Capítulo XXXVII

José Alvear estaba decidido a acompañar a Ignacio hasta las líneas «nacionales». A no ser por la batalla de Brunete, lo hubiera hecho en seguida, sin tardanza. Y si luego, terminada esta batalla, se retrasó aún una semana fue porque el estado de ánimo del capitán anarquista no era el más a propósito para llevar a cabo una acción en cualquier caso peligrosa. El primo de Ignacio, por segunda vez desde el inicio de la guerra, sintió resquebrajarse su seguridad: la primera fue con ocasión de la entrada de Franco en Toledo y en el Alcázar. Ahora se juntaban el descalabro de Brunete, la muerte de su padre, Santiago Alvear, la cíclica inestabilidad de Canela, que por aquellos días andaba acusándole «de estar más triste que un funeral» y el inicio de la descomposición interna de las Brigadas Internacionales, en las que tanto confió.

José Alvear no concebía que la guerra pudiera perderse. Para él, el anarquismo era biología y nada podría detenerlo. Ni siquiera lo alarmaron los sucesos de mayo en Barcelona; la FAI seguiría siendo la FAI, y la mirada del Responsable seguiría siendo de acero. Pero el drama de las Brigadas Internacionales le parecía de mal agüero. José Alvear había sido de los pocos anarquistas con caletre suficiente para reconocer que aquellos voluntarios, aunque encuadrados en la odiada disciplina comunista, cuando la batalla de Madrid llegaron con milagrosa oportunidad. «Eso no se puede negar». De ahí que, si bien personalmente anduvo con ellos a puñetazo limpio en más de una ocasión, por dentro le inspiraban respeto. Ahora, pues, le dolía que a raíz de la derrota de Brunete se los sometiera a un régimen de esclavitud; que a la menor falta se los mandara a batallones disciplinarios o a campos «de concentración», uno de los cuales, el de Júcar, a cuarenta kilómetros de Albacete, le había puesto al capitán Culebra la carne de gallina; que ningún consulado ni Embajada pudiera ampararlos, en caso de enfermedad o atropello, por haber sido despojados del pasaporte; que estuvieran, en fin, a merced del caprichoso André Marty o de cualquier jefe cobarde. Por añadidura, el doctor Rosselló le comunicó a José Alvear que una epidemia de paperas había afectado a varios de sus batallones.

El capitán Alvear estaba de mal humor y cuando se dirigió al Hospital Pasteur a darle a Ignacio la maravillosa noticia —«anda, prepárate, que nos largamos ahora mismo»— el muchacho caminaba por Madrid como un sonámbulo, pisando las letras UHP de las aceras y abriéndose paso entre las colas como orugas que había aquí y allá, donde las mujeres andaban a la greña y se picaban las crestas. El hecho de que el Hospital Pasteur correspondiera precisamente a las Brigadas Internacionales le resultaba molesto. «Ignacio y sus compinches habrán hecho ahí de las suyas. En vez de vitaminas o calcio, habrán llenado las jeringas de lejía o algo peor».

Por suerte, José Alvear disfrutaba de una insobornable capacidad de reacción. Apenas se encontró en la celda de Ignacio y de Moncho, frente por frente a su primo, que lo miraba con el alma prendida de un hilo, sonrió. Se reía de sí mismo. «¡Pasando un fascista a los nacionales! ¡Lo que faltaba! ¡La repanocha!».

Ignacio estaba encogido con adulación y su bata blanca despedía destellos.

—Empezaba a desconfiar.

—No me conoces.

José Alvear quería aparentar que seguía siendo el mismo. Echó una ojeada a la habitación, y al ver en la mesilla de noche el reloj de arena de Moncho, preguntó:

—¿Tuyo el chismecito?

—No. Es del amigo de que te hablé.

—Ya…

Ignacio se levantó.

—¿Dices que ahora mismo?

—Sí.

Ignacio se quedó inmóvil un momento.

—Dime una cosa. ¿Qué es lo que te ha decidido a ayudarme?

—He pensado que tú lo harías por mí. —Dicho esto, José sonrió, al tiempo que levantaba el índice y lo movía en signo negativo, agregando—: Nada de esto. Te prefiero al otro lado, ¿comprendes?

—No, no comprendo —respondió Ignacio.

—Es fácil. Allá te darán un fusil y… ¿a ver las manos?, eso es, no creo que saques de él gran partido. En cambio, aquí, en el Hospital…

Ignacio se recobró.

—He cumplido con mi deber.

—Me alegro.

Bajo el gorro de capitán, los ojos de José Alvear eran tan negros como sus uñas. Ignacio optó por no embrollar la situación.

—Te agradezco lo que haces.

—¿Eh? No mientas. Ya no sabemos ni agradecer.

