Los periodistas Fanny y Raymond Bolen formaban ya una pareja inseparable. La pelirroja Fanny, con su gabardina de cuero y su máquina de escribir, parecía estar olvidando no sólo a sus tres maridos, sino incluso a Julio. Raymond, alto, con barba rubia y rizada que le había crecido durante su estancia en España, se estaba emborrachando de Fanny «como si Fanny fuera champaña francés». Los españoles, al verlos, diagnosticaban: «extranjeros». Y no erraban. Seguían sintiéndose tan extranjeros como el primer día. Para Bolen, España era enigmática como un vaso sanguíneo, un ininterrumpido motivo de pasmo.
Pero los apasionaba. «España no me gusta —escribía Fanny a sus amigos—, pero me apasiona». Algo parecido le sucedía a Bolen. Bolen amaba la libertad y le parecía que los españoles eran esclavos de sus instintos; pero, por otro lado, en ningún otro lugar el individuo derrochaba tanto talento y tanta gracia para salirse con la suya y para justificarse a sí mismo los defectos.
A Bolen le hubiera gustado tener una novia española, pero se le interpuso Fanny y él se rascó la barba musitando: «¡Qué le vamos a hacer!». Vivieron de cerca la batalla de Belchite, estuvieron en Almería, donde abundaban los ciegos y el tracoma, y se disponían a visitar la España «nacional», pasando por Francia.
—¿Crees que los nacionales nos dejarán entrar? Mi padre pertenece a una logia de Bruselas.
Fanny se rió.
—¿Piensas en serio que Franco conoce a tu padre?
Iniciaron el viaje. Al pasar por Barcelona, visitaron el Museo de fenómenos del Matadero municipal, en el que figuraban un carnero bifronte, un cíclope enano, una vaca de cinco patas, un corderillo sin rabo, tablas dentarias del ganado y demás curiosidades. «¡El carnero bifronte es la guerra civil!», exclamó Fanny.
El automóvil pasó raudo por Gerona —«¡adiós, Julio!»—, cruzó la frontera, se detuvo en Lourdes, a cuyo santuario Bolen llamaba «el centro occidental de la superstición», y llegaron a la frontera de Hendaya al cabo de dos días de viaje.
Ninguna dificultad para entrar; sin embargo, en cada uno de los hoteles en que se hospedaron habían de rellenar una ficha, indicando la próxima ciudad a que se dirigían. Cualquiera información oficial que necesitaran, podrían solicitarla en Salamanca o Burgos. Las visitas a los frentes, a criterio del comandante de cada sector.
—¿Y las cárceles? ¿Y los campos de trabajo? Fue Bolen quien hizo la pregunta, y el oficial español le contestó, mirándolo con fijeza:
—En todo caso, a criterio también de la autoridad correspondiente.
El coche voló hacia San Sebastián. Era diciembre. Niebla y verde se confundían y el parabrisas se empañaba sin cesar. Los caseríos se sucedían con tanta frecuencia como los controles y las inscripciones. Una de éstas les llamo la atención: «Tanto monta, monta tanto, Requeté como Falange». En la fachada de una iglesia leyeron: «¡José Antonio! ¡Presente!». A intervalos, al doblar un recodo aparecía el Cantábrico, encrespado. Olas furiosas, no se sabía contra quién. «El mar es mucho para el hombre», comentó Bolen. Fanny estaba fascinada viendo el caracoleo de la espuma, la suprema fantasía del agua en movimiento. El Mediterráneo solía ser más tranquilo.
San Sebastián estaba abarrotado; el bullicio en las calles y cafés era comparable al de Madrid. Se había concedido un descanso a gran parte de las tropas que operaron en el Norte y fueron muchos los soldados que quisieron conocer San Sebastián. Las Brigadas Navarras descansaban más al Sur, en la propia Navarra. Don Anselmo Ichaso, viendo deambular a los combatientes todo el santo día, preguntaba: «¿Por qué esta tregua? Estos chicos se aburren y les damos a los rojos ocasión para recuperarse».
