Capítulo XXXVI

A raíz de la liquidación del frente del Norte se produjo como un reajuste de fuerzas. Hasta entonces, la mayoría de los combatientes habían ocupado en la lucha un puesto cualquiera, sin tener en cuenta las aptitudes personales. La prolongación de la guerra, por ley ineluctable, iba colocando cada pieza en el lugar más lógico. Por ejemplo, José Luis Martínez de Soria, con su carrera de abogado a cuestas y su afición a la letra impresa, podía muy bien dejar el fusil y aspirar a convertirse en juez… Sobre todo en aquellos momentos, en que la herida leve que recibió en Brunete lo desconectó de la centuria Onésimo Redondo, de la presión que ésta ejercía sobre su espíritu.

Como atraídos unos y otros por esa necesidad de reajuste, se produjo en Valladolid una inesperada concentración, con sede en el Hospital Provincial y en la Jefatura de Falange. En la ciudad castellana, además de José Luis Martínez de Soria, en calidad de convaleciente, se encontraban Mateo, disfrutando de un permiso bien ganado en la campaña del Norte; Marta y María Victoria, de regreso también de Asturias, con sus camiones de Auxilio Social; Núñez Maza, quien se había traído consigo billetes «rojos» emitidos por «El Concejo de Asturias y León»; el alférez Salazar, con un brazo en cabestrillo, y Schubert, llegado en unión de tres muchachas de Berlín, pertenecientes a la Juventud Femenina Alemana, y recientes en España.

En el hospital había también unos cuantos italianos que recibían mucha correspondencia y a los que Berti sepultaba bajo un alud de revistas, revistas que una y otra vez arrancaban de Mateo el mismo comentario: «E1 italiano es un idioma especial. De pronto, no hay manera de entender una palabra». Mateo, que no podía con el engolamiento del delegado fascista italiano, a la sazón presumía mucho, pues había conseguido una espectacular madrina de guerra: una muchacha japonesa que estudiaba en París, en la Sorbonne, y que debía de ser princesa o poco menos.

Cada una de aquellas personas sentía predilección por un tema determinado. Mateo, la política e incluso la teoría política; el alférez Salazar, los Sindicatos y, en aquellos días, el complejo problema de los mineros asturianos y sus métodos rudimentarios de trabajo; José Luis Martínez de Soria, la personalidad de Satán, sobre la que podía disertar durante horas; Marta, en cuanto abría brecha, hablaba de Ignacio; Schubert, andaba preocupado por la figura de Napoleón… Tal vez el ser más imprevisible fuera María Victoria.

Políticamente, Mateo, que seguía siendo falangista hasta la médula —a su entender la Falange podía intentar la gran aventura de la síntesis, fundiendo todo lo bueno de los totalitarismos vigentes, de las minorías fascistas en la oposición e incluso del imperialismo japonés—, tenía una espina clavada: la muerte de José Antonio. A su entender, José Antonio al morir los dejó huérfanos. No veía sustituto hábil, y cuando aludiendo a él decía el Ausente lo decía con convicción. Cierto que de momento lo que importaba era la guerra, para cuyo menester e] generalísimo Franco demostraba ser capaz; pero ¿y luego? La experiencia Hedilla «fue una chiquillada» y los teorizantes del momento, que escribían artículos y circulares, «pecaban de exaltados y, sobre todo, de barrocos».

—No tienen aquella concisión, aquel sentido de la medida que José Antonio tenía. Están deformando nuestro lenguaje, atrofiándolo, y dejarán nuestras fórmulas vacías de sentido.

María Victoria, que no perdía su admirable alegría interior, se burlaba de Mateo.

—¡Vaya sentido de la medida el de José Antonio! —decía—. Luceros, muerte, pistolas, cosmos, imperio azul…

Mateo se espolvoreaba la camisa.

—Eres una tramposa, María Victoria. Ésas son las metáforas poéticas que José Antonio intercalaba. Pero el núcleo de sus textos lo constituían lo jurídico, lo histórico y lo informativo.

María Victoria zanjaba la cuestión.

—Como quieras, cariño. Pero a mí me gustaría que te acordaras un poco menos de esos textos y un poco más de Pilar.

¡Ah, el dedo en la llaga! Mateo, al oír esto, pedía agua mineral. Porque se daba cuenta de que se polarizaba demasiado. La guerra lo tenía absorbido. La guerra y España. Poca vida individual, a no ser los escrúpulos religiosos. La figura de Pilar iba oscureciéndose en su recuerdo. Llevaba una fotografía de la muchacha y a veces se pasaba dos o tres días sin abrir la cartera para mirarla. Además, al comparar a Pilar con Marta y María Victoria, parecíale que en muchos aspectos aquélla salía perdiendo.

José Luis leía en sus pensamientos.

—Déjate de pamplinas —le objetaba—. A la larga, Pilar será una compañera sin tacha y una madre excelente para tus hijos. Marta subrayaba las palabras de su hermano.

