La guerra larga repercutió también en los Alvear, lo mismo en la familia de Gerona que en la de Burgos, que en el último representante que quedaba de la de Madrid: José.
José Alvear se enteró de la muerte de su padre, Santiago, pero por más que hizo no pudo localizar el cadáver, sepultado junto con otros muchos en una zanja del frente de Madrid. El muchacho se enfureció, miró al cielo con ira —luego se preguntó quién había allá arriba, responsable de su orfandad— y por último decidió hacerse dinamitero. Él y el capitán Culebra habían visto por Madrid a unos hombres forzudos que llevaban una gran mecha amarilla cruzándoles el pecho y al preguntar por ellos supieron que eran «dinamiteros», nuevo tipo de combatiente surgido a raíz de la estabilización del frente de Madrid. Buena cosa le pareció a José ser dinamitero, habida cuenta de que ansiaba vengarse del mundo. Horadar la tierra y ¡pum!, hacerla estallar. Fue admitido, junto con el capitán Culebra, y en el momento en que la yesca amarilla, amarillo de espiga, les cruzó el pecho, ambos se sintieron importantes.
Guerra de minas… El general Miaja había decidido abrir galerías subterráneas para hacer volar las posiciones enemigas de la Ciudad Universitaria. Mineros asturianos y extremeños se constituyeron en capataces e iniciaron la tarea. El alcantarillado de Madrid, la electricidad a pie de obra y el personal especializado en perforaciones facilitaron la labor. ¡Guerra de minas! Pronto José Alvear y el capitán Culebra avanzaron como topos por debajo de tierra, como si buscaran tesoros o vetas de felicidad. Los «nacionales» habían de tardar mucho en dar la réplica, en disponer de la técnica necesaria para abrir contragalerías. De momento no podían sino colocar en los lugares amenazados «soldados-escucha», cuya misión era oír… ¡y de pronto saltar hechos pedazos! Las escuadras que dichos soldados formaban fueron bautizadas «escuadras del sacrificio». En su mayor parte se componían de legionarios que se relevaban dramáticamente, y por sorteo, cada cuarto de hora.
Consecuencia de la guerra larga… Cuando una mina había volado, José Alvear se escupía en las manos y salía a la superficie. Allí, en compañía de sus camaradas ¡o de Canela, que a diario le hacía una visita! —desde el hospital podía ir al frente en tranvía—, se entretenía en criticar a los rusos hospedados en el Hotel Bristol, en ponerles motes a los monumentos de Madrid, tapados para protegerlos de los bombardeos —a la Cibeles la llamaban «la Pudorosa» y a Neptuno «el Emboscado»— o bien en distinguir con el estampido la procedencia de los morterazos. «Éste es de Franco. Éste es nuestro».
Canela significaba para José Alvear la alegría. La muchacha nunca olvidaba llevarle un bocadillo —«¡puá! —exclamaba José—, ¿esto qué es: carne de rata o de fascista?»— ni darle un beso que mataba de celos a todos sus camaradas. El capitán Culebra le decía: «Deja a este mamarracho y vente conmigo. Pásate a mis líneas». Canela negaba con la cabeza. «Mientras lleves esa caja con tu asqueroso animalito, ni soñarlo».
En Burgos, el desenlace de la batalla de Guadalajara había infundido nuevos ánimos a Paz Alvear. Ello y la noticia que le dio Venancio, su jefe inmediato: «Están al llegar quinientos bombarderos rusos. Los mandan por barco, desmontados. ¡Se armará la gorda!».
Paz Alvear era ya una muchacha con cabellera normal. Había dejado de ser monstruo y podía salir a la calle sin pañuelo en la cabeza. Seguía vendiendo tabaco por los cafés; sin embargo, Venancio, que tenía con ella vastos planes, le encargó una misión halagadora: ir a Segovia, a entrevistarse con la viuda del heroico agente que murió en manos del SIFNE, que murió «para que el Dionisio real pudiera actuar impunemente».
—Entrégale esta cantidad. Y dile que nunca les faltará nada, ni a ella ni a sus hijos.
Paz Alvear cumplió el servicio con emoción. La mujer exclamó:
—¿Dices que no me faltará nada? ¡Me faltará todo! Mi marido ha muerto.
Paz Alvear regresó en tren a Burgos, conmovida. En el trayecto, sin saber por qué se acordó de Mateo. «¿Qué habrá sido de aquel fascista, novio de Pilar…?». A Paz le hubiera gustado conocer a Pilar y a Ignacio. «¡Todos fascistas! Dura es la guerra…».
Dura e interminable… lo mismo en Burgos que en Gerona. En efecto, de acuerdo con la opinión de Ignacio —«algo tienes que hacer»— y vencidas todas las resistencias y escrúpulos, Pilar obtuvo una plaza en la Delegación de Abastos. La intervención de Olga fue decisiva. «Comprendo, comprendo —dijo la maestra, al recibir la visita de Pilar—. No me des ninguna explicación». El día primero de abril, la chica empezó a trabajar. Las oficinas estaban instaladas en un piso recién incautado, que perteneció a uno de los hermanos Costa. Mientras éstos, en Francia, se entrevistaban con el notario Noguer —¡el trasiego de barcos y armamento empezaba a atraer su vocación industrial!—, las paredes de dicho piso de Gerona se llenaban de gráficos y estadísticas alimenticias y de retratos revolucionarios. Debajo de uno de estos retratos, exactamente el de Engels, Pilar rellenaba a mano y en catalán cartillas y más cartillas de racionamiento, ¡a las órdenes de la Torre de Babel! La Torre de Babel era su jefe inmediato. «Me pasan de un Alvear a otro», había dicho el empleado del Banco Arús. La Torre de Babel con sólo hacer la instrucción descubrió que su temperamento guerrero era escaso, que sólo le apetecían los Servicios auxiliares, y consiguió que en la Caja de Reclutas certificaran que tenía sombras dudosas en los pulmones.
Pilar no podía con su corazón. «Aunque sea rellenar cartillas, esto es colaborar». Además, varios compañeros la miraban esquinadamente. Su consuelo fue Asunción, su antigua amiga, hija de militar. Trabajaba allí, en la misma sección. «Claro, como ellos no saben escribir, necesitan de nosotras». Asunción les temía a los arranques de Pilar. «Mucho cuidado —le advirtió—. Aquí, dos únicos temas de conversación: trapos y cine».
El trabajo de rellenar cartillas le dio a Pilar idea cabal del escaso número de apellidos gerundenses que conocía. Nombres y más nombres que no había oído jamás. A veces procuraba imaginar un rostro o una peripecia detrás de un apellido determinado. «¿Florencio Portas? Debe de ser albañil». «¿Loreto Rutllán? Mujer gorda, con tres hijos». «Te equivocas —rectificaba Asunción—. Mira lo que pone ahí. Soltera». Cuando encontraba el nombre de una persona amiga, se esmeraba en escribirlo. Deseaba que le correspondiera la letra S para poder escribir Mateo Santos, pero se quedó con las ganas. En cambio, Asunción consiguió la letra A. «Ahí están los Alvear», dijo. Mientras escribía, ¡con letra redondilla!, el nombre de Ignacio, tuvo una idea y la expuso a Pilar.
