El rumor se convirtió en realidad. Aquella misma noche se supo con toda certeza que antes de las cuarenta y ocho horas el Mando «rojo» desencadenaría una operación gigante, precisamente en el frente de Madrid. Tratábase de un ataque ambicioso, cuyo objetivo inmediato era empujar las líneas «nacionales» hasta más allá del pueblo de Brunete. El ataque se iniciaría más o menos en el sector que Moncho e Ignacio, acompañados por Sigfrido, habían visitado aquella misma tarde. Los preparativos se llevaban a cabo con el mayor disimulo, evitando la aparatosidad en la concentración de tropas y desorientando en lo posible a las propias fuerzas que iban a protagonizar la batalla. El Hospital Pasteur, lo mismo que el instalado en el Ritz, eran centros neurálgicos y allí no cabían disimulos. Las dos bases del proyecto serían la importancia de efectivos y la sorpresa.
La noche transcurrió con zozobra y a primera hora de la mañana siguiente José Alvear, cumpliendo su palabra, se personó en el Hospital y solicitó ser llevado en presencia de Ignacio. Éste miró a su primo con la mayor ansiedad. Y tal como sospechaba, José le dijo que, pese a sus buenos deseos, no podía ayudarlo en tanto la ofensiva no hubiese finalizado, victoriosamente o no. Cada hora que pasaba, el trasiego de hombres y material era mayor.
—En estos momentos ya no queda un resquicio por donde puedas pasar.
Ignacio agachó la cabeza. La suerte les era adversa. Miró a su primo y en los ojos de éste leyó lealtad. Aquello le infundió ánimo para ofrecerle la mano, gesto al que José correspondió.
—Así me gusta —dijo José Alvear.
Ignacio tenía la boca seca. Marcó una pausa y finalmente acertó sonreír.
—Es curioso. Odio todo lo que tú representas, pero no te odio a ti.
—Lo mismo te digo.
Pasó Sigfrido, y al ver las tres barras de José Alvear levantó al puño.
José carraspeó y preguntó:
—¿Está por ahí tu amigo?
Ignacio disimuló su extrañeza.
—Debe de estar en el quirófano. Es anestesista.
—¿Cómo dices?
—Anestesista. El que duerme a los que van a ser operados.
—Ya.
Entonces fue Ignacio quien, sin apenas advertirlo, como materializando un pensamiento hondo, preguntó:
—¿La mujer que está contigo es Canela?
José sonrió.
—No se te escapa nada. Es Canela.
Sin saber por qué, Ignacio se alegró. Sin embargo, añadió:
—Espero que no le contarás nada.
José se encogió de hombros.
—Me ha dicho que te diera recuerdos.
—¿Cómo?
—No te preocupes. Es de confianza. Para hablar conmigo se arrodilla.
Volvió a pasar Sigfrido.
—El del treinta y cuatro te llama —advirtió a Ignacio.
—Allá voy.
—¿Quién es el treinta y cuatro?
—Uno al que llaman Polo Norte.
