El semanario humorístico La Ametralladora seguía ganando batallas en el frente y en la retaguardia «nacionales». Humor basado en el absurdo, en el ataque frontal al tópico y a la frase hecha, en la estilización de lo macabro.
—¿Cuántos años tiene usted?
—Pepe.
Este Pepe lo significaba todo. Que el espíritu debe reír, que la edad no importa, que nadie ha de meterse en corral ajeno. Era un Pepe oriundo de Madrid, que con la guerra había visto derrumbarse muchas cosas que parecían inmutables.
—Yo me llamo Purita.
—Yo no.
Era un no seco y certero como un disparo. ¡La Ametralladora! ¡La Ametralladora…! El semanario oxigenaba la mente y pronto influyó de forma visible en el léxico de millares de combatientes. Sus modernas caricaturas eran un desafío y probablemente no hubieran gustado ni pizca a Ezequiel.
Los detractores de La Ametralladora eran muchos. Muchos militares de profesión, muchos sesudos catedráticos… La gente joven definía a una persona: «No entiende La Ametralladora». Eso bastaba. Todo el mundo sabía a qué atenerse.
Entre las personas que detestaban La Ametralladora se contaba mosén Alberto. No es que mosén Alberto estuviera triste a la manera de Cosme Vila; más bien se sentía inadaptado, dolencia del alma que La Ametralladora no podía curar. Mosén Alberto seguía en Pamplona, en el convento de monjas. Redactaba un nuevo catecismo inspirado en unos cuantos libros pedagógicos que adquirió en Perpignan, pero ello no le bastaba. Echaba de menos su despacho en Gerona, el Museo Diocesano, Cataluña… Cada vez más le parecía que Navarra era un país instintivo, primario. Don Anselmo Ichaso, con quien el sacerdote había entrado en relación, le dijo una vez: «Padre, a usted le parecerá primario todo lo que no sea Cataluña, incluyendo Oxford, Montecasino y los templos del Tibet». Tal vez fuera cierto. Mosén Alberto se sentía catalán como nunca, y en las espaciadas visitas que hacía a sor Teresa, la hermana de Carmen Elgazu, recitaba el mismo estribillo: «¡Ay, sor Teresa!, cuando esto acabe la invitaré a usted a conocer mi tierra».
Inadaptado… Le propusieron irse en calidad de capellán castrense al Tercio catalán de Nuestra Señora de Montserrat, y no quiso. Mosén Alberto era antimilitarista por naturaleza y dijo que no. Pero ello aumentó su mal humor, cuyas válvulas de escape eran el cine, en el que se colaba de vez en cuando, y, sobre todo, los sermones al grupito de monjas, que le servían como a un arcángel.
Cierto. Mosén Alberto era el primer sorprendido del tono de sus pláticas. Se había tornado trágico, más aún que cuando, en 1934, en la cárcel de Gerona, les habló a los reclusos izquierdistas. Aterrorizaba a las monjas con visiones tremebundas. Y al comprobar que aquellos cerebros cubiertos de blanco no le ofrecían la menor resistencia intelectual, hacía retumbar la capilla. Había momentos en que las monjas se sentían absolutamente responsables de la guerra que asolaba a la nación. El día en que mosén Alberto se enteró de la muerte del obispo de Gerona, la plática versó sobre: «La falta de oración es una manera indirecta de crucificar». Por otra parte, el sacerdote estaba al corriente de las ejecuciones realizadas en Navarra por los requetés —don Anselmo Ichaso había sentenciado: «Para que un tren circule hay que despejar la vía»— y no se cansaba de repetir: «Esto clama al cielo».
* * *
Otra persona impermeable al humor de La Ametralladora era «La Voz de Alerta». El dentista hojeó una vez el semanario y al leer que una vaca entraba en una tienda de instrumentos musicales y preguntaba si podían afinarle el cencerro, exclamó: «¡Qué idiotez!» y nunca más tomó contacto con aquel papel. Tampoco su segundo en el SIFNE, Javier Ichaso, se divertía con la revista, ni siquiera con los inefables diálogos de don Venerando.
Sin embargo, «La Voz de Alerta» tenía más motivos de satisfacción que mosén Alberto. El SIFNE, que empezó siendo una oficina embrionaria, tomó en seguida formidable incremento gracias a lo que «La Voz de Alerta» llamaba «el patriotismo de los huidos de la zona roja». En efecto, por una u otra razón, la mayoría de fugitivos, sobre todo los de la provincia de Gerona, seguían recalando automáticamente en aquel piso de la calle de Alsasua, que la sirviente Jesusha mantenía limpio y brillante. La gente se dirigía a él en busca de orientación y «La Voz de Alerta», que andaba siempre a la caza de nuevos agentes para el Servicio, sabía atender con tanta solicitud a todo el mundo que empezó a ser conocido por «el Cónsul amable». «¡Amable yo! ¡Lo que persigo es un buen decriptador y alguien que entienda el danés!».
La clave del éxito de «La Voz de Alerta» consistió en aunar de modo inteligente obediencia e intuición. Intuición personal y obediencia a don Anselmo Ichaso, con el que estableciera un correo diario, desde San Sebastián a Pamplona y viceversa.