—¿Qué te parece? No creo que se dieran cuenta si incluyera el nombre de César. Tendríais una ración más.
Pilar se quedó lívida. Se afectó lo indecible y casi se le saltaron las lágrimas.
—¿Cómo te atreves?
—Perdona, chica. No quise ofenderte.
No, no se había ofendido. Pero ocurría que Pilar vivía con los nervios en tensión. En la calle, Murillo, que parecía estar esperándola en las esquinas, la miraba con desfachatez e incluso silbaba a su paso; y en la oficina, sus compañeros decían con machacona frecuencia «cochinos fascistas» y semanalmente había de presenciar cómo los dos técnicos rusos que dirigían la fábrica Soler se entrevistaban con la Torre de Babel y recibían un vale oficial que hubiese satisfecho con creces a cinco familias numerosas.
Dos noticias para Pilar; una buena y la otra mala. Las hermanas Rosselló se cruzaron con ella en los porches de la Rambla y, parándose un momento, le entregaron con disimulo una nota. Era una nota escrita de puño y letra por don Emilio Santos, ¡el día de Navidad!, en la que el padre de Mateo les comunicaba que hasta dicha fecha estuvo detenido en Barcelona, en la Cárcel Modelo, pero que de un momento a otro iba a ser trasladado «no sabía dónde». «¿Adónde? —se preguntó, aterrorizada, Pilar—. ¿Y por qué aquel retraso en recibir la nota?». Se fue corriendo a casa, avergonzada más que nunca de no colaborar con Laura y con las hermanas Rosselló, y decidieron pedirle a Ezequiel que visitara a don Emilio y cuidara de él todo lo posible.
La buena noticia, mejor que buena, le llegó a Pilar por intermedio de David. Se trataba de una postal que llevaba matasellos francés, de Toulouse, postal de firma ilegible pero cuya letra fue reconocida al instante por Pilar: era letra de Mateo. Iba dirigida a la muchacha. Pilar se quedó mirando a David, con la cartulina temblándole en la mano.
—Pero…
David sonrió.
—Olga se ha tropezado con la postal en Correos, al censurar la correspondencia extranjera. «¿Quién puede escribir a Pilar, desde Francia?» —me ha preguntado—. No era muy difícil adivinarlo, ¿verdad?
Pilar no acertaba a decir nada.
—¡En fin! Aquí tienes la postal…
Pilar ofreció la mano a David.
—Muchas gracias, David.
David la saludó, con su emotividad de siempre, mientras la chica echaba de nuevo a correr hacia su casa quemando la distancia.
* * *
La guerra larga se llevó también a Ignacio. Quince días antes de que su quinta fuese llamada, previéndose que la cosa era inevitable, el muchacho tomó la decisión. Se entrevistó con Laura, la cual lo desanimó definitivamente respecto a las posibilidades de escapar a Francia. Llevaban mes y medio sin organizar ninguna expedición, pues las dos últimas habían costado la vida a siete personas. «Hay que esperar. Esperar a que los carabineros y los milicianos recobren la confianza y se descuiden de nuevo».
Ignacio decidió intentar su ingreso en Sanidad, en calidad de voluntario. Julio lo recibió en su casa, abierto el rutilante mueble-bar. A su lado doña Amparo, luciendo un largo collarete de fabricación francesa.
—¿Adónde quieres ir?
—A Madrid.
—¡Caray! Y lo dices así, Madrid…
Ignacio vaciló unos momentos.
—Bueno. Si Madrid no puede ser, Barcelona…
—Ya.
Julio estaba serio, más serio que de ordinario.
—Dime una cosa, Ignacio. ¿Qué entiendes tú de Sanidad?
—Lo mismo que usted de comprar ametralladoras.
La respuesta le salió al muchacho como una flecha, y dio en el blanco. Julio se volvió hacia él y sonrió. Sus ojos dijeron: «Eres chico listo».
—Si estoy en lo cierto —agregó el policía—, lo que necesitas es Sanidad, pero un trabajo de oficina, ¿no es eso?
Ignacio asintió. Luego dijo:
—De todos modos, me he preparado un poco. Examíneme si quiere.
—Vamos a ver —Julio se reclinó en el mueble-bar—, ¿cuántos huesos tiene mi mujer?
—¡Julio! —exclamó doña Amparo.
—Trescientos veintisiete —contestó Ignacio.
—¿De qué substancias básicas se compone?
—De hierro, cal, agua, azúcar y sangre.
Doña Amparo, azorada, miraba alternativamente a los dos hombres.
—Pero… ¿qué estáis diciendo? ¿Qué os pasa?
—¡Bravo, muchacho! —subrayó Julio, haciendo caso omiso de su mujer—. Trato hecho. Cuenta con la plaza, en Barcelona.
Julio confiaba en don Carlos Ayestarán, ex comisario de Sanidad en la Generalidad de Cataluña, y por entonces Administrador Jefe de un gigantesco almacén de medicamentos con destino al frente, instalado en la que fue iglesia de Pompeya, en Barcelona, Dicho almacén era, de hecho, el que nutría todos los hospitales y ambulancias del frente de Aragón.
Cuarenta y ocho horas le bastaron al policía para obtener la respuesta afirmativa.
—Preséntate a don Carlos Ayestarán con esta carta mía… Es un caballero, recuérdalo. Mucho más decente que yo. Él te pondrá en contacto con un sobrino suyo, con el que sin duda te conviene relacionarte. Tiene tus ideas… Sí, eso es. Le conozco poco, pero me consta que tiene tus ideas. Se llama Moncho y está con don Carlos en la oficina, aunque creo que trabaja también unas horas en el Clínico.
—¿Cómo ha dicho que se llama?
—Moncho. Me pidió perdón por llamarse así. Un tipo listo.
Ignacio miró a Julio García. ¡Cuántos favores le debían ya! Imposible no desearle lo mejor.
Ignacio se acercó a doña Amparo para despedirse, y le besó con naturalidad la mano.
—¡Vamos, chico! Ni que fuera una señora de Londres… —Dona Amparo añadió—: Que tengas suerte, Ignacio… Ya sabes que lo deseo de verdad.
—Ya lo sé.
Ignacio se volvió hacia Julio.
—Bueno… —El muchacho no sabía qué decir.
—No digas nada. Recuerdos…
El policía acompañó al muchacho a la puerta. En el pasillo, le puso cariñosamente la mano en el hombro.
—Julio…
—Déjalo estar… —Julio marcó una pausa—. A Barcelona, tranquilo. —Luego añadió, inesperadamente—. Tranquilo, y a sabotear lo que puedas.
Ignacio se paró en seco.