A Fanny y a Bolen les faltaban ojos para mirar. Bolen gustaba de establecer pronto leyes, valiéndose para ello de su olfato de periodista. «Esto está mejor organizado que la otra zona», afirmó, con sólo echar una ojeada a su alrededor. Fanny asintió, pero le pareció que había también mucha tristeza. Bolen dijo: «Tal vez», pero señaló una diferencia. «En la otra zona están tristes incluso los combatientes, y aquí no. Aquí los combatientes parecen alegres». «Naturalmente —subrayó Fanny—. Ganar siempre es alegre». «Tal vez», repitió Bolen. En cambio, ambos periodistas estimaron que los niños de la zona «nacional» parecían más excitados que los de la zona «roja». «Claro, claro. Aquí no hay refugiados ni escasez de alimentos y los uniformes son más llamativos. Para estos chicos, la guerra es una fiesta».
Les impresionó la suntuosidad de los templos, así como el gran número de mujeres que rezaban en ellos con los brazos en cruz. Bolen sacó varias fotografías, primeros planos, de estas plegarias crucificadas. Bolen era protestante y siempre discutía de religión con Fanny. «No me negarás que para estas mujeres es consolador tener fe en un Ser Omnipotente. Las madres de los soldados de la zona roja que sean agnósticas como tú, ¿a quién suplicarán? ¿A Marx? ¿Al horóscopo de la semana? ¿A Lenin?». Fanny le replicaba: «Nunca he negado que la religión sea un consuelo, el mejor de los consuelos. ¿Me crees tonta? Ojalá tuviera yo la fe de estas mujeres. Probablemente hubiera necesitado menos maridos».
Lo que ella negaba era que la religión respondiera a una realidad, que fuera algo más que el supremo recurso inventado por el ser humano desvalido. Bolen trató el tema con buen humor. En sus viajes hacia el norte de Europa se había dado cuenta de que, poco más o menos, donde se terminaban los viñedos se terminaba el catolicismo, dominaba Lutero. Fanny reflexionó un instante y admitió: «Anda, pues es verdad».
En San Sebastián, el periodista belga le preguntó a un brigada si los protestantes tenían en la zona «nacional» permiso para celebrar sus ceremonias, y el sargento, con mucha extrañeza, le preguntó a su vez: «¡Ah!, pero ¿los protestantes también celebran ceremonias?».
Asimismo los impresionó el número de heridos que se veían por doquier. Infinidad de cuerpos incompletos, que gozaban de muchas ventajas de prioridad. Sin duda también en aquella zona, pese al orden reinante, silbaban sus canciones las balas y había decenas de doctores Rosselló multiplicándose. En la costa cantábrica, desde Irún hasta Gijón, ¡cuántos brazos, piernas y ojos se habrían perdido!
Salieron de San Sebastián en dirección a Guernica, al objeto de retratar las ruinas de esta ciudad. El espectáculo era casi irreal y hubiérase dicho que los muros lloraban. A Bolen le hubiera gustado volar por encima de los tejados, ver la muerte desde arriba, como tal vez la viera Dios. Las tapias del cementerio se habían derrumbado, por lo que el macabro recinto se unió al resto de la ciudad, formó con ella un solo bloque. Olisqueaban muchos perros y unas balanzas colocadas sobre un mostrador exhibían la familia de pesas en correcta formación. Los centinelas les impidieron recorrer a gusto la hecatombe, llegar al centro. Fanny y Bolen dieron media vuelta y el coche tomó la dirección de Burgos. Estuvieron mucho rato sin hablarse, preguntándose tan sólo: «¿Para qué?».
En los restaurantes se servía plato único. Las inscripciones rezaban: «Ni un hogar sin lumbre, ni un español sin pan». ¿Tendrían lumbre los hogares de Guernica? ¿Tendrían pan alguna vez los españoles de Almería? Casi todos los puentes habían sido volados —los puentes que Dimas tanto amaba— y era preciso utilizar vacilantes pasarelas. En el vientre de algunas colinas se veían nidos de ametralladoras parecidos a sonrisas forzadas. En los pueblos vascos conquistados abundaban el luto y los camiones de Auxilio Social, y algunos cines habían reanudado sus proyecciones.
