Lo que más molestaba a Julio al regreso de sus viajes al extranjero era el espectáculo del hambre en la zona «roja». Casi le remordían las excelentes comidas, los exquisitos platos con que se había obsequiado a sí mismo en París, en Montecarlo, en Niza… Julio estimaba consolador que existiesen restaurantes que supiesen distinguir entre coles de Bruselas y nabos. A menudo, en sus pesquisas gastronómicas a lo largo del litoral francés, coincidía con los hermanos Costa, eludiendo sistemáticamente hablar con ellos. Le divertía, esto sí, saberlos agentes del SIFNE. Por otra parte, no era ningún secreto. Los ex diputados izquierdistas actuaban tan a la descarada que cuando en el Negresco de Niza el botones recorría el hall del hotel gritando: «¡Espía de Franco al teléfono! ¡Espía de Franco al teléfono!», cualquiera de los dos se levantaba con naturalidad y se dirigía a la cabina telefónica. No era de extrañar que, llegado a Gerona, al policía le encogiesen el corazón las interminables colas de mujeres que aspiraban a un poco de aceite o a unas onzas de azúcar. Doña Amparo tuvo una frase feliz: «Los periódicos siempre dicen “nosotros”, “el pueblo”; pero a la hora de adelgazar, que cada cual se las componga».
El hambre, el hambre individual… Doña Amparo tenía razón y el fracaso de Teruel, cuya importancia, a medida que iba siendo conocida, adquiría caracteres de verdadera catástrofe, desmoralizó más aún a todos aquellos que habían dejado de soñar con las gestas más o menos heroicas y vivían preocupados de modo enfermizo por las menudas realidades de cada día. Si un miliciano llevaba diecisiete horas de guardia en un cruce de carreteras sin ver aparecer el camión del suministro, se convertía en un peligroso esclavo de su yo. Y lo mismo ocurría en el área familiar, La Torre de Babel, que en Abastos palpaba a lo vivo el drama, se indignaba cada vez que oía un discurso sobre el aumento demográfico en las colonias africanas o el imparable levantamiento de los desheredados de América del Sur. El hambre… El hambre y los bombardeos aéreos fueron los dos implacables roedores de la zona «roja».
De hecho, el hambre guardaba proporciones con el número de habitantes, la proximidad de la línea de fuego y la facilidad de transporte. Por ello Madrid padecía más que el resto. Un millón y pico de habitantes, irremediablemente alejada del litoral y de las zonas fértiles ¡y el frente en la propia ciudad! Los madrileños veían pasar camiones y más camiones que se dirigían sin detenerse a las trincheras de la Ciudad Universitaria, donde eran descargados. «El hambre es negra», decía Mayer, en el bar Kommsomol. Y José Alvear, pese a que, según él, «con un chusco podía uno agenciarse la mejor Cleopatra de Madrid», estaba hondamente preocupado y no le gustaba ni pizca que el entretenimiento para la gente, el entretenimiento de sus bocas y estómagos, fueran las avellanas y los cacahuetes.
En Madrid se masticaba incluso la madera. Había familias que parecían dispuestas a comerse sus propias sillas. Se comían cebollas, harina de maíz y nabos, aunque se rumoreaba que los nabos ocasionaban avitaminosis y afectaban peligrosamente la menstruación. El doctor Rosselló negaba esto último, pero Canela, que seguía de enfermera en el Ritz, lo afirmaba con toda seriedad. «¿No será que vas a tener un hijo de ese capitán dinamitero?», reía el doctor Rosselló. Canela se llevaba el índice a la sien y lo hacía rodar. «A ver si a estas alturas iría yo a disimular».
El hambre de Madrid era negra y amarilla y verde y roja. Con ella se hubieran podido colorear las banderas de todos los países que prometieron ayuda y no cumplieron su promesa. Ésta era la opinión del capitán Culebra, cuya mascota había muerto. «Aquí querría yo verlos». Los hoteles frecuentados por rusos, checos, franceses, periodistas e intérpretes lo ponían nervioso. Un día vio entrar en el Bristol a la Pasionaria y al ministro comunista Jesús Hernández, ambos moviendo las mandíbulas como si masticaran algo, y estuvo en un tris que no armara un altercado. «El día que me decida —le dijo a José Alvear— se enterarán hasta en Pequín».