Ignacio se pasó la mano por la frente. Le pidió a José cinco minutos para dar un recado y salió del cuarto. Buscó a Moncho y lo localizó afeitándose. En dos palabras lo puso al corriente y Moncho, sin dejar de afeitarse, sonrió con amargura.

—¿Por qué no tendré yo también un primo dinamitero?

Ignacio le dijo:

—Te espero, Moncho… Estoy seguro de que encontrarás la manera.

—¡Claro que la encontraré! Antes de una semana estoy contigo.

—Me duele horrores dejarte.

—No te preocupes. Y que tengas suerte…

Ignacio miró a Moncho en el fondo del espejo.

—No olvides las señas de Marta, en Valladolid…

—No las olvidaré.

—Toma. ¿Echarás estas postales al correo?

—Naturalmente.

Ignacio le puso una mano en el hombro.

—Adiós, Moncho.

—Adiós.

Ignacio se separó de su amigo y regresó a su cuarto. Los largos pasillos blancos le parecían laberintos que querían retenerlo. ¡A la España «nacional»! Cruzó la sala del Negus, que estaba durmiendo. Varios enfermeros lo saludaron afectuosamente. «¡Eh, catalán!».

Ignacio se detuvo un momento y miró una por una las camas.

Au revoir!

José le esperaba en el cuarto, absorto ante los mapas anatómicos de Moncho.

—¿Es médico tu amigo?

—Ya te lo dije. Es anestesista.

Ignacio cogió dos pañuelos y tabaco. Tenía miedo. Le invadía un miedo de color verde.

—¿Me llevo algo…?

—La pistola.

—No tengo pistola.

—¡Vaya! —José miró a su alrededor—. Cuanto más ligero, mejor.

* * *

La costumbre era pasarse en plena noche o al despertar el día, cuando la torpeza de la luz amodorraba la mira de los centinelas y el paisaje. Pero José decidió lo contrario. Decidió pasar a Ignacio a última hora de la tarde. Ello los obligó a acelerar la marcha en dirección al barrio de Usera, que era el que José conocía mejor. Subieron a un tranvía y al apearse en la parada que les correspondía, una espesa alfombra de cáscaras de cacahuetes crujió bajo sus pies.

Cuando el sol empezó a declinar se encontraban tras unos sacos terreros, en el fondo de una trinchera abandonada. José se había presentado al jefe del sector, un hombre menudo y de piernas combadas, habló con él un momento y el jefe se despidió de él y de Ignacio diciendo: «¡Salud!». José llevaba, ocultos, unos pequeños prismáticos. Los sacó y miró el terreno de enfrente, mientras Ignacio, siguiendo instrucciones de Moncho, se llevaba a la boca terrones de azúcar.

En un momento dado se les acercó un miliciano y cuadrándose ante José le preguntó:

—¿Deseas algo?

—Nada —contestó el capitán Alvear—. Puedes irte.

Otra espera. Ignacio tenía frío y se oían disparos sueltos. A la media hora escasa, José ordenó:

—¡Hale, andando! Es el momento. —Y penetró por un túnel de cemento que se abría a su izquierda, en el interior del cual encendió una lámpara de bolsillo.

Ignacio penetró agachado en la galería, sin atreverse a santiguarse. No veía más que la negrísima espalda de José. Se despedía de todo un mundo e iba a irrumpir en otro nuevo. Toda la guerra, Gerona y sus veinte años intensos se le agolpaban en las sienes. Su primo carraspeaba de vez en cuando y cada vez que tropezaba con una piedra barbotaba: «¿Por qué tendrá uno familia?».

Les bastó con andar un cuarto de hora. Apareció a su derecha un boquete, por el que José asomó la cabeza. «Libre», dijo. José salió y detrás de él salió Ignacio. El crepúsculo era lento y triste. Noviembre se había convertido en lentitud. A pocos metros, restos de un tanque francés.

—Tierra de nadie —aclaró José—. Detrás de esa loma… están los tuyos.

El corazón de Ignacio golpeó.

—¿Tan cerca?

—Casi pueden oírnos. —José miró a Ignacio—. Yo me quedo aquí. Tú sigue, sigue agachado, siempre a la sombra. Cuando llegues a aquel recodo, te paras y llamas a la guardia diciendo que te pasas.

—¿Qué guardia?

—¿Cuál va a ser? A los moros, que están de centinela.

—Ya.

José se pasó la mano por la cara.

—Cuando llames, levanta los dos brazos, ¿entiendes? Para que vean que no llevas arma.

Ignacio asintió.

—¿He de cruzar terreno batido?

—Sólo unos metros. Pero tendrás suerte.

Ignacio se volvió hacia su primo. Ignacio llevaba uniforme con brazal de Sanidad. Había perdido el gorro no sabía dónde.

