Capítulo XXIV

La estufa del despacho, apagada. El ventilador, inútil en un rincón. Un gran silencio en la ciudad, como si todo el mundo hubiese muerto. Cosme Vila está sentado ante su mesa, tiritando sin darse cuenta. Desde que empezó la guerra, Cosme Vila ha adelgazado; el espíritu se le come la carne. Su mujer, intranquila, a veces se atreve a llevarle un bocadillo. Pero a ella el local del Partido la intimida mucho, por lo que Cosme Vila le dice: «Anda, vete, déjame trabajar».

Tiene que escribir a Gorki, pero no acierta a concentrarse. Está desconcertado. Barcelona ha sido bombardeada por mar —día 13 de enero, bautismo de sangre—, y ello ha desconcertado a Cosme Vila. Junto a la apagada estufa, el jefe comunista contempla como hipnotizado todo lo que en el despacho es vertical. No sabe por qué lo hace y le consta que es inútil; pero va contando. El tubo que arranca de la estufa: uno. El lápiz que él sostiene en la mano: dos. Las patas de los muebles: tres. La lámpara que baja del techo: cuatro… Cuatro objetos, diez, veinte objetos verticales en el despacho. El mundo se divide en líneas, como la palma de la mano. Debe de haber también líneas verticales en el corazón. Pero el suyo, aquella tarde, lo siente redondo como un tambor. Y los proyectiles lanzados desde el mar sobre Barcelona, al igual que los que cayeron sobre Rosas, trazarían una parábola —una línea curva— antes de caer sobre la tierra horizontal.

Querido camarada Gorki:

Te escribo con carácter particular. ¿Cómo estás? El parte dice siempre «sin novedad», pero sé que no modificarían el texto porque tú u otro camarada murieseis. Bueno, ¿qué te parece, canalla perfumista? ¡Ganaremos la guerra! ¡Se ganará! «Madrid, la tumba del fascismo». He plantado esa frase en el despacho y no me canso de leerla. ¡Las Brigadas, asombro del mundo! Es una lástima que no estés aquí. Ayer pasó un tren de canadienses y norteamericanos (entre estos muchos negros) e incluso japoneses y chinos. No puedo remediarlo, esta solidaridad me convierte en un sentimental… ¡alegre! ¿Me imaginas de buen humor? Pues lo estoy. Sí, camarada Gorki. Acuérdate de nuestra primera reunión al formar el Comité… Tenías poca fe y ya lo estás viendo. Por lo demás, yo hago aquí lo que puedo, luchando siempre contra la FAI y contra la indiferencia y el sabotaje. Las fábricas no rinden, hay muchos emboscados y pocos técnicos. Axelrod mandó dos, pero la falta de idioma común entorpece las cosas.

De todos modos, el motivo de esta carta es más bien hablar de mi y de ti y de tu labor… Querría felicitarte por tu última crónica sobre el traidor de Chamberlain —los ingleses defienden Gibraltar— y por la buena marcha de tu Rincón de Cultura en ese frente de Huesca. No deja de ser curioso que haya sido necesaria una guerra y unas trincheras para que el Partido pueda enseñar a leer a centenares de hombres hechos y derechos que el capitalismo había abandonado. Tenemos que hacerlo todo, enseñarlo todo —un camión te llevará uno de estos días libros y folletos—, desde el alfabeto a los hombres hasta el «parto sin dolor» a las mujeres, método nuevo que ha traído de Rusia el profesor Lyrie. Pero todo está saliendo según el «plan previsto». Estoy contento, aunque me molesta tener la estufa encendida sabiendo que en el frente pasáis frío. ¡Ah, camarada Gorki! ¿Cuándo volveremos a estar aquí todos juntos, celebrando la victoria? Bueno, ya todos no podrá ser… Faltará la Valenciana. Y quién sabe si alguno más. Ahora me he quedado sin los dos estudiantes. Los mandé de intérpretes a Albacete y están encantados. Alfredo murió (ya te lo había dicho) y pensé que ello facilitaría el deshinchamiento del POUM. Pero resulta que Murillo cayó herido en Madrid y está al llegar en plan de héroe. Veremos de curarlo y reexpedirlo pronto. ¡Si no fuera por la FAI y el POUM! Pero, como tú sabes, Largo Caballero está haciéndoles el juego.

