A principios de febrero se encontraban ya en España los contingentes italianos previstos, los cuales habían formado las brigadas «Flechas Negras» y «Flechas Azules». Intérpretes españoles, entre ellos el tenor Fleta, servían de enlace. El exuberante temperamento de los oficiales y de los soldados había abierto brecha en el afecto de mucha gente. Sin embargo, por prejuicios de raíz oscura, y pese a que los aviadores legionarios se habían ganado en buena lid el título de valientes, existían dudas sobre la eficacia guerrera de los italianos, especialmente de los que operarían por su cuenta, sin mezcla de tropa española. La situación tenía mucho de desafío: «Exigimos de vosotros que sepáis morir». Salvatore, que escribía a Marta casi a diario, se hizo eco de esas dudas. «¿Por qué esa desconfianza?». Salvatore estimaba que para ser buen soldado no era indispensable pisar recio como los alemanes ni llevar en la camisa tantas calaveras como los voluntarios del Tercio.
Los italianos desembarcados en Cádiz iban a ser puestos a prueba en la operación de Málaga, sobre cuyos pormenores Queipo de Llano y el general Roatta habían llegado a un acuerdo. La ofensiva, al igual que la de la Reconquista, partiría de las bases dominantes de la sierra de Ronda, en poder de los «nacionales». Pronto se supo que los «rojos» estaban dispuestos a plantar cara y que en consecuencia habían concentrado en la zona gran número de efectivos, si bien muy incoherentes y con artillería escasa, a las órdenes del general Villalba.
La operación constituyó un éxito completo. El día 8 de febrero fueron ocupados la ciudad y el puerto. Queipo de Llano no defraudó a sus radioyentes, y el culto general Roatta, el más joven de los generales italianos llegados a España, hizo gala de una pericia extrema. Desde el primer momento las tropas maniobraron con elegancia, arrollando al adversario. La «motorización» anunciada por Roatta pilló de sorpresa al enemigo, así como el ágil empleo de la artillería ligera ¡y de los lanzallamas! Los lanzallamas hicieron su aparición y sus chorretes de fuego parecían rayos de muerte. La aviación «nacional», con base en el aeródromo de Tablada, se adueñó del aire. ¡Y Jorge, el huérfano Jorge, hizo su debut! Jorge había terminado los cursillos en dicha base y soltó las primeras bombas, que parecían gotearle del cerebro. También los cruceros Canarias y Baleares actuaron con eficacia, bombardeando la costa. La desbandada «roja» fue tal, que por un momento pareció factible la idea del conde Ciano consistente en perseguir al ejército enemigo hasta Almería y subir luego hasta Valencia. Pero, de pronto, a la altura de Motril, la prudencia o la falta de reservas aconsejaron dar por terminada la operación.
En Málaga cayó prisionero el corresponsal inglés Arturo Koestler y fue encontrada una misteriosa maleta propiedad del general Villalba, la cual contenía, al parecer, una extraordinaria reliquia: la mano de Santa Teresa de Ávila. Corrió la voz de que dicha reliquia era la auténtica y que sería ofrecida al general Franco para que la llevara consigo a lo largo de la campaña.
La gente de Málaga relató el inevitable capítulo de horrores, Salvatore, cuyos vivarachos ojos parecían taladrar cuanto se le ponía por delante, descubrió en una hondonada una serie de cadáveres que llevaban una grotesca colilla en la boca. Núñez Maza, que entró en la ciudad con su equipo de propaganda, mostró a Aleramo Berti, al miope Schubert y a los periodistas un recorte de diario que por sí solo daba testimonio de las matanzas efectuadas por los anarquistas: se trataba de una felicitación a «los camaradas enterradores» del cementerio de San Rafael por su labor sin descanso durante días y días desde el estallido de la revolución. Un hospital había sido destruido por completo, a excepción de un crucifijo, a cuyos pies una nota escrita con letra dubitativa decía: «Te respetamos por inocente». Parte de los detenidos en las cárceles habían sido evacuados por los milicianos y conducidos, ¡a pie!, rumbo a Almería.
En la España «nacional» la victoria de Málaga produjo gran júbilo, sepultando por unas semanas el desencanto por el fracaso del ataque a Madrid. Todo el mundo decía: «Málaga, la hermosa». Conquistar lo hermoso era tan importante como conquistar lo útil. Don Anselmo inauguró la estación «Málaga». Mateo, recordando que Pilar había nacido en Málaga, perdió el dominio de sí. Seguía en el Alto del León, que estaba nevado. Tomó una cantimplora de coñac y le dijo a José Luis Martínez de Soria: «Con permiso, ¡voy a cometer una barbaridad!». Y se emborrachó, cosa increíble en él. Los olés andaluces se multiplicaron, y en la zona «roja» el propio Matías, al oír el parte, se levantó, tomó a Carmen Elgazu de la cintura y la obligó a dar dos vueltas en el comedor. Carmen Elgazu sonrió: «Chico, el día que caiga Madrid me haces papilla». Cuando, poco después, llegaron a Gerona dos trenes de refugiados de Málaga, la familia Alvear los contempló con emoción, recordando su estancia en aquella ciudad mediterránea.
Victoria moral, botín considerable. En el puerto, los barcos, Satrústegui y África, además de diez mil toneladas de petróleo, trenes, ametralladoras. ¡El mar azul! El mando «rojo» se sintió incómodo. Los militares rusos, espoleados por Orlov, flamante jefe de la GPU recién llegado a España, exigieron responsabilidades y fueron detenidos y encarcelados varios generales, entre ellos. Asensio, Martínez Monge y Martínez Cabrera.
