Con el primer aniversario de la guerra, Ignacio y Moncho se sintieron espoleados y, tras un breve cambio de impresiones, decidieron no demorar por más tiempo su proyecto de solicitar el traslado a Madrid, para, desde esta ciudad, aprovechando la cercanía del frente, pasarse a la España «nacional».
Por parte de Moncho, el único obstáculo radicaba en la confianza que había depositado en él su tío don Carlos Ayestarán. Pero el jefe de Sanidad quería a su sobrino lo suficiente para no crucificarlo. «Si crees que es tu deber, vete y que tengas mucha suerte». Por lo demás, la cosa estaba prevista.
Ignacio y Moncho se ayudarían mutuamente. Para beneficiar a este último, don Carlos Ayestarán conseguiría que fueran admitidos en el Hospital Pasteur, el hospital para internacionales que Moncho visitó cuando su viaje a Madrid. Lo dirigía el médico canadiense doctor Simsley, con el que don Carlos Ayestarán estaba en relación. Por su parte, Ignacio confiaba en que José Alvear, su exaltado primo, los pasara a la España «nacional». José Alvear acababa de escribir a Gerona comunicando a la familia que en las trincheras de la Casa de Campo había muerto su padre, Santiago. «Ya todos hemos pagado el tributo. Estamos en paz». Matías se afectó mucho: «Un hijo y un hermano… Y lo que pueda haber ocurrido en Burgos».
Ignacio había demostrado buen sentido eligiendo Sanidad. Así se lo dijo Moncho desde el primer día. Y en previsión del traslado, Ignacio trabajó activamente para aprender los rudimentos de la tarea de enfermero o sanitario. Moncho lo adiestró, sobre todo en el trabajo de camillero, en el del vendaje, aplicaciones de férulas y colocación de tubos hemostáticos. Ignacio recibió las lecciones en el Hospital Clínico, donde Moncho disponía de un ingenioso maniquí, regalo de la Cruz Roja, sobre el que repetir hasta el infinito los movimientos necesarios.
En cuestión de horas todo quedó dispuesto, pues el instinto les advirtió que obrarían cuerdamente saliendo de Barcelona cuanto antes. Gascón les daba miedo, sobre todo desde la derrota de la FAI en los sucesos de mayo. Además, por dos veces la patrona de la pensión les había dicho: «Ha venido un hombre a preguntar por ustedes». Y la chica de la centralilla de la oficina, la de las miradas de complicidad, de pronto dejó de presentarse a la oficina sin que ni siquiera don Carlos Ayestarán pudiera dar con su paradero.
Don Carlos Ayestarán llamó a Madrid al doctor Simsley y obtuvo sin dificultad la admisión de los dos amigos en el Hospital Pasteur. «Está encantado, pues por lo visto se prepara una ofensiva de importancia y necesita personal». Moncho se despidió de su tío y de Bisturí, su novia, la cual le prometió continuar con su labor de pinchar y corroer los neumáticos. Ignacio se despidió por teléfono de su familia de Gerona y decidió hacer lo propio con sus amigos de la calle de Verdi y con Ana María. Pero Ana María se empeñó en verlo por última vez y le rogó que la esperara en la pensión. Ello complicó las cosas. En efecto, Ignacio recibió a la muchacha en su cuarto y la intensidad del momento, la falta de testigos, exaltó a la pareja de forma inesperada y angustiosa. Apenas se hablaron. Temblaban abrazados y se besaban como nunca lo habían hecho. Llegó un momento en que la embriaguez era tal, que Ana María, en un heroico acto de voluntad, se desasió del muchacho y huyó corriendo. Ignacio la siguió por el pasillo con los ojos enrojecidos e incapaz, por el momento, de experimentar gratitud… El semblante del muchacho provocó el oscuro remate que tuvo la situación: la patrona, reclinada en un rincón del pasillo, con un lento abanico de colores, le dijo a su huésped: «¿Qué te pasa, guapo? ¿Te han dicho nones?». Ignacio la miró desconcertado. La patrona seguía abanicándose. A los pocos minutos se repetía en aquel piso de la calle de Tallers lo ocurrido una vez en Gerona, con doña Amparo Campo… Y se confirmó el temor de Ignacio, expuesto a mosén Francisco en la azotea de la calle de Verdi: «Cualquier día de estos abrazaré a una mujer».