En Madrid, el hambre metamorfoseaba las cosas o, por lo menos, su figura. Todo se relacionaba con el comer, y el léxico sufría violentos virajes que a buen seguro hubieran interesado a Fanny, a Bolen y a los filólogos. El cañón que disparaba sobre la ciudad cada día, al amanecer, era llamado «el lechero» y también «el churrero». Las petacas eran palpadas como si fuesen de chocolate, los vasos boca abajo eran «flanes», los huevos de cristal para zurcir medias eran huevos de verdad y las sábanas limpias parecían nata. El pan… El pan era lo básico y todas las piedras eran panes. El pan y las patatas y el aceite. Todo lo verde eran legumbres; y la sangre sería vino… Era la metamorfosis, la transubstanciación. Cuando un caballo pasaba por la calle, todo el mundo le miraba a las obscenas ancas. Cuando en el cine aparecía una mesa bien servida, lo mismo podía ocurrir que se desatara un escándalo fenomenal como que se hiciera un silencio cobarde. Por lo demás, el piso de los cines, lo mismo que el de las paradas de los autobuses, estaba lleno de cáscaras que crepitaban un poco como la arena de las avenidas del cementerio, y las tiendas que decían: «Comestibles», «Ultramarinos», eran miradas con sarcástico fatalismo.
También Barcelona sufría… Desde las azoteas, las colas parecían franjas de alquitrán, y era corriente que las familias enviaran a primera hora a los inválidos con su sillón de ruedas a ocupar plaza. Se establecieron comedores colectivos, el mayor de los cuales, que servía ocho mil raciones diarias, estaba situado en el apeadero de Aragón, en el Paseo de Gracia. Ezequiel, que amaba a los animales tanto como pudiera amarlos Moncho, compadecía a los del Parque Zoológico, que se estaban quedando en los puros huesos, así como a los de los circos ambulantes. Todos los gatos habían sido comidos y ni siquiera el perro de Axelrod tenía con qué nutrirse.
Hambre, hambre en Madrid, en Barcelona y en todo el territorio «rojo». Hambre, dieta, que por un lado curaba úlceras de estómago y rebajaba, ¡por fin!, la barriga del patrón del Cocodrilo, pero que por otro lado ocasionaba furunculosis, hinchazones y demás. El doctor Rosselló estimaba que lo más grave era la falta de carne, habida cuenta de que con déficit de vitaminas se podía vivir. El Responsable decía: «Mira por dónde todo el mundo se ha convertido al vegetarianismo». Por su parte, Blasco recordaba con ira los comienzos de la guerra, cuando Ideal echaba mano de la mantequilla para untarse las botas y el Cojo alimentaba a los chuchos de la Barca con lonchas de jamón de York.
Por supuesto, Gerona no era una excepción y Matías Alvear no comprendía cómo Queipo de Llano se entretenía cada noche en crispar los nervios leyendo la lista de platos que podrían comerse al día siguiente en los restaurantes de la España «nacional». El hambre era mucha en Gerona, incrementada a diario por el incesante alud de refugiados; los últimos, procedentes de Teruel. Muchos jardines, entre ellos el de David y Olga en la escuela, habían sido convertidos en huertos, al igual que algunas pistas de tenis; pero eran una gota de agua en el mar. Todo el mundo añoraba aquella huelga de 1936 que permitió a Cosme Vila recabar víveres por toda la provincia y fundar la Cooperativa Popular. Sólo unos cuantos privilegiados escapaban del terrible ayuno, de acuerdo con la tesis de Julio, según la cual los dirigentes no debían sufrir privaciones, pues las privaciones invitaban a dejarse sobornar. Cosme Vila no aceptó ningún suministro extra, pese a las protestas de su mujer. David y Olga, sí. David dijo: «Es humillante, lo confieso. Pero sin comer mucho no puedo trabajar». Algunas familias recibían paquetes de Francia, pero era lo corriente que al abrirlos no encontrasen más que piedras y serrín.