—Gracias, José. Que Dios te proteja.

—¡Bah!

Ignacio le ofreció la mano. José se la estrechó, pero parecía impacientarse.

—¡Hale, hasta la vista! Clava el tacón.

Ignacio le dio la espalda y echó a andar. Clavaba el tacón, pero pese a ello resbalaba por la ladera. De vez en cuando se volvía y veía a José impávido, en la boca del túnel. «Que Dios te proteja», repitió para sí.

Un cuarto de hora después el vértigo de Ignacio había llegado al paroxismo. Se encontraba rodeado de moros, que al hablar emitían extraños chillidos y que lo amenazaban con la culata del fusil. El muchacho había gritado: «¡Que me paso!», y a la vista del centinela había avanzado con los brazos en alto, en forma de cuernos de caracol. Pero de pronto los moros se apelotonaron esperándolo y armando ruido como el primer día del Ramadán. Lo llamaban «rojo» y parecía que iban a disparar.

Ignacio, cortada la respiración, siguió avanzando y, una vez franqueada la alambrada, multitud de manos morenas cayeron sobre él cacheándolo.

—¡Rojo! ¡Rojo!

Uno de los moros sostenía el carnet de Ignacio, de la UGT, y le daba vueltas sin parar.

—¡Soy de los vuestros! ¡Me he pasado! ¡Me he pasado!

Le dieron un culatazo e Ignacio se volvió estupefacto. Jamás hubiera imaginado semejante recibimiento.

—¡Rojo! ¡Rojo!

¿Hasta cuándo duraría la zarabanda?

Duró hasta que se presentó un alférez del Ejército, con uniforme impecable, y sorprendentemente joven. Se parecía un poco a Octavio, el falangista de Gerona.

—¿Qué es eso, qué ocurre?

Ignacio le miró suplicante.

—Acabo de pasarme.

Un moro tendió al oficial el carnet de Ignacio. «Veinte años, empleado de Banca, soltero, UGT».

—¿Eras de la UGT?

—Era obligatorio sindicarse.

—¿Por qué te pasas?

—Yo… —Ignacio no sabía qué decir—. Es que… —Le dolía exhibir sus heridas—. Me mataron un hermano.

—¿Dónde?

—En Gerona.

—¿Cómo se llamaba?

—César. —Ignacio añadió—: Era seminarista.

El oficial cabeceó.

—¿Hay en esta zona alguien que pueda garantizarte? ¿Conoces aquí a alguien?

—Sí. En Valladolid. En Valladolid vive mi novia con su madre, viuda del comandante Martínez de Soria.

—¿Y el comandante?

—Fue el jefe de la sublevación en Gerona. Los rojos lo han fusilado.

—Ya… —El oficial dulcificó su semblante—. Vente conmigo.

Unos minutos después Ignacio se encontraba en un barracón de madera alumbrado por un petromax, rodeado de gorros estrellados.

Ignacio fue presentado al comandante del sector, quien le pidió las señas de Valladolid.

—Filipinos, once —dijo Ignacio.

—Cursaremos un telegrama y esperaremos respuesta.

Al oír la palabra telegrama, Ignacio sonrió.

Le sirvieron café, que le supo a gloria. Los oficiales exhibían amplios capotes. Ignacio quería ser feliz y no lo conseguía. «Los militares garantizan el orden», le había dicho Moncho. ¿Sería ello cierto?

El comandante se quedó a solas con él y le interrogó sobre su persona y sobre la zona «roja». Ignacio le contó que estuvo en el Hospital Pasteur.

—¿Estudias Medicina?

—Nada de eso. Me enchufé allí.

—¡Ah, claro! —El comandante añadió—: Un caos terrible todo aquello, ¿no?

Ignacio lo miró.

—¿Un caos…? El hospital, no. Al contrario. El médico director es un gran cirujano.

El comandante hizo un mohín.

—Ya… —Luego añadió—: ¿Y qué tal les ha sentado la derrota del Norte?

Ignacio contestó:

—Desde luego ha sido un golpe.

—¿Nada más que eso?

—Pues, no sé… Creo que preparan una gran ofensiva.

Ignacio se dio cuenta en seguida de que aquel hombre no tenía la menor idea de lo que era la zona «roja». Y lo más probable es que les ocurriera lo mismo al resto de los oficiales. Eran dos mundos separados por un tajo brutal, y en los meses transcurridos cada bando se había formado una cómoda imagen del bando opuesto.

—Los internacionales… unos bestias. ¡Supongo! —apuntó el comandante.

Ignacio no sabía mentir.

—Los hay bestias, sí, señor… Pero en mi hospital, por ejemplo…

El jefe miró de nuevo a Ignacio.