Don Anselmo Ichaso estaba encantado con los resultados obtenidos. La base previa, la red de agentes, había sido establecida con extrema precisión. El esquema inicial, ya conocido, que desde San Juan de Luz, a través de Perpignan y Gerona, alcanzaba a Barcelona, Valencia y Madrid, se había enriquecido con inesperadas colaboraciones. En Perpignan, el notario Noguer, previo consentimiento de Mateo, contó por unas semanas con el refuerzo de los falangistas Octavio y Rosselló, los cuales, después de duro forcejeo con las autoridades francesas, obtuvieron el anhelado droit d’asile. El notario destinó los muchachos a controlar la mercancía enviada a los «rojos» desde los puertos de Marsella y Port Vendres y los muchachos cumplieron a plena satisfacción. En Gerona, Laura obtuvo la colaboración del sepulturero y su mujer. En Barcelona, al margen de las células autónomas, que muchas veces, por falta de experiencia, provocaban represalias nerónicas, ayudaban positivamente al SIFNE varios grupos de falangistas, al mando de un joven abogado llamado Roldán. A los agentes de Madrid, capitaneados por un espía mercenario, apodado Difícil, se debía que, ¡por fin!, el general Mola dispusiera de una cartografía militar en regla, réplica exacta de la del Ministerio de la Guerra. Y en cuanto a los agentes de Valencia, dirigidos por el padre Estanislao, que había adoptado el seudónimo de Marisol, actuaban con tal eficacia que a su sección se debía, no sólo que no atracara un solo barco en todo el litoral levantino sin que su carga quedara anotada, ¡sino que de antemano se estuviera en contacto con el ingeniero que había empezado a construir el cinturón defensivo de Bilbao!
El trabajo en el SIFNE, a medida que los servicios adquirían solidez y cohesión, resultaba más y más estimulante. Periódicos de lo menos veinte países eran escrupulosamente leídos por el equipo del políglota portugués, doctor Mouro, y atentos oídos intervenían las emisoras de radio de Europa, África y América. Los consejos del «misterioso alemán» habían sido puestos en práctica, de modo que muchos mensajes con clave partían rumbo a la zona «roja» al dorso de los sellos de correo, o en simples periódicos doblados y con faja mugrienta, sistemas preferidos al uso de tintas invisibles, que ya no eran secretos para nadie. El contenido de estratégicas papeleras «rojas» iba a parar a San Sebastián, así como buen número de papeles de copia, de papeles carbón, fácilmente legibles al trasluz. En las aduanas de Hendaya y La Línea eran desnudados todos los viajeros que no pudiesen suministrar dos nombres de residentes en España que los garantizasen, y a veces el cacheo resultaba tan exhaustivo que, sobre todo las mujeres, protestaban con pataleo y chillidos. Los agentes instalados en zona enemiga elegían, para intercambiarse los documentos, los lugares más insospechados: urinarios públicos, salas de espera de médicos, ¡frontones! Para depositar paquetes y maletas, con suma frecuencia utilizaban las Consignas de las estaciones de ferrocarril.
Por supuesto, las trampas eran muchas y muchos los fracasos. Capitanes de barcos mercantes que se ofrecían a los agentes del SIFNE en Francia para dejarse aprisionar en alta mar, con todo el cargamento y ser conducidos a un puerto «nacional». ¿Cómo saber si el tal capitán haría honor a su palabra? Don Anselmo Ichaso decidió por principio «pagar después de la operación, no antes». El timo de quienes se presentaban ante «La Voz de Alerta» con un minucioso plano de cualquier zona o ciudad «roja», en el que estaban señalados todos los objetivos militares, ¡los cuales eran pura invención! Paralelamente, la fantasía de que hacían gala muchos confidentes espontáneos, fugitivos de los «rojos», que al ser interrogados hinchaban a placer los datos y las cifras. Y por supuesto, la vacilación de muchos franceses sinceramente «franquistas», pero que hacían marcha atrás en cuanto olían la posibilidad de que el servicio para el que se habían comprometido pudiera lesionar los intereses de su país.
Con todo, el más inasible fantasma era el Servicio de espionaje enemigo… No cabía duda. En contra de las suposiciones de don Anselmo Ichaso, que consideraba a los «rojos» incapaces de levantar una organización sólida, éstos iban demostrando que contaban con ella. No sólo en sus bombardeos apuntaban certeramente, sino que abundaban los sabotajes, especialmente en las líneas férreas y en la frontera portuguesa, por la que entraba mucho material alemán. La última eficaz demostración del espionaje enemigo se dio en la batalla de Madrid, en la ofensiva del Jarama. El general Miaja estaba enterado de antemano, con todo detalle, de la operación. Su respuesta y la colocación de sus peones, uno por uno, dieron de ello pruebas irrefutables.