Nada más, camarada Gorki, ¡ex alcalde enchufado! Dime si has adelgazado y si también ahí te perfumas. Ya lo ves, estoy de humor. ¡Lo estoy! Hasta mi suegro me dijo ayer: «Cualquier día de estos nos cuentas un chiste». No sé si llegaré a tanto, pero todo podría ser.

Cosme Vila inventaba… Inventaba su buen humor, como inventaba el fuego de la estufa. Lo hacía por Gorki. En realidad, de unos días a esta parte, sentía una gran tristeza. Intentaba vencerla yendo a la estación a vitorear a los voluntarios internacionales, repitiéndose una y otra vez: «¡No pasarán!», pero era inútil. El propio Axelrod lo notó y lo miró de un modo que significaba: «No nos fallarás ahora, ¿verdad?». Claro, Cosme Vila estaba preocupado por el alud de niños que llegaban a Gerona evacuados de Madrid, y por la convicción de que el enemigo contaba, en Gerona, con varios espías. Conjeturas las hacía a montones, pero lo que él quería era dar con el cabecilla. Por otra parte, también en el plan particular las cosas se le ponían difíciles. Su suegra estaba enferma, tal vez tuberculosis, y su mujer, creyendo que le daría una alegría, señaló el cartel: «Semana del Niño» y le anunció que estaba nuevamente encinta. Cosme Vila se llevó un susto mayúsculo y la obligó a abortar. Fue la primera vez que ella se le rebeló, empleando, además, palabras dulcísimas. Cosme Vila tuvo que meterla en un coche y llevarla al Hospital, donde todo salió torcido, hasta el punto que al poco rato pudo verla en medio de un charco de sangre que se agrandaba cada vez más. Cosme Vila no sabía que la sangre de un ser allegado fuera más roja que la de las banderas. Aquel día lo aprendió. ¡Y sintió que quería a su mujer! No creía que amar fuese de por sí debilidad, pero desde luego predisponía a una suerte de felicidad desorbitada. Y luego le ocurrió que, al regresar a casa, se sintió solo. Soledad: su herida nunca cicatrizada. Siempre pensaba en el mundo entero, siempre escribía «centenares, millares» —al igual que los que redactaban los partes de guerra— y él estaba solo en casa, o solo en el despacho, hipnotizado por las líneas verticales. Sí, la carta que le había escrito a Gorki aquella tarde era, tocante a la alegría, una invención… Cosme Vila estaba triste, y por el momento no le contaría ningún chiste a su suegro. Además, el frío le afectaba mucho también. «No me sorprende —pensó— que muchas guerras y revoluciones estallen en verano». El frío lo paralizaba. «Probablemente, pese a todos mis esfuerzos, sigo siendo un meridional». Y tenía escrúpulos, porque, temiendo el contagio, no había entrado ni una vez a preguntar a su suegra: «¿Qué tal estás?».

* * *

La estufa del despacho del Responsable, encendida. CNT-FAI ha abandonado el gimnasio y se ha trasladado al piso de uno de los diputados Costa. El ventilador, inútil en un rincón. El mapa de operaciones, una gran fotografía de Bakunin, otra de Durruti, otra de Eliseo Reclus; y, pequeño, dentro de un marco, Porvenir. El Responsable está sentado, con la gorra puesta. Es un pequeño Napoleón. Tiene a su lado un hornillo eléctrico para calentarse café. En este momento el café barbotea y los hilillos eléctricos tiemblan y se amoratan como si estuvieran agonizando. El Responsable recibe a menudo la visita de su hija Merche, que lo está convirtiendo en un goloso.

—¿Por qué te querré tanto, papá?

—Porque soy el no va más.

