Capítulo XXIX

En el mes de julio se produjeron importantes acontecimientos, entre ellos el ataque a Bilbao. Las acciones preparatorias habían empezado el 31 de marzo, tres días antes de que en Madrid el escultor Benlliure empezara a moldear un busto del general Miaja y de que la Sociedad Londinense de Librería vendiera por quinientas libras esterlinas el último pasaporte que utilizó Mussolini antes de asaltar el poder.

La operación no era un secreto para nadie. El propio general Mola, que había alineado cincuenta mil hombres, entre los que figuraban Germán Ichaso, el primogénito de don Anselmo, y Salvatore, ascendido a cabo en «Flechas Azules», conminó al pueblo vasco a la rendición diciendo; «Estamos en condiciones de arrasar a Vizcaya». Pero la rendición no había de tener lugar, pese a la intervención diplomática italiana y a los esfuerzos de Inglaterra. Bilbao evacuó por tierra y por mar a parte de la población civil y se dispuso a la defensa creando alrededor de la capital un cinturón de hierro, que los periódicos declaraban inexpugnable. Ingentes cantidades de hierro y de hormigón, galerías y mano de obra experta fueron suministradas por aquella zona industrial. Sin embargo, en este cinturón faltaban, según los técnicos, observatorios adecuados y él todo exigía un número de defensores demasiado crecido, no inferior a los sesenta mil. Por si fuera poco, la noticia según la cual el ingeniero constructor de dicho cinturón, Goicoechea de nombre, se había pasado con todos los planos, resultó cierta, arrancando de «La Voz de Alerta» un expresivo: «¡Eureka!». No obstante, Javier Ichaso estaba inquieto, pues comprendía que la operación era difícil y que en ella el mando se jugaba muchas cosas. Su padre le había dicho muchas veces que los carlistas habían perdido sus dos guerras civiles precisamente porque no habían conseguido entrar en Bilbao. ¿Serían suficientes cincuenta mil hombres? El general Mola había transportado a aquella zona más de cuarenta baterías artilleras, muchos tanques y toda la aviación alemana e italiana disponible. Un alarde. Allí estaba el comandante Plabb observando el cielo, que amenazaba lluvia, y afirmando que, si las cosas no cambiaban, el dominio del aire estaba asegurado. El comandante Plabb no comprendía por qué razón los rusos no transportaban al Norte todos sus aparatos. «No hay quien entienda a esa gentuza».

El interior de Bilbao era una amalgama de entusiasmo y de dudas. Gudaris dispuestos a dar la vida, otros estimando que resistir era suicida, sugerencias para entregar bonitamente la ciudad a Inglaterra, ancianos resistiéndose a abandonar su hogar. Entre los primeros se encontraba Jaime Elgazu, croupier, hermano de Carmen Elgazu. Era separatista y estaba dispuesto a dar la vida. Entre los últimos se encontraba la «abuela», la madre de Carmen Elgazu, la de las cartas en tinta violeta, que finalmente se había instalado en Bilbao con sus dos hijas solteras, Josefa y Mirentchu, en un confortable piso de la calle Donostia. No quiso marcharse. «¿Adónde iremos? Pase lo que pase». La abuela juzgaba la situación muy embarullada y, aun doliéndole todo cuanto ocurría, deseaba que entraran los «nacionales» para «por lo menos oír misa en paz». Su hijo Jaime, al despedirse de ella con un beso, sentenció: «No hables de paz, madre. Si es preciso, arrasarán el mundo».

La operación empezó bajo el signo de la lluvia torrencial y de la niebla. La lluvia atemorizaba a los italianos, de nuevo alineados en gran número a las órdenes del general Roatta, quien quería desquitarse de Guadalajara. «Aquí, en el Norte —les decían los requetés a los camisas negras—, la lluvia y la niebla son lo normal». De ahí que los verdes fuesen profundos, grandes las cocinas y largos los apellidos. Sin embargo, los prismáticos se empañaban, los pies de los soldados se entumecían como los de los detenidos en la celda «del palmo de agua» y los artilleros maldecían su perra suerte.