El muchacho decidió despedirse también personalmente de Ezequiel y los suyos, y subió a la calle de Verdi. Ezequiel le dijo: «Toma, te regalo esta caricatura», y le regaló el dibujo del gusano con la cabeza de hombre. El último abrazo fue para mosén Francisco, en el cuarto de éste.
—¿No necesitas confesarte?
—No…
—Bien. Que Dios te acompañe. ¿Quieres hacer algo por mí?
—Claro.
—Cada mañana, al levantarte, di: «¡Hola, Cristo! Aquí está Ignacio».
También don Carlos Ayestarán le formuló a Moncho un último ruego:
—Ya sabes que colecciono papel moneda emitido por los comités de los pueblos. ¿Te acordarás de recoger los que puedas de la otra zona?
Moncho envaró el busto en actitud de sorpresa.
—Pero ¿cree usted que en la zona nacional se cometen esas idioteces?
Don Carlos se miró las uñas para comprobar si estaban limpias.
—Creo que los militares cometen esas idioteces… y otras muchas.
Todo resuelto. Salieron de Barcelona, en un tren de mercancías, el día en que los periódicos publicaban dos noticias curiosas: Pablo Casals dirigiría en breve La Heroica, en el Liceo, y de Moscú había salido rumbo a España el sabio soviético doctor Lyrie, al objeto de ilustrar a las mujeres españolas sobre «el parto sin dolor». El tren avanzaba algo más rápido que el de Olot, donde habían viajado Matías y Carmen Elgazu; pero con mucha frecuencia, en cualquier estación, entraban en vía muerta, para ceder el paso a los convoyes de víveres que Cataluña enviaba a Madrid, víveres susceptibles de deterioro. Además del revisor, circulaba por los pasillos un grupo de milicianas comunistas llamadas «agitadoras», que entregaban a los viajeros folletos de propaganda y periódicos.
Moncho llevaba consigo el reloj de arena, un botiquín individual y su colección gráfica de las más altas montañas del mundo. Ignacio, una mochila que adquirió a buen precio, otro botiquín individual y un Manual de Sanidad.
Moncho no abandonaba en el pasillo su ventana, cuyo cristal había bajado para que circulase el aire. Parecía inmune al cansancio y al sol. De vez en cuando le advertía a Ignacio: «Deberías interesarte por el paisaje». Inútil. A Ignacio sólo le interesaban las personas y las ideas. Ignacio se dejaba mecer por el tren, rumbo a Madrid, recordando cosas y alineando preguntas. ¿Cómo seria «la otra zona»? Sin duda estaría plagada de comandantes, de falangistas, de instituciones que antaño le producían incomodidad, pero que ahora, a la vista de la suciedad del tren y de la facha de las «agitadoras» comunistas, estimaba como áncora de salvación.
De tarde en tarde miraba a Moncho, de pie ante la ventana, y se decía que la espalda de los hombres era también expresiva, personal. ¡Querido amigo Moncho! Sibilina combinación de escepticismo y de ganas de vivir. Algunas de sus teorías se parecían a las de mosén Francisco; otras, a las de Julio. Por ejemplo, opinaba que el hombre era escasamente responsable, que las responsables de sus actos son las glándulas; sin embargo, se repetía constantemente a sí mismo: «Voluntad, Moncho, voluntad…».
Ignacio recordó esto y consultó su reloj: eran las seis de la tarde, y el mes de julio sudaba como podía hacerlo el doctor Relken. Seis de la tarde. «¿Qué hago yo aquí?». Ignacio reflexionó. En apariencia, causas ignotas zarandeaban su vida, lo empujaban desde un piso de Gerona, en el que llevaba corbata y estudiaba para abogado, a un tren con destino a Madrid, en el que vestía de caqui y hojeaba un Manual de Sanidad. Sin embargo, tenía la sensación de que quien iba trazándose el camino era él mismo. Un año antes, el 18 de julio de 1936, pudo elegir entre visitar a César en el cementerio o matar al Responsable. Cada día que amanecía era un número ilimitado de posibilidades, de las que él elegía una sola. Ahora estaba sentado en su departamento y lo mismo podía trasladarse al pasillo, al lado de Moncho, que apearse en la próxima estación. ¿Y al llegar a Madrid? Podría sentarse en el suelo a lo Buda —a Moncho le gustaba sentarse así—, o irse a la Feria, si es que la había, y subir a un autochoque para embestir al prójimo. Elegía, elegía constantemente, empujado en todo caso por hilillos internos parecidos a los de los hornillos eléctricos para calentar el café.