El Responsable se dispone a escribir una carta a José Alvear, pues La Soli de Barcelona ha publicado un reportaje sobre el comportamiento de éste en el frente de Madrid y sobre su amistad con Durruti. Pero ocurre que escribir cualquier cosa le cuesta al hombre grandes fatigas. Caligrafía infantil, haches a voleo y, falto de las lecciones de Gorki, no encuentra manera de expresar lo que siente. Por eso ahora vacila —no sabe si reclamar la ayuda de Merche— y contempla hipnotizado las líneas horizontales que hay en el despacho: la mesa, el techo, el mosaico del piso, las cuartillas, el tampón, sus dedos. ¡Cuántas cosas! Muchas cosas viven acostadas, tumbadas siempre, como si tuvieran sueño. Es el sueño universal…, el sueño de las cosas. El Responsable, tan bajito, no había pensado nunca en ello, pues lo que él querría era estar de pie.

Compañero Alvear:

Por si no la tienes, ahí va La Soli donde se te nombra. En la foto estás que da gusto verte, pero me hubiera gustado verte nombrado por otros motivos que por la muerte de Durruti. Todavía es el momento que no me hago a la idea. ¡Y El Proletario, dos líneas! Son unos canallas. Estoy destemplado y con muchas ganas de dejar la retaguardia e irme con vosotros. Tanta sangre de la CNT y por culpa de Hitler y ese macarroni de Mussolini la guerra continúa. El día 13 bombardearon Barcelona por mar. Ya lo sabrás. ¡Empieza bien el año! Cada día llegan de Madrid más niños evacuados y me huele que Cosme Vila trama algo con ellos. Cuando él dice que le duele la cabeza, agárrate, que vienen curvas. Ahora se hace el pavo real por eso de las Brigadas, cuando tú y yo sabemos que si Madrid se salvó fue por los nuestros. Morales miente a menudo, pero algún día le diré «nanay» y le quitaré al tío los lentes. Y hablando del tío, supongo que mi sobrinito el Cojo se porta bien, dentro de lo animal que es. Dile que bueno, y díselo también a Ideal, que me han dicho que se había casado. ¡Si será marica! Aquí el que está enfermo es Santi, que la noche de Rosas quería matar el mar. Y el que, según me huelo, se está forrando, es Julio, que cada día se va a París a comprar pólvora y aspirinas. Te digo que estoy triste, que hay mucho cuento y mucho «ya lo haré». De la Soler salen polainas que al contacto con el aire se derriten, como los obispos de los sepulcros. Habrá fascistas allí, seguro que los hay. Me duele no verte disfrazado de capitán. A veces pienso que tú y Merche… Bueno, me callo. Ya has visto que, después de Madrid, los fascistas se han quedado mutis. ¡Y que han concedido la Laureada a la Virgen del Pilar! Para mondarse. Os mandamos un camión de revistas y postales. A ver si estas postales de «gachís» os inspiran. Claro que tú… ¿Es verdad que les bailas a los comunistas el chotis con la música de La Internacional? ¡Y yo que te miré un poco esquinao! Bien, compañero Alvear, escribe algo y te felicito por lo de La Soli.

El Responsable era insincero, no sabía por qué… Se inventaba la tristeza, cuando lo cierto era que pasaba unos días contento. En su ánimo, las buenas noticias vencían las malas. ¡Cuatro ministros de la CNT en el Gobierno! ¡Seis Fiats facciosos derribados en Madrid! ¡Los fascistas, mutis! Y por si fuera poco, dos sonrisas nuevas en casa, dos niños de Madrid. El Responsable los había recogido por nostalgia de los que Merche hubiera podido tener con Porvenir. Se llamaban uno Pepe, el otro Antolín, y se pasaban el día recortando banderitas y correteando por los soportales de la Rambla. Para Merche eran también un consuelo y a escondidas de su vegetariano «papi» les daba buenos bistecs. El Responsable, al regresar a casa, sintiéndose abuelo, se sentía niño. Y también estaba alegre porque habían «cascao» a Murillo. Y porque en un viaje que hizo a la frontera vio los quepis de los gendarmes franceses. El Responsable se creyó que era una broma. Al enterarse de que no era así, se puso de buen humor y todavía le duraba. Ahora, su aspiración inmediata era saber qué diablos se llevaba entre manos Axelrod, que dos veces a la semana subía con su perro, en un misterioso camión, a un pueblo pirenaico que se llamaba La Bajol, en el que había unas famosas minas de talco. «¿Para qué querrán el talco un hombre y un perro?». El Responsable estaba tan alegre, que a no ser porque en el cine sólo ponían películas con el bigote de Stalin, se hubiera ido al cine. Y empezaba incluso a reírse de cosas que en los primeros días de la revolución se tomó muy en serio, como por ejemplo los vales para «sostenes» y la colectivización de las barberías. Sí, se reía pensando en ello y pensando en los días que estarían pasando «sus» detenidos, los de su cárcel particular, pues, por inspiración de Blasco, habían sido privados de toda clase de papel, lo cual los hacía salir del W.C. hipando y caminando de una forma rara. El Responsable silbaba mucho, sobre todo zarzuelas, contagiado de Pepe y Antolín, los dos chicos de Madrid. Por otra parte, contrariamente a Cosme Vila, a él le estimulaba el frío. La Dehesa, por ejemplo, ubérrima y primaveral, le asfixiaba como si tuviera demasiados brazos. La Dehesa desnuda de enero le exultaba, dándole sensación de libertad. «Por eso me quieres tanto, Merche, porque no hay por donde cogerme, porque soy el no va más».

