El día en que Ignacio y Moncho llegaron al Valle de Tena, a cuyo Cuartel General, radicado en Panticosa, debían presentarse, y en el momento preciso en que Ignacio exclamaba, viendo el río Gállego y los pueblecitos y las altas montañas: «¡Qué maravilla!», empezó la batalla de Teruel. La planteó e inició el Ejército «rojo», confirmando con ello las advertencias de Moncho y de otros desertores llegados a las filas «nacionales». La embestida pilló prácticamente de sorpresa a los escasos defensores de la ciudad, capital del sur de Aragón, por lo que los militares alemanes se enfurecieron una vez más. Coincidiendo con la opinión de don Anselmo Ichaso, no se explicaron por qué el Alto Mando había concedido a las tropas que vencieron en el Norte un descanso tan prolongado, un descanso de varias semanas. Schubert, el delegado del Partido, comentó:
—Entre los descansos y esa manía de respetar las ciudades, la guerra se prolonga un mes y otro mes. ¿Cree usted, comandante Plabb, que esto es sensato? ¿Ha visto usted en algún manual militar que se hable de lágrimas y de patrimonios artísticos? Yo, no.
—Los españoles son primitivos —arguyó el comandante nacido en Bonn—. O sea, mitad sentimentales, mitad lo contrario.
—¿A qué viene eso ahora? —interrumpió Schubert—. Es preciso que hable cuanto antes con el embajador.
—Yo no lo haría —aconsejó el comandante Plabb—. Tal vez no esté mal pensado dejar la iniciativa a los rojos. El que ataca es el que más expone. En Brunete y Belchite se les hizo una carnicería.
Schubert aspiró con nerviosismo un poco de rapé.
—Eso es distinto. Aquí tienen una aplastante superioridad en tanques y carros de combate.
En términos muy parecidos, esta conversación fue sostenida en centenares de cuarteles, de Planas mayores y de trincheras. El contratiempo era grave. La División de que formaban parte Salvatore y Miguel Rosselló y que estaba preparada para asaltar definitivamente Madrid recibió orden de trasladarse a Teruel, lo mismo que la División Muñoz Castellanos. Mateo, alférez en esta última, al montar en el camión enseñó a la tropa el pequeño imán encontrado al pie de una alcantarilla y dijo, intentando alegrar a sus hombres: «Veréis con qué facilidad atrapamos con esto a los rojos»; pero, excepto su fiel asistente, Morrotopo, nadie se rió.
«La Voz de Alerta» fue culpado de negligencia. El SIFNE, que durante la ofensiva de Belchite se había mostrado eficiente, esta vez actuó sin convicción y con retraso. Don Anselmo Ichaso le recordó a «La Voz de Alerta» que el movimiento de las tropas enemigas era más importante aún que la salida de material de los puertos extranjeros. «Sospecho que a usted y a mi hijo les produce mayor satisfacción atrapar un espía que enterarse de que el Ejército rojo atacará masivamente Brunete o Teruel».
«La Voz de Alerta» se sulfuró al oír por teléfono semejante diatriba. Tenía a su lado la vistosa dama carlista que lo acompañaba con frecuencia a los restaurantes de lujo. «Hay tormenta», dijo, al colgar el aparato. El políglota profesor Mouro admiraba la calma del dentista. «Es usted un tío con toda la barba», comentó, abriendo un diccionario español-holandés.