—¿Tampoco esta vez he hecho diana?

—Esta vez, sí, señor —admitió Ignacio.

El muchacho tiritaba y el cabo furriel trajo para él un flamante capote gris, sin mangas, con el que Ignacio se cubrió emocionadamente, pues en cierto modo la prenda sepultaba toda su vida anterior.

—A la orden —dijo. Y el cabo furriel le hizo un guiño amistoso y se fue.

El telegrama de Valladolid llegó a las dos horas escasas e Ignacio escuchó muy pronto la voz liberadora.

—Todo en regla. Te daremos un pase y cuando quieras podrás irte a Valladolid. Allí te presentarás al cuartel.

—¡Muchas gracias! ¿Me devuelven el carnet de la UGT? Será un recuerdo.

—Toma.

¡Libre, libre para ir en busca de Marta! Una hora después, salía hacia Ávila en un camión del Parque Móvil. Allá en lo alto se estaba preparando una gran luna de color monjil. El chófer del camión, después de tragarse un bocadillo, se puso a cantar: «La Cucaracha, la cucaracha…». Ignacio recordó… Y, repentinamente excitado, contestó: «¡… ya no puede caminar, porque le falta, porque le falta la patita de detrás!».

Una gran carcajada a dúo rubricó el último verso en la cabina del camión, mientras fuera el paisaje soñaba que era eterno.

* * *

Ignacio pernoctó en Ávila y al día siguiente se dirigió a Valladolid por ferrocarril. El tren repetía: «Marta, Marta…». A veces, Ignacio intercalaba «te quiero». Iba mirando en torno suyo con jubilosa expectación. Había comprado un periódico. ¡Qué raro el formato, los tipos de letra, los titulares! De pronto, ¡un alemán! Subió al tren un soldado alemán, de mejillas sonrosadas. Los pasajeros lo observaban con disimulo y él procuraba no molestar. La cruz gamada relucía en su pecho. Ignacio le envidió las recias botas que llevaba.

El paisaje que los circundaba era muy distinto del equilibrado de la provincia de Gerona. Se acordó de una definición leída en alguna parte: «Castilla es la naturaleza en construcción». ¡Si alguien le hubiera dicho que en Ávila, donde durmió, se encontraba Mateo haciendo los cursillos de alférez! Mateo debía de gozar lo suyo con aquellos colores, con aquellas banderas…

Llegados a Valladolid, Ignacio se apeó y a los pocos minutos pulsaba el timbre del piso en que residía la familia Martínez de Soria. El edificio, severo y exacto, hacía presentir la cercanía de Marta… Y no obstante, Marta estaba lejos… Marta no estaba ni siquiera en España. Ésa fue la sorpresa que Ignacio se llevó y que lo dejó sin palabra. La madre de la chica, que acudió en persona a abrir la puerta, intentó por todos los medios hacer entrar en razón al muchacho. Marta se encontraba en Alemania… Había salido hacía una semana, formaba parte de una delegación de la Sección Femenina. Unas chicas alemanas del Partido las habían invitado y…

—¿Quién iba a suponer? Al recibir tu telegrama me dije…

—Pero ¿qué diablos se le ha perdido en Alemania?

—¡Comprende, Ignacio, que es una torpe coincidencia!

Costó Dios y ayuda calmar a Ignacio. El tacto de la viuda del comandante lo consiguió; el tacto y la certeza de que un cable había sido ya enviado a Berlín. Ignacio, desconcertado, iba asintiendo a los informes que la madre de Marta le daba referentes al piso. «Aquí trabajaba el comandante». «Aquí nació José Luis». «Allí está el mirador». Y Marta, ¿dónde estaba? Sin embargo, Ignacio, en un momento determinado, miró sin encono a aquella mujer enlutada que le hacía los honores de la casa y tuvo que admitir que por aquellas paredes se deslizaban gotas de ternura.

—Te quedas a almorzar conmigo.

—De acuerdo. Muchas gracias.

Vencida la intransigencia. ¡Mesa familiar, manteles parecidos a los del piso de la Rambla! El Hospital Pasteur quedaba lejos… Una sirvienta se acercó con un puchero humeante. «¡Hum!».

—Dime: ¿qué has hecho desde que nos marchamos, desde que te dejamos plantado? ¿Y cómo has conseguido pasar? ¿Y en tu casa?

Ignacio fue contestando por orden, orden que le ayudó a vencer su desconcierto.

Luego le correspondió a él hacer preguntas. Y se hubiera dicho que cada respuesta era una bengala de fantasía. Miguel Rosselló andaba por Madrid dedicado al espionaje. Jorge Batlle volaba entre las nubes, eludiendo los cazas rusos. José Luis se disponía a ser juez. «Si haces rabiar a Marta, te condenará a treinta años y un día». De los hermanos Estrada, el menor navegaba en el Baleares; el mayor se salvó de milagro en Belchite. Mateo saldría alférez muy pronto. «Lo que son las cosas, tendrás que cuadrarte ante él».