—¿Qué le ocurre, Julio? ¿Por qué ha dicho eso?
Julio no se inmutó.
—Porque sí… Porque lo harás. —Luego añadió—: Y me parece muy natural.
Una vez más, Ignacio hubo de reconocer que Julio era astuto. Porque sabotear fue desde el primer momento su verdadera intención. Sabotear cuanto le fuera posible, haciendo caso omiso de las constantes amenazas que al respecto publicaban los periódicos.
En el piso de la Rambla, la escena de despedida fue un tanto patética, pues todos sabían que lo que Ignacio pretendía era pasarse cuanto antes «al otro lado», razón por la cual hubiera preferido ser destinado a Madrid.
—¿Y si se te presenta una oportunidad en seguida? —le dijo Carmen Elgazu, abriendo las manos y pegándolas a las mejillas de Ignacio—. ¡Hijo, ya no volveremos a verte!
—¿Cómo va a presentárseme estando en Barcelona?
—No lo sé…
Evitaron la despedida en la estación. Los abrazos tuvieron lugar en el piso de la Rambla. Carmen Elgazu le preparó a Ignacio la maleta, con el mismo amoroso temblor que cuando se la preparaba para el Seminario. Matías procuraba ser fuerte, pero carraspeaba sin cesar y sus ojillos parecían eléctricos. «Anda, chico… Escribe a menudo». Pilar se colgó del cuello de Ignacio y repitió por centésima vez:
—¿Qué haremos sin ti?
Ignacio se fue, vestido de paisano. Se fue para la guerra larga. Dejaba atrás mundos, amores y paz. En el tren le dolían las rodillas, no podía estarse quieto. El mes de abril había estallado y ello se anunciaba con timidez en el cielo y en los campos. Ignacio fumaba, sin pensar. Sentía y soñaba, no podía pensar. Era un tren lento, abarrotado, que le recordó el que los trajo de Málaga a Gerona. Gente triste, mucha gente, humo y carbonilla que se metían en los ojos y en la boca. Le obsesionaba la figura de un recadero dormitando —el mismo trayecto desde hacía treinta años— y también el timbre de alarma. Éste era una manecilla sólida que invitaba a levantarse y a tirar de ella. «¡Detenerse, detenerse! ¡Muchacho inquieto, de veinte años, marcha contra su voluntad para la guerra larga! Dispuesto a sabotear…». Debajo del timbre de alarma, una placa de metal dorado amenazaba con multar a quien parara el tren sin motivo justificado.
Ignacio llegó a Barcelona a las ocho de la mañana. Antes de presentarse en la oficina de Sanidad, a don Carlos Ayestarán, quiso resolver el problema del alojamiento. Su intención era pedirle a Ezequiel que lo admitiera en su casa, hasta tanto no encontrara una pensión que le ofreciera garantía de seguridad. Subió a la calle de Verdi. El fotógrafo, con su buen humor de siempre y el gracioso lacito en el cuello, lo recibió con extrema cordialidad, al igual que Rosita.
—Nos encantaría, nos encantaría poderte solucionar eso. Lo malo es que tenemos arriba a mosén Francisco, ya sabes. La cama que ocupó Marta, la ocupa ahora el vicario. ¿Qué te parece, Ignacio? ¿No será mucho jaleo? ¿No nos meteremos todos en un lío?
El tono con que Ezequiel habló y la expresión de Rosita tranquilizaron a Ignacio.
—Esto se arreglará —terció Rosita—. Hay que encontrar la manera…
—Dormiré donde me digáis —interrumpió Ignacio—. Y sólo por unos días, mientras busco una pensión.
Ezequiel movió sus brazos como hélices.
—¿Qué te parece, Rosita?
—Estoy pensando.
—Podría dormir con el vicario. A su edad no es el ideal, pero…
—¡Ya está! —exclamó Rosita—. Puede dormir en la habitación de mosén Francisco, en un diván. Le arreglaremos un diván. En el barracón del patio hay un somier y… ¡de acuerdo, Ignacio! Puedes quedarte.
—Muchas gracias.
Ezequiel le habló de mosén Francisco. El vicario había conseguido la documentación de un miliciano que murió en el frente y andaba todo el día por ahí, con un mono azul y la cabeza vendada, simulando estar herido.
—¿Y qué hace en la calle? ¿Sigue confesando?
—Todo. Lo hace todo.
Rosita intervino.
—Hay una cosa que ni siquiera Ezequiel la sabe, que sólo me la ha dicho a mí: entre las vendas, en la cabeza, esconde las Sagradas Formas y cada día las reparte por el barrio, entre los enfermos.
—¡Vaya…! Conque ¡esas tenemos! De modo que…
—No te enfades, Eze… Algo hay que hacer, ¿no?
Ignacio quiso subir al piso a saludar a mosén Francisco. Lo encontró durmiendo aún y el muchacho no lo despertó. Permaneció unos minutos contemplando aquel cuerpo tendido en la cama. La cabeza vendada le daba a mosén Francisco un aire monstruoso. Por otra parte, el vicario roncaba y respiraba con dificultad. «¡Si pudiera adivinar lo que está soñando!». En la mesilla, el mismo frasco de agua de colonia que usó Marta. En las paredes, pájaros y flores de papel. Por entre los postigos penetraba un rayo de luz y se oyó fuera una voz potente: «¡La Soli!… ¡El Diluvio!».
Ignacio bajó. Ezequiel estaba a punto de salir para el Fotomatón. Rosita le dijo al muchacho:
—Comeremos puntuales. A la una y cuarto. ¿Te gustan los garbanzos?
—Sí, mucho.
Ezequiel, que cada mañana al levantarse se hacía unas inhalaciones de eucalipto, metiendo la nariz en un cazo humeante, se sonaba todavía, con un gran pañuelo.
—Anda, vámonos. Tomaremos el mismo tranvía.
Media hora después, Ignacio se presentaba en la calle de París, en casa de don Carlos Ayestarán. En el balcón, un inmenso letrero con la cruz roja decía escuetamente: «Sanidad». Todo el personal vestía bata blanca, como en un hospital, e Ignacio recordó la observación de Julio: «La manía de don Carlos Ayestarán es la higiene. Si quieres ganártelo, procura que te sorprenda lo menos tres veces al día lavándote las manos».
Don Carlos Ayestarán lo recibió con exquisita corrección. A Ignacio no le pareció tan nervioso como Julio se lo había descrito. Llevaba cuello duro y era verdaderamente calvo, con calvicie brillante, propia de quien se frota a diario con alcohol. Ignacio sabía que aquel hombre había organizado en Cataluña y Aragón una red sanitaria eficaz, que por desgracia iba malográndose progresivamente a medida que los puestos establecidos se acercaban a la línea de fuego. Al estrecharle la mano, Ignacio pensó: «Nadie diría que es masón». Don Carlos dijo para sí: «Nadie diría que este chico fue seminarista».
