Esta vez la alarma llegó por el mar. Por el mar tranquilo y azul, y concretamente por la bahía de Rosas, en la que en tiempos mosén Alberto dirigió excavaciones descubriendo una necrópolis. El hecho ocurrió bajo una luna otoñal, poco después del regreso de Julio García a Gerona. El comisario Julián Cervera recibió aviso telefónico de que «un buque enemigo» se paseaba a lo largo de la costa catalana. El aviso resultó cierto: tratábase del crucero Canarias, el cual penetró de pronto como un cetáceo en la bahía de Rosas y abrió fuego. Veintidós bombazos, que retumbaron como trompetas de juicio final, uno de los cuales averió el edificio de la escuela. La gente huyó despavorida, pues no había defensa contra el monstruo ni se sabía cuál era su intención; lo más probable, el exterminio de la tierra. Toda Cataluña imaginó que se trataba de la preparación de un desembarco, que iban a desembarcar la Legión y los moros. Esta última palabra, que olía a aceite, corrió de boca en boca fundiendo el espanto y la cólera. Una cólera imponente y amarga que arrancó de labios del coronel Muñoz la frase: «Militarmente, entiendo que eso del desembarco es un bulo», a lo que Cosme Vila replicó: «A mí lo que me parece un bulo es que usted sea militar».
El pánico se apoderó de la región, y en muchos lugares patrullas de milicianos montaron en camiones e invadieron las carreteras que conducían al litoral, mientras grupos de mujeres se desplazaban en sentido inverso, hacia el interior. Abundaban los «fascistas» que no acertaron a ocultar su contento, que al parpadear destilaron ironía. Aquello bastó. La represalia, lo mismo en Gerona, que en Barcelona, que en Lérida, que en Tarragona. Los oficiales del Canarias estaban lejos de sospechar que la presencia de su barco, que su bulto sobre las aguas, significaría para muchos la muerte.
El Comité de Gerona, no disuelto aún pese a la orden del Gobierno, se reunió con urgencia. También de la ciudad salieron para Rosas, con encomiable rapidez, varios destacamentos; pero lo más inmediato fue impedir que la población de Gerona y su provincia ayudara a los atacantes, mediante señales y sabotajes. En poco más de tres horas, la cárcel oficial, la del Seminario, duplicó el número de detenidos, lo mismo que las cárceles clandestinas del Partido Comunista y del Partido Anarquista. También se ordenó la entrega de pilas eléctricas, de lámparas de mano. También, por orden ilocalizable, en el pueblo de Orriols fue incendiada una casa en la que habían sido encerradas dieciocho personas.
Un patético incidente tuvo lugar en la carretera de Figueras. Alfredo el andaluz, sustituto de Murillo en la jefatura del POUM, en unión de otros dos milicianos, decidió dar «el paseo» a un propietario del pueblo de Palafrugell que, al ser detenido, hacía de ello un mes escaso, había dicho con sarcasmo: «Hoy, yo; mañana, veremos». Lo llevaban esposado en un coche pequeño, hasta que, al llegar a un control de la carretera, junto a un bosque tupido, el propietario tuvo una idea diabólica, mortal: sacó el brazo por la ventanilla y gritó: «¡Somos falangistas! ¡Arriba España! ¡Viva el Canarias!». Los milicianos de guardia en el control reaccionaron como cumplía a su obligación. En un segundo apuntaron al coche y lo acribillaron, acribillaron a sus ocupantes. Murieron instantáneamente el propietario de Palafrugell y Alfredo el andaluz: los dos milicianos recibieron heridas del color de la sangre.
La noticia llegó a Gerona en versiones muy deformadas. Blasco declaró: «No se puede negar que el gachó tuvo c…». Santi, cuyos ojos, contrariamente a los de Javier Ichaso, se extraviaban cada vez más, dijo, contoneándose como un bailarín: «Ahora ya no quiero matar al elefante del parque, ahora quiero matar a la ballena». «¿Qué ballena?», le preguntó Blasco. «Pues ese barca de Rosas, el Canarias fascista. ¿No ves que nos puede zumbar?».