A Burgos llegaron ya anochecido. En el hotel en que pararon, en el hall, antes de cenar, entablaron diálogo con otros periodistas que llevaban allí dos semanas intentando ser recibidos por el general Franco, sin conseguirlo. Dichos periodistas los desanimaron con respecto a su proyecto de visitar las cárceles. «En todas partes os dirán nanay. ¡Si por lo menos tuvieran una, arregladita y decente, para enseñarla a los turistas!». Tocante a los batallones de trabajadores, la misma historia. «Zona de guerra, prohibido el paso». Conocieron a un coronel finlandés, voluntario. En Finlandia había estudiado el idioma español y lo juzgó tan bello que se dijo: «Un país que se expresa tan bellamente no debe caer en manos de los comunistas». Había unos cuantos aviadores portugueses y un grupo de voluntarios procedentes de Irlanda, que llevaban en el pecho muchas medallas religiosas y que no se cansaban de oír por radio las gaitas gallegas. Fanny y Bolen resistían las gaitas gallegas dos minutos a lo sumo. «¿Crees que la Lubianka puede ser peor?».
Bolen le preguntó al coronel finlandés:
—¿Cree usted de veras que lo que hay en la otra zona es comunismo?
El coronel dio viveza a sus azules ojos y contestó:
—Supongo que todavía no. Pero lo será. No se preocupe. Conozco la táctica. No olvide que Finlandia tiene frontera con Rusia y que los rusos han invadido mi país exactamente veintidós veces. Si en alguna ocasión va usted a Rusia, comprenderá que su fuerza consiste en proceder sin prisa, por etapas.
—He estado en Rusia, mi coronel —replicó Bolen—. Y no opino lo que usted. Mi criterio es que lo que hay en la otra zona no encaja en ninguna definición, como no sea la ignorancia.
—¡Ya comprendo! —exclamó el coronel—. Usted es de los que se entretienen en matizar. Y mientras, Rusia se come cada día unas docenas de kilómetros cuadrados.
Era cierto. A Bolen le gustaba matizar. Por ejemplo, cuando Fanny le preguntaba: «¿Me quieres?», él se rascaba la ceja derecha y contestaba: «Sí, pero no te amo».
Salieron de Burgos en dirección a Salamanca, donde radicaba el Cuartel General. Muchos soldados hacían auto-stop en la carretera, señalando la dirección con el pulgar. En Quintanar del Puente admitieron a un par de ellos que hasta Valladolid no cesaron de cantar Yo tenía un camarada ni de hablar pestes de Inglaterra. Se empeñaron en enseñar a Fanny a liar los pitillos, pero Fanny los desalentó: «Es un sistema demasiado democrático», les dijo. Los dos soldados se miraron: «¿Qué le pasa a esta gachí?».
Siguieron rumbo a Salamanca. Ambos periodistas, pensando en que Unamuno vivió y murió allí, miraban el paisaje con ojos más personales. Bolen, que seguía conduciendo con guantes, recordó en voz alta una frase del escritor español: «Sólo los tontos pueden pensar todos del mismo modo y obedecer al mismo programa». Fanny comentó: «La frase no está mal y es aplicable igualmente a los católicos y a los ingleses».
En Salamanca, en el hotel donde pararon asistieron a una reunión de Prensa convocada por Aleramo Berti, en la que el delegado fascista italiano declaró, entre otras cosas:
«El Duce admira mucho al general Franco y ambos defienden la cultura occidental».
«El número de italianos combatientes en el Ejército del Generalísimo Franco es inferior al número de franceses y belgas combatientes en el Ejército de Negrín».
«España e Italia son naciones hermanas, a través de una voluntad común de autoridad y disciplina».