—¿Y «La Voz de Alerta»? ¿Qué ha sido de «La Voz de Alerta»?

—¡Uf, en San Sebastián, hecho un potentado! Servicio de Información… ¡Psst! No se lo digas a nadie.

—¿Y mosén Alberto, el bueno de mosén Alberto?

—También en San Sebastián, supongo que esperando tu visita… Ignacio se rió. La madre de Marta era una señora, había resuelto perfectamente la situación.

—Te agradezco que estés aquí, Ignacio. Confieso que no estaba segura de que te pasases. —A Ignacio se le humedecieron los ojos—. Y tal vez no lo creas, pero hoy ha sido la primera vez que me he reído desde que empezó la guerra. —Le tendió la mano por encima de la mesa, e Ignacio, dulcemente cohibido, correspondió—. Además, ¡Marta te quiere tanto! Cuando esto termine… ¡Oh, Señor! Dios quiera que sea pronto.

Ignacio retiró la mano y con la servilleta se secó los labios.

—Prométeme una cosa, Ignacio.

—¿Cuál?

—Prométeme que harás feliz a mi hija… ¡Necesito tanto creer en la felicidad! ¿Me comprendes? Querría que todo el mundo fuera feliz.

La viuda del comandante Martínez de Soria estalló en sollozos.

* * *

Al día siguiente, Ignacio se presentó en el cuartel, donde consiguió un permiso de una semana. Envió un telegrama a Mateo y otro a Bilbao, a la abuela Mati. Hecho esto, entró en una iglesia. ¡Qué raro se le hizo comprobar que ésta no era un almacén! Y oír misa y ver que las mujeres se arrodillaban sin miedo y que se ponían brazos en cruz.

Luego se dirigió a la estación. Le había prometido a su padre que haría sin tardanza un viaje a Burgos y aprovechaba la ausencia de Marta para cumplir con su palabra. En el tren —otro alemán en su coche, fumando en pipa— iba pensando que de toda su familia paterna no había conocido sino a José. Su tío Santiago había muerto en Madrid sin que él le hubiera estrechado nunca la mano. Ahora su tío de Burgos… ¿Les habría ocurrido algo? UGT. La chica, su prima, llamada Paz y el chico, Manuel. Paz Alvear. ¡Qué extraño! Tan extraño como viajar en un tren presidido por los retratos de Franco y de José Antonio. Tan extraño como vestir un traje azul propiedad de José Luis Martínez de Soria y calzar unas botas propiedad del comandante…

Calle de la Piedra, 12, Burgos. Al otro lado de los cristales, otra vez Castilla, aterida bajo un cielo nublado de noviembre. Castilla, «naturaleza en construcción». En una estación alguien cantaba:

Los requetés de España

cuando van a pelear

le rezan siempre una salve

a la Virgen del Pilar.

Llegado a Burgos, el muchacho dio sin dificultad con el edificio buscado. En el camino pasó delante de Correos y Telégrafos. Todas las escaleras de la calle de la Piedra eran oscuras y la del número doce no era una excepción. Empezó a subir y la barandilla se le pegó a la mano, al igual que la de Madrid, la que conducía al piso de José. «Es una casa triste». «Toda la familia de mi padre ha vivido siempre en casas tristes».

Pulsó el timbre y esperó. A poco la puerta se entreabrió y apareció el seco rostro de una mujer.

—¿Qué desea?

—Me llamo Ignacio. Soy Ignacio, de Gerona…

¡Vive Dios, se hubiera dicho que la mujer iba a cerrar la puerta con estrépito! Cuando menos, ésta fue sin duda su primera intención. Por fortuna, rectificó en el acto y, poco a poco, la puerta fue abriéndose, al tiempo que se encendía la luz del vestíbulo.

—¿Has dicho Ignacio, de Gerona?

—Exactamente. Ignacio Alvear.

Ignacio no tenía idea de lo que iba a ocurrir, si «su tía», a la que reconoció en seguida por las fotografías, se lanzaría a su cuello abrazándolo o si lo recibiría con hostilidad. Ni lo uno ni lo otro. Expectante, la madre de Paz Alvear, lo invitó a pasar. «Pasa…».

Cerróse la puerta tras ellos… Y en breve Ignacio se encontró sentado en el comedor, frente a dos mujeres que le miraban con los ojos cansados de sufrir.