Santi ignoraba, ¡por suerte!, que entre la tripulación del crucero Canarias figuraba un gerundense, el hijo menor de don Santiago Estrada, el cual lo hubiera dado todo para que la noticia del desembarco fuera cierta. El muchacho temblaba con el mar. ¡Si los cañones fueran anteojos! Le parecía oler no a mar, sino a tierra. En pocas semanas, Estrada había llegado a la conclusión de que el mar era excesivamente igual en todas partes, y tener su costa natal, la costa ampurdanesa, tan cerca, constituía para él una tortura similar a la de Tántalo.
Axelrod, que acompañado de su perro hacía ahora frecuentes viajes a Gerona y a la frontera, por el lado de Agullana y La Bajol, consideraba una teoría típicamente abstracta y católica la de que la sangre de los mártires era semilla de ubérrimos frutos. Él no creía sino en los vivos, porque entendía que el hombre era olvidadizo por naturaleza, y ponía como ejemplo la Unión Soviética, que desde 1917 se dedicaba al exterminio de los enemigos del pueblo, sin que éstos recogieran por ninguna parte los pretendidos frutos. De ahí que no le turbaran lo mínimo, excepto en fugaces momentos de depresión o cuando le salpicaba algún desarreglo de la salud, las noticias sobre represalias, incendios, zanjas y más zanjas. «¡Adelante, Cosme Vila!». En cambio, la mujer de éste, al desfilar ante la capilla ardiente que se levantó en torno al cadáver de Alfredo el andaluz y advertir que la muerte había rejuvenecido curiosamente al militante trotskista, les dijo a sus padres, los guardabarreras: «Me da mucha lástima que mueran tantos hombres. Y tengo miedo por Cosme. A veces, cuando Axelrod habla con él, le mira como extrañado de que siga viviendo todavía».
Los gerundenses perseguidos a raíz del bombardeo por mar ignoraban tales matices y decidieron huir, no demorar su proyectada fuga un solo minuto. Apenas el Canarias se retiró —veintidós disparos, un rato de espera y desaparición—, nuevas caravanas se formaron hacia Francia. Laura no tuvo materialmente tiempo de atar bien los cabos, y varias de estas caravanas fueron sorprendidas por los carabineros en pleno monte. La esposa de «La Voz de Alerta», jefe del Socorro Blanco, lloró sin consuelo. Las hermanas Rosselló —¿dónde estaban los falangistas Miguel Rosselló y Octavio?— intentaban convencerla de que la culpa no fue suya, pero era inútil. «No me lo perdonaré nunca».
Hubo dos fugitivos con suerte: la madre de Marta y mosén Francisco. Fugitivos con destino a Barcelona. La madre de Marta, viuda del comandante Martínez de Soria, había recobrado energías y se decidió a pedirle una entrevista al coronel Muñoz. Horas después de recibir el recado, el coronel se personó en el piso de la viuda, a la que besó la mano. «En nombre de mi marido quiero pedirle a usted que encuentre el medio adecuado para que yo me reúna con mi hija, y una vez conseguido esto, que las dos podamos salir de España, tal vez por mar, a través de algún consulado».
El coronel Muñoz no pestañeó siquiera. «Considérelo usted como hecho», contestó. La madre de Marta leyó sinceridad en los ojos del coronel. Por un lado, se lo agradeció; por otro pensó: «¿Así, pues, los jerarcas de la revolución tienen manera de salvar a las personas que les interesa?».
—Se lo agradezco mucho, coronel Muñoz.
—Haré lo que pueda.
Así fue, y todo había de salir como trazado a compás. La viuda del comandante Martínez de Soria fue conducida a Barcelona en una ambulancia del hospital. El coronel Muñoz la despidió al pie del vehículo y le dijo: «Hoy pernoctará usted en el consulado de Guatemala y mañana usted y su hija, provistas de pasaportes en regla, subirán la pasarela de un barco italiano que zarpará rumba e Tánger».
—De nuevo las gracias, coronel…
—Le deseo mucha suerte.