* * *

Dos hombres y una mujer en la que fue iglesia de San Félix —ta-ta-ta; Teo disparó—, en lo que fue sacristía, iglesia ahora convertida en almacén de víveres, en gigantesca cooperativa. Los sacos se amontonan sin poder llegar al techo, sólo a los púlpitos. Forman laberintos que los niños del barrio recorren pinchando los sacos y abriendo el bolsillo si lo que mana de éstos les apetece. La iglesia huele a cereales, a madera quemada, a esparto. Hay lenguas ahumadas en las columnas y hasta en la bóveda. Hay notas de órgano escondidas todavía en los intersticios de la piedra. Extraña resonancia de los pasos, del silencio. En el altar mayor hay un montón de bacalaos que desde lejos semejan un túmulo con un ataúd. La pila bautismal es ahora recipiente de aceite, vertido en ella para probar su calidad. La mujer de Casal entró allí un día y, sin advertirlo, hizo como si tomase agua bendita.

Antonio Casal, David y Olga en la sacristía, abarrotada de trigo de Bulgaria y de garbanzos. Son las seis de la tarde. El sol se ha pegado un tiro al fondo de las montañas de Rocacorba. «Parecía un avión que se caía al mar». No saben si están tristes o alegres. Más bien tristes. Los tres aplastan con la puntera de los zapatos cualquier cáscara que descubren en el suelo. Hablan lentamente, sentados donde antes hubo albas y casullas. Antonio Casal lleva el algodón en la oreja ¡y David fuma! Se ha decidido a fumar, «pero no por el tabaco, sino por el humo». Olga viste una curiosa sahariana de charol, que le echó desde la ventanilla del tren un voluntario internacional. La lleva con respeto, como llevaría una alma. No se oye nada en la iglesia, ahora almacén. Los tres tienen frío. ¿Por qué hará tanto frío en las iglesias? Hablan de cosas heterogéneas. David dice: «A los rusos les gusta mucho jugar al ajedrez».

David y Olga están alegres porque su escuela vuelve a funcionar. Los niños refugiados de Madrid los animaron a ello y han encontrado profesores ayudantes en aquellos muchachos de Claridad que estudiaron con Ignacio. Antonio Casal está triste porque su mujer le preguntó: «¿Y qué será de esos chicos si Cosme Vila los manda a Rusia? ¿Te imaginas que mandaran allí a los nuestros?». Eso lo dijo porque era el rumor de toda la ciudad, rumor que El Proletario no había desmentido.

La mujer de Casal no cesa de preguntarle a éste «porqués». ¿Por qué tantos trenes, tantos aviones, tanta muerte? Ella no ha comprendido nunca ni siquiera por qué se pone el sol. Ella tiene tres hijos y querría ir con ellos siempre al circo, como fueron por Navidad. Prefiere los payasos, e incluso los elefantes, a los militares y a los milicianos. Preferiría que hubiera más circos y menos masones.