* * *
La gigantesca operación seria llamada más tarde «batalla de Brunete». Brunete, pueblo a 24 kilómetros al oeste de Madrid. Decididamente, los rusos impusieron su criterio, desechando sin remisión el ataque por Extremadura concebido por el ex presidente Largo Caballero, cuya obsesión era alcanzar la frontera de Portugal. Los rusos prefirieron hundir el frente de Madrid, y encargaron el plan de ataque al general Vicente Rojo. Éste elaboró al parecer, un trabajo estratégico de primer orden, que entusiasmó al propio ministro del Ejército, Indalecio Prieto, el cual por unos días relegó a segundo término sus intentos de extender el conflicto internacionalmente. En efecto, el mayor acierto inicial de dicho plan consistió en el factor sorpresa. Por primera vez el Ejército Popular lanzó un ataque sin que el enemigo, a través del SIFNE o por otro conducto, conociera de antemano su intención. El segundo acierto consistió, tal como se rumoreó en el Hospital Pasteur, en la masa ingente de aviación y de baterías artilleras puesta en juego, ante la cual los vascos exclamaron: «¡Si nosotros hubiéramos contado con esto!». El resultado de esta combinación fue que, de entrada, el frente «nacional» se hundió. Lo tanques rusos arrollaron las defensas, aplastaron las fuerzas de contención y siguieron adelante. «Las Compañías de Acero cantando a la muerte van». No parecía que aquellos espantajos pudieran ser detenidos de algún modo y sus conductores soñaban con llegar hasta Navalcarnero y luego a Talavera. A su paso, la mortalidad era terrible. Morían hombres y también briznas de hierba e insectos, los quereres del solitario Dimas. Líster, el general Walter y la XII Brigada avanzaron muy bien hacia los objetivos señalados; no así el Campesino, detenido por el tesón increíble de un grupo de falangistas. «¡Sus, y a por ellos!». «¡Acordaos de Guadalajara!». El desconcierto en las filas «nacionales» se veía agravado por los ataques locales que el general Vicente Rojo había ordenado en todos los frentes secundarios y por el aplastante dominio que ejercían en el aire los aparatos rusos llamado Curtiss y Ratas. Por añadidura, no existía sino una posibilidad de traer refuerzos: apelar a las tropas del frente Norte, que, alineadas en herradura, se disponían a iniciar el asalto a Santander.
El inicio victorioso de la operación aupó a los soldados del general Rojo. Las banderas bicolor que podían pisotear; los retratos que tiraban por los balcones; las arengas de la Pasionaria que recorría como un gamo las líneas de fricción; el puchero, todavía caliente en las cocinas abandonadas; los yugos y las flechas pintarrajeadas en negro en los muros, eran otras tantas púas que los metían en juego. «¡Sus, y a por ellos!». Ideal y el Cojo se abrazaban y se besaban a cada nuevo mojón de carretera. La caballería internacional, a las órdenes de Alocca, el sastre de Lyón, galopaba con belleza. Los capitanes Alvear y Culebra, que se habían despojado de sus mechas amarillas, se hacían un corte en la muñeca por cada tanque enemigo que ellos o sus hombres conseguían inutilizar, mediante el sistema de lanzar contra las ruedas unas botellas de gasolina y luego una granada de mano. En cuanto el tanque se detenía y empezaba a arder, se acercaban a él y se encaramaban a la torreta con la esperanza de encontrar vivos a los conductores; pero era lo corriente que éstos se hubieran suicidado levantándose la tapa de los sesos.
El Madrid «rojo» exteriorizó su júbilo. «¡Por fin!». «¡Hale, a comer pólvora!». «¡Eh, una de anís en recuerdo de Mola!». Las milicianas subían a las azoteas para oír el lejano fragor de la batalla, y muchas de ellas, que cuando la llegada de los «nacionales» a la Casa de Campo tenían preparados cubos de aceite hirviendo para echarlos sobre los moros y los legionarios, devolvieron, por fin, alborozadas, el aceite a la despensa.
Se rumoreaba que Prieto había salido de Madrid al objeto de seguir el desarrollo de la batalla y que a su lado, en los observatorios, se encontraban André Marty, llamado ya corrientemente «El carnicero de Albacete»; Palmiro Togliatti, llamado Alfredo; el yugoslavo José Broz; el general húngaro Pal Maleter y el novelista alemán Ludwig Renn. No, no se trataba de una tentativa como las anteriores. El recuerdo de Durruti pesaba mucho. Por otra parte, importaba no confiarse. Las emisoras de Madrid admitían la posibilidad de que el Ejército «fascista» del Sur se hubiera puesto en camino con el propósito de emplear gases asfixiantes. «¡Bah! Habladurías».
Vale más el correaje
que llevan los milicianos
que la chaqueta de cruces
que tiene Queipo de Llano.
