Capítulo XLI

Mateo, al salir de la Academia de Ávila, en la que aprobó con dignidad los cursillos de alférez, fue destinado al frente de Aragón, a la División de Muñoz Castellanos. Inmediatamente notó que el gorro de alférez pesaba más que el de soldado… Su llegada al frente coincidió con la festividad de la Inmaculada. Ello lo conmovió y lo incitó a realizar un proyecto antiguo que había ido demorando: prometió guardar castidad hasta el final de la guerra, implorando a cambio la salvación de su padre, don Emilio Santos, del que no tenía noticia alguna. Por otra parte, la fiesta de la Virgen le trajo a la memoria la anotación de Pilar en su libro de Historia: «Virgen Santa, Virgen pura, haced que me aprueben de esta asignatura».

En aquellos días, un cúmulo de acontecimientos zarandeaban el ánimo de Mateo. Además de su ingreso en el cuadro de oficiales del Ejército —¡extraño poder el de enviar hombres a la muerte!—, le llegó la noticia de que Octavio había caído prisionero de los «rojos» en una emboscada. Mateo bajó la cabeza y se tapó el rostro con una sola mano. ¡Octavio prisionero! Mateo no podía olvidar que el muchacho, ex funcionario de Hacienda, fue su primer camarada en Gerona. Entró en una capilla y rezó por su amigo: «Octavio, ¡que Dios te acompañe!», al tiempo que maldecía al miliciano o a los milicianos que, con toda probabilidad, en aquellos momentos habrían ya disparado contra él.

Otro acontecimiento: Montesinos y Mendizábal habían recobrado la libertad. Casi todos los falangistas detenidos a raíz del decreto de Unificación habían salido de la cárcel, exceptuando a Hedilla, el jefe, y a sus colaboradores más allegados. Se rumoreaba que Hedilla sería deportado a las Islas Canarias o a Baleares. Mateo se alegró de la suerte de sus camaradas del Alto del León; pero, considerando que la falta que cometieron fue grave, cerró la llave de los sentimientos y decidió repudiar a aquéllos por medio del silencio.

Por último, Ignacio le envió desde Valladolid primero un telegrama y luego una carta. Mateo tembló leyéndolos y salió radiante de la chabola como dispuesto a conceder a los soldados a sus órdenes rancho extraordinario. El telegrama informaba a Mateo de que Ignacio había llegado sano y salvo a la España «nacional» y la carta le ponía al corriente de la situación general en Gerona y de las andanzas personales del muchacho. Ignacio terminaba diciéndole: «Si no sintiera una innata aversión por la disciplina, te rogaría que me aceptaras a tu lado en calidad de asistente». ¡Ignacio asistente de Mateo! «A sus órdenes, mi alférez». Sería chusco. Mateo pensó en Ignacio con dulce amistad. Recordó las horas y los días de estudio en casa del profesor Civil, las discusiones bajo los arcos de la Rambla. En una de éstas, Ignacio le había preguntado: «¿Cómo eliminar los partidos políticos? Solamente es posible creando uno solo, más despótico que las luchas entre los demás». En otra ocasión le dijo: «Exigís disciplina, peligro y alegría. En otras palabras, morir cantando. ¿Para qué? Hace muchos años que en España la gente muere cantando. Ahora lo que la mayoría quiere es poder cantar en vida, con los del Orfeón». ¡Ignacio…! ¿Estaría dispuesto a tomar un fusil? Tampoco aclaraba Ignacio la situación del padre de Mateo, don Emilio Santos. «Desde que se marchó de casa no volvimos a saber de él». ¿Ocultaría alguna mala noticia? Respecto de Pilar, Ignacio escribía escuetamente: «Sólo piensa en ti, Mateo. Se pasa las horas mirando el Oñar, por si te ve aparecer nadando o al mando de una piragua».