La victoria de Málaga, en la que participaron voluntarios portugueses llamados «viriatos», enardeció a los «nacionales», los cuales, nuevamente seguros de sí, se aprestaron a lanzar sin apenas reposo una ofensiva en gran escala en el sector de Madrid. La palabra «Madrid» tenía gancho e incluso misterio. Inspiraba temor. No se trataba de entrar en Madrid, sino de apretar más aún el cerco. El ataque no sería frontal. Sería una maniobra envolvente, destinada a cortar de buenas a primeras la carretera de Valencia.
Las tropas italianas fueron también citadas al combate… Trasladadas rápidamente desde Málaga, se les asignó como objetivo la toma de Guadalajara, en tanto que las tropas españolas cruzarían los ríos Tajuña y Jarama. Roatta había recibido un balazo en Málaga, pero la herida fue leve y el general italiano se encontraba ya restablecido y dispuesto a repetir su gesta del frente del Sur.
Pero los hados de la guerra habían decidido lo contrario… El ataque se saldó con un terrible desgaste, lo mismo por parte española que por parte italiana. Los ríos Tajuña y Jarama quedaron sembrados de cadáveres del Tercio, de moros y de «alféreces provisionales». Cadáveres que formaban pila hasta lo alto de las cotas del Pingarrón. Al mismo tiempo, en la zona de Brihuega, en Guadalajara, el Cuerpo de Tropas Voluntarias italianas sufrió un aparatoso descalabro. Habiendo avanzado con arrojo y pericia, de pronto la infantería se encontró inmovilizada en el barro —empezó a llover con imprevisible violencia— mientras los carros de combate y otros vehículos motorizados, hundidos en las charcas de las carreteras y caminos, no podían ni siquiera hacer marcha atrás.
El general Roatta no había previsto la posibilidad de que se le opusieran elementos atmosféricos. Pronto se abrió fuego contra él, desde ángulos diversos, obligando a los legionarios a multiplicarse. «¡Adelante!». Imposible. Los motores no funcionaban, estaban anegados y su impotencia desesperaba a los infantes. Por otra parte, el enemigo hacía gala de un tesón admirable y su aviación iba adueñándose del cielo, debido a que sus aeródromos, situados al sur de Madrid, estaban secos y permitían el despegue de los aparatos, mientras que los aeródromos con los que Roatta contaba, eran lagunas.
Inesperada vulnerabilidad. Los comentaristas italianos achacaron la derrota a esos factores y algunos de ellos insinuaron que determinadas tropas españolas que debían distraer al adversario remolonearon. Como fuere, esta vez los mandos «rojos» no serían castigados, sino lo contrario. Especialmente las Brigadas Internacionales 13, 14 y 15 y las tropas de guerrilleros de Líster y del Campesino se cubrieron de gloria. Sobre todo el Campesino, con su negrísima barba y su «despanzaburros», parecía una fuerza de la naturaleza. «¡Hale, macarroni italiano, chupaos eso!». «¡Hijo-putas, maricas, hijos del Papa, pa-trás!». Alguien le había enseñado a decir gigolo, y le gritaba gigolo al general Roatta. El Campesino se olvidó incluso de Moscú —Líster no decía Moscú, sino «La Casa»— y escoltado por dos dinamiteros lanzaba con honda bombas de mano en nombre de España. De prolongarse un poco más el combate victorioso, hubiera luchado en nombre del Cid.
El mando de Madrid lanzó las campanas al vuelo y Fanny lamentó horrores haberse perdido aquello. Los caricaturistas de la zona, que tanto admiraba Ezequiel, llenaron las paredes de siluetas italianas con el rabo entre piernas. Las agencias de prensa del mundo entero difundieron las listas del enorme botín capturado entre el barro, con las correspondientes fotografías. Entre el botín figuraban cartas italianas manchadas de sangre, impresos para el envío de giros postales, mapas, efigies de un Mussolini enérgico arengando a las multitudes desde un balcón.
¡Guadalajara! La palabra se convirtió en símbolo, que se unía al símbolo «Madrid». La mesa reservada para el general Mola en el café Molinero seguiría desocupada durante mucho tiempo… Por segunda vez quedaba demostrado que el Estado Mayor «rebelde» podía equivocarse como cada quisque. Los «lanzallamas» sorpresa se habían convertido en mangueras de agua. En Gerona se organizó un baile en el local de la UGT, durante el cual David y Olga no cesaron de dar vueltas «en honor de la cobarde Italia».
* * *
La cobarde Italia… Fue el sonsonete que recorrió la España «nacional». Los italianos fueron llamados, sin matices, «Corriere de la Sera», y la matrícula CTV de sus coches pasó a significar ¿Cuándo te vas? Guadalajara se convirtió en deshonor y chiste. «Una cosa es cantar ópera y otra arrear candela». «¡Corrían como Nuvolari!». Corrían, corrían. Salvatore se desgañitaba: «¿Cómo íbamos a correr, si el barro nos llegaba a las rodillas?». Mil doscientos muertos italianos, tres mil quinientos heridos italianos, convertidos en chiste. Aleramo Berti lloró de rabia, mientras su colega Schubert, el miope nazi, mandaba a Berlín un informe exhaustivo en el que calificaba a todos los mediterráneos, sin excepción, de «instintivos» y «primarios».