El ególatra Berti envió a Roma un informe conciso, fiel reflejo de la situación, y por otro lado el embajador Von Faupel, al alimón con Herr Schubert, envió a Berlín una nota redactada en los siguientes términos: «La superioridad de los rojos es aplastante en material. El mando nacional se ha dejado sorprender. La situación puede ser grave. Es evidente que por primera vez el enemigo da pruebas de disponer de tropas disciplinadas. La operación tiene estilo y revela la existencia de un Estado Mayor competente. Hay que confiar en algún fallo, por ahora imprevisible».
La máquina divulgadora se había puesto en marcha. Las noticias favorables al Ejército del Pueblo se propagaron con traviesa rapidez. A Barcelona y Gerona llegaron gracias a la radio. A Londres, Bruselas y París, gracias a las apresuradas crónicas de Fanny y Raymond Bolen. Todos los corresponsales extranjeros hospedados en el Gaylord’s Hotel teclearon en sus máquinas elogiando sobre todo la labor de los tanquistas y de los pilotos aviadores. Bolen dijo: «Los tanques de la República, convertidos en engendros diabólicos, han intervenido, en forma masiva, por primera vez en la historia militar». Fanny describió la labor de los pilotos con frases de este tenor: «En el cielo de Madrid, la “Gloriosa” ha barrido incluso las nubes. En pleno día, se diría que brillantes estrellas van a tachonar de un momento a otro el azul. Mis ojos ingleses, acostumbrados a la niebla, se beben a chorro este azul, como presintiendo para las tropas “leales” un futuro despejado y victorioso».
De entre todos los jefes atacantes, el menos eufórico era el Campesino. Los falangistas que se le oponían, entre los que figuraban Mateo y José Luis Martínez de Soria, seguían apegados al terreno, sin ceder. En su avance inicial, el Campesino había ocupado varios caseríos y una ermita, ermita que sus guerrilleros destrozaron, excepto la campana. Pero «el general» extremeño no conseguía alcanzar los objetivos que le habían sido asignados. Su fusil ametrallador, su «despanzaburros», lanzaba escupitajos. «¡Fascistas! ¡Atrás, atrás!». Confiaba, ¡cómo no!, en que al final la suerte sería su aliada. «¡He de abrir brecha como sea!». Mil veces preferiría morir antes que continuar estancado, antes de convertirse en el hazmerreír de los internacionales que operaban a sus flancos. «¡Campesino, por allí salen huyendo!». «¿Por dónde?». «¡Por allí, detrás de la colina!». «¡Atrás, mamelucos!».
De hecho, pues, los únicos escépticos en el bando «rojo» eran los hombres que trabajaban en los hospitales de Madrid, lo mismo los de la Castellana que los de los Ministerios, así como los conductores de ambulancias y los camilleros. Dichos participantes en la batalla iban pensando para sus adentros que lo menos que debía admitirse era que los «fascistas» vendían cara su derrota. Ya no podían con sus fuerzas. Cuerpos y más cuerpos llegaban destrozados a los quirófanos. El doctor Rosselló, que había salido de Gerona sin conseguir que sus hijas lo abrazaran, no descansaba un minuto, en el Hotel Ritz, ayudado por los doctores Durao y Vega y por el equipo de enfermeras que encabezaba Canela, si bien ésta, cuando le venía en gana, se escapaba al bar más próximo a tomarse un refresco.
El doctor Rosselló tenía experiencia y en los últimos días había advertido un significativo cambio en el tipo de herido que le llevaban las ambulancias. Gran número de lesiones seguían siendo las propias de soldados que avanzan; pero empezaban a abundar las características de los combates de forcejeo, reveladoras de potencia similar y aún, en las últimas veinticuatro horas, vio algunos orificios —por ejemplo, en la espalda— que delataban movimiento de repliegue. En vista de ello, y en previsión de un aumento de bajas, evacuaba sin contemplaciones a los heridos leves, para tener siempre camas disponibles, y les decía a sus ayudantes, doctores Durao y Vega: «No estoy muy seguro de que esto termine en victoria».
