La orden de Franco de acabar con el frente Norte empezó a cumplirse el 8 de agosto. Terminada la batalla de Brunete, las tropas regresaron al frente de Santander, dispuestas al asalto de esta capital. Se alinearon unos cuarenta mil hombres y toda la aviación disponible. Nada se reservó al azar. En previsión de voladuras y de los bloques de piedra para obturar los túneles y las carreteras, equipos de zapadores reforzados por el ingeniero don Anselmo Ichaso en persona. En previsión de la población civil que sería rescatada y de la masa de prisioneros, camiones y más camiones de Frentes y Hospitales y de Auxilio Social, entre los cuales figuraban varios organizados por la Sección Femenina de Valladolid, que avanzaban al mando de María Victoria y de Marta. El grupo de Radiodifusión de Núñez Maza, que en el frente de Madrid había dejado ya organizados varios equipos de locutores. También Aleramo Berti, delegado fascista italiano, repartía entre las tropas revistas y folletos, en dura competición con Schubert, el delegado nazi, que viajaba renqueando bajo una inmensa pila de ejemplares de la revista Signal. Todo en orden.
Entre los jefes «nacionales» de la operación figuraba el coronel Muñoz Grandes, que acababa de huir de la zona «roja». El mando absoluto correspondía al general Dávila, sucesor de Mola, a quien Franco en persona había dado las oportunas instrucciones.
El optimismo era total, sin sombra. Don Anselmo Ichaso, que se decidió a incorporarse en homenaje a Germán, su hijo primogénito, caído en la ofensiva de Bilbao, profetizó que la operación apenas duraría una semana, «pues el Ejército rojo del Norte había quedado diezmado en Vizcaya». Salvatore, reincorporado a su unidad italiana, llevaba clavada en el alma la espina de Guadalajara y estaba seguro de que en Santander los suyos se cubrirían de gloria. Entre las patrullas de pilotos, esperando el momento, se alineaba la de Jorge de Batlle, procedente de Sevilla. Jorge de Batlle se había aplicado lo más posible en las operaciones del Sur ahora en el Norte tendría ocasión de vengar su orfandad. Las baterías antiaéreas habían también acudido a la cita. El comandante Plabb estaba allí. El comandante Plabb se había enamoriscado en Bilbao y le dolió recibir la orden de traslado, pero sabía que el servicio de la DCA era vital. En su extrema variedad, las tropas formaban un conjunto homogéneo.
Por supuesto, la toma de Vizcaya había acrecentado en gran escala el prestigio de los «nacionales». La propia Inglaterra se disponía a entablar negociaciones comerciales con el Gobierno de Salamanca y «La Voz de Alerta» hablaba incluso de un préstamo en libras esterlinas. Los «rojos» se defenderían, ¡claro que sí!, pero ¿con qué resultado? El general Gamir Ullibarri, nombrado jefe absoluto, apenas si se tomaba la molestia de visitar las líneas fortificadas, y las órdenes que daba desde Santander revelaban tan escasa convicción, que sus propios subordinados empezaron a llamarlo el general «ahí queda eso». Por otra parte, dicho jefe no tenía la menor confianza en los nacionales vascos que habían huido de Bilbao mezclados con las tropas montañesas y con los mineros —opinaba que los puntos de coincidencia entre el credo de dichos nacionalistas y el de las tropas de Franco eran demasiado estrechos—, y en cuanto a los asturianos, no ocultaban que su propósito más firme era retrasar el avance enemigo hasta que el invierno se echara encima de su legendaria abrupta región. Asturias. «¡Si conseguimos llegar a octubre!». El general Ullibarri no se forjaba ilusiones y en el mejor de los casos su única esperanza era que el Gobierno de Valencia desencadenase a tiempo una gran ofensiva en el frente Sur o en el frente de Aragón, descongestionando con ello el que le había sido encomendado.
El 8 de agosto, pues, se inició el asalto a Santander y en pocas horas se demostró que don Anselmo Ichaso acertó en su vaticinio. El frente «rojo» se derrumbó. Las piezas se movían con precisión de cuerpo sano. Los soldados artilleros se colocaban en la boca una madera, mordiéndola a cada disparo. Jorge de Batlle, pilotando un Junker, con gafas de búho y rabia en el corazón, soltaba bombas pensando en Cosme Vila. La geografía de la región era ubérrima. Salvatore, disfrazado de árbol, estaba entusiasmado. Don Anselmo Ichaso les pisaba los talones a los infantes, dirigiendo el transporte de tramos de puente que se tendían con milagrosa exactitud. Santander se aproximaba. «¡Al otro lado de aquel monte!». «¡Pasados esos túneles!». «¡Debajo de aquella nube!». Los soldados avanzaban por entre ruinas. El Seminario de Comillas, profanado. María Victoria encontró una custodia en cuyo viril alguien había pegado la fotografía de Azaña. Mateo avanzaba también camino de Santander, sin la compañía de José Luis Martínez de Soria, el cual, herido levemente en Brunete, había sido evacuado a Valladolid. Mateo, cuya centuria no volvería ya al Alto del León, avanzaba hacia la capital montañesa, de donde era oriundo el jefe Hedilla, que seguía encarcelado. Mateo Santos tenía miedo. De no temer lo que pensaran los camaradas, se hubiera escondido detrás de una roca hasta que la batalla terminara. Se despreciaba a sí mismo porque sólo conseguía animarse a fuerza de coñac. «Ni la bandera, ni el recuerdo de los muertos. El coñac».
Los temores del general Ullibarri se revelaron fundados. El jefe del Estado Mayor de la 54 División, en cuya disciplina confiaba, desapareció de pronto, a bordo de una avioneta, acompañado por todos sus ayudantes. El desconcierto fue grande. A los cuatro días de combate los batallones vascos Padura, Munguía y Arana Goiri se concentraron en Santoña, alegando que sin aviación se negaban a luchar. A los ocho días, prácticamente el ejército defensor se había entregado. Grupos dispersos retrocedían; o esperaban sentados en las carreteras o en los caseríos. El piloto Jorge de Batlle descendía en picado y hubiera querido ametrallarlos. «¡Déjalos!». En cambio Marta y María Victoria, al pasar con los camiones, repartían chuscos de pan y botes de leche y tabaco. Don Anselmo Ichaso deseaba también salvar a aquellos hombres. ¡Serían tan útiles en los trabajos de reconstrucción! Se produjo un singular forcejeo, en el que los protagonistas, los prisioneros, no intervenían para nada. Aleramo Berti los obsequiaba con estadísticas de producción italiana y con retratos de Mussolini y del Conde Ciano. Schubert los obsequiaba con la revista Signal y con retratos de Hitler y del doctor Goebbels. ¿Y Núñez Maza? Núñez Maza les regalaba hermosas palabras, ejemplares de La Ametralladora y los retratos de Franco y de José Antonio. Los prisioneros no sabían qué hacer con tanto retrato y decidían comerse el pan, beberse la leche y fumar el tabaco. Su mirada era perforante, hasta que de improviso rompían a llorar.
