Capítulo XXIII

En el puerto de Génova, un hombre extrañamente impasible, que vestía el uniforme del Partido Fascista Italiano, arengó a cuatro mil «camisas negras» que embarcaban para luchar en España.

«Camaradas: Este momento es importante. Vais a España, nación hermana, para impedir que el comunismo se apodere de aquel pedazo de Europa y plante su garra en Marruecos, es decir, en África. España tiene más de la mitad de su territorio sometido a la vil tiranía de las hordas rojas, que se han lanzado a una acción destructora en su suelo sólo comparable a las de Gengis Khan o de Atila. Patrullas a mano armada son dueñas de las vidas y del patrimonio familiar. En ciudades y pueblos se propagan los incendios y son abatidos los templos y los edificios culturales. Fuerzas de orden, al mando de unos cuantos militares de prestigio y con la ayuda de juventudes españolas monárquicas o bien ganadas por el estilo fascista, se levantaron contra el Frente Popular y libran desde hace meses contra Moscú y sus secuaces una guerra civil primitiva y cruel. El Duce ha decidido acudir en su ayuda y al hacerlo no le ha movido sino el afecto por España y la necesidad de responder al comunismo golpe por golpe. Quien ose afirmar que los propósitos que mueven al Duce son otros, miente. Italia desea la paz de Europa y mantener buenas relaciones con las democracias occidentales, aún convencida de que el credo político de éstas es un error. No hacemos más que corresponder al vergonzoso envío de Brigadas Internacionales organizadas en Francia por orden de Moscú y en las que figuran no pocos italianos traidores. No hacemos más que demostrar al mundo que se acabó para Italia la hora de la inhibición. Dondequiera que se nos necesite, acudiremos. Dondequiera que se nos provoque, el Duce responderá. Abisinia es un ejemplo vivo y también lo es vuestra presencia aquí en estos momentos. ¡Camisas negras! ¡Voluntarios Italianos! Id a España y respetad a nuestros hermanos españoles, hermanos en cultura y en religión, hermanos hasta en el color de la piel. Colocad muy alto, como siempre, el pabellón de Italia. Respetad a las fuerzas marroquíes que luchan a las órdenes de Franco y no olvidéis que el hombre español es hombre noble y celoso. Buen viaje, queridos camaradas. No se trata de una conquista, sino de un abrazo. ¡Eso es! Id a España con los brazos abiertos a la generosidad. Respetad sus costumbres. Italia, repito, no reclama nada a cambio. Sólo el orgullo de haber servido una vez más a la salvación de Europa. ¡Camisas negras, viva Italia! ¡Viva España! ¡Viva el Fascio! ¡Viva el Duce!».

Cuatro mil camisas negras se hicieron a la mar. Un mar de enero frío y alborotado. Eran hombres de toda Italia, la mayoría de las provincias del Sur, gesticulantes y en apariencia alegres. Llevaban pequeños instrumentos, abundando las armónicas. El silencio prolongado los hundía en una rara depresión. Muchos de ellos eran, en efecto, voluntarios y habían luchado en Abisinia; pero también abundaban los reclutados del servicio regular. Los mandaba un general muy joven, Roatta, de estampa enérgica, quien creía que era preciso renovar la táctica empleada hasta entonces por las tropas «nacionales». «Motorización», decía. Esta palabra la había aprendido en el desierto, donde los kilómetros eran el gran obstáculo. «Carros de combate abriendo brecha, tropas motorizadas y aviones en vuelo bajo». «Atacar Madrid de frente, en oleadas sucesivas de Infantería, fue un grave error». El general Roatta miraba a sus hombres, algo más de cuatro mil, y los veía fogueados, con moral excelente. Pero él confiaba en las máquinas, en la superioridad del acero y de la rueda. La orden que llevaba era la de no inmiscuirse en la política interior española, de lo cual cuidaba el astuto Aleramo Berti.