Y con todo, el hospital mejor situado para calibrar debidamente la marcha y las perspectivas de la operación no era el Ritz, sino el Hospital Pasteur. En efecto, puesto que quienes llevaban el peso de la ofensiva eran las Brigadas Internacionales, éstas sufrían el mayor porcentaje de bajas, hasta el punto que algunos de sus batallones, entre ellos, el Lincoln, habían sido materialmente exterminados.
El doctor Simsley chorreaba más sangre todavía que el doctor Rosselló. Nada pudo hacer para salvar a sus compatriotas canadienses. Su energía, desproporcionada a su cuerpo, más bien raquítico —el rumor de que llevaba en el cerebro una lámina de platino se afianzó más y más—, tuvo que inclinarse una y otra vez ante la fatalidad, ante los corazones que decían: «adiós». Germaine y Thérèse no se movían de su lado. Eran fieles y abnegadas, pero Sigfrido estimaba en poco su trabajo, carente de fantasía, que el enfermero comparaba al de «un zapatero remendón».
Moncho era también protagonista destacado de lo que sucedía en el Hospital Pasteur, y por supuesto, no había perdido la esperanza de que la situación diera la vuelta… Podía decirse que desde el inicio de la batalla apenas si había pegado ojo. Moncho no cejaba anestesiando cuerpos —«un estómago, un pecho»—, haciendo una mueca cada vez que el indicador señalaba que otro hombre acababa de morir. ¿A quién pertenecía aquel cuerpo? ¿Al internacional que, a su paso por Gerona, le echó por la ventanilla la sahariana a Olga? Moncho daba pruebas de una serenidad ejemplar. Tapada la cara con la mascarilla, sus movimientos eran siempre exactos. El doctor Simsley tenía en él la máxima confianza. En el silencio de la sala de operaciones, los brazos y las manos de Moncho trazaban compases de ballet. El éter no lo mareaba. Por el contrario, su mente se clarificaba hasta conseguir un estado casi doloroso de lucidez.
Grave problema, que también a Moncho preocupó, significaba el entierro de las víctimas. Los vehículos, e incluso los buenos caballos, habían sido confiscados para transportar hombres vivos. No cupo más remedio que echar mano de carros retumbantes, carros que, cubiertos por una lona, salían por la puerta trasera del hospital y a la vista de los cuales la gente sospechaba que alguien disimulaba víveres. Los conductores de estos carros, al llegar a un descampado, apilaban los cadáveres en el suelo, y rociándolos con gasolina les prendían fuego. Los perros se les acercaban ladrando y no era raro que, a intervalos, se oyesen explosiones, ocasionadas por las granadas de mano que hubiesen quedado en los cinturones.
También Ignacio estaba presente en el Hospital Pasteur… Casi olvidó sus propósitos de fuga. La batalla de Brunete lo subyugó, constituyendo para él una lección comparable a la que recibió el 19 de julio en el cementerio de Gerona. Sigfrido no se explicaba que la bata del muchacho se le conservase impecable. No sólo Ignacio hacía honor a las clases prácticas que Moncho le dio en el Hospital Clínico de Barcelona, sino que se adaptó con asombrosa rapidez a las necesidades de cada instante y a las tareas que le eran desconocidas, como por ejemplo la de afeitar, antes de las intervenciones, las zonas velludas que debían ser aisladas.
Ignacio se había puesto gafas oscuras, estimando que lo protegían de no se sabía qué. Su pareja en el servicio era Sigfrido, con el que distribuía a los enfermos, según la ficha que estos traían del frente, o, en su defecto, según diagnóstico hecho a bulto. Clasificación que entrañaba responsabilidad suma, pues en ocasiones el retraso de unos minutos equivalía a la muerte. Ignacio comprobó que a menudo la expresión de los ojos era más orientadora que las palabras. Había ojos que miraban ya desde otro confín, los había sanguinolentos, plácidos, vidriosos. «¡De prisa, camaradas, de prisa!». «¡Salvadme!». También las manos sabían mirar… Las había de veinticinco años que en unos instantes envejecían, y otras, lo contrario, que en plena agonía empezaban ya a reposar. Había manos verdes y violáceas, marmóreas y negras; y muchos cuerpos, en su última sacudida, adoptaban la postura que cerraba el ciclo, la postura fetal.
