La escarcha de noviembre y el frío se habían trocado en lluvia. Dios se había hecho lluvia y la lluvia caía mansa sobre Bilbao, gris sobre Gerona, amarilla sobre los campos de Castilla y los eriales de Teruel. Llovía incluso sobre el mar —¿por qué llueve sobre el mar?— e incontables Cármenes Elgazu sentían todo el espanto del invierno que se acercaba, inmersos los hombres en la guerra. La guerra en verano era como un despliegue en abanico, el triunfo de los arroyuelos de agua clara; pero en invierno… Sólo la hija del patrón del Cocodrilo, recluida en el Manicomio, seguía enarbolando aquella pancarta que decía: «Gracias».
Guerra larga… Ningún colapso fulminante, ninguna circunstancia insólita. Los dos bandos irían agigantándose hasta que uno de ellos reventara sumergiendo con su jugo al adversario. Guerra larga…
A Carmen Elgazu le gustaba que lloviese porque ello le recordaba a Bilbao. Cuando llovía, Carmen Elgazu echaba inmediatamente serrín en el rellano de la escalera, e Ignacio, al ver el serrín, se acordaba en el acto del Banco Arús y de don Jorge. Cuando llovía, Carmen Elgazu colocaba en la entrada del piso un cubo para escurrir el agua de los paraguas y le decía a Pilar: «Anda, hija, ponte las katiuskas y ten cuidado, no vayas a tropezar».
Cada vez que Carmen Elgazu miraba el calendario, veía señalada en rojo la fecha del 25 de diciembre. ¿Traería el 25 de diciembre la explicación de lo que estaba ocurriendo? Carmen Elgazu oía las gotas de la lluvia claquear en el río. ¡Ah, aquella blanca Navidad de Gerona, cuando copos del cielo tiñeron la tierra y todos juntos, con Mateo, subieron al campanario de la catedral! Aquello fue libertad, belleza y vida. Aquello fue algo hermoso y una sentía que el frío era bueno porque se detenía en la piel. Si ahora nevaba, ¿qué pasaría? El frío en la guerra debía de cortar como diez guadañas. La nieve en la guerra debía de ser barro maldito. «Señor, protegednos. Proteged a esta familia que os ama».
Matías Alvear, en Telégrafos, le decía a Jaime: «Este año, por Navidad, no podré comunicar con mi hermano de Burgos. —Luego añadía—: Estoy seguro de que mi hermano ha muerto». A Matías Alvear le daba miedo Queipo de Llano. «Es un bruto». Creía que Queipo de Llano representaba a quienes, en la otra zona, podían ser responsables de que en Burgos su hermano hubiese muerto. Jaime le contestaba: «Mataron a García Lorca. ¿Qué se puede esperar?».
Ignacio veía también con ánimo intranquilo acercarse el invierno. Julio le había dicho: «La guerra será larga, me temo que de un momento a otro llamarán a tu quinta». Era cierto. Y el muchacho no sabía qué hacer. ¡Francia, España «nacional»…! ¿Cómo abandonar a aquellos tres seres del piso de la Rambla? Sin embargo, también tendría que separarse de ellos en caso de presentarse a filas. Hubiera querido huir, huir tal y como huyó Marta… Pero no veía el modo. Laura había suspendido sine die las expediciones a Francia y al parecer, perros adiestrados rastreaban el Pirineo. ¿Y Julio? Matías Alvear le dijo a Ignacio: «Bien está, hijo. Acabaría pareciendo nuestra nodriza. Pensaremos por nuestra cuenta y algo saldrá…».
Algo saldrá… Los propios compañeros de Ignacio en el Banco Arús vivían sobre ascuas, pues la llamada de quintas afectó ya a uno de ellos, a Padrosa. Padrosa tuvo que dejar la pluma por el fusil —lo contrario de lo que aconsejaban David y Olga cuando, en tiempos pasados, querían abolir el Servicio Militar— y su silla vacía era el aviso constante. El cajero le dijo a Ignacio: «No seas tonto y preséntate voluntario. Podrás enchufarte. Si esperas a que te llamen, te darán un machete y comerás mucha trinchera». ¡Machete! De pronto, palabras remotas adquirían significado. La palabra «machete» se incrustó en la mente de Ignacio como si la hubiera lanzado Sidlo, el anarquista extranjero campeón de jabalina.