La mayor parte de aquellos hombres que flotaban sobre el mar tenían de España y de sus habitantes una idea casi tan embrionaria como la de los «Voluntarios de la Libertad». ¿Hermanos de cultura, de religión, de color de piel? «¿Qué significa esto? ¿Y los toros? ¿Y la dominación árabe? ¿Y esos bailes espasmódicos, agitanados y tristes, cuyas letras no hablan sino de la muerte? ¿Qué tienen de común Ávila y Nápoles, los monumentos de Goya y las vírgenes de Rafael? El Mediterráneo y el concepto de Dios, nada más… Y la raíz del idioma». ¡Oh, no, no bastaba aquello para sentirse unido en la vida de cada día! Sin embargo, los camisas negras iban bien dispuestos. Todos llevaban en el macuto un minúsculo diccionario de tapa roja, en el que aprenderían la traducción de ragazza, de barbiere y de ciao… De repente, cada cual miraba con fijeza al mar y se preguntaba por qué se había metido en la aventura. ¿Para combatir contra Moscú? ¿No sería por el bonito uniforme? Alguien había dicho: «Vestid con un bonito uniforme a los italianos idealistas e irán a combatir para asegurar el suministro de bacalao a los groenlandeses».

Los cuatro mil hombres llegaron al puerto de Cádiz en los primeros días de enero. Aleramo Berti, del Partido Fascista, estaba allí, así como el embajador italiano recién nombrado y varios técnicos militares. El recibimiento que se les hizo fue apoteósico. Queipo de Llano, dueño del Sur, organizó los actos a la perfección. Cádiz se prestaba a ello, pues era ciudad brillante y clara, con pinceladas de ocre y rosa parecidas a las de muchas fachadas romanas. En los discursos abundó una palabra: «lazo». Los himnos ahogaron a las armónicas. Aparecieron flores brotadas de no se sabía dónde y las ragazze sepultaron a los italianos bajo una cascada de serpentinas con los colores de su bandera.

Los italianos tenían hambre y sed, y Cádiz los satisfizo. Querían desfilar, y Cádiz los satisfizo. E inmediatamente el general Roatta se reunió con los militares españoles y sonó entre ellos, con insistencia, el nombre de Málaga. Por otra parte, la cosa estaba decidida: aquél era sólo el primer destacamento. El día 14 llegarían otros seis mil camisas negras; a fin de mes, otros cuatro mil. Tantos cuantos hicieran falta. Hablar de «guerra larga» era suicida y revelaba un inadmisible sentimiento de inferioridad. El Duce aportaba su experiencia. Se acabó el guerrilleo. Italia, país de motores, de conductores, simbolizaba por naturaleza lo moderno. Entretanto, era preciso organizar determinados servicios en la región en orden al acomodamiento de los camisas negras. Plantar letreros que dijeran: Commandamento, Corpo di guardia, Estafeta Legionaria, Posta. Buscar buenos hoteles para la oficialidad y conseguir para los soldados voluntarios un clima amable y amistoso.

Entre la multitud que había acudido al puerto a recibir a los italianos, y que luego los vitoreó por las calles, figuraban Marta y su madre. Fue una feliz coincidencia. Las dos mujeres, que se vieron obligadas a permanecer en Tánger por espacio de unas semanas, debido a una inoportuna indisposición de la viuda del comandante Martínez de Soria, habían desembarcado en Cádiz unas horas antes que los camisas negras. Su emoción al besar, en el puerto, la bandera bicolor, por la que el comandante había dado la vida, fue indescriptible. Rodaron los ojos por todas partes, al igual que Mateo al apearse en Valladolid. Y al enterarse, nada más poner pie a tierra, que los italianos estaban a punto de llegar, se instalaron en el hotel más próximo, desde cuyo balcón pudieran asistir al acontecimiento y enronquecer gritando «¡Viva Italia! ¡Viva España! ¡Viva España! ¡Viva el Duce! ¡Viva Franco!».

Jamás olvidarían la emoción de su encuentro con aquellos hombres venidos de «la nación hermana» para defender a España. Los camisas negras les parecieron más vigorosos y autoritarios de lo que habían supuesto. A Marta le parecieron hasta guapos y, por supuesto, con más fantasía que los soldados españoles. Los había que se parecían a Ciano, y algunos a Mussolini. La madre de Marta, mientras los aplaudía con fervor, recordaba el viaje que el comandante había hecho en 1933 a Roma, para entrevistarse con el Duce…

Cuando, terminado el desfile, los italianos pudieron derramarse libremente por la ciudad, invadiendo las estrechas calles y los cafés y las tabernas, Marta y su madre salieron del hotel para, al igual que la población gaditana, mezclarse con ellos, estrecharles la mano, prenderles medallas en el pecho y decirles «gracias». La madre de Marta, pronto agotada, regresó al hotel; pero la muchacha, lamentando en el alma no disponer aún de una camisa azul, prosiguió deambulando. Su entusiasmo era hondo, sereno. Estimaba simbólico que la antiquísima Italia acudiera en ayuda de España a través precisamente de Cádiz, la más antigua ciudad de Europa, la Gades trimilenaria.

