Capítulo XXI

Iba a dar comienzo «la batalla de Madrid», que la población de ambas zonas, así como las radios y los titulares de la prensa, juzgaban decisiva. De su resultado dependía, acaso, el futuro de la guerra. Cada cual se preparaba a su manera. En Pamplona, don Anselmo Ichaso había construido en su red eléctrica una simbólica estación que decía «Madrid» y, para el día en que sus trenes diminutos pudiesen desfilar delante de ella victoriosamente, tenía preparada una fiesta en su casa. En San Sebastián, «La Voz de Alerta» proyectaba comerse, con la ayuda de Javier Ichaso, al que continuaba dando lecciones de savoir faire, una lata de caviar que adquirió en su último viaje a Biarritz. Por su parte, en Madrid, Santiago Alvear, padre de José Alvear y hermano de Matías, recorría la ciudad de punta a cabo, gritando: «¡No pasarán!», y el escritor ruso Ilia Ehrenburg, que entraba y salía constantemente de la España «roja» declaraba a sus lectores: «A pesar del bullicio y de las luces de los cafés, se nota en la cara de los españoles el hastío».

Lo cierto era que, al igual que en otros tiempos en víspera de elecciones, las fuerzas de uno y otro bando parecían tomar aliento para la embestida. Todos los Mateo Santos, los Núñez Maza y los Ichaso, es decir, todos los «nacionales» de ambas zonas vivían auscultándose el corazón. Todos los Durruti, los Gorki y las Paz peladas al rape, es decir, todos los «rojos» de ambas zonas, vivían tomándose el pulso. La inmensa fosa que separaba las dos Españas a no tardar se llenaría de heroísmo, de generosidad, de hombres muertos.

En el bando «nacional» reinaba la confianza. Las columnas de Yagüe venían cosechando éxitos ininterrumpidos desde que se lanzaron a la conquista de Badajoz. Nada las detuvo y por la misma ruta que siguió el Moro Muza y que siguieron los almorávides en el siglo XI, llegaron a Toledo y Maqueda, dejaron atrás estos objetivos y ahora se encontraban a las puertas de Madrid. Tenían Madrid al alcance de la mano, sometido al martilleo de la aviación. El general Mola era el principal portavoz de dicho optimismo. Desde el inicio de la campaña había prometido: «Pronto tomaré café en Madrid», por lo que en el café Molinero, de la capital, unos camareros irónicos habían reservado una mesa que decía: «General Mola», mesa intocable, que esperaba al general desde el mes de julio. En aquellos últimos días de octubre, éste había reiterado por la radio su desafío, anunciando además que a las cuatro columnas que convergían sobre la ciudad cabía añadir una quinta; la «quinta columna», formada por los innumerables «patriotas» que en el interior de Madrid sabotearían los esfuerzos de los defensores y ayudarían a las «tropas liberadoras». La confianza era tan grande que sorprendía a los periodistas extranjeros invitados al acontecimiento, pues desde el comienzo de la guerra habían oído que precisamente la característica de los mandos «nacionales» era la prudencia. Esta vez no fue así. Todo estaba preparado para irrumpir en la capital y dotarla en seguida de lo indispensable. Hileras de camiones de Intendencia se aproximaban lo más posible, aparcando en las carreteras y caminos. Algunos de estos camiones decían ya: «Plaza Tetuán, Madrid». «Glorieta de Bilbao, Madrid». Millares de banderas nacionales se aprestaban a ser clavadas en los balcones y millares de retratos del general Franco estaban también dispuestos a presidir todos y cada uno de los edificios de la capital. Estaban previstos el fluido eléctrico, el abastecimiento de agua, ¡las barras de labios!, y las bandas de música de las distintas unidades chorreaban notas alegres. La confianza era compartida, ¡cómo no!, por la tropa. Los moros miraban a su ídolo indígena, el coronel Mizzian, con respeto casi supersticioso. Los legionarios se electrizaban al oír las arengas del general mutilado Millán Astray, quien llevaba siempre consigo, además de su gorro ladeado, un librito de meditación, titulado Palabras de aliento, del padre jesuita Daniel Considine. Los falangistas, además de los himnos de rigor, cantaban:

Tengo un dolor no sé dónde

nacido de no sé qué,

sanaré yo no sé cuándo

si me cura no sé quién.

Y por su parte, los requetés, vuelta la cabeza hacia Navarra, cantaban:

No llores, madre,

que me voy a las armas.

Nada vale el cuerpo,

sólo vale el alma.

Los uniformes eran variados como en una gigantesca ópera, y muchos soldados del Ejército llevaban en el casco algo comestible, especialmente latas de conserva, para entregarlo a la población madrileña. Sí, Madrid estaba allí, a vista de hombre. Acaso pudiera tomarse la ciudad sin disparar un solo tiro. En Roma, en Berlín, en Lisboa y en Tokio se esperaba con fruición el comunicado del triunfo.