En el interior de Santander reinaba la confusión. Mientras compañías enteras decidían rendirse, grupos de fanáticos proseguían su retirada hacia Asturias, dispuestos a organizarse en las montañas. En su fuga se daban cuenta de lo que significaba abandonar la riqueza ganadera de la provincia, sus factorías, el Sardinero y Cabo Mayor, la «constructora naval» de Reinosa. Al igual que ocurrió en Bilbao, fueron muchos los fugitivos que eligieron la ruta del mar. Los destructores Ciscar y José Luis Díez habían sido enviados por el Gobierno de Valencia con ánimo de levantar el bloqueo, pero se vieron obligados a retroceder. El mar volvió a poblarse de embarcaciones de todas clases que huían a Francia, intentando burlar las minas y los «bous» nacionales que vigilaban, implacables en su patrullar.
Los combatientes que optaron por deponer sus armas y esperar la llegada de los vencedores, se concentraron en la plaza de toros de Santander, hasta un número aproximado de diecisiete mil hombres. En algunos momentos, dicha plaza despertó la hilaridad general. En el centro del ruedo, los milicianos simulaban embestir, hasta que de pronto corrían a refugiarse en los burladeros al grito de «¡No pasarán!». En las gradas alternaban las risas y el silencio; mientras en lo alto, alrededor de la plaza, ondeaban doce banderas blancas.
El día 25 de agosto, Santander fue ocupado. A última hora, grupos sanguinarios acribillaron a varias familias «fascistas» que, por confusión, se habían lanzado a la calle prematuramente, gritando: «¡Viva España!».
En toda la zona «nacional» hubo tedeum, y la multitud desfiló cantando: «¡Franco, Franco, Franco!». En Bilbao, la abuela Mati dijo: «Cuando venga Jaime, me gustará que me explique por qué no se rinden todos de una vez». «La Voz de Alerta» recibió un anónimo afirmando que entre los diecisiete mil prisioneros de la plaza de los toros se encontraba el espía Dionisio, el Dionisio real. Herr Schubert dedicó singulares elogios a los alféreces provisionales, a los muchachos, jovencísimos algunos de ellos, que salían de las academias de Burgos, Ávila, Granada, Sevilla, Dar Riffien, etcétera, exhibiendo una estrella en el pecho. «Son bravos —había dicho el alemán—. ¿De dónde sacan tanta bravura?». Aleramo Berti intentó aclararle el enigma. Aparte las razones patrióticas, el italiano habló de la fe religiosa, citándole unos párrafos de la consagración al Sagrado Corazón de Jesús que hacían los alumnos de la Academia de Granada.
Ante el trono de tu Amor y a los pies de Mi Madre bendita la Virgen de las Angustias, venimos a postrarnos reverentemente los que, hoy alumnos, mañana seremos oficiales de la valerosa Infantería española. Tú sabes, Señor, a qué venimos. Tú sabes, Señor, que, en esta tierra bendita, la España de tus predilecciones, hay entablada una guerra terrible, en la que defendemos todas nuestras gloriosas tradiciones, que tuvieron siempre por alma el amor hacia Ti y el temor de tus divinos mandatos.
Schubert parpadeó. Al igual que le ocurría a Fanny, jamás entendería a los españoles. «¿Qué garantía tienen esos muchachos de que tal Sagrado Corazón existe, y cómo se atreven a decirle: España de tus predilecciones? ¿En qué aspecto España es predilecta de Dios? Y admitiendo que lo sea ¿qué opinar de ese Dios, que permite que sus elegidos se maten de esa manera?».
Aleramo Berti le replicó:
—No nos metamos en honduras. —Luego añadió—: Mi madre le contestaría a usted que la muerte no es muerte sino paso a una vida mejor.
La abuela Mati preguntó a sus hijas Josefa y Mirentxu: «Y ahora ¿qué harán con los prisioneros?». Nadie lo sabía. Por de pronto, los vencedores buscaban en la capital «liberada» los responsables de los desmanes cometidos. Pero ocurría que la mayoría de estos responsables habían huido. ¿No perjudicaría ello a los diecisiete mil prisioneros? Tal vez sí; y tal vez perjudicase incluso a los componentes de los batallones Padura, Munguía y Arana Goiri. Por supuesto, había empezado en el acto la criba, la clasificación. Auditoría de Guerra seguía a las tropas y su mecanismo jurídico funcionaba con rapidez y contundencia, aparte de las patrullas que ejercían por su cuenta y riesgo la labor llamada «de limpieza». En el sector de Toledo, dicha Auditoría fue tan implacable, firmó tantas sentencias, que los encartados la llamaban: «la columna Watermann».
Schubert sabía lo que iba a ocurrir, pues no perdía detalle y conocía la costumbre. Un determinado número de prisioneros serían fusilados a consecuencia de denuncias. Otros prisioneros serían llevados a pelotones de castigo. Otros conseguirían que un pariente o un amigo los garantizara como «adictos al Movimiento Nacional» y se incorporarían normalmente al Ejército victorioso. Otros reforzarían los batallones de trabajadores con los que don Anselmo Ichaso se había encariñado.
* * *
Muchas personas estimaron que el frente Norte se había acabado virtualmente y entre ellas se contaba el eufórico Núñez Maza. Núñez Maza organizó a través de Radio Salamanca una serie de emisiones que destilaban júbilo, amenizadas con canciones vascas y santanderinas, con lectura de textos de Unamuno y de Pereda y con pronósticos temerariamente optimistas. Otra gente, en cambio, se mantenía a la expectativa… Y el que más, «La Voz de Alerta». No en vano el dentista era uno de los jefes del Servicio de Información. Ello le valía tener sobre la mesa del despacho, además del nombre de la ciudad de origen de Dionisio, la edad de éste y una serie de datos según los cuales las esperanzas del general Ullibarri de una ofensiva «roja» en otro frente iban a verse satisfechas inmediatamente, antes que pudiera iniciarse el ataque a Asturias. Estos datos le habían llegado a «La Voz de Alerta» a través de la red normal de enlaces que, partiendo de Madrid, llegaba, en cuestión de veinticuatro horas, a San Sebastián. El informe no dejaba lugar a dudas: los «rojos» iban a desencadenar una operación masiva en Aragón, sector de Belchite; con el propósito de ocupar, ¡oh, el recuerdo de Durruti!, a Zaragoza y desmoronar todo el dispositivo. Para ello habían reagrupado todas las fuerzas supervivientes de Brunete, transformando en mixtas las Brigadas Internacionales, y habían alineado todo el Ejército, perfectamente intacto, de que Cataluña disponía. «La Voz de Alerta» había enviado a Salamanca toda la información, pero temía no llegar a tiempo. Particularmente estaba muy inquieto, pues precisamente en el sector de Belchite, en el pueblo de Codo, se hallaba de, guarnición el Tercio de Nuestra Señora de Montserrat, el de los requetés catalanes, con una serie de muchachos gerundenses, entre ellos, Alfonso Estrada, que llevaba en la manga los galones de sargento. La experiencia le había demostrado que la primera embestida era siempre incontenible e implicaba el sacrificio de las fuerzas avanzadas de defensa. ¿Qué quedaría de aquellos conciudadanos aparte el recuerdo de su heroico sacrificio?
