Capítulo XXVIII

Los alemanes instalados en la España «nacional» observaban y luego comentaban; los italianos solían proceder a la inversa, lo cual no implicaba que cometieran más errores, pues con frecuencia su intuición se mostraba certera.

Los dos representantes más calificados de Italia, el diplomático y el del partido fascista, tenían poco en común. El embajador, Roberto Cantaluppo, hombre de exquisita sensibilidad, se hacía notar por su prudencia y sentía un respeto innato por los derechos del prójimo; el vanidoso delegado fascista, Aleramo Berti, presentaba las cosas —y se las presentaba a sí mismo— a la medida de sus deseos, era un poco cínico y cuando decía Italia parecía decir: «Imperio Romano». El talante del embajador era el mismo en público que en privado; en cambio, el ególatra delegado del Fascio era tímido en su casa, y sus tres hijos, de menos de diez años, le hacían una perrería tras otra desde por la mañana hasta por la noche.

Los dos representantes más calificados de Alemania diferían también mucho entre sí. El embajador, ex general Faupel, que había estado unos años en Argentina y que en tiempos fue jefe del cabo Hitler, era un caballero extremadamente concienzudo y formal, aunque de inteligencia poco elástica; el delegado nazi, Schubert de apellido, inseguro al enfrentarse con los meridionales, disponía de una rotunda fuerza interior y ni siquiera delante de sus hijos ocultaba su creencia en la superioridad de la raza aria.

También diferían entre sí los hombres que personificaban la Alemania y la Italia combatientes. El representante italiano era Salvatore, el ahijado de Marta, muchacho dinámico, que lo mismo disertaba sobre política que sobre los problemas de la desratización de los barcos mercantes, o sobre el clima australiano. Por supuesto, se mofaba de Aleramo Berti, excepto cuando éste se refería a Guadalajara, donde Salvatore cayó herido. El representante de los combatientes alemanes no era un soldado raso; era el comandante Plabb, oriundo de Bonn y jefe de unas baterías antiaéreas. El comandante Plabb era hombre sin doblez, por lo que le incomodaba tener que escribir a su familia mintiendo, describiéndoles el Mar Báltico en vez de la llanura castellana o el maravilloso paisaje de Asturias. En ningún momento cumplió la consigna de no hablar de política con los españoles. Rebosaba nazismo por el uniforme y aprovechaba cualquier ocasión, incluso estando con mujeres, para catequizar a su auditorio.

En la práctica, y pese a defender intereses comunes, alemanes e italianos chocaban, tanto en el frente como en la retaguardia. En Sevilla, los italianos no podían soportar que los alemanes en pleno invierno se bañasen en el Guadalquivir. «Eso no es serio», decían. Por su parte, los alemanes no soportaban la retórica italiana en los cafés y en los tranvías. «Siempre parece que han descubierto una mina de oro o que andan cazando mariposas». Los aviadores alemanes despreciaban a los infantes italianos y estos se vengaban pisándoles al pasar u orientándolos erróneamente si les pedían unas señas o las propiedades de cualquier bebida que desconocieran.

Por parte italiana, posiblemente era Aleramo Berti quien mejor había aprendido español y se había familiarizado con la idiosincrasia española. «A los españoles no les gusta que se les llame ignorantes, pero no se ofenden si hábilmente se les demuestra que lo son». Por parte alemana, sin duda el comandante Plabb era el que más progresos había hecho. Cierto, el sanguíneo y vital técnico en antiaéreos se había dedicado intensamente a la gramática y al diccionario, y además había prestado mucha atención a la gente del país, lo cual le obligó a replantearse buena parte de sus primeras impresiones. Por ejemplo, ya no hablaba de los requetés con la ligereza con que lo había hecho en sus contactos con Núñez Maza y con el propio Aleramo Berti. Los había visto emprender marchas agotadoras llevando una cruz delante y cantando el rosario, y pese a entender que se trataba de superstición, admitió que ésta tenía grandeza. «Al fin y al cabo, es necesario tener un ideal». También le sorprendió la importancia de la organización prostibularia. Había muchas prostitutas en España y, recordando la advertencia que les fue dada en el puerto de Hamburgo: «la mujer española es recatada», se dijo que en el fondo la solución era inteligente: «Un buen surtido de carne profesional y el resto de las mujeres, fieles y en paz». Siempre le decía a Schubert: «No sea usted timorato. Los españoles estiman los alemanes y nos hacen caso. Aconséjelos, sobre todo a Hedilla y a los falangistas. Y si fracasa usted, insista a través de Berlín».

Aleramo Berti era un escéptico con respecto a la posible fascistización de España. «Italia es un pueblo anárquico en los detalles y en el porte exterior; pero cuando intuye que la empresa es grande, obedece. En toda la historia hemos sido así; en cambio, los españoles han perdido el hábito de creer que hay capitanes y palabras que merecen perpetuarse». Salvatore se reía de tales generalizaciones. «Vuelves la frase del revés —le decía a María Victoria, mientras ésta le vendaba la mano— y todos tan contentos».

El caso es que las predicciones de los alemanes e italianos respecto a los proyectos del general Franco, proyectos cuyo mensajero fue Núñez Maza, se manifestaron verídicas y obraron sobre unos y sobre otros como espina irritativa. Los alemanes irguieron el busto y los italianos tiraron al suelo el cigarrillo sin fumar: Franco anunció oficialmente que iba a proceder sin pérdida de tiempo a la unificación del Requeté y de la Falange, creando el Partido Único.

Aleramo Berti se calló y en casa fue más que nunca el payaso de sus hijos; en cambio, Schubert mandó a Berlín otro de sus prolijos informes. De cualquier manera ambos delegados coincidieron en profetizar dramáticos acontecimientos provocados por el anunciado decreto. Cierto que, pulsando determinados ambientes, la cosa parecía inevitable, pues las reacciones eran varias y había comentarios para todos los gustos. Mientras los Anselmo Ichaso estaban dispuestos a acatar la Unificación, a condición de que el jefe que se nombrara no fuera falangista, muchos falangistas accederían a ponerse boina roja sólo en el caso de que el jefe no fuera requeté. Por otra parte, Hedilla, Núñez Maza y otros jerarcas de la Falange, reunidos en cónclave en Salamanca, acordaron oponerse de modo rotundo al proyecto, sin admitir componendas. Finalmente, sobre unos y otros gravitaba una masa mayoritaria que estimaba que la medida era racional y que Franco acertaría a encauzarla del modo más pertinente. De esta masa formaban parte José Luis Martínez de Soria, Mateo, «La Voz de Alerta» y Javier. «La Voz de Alerta» sentenció: «La decisión es justa y Franco no se detendrá ante nada».