—A mí, ni España ni las cartas de Salvatore me hacen olvidar a Ignacio. Al contrario, cada día me siento más cerca de él.

Era cierto. Marta quería a Ignacio cada día más. Y el corazón le decía que en el momento más impensado oiría su voz por teléfono: «Soy Ignacio. Acabo de pasarme. Estoy en Zaragoza». O en Irún. Marta contemplaba a Ignacio veinte veces al día. Sobre todo le gustaba una fotografía que se hizo el muchacho una tarde en la Dehesa, sentado en un banco, la pierna derecha cabalgando sobre la izquierda. Llevaba un traje azul marino, grande el nudo de la corbata y se le veían las patillas en punta. Lo mismo que los árboles de atrás, tenía un aspecto entre meditabundo y sonriente. Los troncos eran lo meditabundo y las hojas la sonrisa. Marta recordaba que por la Dehesa ella y su padre pasaron muchas veces montados a caballo y que a los pies de aquellos árboles Ignacio le había susurrado: «Te quiero». «Ayúdame a conocerme». «Quiero ser un hombre». «Quiero ver claro en mí». Eso era lo hermoso: la duda y la humildad. Pero ¿qué estaba diciendo? ¡Si la Falange no quería dudas y hablaba del orgullo de ser esto o aquello, de ser de aquí o de allá! Decididamente, si bien Marta extendía el brazo y era jefaza de varios servicios de la Sección Femenina —recientemente había sido presentada a Pilar Primo de Rivera—, gozaba, ¡mucho más que en Gerona!, de vida individual.

Lo único que le faltaba era alegría. Guerra larga. Su hermano Fernando, en el cementerio; su padre, en el cementerio; su madre, vestida de luto, sola en el piso o en la iglesia, y además el propio temperamento. Ella y Mateo se parecían en esto y envidiaban a José Luis y María Victoria, que en aquellas fechas vivían una anticipada luna de miel. José Luis, junto a María Victoria, se transformaba. María Victoria era el único ser que conseguía hacerle reír. Se lo llevaba del brazo al café de la esquina como si lo acompañara al fin del orbe, o le retorcía la muñeca o le alborotaba el pelo. Schubert decía de ella: «Es un huracán organizado».

Núñez Maza, feliz por la campaña de Asturias, pero echando de menos a sus camaradas Montesinos y Mendizábal, todavía en la cárcel, rondaba como un pueblerino a las tres muchachas recién llegadas de Berlín. Al hablar con ellas se ponía de puntillas y se creía en la obligación de cantar las excelencias de Alemania.

—¿Sabéis que el camarada Plabb es un experto grafólogo? Hay que ver… —Miraba a las tres muchachas—. ¿Cuántos idiomas habláis vosotras? ¿Tres? ¡Cuatro! Vaya…

Una de las tres muchachas, llamada Benzing, se sentía un poco molesta oyendo al Delegado de Propaganda. Por supuesto, había comentado con Schubert la escasa preparación intelectual de las mujeres españolas, pero lo hacía con ternura, sin afán de dogmatizar. Entendía que la mujer española debía emanciparse un poco del hogar, pues para el engrandecimiento de un país era necesaria la colaboración activa de todos sus habitantes. En España, con más razón, habida cuenta de que un treinta por ciento de los hombres «se dedicaban a labores inútiles, como limpiar zapatos, afeitar, abrir puertas de oficina, etcétera».

—Sin embargo, estas cosas no se solucionan fácilmente —dijo la camarada Benzing, una tarde en que se encontraban todos reunidos—. Sin duda Falange dará un empujón en este sentido. Pero no es cosa de un año ni de dos.

Núñez Maza chupó el cigarrillo, mirando al techo.

—¿Arreglarlo en dos años? —El falangista de Soria se agachó para rascarse un tobillo—. Nuestras mujeres son hembras, nada más. Cocina y maternidad. No se trata de reeducarlas, sino de educarlas. Es asunto de tres o cuatro generaciones…

José Luis estimó que Núñez Maza exageraba. Se sabía de memoria a Núñez Maza, quien en su vida privada era un mujeriego, por lo que le atajó sin contemplaciones:

—A mí me da la impresión —dijo— de que eso de la cocina y la maternidad es lo que a ti te encanta de las mujeres españolas. ¡Conozco el paño! Si una chica de Valladolid o de Soria hablara cuatro idiomas y opinara sobre la emancipación y los barberos, la llamarías marisabidilla.

Núñez Maza se indignó.

—Ésa es vieja historia. Estamos hablando en serio. La proximidad de la ignorancia no es nunca agradable. —Marcó una pausa—. Es muy triste llegar a casa y sentirse uno a veinte mil leguas de cuanto puedan pensar y hablar la propia madre, la esposa o las hermanas.