Antonio Casal, David y Olga están tristes porque la guerra será larga. No se forjan ilusiones. Si se abaten seis Fiats, llegarán otros seis. A veces, ven fotografías y se animan; pero a veces temen que la guerra se perderá. Al igual que Cosme Vila, sancionan la anarquía y el sabotaje y, en virtud de su labor de censura en Correos, pueden leer mucha prensa extranjera. Por ella se enteran de que en el frente hay milicianos que apenas sale el sol abandonan la manta y que reclaman otra apenas anochece; de que en los alrededores de Madrid se ha declarado una epidemia de paludismo; de que en la provincia de Gerona se talan pinos al buen tun-tún y en vano El Demócrata clama: «Cada pino talado es una batalla perdida». Los tres socialistas prevén el agigantamiento progresivo del fantasma del hambre, y ello los entristece. Ya se forman colas por doquier. Y hay que proveer a diario no sólo a los hombres de primera línea, sino a dos ciudades de más de un millón de habitantes, Madrid y Barcelona, y a pueblos innumerables. Y los campesinos, sobre todo los de la huerta levantina, se niegan a sembrar porque las patrullas en el año anterior se les incautaron de todo. «Necesitaríamos millares de iglesias abarrotadas como ésta —dice David—, para no tener que comernos muy pronto hasta las saharianas de charol».

Los tres están alegres porque Pablo Casals, «el más grande violoncelista nacido» —frase del doctor Rosselló—, no sólo daba conciertos recaudando fondos para los voluntarios internacionales, sino que acababa de negarse a tocar en la Alemania nazi y había hecho pública su adhesión a la causa del heroico pueblo español; y están tristes porque en Granada las más rumbosas gitanas bailan cada noche para los militares, sean estos alféreces imberbes o barbudos coroneles.

Tristeza y alegría ¡qué extraña mezcla! David ha tirado la colilla de su pitillo y Olga la ha aplastado con el pie. Casal dice: «Julio es un lince». Y de pronto, David gira la vista en torno y descubre en un rincón de la sacristía una mano de escayola. Debe de ser una mano de Cristo. Frunce el entrecejo, le vuelve la espalda y le pregunta a Casal:

—¿Adónde van a parar los que mueren?

Casal y Olga parpadean. ¡Qué pregunta, en labios de David!

Sabido es. La boca se les llena de hormigas o de peces. Van a parar a la tierra o al mar.

—Si van a parar a la tierra o al mar, ¿por qué luchamos?

Inaudita cuestión. Se lucha por el presente y para que los que vengan tengan un hogar y sean dueños de su pensamiento y no tengan que huir de Madrid ni abandonar las mantas cuando salga el sol.

—Pero la vida dura muy poco. No sé si vale la pena…

¿Qué le ocurre a David? Olga se le acerca. Ha sido un momento de flaqueza. Esas preguntas que, según creía el padre del Responsable, nacen en el mundo intestinal. Olga acaricia la angulosa cara de su hombre y Casal vuelve la espalda a la pareja. Los rosetones de la iglesia son ahora esferas negras. Se oyen ruidos bajo la nave de San Félix. No se sabe si provienen del órgano que hubo allí, y que Teo destruyó, o si son los niños del barrio que andan agujereando los sacos para proveerse de cereales llegados de Bulgaria.

* * *

Habitación número dieciocho del Hotel Majestic, habitación limpia, impersonal. Axelrod, tumbado en la cama, fuma con lentitud un cigarrillo ruso de larga boquilla. Recuerda su infancia en el campo, en Tiflis. La colchoneta era de esparto, o de espinas. Toda su infancia está llena de pinchos que le taladraban la piel y de deseos insatisfechos. Sus padres no podían comprarle nada, ni siquiera enseñarle a leer.

Está contento por múltiples motivos. Por lo de Madrid; porque tiene noticias de que pronto será nombrado cónsul de Barcelona, en sustitución de Owscensco, éste reclamado por Moscú; porque el informe militar sobre el rendimiento de los aviones rusos enviados a España, para su bautismo de fuego, ha sido favorable. Además, el Hotel Majestic —¿qué se habrá hecho del doctor Relken?— le gusta. Le gusta porque su clientela es de tránsito, porque no entabla allí ninguna amistad, hecho básico para él, que, al igual que Stalin en sus primeras etapas revolucionarias, teme que los afectos humanos constituyan un lastre para su actividad. A este respecto, le complace haber enviado a Moscú el siguiente informe: «En opinión del abajo firmante, el pueblo español es de por sí soberbio, indisciplinado, religioso y sensible a la amistad, lo cual le imposibilita para ser comunista en el sentido nato». Al mes de llegar, Axelrod le dijo a Goriev: «En verdad que el único comunista que he encontrado aquí es Cosme Vila».