La teoría de «La Voz de Alerta» iba estructurándose de un modo lógico y sobre ella había empezado a basar la labor de contraespionaje. La principal fuente de espías enemigos radicaba en los obreros. A renglón seguido, las mujeres. «La Voz de Alerta», tal vez obsesionado por el precedente que en su bando sentara Laura, estaba seguro de que las viudas e hijos de los fusilados laboraban con tenacidad fanática. Luego, los pastores… Pastores dueños de los movimientos de sus ovejas, o que pasaban continuamente de un campo a otro a través de los montes de Huesca, de Cuenca y de Granada. Don Anselmo Ichaso ponía el grito en el cielo, pero «La Voz de Alerta» no se arredraba. «¿Qué quiere usted que yo le haga? ¿Que me disfrace de carabinero y me plante allí con un fusil?». Las valijas diplomáticas y los informes de los corresponsales de prensa extranjeros, que gozaban de una absoluta impunidad… «Me aguantaré hasta que me harte —decía “La Voz de Alerta”—. ¡Pero se me están calentando los cascos!». Luego, el apoyo de todos los izquierdistas de la tierra. Y tal vez, tal vez, algún que otro morito joven, asistente de algún jefe de Estado Mayor.
A «La Voz de Alerta» le daba en el corazón que por esa línea, en el frente de Madrid o en el de Granada, llegaría a desmontar el importante tinglado. No olvidaba que, si bien lo corriente en las cábilas marroquíes fue la adhesión incondicional al llamamiento que hizo Franco, no faltaron jefes ancianos que, al ver partir a sus hijos para la Península, les susurraron en el último momento: «Id a matar españoles…».
«La Voz de Alerta», que cada día, antes de empezar su tarea, se iba a la iglesia del Buen Pastor a comulgar, lo cual aumentaba todavía más la reputación de caballero intachable que se había ganado entre las damas aristocráticas de la ciudad, exactamente el día de Reyes obtuvo un señalado triunfo: consiguió detener al famoso Dionisio de que don Anselmo Ichaso le habló en la primera entrevista que tuvieron en Pamplona y del que el propio «alemán misterioso» había afirmado que era la cabeza de dragón del espionaje enemigo.
¡Dionisio! Su detención fue increíblemente fácil. Dos agentes, que se habían desplazado a Vitoria siguiéndole los pasos a una muchacha rubia, de insignificante aspecto, de pronto advirtieron, a cincuenta metros escasos de donde se encontraban, la presencia de un hombre con gorra de pana, que, fingiendo naturalidad, se ocupaba en colocar un artefacto extraño a los pies de una bellísima central eléctrica. «¡Alto ahí!». Fue cosa de poca monta. El hombre y la muchacha fueron conducidos al despacho de «La Voz de Alerta». El hombre se encerró en un mutismo total, pero de nada le sirvió, por cuanto, a los diez minutos de interrogatorio, la chica rubia confesó: «Se llama Dionisio».
«La Voz de Alerta» casi lloró de alegría, lo mismo que Javier Ichaso. ¡La cabeza del dragón! Don Anselmo Ichaso felicitó al dentista diciéndole: «Se mueve usted en el SIFNE como pez en el agua». «La voz de Alerta» estaba seguro de que, a fuerza de paciencia y del empleo de medios científicos, Dionisio acabaría por expulsar todo cuanto sabía, delatando al paso a sus colaboradores. Sin embargo, estaba de Dios que no ocurriera tal cosa. Contrariamente a su conciudadano Julio García, «La Voz de Alerta» no pensaba nunca en la palabra «suicidio». Pero, Dionisio, sí. Dionisio, una mañana como cualquier otra, se suicidó. Al salir de uno de los interrogatorios en el despacho de «La Voz de Alerta», esposado y acompañado por un centinela, de pronto fingió tropezar, viró en redondo y se tiró por la ventana del pasillo.
El desconcierto de «La Voz de Alerta» fue mayúsculo. Jamás pudo imaginar tanto «heroísmo» en aquel hombre con gorra de pana y ojos inquietos. «¡Canalla!», barbotó. Jesusha, la sirvienta del dentista y de Javier Ichaso, al enterarse del incidente gimoteó, soltó el trapo, como si Dionisio fuese algo suyo.
* * *
La segunda actividad de «La Voz de Alerta», la que le valió el remoquete de «Cónsul» de los fugitivos de la zona «roja» —fugitivos de Gerona y provincia—, le proporcionaba también gran número de sorpresas. Muchos de aquellos hombres sufrían un radical cambio en cuestión de pocos días. Llegaban a San Sebastián como purificados, dispuestos a darlo todo. En breve se habituaban a la nueva circunstancia, olvidaban sus recientes peligros, reencontraban sus anteriores egoísmos.
En aquel mes de enero, de entre las visitas que recibió «La Voz de Alerta» en su despacho, destacó la de los falangistas Miguel Rosselló y Octavio. Y de entre las entrevistas que le fueron solicitadas desde Francia, destacó la de sus cuñados, los hermanos Costa, que lo citaron en un hotel de Biarritz. «La Voz de Alerta» recibió a Rosselló y a Octavio con efusión, pese a que la Falange seguía sin gustarle ni tanto así. Y es que la aventura de los muchachos en los puertos franceses lo merecía. El notario Noguer le había escrito: «Octavio se introducía en los muelles como una lagartija y Rosselló parecía un perro policía oliendo las municiones en las cajas que decían: Parfums o Champagne».
«La Voz de Alerta», al término de un brindis con los muchachos, en el que estuvo presente Javier Ichaso, y contando de antemano con el beneplácito de Mateo, propuso a aquéllos que siguieran colaborando con el SIFNE. No hubo dificultad. Los dos falangistas se habían habituado al servicio.
—Por mí, hecho.
—Por mí, también.