¡Si el profesor Civil hubiera podido defender sus principios! Por lo demás, eran muy numerosos los españoles que parecían alegrarse o poco menos del fracaso italiano, y entre ellos figuraba Javier Ichaso. Javier Ichaso hizo un viaje a Biarritz, por encargo de «La Voz de Alerta» y coreó estrepitosamente, sin saber por qué, las irónicas carcajadas de los diplomáticos. El embajador italiano escribió a su Gobierno: «La ayuda italiana provoca entre los españoles torrentes de gratitud hacia Francia e Inglaterra». Cabía exceptuar, desde luego, a las enfermeras de los hospitales, con las que los voluntarios italianos trazaron muchos idilios, algunos de los cuales iban a durar hasta la muerte. Uno de estos voluntarios fue Salvatore, herido en la mano izquierda. Salvatore, sin olvidarse por ello de Marta, en el Hospital Provincial de Valladolid le dijo a la muchacha que le vendaba la herida:
—Una palabra tuya, y mañana mismo ocupo Guadalajara por mi cuenta.
* * *
Las consecuencias del fracaso envolvente en torno a Madrid fueron penosas. Los «nacionales» se vieron obligados a llamar más hombres a filas, a extremar el rigor en el establecimiento del «Plato Único». —«La Voz de Alerta» decía: «¡bueno!, eso significa servir varios platos en uno solo»—, y los «viriatos» portugueses, así como algunos destacamentos irlandeses recientemente llegados, comprobaron que la palabra «tristeza», empleada por Cosme Vila y el Responsable, era certera. Una gran tristeza planeó sobre quienquiera que meditara un poco y sólo se libraban de ella las personas frívolas o los soldados aptos para gozar de los encantos de la camaradería. Se intensificaron los rezos, los cirios ganaron en altura y se vendieron más ejemplares de La Ametralladora. De pronto, los ojos se miraban unos a otros diciéndose: «Es una cosa terrible una guerra civil».
En ese momento exacto empezaron a circular toda clase de rumores relativos a la actitud del general Franco. Entre los falangistas corrió la voz de que el general «era partidario acérrimo de la guerra larga, de llevar la guerra a ritmo lento». Al parecer se lo había declarado sin ambages al embajador italiano. «La guerra que dirijo no es una conquista, es una liberación. Ocuparé región por región, pueblo por pueblo, ferrocarril por ferrocarril. Pero donde mis tropas entren he de tener la seguridad de poder implantar un régimen político y por lo tanto he de tener guardadas las espaldas, lo cual es todavía prematuro. Nada de destrucciones masivas, sino un afianzamiento previo de nuestro credo en la retaguardia, a la que tampoco puedo imponer excesivos sacrificios. He de preocuparme incluso de la salvación espiritual del enemigo. Si no lo hiciera así, ganaría la guerra, pero conduciría a mi país a la ruina».
Núñez Maza era, sin duda, el hombre mejor informado sobre la cuestión. El privilegiado puesto que ocupaba en Propaganda y su libertad de movimientos le permitían introducirse en cualquier sitio a cualquier hora. Y cuando no él, delegaba sus poderes en cualquiera de los cuatro falangistas que lo acompañaban y lo ayudaban en su labor.
De hecho, pues, Núñez Maza fue quien alertó a sus camaradas de la Falange sobre la «gravedad de la actitud del general Franco». El primer aviso lo tuvo en Salamanca el día en que coincidió en la escalera del local del Partido con el agresivo Berti, delegado fascista, y con Salazar. «Sube con nosotros, querríamos hablar un momento contigo». La entrevista fue cortísima. Llegados arriba, Berti resopló, como era su costumbre, y desembuchó: «Sólo queremos que sepas esto: Franco va a lo suyo. Considera a la Falange no ya un grito izquierdista, sino una aventura juvenil y poética, de la que será preciso ir prescindiendo poco a poco».
El segundo aviso se lo dio Schubert, el miope delegado nazi, y Núñez Maza se alarmó más aún, puesto que todo cuanto proviniera de Alemania era para él artículo de fe.
—Amigo Núñez Maza —le dijo Schubert, aspirando rapé, como le era habitual—, creo poder afirmar que Franco está decidido a inclinarse progresivamente del lado de la Iglesia y del capitalismo. Si la Falange no reacciona de manera fulminante… y sin contemplaciones, antes de nada se encontrarán ustedes barriendo las escaleras de los círculos carlistas.
El tercer aviso le llegó de la propia Falange… En efecto, dos días después de su entrevista con Schubert y coincidiendo con que un avión alemán había hundido el barco ruso Kommsomol, el camarada Hedilla, sustituto provisional de José Antonio, le mandó llamar y le dijo:
—Camarada Núñez Maza, parece ser que Franco está dispuesto a unificar la Falange y el Requeté, asumiendo él la Jefatura. Esto ha de considerarse como un atentado a la doctrina de José Antonio. Sube al Alto del León y entrega este comunicado a los camaradas de la centuria «Onésimo Redondo».
Núñez Maza salió disparado como un rayo por la carretera de Madrid, y los slogans falangistas escritos en las piedras le parecían otros avisos. Llegó al Alto del León, que seguía nevado, y diez minutos después, en la chabola de Salazar, estaban reunidos doce falangistas, entre los que figuraban Mateo y José Luis Martínez de Soria. El informe de Hedilla ratificaba la declaración verbal hecha a Núñez Maza, confirmaba todo lo dicho por Berti y por Schubert, y terminaba solicitando la opinión de «los camaradas del frente».