* * *
Los «rojos» estaban esperanzados. «Esta vez va en serio —le dijo Antonio Casal a su mujer—. Prieto ha levantado un ejército de verdad». Numerosos eran los dirigentes que compartían este criterio. La batalla de los comisarios daba resultado y merecía por igual los plácemes de los combatientes comunistas y el del laborista inglés mister Atlee, el cual acababa de visitar zona «roja» levantando sin cesar el puño a la altura de su sombrero. Presididos por las Brigadas Internacionales, millares de hombres se concentraron en el frente de Teruel, engordando monstruosamente aquella primera célula conducida por el anarquista Ortiz, de la que formaban parte «Los Chacales del Progreso», los presos comunes de las columnas «Hierro» y «Fantasma», Cerillita, que se afeitaba utilizando un copón; Arroyo que cantaba jotas; el gorilesco Gerardi y aquel muchacho llamado Sidonio, que se empeñaba en que lo dispararan a él como a una mujer-cañón que vio en un circo. Doscientos tanques y doscientos aviones, tal vez más, protegían a estos hombres, y uno de dichos aviones era pilotado por el gerundense Batet, diplomado en Rusia. Por primera vez, entre las filas de los guerrilleros Líster, Tagüeña, el Campesino, etcétera, habían sido enrolados gran número de militares profesionales, de buen grado o extraídos de las cárceles. Dichos militares se distinguían incluso en la manera de mirar con los prismáticos, y entre ellos, además del general Hernández Saravia, figuraban el coronel Muñoz, el comandante Campos, ¡éste, inactivo desde el inicio de la guerra!, y los capitanes gerundenses Arias y Sandoval.
Cuando el comandante Campos vio llegar al coronel Muñoz, al H… Muñoz de la Logia Ovidio, lo saludó con emoción.
—¡La guerra le sienta a usted divinamente!
El coronel sonrió, estrechándole la mano.
—Hasta ahora, sí.
A unos cien metros, rígidos como postes, los capitanes Arias y Sandoval miraban en dirección a Teruel.
—Siempre delante —dijo el coronel Muñoz, señalándolos con la barbilla—. No quiero tenerlos a mi espalda ni un segundo.
—Yo tampoco —rubricó el comandante Campos.
—Lo más probable es que intenten pasarse.
—Les he puesto unos centinelas que no los querría para mí.
En un montículo situado a la izquierda de la herradura, protegidos con cascos y camuflados con ramaje verde, esperaban ansiosos el inicio de la batalla Axelrod, Cosme Vila y Gorki. Cosme Vila, decidido a liberarse del complejo que le crearon David y Olga con su visita al frente de Belchite, aprovechó la operación de Teruel para ausentarse de Gerona y ver otro cielo y respirar otro aire. Al pronto, la diablura le sentaba de maravilla y miraba por doquier como si aquellos oteros y aquellos puebluchos hubiesen sido recién creados, exclusivamente para él. Axelrod le decía: «Cuando se levante el telón, será cuestión de no desmayarse». Gorki, el aragonés Gorki, informaba a sus jefes sobre la alta meseta turolense, al páramo que quedaba a su espalda, en el que silbaba el viento y en el que crecían el tomillo, el romero y el espliego. «Algún día habrá que convertir todo esto en tierra de regadío y poblarlo de árboles de Navidad». ¿Por qué había dicho de Navidad? Fue sin darse cuenta. La fecha estaba próxima y además Gorki sabía que a Axelrod le gustaban mucho los abetos.
En el cabo opuesto, es decir, a la derecha, se hallaban reunidos Teo y los anarquistas Ideal y el Cojo. Habían desmontado las nuevas granadas de mano recibidas de Rusia y las consideraban potentes, pero harto pesadas para el manejo. Entre unos y otros, en el vértice del dispositivo, se encontraban Dimas, viejo, curtido, con aspecto de peregrino tolstoiano, y mosén Francisco, éste con amplio capote verdoso, que le dificultaba los movimientos, y las letras UHP en la visera del gorro.
Gorki y Teo no habían resistido más de dos semanas la vida en la retaguardia. «O nos vamos, o me ahorco», había dicho Teo, en Gerona. Ideal era ya un producto de la trinchera. Un día más en la Rambla y se hubiera liado a tiros con los transeúntes; por el contrario, el sobrino del Responsable, el Cojo, había conocido en el bar Montaña a una «agitadora» refugiada de Jaén, y costó lo indecible arrancarlo de sus brazos. En cuanto a Dimas, continuaba auscultándose, siempre solo, siempre atento al pensar y al llanto de las vidas diminutas.
