Capítulo XXX

El falangista gerundense Miguel Rosselló se encontraba ya en el frente de Madrid, en calidad de agente oficial del SIFNE, previa obtención, por escrito, del debido consentimiento de su jerarquía en la Falange, Mateo Santos. El muchacho, obedeciendo las instrucciones de «La Voz de Alerta», después de un par de días de descanso se había presentado en primera línea al coronel Maroto, el cual era, por partida doble, jefe de la octava Bandera del Tercio y jefe del Grupo Josué, de información. El coronel Maroto no se fiaba de nadie, ni siquiera de «La Voz de Alerta». Los agentes que éste le enviaba los sometía a prueba sobre el terreno, en el momento de llegar. Miguel Rosselló no fue excepción. Apenas el coronel hubo examinado los papeles del muchacho, le hizo a éste una zancadilla y el muchacho no perdió el equilibrio, no se cayó. A los pocos segundos, el coronel le pegó una bofetada y Miguel Rosselló cerró los ojos, pero aguantó firme. «Vale, muchacho». Sin más preámbulos, el jefe del Grupo le comunicó que en cuanto se hubiera familiarizado con el sector e impuesto de la misión que le correspondía, cruzaría las líneas y se internaría en el Madrid «rojo», donde entablaría contacto con el agente apodado Difícil.

Entretanto, para no llamar la atención de los legionarios de la Bandera, Miguel Rosselló debería ser un legionario más.

—Vestirás su uniforme y procurarás adaptarte a sus maneras.

—De acuerdo.

El día que tuviera que adentrarse en Madrid, se disfrazaría de miliciano comunista.

—Tenemos todo el equipaje y la documentación de un chaval de tu misma edad, llamado Castillo, de la División Líster, muerto en el Jarama. Pegaremos tu fotografía en su carnet. Te llamarás Miguel Castillo y serás de Lérida, donde tendrás una madre que sólo pensará en ti. En las jornadas de espera, habrás de aprenderte los himnos y las canciones más corrientes en las trincheras enemigas.

—De acuerdo —repitió el muchacho.

Miguel Rosselló, que se sentía muy distinto de aquel vacilante mocito gerundense enamorado de los coches y de cuanto significase velocidad, se emocionó. No por el riesgo que todo aquello implicaba, sino por el hecho de encontrarse, aunque fuera de mentira, con que tenía una madre que sólo pensaba en él. Rosselló había perdido la suya siendo muy niño, y a esta ausencia atribuía buena parte de su incesante desasosiego.

—Llevarás a Madrid dos misiones precisas. La primera, obtener, con la ayuda de Difícil, el nombre y las señas del agente rojo que, radicado en nuestra zona, ha facilitado al Mando enemigo los planos de nuestra inminente ofensiva a Santander y Asturias. La segunda, procurar establecer, siempre de acuerdo con Difícil, un sistema Morse original que les permita a él y a los demás agentes en Madrid transmitirnos con la mayor rapidez cualquier información.

Todo en regla, el muchacho se convirtió en un legionario más, asistente del coronel. Puso todo su empeño en enterarse lo más rápidamente posible de cuanto pudiera serle útil, y ello le proporcionó no pocas sorpresas. Por ejemplo, supo que cruzar las líneas era relativamente fácil. Varios agentes contaban ya en su haber con diez y hasta con doce viajes, y se aseguraba que algunos soldados se habían ido a Madrid a ver a la novia. A uno de estos soldados lo llamaban «el Correo», pues hacía el trayecto todos los días simplemente para comprar periódicos, por encargo de su comandante. También le sorprendió que el coronel Maroto quisiera mucho más, con toda evidencia, a los soldados a sus órdenes que a su familia.

—¿Cuándo cree que podré tomarme una horchata en la Puerta del Sol?

—Espera, ya te avisaré.