Se inició el período de los sueños, de las transacciones y del ingenio. Gerona entera soñaba con la época en que el mar estaba tranquilo, sin barcos de guerra ni minas, ofreciendo cada día pesca abundante, y también soñaba con el otoño lluvioso que hacía brotar setas en los bosques de la provincia. Gerona entera empezó a intercambiar productos. En El Demócrata y El Proletario aparecieron anuncios ofreciendo «Insulina a cambio de aceite» y una viuda ofreció «una colección de sellos a cambio de arroz». Incluso Raimundo, el barbero, que había pegado en la pared del establecimiento postales francesas representando bodegones de fruta y de caza, les pedía a los clientes que le pagaran en especie. En cuanto al ingenio, ¡cuántas vidas salvó! Todas las amas de casa estrujaron su cerebro para sacar de la nada algo, cometido en el que Carmen Elgazu se mostró excelsa. Ciertamente: Carmen Elgazu se lanzó a elaborar unas sopas de maíz que sabían a gloria. «¡Hum…!», hacía el pequeño Eloy. Carmen Elgazu inventó una suculenta tortilla basada en cortezas hervidas, cortezas de guisantes, de habas y de judías. Demostró a todas las vecinas que la soja era soportable y que un huevo, desmenuzado con arte, podía desafiar el paso del tiempo. Entabló relación con un herbolario de la calle de las Ballesterías, gracias al cual el café malta supo a café, si bien Matías Alvear negaba el hecho moviendo la cabeza. ¡Qué júbilo el día en que Abastos repartía lentejas o carne rusa congelada, que era bastante sabrosa! Y qué júbilo el día en que Jaime, el de Telégrafos, obsequiaba a Matías con un tarro de miel…
Pero ocurría que en cada familia había un traidor. En cada familia había un miembro cuyo estómago era más voraz que el de los demás. Dicho miembro se levantaba de noche sigilosamente… ¡Ladrones! Auténticos ladrones, merecedores de desprecio y expulsión. En la familia Alvear el ladrón era Pilar, la cual, invariablemente, se delataba a sí misma tropezando con algún mueble.
Matías soportaba bien el ayuno, en cambio, la falta de tabaco lo amargaba. Probó a cultivarlo en el piso, en el balcón, sin resultado. Por la calle miraba por si descubría alguna colilla, pero era inútil. Todos los fumadores hacían lo que él: guardaban las colillas en cualquier cajita metálica, especialmente de pastillas para la tos, o bien en alguna bolsa de tabaco de pipa.
Hambre de paz, de tabaco, de comida… La gente se lanzó al campo en busca de lo elemental. Personas como el director del Banco Arús se sorprendieron a sí mismas casi arrodilladas delante de los campesinos, los cuales hacían gala de una rara impavidez, como si se vengaran de atávicas humillaciones recibidas de la gente de la ciudad. Las familias ofrecían a los campesinos todo cuanto poseían, desde los billetes, angustiosamente desvalorizados por la inflación, hasta las más queridas joyas heredadas. Doña Amparo le decía a Julio: «¡Jesús! De no ser tú quien eres, tendría que venderme todos mis brazaletes».
Luego, faltaba el combustible… No había gas, no había carbón. Se había perdido el carbón de Asturias y el Gobierno prefería que Inglaterra enviase bombas. Tampoco había leña y la gente no se decidía a quemar la mesa del comedor. En Madrid y en Barcelona había quien se aprovechaba de los bombardeos para asaltar las casas derribadas, arramblando con puertas y restos de muebles, emborrachándose de madera. En Gerona no había solución.
Bueno, la había… pero provisional y muy precaria. El día en que el piloto Carlos de Haya murió en el sector de Teruel, víctima de un choque con un avión enemigo, en Gerona, en una carbonería cercana a la iglesia de San Félix, apareció un insólito cartel que decía: «Se venden astillas de santo y pedazos de altar». Al parecer, la mercancía era producto de una gigantesca y hábil recogida por todas las iglesias de la provincia. La movilización fue general, pareciéndose a la de las chicharras a la llegada del verano. Gerona entera acudió a la carbonería, aspiró a restos de púlpito, de confesonario o de comulgatorio. Las astillas con purpurina valían más. «¿Cuánto ha dicho? ¡Es un robo!». Mezcladas con las astillas, se veían pechos de Virgen, lirios de San José, coronas y peanas. Iglesias enteras cortadas a pedacitos por almas tristes. «¿Qué será aquello? Parece… ¡Jesús! ¡Si es San Antonio!».