Una de las muchachas alemanas intervino:

—¿Os ocurre eso a vosotros?

Núñez Maza se apresuró a contestar:

—A mí, sí.

José Luis Martínez de Soria protestó:

—A mí, no.

Salazar advirtió:

—Huelga hablar de nosotros. Pero, en general, creo que en esto Núñez Maza lleva razón.

Salazar, desde su viaje a Sevilla, procuraba congraciarse con Núñez Maza. Mateo, que pensaba en Pilar… y en Carmen Elgazu, decidió cortar la conversación. Y lo hizo dándoles a todos una sorpresa, a la par que confirmando la necesidad general de buscar un sitio en la guerra acorde con las aptitudes y circunstancias personales.

—Amigos, os comunico que he decidido hacer los cursillos para alférez provisional. He mandado ya la solicitud a la Academia de Ávila. —Mirando a Núñez Maza agregó, sin malicia—: ¡No te asustes! Supongo que habrá algún instructor alemán…

Sí, las palabras de Mateo causaron estupor, sobre todo en Marta y en María Victoria. Marta le felicitó. «Eres valiente». María Victoria le dio un beso en la sien. Schubert, recordando su conversación con Berti, casi aplaudió a Mateo.

—Pero ¿sabe usted ya que el alférez provisional sólo cobra dos pagas: la primera, que le sirve para el uniforme, y la segunda, que le sirve para la mortaja?

Mateo sonrió.

—Sí, sé eso y algo más. Sé que el alférez provisional es un hombre que nace, crece, se estampilla y muere. Pero allá voy, y confío en la suerte.

Salazar protestó.

—Yo soy alférez y ya veis. Por el momento, vivito y coleando.

Las chicas alemanas recordaron unas palabras del comandante Plabb, según el cual las Academias como la de Ávila iban a ser el único remedio eficaz para acabar con la mentalidad guerrillera del Ejército español y formar cuadros que asimilaran las técnicas modernas de combate.

Fue el día de las sorpresas. Después de Mateo, José Luis Martínez de Soria anunció que él también había cursado una solicitud: la de ingreso en Auditoría de Guerra.

—Me carga llevar el fusil. No estoy hecho para él. —Luego añadió—. Seguro que me aceptarán, pues mis papeles están en regla. Lo que ignoro es si seré fiscal, ponente o auditor…

La palabra ponente alarmó al auditorio, pues los vocales ponentes emitían voto en las sentencias.

Núñez Maza exclamó: Oh, là là! Marta miró, aturdida, a su hermano. ¡José Luis ponente o fiscal! «Pero ¡no nos habías dicho nada! ¿No crees que debiste consultarnos?». Salazar sonrió: «En España, las mujeres…». María Victoria hizo una mueca. Tampoco ella había sido consultada por José Luis. Se sintió lastimada y miró a su novio con expresión indefinible. En cambio Schubert y las tres chicas alemanas aplaudieron la decisión del falangista abogado; contrariamente a Mateo, quien objetó casi con violencia que un hombre que había perdido al padre y a un hermano no era persona apropiada para juzgar. «No sea usted sentimental, Mateo», dijo Schubert.

José Luis se hacía cargo de las reticencias de unos y otros, pero ya no volvería atrás.

—Comprendo que la labor no es agradable, pero… ¡qué le vamos a hacer! Entra dentro del juego.

Marta se dio cuenta de los sentimientos que embargaban a María Victoria y por una vez fue ella quien se propuso distraer la situación.

—¡Bueno! —exclamó, suspirando—. ¿Y nosotras qué? Todo el mundo se traslada.

María Victoria tenía amor propio y disimuló su mal humor.

—Pues, nosotras… —habló, reaccionando—, ya sabes, Marta. Vamos a dar también una sorpresa a estos caballeros.

—¿Sorpresa? —inquirió Mateo.

—Sí… —añadió María Victoria, mirando con intención a Benzing, la muchacha alemana.

Ésta, que llevaba una cruz gamada en el pecho, comprendió y agrandó los ojos.

—¿De modo que aceptáis?

—¡Pues claro que aceptamos!

No había misterio. Las chicas berlinesas llegaron a España con el propósito de invitar a unas cuantas muchachas españolas a hacer un viaje a Alemania, «para estudiar la organización interna» del Partido, y habían propuesto a María Victoria y a Marta que formaran parte de la expedición.

—¡Claro que aceptamos! —subrayó Marta, con sincero entusiasmo.

—De acuerdo —dijo la camarada Benzing—. Proponednos otras cuatro camaradas más.

Núñez Maza se rió.

—¿Vale disfrazarse de mujer?

Resuelto el pequeño incidente entre José Luis y María Victoria, y puesto que el alcohol y el tabaco brincaban en la mesa, el clima fue calentándose hasta alcanzar una suerte de euforia.