Miguel Rosselló, hombre sin imaginación, no tuvo más remedio que pasarse las horas observando el mundo inmediato que lo rodeaba. ¡Qué mundo, Señor! De hecho, al cruzar el puente de Hendaya no sabía de la Legión sino que fue fundada en África en 1921 y que a los que ingresaban en ella nadie les preguntaba nada sobre su pasado. Cada uno será lo que quiera, nada importa la vida anterior. Como Durruti hubiera dicho: «El pasado no cuenta». Ahora sabía algo más. Su fundador fue Millán Astray, siendo éste teniente coronel y Franco comandante. Los legionarios eran fuerzas de choque de primer orden, especializados en el lanzamiento de granadas de mano y en el ataque cuerpo a cuerpo, y muchos de ellos se ponían nombres de fieras africanas: León, Pantera Negra, etcétera. El texto de su juramento podía resumirse en la palabra España y exteriormente daban la impresión de haber renunciado a la vida individual para integrarse todos en una disciplina fanática. Muchos de ellos firmaban con el dedo pulgar y, por regla general, sus caras, excepto las de los ingresados voluntarios después de la guerra, no desmerecían en nada de las que abundaban en el batallón «Somos la Rehostia» o en la 13 Brigada Internacional. Miguel Rosselló observó que, en la práctica, acaso influidos por el aspecto de su fundador, el mutilado general Millán Astray, los legionarios se movían electrizados por algo indefinible y macabro.

En aquellos días se los veía impacientes. No les gustaba el frente estabilizado y deseaban pelea a la que llamaban «tomate» o «tango». Se pasaban el día tumbados o jugándose a las cartas la paga y «lo que heredarían de un tío de América». Aunque sus verdaderas manías eran armar camorra, protestar por el rancho y, sobre todo, apostar. Dos legionarios se bastaban para vivir en perpetuo duelo de honor, para incitarse uno al otro a ser «el mejor en cualquier cosa».

Las modas al respecto iban a rachas, cambiaban como peinado de mujer. En la octava Bandera estuvo de moda triturar de un puñetazo copitas robadas en los cafés y apostar sobre quién se comería, sin reventar, más trocitos de cristal. También era corriente apostar sobre la manera más eficaz de hacerse subir la fiebre. Miguel Rosselló coincidió con la racha de escupir alto ¡y de orinar lejos! Sobre todo, esto último constituía un singular espectáculo. Una hilera de participantes, bajo la implacable vigilancia de un árbitro, que solía ser un oficial; quien orinaba más lejos, se llevaba el tabaco, o los mecheros, o el honor de todos los demás.

El caso es que los legionarios adoraban «la hombría» y, en consecuencia, detestaban todo cuanto oliese a cobardía o afeminamiento. Si se incorporaba un alférez imberbe, el pobre sólo podría congraciarse muriendo lo antes posible de un modo heroico. De ahí que Miguel Rosselló fuese víctima de bromas innumerables por haber sido sorprendido limpiándose los dientes. «¡Dentífrico y todo! ¡Jolín con el marqués!». El cepillo de dientes era para aquellos hombres el símbolo de la buena mesa y de lo sedentario. Era lo afeminado «y lo debieron de inventar los franchutes». Miguel Rosselló vio como se lo arrebataban de la mano y como luego simulaban limarse y cepillarse con él las uñas. «¡Eh, cuidado, que ahí viene el Dentífrico!».

La Legión era importante. Los combatientes moros sumaban alrededor de quince mil; los legionarios, algo menos. Se les reservaban las misiones más arriesgadas. Bastaba con que en los periódicos apareciera una solicitud de madrina de guerra con las señas de la Legión para que todas las Martas comprendieran que se trataba de un admirable sentenciado a muerte.

Miguel Rosselló entabló amistad con un legionario andaluz al que llamaban Parapeto porque se llenaba de tal modo el plato de la comida, que materialmente quedaba oculto detrás. Era de El Pedroso y se había ganado en buena lid una Medalla Militar individual. Parapeto consiguió hacerse popular con ocasión de auto-herirse en una pierna. El médico adivinó la treta al analizar el ángulo de entrada de la bala. Se le sometió a juicio sumarísimo y si Parapeto se salvó del piquete, debióse ello a su hoja de servicios —por una vez, el pasado contó— y a la súplica de todos los legionarios de la Bandera. Parapeto le decía a Rosselló, extrañado de la intimidad con que éste trataba a los jefes: «Si tú eres asistente, menda es Rasputín». Parapeto siempre hablaba de Rasputín sin tener noción de quién fue el personaje.