Acertó. Al margen de la opinión de unos y otros, la Unificación fue un hecho. El día 19 de abril salió publicado el decreto. Los falangistas conservarían la camisa azul y llevarían boina roja; los requetés conservarían la boina roja y llevarían camisa azul. Los dos himnos serían oficiales y obligatorios: El Cara al Sol y el Oriamendi. El organismo se llamaría Falange Española Tradicionalista y de las JONS. Su único jefe, el general Franco. El Consejo Nacional estaría formado por seis falangistas y seis requetés. La ocasión era solemne, los decretos suplementarios garantizarían el cumplimiento de la orden y el júbilo había de ser ruidoso en toda España. Todos aquéllos que en la chabola de Salazar votaron en contra, así como otro reducido número de falangistas que luchaban en torno a Hedilla, se dispusieron a ser consecuentes con su juramento. La idea de asesinar a Franco, que cruzó meteóricamente por el cerebro de Montesinos, se desflecó en el interior del muchacho, y los demás no se acordaron de ella siquiera. En cambio, se creyó en la posibilidad de crear en Salamanca un estado de conciencia, y al efecto Hedilla cursó instrucciones a los falangistas del Norte, especialmente a sus conciudadanos de Santander, para que abandonasen el frente y se concentraran «en la histórica ciudad de Unamuno». En resumen: se declararon en rebeldía.

Sin embargo, el plantón tuvo escasa resonancia. Hedilla, mecánico de Santander, inteligente, autodidacta, pero soberbio y carente del necesario poder personal, no consiguió una movilización eficaz. Por otra parte, el entusiasmo popular era enorme e incuestionable, desbordándose con motivo de los festejos organizados para celebrar la publicación del decreto. Y, como remate, a los pies de uno de los falangistas rebeldes estalló una granada de mano, lanzada por un falangista sevillano adicto a Franco, y la muerte instantánea de aquél dio a los amotinados idea cabal de lo que acontecería si se encerraban en su actitud.

Hedilla se sintió abandonado a sus fuerzas y desorientado. Y el final de la aventura no tardó en llegar: él y sus colaboradores más directos, entre los que figuraban Mendizábal y Montesinos, fueron arrestados y encarcelados. Los demás se retractaron a tiempo y entre estos figuraba Núñez Maza, el cual desapareció en dirección al frente de Madrid, dispuesto a martillear a los «rojos» internacionales o dinamiteros, comunistas o de la FAI, cantando las excelencias de los veintisiete puntos de José Antonio. Schubert comentó: «Ese Núñez Maza es una alhaja. Es bajito, pero es una alhaja». Por su parte, el comandante Plabb sentenció: «Ha ocurrido lo que tenía que ocurrir. Franco era un jefe sin partido y la Falange un partido sin jefe. Pero tampoco los monárquicos sacarán tajada. Aquí quien gobernará será esa mano de Santa Teresa que Franco lleva siempre consigo».

Un industrial barcelonés, del ramo de la confección, recién entrado en la España «nacional», se frotó las manos: «¡Faltarán millares de camisas azules y millares de boinas rojas!», exclamó. Pidió permiso para montar una fábrica y «La Voz de Alerta» le dijo: «Si te vas a Sevilla, Queipo te lo arreglará. Consigue un crédito bancario y Queipo te facilitará el montaje de la fábrica. ¡Pero date prisa, que todo el mundo reclama ese uniforme!».

Era cierto; el júbilo aumentaba por horas, como si la Unificación fuera algo esperado desde siglos. Los requetés hablaban de luceros y los falangistas de reyes, sin que se les trabase la lengua. La propaganda caló sin dificultad en las masas adictas y entre los simples combatientes. Fuera de eso, se rumoreaba que Franco iba a dar una satisfacción a la retaguardia que la compensaría del fracaso de Madrid: emprendería la anunciada y fulminante acción contra Bilbao y acabaría luego con el frente Norte. Esta idea aguijoneó a la multitud. Y por primera vez sonó el nombre de «Caudillo» refiriéndose a Franco. ¡Caudillo! Salvatore, convaleciente de su herida, en el hospital de Valladolid, recordó: «El Duce empezó a ser llamado Duce en 1922». El comandante Plabb, de nuevo en el frente del Norte, dijo: «El Führer empezó a ser llamado Führer en 1933». En 1937, una parte de España iba a ensayar el caudillaje… en el momento en que estallaba en la tierra la primavera y en que el Papa publicaba en Roma una Encíclica condenando con impresionante energía la doctrina nazi.

«La Voz de Alerta» y Javier Ichaso se pusieron la camisa azul. Su criada Jesusha se mofó de ellos y el dentista le dijo: «Disciplina, Jesusha, disciplina». Al Alto del León llegó un camión de intendencia con boinas rojas. José Luis Martínez de Soria y Mateo se colocaron con énfasis cada cual la suya, se miraron y por último Mateo comentó: «¡Pareces Satanás!». El padre Marcos, que hacía poco había recibido como donativo alemán una maleta conteniendo un altar plegable, se puso boina roja, al igual que Núñez Maza, a quien se hubiera dicho que le había nacido algo loco, desorbitado, en la cabeza. Los requetés catalanes del Tercio de Nuestra Señora de Montserrat, de guarnición cerca de Belchite, se pusieron camisa azul. Mientras, un moro notable, en las orillas del Jarama, le decía al falangista Octavio, recién incorporado en calidad de agente del SIFNE: «La boina roja es peligrosa en el frente. Demasiado visible». A lo que Octavio repuso, sonriendo: «Alá proveerá».

La unificación era básica, en opinión del Alto Mando. Por Salamanca se rumoreaba que incluso Unamuno había sido partidario de ella, de una España «única», citándose el comentario que en plena Universidad le hizo al general Millán Astray, a raíz de una diatriba de éste contra Cataluña y el País Vasco. «Una España disgregada, sin el País Vasco y sin Cataluña, sería como un cuerpo tuerto y manco».

* * *

La primavera trajo también en la zona «roja» un intento de unificación en gran escala, acorde con el automático movimiento pendular que se producía en los dos bandos y que le hacía exclamar a Cosme Vila: «Si algún día matan a Mateo, al día siguiente caeré yo».

Las desavenencias en la zona no habían hecho sino aumentar, y cuantas personas se esforzaban en proyectar luces sobre los verdaderos culpables tropezaban con mil contradicciones. El doctor Relken, tan amante de las síntesis, había ya renunciado a ello y en Albacete se dedicaba a fisgonear entre los internacionales y a comprar imágenes de valor producto de saqueos e incendios. En Gerona, Antonio Casal quiso entretenerse en contar y numerar las fracciones que en primera línea y en las provincias de retaguardia se llamaban «antifascistas», y en cuanto advirtió que se acercaban al centenar dejó la pluma en la mesa y se fue a su casa a jugar con los pequeños, siguiendo con ello el ejemplo de Aleramo Berti.

Sin embargo, no faltó quien se arrogó la facultad de aislar y acusar a «los dos grandes responsables»: el nuevo embajador ruso, sustituto de Rosenberg, Gaiskis de nombre, llegado a Valencia a mediados de marzo. Gaiskis, con la ayuda del cónsul Owscensco, de Orlov, jefe de la GPU y de Axelrod, el maestro y tutor de Cosme Vila, declaró que los principales focos de infección eran dos: uno, atávico; otro, reciente. El primero era el anarquismo, diferenciando con torpeza conceptos tan interdependientes como los de «sindicatos» y «partido político» —vieja disputa entre Bakunin y Carlos Marx—, y el reciente era el POUM, el desviacionismo trotskista. Trotsky fue declarado por el nuevo embajador Gaiskis «traidor a sueldo de la Alemania nazi» y de la boca de éste salió un curioso lamento dedicado a los niños huérfanos que a través del gerundense Murillo fueron evacuados a Méjico. Sobre la CNT-FAI, holgaban los comentarios.