En el bando «rojo» el estado de ánimo era más variado. Los militares profesionales, entre ellos Rojo y Mangada, confiaban en poder contener a los atacantes, precisamente porque éstos venían luchando sin descanso desde Extremadura. ¡Estarían exhaustos! Y sus efectivos disponibles, según los informes del servicio de espionaje —éste, encabezado, en efecto, por el llamado Dionisio— y de los desertores de la zona «nacional», no podían sumar más de cinco mil hombres. ¡Cinco mil hombres cansados, ocupando una capital de un millón y pico de habitantes!

La defensa se organizó apelando a todos los recursos de la inteligencia y del instinto. Largo Caballero anunció al pueblo y a los combatientes que, por fin, gracias a la ayuda extranjera, que comenzaba a ser eficaz, se disponía de armamento mecanizado idóneo para la lucha. «¡Tenemos aviones, tenemos tanques, tenemos cañones de gran calibre! ¡Podemos concentrar en Madrid cincuenta mil voluntarios! ¡A resistir! ¡A resistir, heroico pueblo de Madrid! ¡El fascismo no pasará!».

Por otro lado, se nombró una Junta de Defensa de la capital presidida por el general Miaja. Al lado de éste, Rojo, Pozas, Asensio y Masquelet, técnico en fortificaciones, y, además, el embajador ruso, Rosenberg. Los Partidos y los Sindicatos establecieron centros de reclutamiento en distritos y calles, donde se suministraban armas y mal que bien se encuadraban las unidades. Combatientes de las cercanías, de Somosierra, de Cuenca, etcétera, abandonaban sus puestos y se dirigían a la capital. Se formaban apresuradamente batallones de toda suerte: Batallón de barberos, de dependientes de comercio, ¡de las cigarreras de Madrid! Llegaron Líster y sus hombres: Líster, el cantero comunista, adiestrado en Moscú, y llegó el Campesino, con sus labriegos levantados en tierras extremeñas: el Campesino, hombre de la tierra, que llamaba «despanzaburros» a su fusil ametrallador. Llegó de Andalucía la unidad «Espartacus» y se alineó con rigor el 5° Regimiento, que representaba al marxismo ortodoxo. Quien tenía buen pulso, dispararía hasta morir; quien no, a fortificar. Ésta fue una de las consignas dadas por la CNT, cuyos jefes Mora, Cipriano Mera y Del Val hicieron alardes de un admirable sentido del mando. Centenares de manos empuñando de la mañana a la noche toda suerte de utensilios abrieron zanjas, ¡zanjas de nuevo!, en el cinturón de la ciudad, levantaron parapetos de ladrillo, con sacos, e incluso con paquetes de periódicos invendidos, y emplazaron armas en todas las alturas y en todos los agujeros. El trabajo recordaba el rítmico martilleo de las canteras de Gerona, multiplicado hasta el infinito.

Los servicios de Propaganda y el instinto del pueblo hicieron circular, por añadidura, rumores de espeluznante eficacia. La prensa y la radio anunciaron, primero, que los «oficiales nacionales» habían recibido de Franco una lista de cien mil obreros a los cuales fusilar como botín de guerra; segundo, que Franco, valiéndose de proyectiles especiales, echaría unos soporíferos que adormecerían a la población, dejándola indefensa. Plataforma para el odio lo fue, además, la frase de Mola relativa a la «quinta columna», Los dirigentes moderados clamaban contra el general. «¡Si será bellaco! ¿Cómo contener ahora a los exaltados?». Los exaltados eran Líster y el Campesino, los incontables anarquistas que bajaban del monte y la gente dispuesta a morir. Hubo un proyecto, no realizado, de ejecución colectiva de los cinco mil detenidos en la Cárcel Modelo. Se formaron Tribunales Populares, en sustitución de los comités autónomos, que juzgaron a razón de veinte individuos por hora. El frenesí se veía incrementado por las bombas aéreas —«bombones» eran llamadas—, una de las cuales cayó en el Metro de Atocha haciendo una carnicería.