Y por si fuera poco, Marta se había ido. La guerra era la dispersión. Todo ocurrió como en un sueño. De la cocina de la escuela, Marta había pasado a Barcelona, a la calle de Verdi, y de la calle de Verdi, al Consulado de Guatemala. ¡Guatemala! Otra palabra que, de pronto, adquiría significado.
Marta, ¡por mediación del coronel Muñoz!, consiguió hacer llegar a manos de Ignacio una carta escrita con letra apresurada y jubilosa.
Querido Ignacio:
Todo ha salido bien. El coronel Muñoz, ¡por una vez!, ha sido un caballero. Mi madre ha ido a buscarme a la calle de Verdi y las dos estamos ya en el Consulado de Guatemala, desde donde te escribo. Mañana zarparemos, no sé a qué hora, rumbo a Tánger, en un barco italiano.
Pensaré en ti a todas horas. ¡Querido Ignacio! Yo había soñado con estar juntos siempre, siempre, y la guerra se ha interpuesto. Pero te quiero. Y te querré dondequiera que vaya, cada día más.
Nuestra intención, puedes imaginarla: entrar cuanto antes en la España nacional. Tal vez pueda allí ser útil a España, a la Falange. Allí encontraré a mi hermano José Luis y a Mateo…
Prométeme una cosa, Ignacio: que harás lo imposible para reunirte conmigo. ¡Prométemelo! ¿Lo intentarás? No pierdo la esperanza. Gerona me da miedo… Inténtalo. Mil veces te digo: inténtalo…
Tuya siempre,
MARTA
Ignacio tuvo celos. Tuvo celos de la Patria, del Cara al Sol, de Mateo y del hermano de Marta.
«Ser útil a España, a la Falange…». Temió que Marta en la España «nacional» lo olvidara todo, que olvidara incluso amar y se alimentara exclusivamente de yugos y flechas.
«Mañana zarparemos rumbo a Tánger…». «¡En un barco italiano!». ¡Qué insólito resultaba todo aquello! «¡Marta, también yo soñé con estar contigo siempre, siempre!». «¡También yo te quiero y te querré cada día más dondequiera que vaya!».
«También Gerona me da miedo… Y me da miedo el invierno que se acerca. ¡Que Dios te proteja, Marta!».
* * *
Desde mediados de noviembre hasta fin de año ocurrieron muchas cosas. Guatemala, Italia y Alemania reconocieron, como antes lo hiciera la República de El Salvador, el Gobierno de Burgos, de Franco, éxito internacional y diplomático que, aun siendo notable, no compensaba del revés militar sufrido en Madrid. Y luego, además, por extraño signo murieron, en poco menos de veinticuatro horas, José Antonio Primo de Rivera y Buenaventura Durruti. José Antonio murió el día 20, fusilado en Alicante; el 21 murió Durruti, en la Ciudad Universitaria, de una bala disparada desde el Hospital Clínico por mano desconocida, tal vez por un comunista o por un enemigo personal.
José Antonio Primo de Rivera, de quien Núñez Maza opinaba que era quien era, primero por talento natural y segundo porque bebió en las enseñanzas de Ortega y Gasset, murió fusilado. Las reiteradas tentativas de liberación de que José Luis Martínez de Soria le habló a Mateo el día de la llegada de éste al Alto del León, fracasaron. Fracasó la primera, consistente en una propuesta de Canje del fundador de la Falange con un hijo de Largo Caballero, que se encontraba detenido en Sevilla. El Gobierno de la República, pese a la aquiescencia de Prieto, no accedió a ello y el propio Largo Caballero, que tenía la convicción de que su hijo había sido fusilado por Queipo de Llano, se desentendió de la propuesta. Fracasó la segunda tentativa, consistente en el envío de un emisario falangista, vieja guardia, a Alicante —emisario que desembarcó el 24 de septiembre en el puerto de esta ciudad, desde el torpedero alemán Graff von Spee, anclado en aguas territoriales—, con la misión de sobornar con dinero a unos jefes de la FAI. Fracasaron las intervenciones del duque de Alba, de Sánchez Román, otra vez de Indalecio Prieto y de varios ministros ingleses y franceses. Y fracasó, por último, por motivos ignorados, la última tentativa —en la que tomó parte el alférez Salazar— que había de consistir en un nuevo desembarco en Alicante, con el propósito de irrumpir en la cárcel de José Antonio y raptar por la fuerza al detenido.