A consecuencia de la niebla murió, ¡quién hubiera podido predecirlo!, el propio general Mola, jefe supremo de las operaciones del Norte. Su avión se estrelló cerca del pueblo de Pedroes, contra una montaña. El piloto perdió toda visibilidad y se estrelló. La noticia se divulgó con rapidez, produciendo estupor y miedo. Aquél que conminó al puedo vasco a la rendición, hombre alto y testarudo, se había rendido para siempre en un paraje yermo entre Vitoria y Burgos. Era una muerte extraña, de mal agüero. El Diluvio escribió: «Escupimos sobre el cadáver del verdugo navarro». Por el contrario, don Anselmo Ichaso le dedicó, en el periódico carlista, una inmensa cruz. Por su parte, Montesinos, que seguía en la cárcel pendiente de juicio, sentenció: «Primero, Sanjurjo; luego, José Antonio; ahora, Mola. Franco se ha quedado solo, amo absoluto de la situación».

Desde el frente de Huesca, Gorki mandó a El Proletario un inesperado artículo necrológico, pues por aquellos días murió también, en Moscú, María Ilinicha Dulianova, hermana de Lenin. Gorki trazó un paralelismo entre Lenin y Mola, ambos jugadores de ajedrez y muertos a la misma edad. «Pero los ojos de Lenin eran más potentes que los de Mola. Y además, Lenin amaba a los hombres y hasta a los gatos, y Mola sólo amaba a los cochinos requetés».

El asalto definitivo tuvo lugar al mando del general Dávila y estaba escrito que nada podría contenerlo: ni el fanatismo heroico de los gudaris, ni las arengas del ministro del Ejército, el bilbaíno Indalecio Prieto, ni la sustitución del general defensor Martínez Cabrera por el general Gamir Ulibarri. Oleadas de trimotores cubrieron el cielo, despejando la tierra para que avanzaran por ella los tanques y la infantería. Se tomó el Monte Sabigán y fue arrasada Guernica, la ciudad del árbol legendario, símbolo del nacionalismo vasco, en la que estaban guardadas la espada de Zumalacárregui, la guitarra del trovador regional Iparraguirre y los escapularios de Íñigo de Loyola. La versión común atribuía el hecho a la aviación alemana, la Legión Cóndor; no obstante, la emisora de Salamanca culpó de la destrucción a los mineros vascos. Era obvio que éstos, con el cinturón de hierro, en el que de noche se veían muchas luces indicando que el trabajo febril no cejaba, pretendían que Bilbao emulara la gesta de Madrid, pero tal pretensión se evidenció desorbitada. Proyectiles de toda suerte, perforantes, rompedores, incendiarios; estallando a percusión, a tiempo y a doble efecto; cañones, obuses y morteros cayeron torrencialmente sobre los defensores. El mar se convirtió en camino de huida, lo mismo que la carretera que conducía a Santander. El Cantábrico se pobló de barcos y barquichuelos de toda índole y tonelaje que tomaban la dirección de Francia, muchos de los cuales eran apresados por las unidades «nacionales» que patrullaban por las cercanías de la costa. La fuga a través de la noche y el agua era dolorosa. La ola próxima podría traer consigo un barco «fascista» armado de fusiles. El mar podía ser cementerio.