Mateo no olvidaba a sus falangistas de Gerona, que combatían dispersos por la España «nacional». Quincenalmente les escribía y era correspondido. El despliegue de estos hombres lo halagaba. «Los formé yo». ¡Y qué amor propio demostraban! Cada uno de ellos pretendía que el arma en que luchaban era la más peligrosa o la más eficaz…

Jorge de Batlle estimaba que lo más arriesgado era pilotar un avión. «Te crees un ángel y ¡pum!, derribado, es decir, muerto. Porque tirarse en paracaídas en territorio enemigo es peor que morir». Jorge había soltado ya toneladas de bombas y una cosa no ofrecía dudas para él: los soldados de Infantería conocían sólo la guerra miniatura. No habían visto más que un par de trincheras en la cota tal o en la loma cual. Lo grandioso de la guerra era la aviación. Orientarse en el espacio, perforar las nubes, arrasar un poblado, convertir una estación en chatarra, un caballo en recuerdo…

En alta mar, ocupaba su puesto Sebastián Estrada, jubilosamente ingresado en la Falange Tradicionalista y de las JONS. Mateo se había llevado una sorpresa con el hijo menor del jefe de la CEDA en Gerona. Sebastián Estrada era de por sí tan miedoso, que Mateo pronosticó: «En cuanto vea pasar un banco de sardinas, sufrirá un colapso». Y no fue así. El chico se dejó tentar por el embrujo del agua. Servía en el crucero Baleares, donde cumplía como el mejor, convencido de que servir en la Marina era lo más duro de la guerra. Las grandes tormentas pertenecían a un orden más allá del pensamiento; y la calma, la calma del mar, a veces amenazaba con hacer añicos el cerebro. «¿Aviación? —clamaba Sebastián Estrada—. ¡Enchufados! Una hora de vuelo y tres días de descanso en la base, chupando naranjada con una cañita. Y otro tanto cabe decir de Artillería e Infantería. ¡La tierra es firme, sostiene al hombre! Un barco en el océano es una cáscara de nuez, algo ridículo, que siempre cruje como si fuera a hundirse al minuto siguiente».

El hermano de Sebastián Estrada, Alfonso Estrada, luchaba de nuevo en el Tercio de Nuestra Señora de Montserrat, renacido éste con admirable brío después de las pérdidas sufridas en Belchite. El muchacho se había vuelto tan silencioso, que sus camaradas le llamaban Sordina, pues con su presencia parecía amortiguar los sonidos del mundo. Alfonso Estrada estimaba que lo peligroso y decisivo fue siempre y continuaría siendo la Infantería. «Los barcos avanzan a no sé cuántos nudos por segundo y los aviones no digamos. ¡Menuda bicoca! En Infantería, nada, clavados en tierra como espantapájaros. Además, pecho descubierto o, lo que es peor, ofreciendo la espalda… ¡Para qué hablar! Mi hermano está hecho un tunante y a Jorge querría yo verlo con un machete senegalés a dos palmos de la barriga».

Miguel Rosselló defendía con tesón las supremacías del SIFNE, del Servicio al que estuvo adscrito hasta el momento en que se le concedió un gigantesco camión del Cuerpo Móvil. Era el que más asiduamente escribía a Mateo. «¡Camamas! Lo verdaderamente espeluznante es el espionaje. Meterse en la boca del lobo. Ahí te quiero ver. Vas andando por Madrid tan tranquilo, y de pronto se te acerca un señor muy serio y te dice: “Por favor, ¿tendría usted la amabilidad de acompañarme a la checa de Riscal?”. Y ni siquiera te llamas Rosselló. Te llamas Miguel Castillo y tienes en cualquier sitio una madre de mentirijillas que te adora».