¡Curioso! La viuda del comandante había soñado muchas veces en la posibilidad de ser protegida por un consulado. Pero invariablemente se había figurado el de un país poderoso: Inglaterra, o tal vez el Canadá. ¡Guatemala! Era simpático aquello. ¿No había en Guatemala montañas cubiertas por orquídeas blancas, las más bellas orquídeas de la tierra?
Le dio tiempo de avisar a Ignacio y hablar con él unos minutos. Ignacio se emocionó y le pareció que un soplo de vida había transformado a aquella mujer.
—Adiós, hasta que Dios quiera…
—Adiós… y bese a Marta de mi parte. Dígale… —Ignacio hizo un gesto—. ¡Bueno, es igual! Bésela de mi parte…
El otro fugitivo de Gerona fue mosén Francisco. Ahí Laura, que finalmente fue la que se ocupó del asunto, atinó. Todo salió a pedir de boca. Mosén Francisco se convirtió en obrero mecánico e hizo el viaje ¡en la locomotora del tren que en la frontera recogía a los internacionales! Los ferroviarios del Socorro Blanco lo escondieron en aquélla, tiznándole de pies a cabeza, y en las estaciones mosén Francisco, con una llave inglesa en la mano y las uñas negras, simulaba luchar con alguna avería de la maquina. Entre estación y estación contemplaba, a través del humo y de la carbonilla, el paisaje amado e incluso convenció a sus anfitriones para rezar, en cuanto dieron vista, en Barcelona, a las cúpulas de la Sagrada Familia, una avemaría humilde, una avemaría mucho más poderosa que los infernales resoplidos del tren.
* * *
Mosén Francisco se anticipó a la madre de Marta. Se le anticipó cuarenta y ocho horas en su fuga a Barcelona, lo suficiente para que Marta pudiera garantizar ante Ezequiel la personalidad del vicario.
Éste, apenas se apeó en la estación de Barcelona, apenas dejó de sentir a su lado la protección de los dos ferroviarios, tuvo la impresión de que a lo largo del andén enormes ojos lo miraban inquisitivamente, empezando por el ojo del reloj. Nunca hubiera sospechado que tantas cosas en el mundo pudieran parecer ojos. Procuró serenarse, disimular. Ahora bien, era sacerdote. Y lo que uno es ¿no se trasluce al mirar, no lo delata el ademán, aun llevando mono azul, carnet de la UGT y un cajón de herramientas? Al salir de la estación oyó a su espalda los pitidos de las locomotoras y por un momento temió que fuesen sirenas de la policía.
La encerrona había sido larga, entre espejos, en casa de las hermanas Campistol. «Cuando os persigan en una ciudad, huid a la otra». Apenas sabía andar y sentía la palidez resbalarle por las mejillas. En el trayecto no vio sino montañas y el color ocre de octubre; en Barcelona, casas, hombres, los colores de la revolución. Fue un impacto para el vicario comprobar que los instintos galopaban desnudos. No sabía adónde ir. Avanzó por el paseo de Colón y, al llegar a los pies de la estatua, pensó: «¿Por qué no he ido a pasar delante de la catedral?». El puerto estaba allí, rebosante de lentejas diminutas llegadas de Odesa, de baterías de costa recién engrasadas. Siguió andando Paralelo arriba, hasta los palacios de la Exposición, que habían sido tomados al asalto por una masa de refugiados aragoneses. Los palacios que en 1929 exhibieron maravillas industriales, exhibían ahora bocas famélicas, que al hablar acentuaban la última sílaba. ¡Refugiados! Todo el mundo se desplazaba; era el ciclón de la guerra.
Mosén Francisco orinó detrás de un pabellón y abandonó en el suelo su caja de herramientas. Con ello se sintió libre, encendió un pitillo y se internó por las Rondas, y luego, volviendo sobre sus pasos, tomó la dirección del Barrio Chino, de acuerdo con el consejo que le dio Ignacio. A media tarde se encontraba exhausto. Sentóse en un bar frente al cual una inscripción decía: «Menos comités y más pan». ¡Pan! Mosén Francisco tenía hambre. Pidió un bocadillo y un vaso de vino. El vino era vino, pero el vaso no era cáliz. Lo alzó, lo miró y lo bebió. «Confío en Vos, Señor; haced conmigo lo que os plazca».