El contacto con Madrid constituyó un fuerte golpe para Ignacio. ¡Su padre había vivido tanto tiempo en aquella ciudad! Y también Julio García… Sacos de cemento tapaban las puertas y los huecos de los edificios bombardeados, y los cristales aparecían protegidos y cruzados por tiras de papel de goma. Ningún taxi y muchos coches de punto. «Claro, hay que ahorrar gasolina para la guerra». El Hospital Pasteur, para combatientes internacionales, estaba emplazado en un antiguo convento, y Moncho e Ignacio coincidieron en una apreciación: en las celdas individuales, el olor a fraile no había desaparecido del todo.
Se presentaron al doctor Simsley, con quien don Carlos Ayestarán había hablado por teléfono. El canadiense doctor Simsley era miembro activo de la «Christian Science». Corto de estatura, pero con expresión enérgica y ascética a la vez. Se decía que llevaba en el cerebro una lámina de platino.
Moncho se dedicaría íntegramente a su labor de anestesista. «Me viene usted como anillo al dedo». El doctor Simsley, que al igual que otros voluntarios de América del Norte, hablaba una suerte de italiano imposible, empeñándose en que era español, trataba de usted a todo el mundo. Ignacio, que llevaba a su nombre un pomposo documento del Hospital Clínico de Barcelona declarándolo reumático y sólo apto para servicios auxiliares, formaría equipo con el veterano enfermero Sigfrido, hombre ya de edad, natural de Segovia, que al escuchar estiraba e inclinaba el cuello como si fuera sordo. «Ignacio es nombre jesuítico ¿no? Pero confío en que harás buena labor». El doctor Simsley les presentó a las enfermeras Germaine y Thérèse, llegadas a España con las Brigadas Internacionales.
Los dos muchachos se instalaron en una celda del primer piso, celda con dos camastros y estantes para libros. Sigfrido, de aspecto ingenuo y servicial, les entregó una bata blanca a cada uno, indumentaria que los estimuló a echar un vistazo al hospital. Necesitaban situarse. «¿Cuántos heridos hay actualmente? —Unos ciento cincuenta. —¿Dónde están los heridos del vientre? —Ahí, el lado de los quirófanos».
Moncho e Ignacio recorrieron las salas con aire profesional. Las camas estaban ocupadas por hombres de más de veinte nacionalidades: rostros nobles, rostros patibularios, muchas cabezas afeitadas al rape, otras vendadas como la de mosén Francisco. Ezequiel hubiera sacado allí excelentes caricaturas. «¡Eh, eh!». No era raro que, al verlos pasar, los enfermos les llamaran para pedirles agua, o ayuda para cambiar de postura. En las mesillas de noche había botellas de agua mineral. Las fotografías no abundaban; sí, en cambio, los relojes, algunos de ellos balanceándose en los barrotes de la cama. En la sala de «escayolados» había un muchacho muy joven, griego, que no abandonaba un segundo una cajita de música que tenía la forma de un minúsculo piano.
En diversas salas coincidieron inevitablemente con un grupo de miembros de la Cruz Roja Internacional, que inspeccionaban les instalaciones y daban muestras de asentimiento. Sigfrido, riendo, informó a Ignacio de que dichos observadores querían enviar a España perros amaestrados para el transporte de heridos en la montaña. Moncho intervino: «Me parece muy bien. ¿Por qué se ríe usted?».
Vieron al Negus, al «emperador etíope», teniente, al que Julio García y Fanny conocieron en París. Lo habían herido, pero seguía tan seguro de sí y se había hecho el amo y el payaso del hospital. Al doctor Simsley lo llamaba «Pasteur» y a las enfermeras Germaine y Thérèse, «las esclavas de Egipto». Varios italianos del batallón Garibaldi, que convalecían en el hospital, visitaban a menudo al Negus «en desagravio por la agresión de Italia a Abisinia». El Negus se acariciaba la barba y los bendecía, les daba la absolución.
La sala de toxicómanos era dantesca, sobre todo de noche, cuando los enfermos se levantaban y se arrastraban por el piso en busca de la apetecida droga. Uno de estos toxicómanos llamó a Sigfrido, mortecinos los ojos, y barbotó: «Soy feliz, soy feliz…». Otro le enseñó al viejo practicante un puñado de dinero, pero no acertó a concretar qué era lo que deseaba.