Tocante a mosén Francisco, era otra historia. A raíz de la creación en Cataluña del Tribunal Especial contra el Espionaje, habían arreciado hasta tal punto los registros domiciliarios que Ezequiel le dijo: «Reverendo, me temo que no le quedará a usted otro remedio que cambiar de aires». Al oír estas palabras, mosén Francisco se asustó y se quitó el extraño vendaje que le africanizaba la cabeza. Y entonces le vino la inspiración. ¿Por qué no irse voluntario al frente? Eran tantos los hombres incorporados a la fuerza, que sin duda abundarían entre ellos los deseosos de poder contar, llegado el caso, con la asistencia espiritual de un sacerdote. La ofensiva de Teruel reforzó su idea, pues fueron llamadas más quintas todavía, quintas que lo mismo afectaban a maduros republicanos que a imberbes muchachos de la Congregación Mariana. Ezequiel aprobó el proyecto del vicario y él mismo consiguió que mosén Francisco fuera destinado en calidad de soldado al Regimiento de Infantería número 7, pronto a salir para Aragón. Su jefe inmediato sería el cabo Laguna, panadero de Albacete, que desde la azotea de su casa había hostilizado durante meses, con una vieja escopeta de caza, a los voluntarios internacionales. «También puede usted confiar en el brigada Benítez. Tiene ocho hijos, porque no quiere apartarse nunca de la ley de Dios».
La posibilidad de conquistar una capital de provincia exasperaba los reflejos de los combatientes alineados en torno a Teruel. En su mayor parte, sólo habían conocido la derrota. ¡Teruel! Desde el aire, la línea dispuesta para el ataque tenía la sinuosa forma de un manillar de bicicleta.
Por supuesto, los mandos confiaban en el éxito, pero sentían por el enemigo «fascista» un respeto casi supersticioso. Sabían que el defensor de la plaza, el coronel Rey d’Harcourt, había perdido un hijo en Brunete, por lo que sin duda ardería en deseos de vengarlo. Y sabían, ¡desde luego!, que el ejército a sus órdenes, escaso en número, era profesional, disciplinado, con experiencia y escalafón riguroso. El coronel Muñoz había sentenciado: «La primera acometida está asegurada; lo importante es impedir que reciban refuerzos a tiempo».
La moral de los «nacionales» era también elevada, no sólo por la victoria del Norte, sino porque, ínterin, varias repúblicas sudamericanas, además del Japón y de Hungría, habían reconocido el gobierno de Franco. Por otro lado, y cumpliéndose al respecto los augurios de Cosme Vila y de Julio, Inglaterra acababa de nombrar un agregado comercial en Burgos, y en la propia Bolsa de París la peseta «nacional» seguía cotizándose mejor que la «roja».
La rotura del frente tuvo lugar el día 16 de diciembre. En pocas horas Teruel fue cercado, copado. El Campesino, a quien alguien dijo que Aníbal eligió siempre españoles para encabezar sus tropas de choque, dio el más poderoso alarido de su historia militar y, avanzando por su flanco, se situó a la espalda de la ciudad, cortándole a ésta la vía férrea y la carretera, que eran el mango de la sartén. Las tropas de Líster avanzaron por el flanco opuesto con gran lujo de efectivos marciales, y por el centro se lanzaron en tromba las Brigadas Internacionales, entre las que se habían mezclado muchos milicianos españoles, incluido Dimas. La aviación protegía majestuosamente el avance. El comandante Campos, artillero, sin perder de vista a los capitanes Arias y Sandoval, hacía fuego con sus baterías, emplazadas cada vez más cerca de la ciudad. Ahora bien, el arma superior, la más penetrante y la que mayor impresión causaba en el enemigo, eran los tanques, por su rapidez y proximidad de tiro y por su ruido. Los tanques parecían paquidermos, o casas andantes, y no se sabía si quien los conducía era un simple hombre o un dios.
El defensor de plaza, coronel Rey d’Harcourt, ante la superioridad el adversario dio orden de abandonar las trincheras y refugiarse en varios edificios sólidos del recinto urbano, entre ellos la Comandancia Militar, el Banco de España y el Seminario. La elección de estos tres edificios exasperó a Ideal y al Cojo, a los millares de atacantes y, sobre todo, a Cosme Vila. ¡Comandancia Militar!: atávico feudo de los enemigos del pueblo. ¡Banco de España!: símbolo del capitalismo. ¡Seminario!: cueva de insectos de negra piel, que salían de sus aulas repartiendo bendiciones y apoderándose del alma de los débiles y de los timoratos. Horrorizada, la población civil se bajó al sub-Teruel, al Teruel subterráneo que en los dieciocho meses de guerra había ido naciendo poco a poco para resguardarse de los bombardeos. Familias enteras vivían ya desde hacía tiempo en aquella sub-ciudad, paulatinamente dotada de los servicios más necesarios.