—Decidme cuál ha de ser, en vuestra opinión, la conducta que la Falange ha de seguir.
Fue una sesión dramática, a la luz del Petromax, presidida por el calendario que representaba una mujer rubia en bañador. Los capotes olían a rancho y Salazar, que desde su peripecia sevillana, no esclarecida aún, hablaba menos y reflexionaba más, despedía humo por el agujero de su cachimba.
Un muchacho llamado Montesinos, después de acariciar con las dos manos la cantimplora, rompió el fuego.
—Mi opinión es muy sencilla. Es la opinión de Clemenceau: «La guerra es una cosa demasiado seria para dejarla en manos de los militares».
Hubo un murmullo. No estaban allí para intercambiar frases ingeniosas, sino para decidir, en conciencia, procurando adivinar la postura que, en caso de estar presente, hubiera adoptado José Antonio.
Varios falangistas quisieron dejar sentado que nada de aquello les pillaba de sorpresa. Hace tiempo sospechaban que al general Franco el mando se le había subido a la cabeza, y citaron como testimonio la sistemática adulación de que era objeto la prensa y la arrogancia y profusión con que se hacía retratar. Alguien afirmó, sonriendo, que los «rojos» lo llamaban el general «Kodak», cosa que el camarada Montesinos desmintió, afirmando que tal mote se aplicaba al teniente coronel Dummont, de la XIV Brigada Internacional.
Mendizábal, de Intendencia, intervino:
—No creo que la cosa tenga misterio —comentó—. A Franco le interesa la guerra larga por eso, para tener tiempo de convertirse en mito y de este modo eliminar a todas las fuerzas que, el día de mañana, puedan disputarle el poder. Con una guerra relámpago, ya se sabe: La Laureada, un par de monumentos y otra vez al cuartel.
Mateo y José Luis se indignaron. No podían soportar que se hablase tan a la ligera de quien desde el 18 de julio había conducido el Movimiento salvador con perfecta honradez y eficacia, y entendían que si Franco permitía o cultivaba el halago de su persona, lo hacía para evitar la dispersión.
Mateo concluyó:
—Todos los jefes han procedido de esta suerte, desde Abraham y Napoleón hasta los reyes de Inglaterra y Maciá, el ex presidente de la Generalidad de Cataluña. Por otra parte, está demostrado y nos consta a todos que si Franco tomó la jefatura de la nación fue porque los demás generales lo votaron.
Salazar, que procedía de las JONS, acudió en apoyo de Mateo. Afirmó que, por de pronto, nada le impedía creer que Franco era un hombre admirable.
—Deseo como cualquiera de vosotros el triunfo de la Falange, y que la Falange consiga el poder. Pero plantear ahora la alternativa es estúpido e inoportuno. Tal vez la fusión de Falange y Requetés sea inevitable. Por otra parte, no estoy seguro de que contemos ni siquiera con el mínimo de falangistas preparados para cubrir las jefaturas de las cuarenta y nueve provincias españolas.
Núñez Maza se indignó. Habló de derrotismo. Pretendía saber mucho más de lo que el camarada Hedilla decía en su informe.
—Comparar a Franco con Abraham y Napoleón es ridículo. No, aquí no se trata de «evitar la dispersión» ni de zarandajas por el estilo. Franco ha comunicado a los Gobiernos de Italia y de Alemania que lo que necesita de ellos es simplemente que le suministren armamento, que hombres «le van a sobrar». Y les ha prevenido de que para la organización de la España futura no se dejaría influir una pulgada desde el punto de vista ideológico: No olvidéis que su maestro es Pétain y que el Papa ha bendecido su bandera. —Núñez Maza agregó—: No admitiré nunca la fusión de Falange con los Requetés.
Montesinos coreó estas palabras, al igual que la mayoría de los allí presentes. La cachimba de Salazar era una chimenea de barco, contrastando con la diminuta pipa de José Luis Martínez de Soria. Uno de los falangistas se pegó a sí mismo un puñetazo en la mano derecha y luego mostró a sus compañeros una placa robada en un tren, que decía: «Peligroso asomarse al exterior». Los rostros estaban congestionados. Sin embargo, José Luis Martínez de Soria y Mateo no dieron su brazo a torcer respecto de Franco y juzgaron que su declaración de «independencia ideológica» era elogiable, digna de un buen español y de un hombre no rastrero.
—A mí no me haría ninguna gracia —arguyó Mateo— que a cambio de unos cuantos aviones me tatuaran una cruz gamada en el cogote.
En ese momento, Salazar se levantó, convirtiendo en cucurucho la lona de la chabola y opinó que era preciso concretar el diálogo en torno al tema de la pretendida Unificación.
—Es cierto —asintió Mendizábal, increíblemente excitado—. Propongo que votemos. Que votemos sí o no.
—No se trata de votar sí o no, puesto que quienes han de decidir son el camarada Hedilla y el Consejo Nacional. Votemos concediéndole o negándole amplios poderes para hacer lo que le plazca, exigiéndole, eso sí, que sean consultados todos los falangistas que están en el frente. Aunque supongo que eso lo habrá hecho ya.
Hubo un silencio.