Carmen Elgazu, que hizo tres horas de cola turnándose con el pequeño Eloy, regresó a casa con un puñado de astillas y un brazo rechoncho de Niño Jesús, a cuya mano le faltaba un dedo. Su contento era grande. Las astillas, para el fogón; el brazo, ¡para rezar a sus pies! El brazo del Niño Jesús sería la reliquia, el sucedáneo de las imágenes de San Ignacio y de Santa Catalina que desaparecieron con la guerra. Matías contempló el brazo y comentó: «Un santo de estraperlo».
Hambre… De color negro y verde y morado y escarlata. Hambre y ratas. Sí, el pronóstico de Carmen Elgazu se cumplió. En tres meses, desde noviembre de 1937 a febrero de 1938, es decir, durante la batalla de Teruel, las ratas invadieron Gerona, a caballo del Ter y del Oñar, de la suciedad y de la exterminación de los gatos. La checa anarquista, situada en lo que fue horno de cemento y en la que lloraban infatigablemente, sobre todo de hambre, las hermanas Rosselló, se vio invadida por las ratas, lo mismo que los sótanos y buhardillas del barrio antiguo. Ratas que al ver a un hombre se paraban, mitad pasmadas, mitad miedosas, y que de pronto huían como seres de otro planeta. Las ratas no respetaron ni los almacenes de Intendencia ni el piso de los Alvear. Desde el río trepaban al balcón en el que Matías había pescado tantas veces y se introducían en el comedor y en la cocina. Carmen Elgazu y Pilar chillaban; Matías iba por una escoba; Eloy, el huérfano Eloy, si se colocaban a tiro les propinaba un formidable puntapié.
Ezequiel profetizó: «Esta gente perderá la guerra a causa del hambre».
* * *
Junto con el hambre, pesaba en la zona «roja» la gran losa de los bombardeos. Era la teoría de Julio: la aviación. Julio García era hombre moderno y a menudo se filtraba hasta la almendrilla o núcleo, hasta lo fundamental de las cosas y de las situaciones. El coronel Muñoz, en la última reunión de la Logia Ovidio, se había quedado boquiabierto oyéndole hablar de asuntos militares. Julio hizo un resumen de las batallas habidas difícilmente superable. Habló de estrategia y táctica, de concepción y realización, de la necesaria coordinación de las distintas armas como garantía de eficacia. Se había enterado leyendo los periódicos, escuchando las radios «enemigas», viendo cine de guerra y hojeando algún manual militar francés. Sabía que la prolongación de la guerra mejoraba a los mandos de artillería, que eran casi siempre los mismos e iban cobrando experiencia, y que en cambio disminuía la calidad de los mandos de infantería, los cuales, debido al gran número de bajas, debían ser sustituidos por oficiales más o menos improvisados. Sabía que en la ofensiva de Brunete los «rojos» se asustaron de su éxito inicial, por lo que no acertaron a explotarlo debidamente y que el Ejército de la República había pasado de la anárquica improvisación de los primeros días al defecto opuesto, a un exceso de dogmatismo guerrero, de origen francés y ruso, que mataba en flor la corazonada y la fantasía. El coronel Muñoz le había replicado a Julio que un buen militar se parecía más a un matemático que a un artista. «Monsergas —objetó Julio—. El invento de los ataques aéreos en cadena y en picado es obra de artista. Y la rotura de las defensas de Bilbao, otro tanto».
Como fuere, Julio acertaba al considerar que la aviación era determinante. Combatientes y civiles no conseguían acostumbrarse a que del cielo cayeran bombas. Era algo contrario a todos los sueños infantiles, un milagro que maldita la falta que hacía. También Madrid era en este terreno víctima propiciatoria y el doctor Simsley no se explicaba que, en medio de tanta hecatombe, la población encontrase fuerza para subsistir e incluso para ironizar. Los bombardeos beneficiaban a los vendedores de cristales y sembraban el pánico entre los tranviarios, los cuales no podían huir, como antaño los taxistas, sino que estaban obligados a seguir «por donde mandaban los rieles».