La visita terminó e Ignacio quedó impuesto de su labor. Vendajes, inyecciones, poner el termómetro, ¡vaciar las botellas de orina! Exactamente, esto último, lo que César había hecho en el Collell… Germaine y Thérèse eran sumamente eficaces y, puesto que el calor sofocaba, le enseñaron a Ignacio a agitar las sábanas para airear a los enfermos.
Moncho e Ignacio estaban impacientes por acercarse al frente lo más posible, tal vez por la Casa de Campo. Una vez orientados, Ignacio procuraría localizar a su primo José Alvear para rogarle que los pasara a la zona «nacional».
—¿Y si sólo quiere pasarte a ti?
Ignacio miró a Moncho y sonrió.
—Le diré que sin ti no puedo vivir.
A primera hora de la tarde, los dos muchachos salieron a deambular por Madrid. ¡Madrid, ciudad sitiada! El gentío por las calles era enorme y su heterogeneidad recordaba los documentales cinematográficos de cualquier urbe asiática. Gritos y colas por todas partes. Los carteles de los espectáculos ponían una nota alegre entre las inmensas pancartas que decían: UHP, o Hay que acabar con la Quinta Columna. Camiones y coches blindados avanzaban en dirección al frente. Silbaban proyectiles. La Gran Vía se llamaba Avenida de Rusia; el Paseo de la Castellana, Avenida del Proletariado; la calle Mayor, ¡calle de Mateo Morral!, el regicida; la calle de San Bernardo, calle de Francisco Ascaso… En una esquina, un grupo de muchachas «agitadoras», gemelas de las del tren, dedicaban a los niños del barrio una sesión de títeres, en la que el diablo le propinaba terribles cachiporrazos a un militar. Al pasar delante de las farmacias, veían en los escaparates artículos que les eran familiares y Moncho se detenía intrigado en las relojerías. Las embajadas extranjeras exhibían enormes banderas. Las embajadas eran islas con doscientos refugiados, o quinientos o más. Moncho le contó a Ignacio que la FAI madrileña concibió una diabólica superchería para cazar «fascistas»: inventó la Embajada de Siam. Gente perseguida se refugió en ella y una vez dentro los orientales rostros del vestíbulo se transformaban en rostros de milicianos del barrio de Arguelles. Ignacio vio un café de apariencia similar al Neutral de Gerona. «A lo mejor, a este café venían mi padre y Julio a jugar al dominó». En la calle de Fuencarral, en el escaparate de un establecimiento de óptica, sólo se veían viejas gamuzas para limpiar los cristales de las gafas. Parecía imposible que en los suburbios de aquella ciudad los hombres se mataran.
Los dos muchachos anduvieron más de una hora sin apenas hablarse, fascinados por aquel mundo tumultuoso. Ignacio no lo podía remediar: cuando un coche se detenía junto a ellos, pensaba: «Se acabó, viene por nosotros». Compró un periódico y lo llevó en la mano golpeándose con él al andar, con lo cual se sintió más seguro. Moncho avanzaba rítmicamente, acariciando con su mano izquierda la cabeza de todos los niños que pasaban a su lado. De vez en cuando, siguiendo su costumbre montañera, se llevaba a la boca un terrón de azúcar.
Vieron una báscula automática y se les ocurrió pesarse. La aguja osciló mucho rato antes de detenerse. Los dos cartoncitos salieron tan idénticos, que, al confrontarlos, los dos muchachos se sintieron más amigos.
Sonaron las sirenas —destacaba por su potencia la instalada en ABC— y se refugiaron en el Metro de Goya. En el andén, Ignacio se acordó de Ana María. «El Metro es como tú: se va, pero vuelve». Mucha gente yacía hacinada. «Prohibido escupir». Se oyeron bombas. «¡Canallas!». «¡Canallas fascistas!».
—Cacahuetes, hay cacahuetes…
—Cerillas, hay cerillas…
—Insignias, hay insignias…
Cuando cesó la alarma, los andenes se despejaron. Ignacio se sentó en un banco. Detrás, en la pared, un anuncio de la Perfumería Gal. Moncho le preguntó:
—¿Consigues aislarte entre la multitud?
Ignacio reflexionó un momento.
—Si quiero, sí. Pero cuando lo consigo me da angustia. —Marcó una pausa—. Al fin y al cabo, soy como los demás.