—Julio me dijo que te presentara a mi sobrino Moncho. Estos días no lo tengo aquí. Se ha ido con permiso, pero regresará el lunes. Será tu jefe. ¡Bueno! A trabajar… y espero que seas prudente.
Ignacio le agradeció mucho a don Carlos esta frase y el tono amistoso con que fue pronunciada.
—Don Carlos, si en algún sentido puedo serle útil, ahora u otro día, estoy a sus órdenes.
Oficina de Sanidad… Pese a la actitud de don Carlos, el trabajo constituyó para Ignacio, desde el primer momento, motivo de desasosiego. Aquello no era el Banco Arús, donde trabajar significaba ganar un sueldo y ayudar a la familia. La sensación de que «colaboraba» con el enemigo lo acosó con más fuerza que a la propia Pilar en la Delegación de Abastos. ¡Escribir «Milicias Antifascistas», «Ejército del pueblo», «Columna Carlos Marx»! Insoportable crispación, que acaso diera al traste con su buena voluntad y lo llevara a cometer algún disparate.
Por las mañanas le fue asignado trabajo de archivo y por las tardes debería atender a los milicianos sanitarios que se presentaban con hojas de pedido, a veces con simples vales. Ignacio debía controlar y legalizar estos pedidos y llevarlos a la firma, con cuyo requisito los milicianos se presentaban en el almacén de Pompeya a retirar la mercancía.
La correspondencia que archivaba por las mañanas lo ponía de mal humor. ¡Donativos de Inglaterra, de Francia, de Estados Unidos! Vengan ambulancias y desinfectantes, sueros y botiquines… ¿Qué era lo que las grandes democracias querían curar? ¿El dolor de estómago de Cosme Vila? ¿El ojo ciego de Axelrod? ¿Las enfermedades venéreas de los milicianos? Ignacio no se hacía la idea de que todo aquel material desfilara ante sus ojos sin que él pudiera destruirlo. Le sorprendió que los donativos enviados por la Cruz Roja fueran tan escasos. Don Carlos Ayestarán estaba indignado. «La Cruz Roja nos está fallando. Muchas listas de desaparecidos, pero material, nada». A don Carlos esto le enfurecía tanto como el hecho de que el ministro de Sanidad fuera la comadrona Federica Montseny, de la FAI. «¡Un anarquista, ministro de Sanidad! ¡Una comadrona!».
En cuanto a su trabajo de tarde, atender a los milicianos, ponía un insoportable nudo en la garganta de Ignacio. Y siempre temía que entrara alguno que lo conociera, el Cojo o Ideal. Ni un principio, supuso que todos los milicianos le repugnarían por igual, pero la experiencia le demostró que no. Algunos anarquistas resultaban hasta simpáticos, por la luz ingenua de su mirada y por la lógica correlación entre sus ideales y su actitud. En cambio, los comunistas… ¿Qué hacían con los sueros y con el esparadrapo? ¿Lo mandaban todo a Moscú? ¿Infectaban a los milicianos que no eran del Partido? También le repugnaban los: seudointelectuales de Estat Català. Hablaban con énfasis, sobrecargando de sentido y emotividad cada palabra, como a poco que se descuidaran les ocurría a David y Olga. A veces Ignacio se quedaba clavado en el sitio: cuando el «miliciano» era una muchacha hermosa y entraba saludando con el puño en alto. Ignacio no lo podía remediar. Se le hacía cuesta arriba admitir que una mujer hermosa levantase el puño. Él no lo levantaba nunca, tampoco decía: «Salud». Siempre se las ingeniaba para simular que tenía tos, que estornudaba o que alguien lo llamaba de otro sitio.
Tocante al personal, a sus compañeros de oficina, era muy vario. Había lo menos una docena de mecanógrafos repartidos por el piso, piso que perteneció a un prohombre de la Lliga Catalana. A las cuarenta y ocho horas, Ignacio hubiera podido establecer sin error posible la filiación de cada cual. Bastaba para ello con analizar el léxico que empleaban, el tono de voz con que correspondían a los saludos, la manera como echaban la primera mirada a los periódicos, a las banderas o se ponían al teléfono. Cuatro lo menos de estos mecanógrafos eran «fascistas» sin lugar a dudas. Apenas si hablaban. El resto, se comunicaba noticias sin parar y bromeaban sobre Madrid y Guadalajara.
Una muchacha llamó en seguida la atención de Ignacio: la encargada de la centralilla telefónica. Enclenque, ensimismada, pálida como la nieve. Vivía en perpetuo susto, daba la impresión de que esperaba que de un momento a otro le ocurriera una catástrofe. Varias veces la mirada de la chica se cruzó con la de Ignacio y ambos sintieron la clandestina complicidad.
En la vertiente opuesta, también había alguien que obsesionó a Ignacio más que los demás; el conserje. Un miliciano ya de edad, sin piernas, de la FAI. Se arrastraba por la oficina sobre un carrito de ruedas. A veces parecía un sapo; sin embargo, era alegre y tenía la cabeza mayor de lo normal. Se llamaba Gascón. Cuando sonaba el teléfono, pegaba un increíble salto para alcanzarlo. Llevaba un gran correaje con dos pistolas. Cada mañana; después de leer el periódico, decía lo mismo: que el sitio ideal para él sería la torreta de un tanque. «Allí, sin piernas y con una ametralladora ¡Sus y a por ellos!». A Ignacio lo miró esquinadamente desde el primer momento. «¿De Gerona eres tú…? ¿Qué mosca te ha picado…?».
Cuando quería desaparecer unos minutos, Ignacio se daba una vuelta por el inmenso piso y se encerraba en el cuarto de baño. Un cuarto de baño con azulejos negros, obsesionantes, en el fondo de cuya seca bañera yacían dos cornucopias. En vez de papel higiénico había una pila de folletos farmacéuticos ensartados en un alambre. La literatura de tales folletos era precisa y optimista. Todo lo curaban, incluso las hondas dolencias del ser. Ignacio confiaba en que cualquier día le curarían la angustia de tener que escribir cada mañana «Milicias antifascistas».
El primer sábado le dijeron: «Mañana te toca guardia en Pompeya». ¡Santo Dios! A las ocho de la mañana se fue a la iglesia convertida en almacén, en el que entró como si entrara para oír misa. Nunca había estado allí. El templo estaba abarrotado, al igual que el de San Félix en Gerona, pero en él, en vez de sacos de garbanzos y de cereales búlgaros, había pirámides de cajas de madera que decían: «Frágil» y montañas de paquetes agradables al tacto, con inscripciones en todos los idiomas. En el altar mayor había vendas y gasas para cubrir todas las heridas de la tierra; en la pila bautismal, estricnina y aspirinas. Aquello era un laberinto. ¡Y estaba solo! ¿Qué ocurriría si fuera a la sacristía y abriera los grifos? El agua empezaría a deslizarse hasta salir por la puerta de la calle… Sin embargo, las gasas no eran espoletas. Las gasas y medicamentos servían para curar, y el dolor humano era siempre respetable. ¡Al diablo con los escrúpulos! ¿Y un incendio? No acertaba a decidirse. Hasta que oyó un extraño ruido. Dos chasquidos y luego algo que se arrastraba. Salió de la sacristía y por entre los pasillos interminables vio al mutilado Gascón, el conserje, avanzando con su carrito.