El 17 de junio, día en que el Gobierno de Valencia adelantó en una hora los relojes —horario de verano—, el croupier Elgazu cayó prisionero de los italianos. Había luchado como un jabato en el campo fortificado de Monte Calamúa. Tuvo que rendirse, junto con quinientos hombres, los cuales se juramentaron para no hablar sino en vascuence. Los italianos, al pronto, los trataron con cortesía, pero ante la provocación, un comandante gritó: «Si no contestáis en castellano, os mando fusilar». El croupier Elgazu pasó entonces por la vergüenza de cuadrarse ante un oficial nacido en Ancona, que intentaba sonsacarle «datos de interés militar». El croupier se encogía de hombros de un modo que recordaba a Ignacio y pensaba en su madre, la abuela Matilde, a la que toda la familia llamaba Mati. «Ya lo ves, madre —pensaba—. Ésta es la paz». Paz de italianos, que al oír la palabra Guadalajara pronunciada por los gudaris, se volvían con los ojos airados. Paz de moros que brincaban por las colinas de Vizcaya y que ocupaban el pueblo de Somorrostro, en el que vivía el marido de la Pasionaria, bautizado «el Pasionario». Paz de brigadas navarras, de legionarios, de Núñez Maza y de don Anselmo Ichaso, cuya red de ferrocarriles se llenó nuevamente de banderitas bicolor.

Se entró en Bilbao el 19 de junio. Años antes, por aquellas fechas, Mateo e Ignacio habían aprobado los exámenes y Pilar le decía a Carmen Elgazu: «Madre, pronto se bañaran en el Ter los atletas del pañuelo en la cabeza, que tanto te gustan». Salvatore fue uno de los primeros soldados que entraron en la capital, resintiéndose de la herida a causa de la humedad, y apenas se encontró en la plaza del Arenal rompió a llorar de emoción. Desde niño había oído hablar de la ciudad vasca, de sus Altos Hornos, de sus minas, de sus astilleros y de sus ciclistas, «mejores trepadores que los ciclistas italianos», en opinión de Marta y de María Victoria. Los defensores, antes de marchar, volaron los puentes sobre el Nervión, incluso el levadizo, si bien pronto pudo cruzarse el río gracias a una pasarela levantada sobre barcazas por los ingenieros pontoneros. Salvatore, al llegar a los puentes, caídos como toboganes, contempló la ría, turbulenta y sucia. El espectáculo era grandioso y le retrotrajo a la memoria sueños antiguos. Localizó a un cameraman alemán plantado en lo alto de un vehículo, con trípode y un maletín extraño. Pasó delante de él airosamente, con la esperanza de ser filmado. Delante de un edificio de planta baja encontró desparramados por el suelo un montón de cuadernos escolares y volvió a emocionarse. Contenían trabajos infantiles, las firmas de los niños, la puntuación del profesor. También se encontraban aquí y allá sobres y cartas. Ello le recordó la promesa hecha a Marta: «Te escribiré desde Bilbao». Rellenó la postal que llevaba previsoramente y poco después descubrió asombrado que el general Roatta se había ya ocupado en montar Postas para sus comunicativos soldados.

Germán, el hermano de Javier Ichaso, murió en la toma de Bilbao, aunque su familia no se enteraría de ello hasta unos días después. Javier Ichaso, como si desde San Sebastián presintiera que algo ocurriría, pidió permiso a «La Voz de Alerta» para visitar Bilbao, y «La Voz de Alerta» se lo concedió. El muchacho, en una de las ambulancias enviadas a Vizcaya desde Guipúzcoa, llegó a la ciudad conquistada, desquiciados sus nervios por no haber podido coadyuvar a aquella victoria antiseparatista. Montado materialmente sobre sus muletas se paseó por Bilbao, arrancando carteles que decían: «No pasarán», o escribiendo debajo: «Hemos pasado». Tan pronto pisoteaba con un solo pie, frenéticamente, los escombros, como sus dos ojos, muy juntos, se licuaban y le obligaban a pararse, con un nudo en la garganta, delante de un edificio destruido. Los moros pasaban disimulando el botín que acababan de cobrar en cualquier piso y los camiones sonaban sus impacientes bocinas para que el mutilado muchacho se apartara y les dejara libre la calle. Inesperadamente, se encontró no lejos del campo de fútbol, del estadio de San Mamés, adonde había ido varias veces acompañando al Osasuna, el equipo de Pamplona. ¡La lucha no era ahora para meter goles, sino para salvar la Patria! El estadio le inspiró un respeto inexplicable, más que el Ayuntamiento y que la Diputación e incluso, ¡válgame Dios!, que tu iglesia de Nuestra Señora de Begoña. ¿Por qué le ocurrían tales cosas? Se sentó, agotado, contemplando el paso de los incontables prisioneros, cuyo aspecto recordaba el de los hombres que había fusilado en Pamplona. Sintió lástima; o tal vez fueran el cansancio y la sed. Hasta que se acordó de un consejo de su jefe «La Voz de Alerta»: «Nada de sentimentalismos, Javier. La guerra es la guerra».