«¡Atrás, canallas!». Las fuerzas penetraron en las primeras calles de Teruel. El polvillo picante de la pólvora excitaba las fosas nasales de los milicianos, cuyos pies tropezaban con millares de cartuchos abandonados en las aceras y en el asfalto. La ocupación no era un sueño, era un hecho. Algunos cadáveres presentaban, sin razón conocida, la boca tapada con un esparadrapo, Las tiendas habían sido abandonadas y todas aparecían vacías, excepto los estancos, lo cual fue una bendición, pues los milicianos llevaban varios días fumando hojas de patata. Mientras poderosas minas, parecidas a las utilizadas contra el Alcázar de Toledo, se aprestaban a hacer volar los tres reductos del coronel Rey d’Harcourt, Gorki se entretenía, con una brocha en la mano, en dibujar cuernos en los retratos de José Antonio pintados en las paredes, y en convertir el bigote de Franco en el bigote de Charlot.
Las baterías habían sido ya emplazadas a cero. Sólo una vaga admonición a las tropas vencedoras, un difuso anatema caía sobre ellas: la Navidad. ¿Navidad? ¿Quién osaría contarle a quién la historia de un niño, de un asno y de un buey? Nadie. Y sin embargo, la Navidad flotaba en el espacio y el coronel Muñoz, extrañamente preocupado, en medio de la euforia descubría sabotajes por todas partes, sobre todo en los servicios de transmisiones y transportes. ¿Por qué se había elegido esa fecha para montar el ataque?
«¡Ha volado el Banco de España!». Cosme Vila pensó en el Banco Arús. «¡Ha volado la Comandancia Militar!». Cosme Vila vio que las ruinas del edificio humeaban, como si los jefes y oficiales sepultados en ellas fumaran o enviaran a la superficie su último aliento. ¿Quedaban aún defensores? Sí, en el Seminario, Y además, estaba allí la Navidad.
Gorki, fiel a su sino, en su avance penetró en el cementerio, evocando una frase de Trotsky: «A veces me sentía extenuado, pero invisibles reservas de energía me permitían seguir luchando horas y horas». En el cementerio había unos cuantos nichos vacíos, en cada uno de los cuales se había deslizado, boca abajo y pies para adentro, un miliciano, de modo que de cada nicho salía un fusil. El anarquista Sidonio, el de la mujer-cañón, disparaba desde el interior de un tubo de uralita que descubrió en una azotea. Ideal y el Cojo avanzaban con la colilla apagada en los labios y cantando: «En el fondo del mar, materilerilerile; en el fondo del mar, materilerilerón, pon». Dimas procuraba no pisotear nada, respetar los cristales y los objetos abandonados, y mosén Francisco, que se había dejado crecer las patillas en forma de culata de fusil, fracasaba una y otra vez en sus intentos de confesar a alguien. Ningún herido le hacía caso. «¿Qué estás diciendo? ¿Cura tú…? ¡Que te parto la nuez!». El cabo Laguna, de Albacete, le dijo: «Basta ya de este asunto. Punto en boca».