Entonces Salazar propuso un juego que había estado muy en boga en el Alto del León, en las tardes interminables. Cada cual debía sugerir un tema de su agrado y entre todos se votaría un tema ganador. Salazar dijo: «Me encantaría hablaros de Asturias». Marta se mostró dispuesta a disertar… ¡sobre Guatemala! Núñez Maza aseguró que la grafología le era tan familiar como al comandante Plabb. Al término de la ronda fue elegido unánimemente el tema Satanás o Luzbel, propuesto por José Luis Martínez de Soria, al que, sin la menor dilación, se concedió la palabra.

—¿De cuánto tiempo dispongo? —preguntó el hermano de Marta.

—De veinte minutos.

José Luis se quitó el reloj de pulsera, al modo de los conferenciantes, y lo depositó sobre la mesa.

—¿He de ser veraz o puedo inventar?

—Has de ser veraz.

Schubert, al oír estas palabras, hizo titilar sus ojos de miope.

—Pero ¿en serio sabe usted algo cierto de Luzbel?

—¿Es un tema científico? —preguntó a su vez la camarada Benzing.

José Luis miró con lentitud a los cuatro extranjeros.

—En mi opinión, sí —respondió, con absoluta formalidad—. Por lo menos, tanto como puedan serlo las teorías de los astrólogos alemanes o las referentes al crecimiento de las células.

El orador inició su disertación. Sentado bajo el retrato de José Antonio, reiteró que, efectivamente, en el orden especulativo la existencia de Satán o Satanás era tan real como la de la luz y que su nombre significa «el Contrario», «el Adversario», «el Enemigo» y también «el Anticristo». «La indocumentada gente de Propaganda —y al decir eso miró a Núñez Maza— llama Anticristo al comunismo, es decir, equipara esta doctrina a Satanás, cuando existe entre ambas una diferencia radical: “el comunismo es ateo mientras que Satanás, como resulta lógico, no lo es”». Afirmó que Satanás o el Espíritu del Mal invadía periódicamente la tierra con expediciones que casi siempre partían del Este hacia el Oeste. «De ahí —sonrió José Luis, a quien las chicas alemanas escuchaban embobadas— que cuando los rojos atacaron Belchite temí que se salieran con la suya». Le preocupaba que mientras los accidentes geográficos bautizados en Suiza, en Austria, en California, en el Paraguay, en Tejas, etcétera, con el nombre de Satán, acostumbran a ser montañas, ríos y selvas, en España fueran precisamente puentes: Tarragona, Martorell… «En España tenemos una serie de “puentes del Diablo”, como si hubiéramos pactado con éste para llegar no se sabe dónde». El diablo tenía nombres humorísticos: Pedro Botero, Patillas, el Mengue, y otros insultantes: Rabudo, Cornudo. Entre sus vencedores figuraban San Jorge —por eso vaticinaba que el falangista gerundense Jorge terminaría ingresando en una orden monacal—; San Antonio Abad, que convirtió el diablo en cerdo, ¡y Santa Marta! Y también le inquietaba, por supuesto, que las tentaciones a que Satán sometió a Jesús simbolizaran con rara precisión las tentaciones totalitarias. «En efecto, las tentaciones a Jesús fueron tres: la del pan, la del vuelo, la del poder. Todo esto te daré, si me adoras. Exactamente las promesas que Stalin le hace al hombre proletario, si éste consiente en adorar al comunismo: la promesa del pan, la promesa del desarrollo y la del dominio de la tierra, o sea, la conversión de ésta en paraíso». ¡Que San Jorge y San Antonio Abad preservaran a Franco de caer en semejante estado de soberbia! Por último, José Luis dijo que, comparado con Satán, el ser humano era muy poca cosa; que, abandonado a sus fuerzas, el ser humano no hubiera acertado ni siquiera a pecar.

Todo el mundo aplaudió al disertante y José Luis se levantó, simuló que saludaba desde un escenario y se ciñó de nuevo el reloj en la muñeca. Entonces, una de las chicas alemanas, interesada por la frase según la cual las expediciones satánicas acostumbran a partir «del Este hacia el Oeste» le preguntó a aquél cuál iba a ser, en su opinión, la fórmula victoriosa de Satanás en el futuro próximo.

—¿La lujuria? ¿El materialismo dialéctico? ¿El racismo?

José Luis Martínez de Soria se puso serio. Reflexionó.

Creo que no —dijo—. Creo que la actual epidemia de fanatismo político durará poco; todo lo más, un siglo: el tiempo justo para que se independicen las colonias. Luego… me temo que Satanás conquiste el mundo precisamente a través de la indiferencia.

Mateo protestó. Protestaron todos, incluso María Victoria.