El piso olía a familia mutilada. Las paredes goteaban esto, mutilación, y se hubiera dicho que por el aire silbaban tres letras: U, G, T… «Lo que estás pensando es cierto». ¡Claro que lo era! «¡En esta casa ha habido un muerto!». ¿Y el niño, Manuel? Manuel estaba en el campo con unos parientes.

Ignacio no acertaba a respirar. Ignacio se temía que su tío estuviera en la cárcel pero no en el cementerio. Así, pues, su padre Matías, se había quedado sin hermanos. «¡En esta casa ha habido un muerto!». Lo que moría en la guerra civil era esto, era la hermandad.

Ignacio sintió como si su cuerpo intruso ocupara la habitación. Por otra parte, su prima Paz era Alvear…, era Alvear de los pies a la cabeza. Se parecía enormemente a José, en el pelo, brillante, que ya le había crecido, en los pómulos y en la longitud de los brazos. Se parecía a él mismo cuando era niño.

—No sé qué decir. Yo…

Extraña comprobación la de Ignacio; le dolía la incómoda situación, pero no la muerte. Le dolía la soledad de las dos mujeres, pero no la desaparición de su tío, al que no conoció.

—También a nosotros, en Gerona, nos mataron a César.

Se oyó un chillido. Un chillido desesperado, que brotó al mismo tiempo de las gargantas de las dos mujeres. Sin embargo, tampoco éstas sintieron pena por César… Les dolió el hecho y la pena de Ignacio, pero tampoco conocieron a César.

—No sé qué decirte, Ignacio…

Fue un forcejeo lancinante. Se hubiera dicho que cada cual defendía con ahínco su muerto, que lo exhibía como una antorcha al objeto de eclipsar al rival. Ignacio, que no se atrevía a fumar, escuchaba el relato de las dos mujeres como quien contempla la construcción de una casa que no ha de tener más que un piso. En cambio, lo ocurrido con César tenía para él pisos innumerables y su remate era un torreón del que colgaban las orejas del seminarista como si fueran campanas. Por su parte, Paz y su madre escuchaban a Ignacio con la torturada disciplina de quien posee una baza escondida, que no está decidido a utilizar. La baza escondida era Venancio. Los muertos habidos en aquel piso eran dos, el padre y Venancio, su más íntimo amigo, fusilado la víspera, al término de una gallarda resistencia en los interrogatorios.

Lancinante forcejeo, que duró dos horas, quizá tres, a lo largo de la comida —Ignacio se quedó en la casa en calidad de invitado— y de la sobremesa. Las dos mujeres pusieron a Ignacio al corriente de la situación general. Le hablaron del despotismo de los militares y de la chulería de los falangistas; de las cabezas rapadas y del aceite de ricino; de la obligada incorporación al Ejército de los hijos de los fusilados cuya quinta era llamada. Le hablaron de Mateo, que se presentó a verlas llevando camisa azul y del que no habían sabido nada más… Le hablaron de los frailes de la Cartuja de Miraflores que habían suplicado mil veces: «Basta ya, basta ya de asesinatos». Ignacio, sin reaccionar… El muchacho comprobó esto con violenta perplejidad. Quería sentir piedad y no lo conseguía. Pensaba en Cosme Vila, en el Responsable, en el 19 de julio en Gerona, en Gascón el conserje… y tales recuerdos sepultaban su pesar. Peor aún, se iba sintiendo piedra cada vez más dura. De piedra las manos, el tórax y la cabeza. Las balas de que las mujeres hablaban rebotaban en él como las pelotas en el Frontón Chiqui. Las personas que ellas citaban pertenecían «al otro bando»; no eran, pues, personas en el sentido natural.

Ignacio optó por no replicar con su catálogo de ferocidades. ¿Para qué? Se interesó por la situación económica en que vivían las dos mujeres. Paz vendía tabaco, cerillas y chicles por los cafés, y su madre lavaba ropa a domicilio.

—En casa de militares, naturalmente… Cada, semana, aquí donde me ves, lavo montañas de calzoncillos de capitán y de coronel.

—¿Qué podría hacer por vosotras?

—Nada —dijo la madre.

—Irte al frente a disparar —dijo la hija.

Ignacio miró a su prima con ternura. Por un momento le pareció que veía a Pilar. Ésta y Carmen Elgazu reaccionarían lo mismo si José Alvear las visitara en Gerona.

—¿No podría hacer algo por ti, Paz? ¿Crees que eso de vender tabaco…?

—Ya te lo he dicho: al frente y disparar. Porque te irás al frente, ¿no?

Ignacio meditó un momento y asintió.

—Pero perderéis la guerra —afirmó Paz, como vomitando—. ¡Lo juro por eso, mira! —Y cruzó los dedos y los besó.

Ignacio se levantó con calma. Miró a las dos mujeres.