En el Alto del León, esta última tentativa había despertado esperanzas. La partida del alférez Salazar —al parecer, debía reunirse en Sevilla con otros seis camaradas— había sido emocionante. El alférez estaba intranquilo y toda la centuria formó delante de él cantando el Cara al Sol. Salazar había dicho: «No me importaría dar mi vida por salvar la de José Antonio». Todos lo vieron partir, deseándole lo mejor. «¡Arriba España!». «¡Arriba siempre!». Mateo, para sus adentros, se dijo: «Yo también daría mi vida por salvar la de José Antonio».
La semana subsiguiente constituyó para los falangistas del Alto del León una tortura. Apenas se hablaban y, en las horas de guardia, miraban con fijeza las estrellas. «Nos proponemos —había dicho José Antonio— devolver a España y a los españoles el orgullo de serlo». ¡Dios, si el intento tuviera éxito! José Luis Martínez de Soria recordó la visita que José Antonio hizo al Duce el año 1933, a raíz de la cual Mussolini declaró que el jefe de Falange Española era «uno de los espíritus más bellos que había conocido».
Pero la suerte se mostró definitivamente adversa. Fue Núñez Maza el encargado de subir al Alto del León a comunicar la noticia a sus compañeros. Ignoraba los detalles, pero ni siquiera se llegó a intentar el desembarco. Incomprensiblemente, una emisora de radio africana alertó a los «rojos» de lo que se tramaba.
—¿Cómo es posible?
—No sé. Salazar no ha regresado todavía. No sé más.
Al día siguiente, uno de los chóferes que subieron con los camiones de Intendencia afirmó en tono exaltado que en Valladolid circulaba con insistencia un rumor de lo más desagradable. «Al parecer —dijo—, dos de nuestros camaradas al llegar a Sevilla se emborracharon y se fueron de la lengua en un café, con unas mujerucas. De ahí la denuncia de la emisora africana, que fue la de Tánger». Nadie dio crédito a tamaña insensatez. «Cuando Salazar regrese, sabremos la verdad».
Por de pronto, la única realidad era ésta: José Antonio, a instancia de varios ministros del Gobierno y del Partido Comunista, había sido juzgado en Alicante y condenado a muerte.
Un fugitivo de la zona «roja» suministró los datos precisos a las jerarquías de la Falange, a Hedilla y a su Consejo Nacional. Durante el juicio, la autodefensa de José Antonio constituyó una pieza oratoria de primera calidad, en virtud de la cual no sólo los miembros del tribunal, sino todos los presentes en la sala —milicianas y milicianos que invadieron los escaños, ávidos de contemplar de cerca al «señorito»— perdieron por un rato la facultad de odiar. Además, José Antonio en su discurso patentizó su angustia por el río de sangre que manchaba a España, ofreciéndose para ir a la zona «rebelde» y gestionar allí el alto el fuego, un armisticio, empeñando su palabra de regresar a Alicante, donde propuso dejar en concepto de rehenes a sus diversos parientes detenidos.
Por desgracia, el ofrecimiento no cuajó. Y en la madrugada del 20 de noviembre, José Antonio, acompañado por dos falangistas y dos requetés del pueblo de Novelda, que habían sido procesados y condenados con anterioridad, fue conducido al patio de la cárcel, donde se encontraba ya formado el piquete.
Los cinco hombres se alinearon, y José Antonio les dijo a los milicianos del piquete: «Apuntad bien, porque os van a hacer falta todas las municiones». Acto seguido, José Antonio tiró el abrigo al suelo, cruzándose de brazos, y avanzó ligeramente el pie izquierdo. Sonó una descarga, y José Antonio cayó, el primero. A continuación, cayeron sus cuatro compañeros, los dos falangistas y los dos requetés de Novelda.
El cadáver de José Antonio fue trasladado al cementerio y al ser bajado del camión se desprendió de aquél un pequeño crucifijo que José Antonio llevaba sujeto con una cinta roja. El conserje del lugar, Tomás Santonja, recogió el crucifijo y lo prendió de nuevo en los restos de José Antonio, en el pecho. Poco después, el fundador de la Falange quedó inscrito en el libro IV de los Registros del Cementerio, con el número 22.450, fosa número 5, fila novena, cuartel número doce.