El Servicio de Información resultó veraz. El 27 de agosto, como estalla un trueno, estalló en Aragón la operación Belchite. Los efectivos acumulados eran ingentes y, al igual que en Brunete, el frente «nacional» se hundió. El general Ullibarri sonrió y repartió sus tropas por los montes de Asturias. Aquello era la tregua esperada, que conduciría al invierno. ¡Más sangre, más y más sobre la tierra! Belchite fue ocupado y rebasado y del Tercio de Montserrat apenas si se salvaron unos cuantos requetés que, andando, consiguieron llegar a las líneas de atrás. Las tropas atacantes eran heterogéneas. Se componían de milicianos fanáticos, de otros forzados e incluso de soldados que al llegar a los cuarteles y a las trincheras blasfemaban por creer que ello era obligatorio. Líster estrenó una táctica-sorpresa, consistente en lanzar sus tanques hacia la retaguardia enemiga, llevando en lo alto, pecho descubierto, a diez o doce milicianos, con la consigna de apearse en un momento determinado y hostilizar al adversario por la espalda, encerrándolo entre dos fuegos. El éxito inicial fue también completo y sembró el pánico entre los defensores. ¡Ah, si se ganaba Zaragoza!
La orden dada por el Mando «nacional» fue tajante: resistir hasta la muerte. Y a toda prisa fueron trasladadas, ¡otra vez!, la aviación del Norte y las baterías artilleras. En cambio, Franco no retiró de Santander ni un solo batallón de infantería. Reunido su Estado Mayor, afirmó: «Se restablecerá la situación». Entretanto, se rumoreaba que, por fortuna, un buen porcentaje de las granadas «rojas» no estallaban, por estar las espoletas mal graduadas o llenas de serrín, y en los templos de Zaragoza, la ciudad más próxima y amenazada, fueron organizados turnos de plegarias implorando el fracaso del ataque enemigo. Dichas plegarias se dirigían a la Virgen del Pilar, «la Limpia, la Pura, la Concebida sin Mancha», que en la historia del Ejército español había sido patrona de sesenta y dos Regimientos y Unidades.
En esta ocasión fueron David y Olga quienes presenciaron el desarrollo de los combates. Los maestros, estimulados a ello por Cosme Vila, que quería convencerlos para que ingresaran en el Partido Comunista, salieron hacia el frente en un camión de Intendencia y se situaron en un observatorio del vértice de la Campana. Su contacto con la guerra los anonadó. Nunca hubieran supuesto que una vida o cien vidas contaran tan poco en la mente de un jefe militar. En aquellos días oyeron repetir muchas veces «oleadas sucesivas», «pelotones de sacrificio», «carne de cañón». Cada una de estas frases significaba hijos de madre que iban a morir. «Las Compañías de Acero cantando a la muerte van». Olga, con su sahariana, y con los prismáticos o pegada al telémetro, parecía una observadora rusa directamente llegada del Kremlin. David se estremeció al oír que los aviones agrupados y negros eran llamados «las viudas» y los trenes blindados «los tiznados». En una casamata donde pernoctaron había un reloj antiguo con esta inscripción: «Acuérdate de que el tiempo pasa». David le decía a Olga: «Pero ¡son hombres!». Sí, lo eran. «¡Sus, y a por ellos!». Sus, y a por los hombres. «¡A jorobarse tocan y punto en boca!». A jorobarse, es decir, a retroceder y a morir. «¡Mucho haces tú de “boqui”!». Eso quería decir cobarde. Los prisioneros cogidos con el arma humeante eran llevados «al picadero» y los milicianos decían luego que había habido «corrida de toros». David y Olga acabaron por sentarse debajo de un árbol, exhaustos. Se abrazaron, y David volvió a fumar ¡como en la sacristía de San Félix! Y no lejos de donde ellas estaban, una moza canturreaba por lo bajo:
No quiero que te vayas,
ni que te quedes, ni que me dejes sola
ni que me lleves;
quiero tan sólo…
Pero no quiero nada
lo quiero todo.
Entre los ciento ochenta y dos requetés del Tercio de Nuestra Señora de Montserrat, distinguióse especialmente Alfonso Estrada y, más que éste aún, un muchacho de Tarragona llamado Luis Oliva, de estirpe tradicionalista tan antigua como la de los Ichaso. Luis Oliva se presentó voluntario para una misión de enlace entre el pueblo de Codos y Belchite, misión que lo obligó a atravesar once kilómetros de terreno enemigo y a librar varios combates cuerpo a cuerpo con centinelas de la FAI. Era un muchacho fornido, pero paticorto. A lo largo del trayecto fue mordiendo con los dientes el escapulario y escribió con tiza, en los restos de un tanque de Líster: «Por Dios, por la Patria y el Rey». En Belchite recibió dos heridas graves. Fue preciso amputarle una pierna. Luis Oliva prefería morir antes que caer prisionero. Saludó a la pierna amputada quitándose la boina roja y animaba a sus compañeros diciendo: «No apurarse, que también mi glorioso Patrón San Luis, rey de Francia, las pasó negras en la guerra». Murió a manos de dos senegaleses montados a caballo que lo decapitaron al paso, como en un torneo. Alfonso Estrada prometió que cuando Belchite fuera rescatado no cejaría hasta dar con la cabeza de su entrañable camarada Luis Oliva.
El balance de la operación Belchite fue también abrumador para el Ejército Popular. Muchos heridos fueron llevados a la costa alicantina, en el sector de Altea, excepto algunos internacionales, que se empeñaron en ser curados en Francia y fueron llevados por vía aérea al hospital de Eaubornne, cerca de París. Antonio Casal escribió para El Demócrata: «¿De qué sirve comprar armas al extranjero si a las pocas semanas caen en manos de los militares?».