—¿Qué se entiende por «lo que le plazca»? —inquirió Mendizábal.
—Todo —contestó Montesinos, marcando sus palabras—. Desde un simple manifiesto de la Falange, publicado simultáneamente por todos nuestros periódicos, hasta la acción directa si se estima necesario.
—Voto en contra de la Unificación.
—En contra.
—En contra.
Nueve falangistas votaron en contra. Mateo y José Luis, a favor. Salazar votó en blanco.
Núñez Maza se dirigió a los disidentes.
—Dadnos vuestra palabra de que guardaréis el secreto.
Mateo dijo:
—Somos mayorcitos, creo yo…
Intervino Montesinos.
—Es que… A ver si nos entendemos. Este asunto puede no ser nada, pero, según se tercien las cosas, puede obligarnos… ¡yo qué sé!
—A ver si te explicas.
—Nada.
Guardóse otro silencio, preñado de mal humor, y a renglón seguido se dio la sesión por terminada. Todos se levantaron y salieron fuera a respirar aire puro. Núñez Maza y el intendente Mendizábal montaron en el coche del primero y emprendieron cuesta abajo el regreso a Valladolid.
Ambos habían comprendido perfectamente lo que Montesinos quiso insinuar: la supresión de Franco… Montesinos era un exaltado, un irresponsable. Decididamente, aquello tomaba un cariz feo. Y a todo esto, ¿quién era Franco? ¿Cómo era? ¿Cómo era su personalidad humana? Cuantos le conocían daban de él versiones dispares y el propio Núñez Maza, a quien el Generalísimo había concedido audiencia por tres veces, forzado a describirlo no sabría por dónde empezar. Schubert había dicho de él: «Es un generalito colonial». Por el contrario, el embajador italiano Cantaluppo lo tenía en gran estima, sobre todo por su serenidad. Mateo se inclinaba más bien por considerar al general Franco un hombre seguro de sí, enamorado de la profesión castrense, con toda la astucia y capacidad combinatoria de la raza gallega. «Una cosa es indiscutible: su instinto de mando. Por algo lo eligieron los demás generales. Ahora bien, ingresó en la Academia a los catorce años, si no me equivoco. Esto significa que su formación es estrictamente militar y que, por lo tanto, su concepto del deber, de la justicia, de la disciplina, etcétera, difiere del que podamos tener los demás, del que pueda tener un médico, un abogado o el Consejo de Administración de una empresa metalúrgica». José Luis Martínez de Soria recordaba que su padre le había contado impresionantes hazañas de Franco en la guerra de África. «Por algo fue ascendido a general a los treinta y cuatro años. De lo que no estoy seguro es de que siempre haya sido tan devoto del Sagrado Corazón como lo es ahora».
¿Cómo saber? De hecho, la mayoría de las personas en todo el territorio «nacional» sólo habían visto a Franco en los balcones y tribunas, en las fotografías, ciertamente innumerables, y sólo habían oído su voz por radio. Sí, era bajo de estatura; pero también lo fueron Napoleón y Lenin y lo era Mussolini. Su voz era mucho más débil que la de Salazar; pero la de Salazar tenía la desventaja de que en un momento dado la oían en Tánger. María Victoria, hija de una estirpe de militares, suponía que Franco era un hombre que escapaba a una definición esquemática, más complejo que Schubert, que el general Roatta e incluso que Largo Caballero. Se decía de él que hablaba francés, alemán y un poco de inglés, sorprendiendo que tiempo atrás hubiese asistido a unos cursillos tácticos en Versalles. A la edad de veinticuatro años, sus deberes militares le obligaron a aplazar reiteradamente sus proyectos matrimoniales, por lo que los legionarios a sus órdenes solían cantar, con música de La Madelón; «El comandante Franco es un gran militar, que aplaza su boda para ir a luchar». Tocante a su serenidad, a la impresión que daba de que para él no contaba el tiempo, era también interpretada de distinta manera. Según muchos extranjeros, en un país como España, de hombres crispados y reacciones histéricas, ello era una virtud que había de llevarle al triunfo; por el contrario, muchos españoles entendían que Franco no era sereno, sino marmóreo e incapaz de reflejos normales. Núñez Maza daba por sentado que los intelectuales no le hacían ninguna gracia, mientras la madre de Marta creía saber que Franco podía recitar de memoria capítulos enteros del Quijote, especialmente aquellos en que era Sancho Panza el que llevaba la voz cantante.
* * *
El agigantamiento de la figura de Franco, consecuencia inmediata del desarrollo de la guerra, no se producía únicamente en la España «nacional». En el territorio «rojo» ocurría lo propio. Los periódicos valencianos escribían von Franko, indicando con ello que el general rebelde se había «germanizado» y El Diluvio empezó a llamarlo «limpiabotas internacional», en atención «al modo cómo se humillaba ante las potencias fascistas». Las radios catalanas pretendían que era de origen judío; las radios madrileñas afirmaban que, a partir de la conquista de Málaga, antes de tomar cualquier decisión abría la maleta del general Villalba y se pasaba dos o tres horas rezando ante la reliquia de la mano de Santa Teresa de Ávila. En los diarios murales con que las brigadas de André Marty amenizaban la vida de las trincheras, se aconsejaba no minimizar la valentía militar «del jefe fascista», y el doctor Relken, en Albacete, no cesaba de repetir: «Cuidado con don Francisco, que se las sabe todas».