Miguel Rosselló vivió en la octava Bandera unos días de rara intensidad. Por supuesto, prefería la Falange a la Legión, pues a su entender ésta exaltaba la muerte un poco porque sí, en tanto que la Falange tenía un programa constructivo social, y los sacrificios que exigía de sus miembros apuntaban a ideales tan concretos como la unidad de España y el hacer de España un Imperio. El muchacho fumaba demasiado, pero consiguió lo que se proponía: no perder la serenidad. E incluso empezó a pensar en serio en el sistema Morse que debía organizar para que los agentes de Madrid pudieran comunicar noticias urgentes, sin necesidad de enlace. Al efecto, le había llamado la atención un prominente edificio de la ciudad, el Palacio Real, cuyos cristales despedían vivos destellos al recibir la luz del sol poniente. Dichos cristales —y también otros, de similar orientación— hacían guiños muy intensos, muy preciosos, guiños tan poéticos y más interpretables que los de las estrellas. «¡Quién sabe —pensó Miguel Rosselló— si al ponerse el sol y utilizando para ello un trapo o un sombrero, podrían taparse o destaparse algunos de esos cristales a un ritmo convenido…!».

Una cosa era cierta: Miguel Rosselló conseguiría los dos objetivos señalados. Y en la espera, se pasaba el día meditando, canturreando los himnos de la División Líster y repitiéndose que se llamaba Miguel Castillo y que tenía en Lérida una madre que no pensaba más que en él. Cuando veía acercársele a Parapeto sonreía porque sabía de antemano lo que el legionario iba a decirle: «Oye, Rasputín. ¿Apostamos algo, la pistola? ¿Qué prefieres: escupir alto u orinar lejos?».

* * *

La misión encargada a Octavio, el compañero de Rosselló, ex empleado de Hacienda en Gerona, presentó desde el primer momento mayores dificultades. Las sospechas del jefe del SIFNE, don Anselmo Ichaso, respecto a los espías que delataron las intenciones nacionales en la batalla del Jarama, habían recaído sobre el Tercer Tabor de moros, de guarnición en el frente de Granada, especialmente sobre los moritos jóvenes que por su diligencia y simpatía ejercían de asistentes de algún jefe de Estado Mayor. Don Anselmo Ichaso repudiaba todo lo que fuera árabe y siempre decía que, si de él dependiera, transformaría la Alhambra, pastel ridículo, en Museo taurino.

«La Voz de Alerta», siguiendo instrucciones de don Anselmo, hubiera deseado que el agente encargado de observar a dichos moros conociera su lengua; pero no disponiendo de él, se conformó con Octavio, dado que el muchacho era andaluz, fino de espíritu y había estado varias veces en África.

A Octavio le desagradó la misión. «¡Descubrir un espía entre los moros!, ¿con qué se come eso? A mí todos los moros me parecen iguales». A Octavio le había encantado escurrirse y jugarse el pellejo en las estaciones y en los puertos de mar franceses, pues el notario Noguer, haciendo honor a su profesión, le señalaba siempre objetivos muy concretos. Pero ¡vigilar a los asistentes morunos, jóvenes y simpáticos!

Obedeció y se presentó al capitán Aguirre, jefe del Grupo Noé «el cual le daría instrucciones». El capitán no le sometió a prueba alguna. Únicamente le dijo, después de leer el oficio del SIFNE: «De momento quédate aquí, por ejemplo, en Intendencia. Trabaja en la oficina, vestido de caqui y empieza a abrir los ojos».

A Octavio le emocionó anclar en Andalucía, en su tierra, oír acentos parecidos al suyo y reencontrar los colores de la niñez. Pero seguía repitiéndose, ahora contemplando a los moros en su vivac: «Con qué se come eso». Por lo demás, sin motivo preciso para ello, de pronto se volvía en redondo, asustado, y hubiera jurado que alguien le seguía sin hacer ruido.

Octavio tuvo la suerte de simpatizar con el capitán Aguirre que, al igual que el general Mola, había estado de guarnición en Gerona. «¡La catedral! —exclamó el capitán, al saber que Octavio procedía de Gerona—. ¡Qué cabronada!». El capitán Aguirre aplicaba siempre esta palabra en su aceptación admirativa. El muchacho simpatizó también con un cabo furriel que se había presentado dos veces consecutivas a oposiciones de Hacienda sin obtener la puntuación necesaria.