La decisión de acabar a rajatabla con dichos focos fue tomada simultáneamente en Cataluña y Valencia. Graves deserciones del frente rojo al nacional, especialmente en el país vasco, aconsejaban acelerar la apertura del proceso. Un inmenso tinglado publicitario preparó las masas para el acontecimiento, a través de discursos, artículos y pancartas. Todos los hombres de sentido común, con mando o sin él, desde Indalecio Prieto y el general Miaja hasta las dos enfermeras suizas, Germaine y Thérèse, y Cosme Vila, pasaron simultáneamente al ataque. Antonio Casal denunció en El Demócrata que, en Sabadell, el POUM construía carros blindados, que en vez de mandar a la línea de fuego se reservaba «para las necesidades del partido en la retaguardia». El catedrático Morales hizo un viaje a Barcelona y regresó afirmando que la FAI, dueña de la Telefónica desde el inicio de la guerra, boicoteaba las comunicaciones entre los partidos no anarquistas y proclamó su horror ante el hecho de que, a consecuencia de la colectivización anarquista de los espectáculos, los cantantes profesionales cobrasen quince pesetas diarias, igual que un acomodador, y que el Teatro del Liceo se viera invadido todas las noches por catervas de milicianos borrachos que entraban gratis. Y el propio Raimundo, tan aficionado a los toros, supo por un huido de Córdoba que en Andalucía los anarquistas habían asaltado las ganaderías y acabado con ejemplares cuya estirpe tenía tres siglos. «Por si fuera poco, Ortega, La Serna y Bienvenida —le informó el refugiado—, están toreando en la zona fascista».

Pero había más. Sin saber por qué, los asesinatos se habían recrudecido, sobre todo en Barcelona, y afectaban incluso a conocidos hombres de la UGT o de la Izquierda Republicana. Moncho, en calidad de anestesista del Hospital Clínico, tenía ocasión de comprobar el hecho con sólo girar diariamente una visita al Depósito, y su asombro no tenía límites al enterarse de la identidad de algunos de los cadáveres. ¿Por qué treinta tranviarios asesinados en cuarenta y ocho horas? ¿Por qué un tipógrafo de La Publicidad? ¿Por qué un diputado de Izquierda Republicana? En el plano de la política, Álvarez del Vayo, al regreso de sus contactos con las grandes democracias europeas, afirmó que la presencia de cuatro ministros anarquistas en el Gobierno constituía un grave desprestigio internacional, sobre todo desde que el anarquista García-Oliver, ministro de Justicia, había «legalizado» jurídicamente la unión libre entre milicianos y milicianas y anunciado su decisión de municipalizar la vivienda en todo el territorio.

Por añadidura, los anarquistas y el POUM obstaculizaban los planes del Partido Comunista con respecto al oro español y al destino que debía darse a los cuadros del Museo del Prado. Julio fue testigo de ello, al igual que Cosme Vila. ¡Por fin se puso en claro el objetivo perseguido por Axelrod y su perro en sus periódicos viajes al pueblo de La Bajol, pueblo gerundense a una hora de camino de la frontera francesa…! Se trataba de encontrar un buen refugio para los lingotes del Banco de España que no iban a convertirse en armamento, para el tesoro de la Corona de Aragón, etcétera. Y este refugio fue hallado en las minas de talco existentes en La Bajol. Axelrod y oscuros personajes españoles habían empezado a dirigir la apertura de una galería en la mina, con el proyecto de alcanzar una profundidad de trescientos metros bajo la cima de la montaña. Los obreros especializados eran también mineros asturianos. Se instalaron dos ascensores para bajar a la cámara, la cual estaría dotada incluso de calefacción. Los camiones con el material necesario llegaban allí de noche y, pese a los cuidados en los relevos de guardia, el olfato del Responsable consiguió descubrir el manejo, amenazando con darle mortífera publicidad. Cosme Vila le dijo: «Simples precauciones, camarada. Todavía no ha sido llevado allí un solo gramo de oro. ¿Qué quieres? ¿Que la aviación de Franco se meriende el tesoro de Madrid? Como te pases de listo y denuncies lo que luego no puedas demostrar, te mato». El Responsable habló con Julio y éste contestó: «Que yo sepa, de momento no son más que precauciones. Aunque, a decir verdad, es poco esperanzador que, mientras Miaja habla de victoria, los escondrijos se busquen a una hora escasa de la frontera». El Responsable dio tres vueltas enteras al gran parque de la Dehesa, musitando: «O ellos acaban conmigo, o yo acabo con ellos».

En cuanto a la obras del Museo del Prado, pese a existir para ellas un cobijo a propósito en los sótanos del Banco de España en Madrid, construido por el Duque de Alba —cobijo con un puente levadizo y un lago—, el temor de que Franco entrase en la ciudad cuando la ofensiva de noviembre indujo al Gobierno a iniciar entonces el traslado de los cuadros a Valencia. Dicho traslado fue dirigido por el poeta Rafael Alberti, que últimamente había escrito «Hoy, mar, amaneciste con más niños que olas». El embalaje presentó grandes dificultades, que los técnicos de una galería de pinturas consiguieron resolver. El medio de trasporte elegido fue el camión. Algunas cajas con cuadros de gran tamaño como Las Meninas o el Carlos V en Mülhberg, que dada su altura no hubieran pasado por el puente colgante de Arganda, fueron colocados en los flancos exteriores del camión. El proyecto de poner a salvo el Museo alarmó a los anarquistas, los cuales temieron que los rusos se apropiaran de él. Gaiskis, el nuevo embajador, al enterarse de ello se indignó y gritó: «¿Cuándo empezaremos a desarmar a esa gente?».

¿Cuándo…? En seguida, sin pérdida de tiempo. Con el estallido de la primavera, la FAI y el POUM quedaron sentenciados. Ante la perplejidad y el dolor de quienes, como Antonio Casal, aspiraban a unir todos los esfuerzos para derrotar al fascismo, el 3 de mayo la Generalidad de Cataluña dio orden a los guardias de Asalto y a los Mozos de Escuadra de que ocuparan la Telefónica de Barcelona, el centro-clave en poder de la FAI. Aquél fue el inicio del combate. Se oyó un ulular por toda la ciudad y Charo, la mujer de Gaspar Ley, cerró todas las ventanas del piso. Los Anarquistas abrieron ojos como granadas de mano y se alertaron unos a otros con sólo la respiración. De toda la región empezaron a llegar a Barcelona escuadras de la FAI; las de Gerona, al mando del Responsable en persona, escoltado por Santi. Especialmente en las estrechas calles del casco antiguo brotaron barricadas como en Gerona cuando la huelga general. ¡Llegaron anarquistas incluso del frente! ¿Qué ocurría?

La Generalidad, pese a contar con el apoyo de los comunistas, de los socialistas e incluso del Estat Català, se sintió impotente para contener aquel alud de fusiles rojinegros y reclamó la ayuda del Gobierno Central, del Gobierno instalado en Valencia desde que Largo Caballero decidió abandonar Madrid. Esta obligada petición de ayuda fuera de Cataluña entristeció profundamente a catalanes como los arquitectos Ribas y Massana y como David y Goliat: «Bueno, volvemos a las andadas. Otra vez Cataluña es incapaz de resolver sus propios problemas». «¿Qué nos falta, Olga, qué te parece? ¿Instinto político? ¿Por qué nos falta, di?».