* * *
A los tres días de su estancia en el Hospital Pasteur, Sigfrido se ofreció para acompañarlos al frente, sector de la Casa de Campo. No era fácil llegar a él, pero el veterano enfermero había descubierto un ardid sencillo e infalible: el emblema de la Cruz Roja en el antebrazo. «Llevando la cruz roja en el antebrazo, nos dejarán pasar». Sigfrido trataba afectuosamente a Ignacio, pues vio la ficha reumática del muchacho y le tuvo compasión… «Tienes que cuidar eso, ¿eh, catalán?». «No soy catalán». «¡Bueno, qué más da! Cuida el reuma».
En media hora de tranvía se acercaron al lugar elegido por Sigfrido, quien llevaba unos prismáticos de largo alcance y parecía feliz acompañando a los dos muchachos y dándoles explicaciones. No hubo dificultad. Sigfrido tenía tal facha de enfermero, que en los controles era saludado con respeto. Llegaron a primera línea. Los edificios eran parapetos, y trincheras las calles y los solares. Los milicianos tenían allí otro color y bebían de otra manera, amorrados a las cantimploras. Un camión descargaba gigantescos rollos de alambre espinoso.
—Seguidme —propuso Sigfrido. Y diciendo esto, inesperadamente, penetró en un portalón medio derruido.
Su intención era subir hasta el piso más alto del edificio, donde ya había estado otras veces. «Se domina mucho terreno. Y tenemos allí emplazado un cañón». Los muchachos subieron tras él la escalera. Sigfrido, al igual que Axelrod, era asmático, por lo que sus desvelos merecían más gratitud aún.
En cada ventana, un centinela con el casco hundido, mirando a la lejanía. En cada piso, una ametralladora. Arriba, en efecto, desafiaba al oeste de España un cañón del siete y medio.
—Podemos mirar un momento, ¿verdad? Gracias. Esos muchachos acaban de llegar a Madrid y sienten curiosidad.
Por los huecos de la pared aspillerada, Ignacio y Moncho miraron al exterior. ¡Las trincheras «nacionales» a doscientos metros escasos! ¡Moros y legionarios! Detrás de aquellas piedras, «el otro mundo». ¿Qué decir? Los corazones de los dos muchachos latían con fuerza inusitada. Se oían disparos aislados y una especie de chapoteo, como de niños jugando en una charca. También altavoces lejanos. ¿Dónde estaban los dinamiteros y los gemidos de los agonizantes? La casa de Velázquez, destruida. Destruido el edificio del Clínico, a cuyos pies Durruti cayó fulminado. Miaja había defendido aquello. ¿Dónde estaban las Brigadas Internacionales?
Un mismo pensamiento asaltó a Moncho e Ignacio, contrario al informe que obtuvo Miguel Rosselló. «¡Qué difícil pasarse en el frente de Madrid, salvar aquellos doscientos metros!». Por suerte o por desgracia, Sigfrido no les daba tiempo para meditar. Les contó muchas cosas de aquel frente, que, según noticias, «antes de una semana se animaría, ¡y de qué manera!». Los altavoces se oían más cerca y Sigfrido les dijo que los soldados de uno y otro bando ya no podrían pasarse sin ellos. Los «nacionales» seguían dando noticia a los «rojos» de las corridas de toros, y por su parte, los «rojos» seguían comunicando a los «nacionales» noticias de fútbol: el Club de Fútbol Barcelona acababa de salir de España para una gira por Méjico. Últimamente, los «nacionales» disponían de un cura de acento aragonés que invitaba a los milicianos a reflexionar sobre sus errores. Algunas noches, guitarras de ambos bandos sincronizaban el ritmo, tocaban a dúo, mientras los tronchados árboles de la Casa de Campo parecían llorar.
—Y los hay valientes —les contó Sigfrido—. Fijaos en ese pedazo de tierra… Corresponde a la esquina de un solar, en el que los legionarios juegan al fútbol. Como veis, el jugador que lanza el corner se expone a que desde aquí cualquier centinela lo seque de un disparo. Pues bien, ¡siempre hay voluntarios para lanzar el corner!
Moncho se apoderó de los prismáticos y su mirada se hundió en las alambradas y trincheras enemigas. Sigfrido encendió un pitillo y acercándose a una ventana lateral miró hacia su tierra, hacia Segovia.
Ignacio no podía con su emoción. Detrás, sentados en el suelo, dos milicianos jugaban tranquilamente a las damas. Las paredes estaban llenas de inscripciones.
—¿Cuánta gente habrá muerto en este sector?
—¡Huy…!