Barcelona, a resguardo del cañoneo terrestre, sufría en cambio el bombardeo aéreo y el cañoneo por mar. Los buques llamados «piratas» eran el Canarias y el Baleares. Entre la tripulación de este último figuraba Sebastián Estrada, cuya emoción alcanzaba al máximo al ver de lejos la costa barcelonesa e incluso la gerundense. El puerto de Barcelona constituía, naturalmente, un objetivo de primer orden; veinte palos que surgían de sus aguas turbias eran testimonios mudos de que lo menos veinte barcos habían sido hundidos en él. Ana María, ejemplarmente serena desde que Ignacio se ausentó, bajaba a menudo hasta la estatua de Colón para ver los palos, recordando los tiempos en que su padre participaba en las regatas veraniegas de balandros.
Tampoco Gerona era una excepción… Dado que sus objetivos eran múltiples, destacando el polvorín, el puente del ferrocarril de la frontera y nada menos que veintiuna fábricas militarizadas por Cosme Vila, a menudo sonaban en la ciudad las sirenas de alarma, sirenas que Santi, formando bocina con las manos, imitaba a la perfección. Carmen Elgazu aseguraba que muchas parejas de enamorados utilizaban los refugios lo mismo si había alarma aérea como si no; pero el hecho era que menudeaban los bombardeos, cuya misión principal, según el Responsable, era desmoralizar, acobardar a todo el mundo en el fondo de los refugios y de los urinarios públicos.
Con los bombardeos, la ciudad se había transformado como se transforma una habitación cuando en ella muere su dueño. La ciudad se había enlutado; es decir, vivía obligadamente a oscuras. Prohibidas las luces después de la última acrobacia del sol, sin exceptuar las lámparas de mano. Todos los postigos se cerraban herméticamente y apenas si se veían resquicios aquí y allá. La ciudad a oscuras era impresionante y añadía misterio al ya misterioso hecho de ver y de morir y de matar. Al principio la gente tropezaba con la otra gente y contra las cosas. Pero poco a poco los ojos fueron adaptándose y las personas acabaron por reconocerse con sólo la silueta, con sólo la curva de los hombros o la manera de andar. A doña Amparo Campo la delataba el perfume caro; a Julio García, el declive del sombrero; al Responsable, las piernas combadas, y a la Torre de Babel, la estatura. Pilar comprobó que veía más que nadie en la oscuridad. Los cigarrillos, sus botones de fuego, eran puntos de referencia, además de partículas de gozo personal y de posibilidades de agresión. Curiosa actitud la de los ciegos. Salían a la calle más que antes, más que nunca, y se orientaban con más facilidad que los videntes. El patrón del Cocodrilo afirmaba que en otras ciudades se usaban punteras de zapato fosforescentes, herraduras de luz, cuya visión, de lejos, era sobrecogedora; pero el hecho no obtuvo confirmación.
Naturalmente, se producían pintorescos choques, sobre todo al doblar de las esquinas… Personas que se abrazaban y que al reconocerse soltaban una barbaridad. Así chocaron Cosme Vila y Laura; Julio García y Blasco, y así chocaron Carmen Elgazu y Matías Alvear. Carmen Elgazu había salido de casa con el propósito de esperar a Matías delante de Telégrafos; pero, habiéndose retrasado unos minutos, reconoció la silueta de un hombre ya en la calle de Santa Clara. Entonces Carmen Elgazu se apostó en la esquina y esperó. Y al tenerlo a dos pasos se plantó en mitad de la acera y Matías chocó con su mujer. «¡Caramba!», exclamó Matías. Un «caramba» inconfundible. Carmen Elgazu soltó una carcajada, que Matías reconoció. «¡Carmen!». Su emoción fue grande. Matías atrajo hacia sí a su mujer y los dos se abrazaron y se rieron y permanecieron largo rato unidos en la oscuridad, con un leve estremecimiento de acto prohibido.
La noche prolongada alteraba muchas cosas. Había quien se servía de ella para robar y para escupir impunemente o hurgarse en la nariz o pecar, pero había quien, escondido desde el inicio de la guerra, la aprovechaba para salir a dar un paseo sin necesidad de usar gafas ahumadas ni bigote postizo. Y además, por encima de todo, gracias a la noche de la tierra, Gerona recibía periódicamente, con emoción inédita, el regalo de la luna. En toda la historia de la ciudad, historia antiquísima y ciclópea, nadie había podido contemplar amaneceres de luna tan poéticos y majestuosos como los que tenían lugar sobre Gerona en aquellos meses invernales. Luna redonda que brotaba allá lejos, que bautizaba con otro nombre las cosas más familiares, que iba subiendo poco a poco, como en el termómetro la fiebre de los ancianos y que, alcanzado el cenit, preguntaba mediante rayos amarillos por el paradero de sus amigos los gatos, por la risa de sus amigos los niños, por la paz.