El mando «nacional» decidió suspender la proyectada ofensiva contra Madrid y acudir en socorro de Teruel, acorde con la teoría «lo que importa es triturar el ejército enemigo». Partiendo de la orilla del Jiloca, los refuerzos se abrieron paso, protegidos por una imponente masa de aviones modernos, sobre todo Fiats y Messerschmitt. El contraataque parecía destinado a tener éxito y los defensores del Seminario, oteando allá lejos las banderas, gritaban: «¡Viva España! ¡Viva España!». Pero estaba escrito que Ideal y el Cojo seguirían cantando tonadillas irónicas… El 31 de diciembre, último día del año 1937, día en que Ignacio cumplía los veintiuno, amaneció nevando con timidez. Pequeños paracaídas blancos fueron depositándose sobre la tierra y sobre los tejados. Prodújose un silencio expectante, hasta que, a la noche, se desencadenó una tempestad de nieve de violencia inusitada. Hombres y máquinas se inmovilizaron. ¿Qué ocurría? La temperatura descendió bruscamente a tres grados bajo cero, y luego a siete y a diez. La luz no provenía de lo alto, sino de la sábana que iba cubriendo el campamento. Al cabo de pocas horas el paisaje era mágico y sobre él, con dedos de algodón, caminaba, gusano de cien pies, el tiempo. Algunos árboles parecían setas gigantescas, hubiérase dicho que hasta los muertos tenían frío. Sorprendía la matidez de los ruidos, como envueltos en caucho, y lo bien que la nieve olía, la limpieza del aire. Nuevas e insospechadas formas brotaron por doquier: disfraces de plata. Aparecieron siluetas cómicas, como las de los postes de gasolina con el cucurucho blanco y en cuya roja cara sólo faltaba la pipa. El mundo hacía guiños, se oían roces inexistentes. Se helaba hasta la pasión, las tropas de África lloraban, las lonas parecían de papel y los mulos morían sonriendo.
Traspaso del año. ¿Dónde estaban las campanas? Veintitrés bajo cero. El gusano de cien pies, el tiempo, se había detenido en Teruel, absorto en la contemplación del espacio. Pese a lo cual llegó el amanecer. ¡Santo Dios! La luz diurna puso al descubierto una escenografía impar. Todo era blanco y uniforme, la nieve había fundido unos con otros los combatientes y nada fundamental separaba al general Vicente Rojo de los generales Varela y García Valiño. Imposible dar un paso, imposible servirse de arma alguna, a no ser de la aviación. Reventaban los motores y los depósitos de agua, mientras varios compañeros de Miguel Rosselló morían helados al volante de sus camiones. Todas las banderas eran blancas, como si pidieran la rendición. Las tropas atacantes encontraban acomodo en el interior de Teruel, pero las situadas en descampado no tenían remedio. Lo primero en helarse eran los pies, sobre todo, los de los soldados que calzaban leves alpargatas. ¡Oh, sí, el comportamiento del frío se reveló lógico y sutil como la brújula de Moncho! A lo primero, atacaba las extremidades, y las orejas y la nariz; pero acto seguido se filtraba por los caminos que conducían al corazón. Una vez llegado a él, se detenía. ¡Momento cumbre! Empezaba a acariciar con ternura el corazón, lamiéndolo, hasta que de pronto lo mataba, obligando a la boca a sonreír.
Imposible pasar recuento de las bajas en el paisaje polar. Los soldados se calentaban encendiendo una cerilla y hubo quien con un pitillo iba quemándose partículas de piel. El afán universal, la aspiración imposible, era el fuego. ¡Ah, la noche de San Juan! Mientras manos y pies se distanciaban del resto del cuerpo hasta padecer de un modo autónomo, los rinocerontes de la guerra, los tanques y los cañones, yacían sepultados y los pilotos sólo podían volar a condición de que no se formara una espesa capa de hielo en las alas de sus aparatos. Ahora bien, más heroicos aún que los pilotos eran los mecánicos que en las pistas de aterrizaje trabajaban en lo alto de una escalera para reparar averías de los motores y probar su funcionamiento.
El día 7 de enero, regalo de Reyes, fue el día de la victoria. Los defensores del Seminario se rindieron. ¡Teruel había caído! Previamente puestos de acuerdo con los atacantes y, bajo control de la Cruz Roja Internacional, los hombres del coronel Rey d’Harcourt fueron saliendo brazos en alto del simbólico reducto. El coronel y el obispo, monseñor Polanco, encabezaban la derrotada comitiva. «¡Fascistas!». «¡Canallas!». Sonó el himno de Riego y además el de la felicidad. ¡Teruel había caído! El Cojo clamaba: «¿Y por qué no podemos cargarnos a todos esos gilipollas?». Quietos… La Cruz Roja estaba allí. Existía un pacto, hubo acuerdo previo. Los prisioneros serían trasladados a Valencia.