«La Voz de Alerta» sonrió, complacido.
—Tú, Rosselló, quedarás adscrito al grupo Josué, en el frente de Madrid. Saldrás pasado mañana, con una carta para el coronel Maroto, de la 6.ª Bandera de la Legión, el cual te dará instrucciones. Supongo que te destinará a visitar el Madrid rojo… ¡No te asustes! Visitarlo y regresar. Por supuesto, necesitarás un poco de sangre fría; pero tal vez te estimule saber que en Gerona, tus dos hermanas pertenecen al Socorro Blanco, a las órdenes de mi mujer, y que tu padre se encuentra en el Hotel Ritz, de Madrid, convertido en Hospital de Sangre, salvando la vida de docenas de milicianos. Sólo necesito que me jures dos cosas: que en Madrid no intentarás entrevistarte con tu padre, pese a que te hayamos comunicado su paradero, y que preferirás morir antes que caer con documentos en manos del enemigo.
Rosselló reflexionó:
—Lo de mi padre, lo juro… No me entrevistaré con él. Lo otro, no puedo garantizarlo.
«La Voz de Alerta» sonrió de nuevo.
—Así me gusta. No eres fanfarrón y te felicito por ello.
Octavio quedó adscrito al grupo llamado Noé, que actuaba en el frente de Granada. Se presentaría al capitán Aguirre, del tercer Tabor de moros. Al oír esta última palabra, Octavio bromeó: «Preferiría volver a Marsella». Su misión consistiría en husmear, en rastrear por aquel sector.
—Observa a los moros, sobre todo a los moros jóvenes. Bueno, el capitán Aguirre te explicará…
Los dos falangistas se interesaron por el paradero de los demás fugitivos gerundenses.
—Un muestrario —les informó «La Voz de Alerta»—. Jorge, aviador; Mateo, ya sabéis; José Luis Estrada, marino. ¡En fin! Mosén Alberto, en Pamplona… Y yo aquí, ya veis, solterón e invitado a todas las fiestas de la alta sociedad donostiarra.
Rosselló, el hijo del doctor Rosselló, H… de la Logia Ovidio, preguntó al dentista:
—En el caso de que yo muriera, ¿ayudaría usted a mi padre? «La Voz de Alerta» reflexionó y parodió la anterior respuesta del muchacho.
—No puedo garantizarlo.
Octavio se dirigió a Javier Ichaso.
—¿Estáis enterados de los constantes bulos que circulan en Francia en torno a un posible armisticio?
—Figúrate —respondió Javier—. Nos pasamos el día oyendo la radio y leyendo la prensa…
«La Voz de Alerta» no comprendía tanta ignorancia, tanta frivolidad. Brillantes parlamentarios ingleses, franceses y belgas; declaraban a diario: «Hay que reunir en un país neutral a los dirigentes de ambas zonas y concertar un armisticio. Y que luego el pueblo español elija un sistema de gobierno ecuánime y a gusto de todos». ¡Por los clavos de Cristo! ¿Qué significaba tanta mamarrachada? ¿Todavía no se habían enterado? ¿Cómo casar a la Justicia con la Barbarie, a Dios con la Pasionaria? Él, «La Voz de Alerta», no claudicaría jamás. Llevaría el combate hasta el límite, hasta la eternidad. Y con él, millares y millares de hombres y mujeres de las dos zonas. Biarritz y los Gobiernos democráticos vivían en la luna.
Biarritz… Los hermanos Costa citaron a «La Voz de Alerta» en esa ciudad. Los Costa, llegados a Francia sanos y salvos, en compañía de sus esposas, primero se instalaron en París, donde centralizaron el capital que tenían disperso en Bancos suizos e ingleses, y una vez tranquilos sobre el particular y contando, además, con el valor de las joyas que sus mujeres llevaron consigo, decidieron hacer una visita a «La Voz de Alerta», pues se encontraban desorientados. «La Voz de Alerta» acudió a la cita de Biarritz. Sin embargo, su aire de triunfador fue desde el primer momento tan antipático y ofensivo, que los Costa, abrumados, abreviaron el máximo la entrevista. Claro… ¡menuda victoria significaba, para el dentista, la presencia allí de los dos diputados! «¿Y pues? ¿Y los donativos para los obreros, las subvenciones a la piscina y al democrático fútbol?». Los Costa, que volvían a fumar puros habanos, se encogieron de hombros. No era ocasión de filosofar. «¡Qué vamos a hacerle! Nos hemos equivocado todos».
El dentista negó con la cabeza.
—Nada de eso. Os equivocasteis vosotros; yo, no. Y vuestras mujeres tampoco, supongo. Con sólo verlas comprendo que me están dando la razón. —Marcó una pausa—. Bien, ¿y qué pensáis hacer? ¿O qué queréis de mí?
Los Costa se sentían humillados.
—Nada… Ahora, nada. Esperar…
—Esperar ¿qué? Claro, lo que todo el mundo… Esperar a que los requetés navarros liberen a Gerona y os devuelvan las canteras.
Una de las dos mujeres intervino.
—No te sirve de nada tener ojos. Eres un soberbio y serás más desgraciado que nosotros. Vámonos ya.
También los Costa lo miraron largamente.
—Anda, regresa a San Sebastián y allí cuélgate unos escapularios.