Al término de la reunión, todos los periodistas salieron a contemplar la hermosa Plaza Mayor de la ciudad, donde Bolen se interesó por conocer la actitud personal de Unamuno respecto de la guerra española. Un corresponsal portorriqueño, que llevaba una máquina de filmar, les dio su versión. Según él, al inicio de la guerra Unamuno se puso absolutamente de parte de los «nacionales», pero luego, en un acto público que se celebró en la propia Salamanca, tuvo un altercado con el general Millán Astray, fundador de la Legión, quien de pronto gritó: «¡Muera la inteligencia!». A partir de este grito, Unamuno se abstuvo de manifestar en público sus opiniones, hasta que, en diciembre de 1936, murió.
Fanny, aterrorizada, inquirió:
—Pero ¿cómo es posible que un general grite «Muera la inteligencia»?
—Parece ser —sugirió el corresponsal portorriqueño— que tradicionalmente los intelectuales españoles de valía han sido en su mayor parte izquierdistas, por lo que los militares miran ahora con gran desconfianza la letra impresa.
Bolen, al oír esto se rascó la barba y sentenció:
—Entiendo que dichos militares son inteligentes y demuestran saber dónde les aprieta el zapato.
¡Bueno! Estaban en Salamanca, Cuartel General, ombligo de la zona «rebelde». Enfermeras de casas ricas, oficiales golpeándose la rodilla con una caña de bambú… Y además, moros, legionarios, alemanes, italianos… Desde el mirador del hotel presenciaron el paso de una procesión. Más tarde, pasó un entierro. Chicas de la Sección Femenina, haciendo tintinear sus huchas, les pidieron un donativo para el «Aguinaldo del soldado». ¡Claro, se acercaba Navidad! Se despidieron gritando: «¡Arriba España!».
Raymond Bolen, de pronto, estalló:
—No lo puedo remediar —dijo—. Prefiero a los otros.
Así era. Raymond Bolen prefería a los «rojos», lo mismo que Fanny. Ambos serían muy capaces de justificar y de razonar sus preferencias; no obstante, comprendían que su adhesión procedía de algo más hondo que la dialéctica. Era una adhesión instintiva, como la que los irlandeses podían sentir por las gaitas gallegas. Estaban de parte de los «rojos» y deseaban su triunfo. Creían, con David y Olga, que a base de perseverancia el pueblo podía ser educado cívicamente y que, en cambio, jamás podrían serlo ni los obispos, ni los terratenientes, ni los jefes de Estado Mayor, ni Hitler, ni Mussolini. Hitler había escrito: «La mayoría jamás podrá substituir al hombre». En cambio, Mussolini había dicho: «La historia la han hecho siempre las grandes ciudades». Tales contradicciones eran graves en el cerebro de quienes pretendían redimir al alimón el mundo. «Que se contradigan los diabluchos de la FAI, no importa; pero que se contradigan quienes monopolizan el poder, es trágico».
Por otra parte, Fanny y Bolen estaban seguros de que Alemania e Italia no hacían más que probar en España su poderío a fin de lanzarse más tarde contra Francia e Inglaterra. «Prueban aquí las armas». Por eso les producía asfixia ver tantos Mussolini y tantos Hitler en los quioscos de Salamanca ¡y en el bar del hotel!
—No lo puedo remediar —repitió Bolen—. Soy de los otros.
Bien ¿y qué? Estaban allí para informar a su público, a través de la cadena de periódicos que insertaban sus crónicas. Cada noche Fanny y Raymond Bolen tecleaban en sus máquinas de escribir, estimulados por el tabaco y el whisky. Sabían que su público tenía una idea muy esquemática de la guerra española, a causa de prejuicios heredados y de la distante geografía. De modo que procuraban no complicarle la vida con sutilezas y darles una visión plástica de lo que ocurría.