El conocimiento de estos hechos exasperó a los falangistas del Alto del León. Mateo repitió por lo bajo el número 22.450 y se dijo que haría lo posible por acordarse de él, en tanto varios camaradas suyos —Salazar no había regresado aún…— se juramentaban para esclarecer sin tardanza lo ocurrido en Sevilla.
—Caerá quien caiga.
—¿Juramos?
—¡Arriba España!
—¡Arriba siempre!
Por lo demás, la noticia de la muerte de José Antonio se propagó en seguida a ambas zonas. En la zona «roja» fue dada escuetamente, sin alardes, lo cual originó que en Barcelona, en «radio Sevilla», la horchatería de la Rambla de Cataluña, corrieran versiones para todos los gustos. En ciertas localidades, las muchachas «fascistas» se colgaron en el pelo una discreta tirilla negra en señal de luto. Pilar fue una de ellas, si bien Matías Alvear, al darse cuenta, se la arrancó de un tirón, como un día había hecho con el cilicio de César.
En la zona «nacional» varios falangistas, entre ellos Mateo, decidieron llamar a José Antonio «el Ausente». Mosén Alberto comentó: «Eso es idolatría». Pero la palabra hizo fortuna. José Antonio era el ausente irreemplazable. José Antonio, en momentos como aquéllos, momentos de desaliento por la derrota de Madrid, con su integridad y verbo cálido hubiera orientado los corazones. Salazar había dicho: «Con él todo sería aún más ceñido…». Ceñido y seguro. Con él la unidad estaba garantizada. «José Antonio adoptaba ante cada circunstancia la actitud exacta, noble y eficaz». Ahora el jefe nacional sustituto, Hedilla, autodidacto de Santander, se sentiría abrumado por la responsabilidad.
La repercusión de la muerte de José Antonio fue grande. En Burgos, la tía de Pilar y su hija Paz podrían dar fe de ello. La sangre vertida en Alicante las salpicó. Tres jóvenes falangistas irrumpieron en su casa, las atiborraron de aceite de ricino y se despidieron luego dándoles cariñosas palmadas en las mejillas.
* * *
La muerte de Buenaventura Durruti se produjo en la Ciudad Universitaria de Madrid. El dios anarquista se había empeñado en tomar al asalto el Hospital Clínico. En un momento dado, al apearse del coche que lo llevaba, una bala le penetró. Desplomóse Durruti, un grito ácido rodó por los aires y la plana mayor del jefe llevó a éste al Hotel Ritz, convertido en Hospital de Sangre, donde un enjambre de médicos a las órdenes del doctor Rosselló intentaron salvarle. Fueron horas de ansiedad, pues los camaradas de Durruti consideraban que aquella vida era patrimonio del pueblo. Incluso las Brigadas Internacionales enviaron representación al Hospital y el propio general Miaja pedía ser constantemente informado. Todo fue inútil. Durruti expiró, sin apenas recobrar el conocimiento —sólo en un momento balbució: «Seguid luchando»— y los mármoles del Hotel Ritz contemplaron con estupor cómo hombres duros, al cabo de una vida de desafío a tantas cosas, se tiraban como chiquillos al suelo, entre exclamaciones de rabia.
El cadáver fue trasladado a Barcelona y a su entierro asistieron, según cálculos de la periodista Fanny, trescientas mil personas. Durruti había muerto entre los suyos. De haber caído en terreno enemigo, habría bajado en silencio a una humilde fosa. O lo hubiesen despellejado los cuervos, siempre neutrales.
La sacudida fue casi eléctrica y en Gerona esta vez le tocó a Merche ponerse una tirilla de luto en el pelo. ¿Se cruzaría por la calle con Pilar? Los lutos se cruzaban, ¡claro que sí!, bajo la lluvia de noviembre. Había lutos permitidos; otros, no. Santi, el loco de Santi, decía por todas partes: «Ahora ya no quiero matar al mar. Ahora quiero matar al frente de Madrid».