El Gobierno —los Ministerios y sus servicios— temía que abandonando Madrid para trasladarse a Valencia abriría una brecha en la moral de los defensores. Pero estimó que no cabía otro remedio y Largo Caballero, contra viento y marea, dio la orden de traslado. Como era de esperar, el clamor de los milicianos se manifestó ululante. «¡Traidores! ¡Mangantes! ¡Huyendo de la quema! ¡Tienen canguelo!». Intentóse impedir la marcha. Los coches que salían en procesión hacia la retaguardia tenían que abrirse paso entre puños crispados e insultos. En las afueras de Madrid, en la Venta del Espíritu Santo, un control anarquista, en el que figuraba el padre de José Alvear, detuvo a cinco ministros y al alcalde de la ciudad, Pedro Rico, con ánimo de «hacerles» justicia por desertores. El jefe, Del Val, logró impedirlo con una orden telefónica. Pero el pueblo no perdonaba y aquella cobarde noche de huida fue bautizada, por partida doble, «noche del Miedo» y «noche de la Gasolina».

El deseo de resistir, de pronto se vio aupado por una aparición casi fantasmal: las primeras unidades de las Brigadas Internacionales, procedentes de Albacete. Iban precedidas por majestuosos blindados rusos que se adueñaron de las calles madrileñas como carrozas de un carnaval desconocido. El cañón de sus torretas era un dedo, una acusación, un anatema que apuntaba a los moros de Mizzian y a los legionarios de Yagüe y Millán Astray. Desafiaban a Mola, a Queipo de Llano, a Mateo y a José Luis Martínez de Soria. Se produjo en la ciudad un momento de silencio. ¿Qué ocurría? «Guerra internacional». Algunos espíritus casi se sintieron halagados y buen número de perros, entre los que figuraba el de Axelrod, estaban tan excitados que recordaban al muchacho de Pina, al Perrete. El silencio se prolongó hasta que, inesperadamente, empezaron a oírse las sonoras pisadas de «Los Voluntarios de la Libertad», la mayoría de los cuales llevaban botas claveteadas. Eran hombres como torres, todos parecían como torres y entre ellos hubiera sido difícil localizar a Polo Norte y fácil localizar al Negus. Llevaban casquete alpino y abundaban en sus filas impresionantes cazadoras de piel blanca de cordero. Marciales, veteranos, fusil al hombro, ¡sabían respirar! No se les veía los ojos, pero sí la mirada. Se les veía la mirada, pero no los pensamientos. ¿Pensamientos? «¿Efectivamente todo nace en el cerebro?». Cosme Vila creía que sí, mosén Francisco creía que no, el doctor Relken y Fanny, pese a su vida ajetreada y cambiante, no habían resuelto todavía la cuestión.

«Son rusos…». «Son rusos…». La población cuchicheó que todos aquellos hombres eran rusos, incluyendo al sueco idealista y a un pelotón de brasileños que desfilaban como lo habrían hecho en la pasarela de un escenario de variedades. Los madrileños ignoraban de aquellos hombres lo elemental, de dónde eran y por qué habían venido. ¿Cómo serían sus mujeres si es que las tenían? ¿Y ellos, fueron niños alguna vez? ¿Cómo era posible que hubiesen abandonado países lejanos y se encontraran ahora en Madrid, embriagándose de aplausos y de balcones? ¿Sabían que en España se pagaban jornales de hambre? ¿Cómo demostrarles gratitud? ¿Besándolos con unción la cazadora de piel blanca? «¡Salud, salud!». «¿Cómo os llamáis?». André Marty, desde Albacete, había enviado al combate aquellos primeros batallones, denominados «Garibaldi», «Dimitroff» y «Commune de París». ¿Quién fue Garibaldi, qué ocurrió en la Commune de París? Al mando, el general soviético Kleber, judío-húngaro, que acaso participara en el asesinato de la familia del zar. Jefe político, el italiano Nicoletti, quien apenas llegó a las trincheras miró hacia Toledo, volvió la vista a Madrid y sentenció: «Para tomar esta ciudad, si no la arrasan con la aviación, harían falta sesenta mil hombres».

La aviación… Confirmándose la promesa de Largo Caballero, el primero de noviembre aparecieron en el cielo de Madrid flamantes aparatos del Gobierno, desconocidos hasta entonces. El bombardero «S-B 2», llamado Katiuska; los llamados «Chatos», los llamados «Moscas», los biplanos «Rasante» y «Natacha», etcétera. Sobre todos los «Ratas», velocísimos, con los planos de color carmesí, dibujaban en el azul telegramas de esperanza. «¡Son nuestros, son nuestros!». Los aviones eran también acusadores dedos que apuntaban a los tres mil quinientos —no más— hombres cansados que, por la ruta del Moro Muza y de los almorávides, habían llegado a Madrid.