Pese a todo, había en Bilbao ventanas y galerías intactas y por una de ellas asomaba con frecuencia la blanca cabeza de la vieja Mati, la madre de Carmen Elgazu. La abuela, apoyada en su bastón, vio a los que huían y a los que llegaban. Vio a Salvatore, al cameraman alemán y a Javier Ichaso. Sus dos hijas solteras, Josefa y Mirentchu, estaban en la calle aclamando a los vencedores. Ella agitaba también su bandera de papel y rezaba un rosario emocionado, si bien cada vez que aparecía un tanque cerraba el mirador. La abuela Mati, de ojos chispeantes y enérgicos, era vasca hasta la médula. El texto del Guernicaco Arbola la había conmovido desde niña: «Pido a Dios que me conceda la gracia de terminar mi vida en este suelo tan amado». Pero no estaba tranquila, pues se rumoreaba que los «nacionales», al ocupar Málaga, habían tomado represalias espantosas. «Si hacen aquí lo mismo, que Dios los maldiga». La abuela era insobornable. Y además, eficaz. El mismo día 19 escribió, ¡en tinta violeta!, una larguísima carta a Gerona —«a ver si a través de Francia la carta les llega»—, y se empeñó inútilmente en conseguir comunicación telefónica con Pamplona, para hablar con su hija monja, sor Teresa.

Las consecuencias de la toma de Bilbao eran obvias. El nacionalismo vasco quedaba relegado al exilio, desterrado, pese a contar con tres ministros en el Gobierno de Valencia. Los «nacionales» ganaban el puerto más importante del Cantábrico y se aseguraba para fecha próxima la liquidación de todo el frente Norte, la toma de Santander y Asturias. Por otra parte, la zona conquistada era vital y las pérdidas del ejército vencido se elevaban a unos treinta y dos mil combatientes, según confesión del propio general defensor, Gamir Ulibarri. Pese a lo cual y a la cuantía del botín —sobre todo en buques, fondeados en la ría o en reparación en los astilleros—, El Proletario gerundense insertó una audaz interpretación de la pérdida de Bilbao que decía así: «Ahora podremos centrar más libremente nuestra atención en los otros sectores de la lucha». Cosme Vila, al leer esto se indignó y Julio García soltó una carcajada que asustó a doña Amparo. En cuanto a David, escribió en El Demócrata: «Ahora Inglaterra coqueteará más aún con los militares, tratando de salvar sus intereses en las minas y en las industrias de Vizcaya».

Carmen Elgazu se enteró por dos conductos de la toma de Bilbao, su ciudad natal. Primero por una nota que, desde la oficina de Abastos, le envió Pilar: «Mamá, estoy muy contenta. Me he comprado una blusa amarilla». Era la contraseña. Luego se enteró por otra nota, escrita de su puño y letra de Matías en un impreso de telegrama que le llevó, en persona, el poeta Jaime. «Ignacio llegado bien». Era también la contraseña. La reacción de Carmen Elgazu fue jubilosa. Levantó los brazos y agitó en el aire el papel azul. Luego, al quedarse sola, se dirigió a la cajita de corcho en la que guardaba todavía el belén y, arrodillándose, rezó, en vascuence, la oración de gracias ante las diminutas figuras de papel que Ignacio y Pilar confeccionaron la víspera de Navidad. Por último, se arregló el moño, se lavó las manos en la cocina y cruzando el pasillo salió al balcón que daba a la Rambla, dispuesta a saludar triunfalmente a cuantas personas conocidas y afines pasaran por la calle.