«La Voz de Alerta» se levantó y saludó, despidiéndose.
—Ciao…! —y montó en su coche, un Citroën que el Servicio le había adjudicado y que antes de la guerra perteneció a un diputado socialista.
Tomó tranquilo la ruta de San Sebastián, silbando mientras conducía. A su derecha, el mar aparecía y desaparecía como en muchos hombres la sensación de juventud. En los controles de la carretera bajaba la ventanilla y después de saludar echaba a los soldados un puñado de cigarrillos franceses.
Llegado a su despacho de la calle de Alsasua, encontró a todos sus ayudantes —inferiores, los llamaba él— cumpliendo con su deber. Tuvo, como siempre, una frase cariñosa para su criada Jesusha, la cual le preguntó: «¿Quiere algo más el señor?», pues era jueves y estaba libre por la tarde. Luego se tomó el baño —el cuarto de aseo parecía una clínica dental— y por último se instaló en su despacho y llamó a Javier Ichaso. Su euforia le reclamaba auditorio y nadie mejor que Javier podía desempeñar este papel.
—¿Qué te han parecido mis conciudadanos falangistas?
—Me han gustado mucho. Sobre todo, el más alto.
—¡Ah, ya!, Rosselló… —«La Voz de Alerta» agregó—: Su padre es masón, aficionado a la música y un mal bicho. Al hijo le gustan los coches. ¿Hay alguna novedad?
Javier Ichaso, sentado junto a la ventana, dio una palmada a una de las dos muletas que sostenía entre las piernas.
—Poca cosa. El políglota profesor Mouro está un poco resfriado…
—Los portugueses se resfrían constantemente. ¿Por qué será?
Javier Ichaso miraba a su jefe de modo que parecía mofarse de él. Lo cual era insólito, pues la admiración del muchacho por el dentista no había mermado un ápice.
—Por la radio he captado una pintoresca noticia: ha muerto el árbol más alto de Inglaterra. Una secoya gigante, de unos cincuenta metros de altura. ¿Le gustan a usted los árboles, jefe?
—Me tienen sin cuidado. ¿Qué más?
Llegados ahí, Javier Ichaso decidió no prolongar su desusada actitud.
—Nada importante —dijo, señalando con ademán ambiguo un sobre que yacía en la mesa—. Esta carta de Pamplona. —El sobre estaba abierto—. Es de mi padre.
«La Voz de Alerta» la tomó y empezó a leerla, un tanto extrañado, pues la carta no había llegado con el correo normal. A medida que leía, se fruncía su entrecejo. Se fruncía con cólera y humillación, tal como unas horas antes les ocurriera a los Costa. Entretanto, Javier Ichaso, que había encendido un pitillo, acariciaba sus muletas con expresión casi divertida.
El contenido de la carta, escueto, breve, implicaba sin duda una lección. El Dionisio que el dentista consiguió detener en Vitoria, el hombre callado y austero que intentó volar aquella central eléctrica y que un día como cualquier otro, al salir de aquel mismo despacho, puso heroico fin a su vida, no era el Dionisio real, sino un doble de éste. Un doble que se sacrificó adrede, que «se hizo detener» adrede y que se mató para no delatar a nadie y para que el Dionisio real pudiera proseguir impunemente su labor.
Don Anselmo Ichaso afirmaba que no cabía duda al respecto y que ampliaría detalles. Ni siquiera la muchacha rubia detenida conjuntamente estaba enterada de la sustitución. El hombre suicida era un obrero de Zamora, empleado en una fábrica de cemento, en tanto que el Dionisio real, mucho más joven, era montañés y un poco más alto.
«La Voz de Alerta» no se atrevía a levantar la mirada y enfrentarse con Javier Ichaso. Éste seguía fumando con ostensible delectación… El dentista se había quedado como petrificado, excepto una ligerísima orla de espuma que le recorría los labios.
* * *
Marta Martínez de Soria —Mar-Mar la llamó el italiano Salvatore en su primera carta— entendía perfectamente la intención del humor de La Ametralladora, lo juzgaba inteligente y original, pero no conseguía reírse con él. Marta era seria, demasiado, y con el tiempo y los avatares dicha seriedad iba apoderándose más y más de su rostro. No se reía con La Ametralladora, pese a que el semanario era lo único que conseguía iluminar durante un rato la expresión de su madre, la viuda del comandante.
Ambas mujeres habían ya salido de Cádiz y se encontraban en su tierra, en Valladolid. Habían recuperado su piso y hasta su vieja sirvienta, Basilisa de nombre, la cual las informó de que José Luis y Mateo estaban en el Alto del León en la centuria «Onésimo Redondo». Inmediatamente enviaron un telegrama a los dos muchachos, notificándoles su llegada. Luego, Marta, tal como Ignacio predijo, se vistió de azul y le escribió a su novio una postal firmada con seudónimo, postal que entregó aquel mismo día a un policía amigo que se iba a Francia. «Échela en Francia, por favor…».