Sin saber cómo, Marta se encontró en el mostrador de un bar rodeada de rostros morenos que la llamaban ragazza y signorina y que le ofrecían tabaco. Marta estaba aturdida, hasta que uno de esos rostros se impuso a los demás. Pertenecía a un muchacho algo mayor que Ignacio. Muchacho que les dijo a sus camaradas: Ciao…! y que, una vez a solas con Marta, la invitó a sentarse en un plácido rincón del establecimiento, ayudándola a despojarse del abrigo y acariciándole con arte la bufanda.

—Me llamo Marta.

—Yo, Salvatore.

—¡Salvatore! Bonito nombre.

—¡Bah!

—¿De dónde eres?

—De Roma.

—Yo, de Valladolid.

El camarero les sirvió café y, levantando las dos tazas, brindaron. Brindaron por Roma y por Valladolid, por España y por Italia. Brindaron por la camisa negra de Salvatore y por las camisas de todos sus camaradas. Se bebieron de un sorbo el café. ¡Y Marta fumó! Fumó un pitillo italiano, un pitillo fascista, que olía a puerto de Génova y a «Corpo di guardia».

Marta le contó a Salvatore que había huido de la zona «roja» en compañía de su madre. Salvatore ya sabía «que las españolas iban siempre con su madre…».

—En Génova nos han dicho… respetar. —Y el muchacho puso su mano, riendo, sobre la mano de Marta, la cual la retiró.

Salvatore entonces le contó que él quería ser buena persona, pero que Moscú se interponía en sus propósitos, que se interponían las guerras.

—Abisinia, primero… España ahora… Pero me gusta.

—¿El qué?

—Todo esto.

De vez en cuando, Marta pensaba en Ignacio. ¡Si él la viera en aquel momento! En Cádiz, en un café, fumando y bebiendo, con un hombre al lado que tan pronto se la comía con los ojos como miraba a su alrededor y preguntaba: «¿Por qué esa gente vive tan pobremente?».

Fue un encuentro afortunado. Marta se marcharía a Valladolid, pero se escribirían.

—¿Quieres ser mi madrina? En Ita…

—¡No faltaría más!

Marta le dijo a Salvatore que, en nombre de un botiquín que decía CAFÉ y que ella amaba mucho; en nombre de Falange y de España; en nombre de visiones horribles; en nombre del agradecimiento que ella sentía por quien adorando su patria la abandonaba para defender lejos una causa justa, sería su madrina, desde Valladolid y dondequiera que él se encontrase.

—Te escribiré y te mandaré tabaco.

—También me gusta mucho el chocolate…

* * *

Pocos días después, en el puerto de Hamburgo, un hombre extrañamente excitado, que vestía el uniforme del Partido Nazi Alemán, arengó a trescientos voluntarios, técnicos de servicios auxiliares de Aviación, que embarcaban para luchar en España.

