció gustar a éste y a Guillén. Sin embargo, viendo que el cabo Chiquilín se ponía serio, se callaron. Dámaso Pascual intervino:

—¿Y cómo pueden ser iguales un veterinario y un caballo?

—Ahí les duele —apuntó Ignacio.

Moncho añadió:

—A la igualdad en las fábricas la llaman colectivización.

—¿Qué has dicho?

—Colectivización.

Inesperadamente, Royo se levantó y golpeándose el tórax con las manos planas, soltó:

—De modo que colectivización… —Miró hacia las montañas, tras las cuales estaban las trincheras enemigas—. ¡Ya me entran ganas a mí de armar un poco de tomate! —Se restregó las manos y luego sopló en ellas—. ¡Que estamos aquí muy quietecitos y a mí me gustaría discutir cuanto antes eso de la colectivización!

—¡Hale, hale! —cortó Cacerola—. Tranquilidad.

La noche avanzaba en Bachimaña. El lago era negro. Bruscamente, la hoguera resplandeció con lujuria convirtiendo a los siete hombres en brujos o en pavos reales. Las lenguas de fuego los pintarrajeaban cambiándoles las muecas. Moncho gozaba. Tomó una brasa y se la ofreció a Cacerola para que éste encendiera chupando el cigarrillo.

Pascual rompió a cantar de nuevo Chaparrita… Ignacio coreó por lo bajo, mirando al fuego, como si en él leyera las estrofas del canto. ¡Denso misterio en Bachimaña! «¿Quién soy? ¿Existe la nieve? ¿Tengo familia?».

Pascual se calló y Royo, infatigable hablador, se sonó con estrépito y luego apuntó:

—¡De modo… que catalanes! ¿Quién me da papel de fumar?

Después de cenar se procedió al sorteo de la guardia nocturna. Ignacio y Moncho, cansados, se tumbaron en seguida, sobre la paja, en el sitio que les fue asignado en el refugio, el más cercano a la puerta. Ignacio advirtió con asombro que el cabo Chiquilín se introducía en un saco de dormir, de color verde. «¿Y el enemigo…?». «Al otro lado de las montañas…». De todos modos, aquello era una temeridad. Ignacio vio a Cacerola escribiendo a la luz de un candil y se durmió, lo mismo que Moncho.

A las cuatro en punto de la madrugada una bota zarandeó a Ignacio. «Es la hora». Ignacio despertó, asustado. ¿Qué ocurría? ¡Ah, claro! Centinela… La primera guardia. Se levantó poco a poco —las cartucheras habían sido su almohada— y cedió el sitio a Dámaso Pascual.

—La consigna —le dijo éste— es Anda y que te emplumen. Ignacio parpadeó:

—¿Cómo?

El cabo Cajal, moviéndose en el interior del saco, hizo:

—Chissst…

Ignacio salió fuera con el fusil, el capote y el pasamontañas hundido hasta el cuello. Era una noche oscura. ¿Qué diablos hacía él en Bachimaña inferior, junto al lago, con un capote gris? «Lo peor son las tormentas». ¿Y cuál era su misión? Disparar a la menor sospecha. Anda y que te emplumen.

Oyó ruido… Moncho se lo tenía advertido: «Oirás muchos ruidos, pero no hagas caso». Eran piedras que se deslizaban, eran crujidos de árbol, era el misterio de la montaña. «Lo más peligroso son los aludes».

Ignacio estaba solo. Ignoraba que en la Compañía de Esquiadores «roja» se habían incorporado varios muchachos de Gerona, entre ellos, Padrosa, del Banco Arús.

Pensó en Marta, en Ana María, en César. Tenía un miedo atroz y se dijo que le inspiraba mucha más confianza la proximidad de Moncho que la del fusil.