—Salud, camarada…
Ignacio lo miró. Ignacio llevaba un lápiz en la oreja y este detalle le infundía seguridad.
—¡Hola!
Gascón continuó:
—Pasaba por aquí y me he dicho: Voy a entrar un momento a ver al curita ése que está de guardia.
—¿Curita? —Ignacio parpadeó.
—¡Bueno! Es un decir. —Gascón empezó a liar un pitillo, sacándose la petaca y el librillo de debajo los muslos—. De todos modos, ¡qué quieres! Me emperraría en creerte de los nuestros y no podría. ¡Palabra! No podría.
—No te entiendo.
—¡Bah! Ni falta que hace. ¿Quieres fumar?
* * *
Ignacio se guardó el miedo para sí; en cambio, su deseo de inutilizar de algún modo aquellas pilas de medicamentos le produjo tal escrúpulo que aquella misma noche, después de cenar con Ezequiel y mosén Francisco, antes de acostarse en el camastro que habían habilitado para él, llamó aparte al vicario y le explicó lo que ocurría. Mosén Francisco fue tajante:
—Sería una canallada. En la guerra, los medicamentos son sagrados, incluso perteneciendo al enemigo.
—Monsergas. Esto es una guerra civil.
—Ignacio…, cálmate. ¿Me oyes? No pierdas la cordura.
Ignacio torció el gesto. Luego sonrió. Porque el vicario le estaba diciendo esto ¡con la cabeza convertida en sagrario, con la cabeza vendada, vendaje que no se quitaba nunca por temor a un brusco registro en la casa! «¡No pierdas la cordura!». ¿Es que no la había perdido él, mosén Francisco? ¿Acaso era cuerdo seguir confesando en los parques y en los cines, asistir a los moribundos del barrio, vagar en torno a la Cárcel Modelo y los cuarteles por si alguien necesitaba de sus servicios?
—Es otra cosa, Ignacio. Reconoce que lo que yo hago es otra cosa.
—De acuerdo, sí. Pero es que yo no puedo confesar ni dar la comunión. Y algo he de hacer.
—Cuando puedas, pásate a la España «nacional».
¡Mosén Francisco! La integridad del sacerdote a veces asustaba al muchacho. Se daba cuenta de que debía aprovechar aquellos días para sacar de su compañía el máximo fruto. Porque aquello duraría poco… Lo presentía, como el comandante Campos presintió, al incorporarse y partir para el frente de Teruel, que moriría en la guerra.
Mosén Francisco ejecutaba los más atrevidos actos con una alegría y una inconsciencia desconcertantes. Ezequiel decía siempre: «Sí, ya sé. Nos llevará a todos al paredón, y encima tendremos que estarle agradecidos».
Mosén Francisco e Ignacio tomaron por costumbre dialogar un rato antes de acostarse. Ignacio esperaba la llegada de Moncho, el sobrino de don Carlos Ayestarán, pero Moncho no llegaba. Así que el vicario era su amigo, además de Ezequiel. Ezequiel era todo un hombre. Pese a la desmesurada longitud de sus brazos, conocía sus límites. Cuando advertía que sin él la conversación podría remontar el vuelo, desaparecía en el acto, pretextando sueño o lo que fuere. Manolín, a veces, se quedaba con el gato en brazos, absorto, procurando retener las palabras que brincaban en la mesa. Y continuamente pensaba: «Aquí Marta hubiera dicho esto y lo otro». «Aquí Marta hubiera saltado como un tigre». Manolín le tenía celos a Ignacio, aunque no comprendía que a una persona se le pudiera tener celos y al mismo tiempo quererla como él quería al muchacho.
Una noche especialmente benigna, el vicario e Ignacio decidieron subir a la azotea. La luna los atrajo, la luna y el rutilante firmamento. Se llevaron una silla cada uno. Mosén Francisco se cubrió con el capote que le dieron en el cuartel «Carlos Marx», Ignacio le había pedido a Rosita una manta. Se acomodaron en las sillas. Planeaba un hondo silencio sobre Barcelona. Se presentía, lejano, el puerto, y más allá del puerto, el mar. A intervalos llegaban a sus oídos unos como golpes de azadón; debían de estar construyendo por el barrio algún refugio antiaéreo. También, intermitentemente, de la cima de Montjuich o del Tibidabo brotaban poderosísimos haces de luz que tanteaban el cielo, sin duda ejercitándose por si aparecían aviones.
Después de comentar durante un rato las noticias de la jornada —se hablaba de que los «nacionales» iban a iniciar el ataque a Bilbao—, mosén Francisco se hundió debajo del capote como si éste fuera una casulla y le preguntó a Ignacio:
—¿A que no sabes qué día es mañana?
—¿Mañana…? —Ignacio parpadeó—. Jueves…
—Exacto… —El vicario marcó una pausa y añadió—: Jueves Santo.
El corazón le dio un vuelco a Ignacio. ¿Cómo había podido olvidarlo?
—La verdad…
—No te apures. —Mosén Francisco cambió el tono de la voz—. ¿Te acuerdas, en Gerona, en estas fechas? De la subida al Calvario, de la procesión…
Ignacio se emocionó. Se arrebujó con la manta.
—Claro que sí… Me acuerdo de todo. —Marcó otra pausa—. Me acuerdo de mi madre…
—Eso es. De tu madre. —El vicario repitió—: De Carmen Elgazu, subiendo el Calvario…
Ignacio tardó un rato en contestar.
—Subiendo… y cantando…
—Eso es. Cantando…
Guardaron un silencio largo, que llegó hasta el mar.
Entonces el vicario le dio a Ignacio una noticia increíble: con un grupo de amigos había decidido celebrar la procesión del Viernes Santo, a pesar de las circunstancias. En principio habían encontrado la solución. «A veces el Espíritu Santo se acuerda de que existo». Vestidos cada cual a su manera, de paisano, de militar, las mujeres vestidas de milicianas o de enfermeras, en la tarde del Viernes Santo se concentrarían con disimulo, sin mirarse unos a otros, en la puerta de cualquier iglesia y a la misma hora que en los años anteriores empezaba la procesión echarían a andar, más o menos en comitiva, siguiendo cualquier itinerario tradicional.
—¿Comprendes, Ignacio? Tenemos que defendernos. Seremos un par de docenas. Yo iré delante con la cabeza vendada. Es decir, llevaré a Cristo en la frente. Y siguiendo mis pasos, Ezequiel y Rosita y Manolín y otros amigos del barrio, un poco desordenados, confundiéndose adrede con los transeúntes. Muchas monjas querrían acompañarnos, pero se lo he prohibido; incluso a las que ya pueden prescindir de la peluca. ¿Comprendes, Ignacio? Me agrada esto, de veras. ¿Tú crees que alguien sospechará? Yo creo que no. ¿Quién podría imaginar que un miliciano herido, con una pistola en el cinto, encabeza una procesión?