* * *

Aprovechando la llegada a Gerona del doctor Rosselló, la Logia Ovidio se reunió en Trabajo extraordinario, como en sus mejores tiempos. La calle del Pavo vio pasar una vez más la sombra de los Hermanos masones gerundenses, incluyendo al director del Banco Arús, con su pipa humeante. Y es que había novedades. El coronel Muñoz debía incorporarse al frente de Teruel, donde lo esperaba, ¡desde hacía meses!, el comandante Campos, quien continuaba presintiendo que moriría en la guerra. Los arquitectos Massana y Ribas iban a ser nombrados jefes del Comisariado de Inmigración, organismo de creación indispensable, visto el movimiento de refugiados que llegaban de todas partes. El doctor Rosselló fue invitado a recuperar su puesto de Director del Hospital de Gerona, el cual, por su situación en la retaguardia, se estaba convirtiendo en importante centro de readaptación. El doctor Rosselló manifestó que prefería regresar a Madrid y el H… Julián Cervera, que presidía el Trabajo, dijo: «Lo dejo a su elección». Antonio Casal recibió la orden de informarse de un modo completo y veraz de todo cuanto el Partido Comunista proyectase y realizase en las minas de talco de La Bajol. También Julio García recibió instrucciones: Julio proseguiría con sus viajes al extranjero, en los que, aparte su misión como delegado de la Generalidad, conectaría como siempre con los H… franceses e ingleses que más se interesaban por la guerra de España y, desde luego, rectificaría sin excusa ni dilación la actitud derrotista que adoptaba habitualmente en sus tertulias en el café Neutral.

El Trabajo de la Logia se desarrolló bajo el signo de la inquietud, debido a la marcha de los acontecimientos. Todos los H… estaban nerviosos, sobre todo Antonio Casal. A la caída de Bilbao, que fue calificada de desastre, cabía añadir los criminales bombardeos fascistas sobre Valencia y el fracaso del ministro del Ejército, Indalecio Prieto, en su intencionado proyecto de convertir el conflicto español en conflicto mundial. El H… Julián Cervera informó con detalle sobre el particular. Indalecio Prieto, H… grado 33, compartiendo el sentir de muchas Logias, estaba convencido de que lo único que podía salvar la situación era la extensión del conflicto. Para ello, aprovechando que la escuadra alemana había bombardeado por mar, ferozmente, la población de Almería —en represalia por los diversos ataques de la aviación «gubernamental» contra el crucero italiano Baltesta y el alemán Deutschland—, se le ocurrió que podía perseguirse a los navíos alemanes por el Mediterráneo y hundirlos, provocando con ello el estallido. La idea era soberbia —opinó el H… Julián Cervera—. Por desgracia, el Presidente del Gobierno, señor Negrín, quiso consultar a Moscú y Moscú opuso su veto. «Naturalmente —terminó el H… Julián Cervera—, a Rusia no le interesa que la guerra se acerque a su suelo».