El Gobierno de Valencia estaba prevenido, y Antonio Casal opinó que en realidad este escalonamiento de las etapas había sido calculado de antemano. De Valencia zarparon dos amenazadores barcos que penetraron en el puerto de Barcelona, al tiempo que Largo Caballero anunciaba el envío a la capital catalana de mil quinientos guardias de Asalto. El tiroteo se extendió por toda la ciudad y el establecimiento fotográfico de Ezequiel, por su proximidad con la Jefatura de Policía —Julio García, al recomendarle el lugar a su amigo no había previsto tal contingencia—, fue acribillado reiteradamente. Las balas alcanzaron las pequeñas fotografías de carnet expuestas en las vitrinas y Ezequiel aseguró luego que los correspondientes milicianos debieron de sentir sin duda alguna la herida en la frente. Ignacio estaba entre horrorizado y contento, lo mismo que la muchacha encargada de la centralilla, enclenque y pálida como la nieve, y con la que las miradas de complicidad eran ahora continuas. ¡Oficina de Sanidad! El trabajo arreció. Constantemente se presentaban milicianos reclamando medicamentos. Terminaron por ir directamente al almacén de la iglesia de Pompeya. Don Carlos Ayestarán, al principio, se hizo el remolón, cuando los peticionarios eran los anarquistas; pero Moncho le advirtió que Gascón, con su carrito de ruedas, estaba al acecho y que había dicho, como quien no quiere la cosa: «Si se nos sabotea, mi pistola cantará una canción».

Durante cinco días Barcelona fue un campo de lucha parecido al de las orillas del Tajuña y del Jarama. Fanny envió sangrientas crónicas a sus periódicos y Ana María se acercó al teléfono para llamar a Ignacio lo menos veinte veces, sin conseguirlo, debido a las averías en las redes telefónicas. El Responsable instaló su feudo en la plaza de Urquinaona, donde levantó un parapeto con sacos terreros; a su lado, Santi, barbotando: «Ahora quiero matar a los coches blindados fabricados en Sabadell». Murillo quedó en Gerona, al cuidado de su herida. Brotaban en las aceras manchas rojas parecidas a las que en la zona «nacional» habían nacido en la cabeza de los falangistas que aceptaron la unificación. Las radios acuciaban a la gente, caían pancartas sobre el asfalto y desplomábanse aquí y allá milicianos. Se hubiera dicho que un gigante con pala iba recogiendo los cadáveres, y había momentos en que este gigante parecía ser Axelrod, quien de vez en cuando se asomaba a su balcón en el Hotel Majestic. Axelrod se acordaba mucho de sus comienzos revolucionarios en Tiflis. ¡Cuánto tiempo había pasado! También allí hubo necesidad de disparar, también allí los cadáveres olían.

Los anarquistas, y con ellos el POUM, perdieron la batalla. El Gobierno de Valencia se adueñó de la ciudad y, de acuerdo con la condición impuesta previamente, Cataluña le hizo entrega de la Comisaría de Orden Público. Inmediatamente se produjo como un inmenso procesó popular contra los anarquistas, de cuya defensa se encargaron los millares de muertos que éstos habían tenido desde el 18 de julio. A cuantas acusaciones se le hacían, la FAI contestaba con listas y más listas de hombres muertos y con fotografías de héroes. Entre éstas figuraba una, expresiva, de José Alvear, con las mechas amarillas de dinamitero cruzándole el pecho. Los vencidos regresaron con la cabeza gacha a sus puestos, unos al frente, otros a sus pueblos respectivos. El Responsable luchó hasta el último instante en su barricada, ganándose la admiración de Santi, a su lado, y la de su hija Merche, que desde una azotea contempló incansablemente a su padre. El Responsable regresó con el espíritu roto, porque le constaba además que Cosme Vila había deseado en todo momento que muriera en la refriega. Ahora le preguntaría: «¿Qué tal, qué tal te ha ido el viaje?». Santi no comprendía que el Responsable no hubiera hipnotizado a los guardias de Asalto y a los traidores de la Generalidad, que no hubiera lanzado contra ellos serpientes venenosas. Santi se pasó el trayecto gimoteando y con la cabeza reclinada en el hombro de Merche, viendo desfilar fuera el lujurioso paisaje de la tierra que él amaba.

No se incoó expediente oficial contra la CNT-FAI, pues ésta amenazó con retirar de un golpe todos sus combatientes de primera línea. En cambio, el POUM fue llevado a la picota, de la que no se librarían ni Andrés Nin, el jefe nacional, amigo personal de Trotsky, ni Murillo, el jefe gerundense. Y además, se produjo la inevitable caída del Gobierno de Largo Caballero y con él la de los cuatro ministros anarquistas.

¡Gobierno nuevo, nuevo Presidente! En efecto, el doctor don Juan Negrín subió al poder. El doctor Negrín era un hombre culto, políglota, fantástico gastrónomo y hablador infatigable, lo contrario de su cauto antecesor. Un médico: tal vez consiguiera curar la revolución. Sobre todo, contando con la ayuda de Prieto, quien dispondría del Ministerio de la Guerra. Indalecio Prieto, el admirado de Casal, «el único capaz de organizar un verdadero ejército». Teoría que David y Olga compartían, si bien los maestros temían que en esta ocasión a Prieto no le cupiera más remedio que acatar las órdenes de Moscú.

Ésta era la dificultad, en opinión de Julio García. Eliminados los anarquistas, nada se opondría al dominio absoluto de los rusos. «Amigos —dijo en el Neutral Julio García—, mañana mismo Amparo y yo empezaremos a estudiar el ruso».

La repercusión de la ingente batalla fue enorme e influyó decisivamente sobre las instituciones y los hombres. En el frente de Teruel, el cenetista Ortiz y sus fieles murcianos dejaron de cantar. En el frente de Zaragoza, varios anarquistas, entre ellos el solitario Dimas, se asustaron y, armados hasta los dientes, se refugiaron en los dos vagones que Durruti utilizó para acribillar a los homosexuales y a la Valenciana. En el frente de Huesca, Gorki enriqueció su rincón de Cultura con una clase sobre higiene y evitación de epidemias, mandando instalar en las trincheras varios servicios completos de baño y ducha, servicios que Teo se negó a utilizar.

En los lejanos y tranquilos frentes de Andalucía, la derrota de los compañeros anarquistas catalanes sembró entre los milicianos la desmoralización. En Andalucía, los anarquistas seguían teniendo mayoría y hasta entonces se habían pasado la guerra mofándose de Queipo de Llano, atacando a Granada y Córdoba y cantando coplas de pena. En cierto sentido eran felices, pues la tierra andaluza parecía inacabable y, seccionados los grandes propietarios, cada individuo era de hecho minifundista, dueño del polvo que pisaba. La derrota catalana levantaba espectros delante de sus ojos, interrogantes que ninguna saeta podía exorcizar.