Gerona no era excepción y, a lo largo del mes de marzo, en que tuvo lugar la batalla de Guadalajara, en la ciudad de los Alvear se tomaron determinaciones equivalentes a la del plato único de la España «nacional» y brotaron diálogos muy semejantes al sostenido en la chabola de Salazar. Dichas determinaciones tendían a dotar al Ejército del Pueblo de bases incuestionablemente sólidas, habida cuenta de la prolongación de la guerra. «Todos los militares de carrera, incluidos los retirados o los que cumplían condena en las cárceles, se incorporarán a sus respectivas armas, y todos los hombres comprendidos entre los veinte y los cuarenta y cinco años aprenderán la instrucción». En cuanto a las reuniones, lo mismo las de los locales de los partidos que las de los cafés, solían tener un final parangonable con el que tuvo la celebrada en el Alto del León.
«Incorporación de los oficiales profesionales». Ello significaba que los detenidos del Seminario, entre los que figuraban los capitanes Arias y Sandoval, trocarían la cárcel por el cuartel; es decir, serían devueltos al punto de partida, ahora con el respeto un tanto supersticioso de los milicianos. «Instrucción obligatoria para los hombres de los veinte a los cuarenta y cinco años». Ello significaba que los seglares, generalmente agrupados por oficios y aun por empresas, cada día antes del trabajo, a las siete de la mañana, se concentrarían en la Dehesa y, provistos de fusiles de madera, marcarían el paso y expelerían por la boca bolsas de aliento helado. Así se hizo y la Torre de Babel destacaba entre todos, mientras que los arquitectos Massana y Ribas, renunciando a posibles privilegios, formaban como el primero. Matías pasaba de la edad y se libró; no así Jaime, quien exclamó: «¡Un poeta haciendo la instrucción!». En cuanto a Ignacio, la orden le afectaba de lleno, pero se negó a presentarse y decidió sin dilación sus planes de huida, de huida de Gerona.
«Reuniones y tertulias en los locales de los partidos y en los cafés». Una de ellas podía servir, como siempre, de resumen: la que se celebraba periódicamente en el café Neutral. El protagonista volvía a ser Julio García, cuyo predicamento era mayor que nunca debido a sus viajes al extranjero en compañía de gente importante. Asiduos al café volvían a ser el cajero del Banco Arús, la Torre de Babel, Blasco, David y Olga, Casal y el coronel Muñoz. Y muchos comparsas, al fondo de los espejos. Últimamente, Julio había cobrado otra pieza: Murillo, jefe local del POUM, quien, en efecto, había llegado del frente de Madrid con un brazo en cabestrillo y aureola de héroe. Sobre las mesas flotaba, además, el nostálgico recuerdo del camarero Ramón, el cual, a raíz de la expedición Bayo, cayó prisionero en Mallorca.
El día en que la aviación alemana hundió el Kommsomol, el barco ruso, conmoviendo con ello la opinión pública, Julio tuvo en el Neutral una «actuación» —así definía ahora doña Amparo las intervenciones de su marido— memorable. Por supuesto, el estado de ánimo del policía era el adecuado para sus dotes de deslumbramiento, pues la víspera habían partido de Gerona con destino a Rusia ciento cincuenta niños refugiados —Cosme Vila se salió con la suya, empujado por Axelrod— y se preveía para fecha próxima el envío a Méjico de otro contingente análogo, éste patrocinado por Murillo, en atención a que en Méjico se había refugiado Trotsky, es decir, el egregio jefe supremo de Murillo y del POUM. Julio García, que presenció en la estación la ceremonia de despedida, se había horrorizado. La expresión de los niños era alelada. En vano Axelrod y Cosme Vila los arengaban afirmando que Moscú los recibiría con los brazos abiertos, que la patria soviética los estaba ya esperando para adoptarlos y hacer de ellos hombres de provecho. Los niños, huérfanos en su mayoría, tiritaban en la estación. Tenían frío, no entendían de política y sentían en su diminuta entraña que tampoco en Rusia localizarían a sus respectivos padres, que era su mayor deseo.
En ese día, Julio García, que se presentó en el Neutral exhibiendo un pintoresco mechero francés, de madera, en forma de tapón de champaña, echó el resto. Entre bromas y veras, dirigiéndose por turnos a cuantos le escuchaban, fue desmontando con implacable rigor los motivos de optimismo de que su auditorio estaba animado, especialmente a raíz de la victoria de Guadalajara.
Empezó refiriéndose a la llamada de nuevas quintas, estimando que tal medida engrosaría el número de combatientes, pero no su calidad. En su opinión, eran tantos los «fascistas» que se incorporarían, aparte los descontentos y los bon vivants, que el sabotaje, ya abundante, aumentaría en un ciento por ciento. «¿Os imagináis a los sobrinos de don Jorge de Batlle con un fusil en la mano? ¿O a los cuatro hijos del delegado de Hacienda, “paseado” el 18 de julio? Prefiero no pensar en ello, porque la sangre de los valientes milicianos que lucharán en las proximidades de esos caballeros me horroriza…».