Poco después, una mujer se le sentó en las rodillas. Fue el más grande de los sustos, casi un grito. «¡Calma! ¿Por qué todo aquello?».
—¿Qué haces aquí?
—Aquí estoy.
—Sales del hospital…
—Sí.
Era una mujer sin edad. Cuando pasaban cerca los milicianos y los miraban, mosén Francisco, sin poderlo evitar, apretaba un poco a la mujer contra sí.
—Eres un aprovechado. ¿Invitas?
—No faltaba más…
También bocadillo y vino, vino para la Loli, vino que era vino, vaso que no era cáliz.
—Cuéntame algo.
—¿Yo?
—¿Pues quién va a ser?
Pasaban niños y perros y, arrastrándose por la calzada, la infancia y las promesas que mosén Francisco había hecho el día de su ordenación.
—¿Luego nos iremos?
—Tengo quehacer.
Los minutos parecían horas, ¡pero la mujer pesaba poco sobra las rodillas de mosén Francisco! Dramática belleza de la tentación…
—¡Salud y muchas gracias, «rajao»!
Salud, cuerpo de Dios, alma de Dios…
Mosén Francisco se levantó, aturdido. Pagó y echó a andar, desentumeciéndose, en dirección a la Vía Layetana, al establecimiento fotográfico de Ezequiel. Se sentía desfallecer, no quedaba otra salida. Las carteleras seguían clamando lo mismo que cuando el viaje de Julio: Sífilis, o tú para mí. Adán no era hombre. Al cruzar las Ramblas asistió, estupefacto, a la manifestación de unas treinta mil personas que se dirigían en bloque al puerto a dar la bienvenida al mercante ruso Zarinym, que traía alimentos para Cataluña.
Pasado el aluvión, reanudó la marcha hasta llegar frente al establecimiento de Ezequiel. Miró al interior: las cabinas runruneaban y un grupo de milicianos esperaban el turno. Ezequiel estaba allí, fijando cabezas, y era tal y como Ignacio lo describió: altísimo, melena, con gestos que de repente adquirían comicidad y una evidente honradez en toda su persona.
Mosén Francisco rectificó su plan y llamó a un taxista. Los milicianos lo asustaron y además pensó que Ezequiel no le conocía, por lo que le pondría en un apuro. Mejor ir directamente a la calle de Verdi, donde Marta podría responder por él.
Al cabo de un cuarto de hora llamaba al domicilio de Ezequiel. Le abrió la mujer de éste, pero ni siquiera les dio tiempo a intercambiar una palabra; Marta, desde el comedor, reconoció al vicario, rápidamente. Salió al encuentro de mosén Francisco y no supo si abrazarlo, darle la mano o estrechársela. Pero lo importante era que el vicario había llegado a buen puerto.
En cuanto estuvieron sentados en el comedor, ¡y mosén Francisco pudo quitarse las gafas oscuras!, presentó su solicitud: necesitaba quedarse allí, con ellos, en aquella casa. Era un cobarde y necesitaba protección. «Ignacio me dijo que…».
—No se apure, reverendo —cortó Rosita, la mujer de Ezequiel—. Está usted en su casa.
Mosén Francisco sintió que algo parecido a un leve vuelo de pájaro le rozaba las mejillas, devolviéndoles el color. «¿Por qué, Señor, sois tan bondadoso? ¿Por qué escucháis mis plegarias? ¿Es que no soy capaz de sufrir?».
Manolín miraba al vicario con gran curiosidad. Éste iba a preguntarle algo al chico, pero Rosita se anticipó con una hermosa pregunta: «¿Le gustan a usted las lentejas, reverendo?».
¿Cómo advertir a Rosita que no le llamase reverendo? ¿Por qué tanta claudicación?