Una mancha en el paisaje: la visibilidad en esas noches de luna favorecía a la aviación. Gerona fue castigada dos veces con vuelos nocturnos. Casi todas las bombas cayeron en el cementerio o en el río, matando al agua. En Gerona convalecían una serie de aviadores de diversas nacionalidades, varios de los cuales se habían juntado al cortejo que asediaba a Pilar. Tal vez, de no estar heridos, tales aviadores hubieran podido cerrar el paso a los monstruos de acero enemigos.
El día 28 de febrero, los centinelas de las Pedreras, que estaban al cuidado de las baterías antiaéreas de Gerona, vieron acercarse hacia la ciudad una extraordinaria formación de aparatos. Avanzaban con seguridad pasmosa. Las sirenas precipitaron a toda la población hacia los refugios, incluidos los arquitectos Ribas y Massana que los habían construido. Por lo común, primero se oían los disparos de los antiaéreos y a continuación el estruendo de las bombas; en esa ocasión sonaron los disparos, pero luego se hizo el silencio. ¿Qué había ocurrido?
El problema era soluble. Prosiguiendo el ensayo hecho en repetidas ocasiones sobre Madrid, las escuadrillas «nacionales» —las de aquella noche procedían de Mallorca y entre los pilotos figuraba Jorge de Batlle, trasladado, ¡por fin!, a la base balear— dejaron caer sobre Gerona pan blanco en vez de metralla. Bolsitas de papel con pan blanco, bolsitas que rebotaban en los salientes de los edificios y que al alcanzar el suelo hacían un ruido opaco. ¡Sí, Julio García aplaudió admirativamente! Cuando las sirenas indicaron el cese de la alarma y los gerundenses salieron de sus escondrijos, apoderóse de éstos el mayor estupor. ¡Pan blanco! Nadie se atrevía a acercarse a las bolsas, hasta que Fanny, que acababa de llegar de Francia, en compañía de Raymond Bolen, se abrió paso en la Rambla, y tomando una en sus manos, destripó el papel, sacó el pan y le hincó el diente.
¡Pan blanco! En un santiamén fueron recogidas del suelo todas las bolsas. Gerona entera miraba el cielo ¡con la esperanza de que los aviones regresaran! Se impuso la ley de la velocidad. Ningún anciano consiguió un solo pan. Los niños fueron los más hábiles. Varios panecillos se habían quedado inmóviles en los balcones: servicio a domicilio.
Julio les dijo a Fanny y a Bolen:
—N’est-ce-pas rigolo?
Con todo, el hombre más sorprendido de la jornada, y acaso el más feliz, fue Jorge de Batlle. ¡Inolvidable lección! Meses y meses soñando con descargar sobre Gerona toneladas de explosivos y he aquí que en el momento de despegue, su capitán, mirándole a los ojos, le ordenó: «Pan». Jorge, al dar vista a los campanarios de la catedral y de San Félix, no sabía si sollozar o reírse a carcajadas. ¡Cumplió con su deber! Sembró las calles de la carga bendita que llevaba. Únicamente, en la última pasada, se las ingenió para soltar una de las bolsas sobre el cementerio, donde yacía toda su familia.
Entre los más afortunados en Gerona se contaba el pequeño Eloy. El pequeño Eloy recogió dos panes: uno lo subió en seguida al piso, a Carmen Elgazu; el otro lo llevó a Telégrafos. Matías, alineado entre los más perplejos de la ciudad, dividió la golosina en tres partes y la repartió con Jaime y Eloy. Luego, mientras comía, se confesaba a sí mismo que tenía aún mucho que aprender. De súbito, Eloy le preguntó:
—¿Todos los telegramas son azules?
Matías contestó:
—Sí, todos.
—¿Por qué?
Matías miró un momento al niño vasco.
—No sé, hijo… No sé por qué los telegramas son azules.