—Y lo mismo cabe decir —añadió Julio, acariciando entre los dedos de la mano derecha una enorme copa de coñac vacía— de la incorporación de los militares jubilados ¡o encarcelados! Con permiso de quien haya firmado el decreto, y con permiso del coronel Muñoz, aquí presente, eso será la monda, para usar una expresión que encanta a Fanny, a mi querida tigresa Fanny. ¡Es tan fácil enviar un pelotón a tal cota en vez de a tal otra, desorientar a la artillería propia, olvidarse de pedir municiones! Parte de dichos oficiales serán enviados a las fábricas de armas; de acuerdo. Me parece estar viéndolos. Uno limará la cabeza de los punzones percutores para que no hieran el fulminante, otro desviará el punto de mira, otro… ¡qué sé yo! Las piezas saldrán para el frente con retraso y hechas cisco; y en cuanto nuestros queridos Gorki, Teo y el propio comandante Campos intenten hacer uso de ellas, o no funcionarán, o estallarán allí mismo, o se convertirán en saltamontes. Cualquier cosa, menos hacerle un rasguño al enemigo, al que El Proletario sigue llamando «traidor» y «rebelde».
El coronel Muñoz, en quien convergían las miradas, se creyó en la obligación de decirle a Julio que estaba exagerando. En primer lugar, sin mandos era imposible seguir la lucha. En segundo lugar, no todos los oficiales llamados eran fascistas ni muchos menos. En tercer lugar, un ejército —contando, claro está, con un mínimo de disciplina— era un engranaje que obligaba por automatismo a obedecer, que obligaba incluso a muchos individuos que en su fuero interno tenían la intención de resistirse a ello.
—No creo necesario exponer ejemplos ni dar nombres de oficiales y soldados que por equis circunstancias se vieron alistados en el Ejército de la República, y que, pese a sus ideas contrarías, han cumplido como los buenos. —El coronel Muñoz marcó una pausa y agregó—: Y, desde luego, mi tesis es válida para el Ejército enemigo. Con los «rebeldes», y perdonen la palabra, luchan, ¡y obtienen medallas militares!, hombres que de corazón están con nosotros.
Julio García depositó en la mesa, cuidadosamente, la copa de coñac vacía.
—¿Existe en nuestro Ejército ese mínimo de disciplina que mi querido coronel Muñoz ha juzgado indispensable?
El coronel vaciló.
—Quiero suponer que sí —dijo—. De lo contrario, no creo que hubiéramos salvado Madrid ni que hubiéramos resistido en el Jarama y en Guadalajara.
Los arquitectos Massana y Ribas estaban un tanto asombrados. El lenguaje del coronel no era el mismo que éste empleaba en la Logia Ovidio. Supusieron que no quería hacerse impopular y respetaron su actitud. Con todo, prefirieron cambiar de tema y, dirigiéndose a Julio, le preguntaron por la repercusión de la guerra española en el extranjero: en Francia, en Bélgica, en Inglaterra…
—Usted, Julio, que llega de esos países, ¿qué nos cuenta? ¿Qué dice aquella gente?
Esta vez Julio se encontró más a sus anchas.
—De Bélgica no puedo hablar —admitió modestamente— porque sólo estuve allí de paso. Pero sí puedo hablar de Inglaterra y de Francia… ¡y hasta de Holanda! ¡Ah, es preciso aceptar los hechos! Nuestra guerra interesa en esos países casi tanto como en España y, en cierto sentido, más aún. Quiero decir que sería fácil encontrar franceses e ingleses mucho más enterados que cualquiera de nosotros de lo que aquí ocurre… ¡No exagero, señores! ¿Qué sabemos, por ejemplo, los gerundenses? Que comeremos muchas lentejas, que José Antonio Primo de Rivera descansa en paz y que en Madrid los Internacionales se emborrachan que da gusto. ¡En París y en Londres están enterados incluso de que los comunistas quieren acabar con Prieto y de que el jefe de la GPU en España se llama Orlov! Sin embargo, la gran sorpresa la tuve en Holanda. ¿Cómo les diré…? Es difícil de explicar. No nos comprenden. El conserje del hotel, ¡un holandés sin bicicleta!, me preguntó: «Perdone usted. ¿Qué es un fusil?». A Fanny, que tenía la amabilidad de acompañarme a todas partes, le preguntaban: «¿Por qué los españoles tienen la sangre tan caliente?». ¡Bueno, Fanny se reía! En resumen, la verdad es ésta: nos consideran unos monstruos. Voilà. Los holandeses no sólo no comulgan —y pido perdón por la palabra— con las teorías proletarias, sino que aspiran a que los escasos proletarios que quedan en la nación pasen a ser burgueses.
Se oyó un murmullo. Antonio Casal, el más interesado por aquel aspecto de la cuestión, intervino, objetando que tal vez esa aspiración fuera corriente entre los conserjes de hotel holandeses, pero que sin duda no lo era entre los ciudadanos británicos. El jefe socialista continuaba hipnotizado por todo cuanto se refiriese a Inglaterra.
Julio García hizo una mueca de condolencia.
—Lamento, mi estimado amigo Casal, tener que desilusionarle. Lo de Inglaterra es peor.
—¿Cómo que es peor?
—No exagero, no exagero en absoluto. Inglaterra está deseando cada vez más que Franco gane… ¡Les pido perdón, señores! Inglaterra quiere que Franco gane porque si ganáramos nosotros —es decir, Stalin— les peligraría Gibraltar.
Casal se indignó, y también David y Olga. Pero Julio soltó una carcajada y nadie supo si hablaba en broma o en serio.
Luego el policía suscitó el tema de las armas decisivas.