Entre esos exaltados apocalípticos contábase José Alvear. José Alvear había llegado a sentir por Durruti auténtica veneración, pese a que siempre decía de él: «Y cuidado que es feo…». José Alvear se personó en el Ritz, en compañía del capitán Culebra, y al ver el rostro de Durruti ya muerto, empequeñecido sobre la almohada, se excitó increíblemente. Por otra parte, el primo de Ignacio estaba borracho. Se lanzó a subir y bajar escaleras. Entraba y salía de los cuartos y abría los grifos. Canela, vestida de enfermera, recién llegada del frente de Teruel, iba en pos del muchacho procurando calmarlo. «Pero ¡estáte quieto, haz el favor!». José Alvear no podía con su rabia y Canela temió que cometiese una locura.
De pronto, el capitán Alvear se acordó del doctor Rosselló. El doctor Rosselló era el cirujano que había abierto en canal a Durruti ¡y tenía un hijo falangista! El Cojo se lo había dicho a José. El Cojo había añadido: «No hay quien entienda este lío».
José hizo una mueca y le dijo al capitán Culebra:
—Acompáñame al quirófano.
—¿Qué pasa?
—¡Quiero hacerle una pregunta al matasanos! —José añadió—: Vente conmigo, me portaré bien.
Su amigo accedió y bajó con él a los sótanos del Ritz. Allí encontraron al doctor lavándose las manos en un lavabo del pasillo, rodeado de sus colaboradores.
José Alvear se plantó delante de él e inclinando la cabeza y echándola para atrás le espetó a boca de jarro:
—Durruti ha muerto. ¡Pero apuesto a que tu hijo falangista vive todavía!
El doctor tomó una toalla y empezó a secarse, sin perder la calma.
—¿A qué viene eso?
José Alvear miró a su alrededor.
—¿Oís, compañeros? ¡Un hijo falangista y él aquí, abriéndole la barriga a Durruti!
El doctor Rosselló sintió sobre sí varias miradas inquisitivas.
—Oye, mentecato —dijo, con súbita energía, colgando la toalla—. ¿Y si a uno le nace un hijo tuerto? Mi hijo tiene diecinueve años. Cuando me enteré de que cantaba el Cara al Sol le eché de casa. ¿Qué quieres? ¿Que lo busque y lo mate?
José Alvear eructó y pareció que su mano buscaba la pistola. En aquel momento se encendió en el pasillo la lucecita verde, que significaba que el doctor Rosselló era esperado en el quirófano.
—Anda, decídete… —desafió el cirujano—. Me llaman al quirófano. Mátame o déjame trabajar. —José eructó de nuevo y miraba al capitán Culebra como pidiéndole consejo—. Te advierto —continuó el doctor Rosselló— que no te pego un tortazo porque estás borracho.
Dicho esto, abrióse paso con dignidad. Todo el mundo desfiló y quedaron solos el capitán Culebra y José Alvear. El capitán Culebra sonreía. «A esto le llamo yo hacer el ridi». José Alvear gimoteó un poco. Se sostenía difícilmente en pie. ¿Dónde había dejado el sombrero hongo?
Su espalda fue resbalando por la pared hasta que el primo de Ignacio quedó sentado en el suelo, en el pasillo.
—Durruti ha muerto —repetía—. Durruti ha muerto. ¡Qué cabronada!
En el mismo instante, Salazar se emborrachaba en un bar de Valladolid, en la más completa soledad. Se había echado el gorro para atrás y le decía a la patrona:
—¿Tengo yo cara de idiota? ¿No? Pues lo soy.
* * *
Inesperadamente, todo el mundo advirtió que Navidad andaba cerca. Primera Navidad de guerra. Todo el mundo sintió encima y debajo de la piel, que casi dos mil años antes alguien había dicho: «Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad». Alguien, un hombre, parecido a cualquier otro hombre. Más bien alto —1,84 metros—, con el hombro derecho ligeramente inclinado, al parecer, a resultas de su oficio de carpintero. Hombre de rostro sin duda ascético. No existían fotografías de él, pero su rostro fue sin duda ascético. Hombre de voz profunda. No existían grabaciones de su voz, pero ésta fue sin duda profunda. Hombre que expulsó a los demonios, a los fariseos, que sanó enfermos y devolvió la vida a los muertos. Si ese Hombre estuviera ahora en Gerona, en Madrid, en Burgos, ¡cuánta sangre podría detener!