Su propósito inicial era visitar Valladolid, Ávila, Toledo, los frentes del Sur, Badajoz, ¡saber lo que ocurrió en la plaza de toros de Badajoz! Granada, ¡saber cómo fue asesinado García Lorca!, y luego Sevilla y por último Zaragoza, próxima a la línea de fuego y plaza fundamental desde el punto de vista estratégico. Pero aconteció que España los hipnotizaba desde cada rincón. Cada pueblo, cada monumento, e incluso cada cuartel. Sobre todo en lo referente a Bolen, el verbo «hipnotizar» era exacto. Bolen consideraba que la guerra de España tendría trascendencia suma para el porvenir de Europa y aun del mundo habitado. «Así como las grandes transformaciones científicas —le decía a Fanny, entre dos besos— suelen producirse en pequeños laboratorios o en una modesta pizarra, del mismo modo las dos grandes y modernas concepciones de la vida se enfrentan en esta reducida plataforma que es España».
Fanny correspondía a los besos de Bolen, pero discrepaba de su teoría.
—No estoy convencida de que esto sea tan importante —replicaba—. Desde la Torre Eiffel el general Franco debe de verse pequeñito y desde el Building Empire State, de Nueva York, la batalla de Brunete nos parecería un juego de niños.
—Te equivocas, fiel colega. Ya van siendo trescientos mil los combatientes de cada bando y además el número no hace al caso. Lo que importa es saber quién vencerá.
Su próxima parada fue Ávila, donde evocaron el rumor según el cual «la mano de Santa Teresa guiaba a Franco en las batallas y lo inspiraba en los momentos difíciles». Lo que más los impresionó en Ávila fueron las campanas y la resonancia de sus propios pasos en la piedra y en las calles estrechas. Los cadetes de la Academia, de la que Mateo Santos acababa de salir con el nombramiento de alférez provisional, coloreaban con su presencia la ciudad.
De Ávila saltaron a Toledo, donde sacaron muchas fotografías. El Alcázar los impresionó «como impresionan los restos destrozados del enemigo victorioso». Bolen quería visitar la fábrica de armas, pero no obtuvieron el permiso necesario. En cambio, visitaron la Casa del Greco, la catedral, y contemplaron el Tajo hasta que, cansados de oír hablar de Moscardó y del Ángel de la fortaleza, pisaron el acelerador y siguieron hacia el Sur.
Rumbo a Cáceres y Badajoz, se extasiaron ante la variedad del paisaje extremeño. Había comarcas tan abandonadas y hostiles, que no les sorprendió que de ellas partieran tantos voluntarios para el descubrimiento de América. Pero las había tan grandiosas, que era lógico que dichos voluntarios enfermasen de añoranza. En Mérida, lugar particularmente afectado por «la limpieza» decretada en los primeros meses por Queipo de Llano, un camarero, al ver la matrícula extranjera del coche, se sinceró con ellos, asegurándoles que muchos campesinos se llegaban cada día a la frontera de Portugal y escupían en terreno portugués, como signo de protesta por la ayuda que Oliveira Salazar prestaba a Franco.
En Sevilla, las anécdotas relativas al general Queipo de Llano eran innumerables. Sin embargo, ninguna de ellas conseguía divertir lo más mínimo a la pareja, hasta que, en el hotel en que se hospedaban, el vigilante nocturno les contó que el general, al que dicho vigilante llamaba don Gonzalo, era verdaderamente popular en la ciudad y en la región, pues poseía el don de la originalidad y una indiscutible magia personal. «Claro que tiene enemigos: todas las familias afectadas por las llamadas “medidas de seguridad”. Pero por la calle lo siguen las mujeres, los niños y los soldados, y gran parte de la población repite sus frases e imita su manera de hablar».
Les hubiera gustado visitar Granada y Córdoba, pero se habían entretenido ya mucho y su principal objetivo era Zaragoza. Córdoba, porque, en opinión de varios de los colegas que encontraron en Salamanca, era con mucho la ciudad andaluza más seductora, sobre todo cuando la luna se escurría por sus paredes encaladas, y Granada, porque ansiaban conocer detalles sobre la muerte de García Lorca. Ahora bien, todo el mundo los desanimó al respecto. «El tema es tabú en Granada, nadie soltará una palabra». «Nadie sabe nada». El gerente del hotel dio como cierto que los guardias civiles que mataron al poeta ignoraban que se tratase de «un hombre tan eso, tan requeté-conocido». Pero acto seguido añadió: «De todos modos, ¡quién sabe!». En vista de ello, renunciaron a seguir en Andalucía y dando media vuelta tomaron la dirección de Zaragoza.