Poco después, a mediados de septiembre, las fuerzas que habían quedado estacionadas entre Santander y Asturias oyeron sonar de nuevo el clarín de guerra. Era obvio que el retraso ocasionado por la intentona de Aragón iba a perjudicar a los soldados. Había empezado a llover. La mansa lluvia de la costa cantábrica. La lluvia que en otoño caía también sobre Gerona irrealizando la catedral. En Asturias, la lluvia era misteriosa y preocupante, porque, no sólo había en la región tierra verde sino también minas negras, charcos negros en torno a las minas, que las mujeres contemplaban desde el umbral, comiendo pan. Lluvia que desde los montes bajaba en regueros o en cascada hacia los valles, que convertía en peso muerto las botas de los combatientes. «¡Arriba España!». «¡Por Dios, por la Patria y el Rey!». Los soldados avanzaban. Los capotes se pegaban a sus cuerpos con reumática humedad. Algunos moros conocían ya aquellos caminos, puesto que avanzaron por ellos cuando el sofoco de la revolución de octubre de 1934. Los legionarios tenían a gala resistir las inclemencias y apostaban sobre la dosis de coñac que un solo hombre podía beberse en la jornada. Fueron ocupados todos los puertos de Pontón a Pajares, a excepción del de Piedrafita, y las Brigadas Navarras ganaron Llanes y Arenas de Cabrales. El general Aranda mandaba una División. Fue el defensor de Oviedo y se conocía Asturias palmo a palmo. Los requetés se enfurecieron al enterarse de que los «rojos» llamaban «Santiago Matamoros» al apóstol Santiago y les incomodó acercarse a Covadonga en sentido inverso a como lo hizo don Pelayo, es decir, subiendo al Santuario en lugar de bajar de él. Hasta que la niebla hizo su aparición. Niebla nacida no se sabía dónde, si en los picos de Europa o en el cerebro del general Ullibarri. Niebla que se derramaba por toda la región, obligando a los aviones a regresar a sus bases —Jorge de Batlle, a semejanza de los pilotos rusos, sin visibilidad perdía los reflejos— y confiriendo al enemigo aspecto fantasmal. Los pequeños carros de combate vacilaban y los mulos resbalaban y se despeñaban por las laderas. ¡Mulos sacrificados en Asturias! Estertores de mulo que hubieran entristecido a Dimas, a Moncho y al doctor Simsley. Animales evangélicos, sin ficha política, pero llevados a la muerte. Mulos que gemían en el fondo de los barrancos, a veces en compañía de algún soldado cuyo pie se mostró torpe.
El día 1 de octubre, Covadonga fue ocupado por la cuarta Brigada. Era el primer aniversario de la exaltación de Franco a la Jefatura del Estado y las tropas le enviaron un telegrama ofreciéndole aquella victoria en calidad de homenaje; de homenaje a él y a su esposa, oriunda de Asturias.
Entretanto, en Gijón, la Quinta Columna se preparaba ostentosamente para recibir a los vencedores, provocando con su actitud al capitoste «rojo». Belarmino Tomás. Los componentes de la Quinta Columna, entre los que figuraba otro hermano de Carmen Elgazu, el de Trubia, trasladado a la capital, no calibraban debidamente las dificultades del avance de los soldados «nacionales», muchos de los cuales llevaban cuatro meses combatiendo sin reposo. «¡Ya vienen, ya están aquí!». Lo primero era cierto, pero no lo segundo. Imposible, sin la ayuda de la aviación, rematar la operación. De ahí que, apenas la niebla abría una ventana, la Legión Cóndor invadía el cielo y dejaba caer bombas inflamables sobre los montes, cuyos bosques ardían como cuando Porvenir y el Cojo incendiaron los de Gerona. Entonces, los defensores salían de cualquier escondrijo y huían. Y huían los animales. Y Jorge de Batlle los perseguía. Algunas de las bombas lanzadas por la Cóndor erraban el objetivo, y así, en la población de Sama hundieron la iglesia, en la que habían sido concentrados los presos, e igualmente en el puerto de Gijón tocaron por dos veces el barco-cárcel allí anclado, en el que gran número de personas esperaban la entrada de las tropas.
Ya no les quedaban a los vencidos otra ruta de escape que el suicidio o el mar, pues en la carretera que seguía hacia el Oeste montaban guardia las fuerzas «nacionales» de Galicia. Un submarino huyó a Francia con los Estados Mayores y toda la documentación.
Gijón fue ocupado. En la ciudad apareció una inmensa bandera «nacional», cuya historia era singular. Había sido confeccionada por el hermano de Carmen Elgazu, Lorenzo de nombre, quien decidió que las franjas rojas podían pintarse con sangre de huérfanos de gijonenses asesinados. A buen seguro el hombre imaginó tal sutileza al recordar la abundante sangre que él mismo perdió en octubre de 1934, cuando los revolucionarios de un hachazo le cortaron cuatro dedos. A lo largo de dos días, y recorriendo domicilio tras domicilio, fue pinchando los brazos de dichos huérfanos, fue recogiendo en botellines la sangre heterogénea, evitando por medios químicos su coagulación. Y la víspera de la «liberación» de la ciudad, pintó la bandera, llorando sobre ella. En cuanto las tropas entraron salió enarbolándola y la clavó en el balcón del Ayuntamiento. ¡El paño se destiñó rápidamente, como en Lérida el morado de la bandera de la República! No importaba. Lorenzo Elgazu y con él muchos gijonenses sabían que ningún estandarte podía compararse con aquél en autenticidad.
Muchos sacerdotes salieron de sus escondrijos y se repartieron por la ciudad. Eran párrocos de algunos pueblos, a los que los propios mineros habían protegido. Su número era más crecido de lo que hubiera podido suponerse, de lo que pudo suponer el propio Lorenzo Elgazu.
Gijón era un hervidero. «No quiero que te vayas, ni que te quedes…». La Quinta Columna cantó un tedeum. Lorenzo Elgazu vertió en él su mejor voz. Era un hombre trastrocado por la guerra Siempre fue autoritario, pero sencillo; ahora su alma exigía complicaciones. «Hay que hacer esto, hay que hacer lo otro». «Si hacemos esto, Asturias será un paraíso». «Si hacemos esto, acabaremos incluso con la niebla». Soñó con convertirse en hombre público, en redentor de las familias que vivían y morían en torno a las minas negras. Un soldado le preguntó: «¿Y esos dedos que te faltan?». Él contestó: «Se los llevó de un mordisco el capitoste Belarmino Tomás».