«Camaradas: En nombre de vuestro Führer vais a dejar la tierra alemana. Para la travesía vestís uniforme civil, pero al llegar a vuestro destino recuperaréis vuestras insignias, presididas por la cruz gamada. Sois voluntarios del Führer en la lucha contra el comunismo y contra los Frentes Populares que las democracias protegen. Esta vez os toca luchar en un país de pasado glorioso, España. Luchar en las filas de la Legión Cóndor. El cóndor, la mayor de las aves que vuelan. ¡Que el Führer os proteja! ¡Que Alemania os proteja! España es plaza estratégica de primer orden y no debe ser abandonada al enemigo. Tened, como siempre, confianza ciega en los mandos, de los que iréis recibiendo cuantas consignas os hagan falta. Dos cosas hay sagradas en España para los españoles: la primera, el sentimiento religioso; la segunda, el recato de las mujeres. España es país católico: debéis respetar las ideas y las supersticiones de las gentes. España es país de tradición familiar: debéis respetar a sus mujeres, comportaros con la mayor corrección. Allí representaréis al pueblo alemán, que no acude en plan de conquista, sino para replicar adecuadamente a las Brigadas Internacionales que el comunismo ha enviado a España. El general Francisco Franco es ahora el jefe de los españoles que se levantaron contra Moscú. En cuanto lleguéis a vuestro destino, será, pues, vuestro jefe. Obedecedle, a través de vuestros mandos. Sus órdenes serán ley, lo mismo que las órdenes de vuestro general Von Sperrl. Tomad nota de que, oficialmente, “os vais de maniobras al Báltico”. Es voluntad del Führer que por el momento nadie, ni siquiera vuestras familias, sepan que os encontráis en España. De ahí que en la correspondencia evitaréis cualquier alusión que pueda delatar que os encontráis en un país del Sur, a cuyos efectos se os entregarán cartas postales impresas a propósito. Asimismo, se os entregarán ahora el reglamento de la Legión Cóndor, un diccionario y una gramática. Esforzaos en aprender el idioma español y procurad no cometer errores. Lucharéis del brazo de voluntarios italianos, y es también consigna que evitéis el menor roce con ellos. Os consta el afecto que el Führer siente por el Duce. Ni un gesto que pueda traslucir un sentimiento de superioridad. Mucho tacto, también, en vuestras relaciones con las tropas moras. Tienen más supersticiones aún que los católicos: respetadlas. Uniforme limpio, regalad ramos de flores, sed especialmente amables con los mutilados de guerra, con los ancianos, con los niños. Nada más por hoy, y buena suerte. Estoy seguro de que seréis dignos soldados de la Legión Cóndor y que cumpliréis vuestro deber de alemanes. Nada más. ¡Heil Hitler!».

Trescientos hombres vestidos de paisano y con extraños casquetes se hicieron a la mar. El barco llevaba bandera de Panamá, pero al llegar a la altura de la costa francesa se izó el pabellón de Liberia. Se dirigían a Vigo, puerto gallego, ciudad de hermosas rías adentrándose en la tierra. Eran nazis, y por tanto dotados de una idea común, de una voluntad común. Que el cóndor fuera la mayor de las aves existentes, les gustó. Se habían acostumbrado al colosalismo, a valorar el tamaño de las cosas. Incluso sus cajas de cerillas eran robustas, y por ello les gustaba el mar, tan inmenso, y por ello las banderas de Panamá y de Liberia se les antojaban caricaturales. También tocaban la armónica; pero, sobre todo, cantaban. Se pasaron la travesía cantando, bebiendo cerveza, estudiando la gramática española; una gramática exprofeso en la que figuraba toda la terminología militar, especialmente la del arma en que servían, así como términos de cocina, de aseo y de religión. Se les hacia raro pronunciar «Vaticano» y «Dios» en español. Les salía un Dios redondo y un poco colérico. El comandante Plabb era su jefe y les repitió hasta hartarlos que no debían mezclarse en la política interior española, de lo que se encargarían directamente los delegados del Partido. De los trescientos voluntarios, más de la mitad tenían de la geografía de España una noción exacta, así como del descubrimiento de América y del reinado de Carlos V; pero imaginaban que casi todas las mujeres españolas eran morenas y que en el Sur había regiones enteras pobladas por gitanos. La predisposición afectiva era favorable. Sentían afecto por España, sin saber por qué. El general Von Sperrl ignoraba este detalle, pero no lo ignoraba Schubert, el miope Schubert, quien esperaba con el alma en un hilo la llegada de la Legión Cóndor. ¿Y por qué, si España era tan hermosa como les enseñaron en la escuela y en los recientes cursillos de preparación, se les obligaba a hablar del Báltico? «¡A sus órdenes!». ¡Qué remedio!… En cuanto a los italianos, ¿cómo evitar tomarlos un poco a risa? Abisinia fue bocado fácil y ellos eran unos fanfarrones. Sin embargo, la consigna estaba clarísima y el Führer era amigo del Duce. ¡Mutilados, ancianos, niños…!; de acuerdo. ¿Tendrían permiso para disparar alguna vez? El barco seguía su ruta. Entre aquellos trescientos voluntarios había alemanes de todas partes, de Prusia, de la Selva Negra. Si no bebían, reinaba la corrección. Se gastaban unos a otros bromas ingenuas y desde el mar miraban en dirección a las costas atlánticas guiñando un ojo, un ojo que parecía un faro. Admiraban a Franco, lo mismo que el doctor Relken, porque había tenido la idea de transportar por vía aérea las tropas de Marruecos. Discutían sobre aviadores rusos y franceses, que serían los enemigos directos. Según el comandante Plabb, los rusos no sabían volar con poca visibilidad y los franceses eran buenos pero excesivamente cautelosos. Los españoles debían de ser excelentes pilotos de caza; algo menos, de bombardeo… ¡Bueno! Todo esto se vería en tierra, cuando ocuparan sus puestos, con la cruz gamada en el pecho.