Pero donde el resultado de la lucha repercutió con más dureza fue en el frente de Madrid y no sólo entre hombres como el capitán Culebra o José Alvear, sino incluso entre los combatientes de las Brigadas Internacionales. Los voluntarios de las Brigadas Internacionales estaban hartos de los anarquistas, que de noche les robaban hasta las ametralladoras, pero algunas de sus tretas les hacían gracia y, además algunos mandos se habían encariñado con el plan de Largo Caballero de montar un ataque masivo contra las líneas fascistas de Extremadura, al objeto de llegar a la frontera de Portugal, cortando nuevamente en dos el Ejército de Franco. Ahora, renovado el Gobierno, tal ofensiva no tendría lugar. Desde el primer momento los rusos la habían saboteado, negándole a Largo Caballero la aviación necesaria. Por tanto, los sucesos de Barcelona implicaban un viraje sensacional. Quedaba asegurado el incremento de la disciplina; ahora bien ¿era ello deseable? La vida en los parapetos era vida si en ellos podía beberse coñac a chorro, cantar lo que pluguiere, olvidarlo todo, desde los sufrimientos de la niñez hasta el nombre español escrito en el pasaporte. ¡Era tan dulce conseguir galones rápidamente, ser aplaudido por las calles, inyectarse morfina y soñar que Madrid flotaba entre nubes blancas sin aviones, a resguardo de la obsesionante escuadrilla de García Morato!

El Negus, que había caído herido en El Pingarrón, se encontraba en el Hospital Pasteur, el hospital que Moncho visitó en Madrid, y al leer la reseña de lo ocurrido en Barcelona se indignó consigo mismo porque no sabía si todo aquello era un bien o era un mal. Sus vecinos, entre los que abundaban los sudamericanos, se reían de la FAI, del Pingarrón y del Negus, porque decían que en sus países ocurría lo propio, que nunca se sabía si los cambios políticos serían para mejorar o lo contrario. Federica Montseny, la comadrona ministro, desposeída de su cartera, la anarquista que tanto había ayudado al doctor Rosselló, dijo con solemnidad: «Ahora, mis queridos voluntarios, veréis espectros sin necesidad ni de soñar, ni de beber, ni de drogaros».

Federica Montseny no habló en vano. Pronto el frente de Madrid, sobre todo el guarnecido por los internacionales, se pobló de espectros. Fantasmas que exhibían prismáticos y gruesas botas, que se apeaban de un coche negro, casi siempre blindado, y se pasaban horas y horas inspeccionándolo todo sin pronunciar una sílaba. Espectros que de pronto montaban de nuevo en el coche negro y desaparecían por donde habían venido, dejando tras sí una resaca como de hielo. ¿Quiénes eran? No se sabía. Sin embargo, era frecuente que a las pocas horas llegase a las trincheras una orden de arresto, de traslado o algo peor. Tratábase de cantinelas oscuros, de nacionalidad rusa. Observadores enviados por el embajador Gaiskis, por Orlov, o por Axelrod. El Negus rugía: «¿Y los combatientes rusos dónde están? ¿Cuántos hay en tu brigada? ¡En la mía, uno! Uno sólo, de un pueblo ucraniano». Tales espectros eran comisarios políticos. Y no podía apelarse contra ellos al general Kleber, el que firmaba con la sola K., porque se había esfumado. Espectros con paladar, pero sin lengua. Capaces de pegarle un tiro a un caballo y por supuesto a un hombre.

¡Qué formidable subversión! André Marty, el de la boina inmensa, aseguró: «Ahora ganaremos la guerra». Y también lo aseguró, desde el púlpito de la iglesia de los Capuchinos, Margarita Nelken, en un mitin monstruo que allí se celebró. «Rusia ayuda, Rusia ayudará…».

Los voluntarios internacionales rumiaban todo esto en el parapeto. Muchos de ellos tenían enfrente a los moros y a Octavio, a los legionarios y a Miguel Rosselló, ya incorporado, e inesperadamente oían la voz de Núñez Maza o de uno de sus acólitos gritando: «¡Eh, cochinos rojos! ¡Vamos a por Bilbao! ¡Se acabó la siesta! ¡Dios está con nosotros! ¡Viva el requeté!». ¡Ah!, sí, la Unificación…

¿Y quién mataría a Franco? ¿Montesinos? ¿Julio García, Olga, Murillo? ¿Por qué no un par de espectros nacidos en Tiflis o en una aldea ucraniana?

Desde la derrota anarquista en Barcelona, los internacionales no respiraban a gusto sino cuando tomaban un tranvía y se iban al centro de Madrid. Allí los esperaba, ¡seguro!, una novia parecida a Canela y a Merche, con la que se entendían por la mímica y con sólo repetir media docena de palabras españolas que habían aprendido: «guapa, dinero, gachí, cerveza, salud». Estas novias les pedían a los internacionales víveres, tabaco e ilusión para el pensamiento. Los internacionales las complacían. Organizaban bailes y eran muchos los que preguntaban: «¿Te gustaría tener un hijo, gachí?».

Mister Attlee visitó el frente de Madrid para felicitar al Ejército del Pueblo. Y, desde América, enviaron entusiastas adhesiones los artistas Clark Gable, Errol Flynn, Katherine Hepburn y Marlene Dietrich, así como el escritor Aldous Huxley.

Otros heridos a distancia por los sucesos de Barcelona: los anarquistas combatientes en primera línea. «¡Nos faltó Durruti!». Durruti era para ellos, como José Antonio para los falangistas, el Ausente. El capitán Culebra, dinamitero, se enfureció de tal modo que se dirigió resueltamente al alcantarillado de la Ciudad Universitaria e hizo volar la Casa de Velázquez y a seis legionarios andaluces, mientras José Alvear se dedicaba, junto con Canela, a requisar coches parados por las calles, a penetrar en los buenos hoteles y a robarles whisky y galletas a los periodista extranjeros, entre los que destacaba, por su envidiable humanidad el americano Hemingway. Aislado, envejecido y pobre andaba por las trincheras de Madrid el voluntario de Pina, el Perrete, el niño imitador de perros, que se llevó un gran susto el día en que ladró a su lado, como sólo se ladra en la estepa, el perro de Axelrod.

Un hombre feliz: el Campesino, el guerrillero comunista convertido en general. Celebró el aplastamiento anarquista vendando los ojos de los tres camisas negras que le quedaban de los ciento veintiún italianos que hizo prisioneros en Guadalajara. Les vendó los ojos, los sacó a campo abierto y ordenó a su escolta —a los guerrilleros Pancho Villa, Seisdedos, Sopaenvino y Trimotor— que cada vez que él gritara «¡fuego!», ellos dispararan una descarga al aire. El Campesino entonces se situó junto a los italianos, con un lápiz en la mano. «¡Fuego!», ordenó. Y al sonar la descarga él pinchó con el lápiz el antebrazo del prisionero más cercano. La reacción de éste fue espectacular: pegó un salto histérico y se cayó redondo, y sintió incluso cómo dulcemente la sangre empezaba a huir de él… El Campesino soltó entonces una imprecación y repitió: «¡Fuego!». Otro pinchazo y otro italiano caído en redondo; y luego el tercero… Y luego, la gran risa del Campesino, que fue alejándose con su «despanzaburros», con su niñez en la memoria, con sus insignias de general…

La jugada del Campesino corrió de boca en boca por el frente y arrancó de Líster, su rival —el que llamaba a Moscú «La Casa»—, un comentario sarcástico: «Algún día el pinchazo a lápiz se lo daremos a él».