Todavía no estaba enteramente desalojado el edificio del Seminario cuando pandillas de milicianos lo invadieron por puertas y agujeros. Fue un asalto ansiado desde siglos, desde la infancia. Cada ocupante buscaba entre aquellas paredes la expresión viva de lo que el pueblo debía odiar. Los internacionales, entre los que figuraba el venezolano Redondo, ya dado de alta en el Hospital Pasteur, se dirigieron a la capilla y allí dentro orinaron, entre candelabros de oro, mientras el Negus, también restablecido, gritaba: «¡Muera el Papa, muera Mussolini!». Los milicianos españoles recorrían entero el edificio y al llegar al último piso bajaban por otra escalera y volvían a subir. «¡Esto era la biblioteca!». «¡Esto era el comedor!». De pronto, algo clavado en un rincón los asustaba: era un uniforme abandonado, rígido como un bacalao. Tuberías reventadas y manchas de vino.
El coronel Muñoz buscó en el Seminario un pequeño recuerdo con que enriquecer el museo particular de Julio García. El comandante Campos, que seguía presintiendo la muerte, estudiaba los boquetes ocasionados por los proyectiles de su batería. Cerillita levantó el faldón de una imagen de la Virgen y exclamó: «¡Ahí va!». Teo había incrustado en lo alto del edificio la bandera y el murciano Arroyo grababa su nombre y la fecha en una puerta desvencijada.
La mezcolanza en el Seminario era enorme. No obstante, no resultaba imposible reconocerse, coincidir con un amigo o con un enemigo, en una escalera o en un pasillo. Así, en la cocina coincidieron Dimas y Gorki. «¿Qué haces tú aquí?». «¿Y tú?». Y en los lavabos coincidieron Cosme Vila y mosén Francisco.
Estaba escrito que había de ocurrir. Cosme Vila había penetrado en el Seminario recordando el de Gerona, en el que tan intensamente había actuado, y lo mismo cabía decir de mosén Francisco. El vicario, después de haber inclinado la cabeza al paso del obispo Polanco, se había introducido en el edificio, musitando jaculatorias; Cosme Vila, después de haber saludado puño en alto a Axelrod, había irrumpido en él barbotando blasfemias. Algo invisible atrajo con igual fuerza al jefe comunista y al miliciano impostor. Cosme Vila reconoció al vicario en el acto, debajo de su gorro que decía UHP y de sus patillas en forma de culata de fusil. El vicario reconoció en el acto a Cosme Vila, su cabeza poderosa, su ancho cinturón. «¿Qué haces tú aquí?». Nada. Mosén Francisco no hacía nada. Recordaba y buscaba alguien a quien confesar. Cosme Vila amartilló su pistola y se dispuso a acortar la escena; pero, de pronto, rectificó. Lo pensó mejor y decidió guardar la presa. Escupió a sus pies, ¿por qué lo haría?, y desarmando al vicario le dijo: «Andando». Y se lo llevó al exterior, se lo llevó hacia el Cuartel General, que debía de estar en alguna parte.
¡Qué conmoción! Bendito viaje, viaje triunfal. Cosme Vila representaba la fuerza. Salió de Gerona para liberarse de un complejo y los hados le permitieron asistir a la conquista de Teruel, apoteosis del Ejército del Pueblo. Levantóse el telón —¡mordaz Axelrod!— y no se desmayó por ello. Al contrario, disparó de lejos. Vio saltar a pedazos la Comandancia Militar y el Banco de España. Vio a Gorki ocupar el cementerio y a Teo clavar la bandera. Vio al elegante coronel Muñoz —sin saber por qué, le dieron ganas de pegarle un tiro— y al comandante Campos. ¡Qué conmoción! Finalmente, como obsequio singular, atrapó a un vicario enclenque, disfrazado, en los mismísimos lavabos del Seminario.
A lo largo y a lo ancho del territorio «rojo», la sacudida fue eléctrica. ¡Teruel, capital de provincia! Los periódicos garantizaban al pueblo que la guerra había tomado otro rumbo y que éste ya no se torcería hasta el final. Las radios se dedicaron a popularizar la jota aragonesa y Negrín en persona aireó la victoria a través de los micrófonos. En Gerona, el pequeño Santi apareció por las calles vestido de baturro, con faja y alpargatas trenzadas. David y Olga se desgañitaron: «¡Ropa para Teruel! ¡Ropa para nuestros soldados!». La Logia Ovidio se reunió y en ella el H… Antonio Casal anunció que iba a ser padre por cuarta vez y que el bebé se llamaría Teruel. En Madrid, José Alvear se hizo retratar en calzoncillos, sosteniendo una pancarta que decía: «Rey d’Harcourt».