Rosita dijo:
—A Eze le gustará tener un cura en casa…
—¿Quién es «Eze»? —preguntó, torpemente, el vicario.
—Ezequiel. ¿Quién va a ser? Un profeta que las acierta todas sin cobrar un céntimo.
—Ezequiel…, bonito nombre.
Inesperadamente, Marta rompió su silencio y se rió.
—¿De qué te ríes, hija?
—De las patillas que lleva usted.
—¡No me hables! Son culatas de fusil.
Manolín no decía nada, pero pensaba algo que lo entusiasmaba. Exactamente pensaba que si el sacerdote se quedaba en la casa, cuando hubiesen pasado unos días pediría confesarse. Se ilusionaba con esto: confesarse en un lugar que no fuese la iglesia. «Por ejemplo, en el patio, debajo de los pinos».
Ezequiel llegó a la una y cuarto, como de costumbre. Su saludo cinematográfico no podía faltar esta vez. «¡A comer!», bramó en el pasillo, mientras se acercaba al comedor. «¡El negro que tenía el alma blanca!».
Sin problema. «Pese a ser cura, no parece usted mala persona». Ezequiel confió siempre en su buena estrella. Ahora mismo, en pleno torbellino, creía a pies juntillas que ni a él ni a sus protegidos les ocurriría nada malo. «Quédese usted… Y a ver si me convierte, que ando un poco flojillo». Se las prometió muy felices con mosén Francisco, porque le pareció que el vicario era alegre y al margen de prejuicios.
—Sí, quédese usted. Comerá muchas lentejas, pero paciencia. La patrona las disimula muy bien. Por lo demás, somos gente casi tratable, lo cual es mucho en los tiempos que corremos.
Marta puso la mesa —estrenaba un delantal amarillo— y todos se sentaron. En cuanto la fuente ocupó el centro y el humo subió enhiesto como el de la hoguera de Abel, mosén Francisco pidió permiso para bendecir. «Claro que sí…». Mosén Francisco inclinó a cabeza. Manolín aprovechó para fisgar si llevaba tonsura o no. Ezequiel, al terminar, le dijo al sacerdote:
—Me alegra que no rece usted en latín. A lo mejor me entero de algo…
* * *
Tan pronto la guerra era un páramo inacabable, la Gran Monotonía, como imitaba al rayo, cambiando en un instante el destino de los seres. Marta llegaría a conocer las dos cosas. Monotonía en la cocina de David, rayo en el domicilio de Ezequiel. Cuarenta y ocho horas después de la incorporación de mosén Francisco a la familia que se había formado en torno a Rosita, y en el momento en que el vicario se repetía para sí «esto es una bendición» llegó el aviso: el aviso fue la madre de Marta esperando a su hija en, el interior de un coche que frenó delante de le puerta. «Que se traiga sólo lo indispensable; pañuelos, un par de medias, nada. No hay tiempo que perder». El Consulado de Guatemala aguardaba la llegada de las mujeres. La consigna en la puerta sería: «Orquídea». Marta se enteró de ello como si le hablaran a través de un tabique lejano. De forma atropellada y caótica se despidió de Ezequiel, de Rosita, de Manolín, de mosén Francisco, ¡del gato! Con lágrimas en los ojos. «¿Qué ha pasado, madre?». «¡Abrázame, hija mía! Mañana salimos en un barco italiano para Tánger. Por una vez, el coronel Muñoz ha sido un caballero».
Marta y su madre prosiguieron, sin contratiempo, su aventura. En la calle de Verdi se notó el cambio; los espíritus tardarían unos días en adaptarse. «Han salido ustedes perdiendo», dijo mosén Francisco, mitad convencido, mitad coqueteando. Rosita había ya observado que mosén Francisco a veces exageraba con su humildad. «Es usted un coquetón, ¿verdad, reverendo?». «¿Cómo? Tal vez sí… ¡Pero, por Dios, Rosita, no me llame usted reverendo!».