* * *
El día 21 de octubre, Radio Salamanca anunció al mundo que el frente Norte había dejado de existir. Liquidación del frente Norte… El número de prisioneros se elevaba a cien mil y las consecuencias de la batalla serían sin duda gigantescas. El cinc y los metales especiales de Reinosa y Santander, así como las minas de carbón asturianas, habían caído en poder de los «nacionales». Ello, unido a los establecimientos metalúrgicos de Bilbao y a las piritas, el plomo y la plata del Sur, significaban un potencial terrible en poder de los militares. Axelrod profetizó: «Ahora los ingleses enviarán a Salamanca hasta embajador». Por otra parte, ciento cincuenta batallones quedarían disponibles para ser trasladados a Madrid o Aragón, para maniobrar en dirección al Mediterráneo. Raymond Bolen y Fanny, comentando esta posibilidad, decidieron darse una vuelta por la España «rebelde», si «se les concedía la entrada».
Mientras en toda la región seguía lloviendo —pronto el Puerto de Pajares quedaría incomunicado por la nieve— y en los pueblos mujeres y niños, de pie en el umbral de sus casas, guardaban silencio, mordiendo pan, Núñez Maza organizó en Radio Salamanca una emisión estadística y otra informativa. Aquélla, dirigida a los muchos estrategas de café que había en el país y que gustaban de manejar datos sobre materias primas; ésta, destinada a la zona «roja», a las familias de los prisioneros y de los heridos hechos en la maniobra del Norte. En Ginebra había sido creada una oficina para cumplir con este menester, pero en la práctica se manifestó inoperante. Por otra parte, la radio constituiría una inmensa propaganda, dado que innumerables personas contrarias a la «Causa Nacional» se verían forzadas a conectar a diario con Salamanca, esperando oír el nombre del desaparecido.
* * *
Nadie como mosén Alberto podía dar fe de las consecuencias que, en el área particular, trajeron consigo los combates del frente Norte. Precisamente el sacerdote abandonó el convento de monjas de Pamplona y se instaló en San Sebastián —con el propósito de asistir espiritualmente a los condenados a muerte en la cárcel de Ondarreta— el día de la ocupación de Santander. Tal coincidencia fue juzgada de buen augurio por las monjas, las cuales lo despidieron diciendo: «Estamos seguras de que el Señor velará por usted».
Mosén Alberto conocía muy de pasada San Sebastián; pero, tal como le participó a don Anselmo Ichaso, de quien lamentó mucho separarse, le bastaba con saber que aquella tierra era vasca… «La Voz de Alerta» se había ocupado de todo lo relativo al aposentamiento del sacerdote, consiguiéndole una vivienda confortable y los servicios de una mujer ya entrada en años, viuda, «que le cuidaría como a un rey».
No obstante, mosén Alberto se sintió agitado desde el primer momento. La labor que le esperaba en la cárcel de Ondarreta le tenía sobre ascuas. Por si fuera poco, en cuanto tomó posesión de su nuevo domicilio comprobó que un considerable sector de la capital donostiarra vivía con «escalofriante frivolidad»; lo mismo que Gorki y Teo opinaron de Gerona. ¡Y los falangistas! Seguían sin gustarle ni pizca. ¡Y los nazis! Se paseaban soberbios por la ciudad. Mosén Alberto no comprendía que la doctrina de Hitler que había sido oficialmente condenada por el Papa, pudiera libremente hacer propaganda en el país. «La censura impidió que dicha condena papal se hiciera pública —le dijo a “La Voz de Alerta” mosén Alberto—, pero ello no altera la realidad». Tampoco le gustaba al sacerdote catalán que los obispados de la zona hicieran cuantiosos donativos pro Ejército.
Naturalmente, su mayor preocupación era la cárcel. El primer día que se dirigió a Ondarreta se extasió ante el espectáculo de la Concha, la bahía de San Sebastián, en cuyo extremo oeste, a los pies del monte Igueldo, se erguía el edificio penitenciario. Parecía imposible que en paraje tan bello hubiera gente detrás de las rejas, condenada a morir. Además, en el camino no pudo menos de evocar su fracaso en la cárcel de Gerona en 1934. ¡Fracaso del que se declaraba culpable! Porque era caprichoso, porque vivía sometido a imprevisibles cambios de humor, porque era sin duda antipático. ¿Cómo explicarse, si no, que en todo el tiempo que había residido en Pamplona no hubiese recibido más allá de un par de visitas de fugitivos de Gerona? ¡Con los que pasaron por la ciudad! Algo había en su figura que levantaba hostilidades.
Sus primeros contactos en Ondarreta lo desanimaron todavía más. Ya el director le advirtió: «Es gente de armas tomar». Él confiaba por dentro en la intervención de la Gracia. «Todo lo puedo en Aquél que me conforta». Comprendía que a un combatiente «rojo» que iba a morir era muy difícil hablarle de Dios. «¡Son los servidores de tu Dios los que me van a fusilar!». Pero se decía que, con apuntarse un éxito, uno sólo, su empeño estaría salvado.
Los condenados pasaban la última noche en el primer piso, en celdas individuales, a través de cuya ventana se veía y se oía el rumor del mar. Cada ola les parecía su propia respiración. Algunos se obsesionaban pensando: «Me quedan, aproximadamente, tantas respiraciones»; o bien: «Me quedan tantos latidos». Era doloroso y terrible saber que, después del alba, cuando ellos ya no estuvieran, por muchos años y siglos el mar seguiría latiendo allí, latiendo, y respirando.
«Gente de armas tomar…». Gente que había tomado arma, pero que ahora se encontraba absolutamente pobre e indefensa, esperando el amanecer. Mosén Alberto comprobó muy pronto que su aparición en el umbral de la celda despertaba una mirada de odio que a veces llegaba al paroxismo. Por regla general, era imposible precisar la edad de los condenados. Los había que no pasaban de los treinta años y parecían viejos, y los había cincuentones con aire juvenil. No llevaban traje carcelario. ¿Para qué? Pero habían sido despojados de todos los objetos y emblemas. En las celdas, además de la ventana, había un camastro y una silla. En las paredes, a semejanza de los calabozos que ocuparon el comandante Martínez de Soria y sus oficiales, había nombres y fechas grabados torpemente.
El saludo de los condenados solía ser:
—¡Lárgate!
O bien:
—¡Vete ya, cura sarnoso! ¡Perro!