Ignacio cruzó todos los estados de ánimo imaginables. No siempre se identificó con el dolor ni consiguió diferenciar la política de la misión que le incumbía. Cuando llevaba unas horas sin ver a Moncho se «descristianizaba», según confesó luego. Ahora bien, nunca le tentó el sabotaje, pues la carne era algo más próximo y concreto que los medicamentos del almacén de Pompeya.
A veces oía en su mente gritos de rebelión: ¿Por qué aquello? ¿Por qué le impresionaba más un miembro amputado que un cuerpo entero muerto? ¿Por qué no les llegaba nunca, herido, un aviador? ¡Ah, claro, los aviadores morían sin remisión! ¿Por qué determinados órganos extirpados continuaban latiendo en las palanganas? ¿Eran vidas completas en sí, o sólo pedazos de vida? Los cubos y los rincones del Hospital Pasteur iban colmándose de kilómetros de gasa que ya no era gasa, que era sangre de hombre en trance de coagulación.
¿Y por qué, de pronto, al atender a los internacionales, acudían a su memoria lecciones de su infancia escolar: «Grecia, capital Atenas; Bulgaria, capital Sofía»? Aquellos hombres no eran ciudades. Eran hombres. Ignacio se inclinaba a veces con extrema humildad sobre ellos, lo que invariablemente le recordaba a mosén Francisco. ¡Ah, las humillantes caídas del viejo Sigfrido! El viejo tenía la manía de arramblar con las pitilleras de los muertos. Ignacio se daba cuenta de ello, pero no decía nada. Sólo, en una ocasión, tuvo que luchar contra la avidez: a la muerte de un muchacho joven, noruego, que tenía en la mesilla de noche un termo reluciente, que parecía de plata.
¡Batalla de Brunete! Un pueblo oscuro, de la provincia de Madrid, recorría inesperadamente las páginas de los periódicos de todo el mundo. ¿Quién vencería a quién? Por descontado, Ignacio no hacía el menor caso de las predicciones optimistas de los comisarios políticos que visitaban el Hospital, en cuya opinión «los fascistas correrían hasta Salamanca». Ignacio, sin razonarlo siquiera, estaba persuadido de que los «nacionales» terminarían ganando la batalla.
Tal convicción lo ayudó mucho a perseverar en su esfuerzo. En cierto modo, se arrogaba la generosidad de quien se sabe ineluctablemente vencedor. Ignacio se multiplicó de tal suerte que el propio doctor Simsley, al cruzarse con él, sonreía con asentimiento. Sigfrido lo llamaba «el catalán», y el apodo hizo fortuna. «El catalán me lo traerá». «Un momento, que va a venir el catalán». Lo llamaron catalán con todos los acentos de Europa y hubo quien afirmó que se había diplomado en un hospital de Moscú. Llevaba el pelo sin cortar y sus ojeras hubieran asustado a Carmen Elgazu. Moncho, a quien no pasaba inadvertido el frenesí de su amigo, procuraba calmarlo. A veces le dejaba en la cama un papel escrito, sobre la almohada: «Menos humos, chaval». O le escribía en el espejo: «Cálmate y no seas majareta».
* * *
Los presentimientos de Ignacio se cumplieron. La ofensiva de Brunete se convirtió a la postre en un pavoroso desastre para quienes la concibieron. Correcta desde el punto de vista estratégico, en la práctica el mecanismo quebró. La sangría, horrorosa por ambas partes, fue mayor para el Ejército Popular, según datos objetivos conseguidos por Fanny y Raymond Bolen. Sobre todo, las Brigadas Internacionales recibieron un duro golpe. Tan magno fue el descalabro, que el general Varela creyó llegado el momento de explotar la situación e intentar un nuevo asalto a Madrid; pero, ante la desesperación de Schubert y de los militares alemanes, entre ellos Plabb, una vez más Franco optó por «el ritmo lento» y ordenó el regreso de las tropas al frente Norte para liquidar antes aquella bolsa, que consideraba vital. En Madrid, pues, las líneas volvieron virtualmente a su antigua configuración.