La capital aragonesa les pareció, de entrada, caótica, pero sin duda de la máxima utilidad, pues en ella se habían dado cita combatientes de todas las armas, desde chóferes del Parque Móvil, entre ellos Miguel Rosselló, hasta pilotos de bombardeo, entre ellos Jorge de Batlle. Zaragoza era, en resumen, una suerte de balance de la complicada máquina de guerrear, y les pareció muy natural que Durruti se obsesionara con tomarla al asalto. Fanny y Bolen visitaron varias veces el templo del Pilar, cuya arquitectura juzgaron horrible, comprobando que a cualquier hora del día en su interior avanzaba en fila india una multitud de fieles para besar la columna marmórea que sostenía la imagen de la Virgen, columna que aparecía ya desgastada por el roce de tantos labios. Alguien les dijo que en un bombardeo enemigo una bomba cayó en la acera del templo y que al rellenar el boquete se vio que la silueta tenía forma de cruz. Fanny y Bolen estuvieron contemplando esta cruz, que les pareció bastante perfecta. «Llega un momento —comentó Bolen— en que no sé si los idiotas son ellos o si lo soy yo».
Sí. Zaragoza fue para la pareja la piedra de toque, y sus calles y cafés constituyeron para sus profesionales ojos un documento válido. El Ebro bajaba fangoso. En un bar asistieron al singular reto de dos legionarios ya maduros, con cuatro ángulos en el antebrazo, que apostaban sobre quién se clavaría más palillos en las encías y en los intersticios de los dientes. En el altar del Santísimo de una iglesia muy concurrida, un cartel advertía a los visitantes: «Cuidado con los bolsos». Los limpiabotas vendían postales pornográficas, dotadas de movimiento, y los camareros, al recibir la propina, gritaban: «¡Bote!». De pronto sonaban las sirenas de alarma, y Bolen temía por su coche.
El ocho de diciembre, día de la Inmaculada, se disponían a cruzar por centésima vez el Paseo de la Independencia, cuando advirtieron que delante de una librería se había formado un ruedo de curiosos, pendientes de algo que ocurría en el centro. Los dos periodistas se acercaron al grupo, preparadas las máquinas de retratar. Cuando estuvieron a pocos metros, alguien les dijo:
—Un moro. Han matado a un moro. Llevaba un cinturón de orejas.
Fanny y Bolen se miraron, creyendo que se trataba de una broma de mal gusto. Sin embargo, se acercaron más y comprobaron que no había tal broma. En el suelo yacía, en efecto, un moro muerto, cuyo cinturón consistía en un alambre en el que había ensartado, agujereándolas por el centro, una retahíla de orejas. Orejas, según se decía, cortadas a los cadáveres «rojos» después de un combate en el sector de Huesca. Un teniente del Ejército se había dado cuenta de ello porque el moro se emborrachó e iba perdiendo la ropa, y sacándose la pistola lo dejó seco.
Fanny, horrorizada, huyó. Por el contrario, Bolen no se cansaba de sacar fotografías del teniente, de las orejas, del moro muerto y por último de la ambulancia, que llegó a toda prisa alborotando la ciudad.
No obstante, la euforia del periodista belga duró poco. Apenas Fanny se reintegró a su lado, y en el momento en que el moro penetraba horizontal y dulcemente en la parte trasera de la ambulancia, tres muchachos con uniforme de Falange se plantaron delante de Bolen y le rogaron que les entregara la máquina fotográfica. Su tono era tan enérgico, que Fanny se anticipó y descolgándose la suya del hombro se la entregó al falangista más próximo.
Bolen dudó. Seis ojos como seis flechas lo miraban. Por fin hizo una mueca y accedió:
—De acuerdo.
—Vengan con nosotros.