—Esta guerra la perderemos todos —dijo en voz baja—. Si no la hemos perdido ya…

* * *

De regreso a Valladolid, en un tren mucho más lento que los eléctricos que manejaba don Anselmo Ichaso, Ignacio recordó a su familia de Gerona y recordándola se quedó con la mano levantada sosteniendo el cigarrillo. Luego se concentró en el cigarrillo. Le gustaba fumar. Sopló la ceniza, que se esparció sobre el pantalón azul propiedad de José Luis Martínez de Soria. Luego pensó en las cosas que había vivido en las últimas cuarenta y ocho horas, tan diversas como hojas de árbol. Él era el árbol, a veces desnudo, a veces exuberante, con algún que otro rayo que de tarde en tarde lo partía por la mitad. ¡Intensidad de aquel piso de la calle de la Piedra! «Tabaco, hay tabaco…». Paz se mostraba dura y con razón. A Ignacio le costaba esfuerzo decirse: «Es mi prima». Paz había conocido muy pronto la ley del más fuerte y, de seguir profiriendo juramentos, antes de cumplir los veinte años se encontraría con que sus ojos concentraban en sí todo lo desagradable de las familias Alvear.

Llegado a Valladolid, ya anochecido, Ignacio cenó y durmió doce horas de un tirón, soñando que era trapecista en un circo y que daba saltos mortales a veinte metros del suelo. Y luego se dispuso a esperar el regreso de Marta. La madre de ésta le prometió intervenir en su favor para que en la Caja de Reclutas le permitieran elegir arma. Porque Ignacio iba, a este respecto, a la deriva. No se imaginaba en Infantería, con un fusil. ¿Qué haría con un fusil el hijo de Matías Alvear? Disparar le sería más difícil de lo que Paz podía suponer. ¡Pero tampoco se imaginaba en Artillería, disparando con un cañón! Ignacio no concebía matar ni en el aire ni en el agua, ni en la tierra hermosa, hermosa incluso en noviembre. Con Moncho habían hablado sobre el particular y Moncho le sugirió alistarse en un Batallón de Montaña que, según oyó por radio, se limitaba a montar guardia en la frontera, en los Pirineos. ¡Pero Moncho se quedó en Madrid! Aunque Ignacio tenía la seguridad de que a no tardar recibiría el aviso de que también se había pasado.

A todo esto, Marta llegó. Llegó de Berlín, en compañía de María Victoria y de otras cuatro camaradas de la Sección Femenina. Al pulsar el timbre de la puerta, a la muchacha le dio en el corazón que había novedad, y la hubo. Ignacio en persona acudió a abrir, de modo que Marta se encontró frente a frente de aquel rostro amado y juvenil en el que un año y medio de guerra había impreso una huella de dignidad.

—¡No…! —gritó Marta, tirando al aire su boina roja.

—¡Sí…! —exclamó Ignacio.

Marta deslizó hasta el suelo la mochila que le colgaba de la espalda y los muchachos se abrazaron. La madre apareció en el pasillo, y los observó en silencio.

—¡Ignacio, querido…!

—Ya lo ves…

—¡El telegrama me hizo feliz!

—Temí que no lo recibieras.

—¿Estás bien?

—Lo estoy… ¿No se nota?

—¡Oh, madre, qué contenta estoy! ¿No te dije que Ignacio vendría? —Marta se desligó de Ignacio y acercándose a su madre la abrazó con efusión, mientras Ignacio recogía del suelo la boina roja y cuidaba de entrar en el piso la mochila que Marta dejó fuera, sobre el limpiabarros.

Cerrada la puerta, venció la intimidad. Los tres se interrogaban con la mirada.

—Anda, vamos al comedor.

Marta cogió del brazo a Ignacio y anduvo todo el trayecto del pasillo con la cabeza inclinada en el hombro del muchacho.

—Cuéntame. ¿Por dónde te pasaste?

—Por Madrid.

Llegados al comedor, Marta se separó un momento.

—¡Qué barbaridad! Estás guapísimo.

—Sobre todo, con el traje de tu hermano…

—¡Es verdad! De José Luis…

Tomaron asiento.

—En toda Alemania no hay un hombre como tú. —Y dirigiéndose a su madre—: Ni una madre como tú…

Marta llegaba eufórica. Ignacio la comparó con Paz Alvear. Luego, con Ana María. También a Marta el año y medio de guerra le había conferido dignidad. Pero el nuevo peinado que había elegido, probablemente a causa de la boina, era menos gracioso que el flequillo que llevaba en Gerona. Además, el uniforme de Falange la despersonalizaba un poco. Con todo, era elegante, Marta sería siempre elegante y sus ojos seguían clavándose en las personas como los de un niño solitario.