Ignacio contuvo la respiración. Estaba a punto de sollozar. «¡Cuente conmigo!», quiso gritar. Pero se contuvo. «Nadie, nadie sospechará», dijo para estimular a mosén Francisco. Pero él tenía miedo, tal vez porque aquello era muy grande. ¿Y si pasaba Axelrod? ¿No habría instruido a su perro para que olfateara las procesiones clandestinas? ¿Y si pasaba Gascón o mosén Francisco de pronto rompía a cantar: «¡Perdónanos, Señor…!»?
Ignacio permaneció mudo, bajo las estrellas. Entonces mosén Francisco le habló del espíritu y de la voluntad.
—El espíritu es algo muy noble. Puede doblegarlo todo. Conozco a un ciego que, sin saber cómo, acierta cuando aparece el Arco Iris. De pronto señala con el índice y dice: «Ha salido el Arco Iris». Y anteayer asistí a un muchacho moribundo, que me entregó todo su dinero para que lo hiciera llegar a manos del miliciano que lo detuvo y que ahora está enfermo.
Ignacio se irguió un poco en la silla. El primer ejemplo le interesó; el segundo le incomodó, sin saber por qué.
—¿Qué tiene que ver eso con el espíritu? Déjeme pensar en mi procesión.
—Sí que tiene que ver. Amar al enemigo.
—¿Amarlo? ¿Ama usted a Cosme Vila?
—No. Pero es que yo soy un pobre diablo.
—¿Y yo he de entregar mi dinero al Responsable?
—Si éste cayera enfermo ¿por qué no?
Ignacio se excitó extrañamente. Siempre le ocurría eso cuando se enfrentaba con lo que a él le parecía virtud excesiva.
—Se lo ruego. No insista. Déjeme pensar en la procesión…
Se impuso un silencio mucho más largo que los anteriores. Ignacio encendió un pitillo y fue sintiéndose nervioso. Al cabo de unos minutos dijo, inesperadamente:
—¿Sabe que a veces creo que no podré aguantarme? Tengo ganas de abrazar a una mujer.
Mosén Francisco no se escandalizó, como Ignacio hubiera deseado.
—No te lo vas a creer —dijo—, pero el día que llegué a Barcelona yo abracé a una más de media hora.
—No sé lo que quiere decir.
—¡Bah! —cortó el vicario, haciendo un gesto. Luego añadió—: Una cosa te pido. Si caes en la tentación, levántate en seguida. Y, por supuesto, ocúltaselo a Ana María.
* * *
Pocos días después llegó Moncho. Llegó de Madrid. Primero visitó a sus padres, que estaban en Lérida —su padre era veterinario—, y luego, por encargo de su tío, don Carlos Ayestarán, estuvo en Madrid visitando el último Hospital de Sangre que se había constituido para los combatientes de las Brigadas Internacionales. Era un hospital enorme, bajo la dirección de un médico canadiense llamado Simsley. Lo bautizaron «Hospital Pasteur». Don Carlos Ayestarán, que sentía honda gratitud por la presencia de los internacionales en España, a través de Moncho se ofreció al doctor Simsley para garantizarle el suministro farmacéutico, siempre de acuerdo con el doctor Rosselló, éste en el Hotel Ritz. Moncho cumplió correctamente su misión. El muchacho había llegado a un inteligente acuerdo con su tío: ambos jugarían a cartas vistas. Moncho era «fascista» y lo sería hasta el fin. Don Carlos lo protegía por fidelidad familiar. En pago a esta protección, Moncho colaboraría con su tío sin traicionarle nunca, sin tergiversar una orden ni sabotearla. Si algún día decidía romper el compromiso, esconderse o pasarse al enemigo, se franquearía con su tío y en paz.
El recíproco mantenimiento de la palabra empeñada facilitó mucho las cosas respecto a Ignacio. Don Carlos fue el primero que, rubricando el comentario de Julio, le dijo a Moncho: «En la oficina hay un muchacho nuevo, de Gerona, con el que podrás conspirar. Dile que estoy contento con él, pero que no me haga nunca una trastada. Y si viene a cuento, hazle saber que me horroriza que alguno de mis hombres lleve sucias las uñas».
El encuentro entre Ignacio y Moncho fue más afortunado aún que el que tuvo lugar en el Alto del León entre Mateo y José Luis Martínez de Soria. Moncho era algo mayor que Ignacio, veintitrés años, y más alto. Estudiaba Medicina y entretanto hacía prácticas de anestesia en el Hospital Clínico. Su mirada era tan serena que a veces asustaba. Enamorado de la montaña, de las excursiones y de la nieve, su cabellera era de un rubio dorado, tostado por el sol de las cumbres. Siempre llevaba corbata blanca y zapatos negros. No buscaba contraste, sino compensación.
—Me han dicho que seríamos amigos.
—Eso espero.
—Te advierto que yo escucho a Queipo de Llano.
—Yo también.
Moncho fue la solución, incluso para lo referente al alojamiento de Ignacio. En efecto, las cosas se complicaron en casa de Ezequiel. Ignacio sorprendió por dos veces a Gascón acechando por la calle de Verdi en una camioneta de los café Debray y también a mosén Francisco, al salir de casa, le habían pedido la documentación con mal disimulada reticencia. Ezequiel les dijo: «O vivir separados, o morir juntos. A elegir».
Moncho le propuso a Ignacio:
—No te preocupes. Vente a mi pensión. La patrona es comprensiva… y guapa.
Fue coser y cantar. La pensión, barata pero limpia, estaba en la calle de Tallers. En tiempos fue de viajantes de comercio, pero ahora se nutría de conductores de camiones de gran tonelaje. La patrona aceptó a Ignacio y le destinó el cuarto contiguo al de Moncho, cuarto ventilado, en el que había un gran armario de luna. ¡Santo Dios! Ignacio llevaba unas semanas sin verse entero… Le pareció que había cambiado mucho. Se encontró a sí mismo «impersonal». «Lo mismo puedo ser soldado de Sanidad que empleado de un Banco».
Desde el primer momento Moncho había intuido que Ignacio era un emotivo y que la soledad le afectaba. Necesitaba que las cosas a su alrededor le acompañasen, le flanqueasen. Por eso le dijo:
—En cuanto te hayas instalado, vente a mi cuarto. Tomaremos café.
Ignacio no tardó ni diez minutos. Se limpió las uñas y, saliendo al pasillo, llamó con un silbido a Moncho. Éste abrió la puerta al instante e Ignacio se sintió halagado. Entró y se sentó en la cama de su amigo. Mientras éste preparaba el café, Ignacio lo observó. Moncho era huesudo, enérgico, de ademanes cortos y precisos.