Mateo, en el frente de Aragón, en la División Muñoz Castellanos, seguía manejando los hilos de todos sus camaradas de Gerona. Su lema era éste: «No perder contacto». Cuerpos separados, pero ideal común y amistad. ¡Peligro, dureza de la campaña, perforar, machetes! ¡Bah! Nada tan temerario como ejercer de alférez provisional. ¡Se había hablado de ello tanto! Era preciso morir cuanto antes, so pena de convertirse en el hazmerreír, en el hazmellorar, en un desecho de hombre. Y luego, tierra y más tierra sobre la cara y el uniforme hasta quedar sepultado.

Mateo mandaba un pelotón de hombres castellanos. Se les impuso desde el primer momento por su integridad y por un imán que había conseguido y que actuaba de amuleto. Su tienda de campaña era triangular como el pañuelo picudo que algunas mujeres llevaban en la cabeza, y en su lona había escrito: «¡Arriba España!». A sus hombres les dijo: «Si tenéis alguna queja, nada de chismorreos. Me la exponéis y en paz». Su asistente se llamaba Morrotopo. Lo llamaban Morrotopo no se sabía por qué. «Mi alférez —le decía—, ¿por qué no me traspasa esa monada del Japón? Usted conseguiría otra cuando le pasara por las narices». A Morrotopo le gustaba la japonesa porque en la fotografía tenía las pestañas largas y porque escribía las cartas en papel perfumado. Mateo objetaba: «Pero ¡si no sabes escribir, Morrotopo!». «¿Cómo que no, mi alférez? La única letra que se me resiste es la H.»

* * *

Moncho no quería de ningún modo pasar las Navidades en zona «roja».

La Nochebuena en la guerra

no vale como Nochebuena.

A España le falta paz,

a España le sobran penas.

En cuanto Ignacio se hubo pasado, Moncho no paró ni veinticuatro horas en el Hospital Pasteur. Además de las intencionadas preguntas de Sigfrido: «¿Dónde está el capitán? ¿Se lo ha tragado la tierra?», le dio miedo el primo de Ignacio, José Alvear. «Si se arrepiente de lo hecho y se acuerda de que existo, se presenta aquí y me pega cuatro tiros». Moncho escribió una postal a sus padres, que seguían en Lérida, y confiando en su experiencia montañera y andariega abandonó Madrid, con el milagroso salvoconducto que significaba llevar consigo un botiquín y, cosida en el antebrazo, una visible cruz roja. El instinto le aconsejó trasladarse al sector de Torrelodones, adonde llegó saltando de camión en camión. Se pasó allí dos días preguntando y husmeando el terreno. De noche, contemplaba las estrellas y el fantástico espectáculo que ofrecían las bengalas luminosas que la aviación «roja» seguía lanzando de vez en cuando, en paracaídas, para localizar los objetivos. ¡Qué hermosa era la noche decembrina, la gran noche invernal! Costaba admitir que uno era fugitivo. Todo parecía estar en su sitio, que ocupaba su sitio desde siglos remotos. ¿Huyendo no quebraría el ritmo establecido? ¿Era licito desplazarse, moverse? Moncho conocía la embriaguez del campo dilatado. Moncho amaba la paz y el firmamento.

Cuatro días después que Ignacio, al romper el alba, el anestesista del Hospital Pasteur dio el salto. Caminó agachado, pisando de modo tan leve que ni siquiera hubiera despertado a los insectos. El terreno por el que avanzó tenía más arrugas que sus pies. Fugitivo afortunado… Más afortunado que Ignacio, cayó en manos de una avanzadilla del Ejército «nacional» compuesta de un cabo y seis soldados, los cuales se aburrían mortalmente en la trinchera.

Sí, la odisea de Moncho distrajo a aquellos hombres, uno de los cuales, al registrarlo y ver el reloj de arena, le ofreció por él cinco latas de sardinas y una de calamares. Moncho rechazó con indulgencia. En cambio, obsequió a sus anfitriones con varios periódicos de Madrid, que fueron recibidos con estupor y curiosidad supersticiosos.