Además de Modesto, los guerrilleros el Campesino, Líster, Tagüeña y demás ocuparon la atención de medio mundo, junto con los militares que habían llevado a buen término la operación. En Francia, Inglaterra y Estados Unidos aparecieron enormes titulares, y en las escuelas rusas el nombre de Teruel se popularizó tanto como los de los «traidores». Topiachev, Bolchivin y Dariav, que por entonces, entre otros muchos jerarcas comunistas, estaban siendo objeto de una purga masiva en Moscú. En Abisinia se vitoreó al pueblo español y en la lejana China gritóse con renovado ardor: «¡Muera el Japón!». En Praga y en Méjico fueron leídas poesías de Alberti, Machado, Neruda, García Lorca y Aragón, así como trabajos en prosa de Benavente y de Harrison, y se confiaba en que el filósofo francés Maritain, adicto a la causa «roja», enviara su adhesión correspondiente. Axelrod comprobó con satisfacción que en todos los actos celebrados por el Partido se cumplía escrupulosamente la consigna de «españolizar» la revolución.
La perplejidad de los «nacionales» residentes en la zona «roja» no tuvo límites. Esperaban que la emisora de Salamanca desmintiera la noticia, pero no fue así. En las cárceles se produjeron crispación y silencios de muerte y hasta el padre de Ana María, que nunca perdía la compostura, se violentó en la Modelo de Barcelona con sus compañeros de celda. En Gerona, el único ser optimista fue Laura. Laura dijo: «La respuesta será de órdago». Era la primera vez en su vida que Laura empleaba esta palabra. Matías, en cambio, llegó de Telégrafos cabizbajo y durante la cena los componentes de la familia de la Rambla tuvieron la impresión de comer corcho.
Grande fue también la perplejidad en la España «nacional». «La Voz de Alerta» se desahogó despidiendo a cajas destempladas al novio de Jesusha, que fue a pedirle un favor. Javier Ichaso, que hacía periódicos viajes a Santander, miró con redoblada ira a los prisioneros concentrados allí. Don Anselmo Ichaso se negó a rectificar su red eléctrica, exclamando: «Antes de quince días, Teruel volverá a ser de España». Y el propio Salazar, uno de los oficiales que, en el contraataque frustrado por la nieve, más cerca llegó de las paredes del Seminario, vivía días aciagos. No sólo la derrota le afligía, sino la desaparición de una docena de sus hombres de la centuria Onésimo Redondo. Desorientados por el turbión, cuando el barómetro marcó los veintiún grados, se dejaron caer, declarándose vencidos.
* * *
Transcurrieron diez días desde la rendición del coronel Rey d’Harcourt, rendición que el Estado Mayor «nacional» juzgó precipitada. En ese intervalo, el general Franco pidió un informe detallado y preciso a sus generales. Deseaba conocer su opinión sobre el adversario, saber si realmente éste había conseguido levantar un ejército poderoso. Los informes coincidieron en señalar que no había tal. Consideraban al ejército «rojo» inferior incluso al que atacó en Brunete. Floja la aviación, floja la artillería, floja la infantería, incluyendo a los voluntarios internacionales. «Lo único eficaz, superior, del enemigo han sido los tanques y los carros de combate». La pérdida de la batalla se debía exclusivamente a la tormenta meteorológica. Sin embargo, el general Kindelán consignó que, en su opinión, algunos de los oficiales «nacionales» de nuevo cuño habían adolecido de lamentable bisoñez.