—Ni hablar del peluquín —dijo la muchacha—. Dentro de un siglo seguiré tan fanática como ahora. Fanática por ti, se entiende, futuro señor juez…

* * *

También el servicio de Información y Espionaje iba evolucionando, también dentro de él cada pieza iba ocupando su lugar. Sin embargo, la progresión era más lenta. «Las causas son sencillas —argumentaba “La Voz de Alerta” hablando con Javier Ichaso—. En tiempo de paz, los profesionales del espionaje son escasos, de modo que al estallar una guerra hay que improvisarlos. Y ahí surgen las dificultades. Decirle a un dentista: “Organíceme usted el SIFNE”, es pedir un mundo».

El SIFNE adquiría solidez. Los Costa, ya integrados por completo en él, a través de la astucia del notario Noguer, se dedicaban a supervisar las compras de armas y los cargamentos en puertos neutrales. «Hay que ver —rezongaba “La Voz de Alerta”—, hay que ver». Bisturí, la novia de Moncho, continuaba en Barcelona, pero ya no reventaba neumáticos; hija de un cartero, convenció a su padre para que en Correos introdujera de vez en cuando cartas con clave entre la correspondencia ya censurada. Octavio, el falangista adscrito al grupo Noé, en el frente de Granada, de buscar en vano un traidor entre las tropas moras pasó a buscar entre éstas lo contrario: unos cuantos moros adictos y capaces, dispuestos a jugarse el pellejo en Tánger. El misterioso alemán, espía veterano en la guerra del 14, que periódicamente aconsejaba a «La Voz de Alerta» en San Sebastián, acabó convirtiéndose en agente regular y fue enviado a París, donde consiguió reseña exacta de la reunión masónica celebrada el 1 de julio en la gran Logia de la calle Cadet, a la que asistieron Delbos, Blum y Chautemps y, en representación de la masonería española Barcia, Lara y Xamar. El propio Javier Ichaso, que desde la noche del fusilamiento del sacerdote vasco soportaba con dificultad la presencia de mosén Alberto, fue enviado a Santander para dirigir en la plaza de toros la ardua labor de identificación y criba de los diecisiete mil prisioneros «rojos».

Sin embargo, acaso la trayectoria más accidentada fuera la seguida por Miguel Rosselló, presunto legionario en el frente de Madrid. Rosselló demostró ser hombre eficaz para el SIFNE, aunque con cierto retraso, pues en el momento en que se disponía a internarse en el Madrid «rojo» para realizar su primer servicio, sobrevino la ofensiva de Brunete y el aplastamiento de la Bandera de la Legión de que formaba parte. El falangista vio morir a su lado a muchos de aquellos hombres que despreciaban la muerte y que a él lo llamaban Dentífrico —Parapeto figuró entre los caídos— y tuvo que esperar a que la Bandera se reorganizase.

En el primer viaje Miguel Rosselló —que más tarde se las arreglaría solito— fue acompañado al Madrid «rojo» por el soldado llamado Correo, aquél que todos los días se iba a la Puerta del Sol a comprar los periódicos para su comandante. El falangista partió disfrazado de miliciano de la División Líster, llevando en la cartera la documentación de Miguel Castillo, muerto en el Jarama.

El Madrid «rojo» se le antojó un planeta a millones de años de luz de Perpignan, donde actuó a las órdenes del notario Noguer, y de cualquier ciudad «nacional». El aspecto famélico de la gente le produjo vivo desasosiego, así como la inmensidad de los carteles y la suciedad. Madrid sufría ya hambre, hambre amarilla y sin remedio, y los bombardeos creaban por doquier células subterráneas, que llevaban existencia zoológica.

¡Y el recuerdo de su padre! Su padre se encontraba a poca distancia de la acera por la que Miguel Rosselló caminaba. En el Hotel Ritz, con bata blanca. En el quirófano. Probablemente, tarareando melodías clásicas… Una súbita necesidad de salir a su encuentro y echársele al cuello se adueñó de Miguel Rosselló; pero la advertencia de «La Voz de Alerta» y la delicadeza de la misión que le habían confiado pesaron más que su impulso.

«Encontrarás al agente Difícil en el bar Kommsomol, de la calle de Preciados, bar regentado por un alemán apellidado Mayer, que no pertenece al Servicio pero que da facilidades. La contraseña es “Lisboa”».

Rosselló entró en el bar Kommsomol, después de haber comprado un periódico cuyos titulares afirmaban que el Caudillo Franco se encontraba gravemente enfermo. Difícil estaba allí, en un rincón del bar. No había error posible. «Ocupará la mesa junto al espejo, en la que jugueteará con una pelota de ping-pong». Difícil, hombre singular, de unos cincuenta años, sienes canosas, vistiendo también uniforme de la Líster, tenía ante sí una botella y una copa y se ocupaba en impulsar con el índice una pelota de ping-pong que salía disparada hasta el centro de la mesa para luego retroceder.

Miguel Rosselló se le acercó y dijo:

—Lisboa.

—Lisboa.

—Acabo de llegar.

—Siéntate a mi derecha.