Octavio se dispuso a actuar. No podía olvidar que fue el primer camarada que Mateo tuvo en Gerona, el primero que lo ayudó y que consiguió ganar para Falange a Rosselló, a Haro, etcétera. Ello lo obligaba. Tampoco podía olvidar que Mateo había dicho de él que era «la inteligencia instintiva». ¡Cuidado! Ahora le convenía movilizar su instinto, pero también el método y la tenacidad. «La Voz de Alerta» había sido preciso en este sentido: «El contraespionaje es a menudo un problema de paciencia y tenacidad. Muchas veces se cree que está uno entre angelitos, y de pronto surge el detalle revelador».

Por supuesto, lo primero que debía hacer era observar a los moros y enterarse lo más posible de todo cuanto se refiriese a ellos. «Hasta conseguir leer en sus facciones, diferenciarlos». Por fortuna, el capitán Aguirre, que en cuanto veía a Tavio —así lo llamaba su novia, la hija del irascible fondista— pensaba en la catedral de Gerona, era un buen conocedor de sus hombres, y además le gustaba tratar el tema, pues era uno de los convencidos de que la civilización llamada «mahometana», con todo lo que la palabra englobaba, antes de veinticinco años levantaría la cabeza de nuevo. «El tiempo. Verás la que arma esa gente». Octavio sospechó en seguida que el capitán Aguirre, jefe del Grupo Noé, deseaba que su pronóstico se cumpliese.

A medida que el capitán hablaba, lo mismo que cuando le hablaba el cabo furriel, Octavio sentía vergüenza de ignorar tan rotundamente aquel mundo que hubiera debido conocer. «Los moros son sobrios. Un pan y una cantimplora de agua les basta para un día de lucha». ¡Agua, como el doctor Relken! «Me resisto a creer que si aquí hay un moro traidor se trate de un moro joven. Los moros jóvenes son obedientes, necesitan sentirse protegidos y corresponden con lealtad. ¿Te has fijado en el pinche? ¡Pobre morito! Un día sonó un disparo y de un salto increíble se puso delante de mí». Octavio escuchaba y desde la chabola contemplaba el ruedo de moros sentados sobre sus piernas, embrazado el fusil, o bien escuchaba sus extrañas cantinelas, sus chirimías y tambores. Muchos de ellos exhibían los brazos tatuados. Los turbantes les conferían solemnidad, y en sus pies las alpargatas españolas parecían sandalias.

«¿Cuál de vosotros entregó al mando rojo el plan de la batalla del Jarama?». Octavio se paseaba entre los moros saludándolos y formulándoles con la mirada esa pregunta. Pero no sacaba nada en claro. Sólo leía en sus ojos azabache, licuosos de largas pestañas y para preservarlos del sol, astucia cuando pensaban en la guerra y desconcierto cuando se les ofrecía la mano para estrechar la suya.

Octavio recordaba las discusiones entre Ignacio y Mateo. Ignacio opinaba que los ochos siglos de dominación árabe fueron siniestros para España. «Sólo hemos heredado de los árabes algunas acequias, los celos y la costumbre de que nuestras mujeres apenas sepan leer». Mateo se indignaba. «¿Y la arquitectura? ¿Y el sentido del ritmo? ¿Y el respeto por el visitante?». Octavio se preguntaba ahora si Mateo no era demasiado teórico.

Un hecho favoreció a Octavio: los alféreces provisionales que se incorporaban al Tabor, ignoraban el tema tanto como él. De ahí que los jefes que habían vivido en África los adiestraran lo más rápidamente posible. Uno de ellos había incluso copiado en ciclostilo una especia de boletín informativo que fascinó a Octavio, hecha la salvedad que le enseñó el capitán Aguirre. «Ya sabes lo que ocurre. Imagínate que tú has de explicarle a un malayo lo que es la raza blanca».