Después de almorzar y tomar café, Moncho fue conducido a presencia del comandante del sector, el cual, previa llamada telefónica a Valladolid, dejó al muchacho en libertad para trasladarse a la ciudad castellana y reunirse allí con sus amigos.

La noticia del paso de Moncho colmó de júbilo a Ignacio, entre otras cosas porque la oficina de reclutamiento le había comunicado al último que debería incorporarse en el plazo de cuarenta y ocho horas. Moncho se reuniría con él muy pronto. ¡Hurra! Precisamente Ignacio llevaba toda una tarde advirtiéndole a Marta y María Victoria: «Atención al teléfono, que sonará de un momento a otro».

Las muchachas estaban intrigadas con Moncho.

—¿Cómo es tu amigo?

—Medio aristócrata —había contestado Ignacio.

—¿Qué profesión tiene?

—Le faltan dos cursos para terminar Medicina.

Marta cedió a su reflejo condicionado y preguntó:

—¿Es de Falange?

—¿Quién? ¿Moncho? ¡Eso tiene gracia!

Moncho hizo el viaje en tren. Su padre le había hablado muchas veces de la meseta castellana, centro o cogollo de España. «No es verdad que los hombres rijan allí su vida por los refranes; pero sí que, en los pueblos, son más austeros que los de la periferia. El mar es sensual». Llegado a Valladolid —vestía un viejo uniforme caqui que le regalaron al pasarse—, el muchacho se apeó en la estación y echó a andar, incómodo porque continuamente tenía que estar saludando a los oficiales con los que se cruzaba. «No nací yo para esto», se decía.

Dirigióse a casa de Marta y allí sorprendió la gran concentración familiar. María Victoria, al verlo, exclamó, mordiéndose el índice:

—¡Ay, este chico tiene la cabeza oblonga!

Moncho, ruborizado, miró a Ignacio; pero María Victoria se apresuró a añadir:

—No te preocupes, hombre. Yo la tengo de serrín, y tan contenta.

Marta recibió al chico con más solemnidad.

—Estaba muy impaciente por conocerte. Ignacio no ha hecho más que hablarnos de ti.

Los dos muchachos se abrazaron y en tanto Marta, ejemplar dueña de casa, preparaba una suculenta merienda —Ignacio siempre le preguntaba si se incluía ella en los repartos de Auxilio Social—, Moncho e Ignacio se contaron la respectiva odisea.

—Afiné mucho —informó Ignacio—. Fui a parar a una trinchera de moros y por poco me cortan en lonchas y me ofrecen en bandeja a Alá. Me salvó el oficial de guardia.

—Lo mío fue más fácil —comentó Moncho—. Me recibieron soldados del Ejército, una escuadra. Buenos chicos. ¡Nunca creí que los periódicos rojos les llamaran tanto la atención! Querían que me quedara allí, con ellos.

Ignacio advirtió que Moncho se había traído el estuche de aseo y una brújula.

—No podía fallar —rió Ignacio—. La manía de lavarte y de saber dónde estás.

La merienda transcurrió amigablemente. Moncho cautivó a María Victoria y a Marta. Ignacio no había exagerado: había en él algo contenido, el sello que «La Voz de Alerta» llamaba racial. El espigado color de sus cabellos, rubio de montaña, poetizaba sus ojos, por otra parte enérgicos. El escepticismo de que Ignacio habló había dibujado en su boca una sonrisa de indulgente comprensión. Era obvio que no resultaría fácil sacar de sus casillas a Moncho. Sin duda había influido mucho, en su serenidad, su profesión de anestesista. «Un poco de éter y todos iguales». «Un poco de éter y se duermen las pasiones y el más soberbio se apea del caballo». Por supuesto, mirándolo y oyéndolo, nadie hubiera adivinado que acababa de jugarse la vida, que dos días antes se encontraba en Madrid, solo, oprimido por un mundo hostil. Por si ello no bastaba, tenía una voz armoniosa y clara, pese a su marcado acento catalán.