Los trescientos hombres llegaron de incógnito a Vigo e inmediatamente, en un tren nocturno, se trasladaron a Salamanca. En Salamanca los esperaban el embajador Von Faupel, el general Von Sperrl y el delegado del Partido, Schubert. Al día siguiente se organizó un gran desfile militar, en colaboración con las tropas. La población se mostró tan entusiasta como la de Cádiz al paso de los italianos. «¡Viva Alemania! ¡Viva Hitler! ¡Viva España!». Salamanca era hermosa, con piedras de color de la vejez humana… ¿Unamuno había muerto?… ¿Cómo murió, qué dijo…? No hacer preguntas… Uno, dos, el paso de la oca. Perfecto. Respetar el Vaticano y las supersticiones. Muchachas inquietas les colgaron de la solapa cintas con las banderas españolas. ¿Qué significaban aquellas boinas rojas? Monarquía, atraso, reacción… Lo que allí importaba era la Falange, aquellas camisas azules que hablaban de servicio y del Imperio.

En los balcones, aparte los rostros del embajador y sus colaboradores, habían otros rostros alemanes satisfechos. Eran comerciantes, llegados para negociar intercambios de materia prima y para procurar cobrar en divisas el material suministrado por Alemania. Los cañones tenían su precio, pero ¿y las vidas? ¿Cuánto valdría una vida, una vida alemana segada en el aire o en la tierra? No se sabía. La peseta «rebelde», de Salamanca, empezaba a cotizarse en Londres más que la «roja». Los «rojos» habían abierto con ácido las cajas del Banco de España y esto, como Julio García predijo, llegó a conocimiento de la Bolsa Internacional. Por otra parte, Alemania podía imprimir por su cuenta una cantidad ilimitada de pesetas «rojas» y ponerlas en circulación en Barcelona o Madrid. O podía soltarlas desde un avión o abandonarlas, en cajitas impermeables, en la corriente del río…

La población aclamó a aquellos hombres disciplinados, provistos de postales bálticas, de canciones y de una gramática. Y entre las personas que con mayor entusiasmo gritaron ¡Heil Hitler!, figuraba, ¡cómo no!, el infatigable camarada Núñez Maza. El camarada Núñez Maza había llegado a Salamanca la víspera, con motivo de la inauguración de la Emisora Nacional, maravilla fabricada precisamente en Essen, que había sido utilizada en la Olimpiada de Berlín y cuyos estudios estaban situados en el edificio de San Bernardo. En la emisión inaugural había hablado Franco, por primera vez desde los micrófonos, y luego había cantado Celia Gámez. El entusiasmo del propagandista soriano Núñez Maza, al enterarse de que trescientos técnicos del país constructor de aquella emisora iban a desfilar al día siguiente, fue enorme. Núñez Maza admiraba Alemania tanto como Salazar. Y admiraba también el esquema del credo nazi: «Discriminación racial, obediencia, trabajo común y propósito de acabar con la influencia de los judíos». «Quien no siga a esa gente —le dijo Núñez Maza a Mateo, en Valladolid— quedará retrasado doscientos años». De ahí que en el desfile aplaudiera como un crío y contemplara a los voluntarios llegados de Hamburgo con la misma expresión de Cosme Vila el primer día que llegó a Gerona Axelrod.

El camarada Núñez Maza, al término del desfile, por mediación de Schubert, que siempre se mostraba amable con él, consiguió citar en los estudios de la emisora al comandante Plabb, jefe de la expedición. Cuando el comandante hizo su aparición, Núñez Maza se cuadró y lo saludó con el saludo nazi. Los rodeaban retratos de Franco y de José Antonio, yugos y flechas y un mapa de operaciones.