A tenor de estos informes, el general Franco reagrupó sus fuerzas. Y apenas el tiempo aclaró, normalizándose la temperatura, dio orden de reconquistar Teruel. Era el 17 de enero de 1938. El combate fue primordialmente aéreo, se decidió sobre todo en el aire y en él participó activamente, disparando desde tierra, el comandante Plabb. Las escuadrillas de García Morato y de Carlos de Haya, al grito de «Vista, suerte y al toro», dominaron pronto el espacio, barrieron de él a todos los Curtis y Ratas e incluso al piloto gerundense Batet, el cual, al sentir que su aparato había sido tocado, se lanzó en paracaídas, hasta que un moro, sin tener permiso para ello, lo acribilló antes de que llegara al suelo. La Artillería vomitó torrenteras de fuego y a poco la Infantería, con ritmo tenaz e implacable, inició la reconquista de los observatorios, de las protuberancias en forma de muelas características de la región de Teruel.
Mateo se ganó una citación especial. Mateo avanzó pistola en mano «veinte metros más adelante que sus hombres». En la Academia le habían dicho que tener dotes de mando era algo inefable, compuesto de autoridad personal, de voz y de ademanes exactos. Arrastró a su tropa, la llevó a la victoria y en parte a la muerte. Mateo fue el primer soldado «nacional» que penetró en el cementerio, desalojando de él a Gorki y a los milicianos que, tendidos boca abajo, disparaban desde el interior de los nichos.
También Salvatore cumplió como bueno, mostrándose muy ducho en avanzar resguardándose detrás de las rocas. Moros y legionarios, con la bayoneta calada, fueron ganando terreno en un forcejeo despiadado que había de durar hasta el 16 de febrero, segundo aniversario de aquellas elecciones ganadas por el Frente Popular.
El 17 de febrero, los «nacionales» penetraron definitivamente en la martirizada ciudad aragonesa. «¡Hurra!», gritó Javier Ichaso, y también lo gritaron, en el Pirineo, Ignacio y Moncho. Renació la confianza y Queipo de Llano, mordaz como nunca, recitó por la radio:
Mi novio en una fiesta
me lo pedía.
Como no se lo daba
me lo cogía.
Un pañuelo de talle
que yo tenía.
El botín fue considerable. Setenta piezas de artillería, cerca de mil ametralladoras y cinco ambulancias. Asimismo, en Sierra Palomera fue descubierto un inmenso depósito de Intendencia, que acto seguido fue enviado en tren a la retaguardia. El Negus estuvo a punto de caer prisionero y Líster y el Campesino juraron tomar cumplida venganza.
Cosme Vila huyó montado en un camión —atrás, maniatado, mosén Francisco—, mientras Axelrod, que esperaba de un momento a otro el nombramiento a su favor de cónsul ruso en Barcelona, regresaba a esta ciudad menos malhumorado de lo que cabía suponer. También huyeron el coronel Muñoz, Dimas, Gorki, Ideal y el Cojo. En cambio, el comandante Campos murió. Un cascote de metralla se le incrustó en la espalda, justificando el presentimiento que tuvo desde el inicio de la guerra. Murió a los pies del Seminario, lentamente, dándole tiempo a presenciar los estertores de la batalla. La última vez que abrió los ojos, vio, a pocos metros, una boina roja.
En cuanto a Teo, encontró su fin, cerró su ciclo en Teruel. Cayó prisionero, precisamente en el Banco de España. En sus ruinas se había torcido un pie y no pudo escapar. Su estatura llamó en seguida la atención, así como la hoz y el martillo que por consejo de la Valenciana se había tatuado en el pecho. Su carnet reveló que era de Gerona, por lo que uno de los jefes, que conocía a Mateo, ordenó que el alférez Santos —así era llamado— se presentara para informar.
Mateo acudió al poco rato y apenas vio a Teo no supo si reírse o permanecer serio. El jefe le preguntó si conocía al detenido.
—Desde luego. Hace mucho tiempo. Se llama Teo.
—¿Qué sabes de él?
Mateo no sabía por dónde empezar. Teo lo miraba con los ojos desorbitados.
—Es uno de los jefes comunistas de la provincia de Gerona. Un criminal.
Teo barbotó:
—¡Cabrón!
El jefe trazó una cruz sobre el carnet de Teo. Luego preguntó a Mateo Santos, el flamante alférez:
—¿Tienes cuentas pendientes él?
—Sí.
—¿Quieres fusilarlo?
—Desearía mandar el piquete de ejecución.
—¡Puerco! —gritó Teo. Y escupió.