El fervor defensivo, que se contagiaba como el azul en el mar, creaba la ilusión de que la plaza era inconquistable. «Si yo lo doy todo, y me abstengo hasta de comer, si llevo tres días sin dormir y sin apenas ver a mis hijos, si soy un pobre hombre nacido peón, o fontanero, o sereno, si somos así miles y miles y todo lo hemos ganado sudando, y ahora fortificamos a Madrid, ¿cómo es posible que el fascismo triunfe, que nos aniquile a todos?». «El fascismo no te hará nada, mentecato —contestaba alguien—. El fascismo es un nombre, no tiene gatillo ni dedo para disparar. Quienes nos aniquilarán, si pasamos el rato charlando, serán Franco y sus secuaces. Serán Hitler y Mussolini y la grandísima p… que los parió».

Los jefes de la CNT, que en aquellas horas críticas, ¡cómo se hubiera enorgullecido el Responsable!, mantuvieron su temple, aquel temple que un día llevó a José Antonio a exclamar: «¡Ah, qué lástima que esos hombres no nos comprendan!», echaron una ojeada al cinturón defensivo y dijeron: «No basta. Todavía hay aquí brechas. Necesitamos más fuerzas aún». En cambio, el embajador ruso, Rosenberg, le había dicho al general Miaja: «Eso, ¡por fin!, me gusta. Madrid se encuentra ahora en la situación de Petrogrado en 1918. Si hay disciplina, se resistirá». Pero los anarquistas sólo conocían a Rosenberg por el despliegue de fotografías suyas en la prensa. Así que, sus tres jefes, Mora, Cipriano Mera y Del Val, estaban decididos a no ceder la hegemonía que la CNT se había merecido una vez más, dando más que nadie voluntarios para la muerte. «¡Miaja, Kleber, Líster, el Campesino! De acuerdo. Pero aquí nos falta nuestro jefe, el único que no nos traicionará. Aquí nos hace falta Durruti».

«¡Que venga Durruti! ¡Que venga Durruti!». Se formó una voz única reclamando al jefe, voz que llegaba bronca a oídos de los rusos del Hotel Bristol, los cuales tenían presentes las palabras de Lenin: «En el mundo quedan muchas cosas que han de ser destruidas a hierro y fuego si queremos la liberación de las clases trabajadoras».

Federica Montseny, la diputada catalana, anarquista, nombrada ministro de Sanidad —«señora ministro» la llamaban los ujieres—, fue la encargada de salir volando hacia el frente de Aragón para convencer a Durruti. «Durruti…, Madrid te necesita». El hombre que odiaba a los homosexuales y a las prostitutas enfermas y que quería invadir a Portugal, se cuadró y barbotó:

«¡El pasado no cuenta!». Y se tocó la gorra con visera de charol. Y dio orden de trasladarse a Madrid, de trasladarse en sentido inverso a como lo habían hecho los coches del Gobierno.

Fueron cuatro mil hombres que, montados en camiones rápidos como balas o renqueantes como el Cojo, se lanzaron en dirección a Madrid, por la carretera general, carretera que las tropas francesas llamaron el «Boulevard de Cataluña». «¡No pasarán!». Con Durruti iban Arco Iris; el capitán Culebra, con su cajita de madera cubierta con un paño de hilo; José Alvear, con su sombrero hongo; otros muchos anarquistas conocidos y, por supuesto, al doctor Rosselló y sus ayudantes, al que el «ministro» de Sanidad, Federica Montseny, prometió el Hotel Ritz para acondicionarlo como Hospital de Sangre, así como otro «vale» que le permitiera incautarse, en almacenes y establecimientos de Madrid, todo cuanto necesitase.

La entrada de Durruti en Madrid colmó el entusiasmo de los defensores. Por un momento, los internacionales parecieron achicarse ante aquel gorila humano, cuyo nombre, Buenaventura, presagiaba lo mejor. Durruti preguntó: «¿Dónde hay más peligro?». El general Miaja le contestó: «En la Ciudad Universitaria». Durruti comentó: «Eso me gusta». Curioso que a Durruti le gustara luchar en la Ciudad Universitaria. ¿Se reirían de él los libros de texto? ¿Moriría aplastado por el tomo de una enciclopedia? «¡A la Ciudad Universitaria!». El jefe anarquista hincó su garra en aquella zona, cerca de Líster, del Campesino, del general Lucasz y del general Kleber, quien desde la Facultad de Filosofía y Letras, donde tenía instalado su Cuartel General, le mandó un mensaje de saludo firmado con la sola inicial: K.

Ya todas las piezas ocupaban su lugar. Ya todo el mundo se había dado cita a ambos lados de la fosa. Los combatientes «rojos» escaseaban de tabaco y los combatientes «nacionales» escaseaban de papel de fumar. A un lado había curas y «detente, bala»; al otro lado, Cerillita llevaba un copón para afeitarse. ¿Y el general Mola? El general Mola consideraba que el general Miaja era un mediocre general y confiaba en la «Quinta columna»; el general Miaja consideraba que Franco era un estratega de primer orden y confiaba en la cantidad de fuerzas. Cincuenta mil milicianos. Era obvio que los «nacionales» no disponían de los sesenta mil de que habló Nicoletti y que, pese al consejo de los alemanes, no estaban dispuestos tampoco a arrasar la ciudad.