La idea de Núñez Maza era que el comandante dirigiera a la población un mensaje radiado, pero el Mando militar le prohibió hacerlo. Nada de alardes. Así que tuvo que limitarse a charlar con él, ¡en mal francés!, y a pedirle de vez en cuando a Schubert que le echara una mano.

El comandante Plabb era un hombre de unos cuarenta años, sanguíneo y vital, técnico en antiaéreos. Hablaba como si expulsara con violencia las frases. Era de Bonn, «lugar muy hermoso, por donde pasa el Rhin, camino de Colonia» y donde, al parecer, el Führer construía sobre una colina grandes pabellones para aviadores.

Núñez Maza le dijo que le agradecía mucho su presencia en España.

—Es un deber —contestó el comandante.

Núñez Maza sacó la tabaquera y el librillo y lo invitó a fumar. El comandante aceptó y, ante el asombro del propio Schubert, lió el cigarrillo, lo mojó con la lengua y se lo colgó de los labios, despolvoreándose luego las manos.

—¿Eh, qué tal?

—Magnifico.

El comandante los tranquilizó.

—No hay ningún secreto. Antes de venir a España nos hemos familiarizado con unas cuantas cosas.

Núñez Maza le acercó el mechero y a continuación se hizo un silencio.

El falangista, por decir algo, comentó:

—Antiaéreos debe de ser agradable.

—No lo crea contestó rápido el comandante, echando la primera bocanada de humo.

—¿No…? ¿Por qué?

El comandante levantó picarescamente los hombros.

—No me gusta «hacer caer» las cosas.

Schubert sonrió. Era evidente que su compatriota le gustaba. Se disponía a aclarar: «Pero a veces no hay más remedio que “hacer caer”», cuando el comandante Plabb, dirigiéndose a él, en vez de dirigirse a Núñez Maza, preguntó:

—¿El general Franco es falangista?

Schubert, según costumbre, tomó un poco de rapé.

—Creo que no —contestó, por fin.

Núñez Maza precisó:

—Nos considera demasiado izquierdistas.

El cigarrillo del comandante Plabb estaba a punto de reventar por el centro y el hombre mojó de nuevo la parte engomada. Luego preguntó, esta vez dirigiéndose a Núñez Maza:

—¿Cuántos falangistas tienen ustedes en el frente?

Núñez Maza, sorprendido, intentó concentrarse; pero Schubert hizo innecesario el recuento, diciendo:

—Unos ochenta mil…

—¿Y requetés?

Schubert se sacó el pañuelo para limpiarse las gafas.

—Menos. Unos cuarenta mil…

Núñez Maza miraba con asombro a los dos alemanes. Le pareció que el comandante había pronunciado la palabra «requetés» con intención especial. Volviéndose hacia Schubert, comentó:

—Se lo sabe usted de memoria…

Schubert tosió discretamente.

—Forma parte de mi trabajo. —Seguidamente, mirando al comandante Plabb, agregó—: ¿No le gustan a usted los reyes, comandante?

—Ni pizca —contestó Plabb.

Núñez Maza, al oír aquello, puso cara alegre, casi infantil. El comandante se dio cuenta y añadió que el nazismo consideraba que la idea monárquica era decadente, un lastre. «En Italia, el rey se oponía a que el Duce apoyara a España. El Duce ha tenido que imponerse». Por su parte, él era hijo de toneleros. Había visto a su padre, en Bonn, luchar con la madera, para darle forma, y tal vez por ello era partidario de la acción.

—No entiendo, no entiendo —concluyó—. España necesita una mano fuerte e independiente. Una mano nueva. No entiendo que en los desfiles se cante: «Por Dios, por la Patria y el Rey».

Núñez Maza replicó, mintiendo:

—Yo no canto eso.

Acto seguido, se arrepintió de sus palabras. ¿Qué le ocurría? Era un intelectual rápido y brillante, y ante aquel hijo de toneleros sentía una incómoda timidez. Y por culpa del idioma francés se expresaba con torpeza. Dominóse cuanto pudo y quiso probar si el comandante Plabb estaba al corriente de la marcha de las operaciones. Aludió al fracaso de la ofensiva de Madrid.