La primavera había traído este otro ensayo de unificación en Madrid, en Barcelona y en todas partes. Había fracasado. Por ello Gascón, el mutilado sin piernas de la FAI, se arrastraba ahora por la oficina de Sanidad diciéndole a Ignacio: «¿Qué, estarás contento, no? ¡Hale, dile que no a Gascón!».

* * *

El doctor Rosselló recibió una carta de Julio en la que éste le comunicaba que sus hijas formaban parte, entusiásticamente, del Socorro Blanco de Gerona. «De su hijo, Miguel Rosselló, no se sabe nada». El doctor Rosselló llevaba ya nueve meses en campamento sin otro descanso que el sueño. Se miró al espejo y, al igual que Pilar, se preguntó: «¿Quién soy yo?». Tenía una cabeza poderosa, los pelos de sus cejas parecían púas, una extraña humedad en los ojos que, a veces, cuando operaba en el quirófano, parecían rezar. Estaba asombrado de su resistencia, del equilibrio que había conseguido. Nada le dolía, perfecta coordinación. «Soy una cabeza poderosa, soy un hombre al que la guerra ha enseñado que curar es hermoso». Le sorprendía que su hospital fuera el Hotel Ritz. Una vez se había hospedado allí, en un viaje que hizo con motivo de un concierto. Ahora ocupaba una habitación en el primer piso. Cuando lo reclamaban con urgencia en los quirófanos, instalados en el sótano, sonaba el timbre de al lado de su cama y se encendía en la pared una luz verde.

Había calma en las líneas de fuego y por otra parte se había incorporado al Hospital un competente médico brasileño, Durao de nombre. El doctor Rosselló creyó que podía hacer un viaje relámpago a Gerona: ver a sus hijas y regresar. Así lo decidió. Subió al coche, un Ford negro, suntuoso, y le ordenó al conductor, apellidado Zamorano: «A Gerona».

El vehículo se lanzó carretera adelante. El doctor monologaba: «Mis hijas metidas en el Socorro Blanco… Julio ha hecho bien en avisarme». Hacía tiempo que no sabía nada de ellas y tampoco nada de Miguel. No estaba seguro de que quisieran abrazarle. «Son tan testarudas…». El paisaje que cruzaban era desértico. Pensó que toda España era un desierto con sólo los oasis de las llamadas «gestas históricas» y de los letreros del coñac Domecq y de los neumáticos Michelín. Le extrañaba ver tierras y campos y olerlos a través de las ventanillas. Se había aislado tanto con su trabajo… Ya no era más que médico, y un poco musicólogo. Había roto con Gerona, con sus hijas y casi con la Logia Ovidio. ¿Por qué Zamorano, el conductor, iba tan de prisa? Porque estaba de mal humor. A Zamorano sólo le interesaba su mujer, y le molestó tener que dejarla. «¡Cuidado con ese camión!». El doctor Rosselló respiraba… «Respira, médico, respira». Su hijo Miguel sentía repugnancia por él. ¿Dónde estaría ahora? No lo sabía… Miguel se enteró de que él se dedicaba a abortos y le odió. «Bah… Hay momentos en que se cree que lo mejor es eso, que no nazca nadie más». Y por otra parte, en el Hospital Ritz se había resarcido con creces. ¡Cuántas vidas había salvado! ¡Y cuántas pifias! Aquel pobre chico de Teruel… Los médicos deberían ser Dios. El doctor pensó en la tristeza de los heridos del vientre. «¡Doctor, doctor! ¿Me curaré?». Los de mortero llegaban como si nada y de pronto ¡zas!, la hemorragia. Menos mal que el cloroformo… ¡Ah, qué experiencia, un hombre dormido! No era nada y era un hombre. Estaba muerto y no lo estaba. El paisaje seguía siendo desierto, pero tenía grandeza. También a veces tenía grandeza la guerra. Y también, a veces, cuando le daba la gana, Canela era dulce. Más letreros. El doctor pensó que la guerra se perdería y que a él lo juzgarían sus hijas y lo juzgaría Miguel. Él exclamaría: «¡Soy médico, aquí me tenéis, cortadme brazos y piernas!». Le extrañó comprobar que por las carreteras había todavía controles de la FAI. Y volvió a oler los campos y la tierra. Recordó a Gerona. ¡Qué palabra más preciosa! Recordó al coronel Muñoz, a David y a Olga… Zamorano seguía conduciendo con prisa y mal humor.

Ochocientos kilómetros casi de un tirón, con sólo una parada en Aragón para almorzar y otra en Barcelona para tomar un café y echar un vistazo al aspecto de la ciudad. Al atardecer, el coche daba vista a Gerona. El doctor reconoció a lo lejos los campanarios y se le humedecieron los ojos como si en efecto se dispusieran a rezar. La puesta de sol era grandiosa como la muerte de aquel chico de Teruel. El doctor estaba orgulloso de sí mismo, de su vida reciente. Y recordó que, en su infancia, la carretera por la que ahora avanzaba le parecía ancha como el mar. Cada uno de aquellos árboles tenía en su recuerdo mil años lo menos y tantas hojas como años. Lo asustaban los espantapájaros. Los campanarios le parecieron eternos. Y comprobó que la Central Eléctrica estaba aún allí, en el sitio de costumbre, complicada como una mano humana. Y que la abundancia de bicicletas y de sendas laterales hacían presentir la ciudad. ¡Gerona! El doctor había nacido en aquella ciudad, precisamente en la calle del Pavo. Y en un solar convertido en fábrica, y frente al cual pasaban en aquel momento, dijo por primera vez: «Te amo».

* * *

Fanny, la periodista Fanny, encontrándose en Barcelona, recibió una carta de su colega Raymond Bolen, corresponsal de una cadena de periódicos de habla francesa, invitándola a reunirse con él en Albacete para luego trasladarse junto a Madrid. Fanny, después de enviarle a Julio un cariñoso telegrama —telegrama que Matías Alvear recibió y que rejuveneció unos cuantos años al padre de Ignacio—, abandonó el Hotel Viena, de Barcelona, y se trasladó a Albacete. La primavera había puesto en evidencia las arrugas de Fanny, las de los ojos y de la boca. Ella desviaba la atención exaltando más aún su pelirroja cabellera y cruzándose en bandolera la máquina fotográfica. En el tren iba pensando en Julio. «Lástima que no sea inglés». También iba pensando en la guerra. ¡Si no costara tanta sangre! Le ilusionaba ir a Madrid y también ver a Raymond Bolen, el corresponsal belga, tan inteligente y tan zoquete a la vez… Fanny se había acostumbrado a beber y las mejores crónicas le salían cuando había bebido, sobre todo whisky. «Deberían de envasar el whisky en cantimploras y no en botellas», decía. La cantimplora le gustaba tanto como su máquina de escribir, máquina con funda acharolada que también desviaba la atención de las arrugas de sus ojos. Fanny cruzaba España, dirección Albacete, repitiéndose que era un desierto. «Pero también en los desiertos se puede ser feliz». Prácticamente, desde París no había vuelto a coincidir con las Brigadas Internacionales. Se acordaba mucho del Negus, de Polo Norte, de los judíos. «Ellos salvaron a Madrid». Julio le había dicho que seguían entrando voluntarios a razón de unos quinientos diarios, ¡pero Julio era a menudo tan exagerado!