—¡No me dirás que eres zurdo!
—¡Vaya! No lo puedo ocultar…
Sin saber por qué, incluso este detalle le gustó a Ignacio.
—¿Azúcar?
—Sí. Soy goloso.
Ignacio giró la vista en torno. La habitación de Moncho definía a éste. A la altura de la cabeza, la agresión de seis láminas anatómicas, entre las que destacaban otras tantas fotografías de las más altas montañas del mundo. Las láminas correspondían su afición por la Medicina, las montañas a su «escuela de endurecimiento» como él llamaba al alpinismo. Sobre la mesilla, el reloj de arena que Julio le vio en la Generalidad, cuando visitó a don Carlos Ayestarán. Luego unas cartas de bridge, un álbum filatélico. Todo allí tenía cierto aspecto mesurado, trazado a compás.
—¿Conoces mucha gente en Barcelona?
—Cinco o seis personas.
—Bastan para ir tirando.
Moncho era un hombre enamorado de la naturaleza, de todo lo que fuera natural. Su padre, veterinario, siempre le dijo que el dolor de los animales que curaba lo sentía como propio.
—¿Tu padre a qué se dedica?
—Es telegrafista.
—Ya. —Moncho reflexionó y añadió—: La profesión del padre influye mucho, ¿no crees?
—Supongo que sí.
Ignacio lo invitó a fumar y Moncho rechazó.
—¿Por qué has elegido Sanidad?
—Nunca sé muy bien por qué hago las cosas.
De pronto se sentían distanciados, pero luego volvían a unirse. Moncho hablaba despacio y miraba con frecuencia el reloj de arena. Ninguna fotografía de mujer en la habitación.
—Odio la guerra. ¿Y tú?
Ignacio contestó:
—Odiarla es poco.
—Algún día vendrás al hospital.
La dueña de la pensión llamó a la puerta y Moncho acudió a abrir. Habló con ella un momento y volviéndose le dijo a Ignacio:
—La señora te advierte que a los huéspedes les está prohibido tener radio.
En cuanto la patrona se hubo retirado, Moncho levantó una cortinilla de un rincón y le mostró un aparato picudo, disimulado entre libros.
Ignacio sonrió. Moncho no se parecía en absoluto a mosén Francisco ni a Mateo. Tenía el autodominio de aquél, pero no por razones sobrenaturales, sino por espontaneidad.
—¿Más café?
—¿Por qué no?
—Yo puedo tomar el que quiera y luego dormir como un bendito.
—¿Te gusta vivir en una pensión?
—Me he adaptado.
El café era bueno, Ignacio lo paladeó. Seguro que hacer café era otra de las cosas que la montaña le había enseñado a Moncho.
—¿Qué pico es aquél?
Moncho miró para arriba, a una de las fotografías de la cenefa.
—El Everest. —El sobrino de don Carlos añadió—: Allí no hay guerra civil.
Ignacio sintió que la imaginación se le disparaba y encontró placer en ello. ¿Por qué Moncho era tan metódico, y tan «cada cosa en su momento y en su lugar»?
—¿Tienes novia?
Moncho negó con la cabeza, cabeza como de madera, con los nervios y las aristas. Y de apariencia antigua.
—No la tengo, pero es como si la tuviera. Salgo con una muchacha mayor que yo, con la que me llevo muy bien.
—¿Cómo se llama?
—Yo la llamo Bisturí.
Ignacio no recordaba a nadie que diera tanta facilidades para ser interrogado.
—¿Bisturí?
—Sí. Es partidaria de la acción ¿comprendes?
—No, no comprendo… No sé a qué acción te refieres. ¿Dónde dejo la taza?
—Ahí mismo, en la mesilla.
—¿De veras no quieres fumar?
—Ahora sí. Gracias. —Moncho encendió el pitillo—. Pues sí… Bisturí comparte mis ideas y me ayuda.
—¿En qué?
—Me ayuda a vivir… y también a destrozar neumáticos. ¡Sí, no pongas esa cara! Neumáticos de los camiones que se van al frente. Yo le suministro ácido potásico y ella, en combinación con un chico que está en el Parque Móvil, lo inyecta en las gomas y éstas se corroen y de pronto se quedan plantadas en la carretera.
Moncho hablaba sin énfasis. Tenía una meta concreta y a ella se dirigía. Ignacio le preguntó:
—¿Sabes si tu… digamos Bisturí, podría enterarse de si una persona muy amiga está en la Cárcel Modelo?
—No sé decirte, pero se lo preguntaremos. ¿Cómo se llama esa persona?
—Emilio Santos. No, por favor, no tomes nota. Nada de papeles.
—Tienes razón —admitió Moncho—. Emilio Santos. Me acordaré.
Hablaron mucho rato aún. Moncho llegó de Madrid muy impresionado por las cosas que el doctor Simsley, el médico canadiense del Hospital Pasteur, le había contado de los combatientes internacionales. Entre ellos el número de toxicómanos era muy crecido y en general se comportaban como mercenarios en suelo extranjero. Pero de pronto parecía que querían equilibrar la balanza o reconciliarse con la vida y se convertían en héroes. «No es cierto que todos sean luchadores veteranos. Los hay que no habían disparado un tiro en su vida». «Lo que más ha impresionado al doctor Simsley es su aguante en el hospital. Son fatalistas y un poco niños. Una palabra amable, ¡incluso un caramelo!, y soportan las curas sonriendo. Exceptuando, claro está, a los que te dicen: Doctor, si no me cura usted lo mato».
Ignacio observó que Moncho tocaba los más diversos temas alterando apenas el tono de la voz. Probablemente lo hacía por educación. Moncho se lo aclaró:
—Nada de educación… Es que ya sabes cuál es mi trabajo en el Clínico: anestesista. ¿Te haces cargo? Un poco de éter… y todos iguales.
Ignacio miró una vez más la angulosa cara de Moncho y luego su corbata, blanca, y sus zapatos, negros.
—Si tan escéptico eres, ¿por qué has tomado partido en la guerra?
—Por comodidad… Quiero ser médico, ¿entiendes? Los militares suelen garantizar el orden público; de modo que si ellos ganan podré estudiar en paz.
—No sé si hablas en serio o en broma.
—¡Bah! Soy un hombre sin complicaciones.
—¿A qué lo atribuyes?
—A haber vivido mucho en los pueblos.
—Yo siempre he vivido en la ciudad.
—Es un error.
Ignacio volvió a girar la vista. Las láminas anatómicas le herían los ojos, sobre todo las de color rojo. Una de ellas representaba el cerebro dividido en compartimientos, y se acordó de la observación de su padre: «¿No está tapado el cerebro? Por algo será…».
Moncho le dijo que, según cuales fueran sus planes, tal vez le conviniera a Ignacio hacer en el Clínico algunas prácticas sobre vendajes, inyecciones, corte de hemorragias, etcétera. Ignacio le dijo: «Claro que me convendría. Pienso pasarme a los nacionales».