Pronto la casa fue un desfile constante de antiguas amigas de la madre de Marta, en su mayoría esposas de militares. Acudían a saludarla y a darle el pésame por su viudez. La madre de Marta lloriqueaba sin consuelo, pensando que, si en vez de pillarles el Movimiento en Gerona los hubiera sorprendido en Valladolid, en aquellos momentos su marido se encontraría luchando como un bravo en cualquier frente. La injusticia del azar y de la geografía era sabida, vieja historia, pero no por ello dañaba menos a quien la padecía en su carne. A Marta le dolían, quizá por encima de todo, las reticencias que observó en algunas preguntas alusivas al modo como se produjo la rendición en Gerona.
Cuando Marta se enteró de que la mandamás, o casi, de la Sección Femenina, era María Victoria, la novia de José Luis, se personó en la Jefatura, y en cuestión de quince minutos se encontró con el nombramiento de Delegada Provincial de Auxilio Social, con la misión de atender a las necesidades de la retaguardia, en tanto el frente Norte permaneciera quieto, y de trasladarse a primera línea cuando se iniciara la ofensiva, al parecer, inminente, sobre Bilbao. María Victoria le dijo: «No sabes la emoción que produce ir entrando en los pueblos liberados. Es un espectáculo inolvidable… incluso para mí, que me olvido de todo».
La jovialidad de María Victoria había de resultar refrescante para Marta. Su «futura cuñada» se comprometió a desarrugarle la frente en menos de un mes. «En menos de lo que dura un cursillo de alférez». Para empezar, la peinó de otro modo, le colocó un par de brazaletes, le colgó del pecho, junto a las flechas bordadas, un minúsculo librito para autógrafos que era una preciosidad, y le dijo: «En la Sección Femenina tenemos reputación de feas, ya lo sé. Pero es un bulo que hace circular Stalin, un sabotaje. Demuestra por ahí que es un sabotaje y empieza por pintarte los labios con este lápiz llegado directamente de París».
María Victoria tenía los ojos verdes. Le cambiaban a cada instante, pero ella afirmaba que los tenía verdes. También Marta tuvo que pagar el tributo: María Victoria le pegó en el dorso de la mano el chicle que estaba masticando. El padre de María Victoria era militar, teniente coronel de Artillería. Andaba por Oviedo. Era un hombre tranquilo, apegado a lo tradicional. Si Ezequiel profetizaba, el padre de María Victoria hacía lo contrario: citaba constantemente el pasado. La chica le dijo una vez: «Papá, te contradices tan a menudo que contigo es más difícil adivinar el pasado que el futuro».
María Victoria quería mucho al hermano de Marta, a José Luis. Cuando Salazar y otros camaradas se reían de él y lo llamaban Kant porque no cesaba de estudiar, María Victoria se unía al coro, pero por dentro estaba convencida de que el muchacho llevaba en su interior una de esas fuerzas arrolladoras que no defraudan más que en caso de muerte. Lo quería tanto, que con la excusa de acompañar a Marta le dijo a ésta:
—Anda, vamos al Alto del León. Ese camión de ahí sale dentro de un cuarto de hora. Pero… ¡arréglate un poco, por favor! ¿A ver las uñas? Limpias, naturalmente. Pero ¿qué opinarías de un poquitín de esmalte, nada más que un poquitín? ¡Hale, obedéceme, que soy jerarca!
Prefirieron ir ellas al frente, mejor que esperar a que Mateo y José Luis obtuvieran permiso. La madre de Marta les dijo:
—Por lo menos, traedme a José Luis. Es el único varón que me queda…
El camión salió. Ruta castellana. «¡Alistaos en la Falange!». «¡Coñac Domecq!». Piedra gris, cielo lejano y el frente cerca. A la altura de los pájaros silbaba un viento helado que hacía exclamar al conductor del camión: «¡Contadme algo, chicas! ¡Algo subido de tono! Me estoy helando…». A María Victoria le gustaba viajar en la cabina de un camión. Por un rato la hacía sentirse hombre.
La llegada de las dos muchachas al Alto del León fue apoteósica. Quien más quien menos, toda la centuria llevaba allí unas semanas sin ver a una mujer. Un enjambre de astrosos, hediondos y barbudos moscardones rodearon en un instante el camión, y Marta temió que las mantearan.
—¡Pellízcame, que veo visiones!
—¡Oye, pinche! ¿Qué día es hoy?
—¿Las sorteamos o qué?
—Guapas…
—¡Reguapas…!
—¡Ay, María Victoria…! Que te conozco…
—¿Y la otra quién será?
La otra era Marta. Feliz porque a última hora se había aplicado un poquitín de esmalte en las uñas. Feliz porque aquellos hombres, en los que todo era auténtico, desde los lamparones del capote hasta el tufillo a paja quemada, y a sardinas de aceite, les hacían tanto caso. Feliz porque de pronto un gigante fofo se plantó ante ellas y cuadrándose les dijo: «Sin novedad, mis generales». Era Salazar, que llevaba ya ocho días reintegrado a su puesto sin haber dado la mínima explicación sobre el frustrado intento de liberar a José Antonio. Sus camaradas lo habían acosado en todas las formas imaginables y la respuesta del alférez había sido invariable: «No hubo suerte». Mateo había dicho: «Si supiera que es cierto lo de la borrachera en Sevilla, no me importaría pegarle un tiro».