Y el caso es que ese Hombre estaba ahí, a punto de llegar, con el más portentoso don de la ubicuidad. Hecho un amasijo diminuto en el vientre de una mujer. Llevaba en la frente una estrella no militar, una estrella sin más, luz que tenía forma. Llegaría en el momento en que en Barcelona se incrementaban pavorosamente los abortos y que en Norteamérica moría la esposa de Einstein, de aquél que estudiaba la luz. Llegaría en el momento en que «La Voz de Alerta» entregaba a sus superiores del SIFNE planos de ciudades enemigas en los que figuraban los objetivos que bombardear. Oportuna llegada. «Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad».
El Hombre traería consuelo y desesperación. «Así, de esta manera, se portará mi Padre celestial con vosotros, si cada uno no perdonare de corazón a sus hermanos». «En verdad os digo que todas estas cosas vendrán a caer sobre la generación presente». Oiría asombrado a los voceadores de periódicos gritando: «¡Número extraordinario! ¡Cartas de Pío XI a su querida!». Y, con parecido asombro, oiría al infatigable Núñez Maza dirigirse al enemigo: «¡Rojos, que Dios está de nuestra parte!».
¿Qué significaban semejantes palabras? Todo el mundo advirtió que la Navidad andaba cerca. Y discretamente, hombres y mujeres, aun sin perdonar de corazón a sus hermanos, se colgaron en el cabello y en el pecho una brizna de ternura y de emoción.
La Generalidad de Cataluña quiso impedir que se celebraran la Navidad y los Reyes Magos como antaño, y sustituyó esas fiestas por la «Semana del Niño». El niño en abstracto, puesto que el Niño-Dios era concreto. Protección al niño, regalos. David y Olga fueron a Arbucias, el pueblo idílico, y, como antaño la CEDA, abarrotaron de juguetes y pasteles a los cuarenta niños sordomudos evacuados de Santander. Cosme Vila sacó de paseo a su niño, a su hijo militante, y le enseñó Gerona bajo el signo de la revolución. El niño de Cosme Vila ya no se mordía el pulgar del pie: mordía la oreja de su padre, riendo. Doña Amparo Campo se lamentaba con Julio de no haber tenido un hijo, de terminar en sí misma. «¿Has visto los carteles? ¡Semana del Niño! A veces me da una rabia…». Antonio Casal tomó de la mano a sus tres chicos y los llevó al circo, a un circo que acababa de llegar y cuyos payasos bromeaban a costa del Gobierno y decían «boniatos» en lugar de «bonitos». Aparecieron niños por todas partes, sin excluir a Manolín, quien de vez en cuando se daba un paseo hasta el que fue Consulado de Guatemala. Niños que eran de verdad niños, niños que parecían mozos e incluso hombres, niños que levantaban el puño, otros que rezaban a escondidas. «Paz en la tierra…».
Extraño fin de diciembre, extraña Navidad de 1936… La Logia Ovidio de Gerona la festejó reuniéndose como de costumbre en la calle del Pavo. Los H… se abrazaron unos a otros entre si, las columnas Jakin y Boaz: se abrazaron por el triunfo de Madrid. El coronel Muñoz pronosticó: «Mil novecientos treinta y siete será el año decisivo». Los arquitectos Ribas y Massana tenían ganas aquellos días de agitar todas las campanillas de su colección. El comisario Julián Cervera dedicó un recuerdo a Unamuno, que acababa de morir en Salamanca, sin que se supieran detalles, y otro recuerdo a García Lorca. Julio García dedicó un recuerdo al doctor Rosselló, quien en medio de su titánica labor se había acordado de enviarle para su museo particular el cinturón de Durruti. Antonio Casal, cuyo rostro, al decir del catedrático Morales, cada día se parecía más a una cifra, se sacó un papel del bolsillo y dijo que, si sus cálculos eran exactos, en aquellos momentos los «fascistas» disponían de unos cien aviones, contra más de trescientos el Gobierno de la República. Casal supuso que le dedicarían una ovación; nada de eso. El director del Banco Arús se levantó y deseó para todos «buenas fiestas».