Las dos muchachas se encandilaron oyéndole hablar. El padre de Marta había opinado siempre que los hombres que ejercían la Medicina eran más sabios que los demás hombres. Que establecían sin dificultad asociaciones de ideas que al resto de los mortales les estaban vedadas.

—No exageremos —protestó Moncho—. Cada profesión tiene sus enseñanzas. Y también se encuentran sabios entre la gente que no hace nada.

María Victoria comentó:

—Sin embargo, nos contarás cosas…

Moncho sonrió, Por primera vez desde hacía mucho tiempo el muchacho tomaba un café soportable.

—No sabéis lo que esto significa —dijo, pidiendo otra taza y encendiendo voluptuosamente un pitillo.

Ignacio le preguntó por las últimas novedades en zona «roja» y Moncho le puso al corriente. Los informó de que había muerto Comas y Solá, el astrónomo del Observatorio Fabra, y afirmó que los rumores sobre una ofensiva «roja» en Teruel respondían a una realidad. «El Campesino y Líster han llegado ya al sector». Dirigiéndose a Ignacio, añadió: «Ya sabes lo que eso significa». Luego les contó la impresión que le produjo un muchacho muy joven, requeté navarro, que llevaron al Hospital Pasteur a poco de marcharse Ignacio. Un jefe de las Brigadas Internacionales lo había hecho prisionero cerca de Toledo y lo llevó al hospital, herido. El jefe era un hombre de unos cincuenta años, viudo, al parecer. No paraba de hacerle preguntas al prisionero y al final les confesó a sus ayudantes que jamás en la vida le había asaltado una duda tan violenta. «No sé si fusilar al muchacho o adoptarlo. Me gustaría tener un hijo así». Moncho, consciente de la glotonería con que era escuchado, dio un viraje y habló de una plaza de Madrid a la que llamaban plaza del Gua, porque los hoyos que los proyectiles «fascistas» hacían en ella eran idénticos a los que cavaban los niños del barrio para el juego de ese nombre. Luego dijo que le gustaría felicitar por escrito a los cronistas de guerra «nacionales», «Spectator», «Justo Sevillano», «Javier de Navarra» y «Tebib Arrumi», por su incansable labor. Por último, habló de lo difícil que resultaba no perdonar a un hombre, no sentir pena por él e incluso no amarlo, si uno se tomaba la molestia de mirarle con atención el rostro, a sus facciones una por una; si uno se fijaba en cómo le temblaba el labio, o le veía nacer una arruga en la sien, o controlaba los espasmos de sus manos o se daba cuenta del momento exacto en que le retrocedían con tristeza los ojos. «La vida es soportable porque miramos a los seres en su conjunto. La piel, milímetro a milímetro, nos obligaría a amar tanto que no lo soportaríamos».

La madre de Marta, que había acudido a dar la bienvenida a Moncho, le preguntó:

—¿Crees que la duda del jefe internacional de que has hablado provino de eso, de que miró las facciones del muchacho requeté una por una?

Moncho afirmó, sin pedantería:

—En ese caso concreto, lo puedo asegurar. Estaba allí y me di cuenta.

María Victoria suspiró. Y entonces Moncho, cambiando súbitamente de tono, preguntó a Ignacio:

—¿Y tu familia? ¿Fuiste a Bilbao?

El rostro de Ignacio se ensombreció.

—No, pero ayer recibí carta de la abuela y están bien, sin novedad. ¡Bueno! Un hermano de mi madre está en un batallón de trabajadores.

—¿Y a Burgos? —preguntó Moncho—. ¿Pudiste ir?

Ignacio tardó un momento en contestar.

—Sí. Fui a Burgos… —Marcó otra pausa—. Los falangistas mataron a mi tío la primera noche.

Moncho hizo una mueca.

—Lo siento, Ignacio.