—Ya…
Moncho se quedó súbitamente serio. Sus cabellos eran dorados y su mirada serena. Con la mano izquierda —era zurdo— se sacó el pañuelo y se sonó.
Ignacio, de sopetón, le preguntó:
—Otra cosa, si no te molesta. ¿Crees que el hombre es libre?
Moncho lo miró:
—No le preguntes esto a un anestesista. —Marcó una pausa y añadió—: Nos rodean fuerzas secretas ¿comprendes?
Ignacio reflexionó.
—¿Crees que vivir vale la pena?
Moncho dobló el pañuelo y se lo guardó. Luego contestó:
—El protestantismo opina que sí.
* * *
Ana María… Ana María, al recibir, en casa de sus protectores, Gaspar y Charo, la llamada telefónica de Ignacio, entendió que vivir valía la pena. Mantuvo el oído al teléfono hasta mucho después que Ignacio colgara; y luego, pese a su color negro, apretó el auricular contra su corazón.
Poco después los dos muchachos salieron juntos, como antaño, como aquel verano en San Feliu de Guíxols. Salieron aquella misma tarde, en cuanto en la oficina de Sanidad dieron las siete y en cuanto Gascón, de guardia en la puerta, le dijo a Ignacio, al ver pasar al muchacho: «Salud, curita…». Ignacio seguía sin querer decir «Salud». Decía «suerte» o hacía un ademán ambiguo.
Ignacio esperó a Ana María en el lugar convenido, cerca del domicilio de la muchacha. La esperó entre los quioscos de libros de las Ramblas, que seguían repletos de fotografías de prohombres de la revolución. Ana María apareció con toda puntualidad, vestida como una modistilla.
—¿Trajiste contigo los ojos?
—Valiente pregunta… ¿No los ves?
Luego saldrían otras muchas tardes y el encuentro sería siempre el mismo: dos miradas que se funden, timidez y necesidad de elegir las palabras.
Ignacio, cansado de la monotonía de la oficina y de su esfuerzo para escribir «Milicias Antifascistas», proponía siempre a Ana María lugares pintorescos para darse las manos, mirarse y gozar. Por ejemplo, las salas de billar, donde nadie le diría «curita», o el Parque de la Ciudadela, en el que mosén Francisco instaló su «confesonario» o, con más frecuencia aún, los andenes del Metro. En efecto, bajaban al andén de cualquier estación del Metro poco concurrida y allí se sentaban, viendo pasar sin prisa trenes y más trenes. La llegada del convoy, con el faro delante, era tan inevitable y tan exacta que ello confería a sus relaciones, por unos minutos, una curiosa seguridad. Sí, nada había tan cierto, tan previsible como el regreso de los convoyes del Metro. «El Metro es como tú —le decía Ana María a Ignacio, jugando con los dedos del muchacho—. Se va, pero vuelve».
Un par de veces fueron al Frontón Chiqui ¡y apostaron y perdieron! «Bueno, creí que ahí tenías influencia». En el frontón había siempre seres solitarios que miraban con frecuencia a la puerta de entrada, como temiendo la aparición de alguien. También con frecuencia visitaban a Ezequiel en el Fotomatón. Ezequiel los atendía bien, los saludaba con títulos de películas y los retrataba gratis, e incluso le hizo a la muchacha una caricatura muy graciosa; pero cada vez, al despedirse, depositaba con disimulo un papel en la mano de Ignacio, papel que decía invariablemente: «Farsante, ¿y Marta?».
Ana María se avergonzaba de su casi felicidad. ¿Y la guerra? ¿Y su padre en la Cárcel Modelo? ¿Y su madre, en el campo, con lo que le desagradaban los animales? ¿Y los detenidos del Uruguay y el fracaso de Guadalajara?
A su manera, la muchacha tenía ideas propias y a menudo, cuando Ignacio pretendía deslumbrarla con algún tema fuera de lo común, Ana María se le anticipaba y daba su opinión. Por ejemplo, ella creía que Ignacio tenía perfecto derecho a incendiar los almacenes de la iglesia de Pompeya. Y estaba de acuerdo con Moncho respecto del libre albedrío: «¿Libre? ¡Ja, ja! Yo me esfuerzo en no quererte, y ya ves: aquí, encadenada». No creía que el amor fuese egoísmo. «Yo lo daría todo por ti». Pero tampoco creía que amar mereciese por sí una recompensa. «¿Por qué recompensa? El amor llega y ¡pum! ¿Qué mérito tengo yo? Ninguno. Me cosquilleaste los pies debajo del agua y ¡hale!, chiflada, hasta hoy».
Cuando advertía que Ignacio estaba en vena, le facilitaba las respuestas.
—¿Todavía te gustaría deslizarte sobre el agua?
—Tú eres el agua.
—¿Te acuerdas del sol rebosante en la arena?
—Tú eres el mar.
—¿Y de aquel concierto de guitarra en la Colonia de San Feliu de Guíxols?
—Tú eres cualquier hermoso rumor.
Una cosa molestaba a Ignacio: que Ana María le hablara tan a menudo y con tanta vehemencia de Gaspar Ley, el hombre que la tenía alojada en su casa.
—¿Qué hay de excepcional en ese señor? Administra un frontón, de acuerdo. ¿Y qué más? ¿Por qué dices que es un tipo excepcional?
—Porque lo es. Sube a casa y te convencerás.
—¿Subir yo? ¡Vamos!
Tenía celos. Y era que Ana María le gustaba cada vez más. Era valiente y eficaz. Su padre, en la Modelo, podría dar fe de ello. Y Gaspar Ley y Charo, la esposa de éste. Todo lo hacía con singular desparpajo y alegría. A menudo la muchacha pasaba por la calle de París, mirando los balcones de la oficina de Sanidad. Y era raro que Ignacio regresara a la pensión sin encontrarse con una nota de Ana María en el casillero. A veces era sólo el nombre, Ana María, o el envoltorio de un terrón de azúcar utilizado por Ignacio en el café, o un billete de Metro. A menudo le escribía postales representando algún paisaje o monumento gerundense, sobre todo la Dehesa, las escalinatas del Seminario o los arcos de la Rambla.
Un día, la muchacha le miró con fijeza y le conminó:
—Prométeme que no te pasarás a la otra zona… Prométemelo.
Ignacio le sostuvo la mirada.
—¿Hablas en serio?
Ana María cruzó con timidez las manos en el regazo. Luego contestó:
—Sí y no.
Los dos callaron. Se encontraban en el andén de «Liceo». Los trenes llegaban, final de trayecto, y se volvían, mientras arriba la ciudad vivía envuelta, en un halo rojizo compuesto de luz, de humo de fábricas militarizadas, de pasiones súbitas y del enorme sol de abril, que acababa de morir.
Otro día, Ana María le preguntó:
—¿Por qué no me das el número de teléfono de Pilar, en Abastos? La llamaría desde casa. Le daría una sorpresa.