Ignacio se dio cuenta de que la muchacha llevaba un anillo con la cruz gamada.

—¿Te casas con Goering?

Marta se tocó el anillo como si fuera a quitárselo.

—Fue un regalo en serie. Ya me lo quitaré.

La sirvienta preparó la merienda en el mirador. Llegaban de la calle las notas de una banda de música. «Flechas y Pelayos», pensó Ignacio.

—¡Casi un año sin vernos! Creí que te habías hecho de la FAI.

—De la FAI no, pero me presenté voluntario.

—¿Voluntario?

—Para elegir arma. Estuve en Sanidad, primero en Barcelona y últimamente en Madrid, en el Hospital Pasteur.

—¿Pasteur?

—Sí, un hospital para los internacionales rabiosos.

Marta se rió. Y acto seguido se dispuso a llenar las tazas de café.

—Pero…, dime: ¿cómo conseguiste pasarte?

—Mi primo, ya sabes… José Alvear.

Marta se atiesó con la cafetera en alto peligrosamente inclinada.

—¿Te fiaste de él?

—¿Por qué no? Tú te fiaste de Julio…

—Sí, claro…

Marta también creía que los «rojos» estaban desmoralizados por su derrota en el Norte e Ignacio intentó sacarla del error. La madre de Marta intervino…

—Anda, pregúntale a Marta si le gustan los soldados italianos…

—Mamá ¿por qué eres tan charlatana? —Marta se rió—. Sí, chico, tienes un rival. Se llama Salvatore y es fuerte y fotogénico.

Ignacio encendió un pitillo, recordando que en Burgos no se atrevió a fumar.

—No entiendo una palabra.

—Tengo un ahijado italiano, ¿comprendes? He de mimarlo. ¿Quieres verlo en fotografía? ¡Huy, qué cartas me escribe! Perfumadas. Nunca me escribirás tú nada igual.

—Anillo con la cruz gamada, Salvatore… ¡Me estás resultando fascista!

Marta le enseñó una fotografía de Salvatore e Ignacio se la devolvió en seguida.

—Un asco de hombre.

Marta comentó:

—Eso de que te estoy saliendo fascista… Pues mira, creo que tienes razón. Después de este viaje, soy más italiana que alemana.

—No me digas.

—En serio. Ha ido bien pero ¡qué sé yo! Ya os contaré. Hay cosas que una mujer española… Por ejemplo, al llegar a la casa del Partido quisieron obligarnos a saludar brazo en alto al Hombre Alemán. ¿Y sabéis lo que era el Hombre Alemán? Una estatua gigantesca de un señor completamente desnudo. Nos negamos a ello, claro, y aquél fue el primer toque de alarma.

Ignacio ensayó un mohín de picaresca sorpresa.

—Anda… Cuéntanos más toques de alarma…

Marta estaba contenta.

—Me los callo, para que veas. —Luego añadió—: Pero ¡si es de ti de quien tenemos que hablar! ¿Me quieres?

Ignacio se tragó el humo.

—Para poderte ver he cruzado el frente de Madrid… Apuesto a que tu Salvatore no haría otro tanto.

—¡Tú qué sabes! Para poder verme abandonó patria y familia y se vino a España.

Pese a todo, el encuentro no fue completamente feliz. Por parte de Ignacio se había producido una fisura. Hablaron de la familia de Gerona, especialmente de Pilar. Hablaron de David y Olga, de San Félix y la catedral, de Barcelona, ¡de Ezequiel! «Sigue con sus profecías. Últimamente afirmaba que Negrín acabará haciéndose requeté». «¿Y mosén Francisco?». «Por allí anda, con la cabeza vendada». «¡Jesús!». Hablaron de las dos zonas, otra vez de Alemania e incluso de amor y de felicidad. No obstante, en el interior de Ignacio se había producido una fisura, de la que tal vez fueran responsables, por partes iguales, el tiempo de separación y Ana María.

Por otra parte, Ignacio estaba preocupado por su personal reacción en Burgos, en la calle de la Piedra. Notó que, tratándose del enemigo, tenía seco el corazón. Y pensó que debía de ser tan fanático como Marta.

Trató el tema.

—Que tu hermano sea juez, de acuerdo… Pero ¡un hijo de Matías Alvear!

—¿Por qué no, Ignacio? Defendemos la verdad ¿no es así?

—Ahí me duele, que creo saber dónde está la verdad. Me has contagiado.

—De ningún modo. Quien te ha convencido a ti es Cosme Vila.

Ignacio no replicó. De hecho, era él quien se había empeñado toda la tarde en derivar la conversación hacia la política. A Marta le hubiera bastado con hablar de corazones. La madre de la muchacha observaba a Ignacio e iba pensando: «Está como aturdido. Es muy natural».