Un hombre con una estrella roja en el gorro se acercó.
—¿De dónde sois?
—Hospital Pasteur.
—¿Internacionales?
—Eso es.
—Bueno. Marchaos pronto. Salud.
—Salud.
Permanecieron allí un buen rato todavía. Se enteraron de que ambos contendientes se cruzaban propaganda por medio de cohetes. Los «rojos» solían enviar octavillas redactadas por el Gorki del sector, los «nacionales» preferían enviar muestras del rancho, lo cual ponía nerviosos a los comisarios políticos. Ignacio pensó, sonriendo: «¡Si pudiéramos pasarnos a caballo de un cohete!».
Dieron la visita por terminada. «Salud». «Salud». Bajaron con cuidado la escalera, peligrosa porque el hueco del ascensor estaba al descubierto. De bajada comprobaron hasta qué punto los centinelas y las ametralladoras habían sido emplazados con sabiduría. Llegados a la planta baja, salieron a la calle y tomaron la dirección del centro, silenciosos. De vez en cuando, Sigfrido se detenía y miraba hacia atrás con los prismáticos.
Ignacio se encontraba tan zarandeado que no conseguía coordinar los pensamientos y envidiaba a Moncho, cuyo andar era sereno. «He de ir a ver a José sin falta —se decía Ignacio—. Si José no nos ayuda, no saldremos nunca de aquí». A medida que se alejaban del frente, esta idea iba apoderándose del muchacho. Hasta tal punto que, llegados al lugar donde antes vieron la sesión de títeres, bruscamente se dirigió a sus compañeros y les dijo:
—Bueno, vais a perdonarme… Tengo algo que hacer. —Moncho lo miró perplejo—. De veras, Moncho. Luego nos veremos y te contaré. —Se dirigió a Sigfrido—. Gracias, Sigfrido.
Ignacio se apartó unos metros, y mirándolos de nuevo, encendió un pitillo y se alejó. Moncho y el veterano enfermero de Segovia se encogieron de hombros y prosiguieron su camino hacia el hospital. Ignacio, sin pérdida de tiempo, se acercó a una mujer que vendía bocadillos y le preguntó por la calle de Alarcón, a la que se dirigió tomando al asalto el tranvía 19. Recordaba las señas de memoria: «Alarcón, 184, tercer piso». El gorrito de soldado le molestaba. Ignacio sabía que lo más personal en él era la frente, y por eso llevaba casi siempre el gorro en la mano.
¡José Alvear! Su primo hermano… El huérfano José Alvear…
Llegado a la calle, comprobó la numeración y entró en el portal requerido. No quería hacerse preguntas para no arrepentirse y volverse atrás. Empezó a subir recordando cosas inconexas.
Y de pronto, se encontró frente por frente con su primo, quien en aquel momento salía del piso dando un portazo y silbando. Los dos muchachos, que se reconocieron al instante, se detuvieron. La mano derecha de Ignacio, que subía, y la mano izquierda de José, que bajaba, se pegaron con fuerza a la viscosa barandilla. Fue una doble aparición. José dejó de silbar e Ignacio tiró la colilla al suelo. Los dos musitaron: «pero…», y permanecieron inmóviles, mirándose.
Ignacio pensó que la ferocidad se le había quedado a su primo grabada en el rostro. Una linfática relajación en las ojeras y un brillo agitanado en los ojos. Los dientes también le brillaban, y por su situación a mayor altura y por la mecha amarilla que le cruzaba el pecho, su aspecto infundía pavor. Parecida impresión tuvo José respecto de Ignacio. Éste le clavó la mirada con rara intensidad y, pese a que el uniforme caqui, excesivamente nuevo y acartonado, le achicaba el cuerpo, el paso del tiempo había conferido al muchacho decisión y hombría.
—Pero… ¡tú aquí!
Ignacio no intentó siquiera sonreír.
—He de hablar contigo.
La voz de Ignacio había salido como del fondo de un pozo. José dudó entre prolongar la timidez del encuentro o hacerse el desentendido y bajar y ofrecerle a su primo un leal abrazo. La actitud de Ignacio lo desanimó.
—Ya… Anda, sube. —José se tocó la nariz con los dedos en pinza y dando media vuelta desanduvo lo andado e introdujo el llavín en la puerta.