Los preceptos podían resumirse así: «En España se encontraban luchando moros de Larache, de Aumara, de Didi Ali, de Tatatog, de Haun, de Guni, etc. Los moros jóvenes eran disciplinados; en cambio, muchos moros viejos “amaban la guerra por su cuenta” y se lanzaban a la emboscada o permanecían horas y horas en la copa de un árbol esperando a que asomara por el parapeto enemigo la cabeza de un “rojo”. El hecho de que fuesen tropas árabes no daba derecho a considerarlas “mercenarias”; o, en todo caso, debían también considerarse mercenarios los voluntarios “rojos” que luchaban bajo la influencia de la cultura francesa, o del comunismo, y los voluntarios navarros que lo hacían bajo la influencia carlista. Los moros eran mejores soldados de ataque que de defensa y se desmoralizaban rápidamente si los mandos chaqueteaban. La aviación los enloquecía, pues querían que al morir su cadáver no fuera troceado, sino “conservado entero, envuelto en una sábana blanca y enterrado de ese modo”. Era inútil tratar de comprenderlos sin tener en cuenta la sutileza de su religión. Muchos moros se adhirieron a la guerra española porque el Corán aprobaba “la guerra contra los infieles”, considerándola santa». «El que muera en esta clase de guerra es mártir y asciende al punto al paraíso, donde su alma se convertirá en pájaro verde». «Otros luchaban por lealtad al Gran Visir, que se adhirió al levantamiento; otros por lealtad a Franco, otros por simple espíritu guerrero y los menos por el sueldo. No les gustaba ser llamados “moros”; preferían su nombre». «Es preciso recordar que son personas, que en Marruecos han dejado parientes a los que aman, que consideran sagrados determinados animales y que a determinadas horas, alba y crepúsculo, los gana una honda melancolía». «No os moféis de sus piernas largas ni de que pulgas gigantes se peguen a sus cuerpos y ropa, pulgas que los legionarios llaman “tanques” y a las que estos simulan matar de un disparo». «No les reprochéis que tan pronto se muestren sucios como que se dediquen a interminables abluciones, y dad por sentado que lo mismo son capaces de la acción más feroz como de la acción más generosa. Respetad la excitación que a veces les produce el viento o la posición de un objeto determinado. Alabadles su singular puntería, su arte para avanzar arrastrándose con los codos y la belleza del nombre de la hija de Mahoma: Fátima. Recordad que las columnas del Islam son cinco. Fe: Dios es Uno y su perfección no contiene mezcla. Oración: si algo hubiera mejor que la oración, los ángeles lo emplearían para adorar a Dios. Limosna: el “Juicio” ha maldecido a quien rechaza al huérfano y no se preocupa de alimentar al pobre. Ayuno: quien ayuda tiene dos placeres: romper el ayuno y encontrarse con el Señor. Peregrinación: el deber de todo musulmán es realizar una peregrinación a La Meca una vez en la vida».

Octavio se aprendió de memoria estas normas y ante el agradecido entusiasmo del capitán Aguirre, sintió que se interesaba de verdad por aquella parcela morena de la realidad española. El Capitán Aguirre pretendía que el hombre moderno cometía un error desechando en bloque la mentalidad y las costumbres de los pueblos antiguos, tales como Egipto, la India, etcétera. «Cuidado. Una parte de su credo es válida, eterna. Y querer imponerles nuestro concepto de la vida y sobre todo lo que nosotros entendemos por felicidad, puede ser no sólo estéril sino nocivo».

Ahora bien, era innegable que la convivencia planteaba problemas. El capitán Aguirre no dejó de informar a Octavio sobre el particular. «Procura que ninguno de ellos sospeche ni tanto así de que los estás vigilando. O bien se asustarían, lo que no conviene, o bien te matarían sin compasión de un tiro por la espalda».