Se inició el inevitable desmenuzamiento de las posibles causas del fracaso. El coronel Muñoz, que antes de incorporarse al frente de Teruel se había trasladado a Madrid, dijo: «Los mandos subalternos, al gozar del privilegio de pedir explicaciones sobre las órdenes que recibían, retrasaron la acción en los momentos claves. Por idéntico motivo fallaron los enlaces». El general Walter achacó el fracaso al jefe de la XV Brigada Internacional, Copik; al comandante Kriege, de la XIII, y sobre todo, a la cobardía y deserción del capitán Alocca, el ex sastre de Lyón, jefe del Escuadrón de Caballería, que debía llegar a Quijorna y que chaqueteó lamentablemente. Otros oficiales, españoles, se limitaban a decir: «Ha sido horrible». Indalecio Prieto, profundamente decepcionado, regresó a Valencia, dispuesto a especular de nuevo sobre la posible extensión del conflicto, y su regreso coincidió con la negativa de los voluntarios de la XIII Brigada a seguir combatiendo, por encontrarse exhaustos.
Las camas del Hospital Pasteur eran insuficientes, por lo que se improvisaron otras en los pasillos. El paro de la ofensiva tranquilizó un poco a los heridos. Los sanitarios les decían: «Bueno, podréis quedaros aquí». ¡Qué suerte de liberación, cuando las armas se callaban después de la orgía! Se hacía el silencio incluso debajo de la ira. Hubiérase dicho que el mundo renacía a una vida lógica, en la que era lícito soñar, pensar en el futuro, creer que existían verdes valles.
La sensación era tan honda que en muchos casos desbordaba, obligando a la confidencia. Ello fue, y no otra cosa, lo que ocurrió en el Hospital Pasteur. En cuanto se supo que Brunete ya no era sino camposanto, los heridos se pusieron a hablar unos con otros, intercambiándose frenéticamente su alegría y su miedo.
Fue entonces cuando Ignacio se subió sin darse cuenta a un pedestal halagador. Apenas el muchacho hubo cumplido la orden que le dio el doctor Simsley de dormir veinticuatro horas seguidos, fue materialmente asaltado por todos aquellos «Voluntarios de la Libertad», de cuarenta y cinco años, que lo llamaban catalán. Moncho, en cambio, fue escasamente requerido. Y es que nadie conocía a Moncho, cuya misión había consistido en introducir éter en la boca y en la nariz de aquellos hombres.
Ignacio accedió a escuchar, a ser útil. El simple hecho de enviar un telegrama a Ana María y otro a su propia casa diciendo: «Estoy bien» —telegrama este último que Matías Alvear captó en la oficina—, situó al muchacho en disposición favorable a la cordialidad. Por otra parte, mientras su primo José no fuera en su busca para conducirlo a la zona «nacional» —por fortuna, José había salido sano y salvo de la refriega—, no tenía otra cosa que hacer.
Ignacio, pues, se dedicó a escuchar a aquellos seres llegados de quién sabe dónde, muchos de los cuales empezaban a hablar un español pintoresco. Especialmente atendió al número dieciséis, el Negus, quien iba escayolado desde la cintura a los pies, por lo que el escozor no le dejaba vivir. Ignacio, a la vista de aquella funda petrificada y blanca, que el teniente de aspecto etíope enseñaba triunfalmente a todo el mundo, lo llamó «sepulcro blanqueado», con lo que se ganó su cólera. Pero Ignacio se conocía de memoria el sistema para congraciarse con él y con otro cualquiera: interesarse por su vida. El Negus no era excepción. Ignacio sabía ya todo lo referente a los robos que el voluntario internacional había cometido en los Estados Unidos; en aquellas noches desveladas por el recuerdo de Brunete, se interesó por los motivos que lo habían llevado al comunismo.