Ignacio subió rápido y alcanzó el vestíbulo en el momento en que la puerta se abría y José decía:
—Entra…
Un momento de indecisión. ¿Qué había en José que le predisponía a la cordialidad? Ignacio entró, pasando junto a su primo sin rozarlo, y en seguida advirtió que el piso era anárquico como su dueño, pero que sin duda éste lo compartía con una mujer.
José cerró la puerta.
—Adelante —dijo.
Pronto Ignacio se encontró en el comedor. José se dirigió a un gran ventanal y abrió los postigos iluminando la estancia.
—Siéntate.
Ignacio eligió una silla próxima al pasillo. José volvió a mirarlo y súbitamente sintió toda la incomodidad de la situación. Con desgana se sacó por la cabeza la mecha de dinamitero, y luego soltó el cinturón con la pistola. Y al tomar asiento a su vez, en un camastro desvencijado, vio la cruz roja que destacaba en el brazal de Ignacio.
Ello lo estimuló a hacer una última tentativa.
—¿Quieres fumar?
—Ignacio tenía ya un pitillo en la boca y negó con la cabeza.
—Bien… Pues dime lo que se te ofrece.
En aquel momento, Ignacio pensó en su tío Santiago, el padre de José, al que no había conocido. El padre de José había muerto. Ello introdujo en el ánimo de Ignacio un agente contemporizador.
—Me gustaría —dijo Ignacio— llegar a un acuerdo contigo. —José guardó silencio—. No es fácil, claro, pero… Estoy pensando que, en cierto sentido, lo que decías en tu carta es cierto: estamos en paz.
José echó una bocanada de humo.
—Yo lamento mucho lo de César.
Ignacio precisó:
—Y a mí me duele mucho lo de tu padre.
José cabeceó e Ignacio optó por abreviar.
—Puesto que estamos en paz, he venido a pedirte que me ayudes.
—¿En qué?
Ignacio miró a su primo con fijeza.
—Quiero pasarme.
La dentadura de José dejó de brillar.
—¡Hombre!
Ignacio no se inmutó y no añadió nada. José hizo un esfuerzo, miró al suelo un momento.
—¿Estás en peligro?
—Desde luego.
José tocó con la mano izquierda la mecha amarilla que había dejado en el sofá.
—¿Cuándo llegaste a Madrid?
—Esta mañana. He venido destinado al Hospital Pasteur.
—¿El de los Internacionales?
—Sí.
José respiró hondo. Recordó a Ignacio en Gerona, cuando lo acompañó a la taberna «El Cocodrilo» y a la catedral y al mitin de la CEDA. Intentó no distraerse y fijó la mirada en el papel matamoscas que colgaba de la lámpara.
—Esto tiene… intríngulis. —El tono de su voz se normalizó—. ¿Qué te ha hecho suponer que accedería a ayudarte?
Ignacio sonrió como si de antemano supiese lo que había de contestar, y no era así. Sin embargo, al momento recordó que en la cartera llevaba algo que podía muy bien servir como respuesta.
—Esto —dijo. Y sacando la cartera tomó de ella una cartulina de tamaño postal. Era una antigua fotografía donde se veía a Matías y a Carmen Elgazu sentados en la barandilla de una fuente. Ambos eran jóvenes.
José cogió la cartulina y la miró. Al cabo de un segundo volvió a afilarse la nariz con los dedos en pinza.
—Gente buena… —dijo Ignacio.
—Ya…
José le devolvió la fotografía.
—Me crees sentimental, ¿verdad?
—Capaz de serlo.
José estaba a punto de pegarse un puñetazo en el muslo y gritar: «¡Pues tienes razón!». Pero se contuvo. El amor propio le levantó y pareció altísimo. Se acercó al abierto ventanal. De un clavo colgaba una gorra con visera de charol, gorra con tres barras y la estrella. «Capitán», pensó Ignacio con tristeza, como si las tres barras significasen que iba a perder el pleito.
José reflexionaba, e Ignacio se preguntó cuál sería la mujer que compartía con él el piso.
—Mañana te daré la respuesta —decidió José, volviéndose—. Iré a verte al Hospital.
Ignacio hizo un mohín.
—Si no me das tu palabra ahora, ahora mismo, llevo las de perder.
—No te entiendo.
—Si me voy, he perdido. Mañana tú dirás: «¡Al cuerno ese fascista!». Y se acabó.
José sonrió inesperadamente.
—Eres más listo que Canela —soltó.
—¿Canela?
José no hizo caso, pero Ignacio giró automáticamente la vista en torno.