El último motivo de preocupación causado por los marroquíes a los jefes del Tabor era pintoresco: los moros reclamaban sencillamente mujeres moras. Llevaban casi un año en la Península y necesitaban mujeres de su raza. Así lo comunicaron los oficiales indígenas. Si no se les atendía, era de prever un enojoso incremento del homosexualismo y un desplante progresivo. Se negarían a luchar y buscarían mil tretas para irse a la retaguardia y requisar despertadores, que tanto los subyugaban. El capitán Aguirre estimaba que la petición era muy razonable; pero su superior inmediato, el veterano comandante Herráiz, se rascó la cabeza. «¡Menuda papeleta! —dijo—. Por mí, que traigan un cargamento. Pero ya sabe usted que estamos rodeados de pastorales y reverendísimos y que a esos señores lo que les preocupa por encima de todo es que seamos castos». Sin embargo, la petición fue cursada y los jefes del Tabor estaban dispuestos a defenderla hasta el final, «llegando hasta Franco si era preciso». «Al fin y al cabo —argumentaba el capitán Aguirre—, si los voluntarios italianos pidiesen ragazze napolitanas tendrían ragazze napolitanas». «¡Vaya con los “paisas”!», exclamó Octavio. ¡Oh, sí!, los «paisas» daban sorpresas. Eran supersticiosos, excepto cuando se trataba de arrancar las muelas de oro de los cadáveres. De pronto aparecían en su mirada mil vidas distintas e ignoradas. Su odio por los «rojos» era insobornable, brutal. Los jefes lo alimentaban con astucia. «Los rojos eran infieles y querían vender a España al extranjero». «Los rojos les hubieran quemado las mezquitas y hubieran entregado sus mujeres a los voluntarios internacionales». «Los rojos se reían de La Meca y de que ellos rezasen cinco veces al día y ayunasen». «Los rojos los llamaban canallas, puercos; los acusaban de robar y violar, y si los hicieran prisioneros los degollarían y los descuartizarían, impidiendo que su cuerpo fuera lavado, envuelto en una sábana y enterrado intacto, con lo cual su alma no podría entrar en el paraíso ni convertirse allí en pájaro verde».

* * *

El verano había estallado. La ropa limpia era de buen ver, la ropa sucia olía mal. Del alambre de las azoteas colgaban sábanas, entre las que se arrullaban las palomas. Caía un sol inclemente, que los heridos de las Brigadas Internacionales que convalecían en las playas del litoral levantino agradecían como era de ley. El Oñar andaba raquítico; el Ter, algo menos; ambos teñidos, como siempre, por los colorantes de las fábricas. Cuando los colorantes eran azules, el río parecía mar; cuando eran rojos, el río parecía lengua; cuando bajaba negro, el catedrático Morales tenía ganas de gritarle desde el puente: «¡Eh, que el luto está prohibido!».

El verano estalló y con él se llegó al 18 de julio de 1937, primer aniversario. Hacía un año justo que sonó en Marruecos el primer clarinazo de aquella guerra que unos llamaban civil, otros cruzada, otros una de las más grandes aberraciones de la Historia. Un estremecimiento impreciso recorrió el país. ¿Y los niños que nacieron justo el día que estalló la guerra, la cruzada, la gran aberración? Sus padres los miraban con intensidad. Eran populares en los barrios respectivos, en la aldea en que vieron la luz. Eran niños-símbolo de algo que no era exactamente carne. Todo el mundo leía en el fondo de sus pupilas signos cabalísticos, y Raymond Bolen, el astrólogo aficionado, amigo de Fanny, hubiera tenido con ellos pretexto para trazar círculos zodiacales en un papel. Eran niños hechos de metralla, eran juguetes que llevaban dentro una bomba de reloj.

La gente, cansada de sufrir, se planteaba problemas ingenuos. En Mataró, un anciano paralítico se había entretenido en ir sumando a diario los aviones que, según el parte «rojo», el Ejército Popular había derribado en aquellos doce meses: pasaban de los dos millares. Por su parte, un pastelero de Sevilla había contado las veces que, en el mismo espacio de tiempo, Queipo de Llano había dado a los «rojos» por inmediatamente vencidos: pasaban de un centenar.

18 de julio de 1937. En Gerona se produjeron imprevisibles reacciones. Cosme Vila, en su piso desnudo, abrazó a su hijo ¡y lo besó! En cambio, Antonio Casal se fue a Correos y repasó la matriz de los últimos giros postales familiares mandados a los milicianos del frente. ¡Irrisorias cantidades…! Veinticinco pesetas, diez, cinco…

Sin embargo, a lo largo de la jornada hubo un momento en que toda la ciudad deseó estar tranquila. Pasaron por encima de la catedral tres rutilantes aviones y todo el mundo aseguró que eran pájaros…

En Barcelona, Ezequiel se empeñó en caricaturizar el sufrimiento y lo consiguió. Dibujó un gusano con cabeza de hombre. «¿Qué significa esta barbaridad?», inquirió Rosita. «El sufrimiento —contestó Ezequiel—. Yo no tengo la culpa de que sea así». A su lado, Manolín se pasó todo el día leyendo El Conde de Montecristo, mientras arriba, en su cuarto, mosén Francisco miraba, hondamente preocupado, el patio, porque la víspera, apenas terminó de celebrar misa, vomitó.