Axelrod está contento y se diría que sonríe incluso el parche negro de su ojo, ojo que perdió de una manera estúpida en un tiroteo que hubo en Varsovia. ¿Por qué piensa tanto, incluso en el Hotel Majestic, en Cosme Vila? Porque, en su opinión, Cosme Vila se parece a Lenin, no sólo físicamente, lo cual resulta obvio, sino incluso en algunos tics —por ejemplo, posar las manos en el regazo, los dedos entrelazados— y aun en manías tan particulares como escribir sentado en la escalera. Sí, a Lenin le gustaba, lo mismo que a Cosme Vila, esto: echarse de costado en una escalera y escribir sobre el peldaño superior. Además, la austeridad… Ambos habían dormido muchas noches de su vida en el suelo, o en un camastro sin colchón, y habían pasado mucha hambre. Lo único molesto para Axelrod era que la sencillez de Lenin desembocó a la postre en uno de los entierros y de los mausoleos más espectaculares que la humanidad pudo concebir, siendo así que el entierro de Cosme Vila a buen seguro sería tan anónimo como lo era ahora su vida privada.

Otro motivo de satisfacción en aquellos días de 1937, primeros del año: Stalin, cuyo temor a la muerte era conocido en el Kremlin, acababa de llamar al profesor Alexandre Borgomolets, especializado en trabajos para la prolongación de la vida. Borgomolets, junto al doctor Nicolás Sparaywski, médico de cabecera de Stalin, había salido para la región de Abkhazi, en el Cáucaso, donde al parecer vivían casi cuatro mil centenarios. Stalin había dicho que estaba dispuesto a someterse a cualquier tratamiento con tal de prolongar su vida. Axelrod tenía de todo ello noticia fidedigna y no le extrañaba, como le extrañaba a Goriev, que ni Pravda ni Izvestia, los dos grandes periódicos rusos, hablaron de ello. Axelrod no había olvidado el juego de palabras que sobre dichos periódicos se hizo popular en Rusia, juego basado en el nombre de Pravda, que significa «verdad», y el nombre de Izvestia, que significa «noticia»: «En Rusia tenemos una Verdad que no trae noticias, y unas Noticias que no dicen ninguna verdad».

Axelrod está contento. No comunica a nadie el fin que persiguen sus viajes al pueblo pirenaico gerundense de La Bajol, y lo único que le incomoda es la próxima llegada de uno de los jefes de la GPU.

* * *

Habitación sobre el río, sobre el Oñar. Una cama con edredón brillante, azul. Una mesilla de noche, sillas y un tocador. En el espejo asoma el rostro de Pilar. La muchacha ha llegado de la calle —ha estado haciendo cola para el jabón— y después de cenar se ha sentado en su cuarto, dispuesta a proseguir su Diario. Ni un solo día ha dejado de escribirlo, si bien, no atreviéndose a hacerlo sobre el papel, lo ha hecho en el secreto claustro de su mente. «Diario mental» lo llama Ignacio, y la definición le parece muy justa a Pilar, pues, según dice, ella no siente nada —de cuanto le ocurre o sueña— en el corazón… Todo lo anota en la mente, que sitúa entre los dos ojos, debajo de la piel. «¿También te ocurre a ti eso, Ignacio?». Mateo es su Diario. Mateo y los escrúpulos por no haber aceptado la propuesta de las hermanas Rosselló. Pilar siente, en esa noche de enero en que la tramontana llega helada de Francia, una gran tristeza. Ahora ha de pensar por su cuenta, Mateo no puede hacerlo por ella. Pilar apenas se reconoce. Capta sutilezas que nunca imaginó y asocia ideas, lo cual estaba prohibido en el taller de las hermanas Campistol. Ignacio ha llegado a la conclusión de que, con la responsabilidad, la inteligencia de su hermana ha despertado. Sin embargo, Pilar es menos feliz que antes y tanto mundo como parece posible y pensable la asusta. ¡Incluso se pregunta qué es un espejo y cómo puede estar segura de que ella no es también una simple imagen reflejada de otro ser!

