Capítulo XIX

La serie de reveses sufridos por las fuerzas «leales» eran tan evidentes, que todo el mundo coincidía en que precisaba tomar medidas. Y se tomaron. Cayó el Gobierno y subió a la Presidencia, sustituyendo a Giral, el jefe socialista Largo Caballero, quien además tomó a su cargo el Ministerio de la Guerra. Un Gobierno en el que, ante el asombro del doctor Relken, fueron adjudicadas a la FAI las carteras de Industria, Comercio, Justicia y Sanidad y en el que se dio entrada a los nacionalistas vascos. Un Gobierno mucho más revolucionario y enérgico que el anterior y que de inmediato inspiró una gran confianza popular, excepto entre las filas comunistas. En efecto, Largo Caballero era llamado el Lenin español, no el Stalin español. Marxista puro, toda su trayectoria demostraba que deseaba implantar en España la dictadura del proletariado, el marxismo, pero independientemente de Moscú. Un marxismo español, adaptado al temperamento de la raza y a las circunstancias por las que ésta atravesaba. De ahí que los comunistas ortodoxos se colocaran a la defensiva y que Cosme Vila sentenciara: «Seguimos nadando entre dos aguas». El inspector de Trabajo, que conocía de antiguo al nuevo jefe del Gobierno, dijo de él que era hombre meditabundo y tenaz, gran organizador y célebre por sus prolongados silencios. Tenía más calma que los demás y, de pronto, más vitalidad y decisión. Se llamaba Francisco, al igual que el general Franco, por lo que el catedrático Morales comento: «La batalla va a ser de los dos Franciscos». Largo Caballero era, por lo visto, signo de contradicción. Había quien lo consideraba un plebeyo —su origen era humilde: obrero albañil y estucador—, había quien lo consideraba un señor. En Burgos se decía de él: «Tiene mucho de largo y poco de caballero». Y La Ametralladora publicó una caricatura suya, expresiva, que hubiera entusiasmado a Ezequiel, en la que se veían los dos bigotes de Stalin convertidos en martillos y aplastándole la cabeza.

Sin embargo, la renovación parecía indicar que el nuevo jefe quería atacar por la base. En el frente fue leído el decreto de unificación de las Milicias. «Se acabaron la parcelación y los esfuerzos autónomos. Milicia única bajo mando único. Todos los milicianos de todos los partidos obedecerán a la misma voz». En la retaguardia se publicó el decreto de disolución de los Comités Antifascistas. «Se acabaron los Comités de los pueblos actuando por cuenta propia y sin rendirle cuentas a nadie». ¡Oh, todo aquello era una subversión! Un paso adelante, según David y Olga; un paso atrás, un horrible paso atrás, según el Responsable, quien, erguido en el rincón del piso de don Jorge, en el sitio que ocuparon las armaduras, le dijo a Merche: «De esto al fascismo hay un paso».

No había tal. Simplemente, Largo Caballero coincidía con Matías Alvear en achacar gran parte de los reveses al desorden y al despilfarro y, en apoyo de esta teoría, en su primer discurso soltó una sentencia lapidaria: «La impetuosidad de la raza hace a los españoles eficaces obedeciendo, pero peligrosísimos mandando». Ahí estaba. Aquellos milicianos, ¡y las milicianas!, bien canalizados, bien «mandados», serían capaces de edificar —Largo Caballero, al igual que los masones, empleaba de preferencia términos de construcción— una España nueva; pero en cuanto se les dio fusil y poder, el espectáculo fue desolador.

La primera decisión que tomó Largo Caballero fue la de asegurar el buen funcionamiento de intendencia. «Mientras en el frente de Aragón sobran los víveres, en el frente del Sur hay milicianos que no comen más que tomates crudos, con sal y aceite». Luego obligó a los jefes de Unidad a inventariar con rigor la tropa de que disponían. «En un sector de la Sierra combaten mil quinientos hombres y tienen asignadas cuatro mil raciones y un suministro de material bélico capaz de colmar las necesidades de un Cuerpo de Ejército».