Salazar se disponía a invitar a las dos chicas a tomar café en su feudo, pero no le dio tiempo. Los falangistas habían organizado un desfile en regla por delante de Marta y de María Victoria. Un cabo gastador abría la marcha, llevando un corneta a su lado. Después, la tropa, formada de a tres, marcando el paso y cantando: «Si te quieres casar con las chicas de aquí, tendrás que irte a buscar capital a Madrid».
—Vista a la derecha… ¡mar!
Terminado el desfile, fueron acompañadas a la posición avanzada que ocupaban José Luis y Mateo. Los dos hombres y las dos mujeres temblaron y luego se abrazaron con efusión. Las palabras no bastaban. Ni los ojos.
José Luis preguntó como pudo:
—Pero… ¿dónde está mamá?
—Mamá se ha quedado en casa —le informó Marta—. Hemos supuesto que te darían permiso para bajar con nosotras…
—Sí, supongo que sí.
Las preguntas se interferían. ¿Cómo estaba Pilar? ¿Cómo estaba Ignacio? ¿Y Gerona, y los Pirineos y el mundo? ¿Barco italiano? ¿Guatemala? ¿Tánger? Pero ¿qué diablos hicieron?
—No vale viajar tanto… Luego os pareceremos unos palurdos.
—Y que lo digáis… ¡He conocido a un italiano! Además, es guapo y se llama Salvatore…
—¡Vaya!
José Luis había rodeado con sus brazos el cuello de su novia, la hermosa María Victoria, y la apretaba contra sí. Mateo quería hacer lo propio con Marta, pero no se atrevía.
—Nada de palurdos —dijo Marta, después de una pausa—. Nada de eso. Al contrario. Nos parecéis los mejores hombres del mundo y luego os pediré vuestro autógrafo para un librito que me han regalado. Nos parecéis… ¡qué sé yo!
No quisieron emocionarse demasiado. Los dos muchachos procuraron hacerlas vivir en pocos minutos una síntesis de lo que era la parte activa del frente. Les facilitaron un casco a cada una. Marta tenía pequeña la cabeza y el casco se le hundió hasta el cuello. Luego, les dieron un fusil y las condujeron a las aspilleras, para que dispararan simbólicamente, por lo menos una vez. «Los rojos están allí, detrás de aquella loma. ¿Veis el humo?». María Victoria no acertaba a sincronizar la culata del fusil con su hombro, mientras que Marta acertó de buenas a primeras. «Mi padre me enseñó». Luego les hablaron de la reducida, cerrada vida que llevaban allí. «La baraja, los candiles, el Petromax, el frío, el correo, el camión…». Marta añadió: «Las discusiones, los celos, la nostalgia, ¡las madrinas!». José Luis concluyó: «Y los pensamientos».
Las dos muchachas sentíanse como protegidas, vivían con rara plenitud la sensación de que alguien velaba por ellas y por España. De que aquellos hombres, en lo alto de aquel monte, se sacrificaban por un ideal que algún día sería grandioso, iluminador. «Arma al brazo y en lo alto las estrellas».
—¿Un cigarrillo?
—¡Claro que sí!
María Victoria se sacó del bolsillo una minúscula pipa.
—No os asustéis. Me la regaló una chica alemana. Es estupenda.
Llegó Salazar y, al ver la pipa de María Victoria, sintió que su inmensa cachimba era ridícula y la escondió.
Las sombras llegaban al Alto del León, a toda la patria. Llegaban de no se sabía dónde y se ignoraba con qué finalidad. Lo mismo oscurecían los corazones que le permitían al hombre el necesario descanso. A ras de los pájaros el viento silbaba más y más, tanto más cuantas más sombras llegaban de no se sabía dónde.
Fueron llegando falangistas, más falangistas. Aquello era una conmoción. Pero ya no decían «guapas» ni proponían sortearse a María Victoria y a Marta. Y era que Mateo había encendido una hoguera a cuyo resplandor la vida de cada uno se incendiaba en deseos de ser útil. Las dos chicas echaron ramaje seco al fuego y éste subió con inmenso sufrimiento. Y ése fue el instante elegido por Salazar para iniciar el Cara al Sol. Y rompió a cantar. Y todos se le unieron. ¿Por qué, Señor, los ciegos no veían? Algo bailoteaba delante de los ojos. No se sabía si eran chispas de fuego, copos de nieve o el remordimiento de Salazar cortado en pedacitos.
* * *
Otra persona que no reía con La Ametralladora era Paz Alvear, domiciliada en Burgos, calle de la Piedra, 12, en cuya cabeza, pelada al rape, empezaba a asomar la pelusilla. Su novio era de Logroño y trabajaba en Telégrafos, como el padre de la chica. De ahí que, a veces, antes del 18 de julio, cuando todo en la tierra era felicidad y cuando el muchacho ardía en deseos de comunicarse con Paz, lo que hacía era enviarle un telegrama. El propio padre de la chica lo registraba sonriendo y acto seguido el repartidor salía zumbando con su bicicleta a llevárselo a Paz a domicilio.