—Escucha una cosa —agregó José, en tono que revelaba la mayor formalidad—. De veras que lo que voy a decirte no es una excusa. Hasta mañana no puedo contestarte.
—¿Por qué? —Ignacio se golpeó con el gorrito la palma de la mano izquierda.
—No puedo decírtelo… —José carraspeó y añadió—: ¡Haz el favor de no hacerme más preguntas! ¿No ves que lo que quiero es ayudarte?
Ignacio se levantó. No estaba seguro de ser oportuno, pero tenía la obligación de hablar de Moncho.
—Oye una cosa, José… Confío en que no te molestará lo que voy a decirte.
—¿Qué es?
—No voy solo.
—¿Cómo…?
—He venido a Madrid con un amigo. —Ignacio teatralizó—. Le debo la vida y he de corresponder.
José aspiró aire como si fuera a dar un salto de trampolín o embestir a alguien.
—¡Eso ya no, Ignacio! Ni una palabra más. Por ahí, ni hablar. Ignacio se dio cuenta de que no cabía insistir, de que esto lo tenía perdido. Estaba confuso y vacilaba.
—Hemos terminado, ¿no? —concluyó José—. Mañana a primera hora paso por el Hospital y te digo lo que hay.
Ignacio asintió con la cabeza y echó a andar por el pasillo.
José lo acompañó, rezagándose a propósito para no pisarle los talones.
—Otra cosa —añadió el capitán anarquista—. Es una locura que te pases. Vais a perder, ¿sabes?
Ignacio abrió por sí mismo la puerta y se petrificó unos segundos.
—Eso habrá que verlo.
* * *
Ignacio llegó al Hospital Pasteur muy preocupado y decidido, por supuesto, a contarle a Moncho de pe a pa el desarrollo de su entrevista con José. Entre los muchos interrogantes que bailaban en su cabeza destacaba éste: «¿Era de verdad Canela la compañera de José?». En el caso de que lo fuera, ¿qué actitud tomaría la muchacha? Ignacio intuía que se pondría a su favor. «¿Por qué no? —le diría a José—. Ignacio es un buen chico. Anda, que con ello no haces daño a nadie».
Al entrar en el Hospital, la muchacha de la centralita lo saludó con palmaria cordialidad. Ignacio correspondió y subió al primer piso, preguntándose si, al igual que la telefonista de Sanidad, en Barcelona, la chica había adivinado su filiación y había querido indicarle que estaba a sus órdenes. «¡Caramba con las telefonistas!», rezongó.
Arriba vio pasar a la enfermera Germaine con un ramillete de termómetros en la mano. A los pocos minutos localizó a Moncho, el cual salía del quirófano con aire fatigado. Ignacio iba a contarle lo ocurrido, pero Moncho se le anticipó.
—Pasado mañana empieza una ofensiva terrible —dijo quitándose los guantes.
—¿Ofensiva? —Ignacio se llevó un dedo a los dientes e hizo chascar la uña—. ¿Quién ataca, dónde?
Moncho bajó el tono de la voz.
—Atacarán los Internacionales, aquí, en Madrid.
Ignacio abrió los ojos de par en par. Y en el acto, la conducta de su primo José le pareció diáfana. «Ahora comprendo». Ignacio se mordió los labios y se dijo a sí mismo que no había tenido suerte.
Moncho le preguntó:
—¿Qué estás pensando? ¿Qué ocurre?
Ignacio disimuló. Acababa de decidir no comunicarle nada a Moncho, pues era obvio que José al día siguiente le diría: «No puedo hacer nada, ya lo ves. Has de esperar».
Moncho insistió:
—¿Dónde estuviste si se puede saber?
Ignacio lo miró.
—He intentado ver a mi primo, pero no había nadie en la casa.
Moncho hizo un gesto.
—Mala suerte… —luego añadió—: La ofensiva nos perjudica.
Ignacio fingió confianza.
—A lo mejor es un bulo.
—¿Un bulo? Fíjate… —Moncho invitó a Ignacio a mirar el patio que había en la parte trasera del Hospital. Por una puerta que el doctor Simsley había mandado abrir en la tapia, entraban en fila una docena de camiones repletos de camillas y medicamentos. Al mismo tiempo se veían tres ambulancias dispuestas a partir.
Moncho añadió:
—El doctor Simsley me ha recomendado que fuéramos a dormir, que descansáramos lo más posible.
Pasó Sigfrido.
—¿Qué? ¿Os ha gustado la excursión?