La segunda decisión consistió en proceder a una gigantesca recogida de las armas de todas clases que seguían en la retaguardia, «vigilando la revolución». El éxito de esta recogida superó incluso los cálculos que Antonio Casal, entusiasmado, publicó en El Demócrata. Aparecieron, en los lugares más inverosímiles, verdaderos arsenales de cartuchos, de fusiles, de fusiles ametralladores e incluso, ocultas, media docena de baterías artilleras.

Algunos milicianos, sobre todo en Cataluña, se soliviantaron y prefirieron tirar las armas antes que entregarlas. Torpe iniciativa, peligrosa para la paz de los campos y para los niños que jugaban en ellos. A un hijo de uno de los pelotaris del Frontón Chiqui, el frontón de Ana María, le estalló en la mano una granada, matándole en el acto.

La tercera decisión tenía por objeto acabar en el frente con los actos de terrorismo «no justificados». Jefes y oficiales fueron impuestos de su deber de levantar atestados y cursar denuncias. «Los milicianos han llegado a mantear a los prisioneros, colocándoles un lápiz en la mano derecha y obligándolos a escribir en el techo su apellido; cada subida, una letra». Largo Caballero soñaba con una guerra pura en la línea de fuego. Estaba convencido de que «luchar» equivalía a «unificarse». En las noches en que no podía dormir —su insomnio era tan proverbial como sus silencios—, iba imaginándose a los voluntarios del pueblo cada vez con más dominio de sí, con más austeridad. Y a cuantos le objetaban que semejante optimismo era opuesto a la opinión que Carlos Marx tenía de los «proletarios», Largo Caballero contestaba: «Marx no conocía al hombre español».

Otra decisión afectó a los servidores de Sanidad. Los informes que Largo Caballero recibió —el doctor Rosselló fue uno de los consultados por emisarios del Gobierno— coincidían en que Sanidad funcionaba satisfactoriamente. Sin embargo, tratándose de un servicio tan decisivo, del que dependía la vida de tantos y tantos combatientes, era preciso perfeccionarlo todavía más. Largo Caballero actuó con rapidez. Una serie de coches-camas, de las grandes líneas de ferrocarril, así como los automotores disponibles, fueron convertidos en coches-hospital. Fueron repartidos una gran cantidad de bolsas, de botiquines de campaña, que contenían tubos de goma para hemostasis; instrumental quirúrgico; pinzas Kocher y Pean; tijeras-bisturí y sueros antitetánicos y antigangrenosos. Diversos edificios, enclavados en puntos estratégicos del territorio, fueron destinados a Sanidad; así, por ejemplo, en Asturias, el Monasterio de Covadonga se habilitó como leprosería. El peor enemigo era la cochambre, la suciedad. ¿Cómo combatirlo? Sería preciso domeñar incluso los elementos. En la propia Gerona, el agente malsano era el río Oñar, y en muchos puntos del litoral era el mar, con zonas en que nadie se atrevía a pescar por temor a que los peces se hubieran alimentado allí de carne humana, de la carne de los «fascistas» tirados al agua.

La quinta decisión, ésta de orden preventivo, se refirió al «Socorro Blanco». Urgía acabar con él. Urgía vigilar a todas las Laura, a todas las hermanas Rosselló, a todas las hermanas Campistol… Largo Caballero llenó fachadas, pueblos, carreteras de carteles invitando a la vigilancia. «Prestad atención al rumor». «El enemigo acecha quizás en vuestra propia casa». «Un revolucionario auténtico no transmite un secreto militar ni a su madre, ni a su hermana, ni a su novia». Largo Caballero llamó a los propagandistas de rumores, de «bulos», fabricantes de derrota y en su honor respetó las checas existentes y permitió la apertura de otras muchas. El anarquista García-Oliver, su ministro de Justicia, lo ayudó en esta labor. «La Justicia debe ser cálida —afirmó el ministro—. La Justicia debe ser viva y no encerrada en los moldes de una profesión. La Justicia no debe ser solamente popular, sino primitiva…». En Valencia empezó a actuar el chekista ruso Leo Ledaraum. En Madrid, junto al Socorro Blanco, germinó espontáneamente el llamado Auxilio Azul, organizado por muchachas falangistas.