Luego se habló de las obsesionantes expresiones «Quinta Columna», «Sabotaje» y «Emboscados». Lo mismo el Ejército Popular que los servicios auxiliares del mismo se convertían en caladeros. El coronel Muñoz informó que eran tantos los que en el frente de Madrid se pasaban al enemigo, sobre todo al amparo de la noche, que se habían colocado latas vacías de conservas y planchas metálicas fuera de las trincheras al objeto de que los fugitivos, al pisarlas, hicieran ruido y se delataran. El doctor Rosselló citó el caso de un batallón entero de reclutas procedentes de un pueblo turolense llamado Libros, que al llegar a Madrid tuvo que ser internado en bloque por presentar lamentables síntomas de intoxicación. «Un médico desaprensivo, o un practicante, les infectó adrede las vacunas». Antonio Casal habló de sabotaje en la Comisaría de Abastecimientos, en la que docenas de cartillas habían sido extendidas inadecuadamente, combinando a placer los nombres y las señas. Los arquitectos Ribas y Massana, cuya manía era el sabotaje de la palabra, el bulo, tenían la certeza de que la llegada de refugiados vascos agravaría al máximo el problema. «Los vascos son católicos y al comprobar lo que aquí ha ocurrido, se cerrarán en banda». Uno por uno fueron interviniendo, sin exceptuar al director del Banco Arús, quien aludió al despilfarro financiero y «a las comisiones cobradas indebidamente, lo mismo en España que en el extranjero». Por último, habló Julio García. Su intervención fue un resumen. Un hecho era revelador de la importancia del sabotaje: en menos de un año de guerra y contando inicialmente con todos los recursos, «el Gobierno de la República ha perdido diez mil kilómetros cuadrados de territorio y siete de las provincias que el 18 de julio quedaron en su poder». Julio informó sobre la situación fuera de España. En cada hall de hotel y mesa de café había un observador franquista. Se dedicaban al espionaje no sólo fascistas inveterados como el notario Noguer o el falangista Octavio, ¡sino personas como los hermanos Costa! Buena parte del producto de las recaudaciones «pro pueblo español» era escamoteado antes de llegar a su destino y el armamento adquirido era pagado a tan fabulosos precios que con el excedente se alimentaba el Partido Comunista Francés y se financiaba su periódico Ce Soir. «Me adhiero al propósito del H… Indalecio Prieto de procurar la extensión del conflicto. No veo otra salida. No creo que fuera imposible estudiar la posibilidad de bombardear con aviones “maquillados” el Marruecos francés, el puerto de Marsella y la costa británica. Pedir permiso a Moscú es un crimen infantil. Si la Logia Ovidio no se opone a ello, yo mismo puedo encargarme de los trabajos de enlace entre las personas que puedan ayudarnos en esta acción decisiva».

La declaración de Julio García causó estupor y en el fondo una sensación de alivio. ¿Qué otra salida podía haber? El policía prosiguió, dando un viraje inesperado. «Sin embargo, me gustaría que al propio tiempo protestáramos de un modo enérgico contra la extensión de las checas. He recibido una nota del doctor Relken, víctima de una de ellas en Barcelona. Y si mis ojos no mienten, en Gerona gozamos ya de tan elegante sistema de embrutecerse el espíritu, que en el fondo es el peor medio de sabotear».

El Trabajo de la Logia Ovidio terminó con una ronda de fraternales abrazos. Cada H… estaba dispuesto a cumplir con la labor que le fue asignada y Julio García recibiría sin tardanza la decisión masónica a su propuesta, que desbordaba las atribuciones de la Logia Ovidio. A la salida, por sugerencia del H… Cervera, todos estamparon su firma en una protesta «contra el atentado alemán de Guernica», protesta que iba a ser mandada a la Sociedad de Naciones y al Control de No Intervención. El coronel Muñoz se hundió en la noche y Antonio Casal se dirigió a la barandilla del río y se sentó. Julio y el doctor Rosselló echaron a andar juntos, cogidos del brazo. Al llegar al puente de Piedra el doctor Rosselló le dijo al policía:

—Estoy de mal humor, Julio. Mis hijas me desprecian.

—¿Cómo es eso?

—No han querido ni verme siquiera. En cuanto llegué, se fueron al piso de Laura. —El doctor se detuvo y encendió un pitillo—. Por eso quiero regresar a Madrid.

Julio se atusó el bigote.