Paz Alvear formaba parte del espionaje en zona «nacional» que «La Voz de Alerta» quería descoyuntar. También su madre. Hasta ese momento poca cosa pudieron hacer, aparte de lo propio del Socorro Rojo, especialmente repartos de víveres entre amigos de su padre, de la UGT, que estaban escondidos. Pero, de repente, su jefe inmediato en Burgos, que era un guarnicionero llamado Venancio, les dijo: «Es la ocasión». Y les propuso un trabajo para cada una. Paz podría salir con una cajita colgada del cuello a vender tabaco, cerillas, chicles, piedras de mechero, etcétera, sobre todo por los cafés frecuentados por militares y ESCUCHAR… Su madre debería procurar introducirse como mujer de limpieza en algún centro oficial o en el domicilio de algún jefe ¡y llevarse los papeles de las papeleras…!
—Los fascistas atacarán ahora Málaga y me temo que no podremos defender la plaza. Pero el Sur es secundario. Lo que importa es que se estrellen cuando intenten atacar a Bilbao. Así pues, alerta con todo lo que se refiera al frente Norte. —El guarnicionero se dirigió a Paz—. No olvides que te lo pedimos en memoria de tu padre.
Venancio se había enterado del sacrificio del agente de Zamora, del doble de Dionisio. Pero tampoco conocía a éste, al Dionisio real. Sólo sabía que era joven, que detestaba los Partidos políticos y que amaba los Sindicatos. En cuanto a las dos mujeres, sólo en una ocasión habían oído hablar de Dionisio.
La madre de Paz tanteó el terreno, pero de momento fracasó. Las mujeres de limpieza debían ser de confianza… En cambio, Paz empezó en seguida con su trabajo, cuyos preparativos la emocionaron como si de la finura de sus oídos dependiera el futuro del mundo. «Bésame en las orejas, madre». Se cubrió la cabeza con un pañuelo alegre y luego, delante del espejo, dudó entre maquillarse de niña boba o de chica frívola. Optó por esto último. «A los militares les gustan las cejas alargadas con lápiz y las pestañas con mucho rimmel». ¡Adelante, pues! Paz se miraba. Se sabía atractiva, pero odiaba el sufrimiento. El lavabo en que se arreglaba era pobre como un dedo sin uña.
La cajita repleta, colgada del cuello por una correa larga que no le molestara en el pecho: «¿Estoy bien así?». Casi se rió. Su madre movió la cabeza. «Hija, qué barbaridad. Si pareces otra cosa…».
No importaba. Paz hacía aquello por su padre, por su novio, por el Socorro Rojo y la UGT, y para ganar la guerra. Bajó con cuidado la escalera. «¡Claro que ganaremos! Cuando los alemanes e italianos ataquen a Bilbao, se llevarán un susto de órdago».
En cuanto Paz llegó a los cafés céntricos, su cerebro rompió a hablar:
—«No sé si serviré yo para eso… ¡Militares! Y falangistas y moros. Huelen a… “¡Tabaco, cerillas…! Sí, señor. Son diez con cuarenta…”. Si alguien me reconoce… ¡Ametralladoras! ¿Qué están diciendo? Nada, no oigo… “¡Tabaco, hay tabaco!”. Nada que hacer, alférez… Te crees guapo. Si te vieras como te veo yo… A ver si me entero de algo. Mi padre quiere que me entere de algo. “¿Falta tabaco? ¡Señores, hay chicles…!”. ¡Bah, cuánto chismorreo! Que si el comandante, que si el coronel… ¡Claro que ganaremos! En Málaga, no; pero en Bilbao… “¡Tabaco!”. Bueno, aquí no hay nadie. Me voy a… “¿Cómo? Sí, hay cerillas”. Retratos de Franco, retratos, retratos. Claro, los retratos que tenían preparados para la ocupación de Madrid. Empieza a refrescar. O será que no he tomado nada caliente… Aceite de ricino os querría yo vender».
Al cabo de dos horas, Paz estaba agotada y muerta de frío. Entró en el café Colón. Se fue a los lavabos y allí, sola y rodeada de losetas blancas, se echó a llorar. Las gotas le caían sobre los paquetes de tabaco. Su turbación era grande y al no saber por qué lloraba, se entristecía más aún. Su padre fue cliente asiduo de aquel café. En aquellas mesas, sobre todo, en las del fondo, jugaba a menudo a las cartas. Paz salió del lavabo y en la puerta contigua, gemela, leyó Caballeros. Sin duda su padre había empujado muchas veces aquella puerta, pues cuando jugaba o cuando discutía se ponía muy nervioso. Paz sorteó las sillas y, saliendo a la calle, tomó la dirección de su casa. Se llevó a la boca un chicle de los que vendía, pareciéndole que el sabor inicial la mareaba.
Desde muy lejos vio su casa, el balcón humilde, las persianas. Aquélla era su calle, en ella transcurrió su infancia y por ella le llegaron todas las penas y también alguna que otra mariposa alegre. En las paredes de todas y cada una de aquellas fachadas, la niña había jugado a la pelota: «Regular, sin mover, sin reír, una mano, la otra…». ¿Por qué, ya siendo niñas, decían sin reír? ¿Lo dirían también las niñas de «los fascistas»?
Paz subió la escalera y entró en su casa. Estaba agotada. Su madre había salido. Pasándose la correa por encima de la cabeza se liberó de la cajita, que dejó sobre una silla. Acercándose a un espejo pequeño que su padre utilizaba para afeitarse, Paz se quitó el negro de las cejas y el rimmel de las pestañas. ¡Si pudiera quitarse el negro del alma!
Los senos le dolían.