Difícil no hizo el menos aspaviento, no teatralizó el caso. El bar estaba casi desierto. Apenas si había mirado a Rosselló; o miró al muchacho sin que éste se diera cuenta.

—Supongo que te han dado algo para mí…

—Desde luego. Un paquete. Un fajo de billetes…

La pelota de ping-pong se detuvo.

—A ver. ¡No está mal! —Difícil volvió la cabeza y enfrentándose con el falangista sonrió por primera vez—. Me resultas simpático. ¡Mayer! Un café doble, espeso, para el camarada Castillo.

Miguel Rosselló se sentía cohibido por las cosas que el coronel Maroto le había contado de Difícil. «Es gallego. Cada palabra suya encierra doble o triple significado. Cuando en Madrid se sospecha de él y le siguen los pasos, “se carga un cura” y ello le proporciona un respiro de unas cuantas semanas». Difícil pareció leer en el pensamiento del bisoño Rosselló.

—Nuevo en la plaza, ¿eh? Desembucha, no te voy a comer.

La entrevista fue larga y substanciosa. Urgían los nombres de los agentes «rojos» que hubieran revelado los planes de ataque de Santander y Asturias, y Difícil dijo: «Los tendréis antes de una semana; pero advierte al jefe que esta información será cara». Rosselló le habló del poético sistema Morse que su mente joven había imaginado, y Difícil, al término de una expresión de viva perplejidad, felicitó al muchacho. «¡De veras que esto está bien! ¡De veras, muchacho!». Se trataba de utilizar los rayos del sol poniente rebotando en los cristales del Palacio Real o de otro edificio alto, para ocultar y descubrir dichos cristales a un ritmo convenido, ritmo sobre el que ambos agentes se pusieron de acuerdo allí mismo, en el acto. «La solución viene de perlas —comentó Difícil—, pues está prohibido encender luces y los condenados centinelas las ven por todas partes».

Rosselló estaba impaciente.

—Bien —dijo—. ¿Qué novedades hay?

—Varias —contestó Difícil—. Presta atención, que no pienso repetirlas. Ayer salieron de Madrid, rumbo a Valencia, Los Caprichos de Goya. Alguien hay en tu zona que parece más aficionado a la pintura que a ganar la guerra. Y hoy salen para Moscú dos funcionarios del Banco de España con la misión de proceder al recuento oficial del oro enviado a Rusia.

Rosselló se concentró, hizo como si masticara las noticias.

Los Caprichos de Goya, a Valencia; dos funcionarios del Banco de España, a Moscú.

—Eso es.

—¿Qué más?

—Escucha bien. La flota roja está concentrada en Cartagena. Pero no pienso decirte de palabra el porqué: utilizaré mi sistema particular.

—¿Cuál es?

—Te escribiré la información sobre la piel.

—¿Cómo?

—Es lo más práctico. Las tintas simpáticas han pasado de moda. Todo el mundo conoce los reactivos. Sobre la piel, y en el sitio que yo elegiré, irás seguro.

Rosselló parpadeó.

—¿Qué sitio?

—Las axilas.

Rosselló no sabía si Difícil bromeaba o no.

—Acuérdate de otra cosa. Voy a conectar con la emisora de Madrid que da el parte meteorológico. A ver si a través de éste puedo deciros algo. —Marcó una pausa—. En todo caso, utilizarla la clave Z.

—Clave Z. Me acordaré.

Entró alguien en el bar y Difícil se levantó.

—Anda, pasemos al reservado, que te escribiré en la axila izquierda la cartita de amor.

Mayer les franqueó la entrada a un desván situado detrás del lavabo, donde, provisto de un botellín y de un pincel, Difícil puso en práctica lo anunciado. Rosselló se tendió en un camastro, se levantó la camisa y Difícil lo cosquilleó a placer entre el vello de la axila.

—La chipén —exclamó al terminar.

Poco después, ambos agentes se separaron. El muchacho profirió esperar al anochecer para regresar a la zona «nacional». Deambuló por la ciudad —nueva tentación de ir al Ritz—, se instaló en el Retiro, donde varios grupos de hombres hacían la instrucción, y llegada la hora compró un periódico de la tarde y con él debajo del brazo se acercó a las trincheras dispuesto a desandar lo andado por la mañana en compañía de Correo. El periódico desmentía la noticia de la enfermedad de Franco, al que unas veces llamaban Von Franko y otras veces «Dinosaurio del siglo XX».

Llegó sin novedad a la España «nacional». El coronel Maroto procedió al instante a frotarle con un líquido rosado la axila, para leer la «cartita de amor». No le dijo al muchacho de qué se trataba, pero sonrió satisfecho y exclamó:

—¡Condenado Difícil! Vale lo que pesa.

Rosselló le comunicó al coronel lo de Goya, lo del recuento del oro en Moscú y el proyecto de conectar con la emisora de Madrid que daba a diario el parte meteorológico.