El vicario se sentía a gusto en la casa, donde se resarcía de los espejos de las hermanas Campistol. Acordóse que mosén Francisco sustituyera a Marta en las clases que Manolín necesitaba y, como era de rigor, el chico correspondía introduciendo a mosén Francisco en el sutil mundo de las sombras chinescas. Torpe mosén Francisco… Retorcía sus dedos una y otra vez sin acertar siquiera a siluetear un conejo, que era lo más sencillo; en cambio, Manolín clavaba en la pared, con pasmoso realismo, toda clase de milicianos y toda clase de curas. El antiguo oficio de Ezequiel, su instinto para las caricaturas, le había permitido enseñar con maestría a Manolín. El día que Marta se marchó, para olvidar la tristeza organizaron una brillante sesión a cuatro manos. Ezequiel y Manolín, sincronizando sus veinte dedos, consiguieron en la pared imágenes espléndidas y originales, entre las que destacaban un obispo con tiara y báculo y un Cristo arrastrando su cruz.
Ezequiel se dejó ganar fácilmente por el sacerdote, sobre todo porque podía discutir con él. Uno y otro, al dialogar, deformaban, sin advertirlo, su propia personalidad. Mosén Francisco, que era muy realista, fingía creer que la vida consistía en una interminable sucesión de prodigios. «Todo es cuestión de fe. ¿No pudo Moisés cruzar el Mar Rojo? ¡Pues…!». Ezequiel, que en el fondo sólo creía en lo que no se podía demostrar, simulaba tener el pensamiento lógico e incluso ser mezquino. «Nada de Moisés, mi querido amigo, nada de prodigios. Aquí se trata de estudiar Física y Química, ¿comprende?».
Ezequiel correspondía a mosén Francisco trayéndole de fuera periódicos y noticias. Al vicario se le había despertado el interés y sabía que Ezequiel, cuyo establecimiento estaba tan cerca de la Jefatura de Policía, podría arreglárselas fácilmente para estar al tanto de la marcha de la guerra y de los sucesos de la ciudad.
Y era verdad. Ezequiel coincidía muchas veces, en los cafés —próximos al Fotomatón—, con agentes de policía, amigos suyos, y raro era que no les sonsacara algo. Por este conducto mosén Francisco supo que el avance «nacional» hacia Madrid seguía incontenible y que en Valencia acababa de formarse una Junta organizadora de un homenaje a Blasco Ibáñez, en el próximo aniversario de la muerte del escritor.
A mosén Francisco le dolía interesarse de verdad por la marcha de la guerra, porque la guerra consistía en lo dicho: en amar a éstos por odio a aquéllos. No, él no había nacido para alegrarse al oír: «Hemos causado al enemigo setecientas bajas». ¡Bajas! ¡De qué modo escueto se referían las cosas, con qué frialdad se bautizaban las catástrofes!
Sus escrúpulos seguían vivos, lacerantes y más lo laceraron al enterarse de que el obispo de Gerona, aquél que lo ordenó sacerdote, que le trasmitió los poderes, había caído en el cementerio de su ciudad. Por otra parte, un día Rosita llegó descompuesta de la calle. De regreso de una tienda de muebles se había encontrado delante del Hospital Clínico y asistió allí al desfile de grupos de personas que, conteniendo su pena, buscaban entre los cadáveres de turno algún deudo desaparecido.
—Todos los días pasa mucha gente por el Hospital. Aquello es horrible.
Ezequiel corroboró la afirmación de su mujer. Ezequiel estaba al corriente de aquello por dos fotógrafos, conocidos suyos, que eran los encargados de retratar los cuerpos precisamente con vistas a su identificación.
—Por cierto —le dijo Ezequiel a mosén Francisco— que tales fotografías han revelado algo extraordinario, que no es lógico que usted ignore. Han revelado que casi a diario, determinados cadáveres, exclusivamente cadáveres masculinos, presentaban un orificio idéntico, siempre en el mismo lugar: la palma de la mano derecha. El hecho llamó la atención de los médicos del Hospital, hasta que por fin se ha descubierto la verdad. Dichos cuerpos corresponden a aquellos sacerdotes que en el momento de ser fusilados levantan la mano derecha para bendecir a los milicianos. Siempre hay una bala que les agujerea en diagonal la mano, la mano abierta de par en par.