En Albacete se reunió con Raymond Bolen. Encontró a éste desconcertado, pese a que acostumbraba a ser dueño de sí. El organizador de las brigadas, André Marty, había cometido allí tales hazañas que era llamado «El carnicero de Albacete». Hazañas no sólo en el cuerpo y en el espíritu de la población española, sino de los propios voluntarios internacionales. La heterogeneidad de éstos reclamaba, por descontado, una mano dura. Pero ¡todo tenía un límite! André Marty, con su inmensa boina alpina francesa y su pánico ante los periódicos informes que le reclamaba Stalin, había llegado a dejar seco de un tiro a un luxemburgués que se lamentó del rancho y a dos rumanos que una mañana se negaban a levantarse. «Disparó así, delante de la tropa, y moviendo sólo sus bigotazos y las comisuras de los labios». Varios oficiales de profesión imitaron su conducta. Había familias en Albacete y de la comarca que no conseguían reaccionar, que vivían enloquecidas.

Fanny y Raymond Bolen partieron hacia Madrid en el coche de éste. La máquina de escribir de Raymond Bolen, mayor que la de la periodista inglesa, llevaba funda blanca y daba saltitos en la parte trasera del coche, escoltada por tres máquinas fotográficas propiedad de Bolen. Sí, Raymond Bolen era un corresponsal importante. Sus crónicas eran leídas en Bélgica y Francia y las reproducían periódicos de Suiza, del Canadá y de las colonias. «Mis crónicas tienen éxito porque en ellas no hablo de los muertos, sino de los vivos». Era su lema. Raymond Bolen, devoto de Chesterton, creía como éste que lo que fascina en el circo a los espectadores no es el hecho consumado sino su posibilidad; no es la caída del trapecista, sino el peligro de que se caiga. A Fanny le hubiera gustado que Raymond, en el coche, le diera un beso. O tantos besos como máquinas fotográficas llevaba. Bolen era un hombre alto y rubio, de asombrosa expresividad en la sonrisa. Podía sonreír de mil maneras distintas, con mil matices. En el coche llevaba varias mascotas, y conducía con guantes. Su abuelo había sido de la guardia real. Era muy supersticioso. Creía en los horóscopos. Estaba convencido de que el hombre es una mera partícula de algo grande, una minúscula parte de un todo imprecisable. «Todo nos influye, Fanny. Las manchas del sol, el cultivo del azafrán». No tenía facilidad de palabra, pero todo cuanto decía era sin duda fruto de meditación. «La guerra rejuvenece, Fanny, aunque creas lo contrario. Excita el interés por algo y ello rejuvenece. La guerra tiene argumento y por eso mientras las fuerzas están igualadas no hay suicidios». Los letreros se sucedían unos a otros. «No pasarán», «Muera el fascismo». Cabalgaban por la Mancha y Fanny hubiera preferido un coche descapotable. Raymond le dijo: «Anda, sé buena chica y enciéndeme un pitillo».

Llegaron a Madrid al mediodía y se instalaron en el Hotel Princesa, aquel en que José Alvear y Canela escamoteaban bebidas y tabaco. Allí estaba, en el hall, el escritor ruso Ilia Ehrenburg. Raymond Bolen conocía a Ehrenburg y lamentaba que estuviese entregado a Moscú: «Sería un escritor fenomenal, pero se cree en la obligación de demostrar en cada página que los curas tienen queridas». Salieron a dar un paseo. Hubo alarma aérea y se refugiaron en la estación del Metro de Goya. Luego siguieron andando y Raymond compró a un vendedor ambulante seis distintivos sindicales, pues hacía colección de ellos, y a otro vendedor pepitas de soja que fueron masticando. Se oía el cañoneo de la Ciudad Universitaria y alguien les dijo que los cañones «fascistas» se oían menos que los «rojos», pues el sonido de aquéllos se prolongaba hasta perderse por la llanura de Madrid, en tanto que el sonido de los cañones rojos rebotaba, con maravilloso efecto acústico, contra el paredón de la Sierra. Adquirieron un arsenal de periódicos, muchos de los cuales aparecían censurados, con grandes espacios blancos. Fanny no acertaba a explicarse la animación de las calles ¡y de los cafés! Con el frente a escasos metros, con la ciudad sitiada. «Los españoles son tipos raros». Raymond Bolen comentó: «Dicen que se parecen a los rusos, pero yo he estado en Rusia y no veo que sea así». Fanny hubiera querido llegar aquella misma tarde a las trincheras, a la línea de fuego, pero Raymond se opuso: «No seas impaciente».

En algunos barrios vieron colas larguísimas debido a la progresiva escasez de muchos artículos. En dichas colas abundaban los ancianos y las mujeres, siendo frecuente que éstas se pincharan con alfileres para provocar alborotos y ganar unos puestos. Cuando sonaban las sirenas de alarma, podía ocurrir cualquier cosa. O bien que la calle quedara desierta en un segundo, o bien que las mujeres continuaran estoicamente haciendo cola. Ancianos paralíticos estaban allí con el sillón de ruedas e iban avanzando penosamente, la cabeza gacha y una manta en las rodillas.

A la noche, Fanny se llevó la gran sorpresa. ¡Raymond escribió de un tirón una espléndida crónica contando con todo detalle cómo vivían los voluntarios belgas en los parapetos de Madrid! «Seguro que será mucho más real que las que escriba luego, cuando haya visto el tema con mis propios ojos». Era una de las teorías de Bolen. «Tan cierto es lo que se imagina como lo que se ve».

Después de cenar, Fanny y Bolen permanecieron en el bar del hotel fumando y mirando al techo. Hemingway bebía a su lado, mientras charlaba con Ilia Ehrenburg. Hablaban de poesía inglesa. Raymond pensaba en el «carnicero de Albacete», en la radio emisora que los rusos habían instalado en «El Vadat», entre naranjales, cerca de Valencia, y en lo que les dijo un capitán francés: «Malraux se ha largado. Los rusos exigen el control absoluto de la aviación». Por su parte, Fanny contemplaba a un botones del hotel que, escondido detrás de una columna jugaba al «yoyo», y a intervalos pensaba en la guerra y en que le gustaría visitar luego la España «nacional».

—No cruces los pulgares así, Fanny, que trae mala suerte.

* * *

El doctor Relken vivió una endiablada peripecia. En Albacete se descubrió que andaba comprando imágenes y joyas, y huyó antes de que le echaran mano. Pasó por Alicante, donde descargaba un barco ruso, cuyos marinos eran agasajados por la población como si fueran zares. Los marinos rusos efectuaban grandes compras, sobre todo en las tiendas de zapatos y en las relojerías. El doctor Relken siguió hasta Valencia y en Valencia compró más joyas, esta vez a unos anarquistas que se disponían a huir a Francia. El doctor Relken tuvo mala suerte. Una patrulla comunista sorprendió la maniobra y los detuvieron a todos. Los anarquistas desaparecieron en lo alto de un camión y el doctor Relken fue llevado a Barcelona e ingresado en una cárcel del Partido, situada en un convento de monjas de la calle de Vallmajor. El doctor facilitó varios nombres que podían responder por él, entre ellos el de Julio García. Pero de momento quedó a buen recaudo y todo el botín, que en honor a la verdad cabía en una maleta, le fue confiscado. A los tres días de estar encerrado en la celda número 7, oscura y maloliente, el doctor Relken empezó a temer que aquello tuviera un fin sangriento. Se dio cuenta de que aquella cárcel no era cárcel común, como la Modelo, sino que pertenecía al Partido Comunista. El doctor se miró las manos. «He de hacer algo». Se tocó la frente. «He de inventar algo». No oía sino los intermitentes pasos de los centinelas, y los suspiros procedentes de las celdas vecinas.

