Capítulo XXXIX

Cada vez que había alarma aérea, Carmen Elgazu se santiguaba y bajaba la escalera musitando las mismas jaculatorias que en caso de alteración meteorológica. Los aviones le parecían nubes y las bombas rayos. A veces le ocurría que al llegar al refugio, todavía componiéndose el moño, cesaba la alarma. En esos casos suspiraba con alivio, daba media vuelta y, mirando a derecha y a izquierda de la Rambla, por si veía a Matías o a Pilar, volvía sobre sus pasos y subía al piso. Un piso limpio y brillante, que olía a medias de seda, a jabón y a chocolate. ¡Oh, sí, ésos eran los obsequios que a su regreso de Francia —de Marsella, Niza y Montecarlo— doña Amparo Campo trajo para los Alvear! La esposa de Julio García, que gozó horrores en Marsella y más aún perdiendo en el Casino de Montecarlo todo cuanto llevaba encima, se acordó de sus amigos. «Las medias se las traigo, Carmen, por lo mucho que me gustaron en Niza las chicas italianas que allí había. El jabón, por lo sucio que juegan los hermanos Costa, ¡que andan haciendo espionaje con el notario Noguer! Y el chocolate, por lo bien, por lo requetebién que Julio habla el francés…».

—En cambio, yo sólo sabía decir merci y pardon… Pero ¡no os riáis! ¡Qué más da! La cuestión es que Julio fue muy amable llevándome con él en ese viaje y regalándome esta medallita. ¿Os gusta? Es el Sagrado Corazón. Yo creo que, a pesar de todo, Julio cuando se va solo me echa mucho de menos…

Piso limpio, con medias de seda, jabón y chocolate. Con mermelada casera en la despensa; con almidón para planchar; con viejo papel guardado, junto con las pieles de conejo, para vendérselo al trapero. Con estufa alimentada con serrín y un calendario en la pared representando, ¡año 1937!, un lago suizo entre montañas.

Cuando Matías hacia turno de día, Carmen Elgazu se pasaba muchas horas sola en el piso, puesto que Pilar seguía trabajando en Abastos. Pero no se aburría. Siempre había algo que hacer, y además estaban los recuerdos y los pensamientos. Los recuerdos abarcaban desde su infancia en el país vasco hasta la última palabra que le habían dirigido Matías o Pilar. Los pensamientos eran más vastos. Podían alcanzar zonas no vividas e incluso imaginar que la guerra no había estallado y que toda la familia, capitaneada por César, se iba a misa solemne, a la catedral. Cuando penetraba en una de esas felices galerías se daba buena maña para adornarla con detalles que compusieran un cuadro perfecto; así, por ejemplo, el día que asistía a esa misa solemne era el de Corpus; el cielo rezumaba sol; Pilar estrenaba un vestido; Matías, unos zapatos; y todo el mundo, al verlos tan unidos, los saludaba con afecto e incluso había quien tomaba ejemplo y hacía propósitos de enmienda.

Últimamente, el correo le trajo buenas noticias. La primera fue una de las postales que Ignacio, antes de marchar, le dio a Moncho para que las echara al buzón. En dicha postal el muchacho les anunciaba, entre líneas, que en aquel preciso instante se disponía a pasar a la otra zona. «Por fin me han concedido el permiso ansiado. Ahora mismo salgo, contento como podéis imaginar». La segunda buena noticia fue una carta de la abuela Mati, con matasellos de Biarritz, en la que la madre de Carmen Elgazu decía: «Muchas gracias por el libro. Está muy bien y nos ha gustado mucho». El «libro» era Ignacio y ello significaba que la tentativa de éste se había visto coronada por el éxito y que el muchacho se encontraba ya a salvo en la zona «nacional».

Nada podía hacer más feliz a Carmen Elgazu y al propio tiempo nada podía acongojarla más. A salvo, pero al otro lado del muro. A salvo, pero con un fusil apuntando en dirección a Gerona. Con un plato de aluminio colgando del cinturón y en la muñeca una chapa con un número. ¿Qué número le habría correspondido a Ignacio? ¡Entre tantos miles! ¡Si conociera el número! Podría llegar hasta él contando y vuelta a empezar… ¿Habría visto a Marta? ¿Y a Mateo? ¿Y a las familias de Burgos y de Bilbao? ¿Y a mosén Alberto? Espeso muro el de las trincheras. España sangraba. ¡Y en Gerona ignoraban todavía la muerte de Santiago Alvear! Carmen Elgazu, a menudo, miraba con celos el lago suizo del calendario, tranquilo entre montañas.

Carmen Elgazu se culpaba a si misma de egoísta. Al enterarse de que las hermanas Rosselló habían sido detenidas y encarceladas, se alegró de que Pilar no hubiera aceptado ingresar oficialmente en el Socorro Blanco. Al enterarse, por Julio García, de que don Emilio Santos estuvo detenido en la checa de la calle de Vallmajor y que gracias al policía había sido devuelto a la Cárcel Modelo, se alegró lo indecible, pero no permitió que Matías se desplazara a Barcelona para visitar a su amigo. «Por favor, Matías, me da miedo que subas a un tren. Le mandaremos por el recadero ropa y comida». Al enterarse de que los «rojos» preparaban una ofensiva en Teruel, únicamente pensó en Ignacio, a quien imaginaba incorporado al Ejército «nacional», vestido de caqui. «Señor, haced que no lo destinen a Teruel, que las balas lo respeten… Os prometo rezar cada día un rosario completo y no beber más que agua mientras dure la guerra».