—Ya conocéis mi opinión. Es muy bonito ver a esos vejetes —y no lo digo por ti, barbero Raimundo— aprendiendo la instrucción en la Dehesa, a las siete de la mañana. Pero con eso no disminuiremos la incesante entrada de tanques alemanes en la zona franquista, tanques más pequeños que los rusos —los rusos son catedrales—, pero de una movilidad que ya, ya. Y tampoco se neutralizará el efecto de los gases asfixiantes que de un momento a otro saldrán de Nápoles con destino a Cádiz.
Era la manía de Julio. Asustaba al auditorio con el pronóstico de armas terroríficas, al modo como, en Pamplona, mosén Alberto asustaba a las monjas con visiones ultraterrenas.
—En París, tuve una entrevista con el profesor Risler, sabio francés que se nos ofreció para montar en Barcelona una fábrica antigás, y con un colega suyo que pretende haber descubierto un nuevo asfixiante. Eso es positivo, creo yo, y no mandar pobres criaturas a Moscú, a tocar la balalaica. Hacen falta cerebros. Alguien que descubra la gasolina sintética o la fórmula para provocar niebla artificial. ¡Si alguno de ustedes pudiera ofrecer una patente! ¿Usted, coronel Muñoz? Lástima… ¿Y ustedes, mis queridos arquitectos? ¿Tampoco? ¡Qué contrariedad! ¡Estoy autorizado para pagar bien! ¿Qué haremos, pues? Está visto que en Gerona no hay cerebros. ¡Camarero, un buen café! ¡Huy, olvidaba que tampoco hay buen café!
A las dos horas de tertulia los ánimos estaban exaltados. Murillo escuchaba a Julio acariciándose el bigote de foca con su sola mano útil. El coronel Muñoz se clavaba sin querer las uñas, porque entendía que Julio daba en el blanco. En cuanto al cajero del Banco Arús, pensaba que el policía debía de tener las espaldas bien guardadas para atreverse a emplear públicamente tan desconsiderado lenguaje.
David intervino.
—Entonces, ¿usted qué haría para ganar la guerra?
Julio hizo rodar sobre la mesa el mechero-tapón de champaña y luego se acarició los muslos. Por fin contestó:
—Muy sencillo… Buscaría una persona, o dos, dispuestas a morir.
Todo el mundo quedó perplejo y Casal exclamó:
—¡Hay millares de personas dispuestas a morir!
Julio asintió con la cabeza.
—Ya lo sé… Pero yo me refiero al suicidio, que es una cosa más desagradable. ¡Escúchenme! Necesitaríamos alguien…, ¿cómo lo diré?, dispuesto a trasladarse a la otra zona y matar a Franco y a Mola. ¡Eso, señores, sería un golpe! Se lo digo yo. Un suicidio pero un golpe. Un golpe perfectamente factible… Eso, señores, sería paralizar a distancia los motores del enemigo.
Hubo un momento de estupor. Quien más quien menos admitió que aquello era el Evangelio. En efecto, si alguien se suicidaba para inmovilizar un tanque, ¿cómo nadie lo haría para…? ¡Curiosa coincidencia! Julio hablaba de este modo apenas una semana después de que Montesinos, en el Alto del León, a la luz del Petromax, insinuara algo parecido.
David miró con fijeza a Casal y luego se dirigió al policía.
—¿Por qué no se encarga usted de eso personalmente, Julio?
Julio no se inmutó. Negó con la cabeza, sonriendo.
—¡No, no! Por desgracia, no tengo pasta de héroe… Además, ¿qué diría mi mujer? No, de ningún modo. No puedo hacerle esa trastada. Sin contar con que… Franco y Mola son personas, ¿no? Son militares, pero personas. ¡Ah, si Teo no fuera exclusivamente fuerza bruta! —Julio se dirigió a Casal—. Por supuesto, la persona idónea debe reunir una serie de cualidades: inteligencia, entusiasmo, atractivo personal… —Al decir esto, como tocado por una idea repentina, se volvió en dirección a Olga—. Olga, ¿qué le parecería si…? ¿No podría usted encargarse de eso, Olga?
Olga se quedó rígida y entendió que aquello era una broma de mal gusto. No sabía si levantarse y salir del café, o si pegarle un bofetón a Julio. Por fin barbotó:
—Es usted un insolente.
Julio se multiplicó en los espejos.
—No sé por qué habla usted así, Olga. Al fin y al cabo, se trata de un servicio, ¿no? Y hay precedentes de mujeres heroicas…
David estaba hecho un basilisco. Iba a decir algo, sin duda algo enérgico, a juzgar por el temblor de su mentón; pero he ahí que Murillo, desde su silla arrinconada, terció inesperadamente en la conversación:
—¿Cree usted, señor Ciencias —le dijo a Julio, en tono socarrón—, que yo reuniría condiciones para este asunto?
Todo el mundo miró al discípulo de Trotsky. Murillo parecía hablar en serio. Era el jefe del POUM, y se había curtido en los frentes de Teruel y de Madrid.
Julio hizo un gesto. Luego devolvió al bolsillo el mechero francés y, por último, dijo:
—Lamento, amigo Murillo, contestarle que no, que no creo que reúna usted condiciones.
—¿Por qué?
—Porque para aterrizar en Salamanca hace falta ser valiente y usted no lo es. ¡Oh, no se sulfure! Un valiente —y perdone la alusión— no se dispara así mismo en la mano, como usted hizo en Madrid, para poder venirse al Neutral a tomarse unas copitas con los amigos.