En los frentes, a lo largo de las trincheras, corrió el escalofrío de lo eterno. Muchos combatientes pensaron que en el día de Navidad no se podía morir. En el Alto del León fue servida ración extraordinaria. Ciertamente, no hubo tregua, ni en el mar, ni en el aire, ni en la tierra. Sin embargo, millares de balas anónimas desviaron generosamente su ruta y algunas bahías se parecieron, por su quietud, el lago de Galilea.
Y los combatientes cantaron. No era la semana del niño; era Navidad. Unos cantaron para sí mismos, otros para el mundo entero.
* * *
También la familia Alvear celebró a su manera la Navidad… Días antes, Carmen Elgazu propuso:
—Tenemos que construir el belén…
Matías la miró y replicó:
—Ni lo pienses.
—¿Por qué no?
Carmen Elgazu tenía una idea.
—Dentro de esta cajita. —Y sacó del costurero una cajita rectangular de corcho, en la que guardaba los botones, y se la enseñó a Matías. Matías miró un momento el fondo de la cajita y suspiró:
—De acuerdo, tendremos belén.
Así fue. La mañana de Navidad, Ignacio y Pilar confeccionaron en la mesa del comedor tres minúsculas figuritas de papel: San José, la Virgen y el Niño. Por su parte, Matías se hizo cargo del asno y del buey, pero sin conseguir nada que se pareciese lo mínimo a ninguno de los dos animales.
—¡Caray con la pareja!
Carmen Elgazu ironizó, entre bromas y veras:
—Tú tienes la culpa. ¿Cuánto hace que no te confiesas?
Pilar acudió en ayuda de su padre y pronto la cajita de corcho se transformó en el portal de Belén. Inmediatamente la colocaron encima de la radio y buscaron en ésta una emisora que retransmitiera villancicos. Ignacio tuvo suerte, dio con Radio Jaca y desde aquel momento todos guardaron silencio, escucharon con devoción en torno al aparato. En la parte trasera de éste resplandecían discretamente las bujías.
A la hora de la comida se bromeó, en el intento de olvidar a César. Carmen Elgazu depositó en el centro de la mesa canalones y pollo, y Matías Alvear clavó en éste, como una bandera, la cartilla de racionamiento.
—¡No te burles! —dijo Pilar.
—Si no me burlo… —contestó Matías—. Me río, que es peor.
Ignacio había comprado un poco de turrón de Alicante. Se empeñaron en que Carmen Elgazu lo comiera, rompiéndolo con sus propios dientes.
—¡Si no podré, si no podré!
—¡A probar…! ¡A romperlo…!
Carmen Elgazu se llevó un pedazo a la boca y todos, mirándola con fijeza, imitaron con las mandíbulas los esfuerzos que ella hacía para masticar.
—¡Duro con él, duro con él!
Carmen Elgazu soltó por fin una carcajada y con ella se le fue el turrón. Matías, entonces, recogió de la mesa los pedacitos y los fue comiendo poco a poco.
—Está riquísimo —dijo.
Terminada la comida no sabían qué hacer, e Ignacio propuso jugar a las cartas. Sabía que a sus padres les gustaba mucho, aunque Matías prefería el dominó. Nunca habían jugado los cuatro a las cartas y en vida de César cinco eran demasiados. Formaron parejas: padres contra hijos, en lucha desigual. Matías se les sabía todas; Pilar, ninguna. Matías le hacía constantes guiños a su mujer, la cual le preguntaba con asombro:
—Pero ¿qué te pasa?
—¡Te estoy diciendo que he pillado el as!
—¡Pues dilo de una vez!
Los padres ganaron todas las partidas. Y con ellas, muchos besos. Y miradas de cariño por parte de Ignacio y Pilar. Ignacio llevaba de hecho muchos meses sin gozar de una velada como aquélla. Le pareció que no era cierto que estuviera absolutamente solo y que algo había en el hombre además del cerebro. Prolongaron la sesión hasta media tarde, hasta que las sombras empezaron a flotar sobre el río.
Merendaron en paz. Merendaron cerca del río, de la caña de pescar, cerca de la radio, la cual de vez en cuando les decía: «Amaos los unos a los otros». Nadie quiso admitir que acaso una de las sombras que pasaban fuera correspondiera a César. En el comedor no había sino luz, luz discreta en los corazones y en las bujías de la radio. Era Navidad. Los pensamientos de los cuatro seres eran un poco más que pensamientos.