La respiración de mosén Francisco se detuvo. El vicario miró Ezequiel, luego a Rosita y por último fue incapaz de contener una especie de alarido. El increíble documento de los sacerdotes de la diócesis de Barcelona le confirmó que la vida se componía de milagros. Sollozó largamente, ante el estupor de Manolín, y sintió que le penetraban violentos deseos de ser bueno.
Aquella noche no pudo dormir. La cama era tan blanda y confortable, que le parecía que tenía clavos. De nuevo se preguntó por qué había huido de Gerona, por qué no salía a la calle y gritaba ante todo el mundo: «¡Yo también soy sacerdote y pido que me matéis y que me agujeréis la mano derecha!».
Su vergüenza se tradujo muy pronto en actos. Al día siguiente les dijo a Ezequiel y a Rosita que no podía con aquella confinación. «Ayudadme a encontrar el modo de ejercer mi ministerio, de confesar a la gente y de darles la comunión. ¡Qué sé yo! En este barrio habrá, supongo…».
No le dejaron terminar. Ezequiel arrugó el entrecejo, pero Rosita fue más decidida.
—Tengo entendido que hay muchos sacerdotes que confiesan, vestidos de paisano… En los andenes del Metro, en las últimas filas de cualquier cine. Una vecina me dijo que…
—No entiendo. ¿Cómo dice usted, Rosita? Explíqueme… ¿Cómo saben las personas que aquel señor del andén es sacerdote y que confiesa?
—Porque tienen una consigna. «Estaré leyendo el periódico». «Estaré jugueteando con el mechero». En fin…
El rostro de mosén Francisco se iluminó.
—Rosita, por Dios… ¿Me encontraría usted personas que acudiesen a mí? Si yo pudiera…
Ezequiel intervino. No quería que el vicario se les muriese de añoranza, y además estaba claro que Rosita se había puesto de su parte.
—No se preocupe por eso, reverendo. Tendrá usted clientes.
El resto fue fácil. Se trataba de elegir el lugar a propósito y de que Rosita corriera la voz por el barrio.
A la noche, Ezequiel le trajo un plano de la urbe y lo extendió en la mesa del comedor. Manolín dijo en seguida:
—¡El Tibidabo!
—Nada de eso, amigo —replicó Ezequiel—. Menos humos.
Después de mucho mirar, estimaron prudente que el lugar elegido estuviera lo más lejos posible de la calle de Verdi, y el más a propósito les pareció el Parque de la Ciudadela, al lado de la estación de Francia.
—Podría sentarme en un banco leyendo El Diluvio y teniendo una caja de cerillas, a mi lado, a la izquierda.
—¡Ele! —rubricó Ezequiel—. Cerca de la fuente de la Sirena.
El vicario se acarició la barbilla.
—¿Y disfraz?
Rosita intervino.
—Yo creo que tal como viste usted ahora, con mono azul.
—Quizá sí.
Ezequiel echó los brazos atrás, como si hiciera gimnasia.
—Falta algo… —musitó—. ¡Ya está! Unas letras en la espalda, como si fuera un empleado de alguna industria o de alguna marca de…
—¡Uralita, S. A.! —gritó Manolín triunfalmente.
Y, ante el asombro del chico, se aceptó por unanimidad.
Uralita, S. A… El Diluvio, caja de cerillas, fuente de la Sirena… Rosita inició su labor entre las vecinas y se asombró de la gran cantidad de ellas que le merecían confianza. «¿Cómo es posible, que, siendo nosotros tantos, nos tengan así acorralados?». La buena noticia se transmitió como si fuera una mala noticia, y mosén Francisco empezó a gozar y a sufrir en el Parque de la Ciudadela, junto a la estación de Francia.