En comitiva se dirigieron a un local de Falange que había en la calle del Coso, donde ambos corresponsales fueron invitados a sentarse; Bolen, debajo de un retrato de Franco; Fanny, debajo de uno de José Antonio. A sentarse…, ¡hasta el día siguiente! Porque el revelado de las películas delató lo que los falangistas habían sospechado: todas eran imágenes de la España negra y siniestra, con sólo el respiro de unos olivos andaluces y de un par de perspectivas de la catedral de Toledo. Más tarde, las copias fueron implacables testimonios de la selección que Bolen y Fanny habían hecho. Niños descalzos, niños famélicos, viejas enlutadas que al andar casi lamían el suelo, ruinas, dos guardias civiles llevando esposado a un detenido…
—¿Cuánto tiempo llevan ustedes en España?
—Unos meses.
—¿En esta zona?
—Doce días.
—¿Y en doce días no han visto más que eso?
—Somos periodistas profesionales. No sabíamos que estuviera prohibido fotografiar mujeres y niños.
—Saben ustedes muy bien lo que he querido decir. Bueno, acomódense para pasar la noche, y en cuanto amanezca lárguense, y ¡arriba España!
Sin cenar, sin apenas dormir, «acomodados» toda la noche en el incómodo taburete, Bolen debajo de Franco, Fanny debajo de José Antonio. Fanny y Bolen se miraron centenares de veces, procurando conservar el humor. Los centinelas se iban turnando en la puerta. Todos eran muy jóvenes. Disponían de una gramola y obsequiaron a los dos periodistas con interminables sesiones de himnos.
Por fin, amaneció… Y la Falange zaragozana hizo honor a su palabra. A las seis y media de la mañana, Fanny y Bolen se encontraron libres, en la calle. La ciudad estaba desértica, excepto algún tranvía y unos cuantos camiones transportando tanques de gasolina. También se oían algunas campanas. Bolen se desperezó sin pudor y repitió, en broma:
—¡Arriba España!
Fanny pegó un puntapié a una lata vacía que, rebotando a capricho en el enlosado, se detuvo justo en una parada de autobuses. Cogidos de la cintura y besuqueándose se dirigieron al lugar donde la víspera habían aparcado el coche, delante de una tienda de comestibles. El coche seguía allí, pero a Bolen le pareció que era más bajito. Acariciándose la rubia y rizada barba se acercó y descubrió la razón: los cuatro neumáticos habían sido perforados. Además, la carrocería y los cristales estaban atestados de una sola palabra repetida: «Cabroncetes».
Los dos periodistas se miraron una vez más. Por fortuna, eran veteranos en estas lides.
—¿Qué opinas, Fanny?
—No sé, hijo. La palabra suena bien. Y si mal no recuerdo, mi querido policía particular, Julio García, la empleó en varias ocasiones refiriéndose a ti.
—¡Vaya! —exclamó Bolen—. Nada hay nuevo bajo el sol.
Decidieron seguir tomándolo todo a broma. Vieron pasar, corriendo, un soldado. Luego, los dos periodistas se colocaron uno enfrente del otro y saludaron con el brazo extendido.
—¡Viva Franco!
—¡Viva!
—¡Arriba España!
—¡Arribaaa…!
Bolen bajó, cansado, el brazo.
—Ahora, Fanny, repite conmigo, si quieres: «En España no hay niños pobres».
—No, señor, no los hay.
—Ni mujeres famélicas.
—No las hay.
—Ni cinturones de orejas.
—Tampoco los hay.
—En España no hay más que una pareja extranjera besándose en la calle a las siete de la mañana.
* * *
No todo acabó ahí. De regreso a Francia, dando por terminada su aventura en la España «nacional», en la frontera fueron cacheados escrupulosamente. «La Voz de Alerta», cansado de que «los extranjeros se la jugasen», había dado orden de desnudarlos a todos, sin contemplaciones, excepto a los diplomáticos. Bolen, desnudo, parecía un fauno, con su barbita rubia. Fanny era ya mayor; las carnes se le caían. Los registraron incluso la dentadura y los carabineros se miraron entre sí al advertir que lo único que los dos periodistas se llevaban de España era una colección de insignias de solapa —Bolen las coleccionaba— y dos pares de castañuelas.