No se sabía lo que iba a ocurrir. La guerra era cálculo, pero también magia. José Alvear irrumpió en el café Molinero y se empeñó en tomar café en la mesa reservada al general Mola. Su padre, disgustado por no haber matado a los cinco ministros, o por lo menos al alcalde, Pedro Rico, había abandonado la Venta del Espíritu Santo y se había ido a su casa, a dormir. Había un interrogante en el aire; y lo había en Tokio, en Moscú, en Londres, en Praga… Quienquiera que mirase con atención el mapa de Europa, sobre todo el reparto y situación de sus provincias espirituales, comprendía que cada batalla de aquella guerra tendría vasta repercusión en lo futuro.

Sí, la guerra era magia… Pronto se tuvo de ello pruebas concluyentes. En el momento en que una bala atravesaba los dos pulmones de Durruti, la República de El Salvador reconocía el gobierno de Franco —primera adhesión oficial— y Manolín, en la calle de Verdi, le preguntaba a mosén Francisco: «¿Qué, cuántos clientes ha tenido usted hoy?».

* * *

En las horas que precedieron al inicio de la batalla, multitud de ojos, entre los que destacaban los de Carmen Elgazu, redondos y negros, se elevaron al cielo en súplica de ayuda. «Proteged a los nuestros», rezó Carmen Elgazu, la cual no podía olvidar que Matías Alvear había nacido en aquella ciudad en la que tantos hombres iban a morir. Por su parte, Ezequiel, en Barcelona, dándose cuenta del progresivo temblor de las cabezas de los milicianos que se sentaban en los taburetes del Fotomatón, le soltó a Rosita uno de sus lapidarios vaticinios: «Llámame profeta barato, si quieres, pero vaticino que antes de una semana Franco bailará un chotis en la Puerta del Sol».

El ejecutor de las órdenes del Estado Mayor de Franco iba a ser el general Varela, quien, como de costumbre, vestía cazadora de gamuza y llevaba guantes blancos. En la frente de Varela había una sombra de preocupación. Sin embargo, todo estaba dispuesto. Carros de combate, camiones blindados, morteros, soberbios escuadrones de caballería al mando del general Monasterio, aviones y elevada moral. ¡Claro que sí! Los edificios babélicos de Madrid —la Telefónica, Correos, Palacio Real— atraían a los combatientes, sobre todo a los que eran madrileños o tenían alguien o algo amado en Madrid. También eran muchos los que no conocían la capital de España y esperaban aguijoneados por la curiosidad. De ahí que montar guardia en una colina dominante fuera privilegio, aunque arriesgado, y más privilegio todavía disponer de unos prismáticos. La aviación «roja», después de hacer unas acrobacias, lanzó octavillas que recordaban que aquellas fechas de noviembre eran el decimonono aniversario de la revolución rusa.

Los diálogos eran escuetos.

—¿Cuánto habrá de aquí a la Puerta del Sol?

—¿En línea recta?

—Sí.

—Pues… una media hora.

—¿Cómo?

La respiración quedaba cortada y en el interior de la mente brincaba la pregunta: «¿Cuándo atacaremos, mi general?».

Inmediatamente. El 6 de noviembre, al amanecer. En los días precedentes los «nacionales» habían combatido con furia a la caza de observatorios estratégicamente emplazados, realizando como siempre determinados movimientos envolventes, que por su parecido y su periódica repetición empezaban a ser llamados «bolsas», «bolsas del Mando nacional». En una de estas bolsas, cerca de Torrelodones, el jefe rojo, apellidado Domingo, en el último momento envolvió su cuerpo en la bandera tricolor y se pegó un tiro en la sien.

El capitán Culebra había advertido que, en las horas que precedían a un combate, su bicho domesticado se excitaba inexplicablemente. «Que me chinchen si lo entiendo». Aquel día fue la excepción. Aquel día el bicho estaba aletargado. No quiso ni beber leche ni comer queso, y su amo y José Alvear, eternamente juntos, se miraban incapaces de descifrar lo que la anomalía significaba.

—¡Fuego!