—¿No sería factible —insinuó el muchacho— utilizar también las esquelas mortuorias de algún periódico, por ejemplo, del ABC? Supongo que nadie sospecharía…

El coronel Maroto reflexionó.

—Tal vez sea una buena idea. Se lo sugeriremos a Difícil.

El segundo viaje de Miguel Rosselló, y el tercero y el cuarto, pusieron al muchacho en contacto con miembros de la Quinta Columna de Madrid, la mayoría de ellos muy jóvenes.

Dichas entrevistas no tuvieron nada en común con la celebrada en el bar de Mayer. Difícil cobraba «fajos de billetes» para arriesgarse, en tanto que los miembros de la Quinta Columna trabajaban desinteresadamente.

En cada uno de los viajes le citaron en un domicilio distinto; era la norma. La presencia de Rosselló en aquellas reuniones de chicos y chicas, entre los que abundaban las parejas de novios, era espectacular. Ver de carne y hueso a un «llegado de la España “nacional”», estrechar su mano, poder preguntarle mil cosas concretas, era para los agentes clandestinos madrileños algo muy parecido a un milagro, por lo que trataban a Miguel Rosselló como un general o como a un pequeño dios.

Rosselló se abstenía de preguntar nombres y apellidos. Todo ocurría en un plano etéreo, que contrastaba con la precisión que exigía el coronel Maroto. Rosselló se dio cuenta en seguida de que la mayor parte de aquellos muchachos, confirmando la tesis «La Voz de Alerta», exageraban de buena fe. Veían datos importantes en cada esquina, elaboraban absurdos y suicidas proyectos y anhelaban de tal modo que las escuadrillas de García Morato hundiesen acorazados «rojos», polvorines y cuarteles, que en una sola manzana eran capaces de situar hasta quince objetivos militares.

No obstante, su patriotismo era ejemplar y Miguel Rosselló no podía menos de imaginar a sus hermanas y a Laura comportándose en Gerona de idéntica suerte. En aquellas células no existía herencia alguna entre falangistas, monárquicos o Acción Popular. La Unificación era en ellas un hecho nato, sin necesidad de decretos, creada por el propio enemigo.

Rosselló registró en seguida las palabras que obsesionaban a sus nuevos amigos. Las palabras hambre y bombardeos los alegraban, porque socavaban la moral de Madrid. La palabra checa cortaba la respiración, pues quien más quien menos tenía parientes o amigos en la de Fomento, en la de Bellas Artes; y el SIM, dado por Prieto, les daba tanto miedo como la GPU. La palabra Embajada era arma de dos filos. Referida a los Estados Unidos, los irritaba, pues ésta, en nombre de la neutralidad, no admitía refugiados; en cambio, referida a la de Chile, les conmovía por la labor humanitaria de su embajador, que coincidía con la de otros diplomáticos extranjeros, siempre dispuestos a ayudarlos desinteresadamente. También los inquietaba la palabra paqueo. Varias veces habían organizado paqueos desde las azoteas; el resultado —las represalias— había sido calamitoso. La palabra pastores iluminaba su rostro, porque varios de ellos, de Cuenca, enlazaban periódicamente con la zona «nacional», a través de los Montes Universales; en cambio, detestaban la palabra gitanos, pues en dos ocasiones quisieron también echar mano de ellos para el envío de mensajes y los muy brutos, por odio a los guardias civiles, los habían traicionado.

La labor de Miguel Rosselló consistió más que otra cosa en serenar el ánimo de aquellos aprendices de espía. Su papel de consejero, de patriarca, ruborizaba al muchacho. En uno de los viajes obsequió a las chicas con barras para los labios, que en la zona «roja» escaseaban, e inevitablemente se llevó para su zona, con destino a los legionarios, librillos de papel de fumar. «Cuidado con las emisoras clandestinas, fácilmente interferibles». «No perdáis el contacto con Marisol, de Valencia, que es agente muy activo». Rosselló se enteró de que la Quinta Columna tenía confidentes ¡en todos los hospitales! —el del Ritz era un médico brasileño, Durao de apellido— y, por supuesto, en la Telefónica. Se enteró de la gran labor que llevaba a cabo Auxilio Social y visitó dos laboratorios fotográficos provistos de toda suerte de material, gracias a los cuales se obtuvo la réplica de la cartografía militar del Ministerio de la Guerra.

—¿Cuándo atacaréis Madrid? ¿Cuándo? Diles que estamos preparados…

Diles… ¿A quién podía decírselo Miguel Rosselló?

El cuarto viaje trajo consecuencias inesperadas. En la calle de Carretas el muchacho vio a Canela, a cincuenta metros de donde él se encontraba. La reconoció sin lugar a dudas y se asustó. Casi echó a correr, preguntándose por qué llevaría la chica el uniforme de enfermera. «¿No estará en el Hotel Ritz?». Este pensamiento lo desasosegó. Dirigióse al bar de Mayer. Difícil procuró calmarlo. «Pensé que eras un veterano. Veo que te confundí».