La mayoría añadían: «¡Déjame morir en paz!». Querían morir en paz. Pronunciaban la palabra paz. Sabían que ninguna lápida rezaría para ellos: «Descansen en paz». Los detenidos de Ondarreta eran los apresados en alta mar, entre Bilbao y la costa francesa. Los desembarcaban en el puerto de Pasajes, desde donde eran conducidos a San Sebastián. Los juicios eran más o menos rápidos, según hubiera o no celdas libres. Mosén Alberto acostumbraba a porfiar, intentando una segunda visita e incluso una tercera, pretextando que se ponía a su disposición por si deseaban comunicar algo a algún pariente o amigo. «Diles que me han matado con mucho cariño». «Quieres sacarme las señas, ¿no? Para ir luego por ellos». De pronto, mosén Alberto veía acercársele el condenado. No era raro que recibiera en pleno rostro un salivazo, o un puñetazo, o que le largaran un puntapié. Los centinelas tenían orden de no intervenir y más de una vez lo habían visto rodar por el suelo, molido como una pelota. En estas ocasiones, el sacerdote tanteaba un momento a su alrededor, como si buscara las gafas, y luego se levantaba hipando. Su cara quedó desfigurada el primer día. Había sangrado muchas veces por la nariz. ¡Cuánto le costaba afeitarse! ¡Si lo vieran las monjas de San José! Una mujer de Cangas de Onís llegó a más. Se le acercó sin pronunciar una palabra y de pronto le pegó una patada entre los muslos. Mosén Alberto cayó fulminado, sin sentido, y fue llevado a la enfermería pálido como un cadáver.
Cada noche mosén Alberto regresaba a su piso con el alma más rota que el cuerpo. «No soy digno de conseguir una conversión». «La Voz de Alerta» se reía de sus escrúpulos: «¿Qué va usted a esperar de esa gentuza?». Javier Ichaso acariciaba sus muletas y no le decía nada. Mosén Alberto le era simpático porque perdía tanta sangre por la nariz. Sin embargo, el día de la toma de Gijón, el sacerdote los dejó boquiabiertos. Les dijo que, más que a los condenados, compadecía a tres o cuatro muchachos jóvenes, huidos de la zona «roja», que cada día se ofrecían voluntarios para las ejecuciones. «Lo pasan en grande. Ésos sí me inspiran compasión».
Entre todas las entrevistas que le tocaron en suerte, diversas como granos de arena, dos habían de conmoverlo de un modo especial. Al término de ellas mosén Alberto se preguntó: «¿Cómo puedo yo ser depositario de secretos tan sencillos y entrañables?».
La primera lo enfrentó con un capataz de los astilleros de El Ferrol acusado de «gravísimos y reiterados sabotajes en la reparación de buques». Hombre bajito y acobardado, que no se hacía a la idea de que iba a morir y que se había pasado veinticuatro horas seguidas escribiendo una carta. El capataz le contó a mosén Alberto de pe a pa lo ocurrido. Era cierto lo de los sabotajes, ¡él fue siempre republicano!, pero también lo era que en El Ferrol fue condiscípulo de Franco. «Vivíamos en el mismo barrio y fuimos juntos al colegio. Éramos amigos, no miento. Yo tenía un año más que él y lo llamaba Paco. Los dos queríamos ingresar en la Marina, pero se suspendieron los exámenes y él se fue a la Academia de Infantería de Toledo y yo me desanimé y entré en los astilleros. ¡Los jueces no han querido escucharme! Y digo la verdad. Era amigo de Franco y estoy seguro de que no me ha olvidado, de que se acordaría de mí. Páter, ¿no podría usted conseguir…? ¡Estoy seguro de que si él supiera…!».
Mosén Alberto, después de hablar con el oficial de guardia, transmitió al detenido la negativa inapelable. «Lo siento…». El hombre rompió en sollozos y por fin, dominándose, le habló a mosén Alberto de lo mucho que él amaba a su mujer. «He escrito una carta para ella. Hágala llegar a sus manos, por favor. Vive en El Ferrol, calle de Colombia, 27. Tome usted…». La carta era de quince páginas, con letra temblorosa. «Ha sido para mí la mejor compañera, ha perdonado todos mis errores. La quiero. En la carta se lo digo. La quiero».
La carta tembló también en las manos de mosén Alberto, porque éste sabía que la mujer del capataz no se encontraba en El Ferrol, sino en aquella misma cárcel, en el mismo piso, acusada de complicidad reiterada y grave en las acciones de su marido. Habían sido detenidos en alta mar, en embarcaciones distintas. La mujer también sería ejecutada al amanecer.
Mosén Alberto le preguntó al capataz, con discreción, si quería confesarse. El hombre negó con la cabeza. «No, no. Sólo deseo que envíe la carta a mi mujer». El hombre se aproximó a la ventana y contempló el mar, el mar para el que tantos barcos había construido. Mosén Alberto se despidió de él. «Hasta el amanecer, no me moveré de este piso. Si necesita algo más, avíseme».
Y el sacerdote se dirigió a la celda en que esperaba la mujer. Ésta, al verle, se levantó colérica. Parecía menos derrotada. «¡Márchese, márchese usted!». Mosén Alberto le dijo que lo único que pretendía era ofrecerse por si deseaba comunicarse con alguien. «Si quiere usted que entregue a alguien algún objeto, o…».
La mujer dulcificó su semblante. Marcó una pausa. Sí, le entregaría una carta. Una carta para su marido, que fue durante años y años capataz en los astilleros de El Ferrol. «Ahora está en Francia. Pudo escapar. Estará en Burdeos; ya le daré las señas». Mosén Alberto se contuvo. «¿Tiene usted papel y pluma? —preguntó—. ¿No? Se lo traigo en seguida».
Mosén Alberto salió y regresó al punto con lo prometido. La mujer lloriqueaba, mirando el suelo. Por más que quisiera le sería imposible decirle a su marido, por carta, lo mucho que lo había amado siempre. «Le amo, ¿sabe usted? Ha sido siempre bueno conmigo. Le amo, le amo… Le escribiré, le escribiré hasta que llegue el momento en que esos canallas…».
Mosén Alberto, con tacto, la interrumpió:
—No me moveré de este piso. Si necesita usted algo más, avíseme.
Mosén Alberto guardó para sí el secreto de las dos celdas, separadas una de otra no más de cuarenta metros. Y cuando la luz del alba penetró por los ventanales y el mar se desperezó, el sacerdote, arrodillado en la Administración de la cárcel, rogó para que aquel hombre y aquella mujer encontraran en el seno de Dios la deseada clemencia y pudieran, en Él, a través de Él, pasarse la eternidad contándose uno al otro lo mucho que se amaban.
Poco después, en la misma playa, frente al edificio de Ondarreta, el cura gerundense quemó los dos sobres y con las manos sepultó las cenizas debajo de la arena.
* * *
Fuera de la cárcel, fuera de Ondarreta, mosén Alberto había de vivir otra escena menos sencilla, pero igualmente entrañable. Otro sentenciado a muerte: un sacerdote vasco, escondido en una pensión, en la que fue localizado por unos requetés, entre los que figuraba Javier Ichaso.