El doctor Relken imaginó convertir la cárcel en la checa más eficiente de la ciudad. Por ahí presintió la salvación… ¿Acaso no era ingeniero? ¿Por qué no tentar la suerte? En el corto diálogo que al entrar sostuvo con el jefe del establecimiento, el camarada Eroles, hombre jorobado y sin alegría, el doctor sacó la impresión de que se las había con un miliciano ignorante, obcecado y ambicioso. ¿Qué más podía desear?

El doctor puso en orden sus conocimientos y solicitó audiencia con el camarada Eroles. ¡Coser y cantar! El miliciano jorobado, al escuchar las explicaciones del doctor Relken, quien extremó su acento checo-alemán, movilizó espasmódicamente sus ojos de rana. El doctor se dio cuenta de ello y le describió a su interlocutor, con lenguaje plástico, la celda llamada del «huevo», la del «frío y el calor», la de «la campana», la de los «ladrillos cruzados». Eroles pareció subir al sexto paraíso. Tal vez pensara en algún camarada a quien deslumbrar. El resultado fue inmediato: el doctor Relken sería dotado, en el primer piso, de un tablero enorme de delineante, parecido al utilizado por don Anselmo Ichaso para hacer corretear sus trenes eléctricos. Se le ahorraría el corte de pelo, tendría comida aparte, le serían devueltas las imágenes —no, en cambio, las joyas—, y finalizado su trabajo recibiría en premio la libertad.

El doctor Relken puso manos a la obra. Lo primero que pidió fue un plano de la conducción de aguas del edificio, de la instalación eléctrica e incluso de la instalación del gas. Luego pidió una campana, tres relojes de pared iguales, y una gama de colorantes. Recorrió con lentitud los sótanos y el jardín del convento y acto seguido se puso a trabajar, a diseñar las celdas. Trabajaba en mangas de camisa, sudando por la frente y las axilas y bebiendo vasos de agua. El camarada Eroles le visitaba constantemente y con frecuencia asentía con la cabeza y le dedicaba al doctor una sonrisa de complicidad satisfecha. «Sabes tú mucho, doctor». «¡Bah! Prefiero que me lo digas cuando haya terminado».

Finalizada su tarea cotidiana, el doctor Relken era devuelto a su celda, si bien se le entregaban dos periódicos del día. Terminada la lectura, cuando la oscuridad entraba por el ventanal, el hombre reflexionaba. Pensaba que, de hecho, la guerra no le había cambiado la piel. Seguía obrando por cuenta propia, seguía viviendo en soledad, con cíclicos estados de depresión, de los que se recobraba fácilmente.

Su gran temor era que Eroles no cumpliera con su palabra, que una vez terminado el trabajo la experiencia de las celdas se volviera contra él. Confiaba que el temor sería infundado. ¡Eroles era tan ignorante! Tal vez consiguiera tentarlo para realizar en otras cárceles instalaciones similares.

De vez en cuando recorría los pasillos y aplicaba el ojo a cada una de las mirillas. Un día, en una de las celdas, ante su asombro, reconoció a un ciudadano gerundense: don Emilio Santos, padre del falangista que lo agredió en el Hotel Peninsular. Don Emilio estaba sentado en un rincón, contemplándose el dorso de las manos, separadas éstas como si las ofreciera a dos manicuras.

* * *

Murillo desapareció. Dejó de dormir en la cama que había sido de Mateo, dejó de ir al Neutral, dejó de perseguir por la calle a Pilar y de silbar cuando la muchacha pasaba por su lado. La gente supuso que, avergonzado por la revelación de Julio García respecto a la autoherida, había decidido regresar al frente.

La verdad era muy otra. Murillo había sido detenido por una patrulla comunista, por orden de Cosme Vila. La sentencia dictada contra el POUM empezaba a cumplirse. Los periódicos afirmaron que el POUM había gestionado con «los fascistas» una paz por separado; en Gerona, El Proletario aseguró que las pruebas de dicha traición eran concluyentes y que en el momento oportuno se harían públicas para vergüenza de los interesados.

Murillo fue llevado a la checa comunista, en la que, ante su desesperación, el catedrático Morales lo acusó de espía. En vano el muchacho se defendió. El catedrático Morales le instaba una y otra vez: «Confiesa ya, canalla».

La checa comunista gerundense era singular, y respondía al temperamento del catedrático Morales. Sin duda el doctor Relken superaba a éste en conocimientos técnicos, pero no en imaginación. La celda en que Murillo fue encerrado, en compañía del suegro de los hermanos Costa —detenido en represalia por la huida de los dos diputados—, y de Salvio, el lugarteniente de Murillo en el POUM, no presentaba otro elemento de tortura que unas cuantas siluetas de mujeres desnudas, pintarrajeadas en la pared. Al verlas, a Murillo se le secó la boca. Se dispuso a borrarlas, pero Salvio lo desanimó: «Lo hemos probado todo. No lo conseguirás».

En el ala de la checa destinada a las mujeres, el catedrático Morales tenía a su disposición a la criada Orencia, novia de Salvio, que se había dedicado a denunciar curas «a cien pesetas cabeza»; la suegra de los Costa y a varias esposas de guardias civiles. Orencia era la única mujer inscrita en el POUM y el catedrático Morales la obligó a comerse a pedacitos el carnet del partido trotskista. En la paredes de la celda, habían sido dibujadas y coloreadas con sanguina varias siluetas de hombres desnudos.

El catedrático Morales, cuya intención era acabar pronto con todas las mujeres pertenecientes al Socorro Blanco de Gerona, se había encariñado con la checa por espíritu de venganza y para liberarse de una profunda herida recibida en su amor propio. En efecto, el catedrático se había forjado la ilusión de acompañar hasta Moscú a la expedición de niños que desde Gerona fueron enviados a Rusia. Y llegado el momento, por orden de Axelrod, fue suplantado por seis maestros de escuela que habían huido de Asturias. Cosme Vila intercedió en su favor, pero fue inútil. Axelrod sonrió y dijo algo extraño. «¡No, no…, el camarada Morales es demasiado listo para ejercer de niñera!».

Antes que el sol de verano cayera mortífero sobre Gerona, el piso que perteneció al POUM y anteriormente a Mateo fue requisado y sellado. El Proletario seguía anunciando que en fecha próxima haría públicas las pruebas de la traición de Andrés Nin, en Barcelona, y de Murillo, en Gerona. Entretanto, Pilar le rezaba padrenuestros a César para que la Delegación de Abastos, que buscaba un local para ampliar sus oficinas, se fijara en aquél de la plaza de la Estación. De esa manera podría visitar a placer el piso en que vivió Mateo y, con un poco de suerte, tal vez pudiera trabajar en su mismísimo despacho.