—En la guerra —contestó el comandante, midiendo las palabras—, no se puede ser sentimental. —Inesperadamente, apuntó con el cigarrillo a Núñez Maza—. Si es preciso, hay que destruir…

«Hay que destruir». Lo mismo que opinó Schubert, el cual seguía todavía limpiándose los cristales de las gafas. El comandante Plabb había dicho aquello como si el responsable de la salvación de Madrid fuera el propio Núñez Maza. «Claro, claro —pensó el falangista—, no es lo mismo tocar este tema siendo nativo de Bonn que siéndolo de Soria». De todos modos, ¿rectificaría el comandante si la ciudad a destruir fuera Bonn? El comandante miraba con detenimiento el retrato de José Antonio. Núñez Maza se dijo: «Me da la impresión de que Schubert puede también ser un sentimental, pero no el comandante Plabb». Luego añadió, indignado consigo mismo: «¿Con qué derecho estoy juzgando a estos dos hombres? Al fin y al cabo, están aquí para defender a España».

El comandante Plabb se volvió hacia Núñez Maza.

—¿Me permite una pregunta? Si no quiere, no conteste.

Núñez Maza recobró, con la rapidez de reflejos que le era característica, el dominio sobre sí mismo.

—¿Por qué no? Es usted mi huésped.

El comandante Plabb se miró la cruz gamada que llevaba en al pecho.

—Se trata de Franco… De Franco otra vez.

—Adelante.

—Ha dicho usted que Franco los considera a ustedes demasiado izquierdistas. ¿Y ustedes qué opinan de él?

Núñez Maza midió sus palabras.

—¿Se refiere usted a la Falange?

—No, no. Me refiero a los falangistas.

Núñez Maza se rascó una ceja.

—Consideramos que es un buen general, que es honrado y capaz de ganar la guerra.

El comandante Plabb cabeceó:

—Así, pues, están ustedes satisfechos de la manera como la ha llevado hasta ahora…

Núñez Maza atiesó el busto.

—Excepto el ataque a Madrid, sí.

El comandante Plabb no pareció quedar muy satisfecho. Schubert consultó el reloj y dijo:

—Comandante, es la hora. Nos esperan.

—¡Ah, sí! Ha hecho usted bien en avisarme. —Se levantó poco a poco—. ¡El joven es tan inteligente!

Núñez Maza se levantó a su vez y no contestó nada.

—¡Ah! —exclamó el comandante Plabb, después de dar unos pasos y señalar a la calle—. El desfile, muy hermoso.

—Gracias, comandante.

—He tenido mucho gusto.

—¡Arriba España!

Schubert, rezagado a propósito, le susurró a Núñez Maza:

—Luego hablaremos.

Los dos alemanes se fueron. Núñez Maza, delegado de Propaganda, permaneció un rato inmóvil, con las manos a la espalda e irguiéndose periódicamente sobre sus pies. Pensó que la guerra civil era una cosa triste y que en España estaban coincidiendo varias. Porque también en la zona roja había alemanes e italianos y también, aunque en menor escala, franceses en los dos bandos. ¡Tres, cuatro, cinco guerras civiles en España! El falangista de Soria se sacó del bolsillo un grano de café y se lo llevó a la boca.

En el fondo, todo aquello lo halagaba. Y a no ser por las víctimas, podría decirse que tan fantástico choque le proporcionaba intenso júbilo, le daba la medida de su propia valla. «Antes de la guerra, ¿quién era yo? Un muchacho de provincias, con cierta facilidad para aplicar adjetivos inesperados». Ahora el fin perseguido era grande, enorme, llenaba no sólo la edad que él tenía, veintiocho años, sino cualquier edad.

Núñez Maza hubiera querido permanecer mucho rato a solas, pensando en la necesaria mano fuerte para España. Pero oyó sonar abajo el claxon de su coche, coronado por altavoces, y decidió marchar. Se cuadró ante el retrato de José Antonio diciendo en voz alta: «¡Presente!», y dando media vuelta se fue.

Pero estaba escrito que aquel día querían retenerlo. En la escalera encontró a Salazar y a Aleramo Berti, ambos con expresión seria.

—¿Qué pasa?

—Nada. Querríamos hablar contigo un momento.