El general Varela dio la orden y se abrieron las espitas de la metralla y del plomo. Bombas aéreas y millares de proyectiles cayeron sobre Madrid sembrando el exterminio. La matanza era loca. Se desplomaban los edificios —«¡cuidado, allí vive mi novia!»—, se decapitaban los monumentos, reventaban las tuberías, y los entrañables hilos que llevaban la luz a los hogares colgaban desflecados, combados, como restos de telaraña. Todas las sirenas de la tierra anunciaron la desventura, en medio de cuyo fragor no se oía una sola voz humana. Los hombres no hacían más que disparar y que combarse como los hilos eléctricos. ¿Y los parapetos, y las trincheras y los centenares de ametralladoras? ¿Y el general Kleber? «¡Cuidado, allí está el Museo del Prado!». «¡Cuidado, allí aprobé mi bachillerato!». Cuidado, artilleros, yo amaba aquellos árboles…

Un obús incendió el convento de Padres de la Trinidad. Dos mulas despanzurradas corrieron un trecho con las entrañas colgando. Los madrileños se refugiaron en las estaciones del Metro, especialmente las de Cuatro Caminos, Tribunal, Progreso, Antón Martín y Atocha. El pasillo subterráneo de éste se convirtió en sala de espera para lo que el destino ordenase. Los madrileños que no conseguían refugiarse a tiempo eran recogidos por los camiones de la basura y conducidos al Depósito de cadáveres. «¡Resistiremos!». Luis Companys, el Presidente de la Generalidad de Cataluña, pareció oír este grito, pues mandó desde Barcelona un piloto con la misión de echar simbólicamente sobre la ciudad sitiada una corona de laurel.

Cuando los observadores «nacionales» entendieron que la preparación era suficiente, el general Varela dio la segunda orden:

—¡Adelante!

Ahí se produjo lo inesperado. La réplica de los defensores fue tan varonil y contundente, que los atacantes se inmovilizaron sobre el terreno. «¡No pasarán!». Las espitas de la metralla y del plomo, esta vez proyectadas en sentido contrario, cayeron sobre ellos. La artillería disparaba desde las inmediaciones del Palacio Real; algunos cañones habían sido emplazados en el último piso de los edificios. Ojos de ametralladora resplandecían en cadena y, sobre los tejados, cruzaba la «Gloriosa», dispuesta a enseñorearse del cielo. «¡No pasarán!». Todo el cinturón de Madrid se convirtió en un solo clamor. «¡No pasarán!». Los atacantes gritaban: «¡Adelante, que ya son nuestros!». Mentira. Detrás de cada árbol, de cada ventana y de cada saco de arena se escondía una voluntad. Y apenas una posición quedaba desguarnecida, brotaban de la tierra combatientes de refresco. En determinadas zonas, los milicianos desprovistos de arma esperaban anhelantes la caída de un compañero para hacerse con su fusil. Mujeres de todos los sindicatos ayudaban trajinando, llevando municiones, cantimploras, ejerciendo tareas de enlace y espoleando a aquellos hombres que, súbitamente iluminados, ofrecían el pecho y la vida, mientras a sus espaldas discos lejanos tocaban A las barricadas y La Internacional.

El general Varela comprendió al punto que se había producido una mutación. Los informes que llegaban a su puesto de mando reconocían que los defensores formaban un ejército experto, sin duda mandado por jefes intrépidos, que disponían de material de excelente calidad. El general Monasterio, que con sus escuadrones de caballería tanteaba aquí y allá en busca de brechas de penetración, fue conciso: «Largo Caballero no mintió. Gran parte del material que utilizan es óptimo y las Brigadas Internacionales han alterado los términos de la lucha. El enemigo con que nos enfrentamos en estos momentos no tiene el menor parecido con la pandilla de guerrilleros que conocimos hasta hoy».

¡Brigadas Internacionales! Fue el elemento perturbador. Aquellos hombres que Fanny y Julio vieron hacer cola en los banderines de enganche, en París. El general Lucasz, con su comisario político Vittorio, el general Kleber, con su comisario Luigi Longo, los batallones Garibaldi, Dimitroff y Commune de París, y otros muchos batallones. «¡Voluntarios de la Libertad!». Un nimbo poético seguía enmarcando su intervención. Al igual que ocurrió en Aragón, cada uno de sus gestos implicaba una enseñanza para los neófitos milicianos. Sabían guarecerse del fuego enemigo, las culatas de sus fusiles se adaptaban coma ventosas a sus hombros. ¡Defendían tantas cosas! Polo Norte estaba allí. Y nadie le preguntaba por Suecia ni por qué había venido: Su pelo era blanco; sus disparos, certeros. Linotipista de profesión, ahora defensor de la Facultad de Filosofía y Letras. El Negus estaba también allí. No pensaba en su raza, judía, ni en su país de origen, Alemania. Disparaba. Defendía España, el mundo y, confirmando la tesis de Julio, se vengaba de algo íntimo, personal; se vengaba, al igual que José Alvear, de las muchas mujeres burguesas que desde su fealdad física y su escasa educación había amado en vano. También estaban allí los dirigentes comunistas españoles Jesús Hernández, Díaz, Mije, Uribe… Las fuerzas «nacionales» no conseguían reponerse de la sorpresa. El Alto Mando ordenaba al general Varela una y otra vez: «¡Adelante! ¡Avanzar!», pero la Infantería vacilaba. Especialmente, los moros. Los moros, excelentes maniobreros en campo abierto, en terreno ancho, lloriqueaban angustiosamente ante aquel tipo de guerra suburbial, la guerra del palmo a palmo, del forcejeo, del piso por piso. Además, la aviación los aterrorizaba, ya que «si al morir su cuerpo quedaba descuartizado y sucio, no sería admitido en el reino de Alá». Tampoco los legionarios se movían a sus anchas. Los legionarios, incomparables en el asalto a la bayoneta y en el lanzamiento de granadas de mano, a la vista de los carros de combate se cohibieron y miraron de extraña manera a sus jefes. «¡Adelante! ¡Avanzar!». Pero los «rojos» exclamaban: «¡No pasarán!». Y los falangistas y los requetés y los guardias civiles andaban desconcertados.