—¿Y de su hijo… sabe algo?

—Estuve en Perpignan —contestó el doctor—. Allá supe que trabajó una temporada con el notario Noguer y que luego se fue a San Sebastián, con «La Voz de Alerta». No me diga usted que ignoraba esto, por favor…

Julio sonrió.

—En estas ocasiones uno no sabe si…

El doctor le interrumpió. Hacía una noche bochornosa, con insectos muriendo en los faroles.

—Yo era ahora un hombre feliz —dijo—. Pero esta soledad… No me importaría matarme.

—No diga usted tonterías —atajó Julio—. Todo pasa y las cosas vuelven a su cauce.

—¡Bah! Usted tiene imaginación —agregó el doctor—. Además, viaja y cuando regresa encuentra en su casa el lecho caliente… Yo…

Julio se tocó el sombrero.

—Mi querido amigo —replicó—, mi único haber son las comisiones que cobro por ahí…, y un poco de fantasía verbal.

* * *

El doctor Rosselló lamentaba no conocer personalmente al flamante presidente del Gobierno, doctor Negrín, que fue discípulo de don Santiago Ramón y Cajal. De haberlo conocido, hubiera intentado conseguir su apoyo en favor del proyecto Indalecio Prieto-Julio García referente a «la extensión del conflicto». Tuvo que limitarse a decirle a Julio: «Le deseo suerte. Claro que… la responsabilidad es enorme».

El mal humor y el incremento del sabotaje en la zona «roja», de que tan palpablemente dio idea el Trabajo de la Logia Ovidio, iba a colapsar cualquier intento destinado a amortiguar la dureza de las represalias. El doctor Relken seguiría sudando y el catedrático Morales y el Responsable seguirían documentándose para perfeccionar sus embrionarias checas. Y, sin embargo, en medio de todo, Gerona pudo considerarse privilegiada. Sólo fueron detenidas las hermanas Campistol y el sepulturero y su mujer. Aquéllas, por haber escondido a mosén Francisco; éstos, por haber instalado en el cementerio ¡una estación emisora clandestina! La idea fue de Laura. Los cementerios actuaban, actuaban en todas partes.

Todos los demás miembros del Socorro Blanco fueron dejados momentáneamente en paz, incluidas las hermanas Rosselló y la propia Laura. Resultaba casi milagroso que Laura no hubiese sido detenida todavía, pues su labor era ingente. Por sus manos pasaba toda la documentación que, procedente de Madrid, Valencia o Barcelona, llegaba a Francia, al notario Noguer, y por último a San Sebastián, a su marido, «La Voz de Alerta». Laura alta y cada día más delgada, parecía intocable y como si la defendieran calladamente todos los carteros del mundo, a los que un día quiso aumentar el sueldo. Su seguridad era tanta que no tuvo inconveniente en cobijar en su casa a un ser extraño que andaba a la deriva: una anciana de ochenta años, que había sido superiora del Convento de Clausura de San Daniel. Esta mujer, al salir a la calle el 18 de julio, se quedó anonadada, pues nunca había montado en tren ni había visto cine. Llevaba cincuenta años sin salir del convento. Laura le descubrió paisajes inéditos. No consiguió que subiera al tren, pero sí se las ingenió para dedicarle una sesión de cine amateur mediante un viejo proyector que le prestó la viuda de don Pedro Oriol. La Madre Superiora se sentó en una silla a pocos centímetros de la pantalla. Su expresión era de beatitud, pero no comprendía nada de lo que ocurría. Hasta que apareció Charlot… ¡Santo Dios! Charlot cayéndose de cabeza dentro de un cubo, andando con los pies divergentes, jugando con su bastón y con su bigote. La anciana monja de clausura se rió como no se había reído desde la época del noviciado. Aplaudía tímidamente, desde su silla, y al final le dijo a Laura: «Hija mía, he de reconocer que en el mundo hay cosas muy interesantes».