Cuidaba del hogar. Con los papeles de goma utilizados para proteger los cristales silueteaba en éstos, ¡cruces!, y preciosos motivos que copiaba de un cuaderno con muestras de bordados. Compró flores artificiales y alegró con ellas la entrada del piso y el cuarto de Pilar. En el mercado de los sábados adquirió por un poco de dinero una maleta y dos paraguas que, según Matías, tenían el defecto de no abrirse, si bien Carmen Elgazu le demostró lo contrario, abriéndolos y depositándolos en el lecho del matrimonio. Por último, clasificó lo menos doscientas fotografías que guardaba en una caja de cartón, y con la ayuda de Pilar fue pegándolas en los álbumes, escribiendo debajo de cada una de ellas los nombres de los retratados, el lugar y la fecha.

De todos modos, en aquellos días consiguió algo más importante que lo relatado. En verdad, podía considerarse una gran victoria de Carmen Elgazu, puesto que costó Dios y ayuda que su marido cediera: Matías consintió en traerse a casa un niño refugiado, uno entre los muchos que había en Gerona.

De hecho, fue Olga la primera en proponérselo a Carmen Elgazu. Olga era la encargada de instalar a la creciente población infantil que invadía la ciudad. Había requisado para tal menester el convento de los Carmelitas y varios garajes, pero las necesidades la desbordaban, por lo que procuraba, como de costumbre, encontrar familias que hicieran lo que el Responsable: que se quedaran con un niño, o mejor aún, con una pareja. A Carmen Elgazu la encandiló diciéndole: «Tengo a cuarenta vascos… todos majos. Podrá usted elegir». El argumento fue satisfactorio. Ya Carmen Elgazu había visto a esos niños vascos, algunos de los cuales le recordaban a Ignacio cuando tenía su edad. «Matías —dijo—, es una obligación». «¡Déjate de obligaciones! ¿Con qué lo alimentaremos?». «Estrecharemos un poco más el cinturón». «¿Cinturón? No sabía que tú y Pilar llevaseis cinturón».

Matías sabía que las familias «fascistas» de Gerona no veían con muy buenos ojos la adopción de tales niños. Consideraban que, en cierto modo, era «colaborar con el enemigo». Pero Carmen Elgazu protestó contra semejante teoría. «Es una obra de caridad, nada más».

—Bueno ¿y por qué ha de ser vasco, vamos a ver? ¿Qué más da que sea valenciano o andaluz?

—¡Esto tiene gracia! —exclamó Carmen Elgazu—. ¿Por qué te decidiste tú por una mujer vasca? Sería por algo, ¿no?

* * *

Estaba allí, sentado en un rincón, rodeado de otros niños. En cierto modo estaban allí todos los niños del mundo. En seguida les llamó la atención porque era guapo, pese a los granos que perlaban sus labios y a su extrema delgadez. A su lado, en el suelo, había una boina que no se sabía si le pertenecía a él o no. El chico debía de tener nueve o diez años. La piel de su rapada cabeza era de un tinte ligeramente amoratado y de sus ojos emanaba un halo de sufrimiento escarlata. Estaba allí como una estatua conmemorativa de la guerra o como un bulto vomitado por un cañón. El local había sido garaje, olía aún a lubrificante y a manos negras. Una inscripción en la pared decía: «Se prohíbe fumar». Nadie fumaba en el garaje. Ni los niños —ochenta y siete— que había allí, ni los milicianos de guardia. Únicamente fumaba Matías, porque estaba nervioso. Le daba pena el espectáculo, el sufrimiento escarlata. Pena y al propio tiempo una alegría estremecida, puesto que en el piso de la Rambla habría otro varón. En seguida pensó: «Ése, el de los granos, el más guapo», Olga les hizo firmar un documento y poco después se llevaron al chico. Al levantarse éste observaron que se le caía el pantalón, torpemente atado con una cuerda. «Tendremos que comprarte un cinturón». El chico los siguió con mansedumbre. A Matías le inspiraba sumo respeto la criatura y no se atrevió a cogerlo de la mano. Carmen Elgazu, sí. Lo cogió de la mano e iba advirtiéndole: «Cuidado, que hay una piedra». «Por aquí, eso es». Le enseñaba a sortear ya las piedras de la vida. Cruzaron un puente —el niño miró a ambos lados— y bajando unos peldaños desembocaron en la Rambla. «Ya llegamos. ¿Ves aquel balcón? Allí es. Te gustará, ye verás». Un claro sol de diciembre permitía ver los poros de las fachadas y el vientre de cada balcón avanzaba con inusitado relieve. En el cielo, los campanarios; en la tierra, los pies de Matías, de Carmen Elgazu y de Eloy, el niño vasco refugiado, a punto de llegar a su destino.