Eran días de noviembre, días con escarcha. Madrid se convirtió en cementerio, en muladar. Con el alba asomaba el sol. Ojo irresoluto que apenas si se atrevía mirar el vientre agusanado de la ciudad. El sol recorría su camino, amando especialmente a los niños, a los niños escondidos en Cuatro Caminos, en Tribunal, en el subterráneo de Atocha. Al atardecer, se iba, se despedía amoratadamente. Ojo cárdeno que lloraba por los muertos de la jornada. Cuando los muertos eran muchos, al día siguiente permanecía oculto en el claustro ignoto y enviaba en su lugar viento frío o nubes grises que amortiguaban los sonidos. Nubes que lloraban en su nombre, llanto parecido al sirimiri del Cantábrico, que Carmen Elgazu tanto añoraba.

En Madrid se producían erupciones volcánicas: humildes seres que, a la sombra del general Miaja, se convertían en héroes y cuyas frentes se llenaban de estrellas. Un botones del Hotel Palace les plantó cara de tal suerte a los carros de combate, que fue ascendido a teniente. La mujer de un peón caminero «clavó» de tal modo un coche blindado, que fue nombrada sargento. Cuatro guerrilleros del Campesino, llamados Pancho Villa, Sopaenvino, Salsipuedes y Trimotor, fueron nombrados capitanes. Era, sin duda, una defensa pertinaz. A retaguardia de los atacantes, en el sector de Talavera, los pilotos «rojos» lanzaban de noche, en paracaídas, bengalas de larga duración, que se mantenían en el espacio iluminando los objetivos.

El general Mola llegó, procedente del Norte, al teatro de la lucha. El general Mola llegó del Norte, es decir, sin tener aún experiencia directa sobre el poderío de las Brigadas Internacionales. Horas después de su llegada, ordenó la prosecución a ultranza del ataque, cuyos dos objetivos inmediatos eran: el primero, la ocupación de la Casa de Campo; el segundo, el cruce del Manzanares. La orden del general Mola ¡se cumplió…! A costa de sangre fue derribado parte del muro de la Casa de Campo y los legionarios y los regulares indígenas se derramaron por entre las encinas de aquella mancha borrosa, mancha que, vista desde el aire, confería al paisaje una singular ancianidad. El Manzanares fue cruzado y se penetró en el Parque de la Moncloa y en la Ciudad Universitaria, en la que doscientas ametralladoras «rojas» disparaban sin tregua. Fueron ocupados el Palacete de la Moncloa, la Residencia de Artistas Franceses, el Hospital Rubio, el Asilo de María Cristina y el Hospital Clínico. Cinco mil presos de la Cárcel Modelo sufrían la tortura de ver a los «suyos» aproximarse a los muros de la prisión, sin conseguir llegar a ella.

Todo sería inútil. Los atacantes estaban extenuados y no había posibilidad de relevo, en tanto que, desde Albacete, André Marty seguía enviando más y más batallones de «Voluntarios de la Libertad», los cuales iban taponando, con precisión no exenta de belleza, los flancos que habían sido vulnerados.

«Que prosiga el ataque». Aleramo Berti, delegado fascista italiano, sin dejar de llevarse a la boca caramelos ácidos en cuyo envoltorio destacaba la efigie de Queipo de Llano, contemplaba el desarrollo de las operaciones y opinaba que aquella lucha era estéril y que lo sensato sería renunciar y atrincherarse. Schubert, nazi alemán, con su miopía y aspecto apocado, opinó que la guerra era la guerra y que en consecuencia se imponía arrasar Madrid. En el bando «rojo» el general Kleber y el general Lucasz no acertaban a explicarse la suicida tozudez del enemigo, cuya inferioridad era manifiesta, y Líster farfullaba una vez y otra: «Aquí los cascamos a todos».