Miguel Rosselló regresó a la España «nacional» llevando en la axila otro mensaje. En el trayecto, por dos veces tuvo que tirarse al suelo. Proyectiles artilleros zumbaban sobre su cabeza, como si lo persiguieran a él expresamente.

Y en cuanto se presentó al coronel Maroto, éste le hizo entrega de una carta que acababa de llegar a su nombre, desde San Sebastián. El remitente era «La Voz de Alerta», quien comunicaba al muchacho una triste noticia: sus dos hermanas habían sido detenidas en Gerona, acusadas de espionaje, por el Tribunal Especial que funcionaba al efecto. «La Voz de Alerta» añadía: «Puedes suponer que Laura hará lo imposible para salvarlas, pero…».

Miguel Rosselló se sintió anonadado. Recordó a sus hermanas, la alegría interior que siempre las habitó. Decididamente aquél era un día aciago. El coronel Maroto se enteró de lo ocurrido y, sin pérdida de tiempo, le dijo al falangista:

—Si quieres solicitar la baja del Servicio, puedes hacerlo…

Miguel Rosselló miró a su jefe. Por un lado, le agradeció la franqueza; por otro, odió la frialdad con que el coronel utilizaba sus piezas o prescindía de ellas.

—Permítame unas horas para reflexionar.

—Desde luego.

Miguel Rosselló decidió solicitar la baja del SIFNE, previo consentimiento de Mateo, como era de rigor. El coronel Maroto le dio las necesarias facilidades. Sin embargo, quiso que el muchacho, antes de partir, se enterara de hasta qué punto había prestado servicios útiles.

—Por de pronto —le dijo el coronel—, gracias a ti sabemos el porqué de la pasiva concentración de la flota roja en el puerto de Cartagena. Prieto quiere dar la impresión de inercia, casi de retirada, para en un momento determinado lanzarse por sorpresa al encuentro de las unidades de nuestra Marina. También gracias a ti hemos podido localizar a los delatores del plan de ataque a Santander y Asturias: fueron un guarnicionero de Burgos, llamado Venancio, en combinación con un sargento afecto al Estado Mayor, en Salamanca. —El coronel añadió—: Y en cuanto a la importancia de lo que Difícil pintarrajeó la última vez en tu axila, ¿cómo te lo diré? Es algo extraño. Diste en el blanco, como en el curso de una guerra sólo se da una vez.

Miguel Rosselló comentó:

—Me alegra mucho, mi coronel.

El coronel Maroto miró con fijeza al muchacho.

—¿No sientes curiosidad por saber de qué se trata?

—Claro que sí, pero…

El coronel le ofreció un cigarrillo, y una vez encendido el suyo y el del muchacho, tomó un papel de la mesa y se lo dio a éste a leer.

—Fíjate, fíjate si es bonito esto…

Miguel Rosselló tomó el papel y leyó para sí: «Para pasado mañana, día 12 de octubre, festividad de la Virgen del Pilar, el enemigo prepara un ataque aéreo masivo sobre la ciudad de Zaragoza. La mayor concentración conocida en la guerra. Los aviones despegarán de los aeródromos al romper del alba».

—Esto, mi querido amigo —aclaró el coronel—, tal vez te valga una Medalla Militar.

Rosselló volvió a mirar a su jefe. Pensaba en sus hermanas y nada de aquello podía alegrarle.

—Ahora, dime dónde quieres ir destinado.

El muchacho se sonó con un pañuelo azul, idéntico al de Mateo.

—Si no le importa, mi coronel, me gustaría conducir un camión, o un coche blindado. Es decir, pasar al Parque Móvil.

—Cuenta con ello, y mucha suerte.

Miguel Rosselló entregó al coronel el falso carnet, el del miliciano Miguel Castillo, y despojóse con nostalgia de los dos uniformes, el de la División Líster y el del Legionario. Luego se tumbó en su camastro, dispuesto a dormir, sorprendido de las furiosas ganas que de repente le habían invadido de evitar todo peligro, de poner su vida a salvo. «Me gustaría —pensó— dormir hasta pasado mañana, hasta el día 12».

El día 12 llegó. El coronel Maroto se pasó la jornada entera dando vueltas en torno de la chabola y mirando al cielo. Era un hombre enamorado de la guerra.

El parte nocturno de ese día trajo la escueta noticia: «En las inmediaciones de Zaragoza, las escuadrillas nacionales han derribado, al amanecer, veinticuatro aparatos enemigos».

—¡Hurra! —exclamó el coronel.

Rosselló experimentó una sensación indefinible, mezcla de gozosa voluptuosidad y al mismo tiempo de miedo. ¡Veinticuatro aparatos enemigos!

—¿Cuántos hombres van en cada aparato, mi coronel?