Marta enrojeció. Sabía que bastaba una alusión al tema para que Ignacio se transformara.

Ignacio no conseguía perdonarse a sí mismo la frialdad que lo invadió en la calle de la Piedra, en Burgos, al enterarse de la noticia.

La madre de Marta intervino con oportunidad y propuso centrar la conversación en el problema más inmediato, que los afectaba a todos: el que planteaba la obligada incorporación de los muchachos. Sus respectivas quintas estaban llamadas. Y era hora de decidirse. La madre de Marta confiaba en conseguir, si las circunstancias se ponían de su parte, que Ignacio y Moncho fueran admitidos en el arma de su gusto y elección.

—Desde luego, si decidierais continuar en Sanidad, creo que no habría dificultades.

Moncho negó con la cabeza. Personalmente, prefería ser admitido en el Batallón de Montaña de guarnición en el Pirineo Aragonés, en la provincia de Huesca. Se había informado acerca de ello por un capitán médico que encontró en el tren. Había otros dos batallones montañeros, uno en Sierra Nevada y otro en el Guadarrama. «Me gustaría el del Pirineo, porque en él también hay esquiadores y porque, llegado el momento, será el que avanzará sobre Cataluña».

Ignacio, aunque conocía el sistema de Moncho, que consistía en quitarles importancia a las cosas, se quedó viendo visiones. Ya en Madrid, su amigo le había hablado de este proyecto, pero jamás supuso que lo hiciera en serio.

—Pero… ¿te das cuenta de lo que estás diciendo? Tú, claro, naciste con esquís en los pies. Pero ¿y yo? Una vez vi un par de ellos en un escaparate.

Moncho no se inmutó. Afirmó que aquel aspecto de la cuestión corría de su cuenta.

—Estoy bien informado. Hazme caso, Ignacio. Aquí se trata de conseguir una recomendación para el comandante del sector. En un Batallón de Montaña hay muchos destinos y no todo el mundo ha de prestar servicio en las posiciones de dos mil metros de altura.

Ignacio no pareció muy convencido, pero la madre de Marta preguntó rápidamente:

—¿Qué general manda aquella División?

María Victoria no dudó en contestar:

—Solchaga.

—¡Huy, pleito ganado! —exclamó la madre de Marta; y volviéndose hacia Ignacio, añadió—: Por ahí no hay dificultad, Ignacio.

Éste seguía perplejo. ¿Por qué aquel empeño de Moncho? Casi se enfureció con él. Pero Moncho lo atajó:

—¿Es que prefieres irte a la Legión o a antitanques? Ni tú ni yo hemos nacido para eso, Ignacio. Pegar tiros no es para nosotros. He pensado que en un batallón así, especializado, nos resultaría más fácil cumplir con nuestro deber. —Fijó la mirada en Ignacio y añadió, sonriendo—: Claro, mi propuesta es un poco egoísta, lo sé. Pero, dime si ves otra solución.

El labio inferior de Ignacio temblaba y el muchacho temía que Moncho se diera cuenta. En cuanto a Marta, había tensado los nervios del cuello. «Ni tú ni yo hemos nacido para eso, Ignacio». ¡Disonantes palabras!, en un momento en que millares de hombres lo daban todo, en que Mateo acababa de escribir: «¡Rezad para que mi muerte sea honrosa!». Aquello significaba, ni más ni menos, escurrir el bulto.

Marta se disponía a hablar; pero su madre, adivinándole el pensamiento, la fulminó con la mirada.

—Moncho tiene razón —ironizó María Victoria—. Ha argumentado lo mismo que José Luis, cuando se dio cuenta de que los morterazos no le gustaban. «No creo que servir en Auditoría sea una deshonra —me dijo—. Hay muchas maneras de cumplir como un buen patriota».

Moncho la miró.

—¿Y tú qué crees? ¿Que es falso lo que dijo?