El día era espléndido. Y en su transcurso, también Barcelona deseó por unos instantes la paz. Dos barcos mercantes entraron, oleosos y cansados, en el puerto y todo el mundo aseguró que traían libros de dibujos infantiles y rojos tulipanes de Holanda…

En la zona «nacional» no existía la amenaza del hambre. De ahí que «La Voz de Alerta» festejara el aniversario en compañía de una espectacular dama carlista, a la que invitó a comer angulas en un restaurante y a brindar para que a lo largo del II Año Triunfal se solidificase su amistad. Mientras, en Pamplona, don Anselmo presidía en la catedral un tedeum en acción de gracias por las victorias conseguidas. Por cierto, que al regresar a casa se encontró con mosén Alberto esperándolo. «Vengo a despedirme», le dijo el sacerdote. En efecto, en aquella singular jornada mosén Alberto acababa de obtener el Plácet episcopal a su ruego de ser trasladado a San Sebastián en calidad de capellán de la cárcel de Ondarreta, con la misión de prestar auxilio a los condenados a muerte. «Usted perdone, don Anselmo, pero creo que me sentiré mejor en el país vasco que aquí. Los catalanes, sabe usted…».

Un año de guerra. 18 de julio. En los pueblos del frente, los milicianos cantaban:

Las Compañías de Acero

cantando a la muerte van.

En los pueblos de retaguardia, las novias cantaban:

Ya se van los soldados,

ya se van marchando.

¡Más de cuatro zagalas

quedan llorando!

* * *

Pilar tuvo la suerte de pasar el aniversario en el mejor sitio que pudo imaginar: el que fue despacho de Mateo. Gracias a la intervención de la Torre de Babel, Antonio Casal aprobó la sugerencia de instalar en el que fue local del POUM un anexo de la Delegación de Abastos. Pilar consiguió ser trasladada allí y ocupar una mesa en el propio despacho de Mateo, cuyo mueble-librería estaba todavía en el mismo lugar, aunque vacío. Pilar se pasó toda la mañana husmeando. Las sillas eran las mismas, pero en el rincón en que se alzó el pájaro disecado había ahora un gráfico de la producción arrocera de la provincia. Pilar, sola, sentada ante unos clasificadores de correspondencia, se sintió feliz. Mateo estaba en el despacho, se auscultaba su presencia. No era visible por culpa de la gran miopía humana, pero era obvio que la cabeza del muchacho se paseaba aún por la estancia. Pilar dio varias vueltas por el piso diciéndoles a las paredes y a las losetas de mosaico: «Os quiero».

En cuanto a Matías y Carmen Elgazu, vivieron, ¡por todos los Santos!, una jornada de plenitud. Salieron muy temprano, dispuestos a tomar el ferrocarril de Olot y recorrer varios pueblos de la línea en busca de comida. La escasez iba en aumento y Matías, gracias a su compañero Jaime tenía amistades entre gente del campo. Los padres de Ignacio se instalaron en un coche de tercera que arrancó traqueteando, recordándoles el que tomaron tres veranos antes al ir a San Feliu. A los pocos minutos les ocurrió algo extraño: olvidaron el motivo de su viaje. Fue para ellos algo tan nuevo salir de la ciudad, que uno y otro acordaron arrojar años por la ventanilla. Carmen Elgazu se extasiaba ante el paisaje. «Por aquí, en otoño, deben de crecer muchas setas», decía. «¡Fíjate, Matías, un caserío como éste tendrías que comprarme!». Cuando, en medio de un ramillete de casas, veía un campanario sin campanas y con la bandera roja en lo alto, se santiguaba a hurtadillas.

A Carmen Elgazu le hubiera gustado llegar a Olot, la capital de la comarca, en la que, ¡incomprensible ciencia la economía!, algunos talleres de imágenes religiosas volvían a trabajar con destino a la exportación, pero la despensa era lo primero. Al caminar por las calles de los pueblos parecían dos grandes señores. Carmen Elgazu se impuso a los campesinos por su innata mezcla de simpatía y autoridad. Consiguieron llenar casi los dos grandes cestos y él saco que llevaban en previsión. Patatas, aceite, un melón enorme, muchos tomates y salchichón y pan.