Se le antojaba raro estar sentado allí, leyendo y releyendo cien veces el periódico, sin enterarse de su contenido. Los granos de arena se familiarizaron con él y quizás algunos pájaros, que a veces lo miraban como si quisieran también confesarse. Cada vez que alguien asomaba por las avenidas circundantes, el corazón le daba un vuelco. «Ahora…». Su busto se atiesaba, pese a sus esfuerzos. Pero no. Era un alma distraída que no se daba cuenta, que era incapaz de advertir que detrás de Uralita, S. A., bordado en rojo, se escondía el perdón de los pecados.
Pronto todo aquello mejoró y empezaron a acudir asiduamente personas que temblaban aún más que el propio vicario. Personas que se sentaban a su lado, procurando no aplastar la caja de cerillas, llevando en la mano un libro, o un capazo, o migas de pan para las aves.
—Ave María Purísima…
—Sin pecado concebida.
Un rosario de pecados. Mucho odio y mucha sensualidad, y murmuración y envidia, y desavenencias familiares. Avaricia y olvido de Dios.
—Soy mala, padre. Soy una pecadora.
—También yo soy pecador. ¡Váyase tranquila! Que Cristo la acompañe.
El penitente, hombre o mujer, esperaba un momento, mirándose las alpargatas, hasta que de pronto se levantaba y se iba oteando a derecha y a izquierda, acompañado por Cristo y por aquel sacerdote de mono azul que al decirle Ego te absolvo, se había mirado con rara atención la palma de la mano derecha.
Había mañanas fecundas, otras estériles. Un día quien se sentó a su lado fue otro sacerdote; otro día, un hombre con dos pistolones. El corazón de mosén Francisco dejó de palpitar. ¿Sería una trampa? Ave María Purísima. No, no era trampa. Otro día se le presentó Manolín. El muchacho encontraba aquello divertido y al final de su inventada lista de pecados le susurró al oído:
—Hoy no hay lentejas.
Terminado su cometido, el vicario acostumbraba a levantarse, doblar el periódico y regresar andando a la calle de Verdi. Recorría entera la ciudad, para ejercitar los músculos. Al pasar delante de los bares y tabernuchos, se acordaba de la mujer rubia, sin edad, que le dijo: «Eres un aprovechado, ¿invitas?». En el camino se detenía husmeando. Siempre paseaba por la Rambla de Cataluña, una de cuyas horchaterías empezaba a ser llamada Radio Sevilla, pues en ella coincidían a diario, simulando hablar de fútbol, grupos de personas que comentaban la emisión de Queipo de Llano. «La fábrica de armas de Toledo vuelve a funcionar a toda marcha». «Cuando entremos en Madrid, abriendo el vientre de Prieto sacaremos grasa para varias generaciones». «Las vanguardias de nuestras tropas han llegado a Carabanchel Alto».
Gracias a esas caminatas mosén Francisco se enteró de que había guerrilleros en el Montseny y de que los presos del Uruguay habían sido trasladados a la Cárcel Modelo. Presenció algunos entierros lúgubres: un cochero en el pescante, una caja de madera sin pintar, sin forrar y ningún acompañante. Siempre llevaba calderilla para las postulantes del Socorro Rojo y un poco de tabaco para los ancianos que encontraba al paso, en las aceras o en el Metro. «¿Tú qué haces para ganar la guerra?». «Las noches son frías en la línea de fuego».
Una mañana, el vicario se acordó de que existía Ana María. La llamó. La llamó por teléfono y la citó, ¡cómo no!, en el parque de la Ciudadela. Ana María acudió sin tardanza, al día siguiente, llevando unos pendientes parecidos a los de Pilar. Se sentó al lado del vicario, pero no para confesarse sino para preguntar por Ignacio. ¡Oh, sí!, el pecado de Ana María consistía en estar enamorada, pese al tiempo transcurrido. Enamorada de un muchacho que vivía en perpetua inquietud. Mosén Francisco se dio cuenta de que Ana María ignoraba la existencia de Marta y se calló, sin saber si procedía bien o mal. Los dos se rieron mucho. Parecían novios. Y de este modo los pilló la puesta de sol y más tarde la hora del cierre del parque. El guardián los echó. Parque inmenso, algo descuidado, cuyo rey era el elefante que Santi había deseado matar.