Ignacio la sorprende escribiendo su Diario mental y jugueteando con los pendientes. Le besa en los cabellos. ¿Por qué lo hará? Antes le decía: «No pienses nada». Ahora le dice: «Piensas demasiado». Ignacio lleva este invierno una extraña boina que le da aire extranjero o algo así. Se la quita y comenta con Pilar la desaparición de don Emilio Santos, de quien no consiguen obtener la menor noticia. Pilar se entristece más aún, increíblemente, pues recuerda a don Emilio como a un corazón silencioso que ha pasado saludando. También Ignacio se ha entristecido y se sienta en la cama con la mano abierta, como si sostuviera un tazón grande de leche. Los dos hermanos están solos y se quieren, junto al Oñar, río que no se oye ni se ve, pero que está allí como la vida. Ignacio dice de repente:

—Ya sé lo que haré. Me meteré en Sanidad. Mañana mismo empiezo a estudiar Anatomía.

Pilar está ausente. Piensa en la Cárcel Modelo, en don Emilio Santos y en Mateo.

—¿En Sanidad…?

—Sí. Ya sabes que lo he intentado todo para huir a Francia y no hay manera. Los guías están asustados, y ni siquiera Julio se atreve a acompañarme a la frontera. Ingresaré en Sanidad y mucho será si en un par de semanas no consigo pasarme a la España nacional.

—¿Y por qué Sanidad?

—Es humano.

Humano… «Todo es humano —piensa Pilar—. Amar y pecar y tener ojos verdes».

—¿Qué haremos sin ti? —lo ha preguntado sin moverse. Está exhausta. Todo lo hace y lo dice sin moverse de la silla.

—¿Y qué haré yo sin vosotros?

Amar y dudar. Ignacio no puede hacer otra cosa. Lleva el estigma. Tiene una vida demasiado personal. Anda como los demás, pero de otra manera. Se coloca una boina y le sienta fatal. En el Banco atiende a los clientes y muchos de ellos le preguntan: «¿Cómo se llama usted?». Empiezan a tratarlo de usted, pese a la revolución.

Su obsesión, la de millares de muchachos, es la incorporación a filas, la llamada de quintas. ¡El cuartel! Hay quien se empareda entre ladrillos para no presentarse. Hay quien se hace un neumotórax o simula locura o enfermedades horribles. Y también hay soldados que al presentarse al cuartel blasfeman creyendo que es obligatorio… Ignacio no se mutilará el cuerpo ni blasfemará. Estudiará Anatomía, sobre todo lo relativo al cerebro, y se alistará en Sanidad… si puede.

—¿Qué estará haciendo Marta?

—¿Qué estará haciendo Mateo?

Ahora están alegres. Además del río, sienten la presencia de Marta y de Mateo. Una y otro están allí, al lado del espejo, en el monasterio de la sangre.

Entra Carmen Elgazu, los hombros cubiertos con una toquilla gris, de lana, llevando en una temblorosa bandeja dos grandes tazones de leche.

—¿Qué os pasa? Es hora de acostarse.

Ignacio no le hace caso y prosigue:

—Tú, Pilar, deberías hacer algo. Deberías colocarte en algún sitio.

—¿Dónde?

—No sé, en alguna oficina.

—¿Oficina?

—Ganar algo. Y distraerte.

Carmen Elgazu deposita uno de los tazones en el tocador, junto a Pilar, y con una cucharilla disuelve el azúcar.

—¡En una oficina! —exclama—. ¡Con esa gentuza!

—¿Por qué no?

De pronto, procedente del comedor, se oye la voz de Matías, quien acaba de cerrar la radio.

—Lo mejor sería que Julio la colocara en Abastos.

Carmen Elgazu entrega el otro tazón a Ignacio, y sin dejar de disolver el azúcar mira con seriedad hacia el comedor.

—¡Nada de eso! Con esa gentuza…

Otro silencio. Una gran tristeza. Los cuatro están convencidos de que «algo hay que hacer, además de amarse».