A Carmen Elgazu no le gustaban las fondas. «Dios sabe lo que pondrán en el puchero». De modo que, en Anglés, buscaron una sombra en un pinar y después de extender una servilleta en el suelo, se sentaron procurando no pincharse y comieron como si fueran excursionistas. Faltos de vasos, Matías compuso con papel de periódico dos cucuruchos y, acercándose a un arroyo cercano, los llenó de agua pura, llevándolos luego a Carmen Elgazu en un alarde de equilibrio. «Eres un encanto de marido», le dijo Carmen Elgazu. Matías, que se había quitado el chaleco y la corbata, contestó: «Y tú serás otro encanto si luego me permites echarme una siesta».

Pronto los dos se quedaron dormidos, las cabezas reclinadas en el mismo tronco de árbol. Las cigarras los arrullaban. ¡Si Ignacio y Pilar los vieran…! Carmen Elgazu se cubrió las piernas con la servilleta, no fuera el viento a levantarle la falda, y Matías se desabrochó el cinturón. De vez en cuando, un picotazo. ¡Malditas hormigas! No, benditas fuesen. Benditas las hormigas y el tronco de árbol y la sombra. Bendita la cabeza amada, tan próxima, y la tarde luminosa y todo cuanto llevaban en las cestas y en el saco.

Cerca de las seis se fueron para la estación. La espera fue larga. Otros hombres y otras mujeres iban llegando, más o menos cargados según la suerte. Carmen Elgazu, al ver la gorrita del jefe y la banderita, bromeó con Matías:

—Fíjate, así me gustaría verte.

—¿Qué dices?

—Que me gustaría verte con esa gorra y esa banderita.

Se gastaban bromas ingenuas, como los guijarros y el agua. En el trayecto de vuelta, Matías comentó: «Parece otro viaje de bodas, ¿verdad?». Carmen Elgazu sonrió. Algo le cosquilleaba el cuerpo, alguna brizna o espina que se le había pegado. Por dos veces Matías se levantó bruscamente, con cara de susto. «¡Nos han robado una cesta!». Carmen Elgazu abrió los ojos de par en par. «¡No es posible! No nos hemos movido de aquí». Hasta que una y otra vez vio las dos cestas allí, muy juntas, compuestas como cabezas durmiendo la siesta. «Eres un ganso», dijo cada vez. Y le pegó a Matías una palmada de reproche.

La puesta de sol los sorprendió en el tren. Un tren asmático, debido al carbón, cada día de peor calidad. Menos mal que los relojes de las estaciones estaban parados. Por otra parte, no les importaba el tiempo. Matías gozaba con sólo mirar los campos y evocar escenas infantiles. Carmen Elgazu tenía la impresión de que de un momento a otro, en un paso a nivel, se les aparecería San Jorge anunciándoles que la guerra había terminado.

En la estación de Gerona, quien se les apareció fue Pilar. La muchacha supuso que sus padres llegarían a aquella hora, y cargados, y al salir de Abastos fue a esperarlos. «Buen detalle, niña», le dijo Matías. Los tres tomaron a pie —¡quién sabe lo que les cobraría un taxi!— el camino de la Rambla, oyendo a lo lejos el silbido del poderoso tren que venía de la frontera. A Matías no le importó cargarse el saco al hombro. «Con tal que no me vea Jaime…». Carmen Elgazu estaba cansada, y la cesta que le correspondió rozaba el suelo. «¡Ay, hija mía, menos mal que llevo zapatos planos!».

Depositaron sus trofeos en la mesa del comedor. «Fíjate, Pilar. Carísimo, pero a Dios gracias». Pilar mordió de tal suerte la corteza del pan, que se lastimó las encías. «Cuidado con la lata. El aceite está en la parte de abajo». De pronto, por entre las patatas, asomaron dos extrañas siluetas de papel. Carmen Elgazu, al verlas, las cogió y luego las izó como si fueran banderas: eran los dos cucuruchos que Matías había confeccionado.