María Victoria fumaba con lentitud. La mirada de Moncho pareció desconcertarla.

—La verdad es que todavía no he resuelto la cuestión.

—Ni la resolverás —arguyó Moncho, con su voz segura y bien timbrada—. Nadie sabe hasta dónde es lícito exigir de un hombre. Ahora está de moda ser héroe, morir temprano. Lo mismo en esta zona que en la zona roja. ¿Te has preguntado cómo veremos este asunto dentro de veinte años? De tu familia no sé nada, pero sí sé de la de Ignacio y de la de Marta. ¿Qué queréis, pues? ¿Que muramos todos? ¿Prefieres a José Luis muerto que a José Luis juez? Los rojos, al empezar la guerra, eran decenas de millares en busca de un fusil. Y ya ves. Personalmente, no me dejo influir por los himnos. Ignacio conoce mis ideas. Me he pasado porque creo que si Franco gana la guerra por lo menos mantendrá el orden. Del resto, no entiendo una palabra ni creo que entienda una palabra nadie. Los chicos tocando el timbal me destrozan los tímpanos. —Moncho se paró. Y al cabo de un silencio añadió—: Os advierto que mi novia, que se llama Bisturí, también se decepcionaría oyéndome. Pero yo os propongo que nos ayudéis a Ignacio y a mí a ingresar en ese Batallón de Montaña.

La madre de Marta se levantó y se dirigió con decisión al teléfono, sin consultar con su hija. Los dedos de ésta jugueteaban con la cruz gamada que le regalaron en Berlín, mientras Ignacio, que se había levantado y acercado a la ventana, miraba a la calle.

María Victoria observaba a Moncho. Y éste, sereno, sorbiendo su tercera taza de café, pensaba que era una lástima que, tal vez a causa de la guerra, hubiera muerto un astrónomo tan ilustre como el del Observatorio Fabra, Comas y Solá.

* * *

La madre de Marta se mostró eficaz. Ignacio y Moncho fueron admitidos en el Batallón de Montaña número 13, sector de Huesca, en la Compañía de Esquiadores, al mando del comandante Cuevas, veterano de África. En dicha Compañía figuraban varios de los Campeones españoles de esquí. El comandante Cuevas fue informado de que los dos muchachos eran sanitarios.

Marta se esforzó en comprender a Moncho y a Ignacio. No le resultaba fácil, pero su madre la advirtió:

—No cometas ninguna insensatez. Más tarde te dolería. ¿No crees que hemos pagado ya nuestro tributo? Ojalá Ignacio no tenga que disparar un solo tiro.

—Hay familias en Valladolid que han entregado cinco hijos.

—¿Qué pensarán esas familias dentro de veinte años?

—¿Qué pensarían si nadie tomara ahora un fusil?

—Marta, por todos los santos. José Luis te señala el camino… Y José Luis es juez.

Marta le prometió a su madre dominarse y cumplió su promesa. Organizó en casa un baile de despedida en honor de los dos muchachos, baile al que asistieron otras chicas de la Sección Femenina, así como algunos italianos convalecientes en el hospital. Ignacio, satisfecho de la reacción final de Marta, a la que dijo: «Cometerías un error si me consideraras un cobarde», le preguntó a la chica si entre los italianos invitados se encontraba Salvatore.

—¿No será aquél del bigotito, con cara de memo?

—Por desgracia —coqueteó Marta—, no ha venido. Si no, ¿a punto de qué bailaría yo contigo?

A última hora llegaron más chicas aún, una de las cuales se entusiasmó de tal forma ante la oblonga cabeza de Moncho, que se plantó delante de éste y le propuso ser su madrina.

—Me llamo Susana. Te trataré bien. ¡Tengo la impresión de que eres un tesoro!

—Lo soy —rubricó Moncho—. Pero ¿qué necesidad hay de ser un tesoro?

Susana le miró con fijeza y comentó, riendo:

—En eso no había caído.