Eloy, Eloy y nada más… Sus padres murieron en el bombardeo de Guernica dejándolo sin apellidos. Había nacido en aquella ciudad. No quedaba rastro ni tan sólo de la casa en que nació, ni siquiera del colegio en que aprendió a leer y a pintar de rojo la provincia de Gerona. Las fuerzas del mundo se habían confabulado para matar todo lo que él amaba, todo lo que le pertenecía, pero que no era él. Y sólo tenía nueve años. Únicamente a él le permitieron vivir.

Era el número veintisiete de la expedición. Desde que salieron de Bilbao, fue el número veintisiete. De toda su aventura recordaba eso: el Cantábrico, negro como el garaje, alborotado como Guernica, y el número veintisiete. Carmen Elgazu, mientras le lavaba de los pies a la cabeza le dijo: «Aquí, te llamarás Eloy».

A los pocos días Eloy salió de su cuarto con una manera de mirar casi normal. Entonces se vio que la idea de la adopción fue una idea feliz. Eloy saludó, «Buenos días», con una voz sin temblor. Se produjo como una súbita iluminación en la familia, familia asombrada por el hecho de que Dios les hubiera regalado una criatura viva, una criatura capaz de decirle a Pilar: «Si quieres, te ayudaré a peinarte» y a Carmen Elgazu: «Tengo hambre».

Ahí estaba: todos tenían hambre. Todos tenían hambre de la buena, de la mala, hambre de estómago, porque la comida escaseaba cada día más; y además tenían hambre de poder estar juntos y amarse.

Súbita iluminación. Pilar le dio lecciones de Geografía y de Gramática. Nada de Historia, porque la Historia sólo hablaba de guerras y a Eloy no le gustaban las guerras, pese a que una de ellas le permitió conocer a Pilar. Matías lo llevaba a veces consigo de paseo y le enseñaba los nombres de las cosas, especialmente de cosas del espíritu; y una tarde accedió a su ruego y lo llevó a Telégrafos, donde le dijo a Jaime: «¡Fíjate qué niño tan majo!». En cuanto a Carmen Elgazu, puede decirse que le entregó a Eloy un pedazo de su vida. A veces, mirando al chico, sonreía porque le recordaba a Ignacio y a César cuando tenían su edad; y a veces, mirándolo, lloraba por el mismo motivo. Le hacía gracia verle limpiarse los dientes él solito con un cepillo de color amarillo, transparente. Le hacía gracia encontrárselo en todas partes en el piso, como si hubiera veinte Eloys, y le conmovía, llegada la noche, acostarlo entre sábanas limpias y desearle que durmiera en paz.

Todo parecía ahora mejor o menos amargo. Gracias a Eloy, se producían en el piso insospechadas transformaciones. Un juego de la oca que yacía olvidado en un cajón, se convirtió en algo útil para Matías y Eloy. Junto a la caña de pescar del cabeza de familia apareció de pronto otra caña más pequeñita y de hilo más largo. El belén de la caja de corcho desapareció, no fuera Eloy a contárselo a alguien… Un diccionario vasco-castellano pasó a ser algo imprescindible para Matías y Pilar, pues cada dos por tres Carmen Elgazu y Eloy se liaban a hablar en vascuence: «¡Mira por dónde! —exclamaba Matías—. Antes sólo hablabas en vascuence cuando querías insultarme». El espejo del cuarto de Pilar, que durante meses sólo reflejó el rostro de la chica, ahora reflejaba el suyo y el de Eloy.

Una nube en la casa: cuando sonaban las sirenas de alarma, a Eloy le daba casi un ataque. «¡No, no!», gritaba, encogiéndose y tapándose la cara con las manos. Un rayo de sol: Eloy los ayudaba en mil pequeños menesteres, sacándoles brillo a los metales, llevando cestas a la cárcel y haciendo cola en tiendas y en la panadería. Otra nube: de pronto, Carmen Elgazu sintió remordimientos por haber elegido a Eloy porque era guapo. Sí, esta idea penetró en ella amargándola. Más lógico hubiera sido adoptar al más feo. ¡Santo Dios! Si las demás familias de Gerona hacían lo que ella y Matías, habría treinta o cuarenta niños guapos disfrutando de padres y de zapatos y guantes para afrontar el invierno, y en cambio quedarían allí, en el garaje, otros tantos niños feos tiritando.

Carmen Elgazu sintió remordimiento. Porque, además, era corriente que Eloy al salir se diera una vuelta por su antiguo barrio, sin otra explicación que ver el garaje en que estuvo, y he ahí que la presencia de Eloy, con su traje impecable, ¡y una boina azul ultramar!, despertaba en sus ex compañeros la envidia. Eloy no se daba cuenta y los saludaba agitando la mano; pero se abstenía de acercarse a ellos.

Matías salió al paso de los escrúpulos de su mujer. Le dijo que sumaban tantos millares los niños evacuados, que sería igualmente injusto que sólo fueran adoptados los feos.