Mosén Alberto, en el Buen Pastor, había oído hablar de aquel sacerdote, fanático y separatista. Se llamaba José Manuel Iturralde y había nacido en Erandio. Todos los sacerdotes de San Sebastián le conocían y conocían sus ideas. Perteneció durante mucho tiempo a la «Solidaridad de Obreros Vascos». En los primeros días de la guerra, estimuló a los gudaris a combatir. En pleno combate por la ocupación de Guipúzcoa, unos soldados del coronel Beorlegui lo habían visto en Peñas de Ayala, disparando furiosamente con una ametralladora.
Todas las pesquisas para dar con él habían fallado, hasta que los requetés le sorprendieron en su escondrijo, una noche clara, clara sobre los tejados de pizarra y la bahía, precisamente la noche en que Gijón se rindió. Javier Ichaso, el más ducho en cuestiones de legalidad, sabía que, de entregar al sacerdote oficialmente, de denunciarlo a las autoridades, intervendría el obispado y el expediente se eternizaría. Animado de una extraña exaltación, que en el hijo de don Anselmo Ichaso solía coincidir con el dolor por su pierna ausente, el muchacho invitó a sus camaradas a abreviar las formalidades, a obrar por cuenta propia. La idea fue aceptada ¡cómo no! El sacerdote no opuso la menor resistencia y se dejó esposar las muñecas; pero les suplicó que le permitieran confesarse.
Los requetés vacilaron, hasta que Javier Ichaso estimó: «Está en su derecho».
De ahí que mosén Alberto fuese arrancado de la cama a las dos de la madrugada. El cura gerundense, sin saber de qué se trataba, siguió a sus dos acompañantes armados y se personó en la pensión. Allí, sin apenas preámbulo, se encontró a boca de jarro con el reverendo José Manuel Iturralde, el cual vestía de paisano. Los requetés dejaron solos a los dos sacerdotes. El reverendo José Manuel Iturralde tenía un aspecto vigoroso y enérgico, con las mandíbulas autoritarias. Sus muñecas habían sido esposadas. Mosén Alberto, al saber de quién se trataba, experimentó aguda inquietud. Inclinó la cabeza y pensó en Javier Ichaso y en lo atroz que era aquello.
—Es usted catalán…
—Para servirle.
El reverendo José Manuel Iturralde tuvo el valor de sonreír, recordando que pocas semanas antes él había confesado, en circunstancias parecidas, a dos requetés que los gudaris sorprendieron en trance de volar un polvorín. Mosén Alberto no acertó a corresponder a la sonrisa. Mosén Alberto no lo podía remediar; siempre le desasosegó profundamente confesar a otro sacerdote, Y en esta ocasión, viéndolo de paisano, más todavía.
El reverendo José Manuel Iturralde dijo, cediéndole el paso:
—Cuando quiera, estoy dispuesto.
Mosén Alberto avanzó hacia el centro de la estancia, donde había una silla, sin duda preparada. Se detuvo un momento, como para concentrarse en Dios. Luego, componiéndose con poca destreza la sotana, se sentó, colocándose de perfil. Y acto seguido oyó a su izquierda el sonoro golpe de las rodillas del penitente al chocar contra el suelo.
—Ave María Purísima…
El reverendo José Manuel Iturralde tenía ya hecho el examen, minuciosamente. Sin embargo, no acertaba por dónde empezar. Su cabeza colgaba sobre el regazo de mosén Alberto, quien se había cruzado de brazos con excesiva energía, dificultándose la respiración. El penitente, de pronto, evocó su primera confesión en Erandio. Tampoco supo por dónde empezar… Tenía entonces siete años. El confesonario lo mareó, pues olía a rapé. En aquella ocasión se acusó de no querer lo bastante a su padre y a su madre; ahora la estancia olía a otoño y a mosén Alberto y tenía que confesarse de no haber amado lo bastante a Dios.
Sí, éste era su pecado, el resumen de su vida culpable. Del resto, no acertaba a arrepentirse. Así se lo dijo a mosén Alberto, con voz tan ungida que pudo pensarse que hablaba en latín. Era cierto que tenía «antecedentes separatistas» y que lo identificaron en Peñas de Ayala mientras manejaba con rabia una ametralladora. Los servidores de esta arma habían muerto y él sin pensarlo más los sustituyó, en pleno combate. Creía que la causa era justa y seguía creyéndolo. Siempre entendió que el sacerdote debía estar de parte de los obreros y, pese a los desmanes y errores que éstos cometieran, opinaba que el pueblo vasco acabaría por imponer su sentido común y su tendencia a la solidaridad, en tanto que del lado de Franco inevitablemente no podía esperarse otra cosa que el predominio de los poderosos. «No puedo arrepentirme de lo que hice, no puedo». Sabía que gran parte de la jerarquía española había bendecido la rebelión militar; tampoco podía arrepentirse de haberla desobedecido en este aspecto, pues precisamente uno de los obispos que habían rehusado firmar la Pastoral fue el suyo, el de Vitoria. Por otra parte, era la eterna ofuscación. Los obispos españoles cedían ante el más fuerte, como siempre, al revés de lo que hacía el clero alemán, que le plantaba cara al propio Hitler.
—Así que, reverendo padre, de lo único que me acuso es de no haber amado a Dios sobre todas las cosas. En conciencia reconozco que sólo he conseguido esto en algunos momentos de mi vida. Normalmente he vivido pensando en mí y en otras personas, en mí y en mi prójimo. —El reverendo José Manuel Iturralde iba bajando la cabeza cada vez más—. Y también en el pueblo vasco. Esto ha sido… como una obsesión. Incluso al celebrar, no sé, casi siempre he pedido algo, en vez de adorar. He pedido por los demás y por el pueblo vasco. Ahora he de presentarme ante Dios. Dentro de poco he de presentarme ante Dios y tengo miedo. Algunas mañanas, en el altar, me atemorizaba pensar que Dios me visitaba; hoy me atemoriza mucho más saber que voy a visitarle yo. Y me cuesta renunciar a esta vida. Soy joven, compréndalo, y quería trabajar mucho. Quería vivir. Y me cuesta perdonar, aunque me doy cuenta de que ya lo estoy consiguiendo… Sí, perdono a quienes me han condenado y van a disparar contra mí. Y vuelvo a acusarme de haber pospuesto el amor de Dios. En cuanto a mi vida pasada… no sé. Desde que fui ordenado, muchas veces cedí a la tentación de la gula. Muchas veces, eso es. Y otras muchas he sido soberbio. Me sentía fuerte… y pecaba de soberbia. Me arrepiento ante Dios. Y le pido perdón por tener miedo. Y… nada más.