* * *

La suerte estaba echada. Nicoletti, al calcular que se hubiesen necesitado sesenta mil hombres para forzar las defensas de la ciudad, calculó seguro. En cambio, Ezequiel fue mal profeta. Las plegarias de Carmen Elgazu se extraviaron camino del cielo. Por primera vez desde el 18 de julio los «nacionales» fracasaron, fracaso que sus jefes iban conociendo en su propia carne, puesto que Castejón cayó herido, cayó herido el jefe marroquí Mizzian e incluso el general Varela iba a sufrir el arañazo de tres cascotes de metralla.

«Nuestras fuerzas han realizado un movimiento de repliegue y se atrincheran en las líneas conquistadas». Don Anselmo Ichaso reaccionó con violencia. Al tiempo que aplazaba la fiesta que anunció y que tiraba a la basura la estación «Madrid», que tenía preparada, escribió a «La Voz de Alerta»: «Ha fallado el Servicio de Información». Por su parte, «La Voz de Alerta» renunció al caviar y su criada Jesusha se pasaba las tardes en el Buen Pastor haciendo pucheros. Tan desorbitadamente aumentaba el desencanto en la retaguardia «nacional», que los periodistas extranjeros acosaban a Núñez Maza preguntándole: «¿Es lógico que pierdan ustedes tan fácilmente el ánimo, que se desmoronen de este modo?». «¿Cree usted que, en caso de adversidad, esta zona resistiría tanto como ha resistido la zona “roja”?».

La zona «roja»… En la zona «roja» las masas se echaron a la calle vitoreando al general Miaja, a Moscú, a la CNT, a todo cuanto era revolucionario y les pertenecía en algún sentido… «¡Madrid, la tumba del Fascismo! ¡Madrid, invencible! ¡No pasarán! ¡La victoria está cerca!». El Cojo creyó eso, que la victoria estaba cerca, y también lo creyó Teo. Se multiplicaron las felicitaciones y los ascensos. «¡Viva Largo Caballero! ¡Vivan los hombres llegados de Hungría, de Checoslovaquia y del Paraguay!». Felicitaciones al batallón «Los que no corren», formado por ancianos y hombres cojos. Felicitaciones a las dos enfermeras suizas Germaine y Thérèse, cuya destreza y abnegación salvaron la vida a muchos heridos, y a los porteros que subieron a las azoteas para hostigar a los «pacos». ¡Felicitaciones al doctor Rosselló! El doctor Rosselló, que al apropiarse del Hotel Ritz instaló el quirófano en los sótanos, convirtiéndolo en hospital modelo. Felicitaciones a la Pasionaria y a Margarita Nelken, las cuales recorrieron las líneas una y otra vez arengando a los milicianos. Se produjo un estado de cordialidad propicio a la comprensión mutua. El Campesino, hercúleo e inmunizado contra las balas, dijo de los anarquistas: «Son menos tontolicos de lo que me había figurado». En justa correspondencia, los anarquistas dijeron del general Kleber: «Menudo tipejo». José Alvear se dedicó a pintarrajear en las aceras, con caracteres enormes, las iniciales de la FAI, en tanto que su padre moría acribillado, recibiendo la felicitación póstuma de los dos camilleros que lo tiraron a una zanja.

De hecho, el único que no prodigó alabanzas fue el embajador ruso, Rosenberg. Rosenberg, visto el desarrollo de los acontecimientos, entendió que el ataque fue tan mal planteado que haberlo contenido no presuponía ninguna hazaña. «Un juego. Nunca entenderé a los españoles». Hizo un viaje a Valencia y a la salida del despacho del Presidente del Gobierno, en el que irrumpió con una imponente escolta de técnicos militares, le dijo a Largo Caballero: «Rusia ayudará… Rusia ayudará cada vez más. Pero hay que unificar rápidamente el Ejército y nombrar comisarios políticos de confianza. Además, poco a poco, hay que acabar con los anarquistas y con el POUM».

Largo Caballero miró con fijeza al embajador y le contestó:

—No olvide usted que no estamos en Rusia, sino en España. España es un país pequeño pero orgulloso, y lo primero que necesita es que sean de su confianza los embajadores.

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El frente se estabilizó. Madrid no fue conquistado. El general Mola no bebería todavía café en el Molinero y todas las estatuas de Madrid aparecieron adornadas con graciosos casquetes de papel. En ambas zonas, de Norte a Sur, de Este a Oeste, se tuvo la certeza de que la guerra sería larga.