—No me vengas con teorías —le advirtió Ignacio—. Me interesan los motivos personales, lo de aquí. —E Ignacio se tocó el pecho.
El Negus miró para arriba y se pasó la lengua por el labio superior.
—Escúchame bien, catalán «fascista». Nací en Hungría, en un pueblo llamado Simslovz. Tenía un tío rico, pero mi padre era pobre. Un día pasó por el pueblo un circo. Mi padre me acompañó a ver el circo, en el que salían a la pista dos hermanas siamesas, que cantaban y se reían. Al enterarme de que estaban pegadas por el costado, me horroricé. Mi padre me dijo: «¿Qué quieres? Es así. Cada cual ha de vivir como puede». Entonces soñé en un Estado que se preocupara de esas cosas. Que matara a mi tío rico y ayudara, sin pedirles nada, a las hermanas siamesas.
Ignacio lo miró con fijeza.
—¿Éste es el motivo…?
—Hay otros. ¡Y no pongas esa cara! Bastaría con eso, ¿no? Yo soy un fanático, entiéndeme. Me gustan el zafarrancho y las mujeres y pensar: «Estoy luchando por esto y por nada más». Los burgueses, en cambio, luchan por esto, por aquello y por lo de más allá. Bref, no saben por qué luchan.
—¿Ni siquiera los fascistas? Tú estuviste en Abisinia, ¿verdad?
—¿Los fascistas? Me río yo de los fascistas. ¿Quién es su jefe? ¿El Papa? ¿Mussolini? Yo creo que, sin saberlo, luchan por nosotros, que nos están allanando el camino.
Ignacio contuvo la respiración.
—¿Tienes algún hijo, Negus?
—No. Pero si te divierte, te adopto.
Otro confidente de Ignacio fue un venezolano llamado Redondo. Tenía veintiocho años y desde que estaba en España no se había lavado los pies. Una bala le penetró en el pecho y se le balanceaba encima del corazón. Cualquier movimiento brusco o desplazamiento interior, y podía morir en el acto. El doctor Simsley no se atrevía a operarlo. Él ignoraba su estado y se sentía feliz porque la enfermera Germaine le había prometido que se casaría con él. Cuando Sigfrido se quejaba de su asma o Ignacio estornudaba, el venezolano se reía. «Estáis en las últimas», decía.
Ignacio le preguntó también por qué era comunista. Se lo preguntó una noche bochornosa, en la que los toxicómanos del segundo piso parecían doblemente excitados. El venezolano Redondo dijo:
—Si me das un pitillo te lo cuento, catalán.
—Ahí lo tienes.
Redondo se explicó. Le gustaba pelear y el comunismo le aseguraba pelea, hoy aquí, mañana en otro lado. Después de España, iría a China, luego a Sudamérica, empezando por Méjico. El gusto de pelear era innato en él. De niño, cuando en el colegio tumbaba a un compañero, le escupía al lado y le decía: merci. Ahora, en Brunete, se cargó un moro y le dijo también: merci. La gran suerte que había era que Germaine compartía sus teorías y le seguiría a todas partes. El día de la boda «se lavaría los pies».
Ignacio le sirvió un vaso de agua mineral. Redondo tenía siempre sed.
—Lo importante no es luchar sino saber por qué se lucha. ¿No lo crees así, Redondo?
—No lo sé. ¡He visto tantas cosas en Venezuela! Allí necesitan una mano fuerte. Aquello es una mezcla, hazte cargo. Prefiero que la mano fuerte sea Rusia a que sea un general llamado Carrasco o Gutiérrez. Rusia tiene experiencia. Los rusos son tristes. Nos comprenderán. ¿Por qué me preguntas todo esto?
—Me intereso por ti, Redondo.
—No sé si eres frío o caliente.
—Soy «el catalán».
—Eso es verdad.