Mosén Alberto procuraba no respirar fuerte para no incomodar al penitente. No estaba muy seguro de lo que le correspondía decir. Cuando esto le ocurría, normalmente daba un gran rodeo citando frases del Evangelio o de san Pablo, y mientras tanto iba pensando. Pero, en aquella ocasión, cerca del mar, no podía dar este rodeo. Y el caso es que tal vez debiera opinar sobre la ametralladora. Un sacerdote disparando con ametralladora. ¿Tenía un sacerdote derecho a…? ¿Lo hubiera hecho él por Cataluña? También debía opinar sobre la desobediencia a la jerarquía. El cardenal Gomá fue explícito al firmar el documento de adhesión. Sin embargo, el obispo de Vitoria no firmó… Y tampoco el cardenal arzobispo de Tarragona… Pero el reverendo José Manuel Iturralde acababa de decir: «No me arrepiento».
—Hijo mío…, intento comprenderle. Usted mismo lo ha dicho: Dios le espera. No creo que en estas circunstancias quiera usted engañarse a sí mismo. En la medida en que esto nos es posible, sabrá usted muy bien el grado de malicia que ha habido en sus actos. —Llegado aquí, mosén Alberto se paró súbitamente, como horrorizado por una visión—. ¿Cree usted… que alguno de sus disparos…? ¿Cree usted que mató a alguien?
Las rodillas del penitente crujieron en el suelo.
—Pues… creo que sí.
Mosén Alberto se arrepintió de haber hecho la pregunta.
—Bueno… Usted sabrá. Compréndame… Un sacerdote… El reverendo José Manuel Iturralde…
—Ya le dije, padre, que creí cumplir con mi deber.
Mosén Alberto cabeceó, asintiendo.
—De acuerdo, hijo mío —accedió por fin—. Como sea… —Sin querer, respiró profundamente—. En cuanto a amar a Dios sobre todas las cosas… es el grave problema. Supongo que muy pocas almas consiguen amar a Dios por encima de todo. Incluso muchos santos fallaron ahí. Nuestros sentidos reclaman… Tenemos un cuerpo que pesa. Y he aquí que, en el día de hoy, Dios ha dispuesto… truncar la vida de usted. Acéptelo. Es la suprema expiación. Ofrézcalo por usted y por los demás. En definitiva, ésta es la misión del sacerdote. En esta guerra se cuentan por centenares los sacerdotes que han muerto; y supongo que han sido elegidos los mejores y que los que nos quedamos aquí… es porque no merecemos otra cosa. Convénzase, hijo mío, de semejante privilegio. Además, supongo que cuando cantó usted misa hizo lo que todos: pensó en que podía llegarle el martirio. Intente volver a sentir hoy, esta noche, lo que sintió en aquel momento. Sin duda tuvo usted una madre cristiana. Es otro privilegio. Pídale que le ayude a tener fortaleza en estas horas. En cuanto a sus obsesiones, no sé qué decirle. Supongo que nada malo hay en amar al propio país. Sin embargo… el hombre tiende a desorbitar todos sus amores. Así que… Y lo mismo le digo con respecto a su amor por los humildes. Jesús también los defendió. Bueno, tendría que decirle muchas cosas más…, pero también a mí me atemoriza pensar que dentro de poco verá usted a Dios cara a cara. Me siento pequeño a su lado. Nada, un alma apegada a la tierra. Le ruego, hijo mío, que esté tranquilo. Se lo digo en nombre del Señor. Y solloce, solloce cuanto quiera; es humano y el Señor lo comprende. También yo siento ganas de llorar, pero no soy digno de hacerlo, como lo es usted… ésta es su última confesión, su último acto de humildad. Prepárese a recibir la absolución. Voy a dársela al instante, en nombre del Señor. Cargo sobre mi conciencia todas sus dudas. Esté tranquilo. Piense que en el día de hoy, dentro de muy poco, se cumplirán en usted las preces de la misa: «Y me acercaré al altar de Dios, al Dios que es mi gozo y mi alegría». En realidad, hermano, el día de su primera misa va a ser el de hoy. De modo que viva en paz el poco tiempo que le queda. Yo soy indigno de dar la absolución a quien está a punto de ver a Dios, pero voy a hacerlo, por los méritos de Cristo, de la Virgen y por los méritos de usted. Y si usted quiere…, le acompañaré, si me dan permiso para ello. —El reverendo José Manuel Iturralde repitió por tres veces: «Me gustaría, sí, me gustaría»—. Bueno, prepárese a recibir la absolución. Como penitencia, rece usted un Credo, simplemente un Credo. Cuando yo me vaya, arrodíllese aquí mismo y rece un Credo. Y ahora, hijo mío, el «Señor mío Jesucristo…».
Dada la absolución, el reverendo José Manuel Iturralde se levantó. Lloraba. Lloraba a lágrima viva y se abrazó a mosén Alberto, que también se había levantado. La estatura de ambos sacerdotes era la misma, lo cual les facilitó el abrazarse con fuerza. Y fue en aquel momento cuando mosén Alberto aquilató en toda su dimensión la circunstancia de que aquel sacerdote que estrechaba entre sus brazos vería efectivamente a Dios, al cabo de media hora… Se sintió poseído por un respeto inmenso y se apoyó y sollozó en el hombro del reverendo José Manuel Iturralde. Tan intenso era aquello, que el sentenciado parecía mosén Alberto y no el sacerdote vasco. De pronto, mosén Alberto levantó la cabeza y dijo, con inesperada decisión:
—Hijo mío… ¿querría hacerme usted un favor…? ¿Confesarme a mí?
El reverendo José Manuel Iturralde se inmovilizó. Sólo sus mandíbulas temblaron, cerca del mar y cerca de la muerte. Tener ocasión, ¡todavía!, de ejercer su ministerio. Mosén Alberto se apartó y le cedió la silla, que estaba caliente. El reverendo José Manuel Iturralde se acercó a ella y por fin se sentó, colocándose también de perfil. Entonces, mosén Alberto alargó un momento el brazo para tomar el pequeño crucifijo que pendía de la cabecera de la cama, hecho lo cual se acercó al sacerdote y empezó a doblar lentamente la rodilla derecha hasta depositarla en el suelo, haciendo luego lo propio con la rodilla izquierda.
—Ave María Purísima…
* * *
Los requetés se llevaron al reverendo José Manuel Iturralde, sin darle permiso a mosén Alberto para presenciar la ejecución.
—¡Fuego! —exclamó Javier Ichaso, mientras el sacerdote levantaba la mano derecha para bendecirlos y una de las balas le agujereaba la palma por el centro…
A media mañana, Javier Ichaso visitó a mosén Alberto para transmitirle la última voluntad del «reo». La sotana debía ser enviada a su madre, que vivía en Erandio, y cedía a mosén Alberto los ochenta volúmenes del diccionario parroquial vasco «Argi Dona Labura» que figuraban en su biblioteca.