Otro confidente fue Polo Norte, el sueco nombrado sargento en Albacete y al que Julio García y Fanny conocieron en París. Polo Norte se había hecho voluntario porque quería conocer a España, país con formidables montañas, garantía, según él, de variedad. Una bomba de mano le había desgarrado la espalda, pero curaría. «Soy idealista y quiero aprender», le repitió a Ignacio. Ignacio sentía simpatía por él, porque el pelo blanco de Polo Norte tenía el mismo matiz que las sienes plateadas de Matías Alvear.
—¿Qué opinas de nuestra guerra?
Polo Norte se ruborizó. Con frecuencia le ocurría eso, se ruborizaba sin motivo para ello.
—Una calamidad. He sacado la impresión de que los españoles…, ¡qué sé yo! Nada os servirá de lección. Gritáis «viva esto», Como podríais gritar «muera». Y ponéis unas caras… En Albacete, un miliciano quería matarme porque al pasar por la acera pisé a su madre, que estaba sentada a la puerta de su casa. No pude convencerle de que lo hice sin querer.
Ignacio se quedó reflexionando.
—¿Crees en Dios, Polo Norte?
El sueco se quitó el termómetro que Thérèse le había colocado en la axila. Lo miró a contraluz.
—Treinta y siete y medio.
Ignacio repitió la pregunta:
—Contéstame.
Polo Norte cerró los ojos, concentrándose.
—Algo debe de haber, pero…
—Pero ¿qué?
—Me gustaría… ¡Podría aprender tantas cosas con Dios! —De pronto agregó—: Pero si Dios existiera, no habríamos perdido la batalla de Brunete.
Ignacio se levantó y se fue a su cuarto. Moncho dormía con admirable tranquilidad. La sábana se hinchaba con dulzura al ritmo de su respiración. Moncho tenía la cabellera dorada y el mentón enérgico. Era un amigo. ¿Por qué dijo que el protestantismo entendía que vivir valía la pena? ¿Acaso el catolicismo no lo creía así? El reloj de arena seguía a su lado, en la mesilla de noche. Moncho olía a éter, como el Negus olía a escozor, Redondo a Sudamérica y Polo Norte a nostalgia de una verdad absoluta. Cuando Ignacio le dijo a Moncho: «Mi primo se ha negado a pasarte a ti», Moncho le puso a Ignacio la mano en el hombro. «No te preocupes. Mira esto». Y le enseñó una brújula que llevaba consigo.
Ignacio leyó en el espejo la última advertencia escrita con tiza por la mano de Moncho: «Cuidado con esa gente».
¿Por qué? Aquella humanidad disparaba la imaginación de Ignacio. Y el muchacho sabía que si había hablado de Dios a los «Voluntarios de la Libertad» ello se debía a que en Barcelona, en la pensión de la calle Tallers, sucumbió al pecado, sin confesarse luego con mosén Francisco. Extraña reacción… Pensaba más en Dios cuando había sucumbido, lo cual indicaba que en su corazón el Dios-castigo estaba instalado con más potencia que el Dios-amor.
Hospital Pasteur… Había momentos en que Ignacio se olvidaba de que estaban en guerra y de que aquellos hombres eran sus adversarios. ¿Cómo sería el pueblo húngaro en que el Negus nació, Simslovz? Los urinarios del piso de los toxicómanos estaban siempre ocupados. ¿Seguro que todo aquello no serviría para nada? Pensaba en las dos hermanas siamesas que cantaban y reían en un circo. Burdos argumentos comunistas, como el de que las lagartijas se comen a los insectos. ¿Acaso Axelrod no se comía a Cosme Vila? ¿Eran realmente burdos tales argumentos?
Dudas en la mente… Le pareció ver a Canela por la calle. ¿Cuándo llegaría José, cuándo le diría: «¡Hale, vamos!»? Marta lo estaría esperando en Valladolid. ¿Y Ana María? Ignacio no quería marcharse del Hospital Pasteur sin que el doctor Simsley le contara lo que era la «Christian Science» y en qué clase de Dios él creía.
Moncho abrió los ojos.
—A dormir, muchacho. No seas majareta.