Sin embargo, Largo Caballero, realista, tan realista que al parecer en muchas cosas coincidía con Julio García, entendió que todas las anteriores medidas serian ineficaces si no se procedía a una fantástica compra de material bélico, especialmente aviones y tanques. Éste fue, de hecho, su principal objetivo, ya que la llegada de unos cuantos barcos rusos significaba una ayuda insignificante. Sobre todo los tanques, constituían para Largo Caballero una obsesión, así como la ametralladora la constituía para Durruti. Gran número de delegaciones salieron al extranjero provistos de divisas y plenos poderes. Además, «hay que conseguir la movilización de todos los obreros del mundo, que todos los obreros del mundo se solidaricen con nuestra heroica lucha».

El coronel Muñoz, a la vista de este programa, hizo una mueca. «Todo eso está bien —sentenció—. Pero ¿y los milicianos? No se cambia una raza con cambiar dos artículos del Código».

* * *

La intervención de don Carlos Ayestarán en favor de Julio fue determinante. El Demócrata no mintió: el policía salió con destino a París y Londres, formando parte de la Delegación de la Generalidad, cuya misión era no sólo comprar armas y pagarlas, sino observar de cerca la marcha del reclutamiento de voluntarios internacionales dispuestos a salir para España, cuyos principales banderines de enganche estaban en la capital francesa. La primitiva idea de Julio —conservar el anónimo— fue sustituida por la opuesta. La Logia Ovidio consideró un honor, un prestigio, airear la noticia de que uno de sus miembros había sido elegido para una embajada de tanto fuste.

Julio García, que a la salida de Gerona prometió a doña Amparo Campo traerle un par de obsequios «europeos», se convirtió sin dificultad en el alma irónica de la Delegación, compuesta en gran parte de hombres dubitativos, que todo se lo tomaban a la tremenda y que consideraban sacrílego aprovechar el viaje para visitar salas de espectáculos y cabarets. «Lo cortés no quita lo valiente», les decía Julio, arrastrándolos hacia una vida nocturna llena de encantos.

El policía dispuso muy pronto, en Londres, de una compañera inseparable: Fanny, la periodista inglesa. Mujer más alta, más centelleante y más cosmopolita que doña Amparo Campo. Julio prefería su compañía a la de los diputados catalanes de la Delegación; sin contar que la mujer les era positivamente útil. Julio García se chifló por Fanny, si bien procuraba no excederse. Constantemente se sorprendía mirando a aquella mujer, rubia y de ojos turbios, como lo haría un colegial.

—¿Por qué me miras de ese modo?

—Porque me gustas.

Sí, Fanny le gustaba. Le gustaba cuando decía que ella no era comunista, ni anarquista, ni socialista: que no era nada. Que era una simple periodista enamorada de lo clásico y que deseaba el triunfo del débil, es decir, del obrero, del obrero universal. Le gustaba que Fanny hubiera tenido ya tres maridos, que llevara en el anular los tres aros y reservara sitio para un cuarto. Le gustaba que bebiera como él, más que él, y que a veces le quitara con tacto la boquilla de los labios. Le gustaba que hubiera nacido en Londres y que no alardeara de ello, que tuviera una voz un poco de cazalla, y que citara a Keats y a Baudelaire. No le gustaba, en cambio, que a él lo llamara spaniard con voz a propósito para llamar a un gato o a un chucho. «¡Llámame Julio, por favor!». Bueno, Fanny lo complacía, pronunciando la jota de modo adorable.

Julio García, consciente de que se comportaba como un niño, apenas si tenía secretos para Fanny. No podía remediarlo. Con sólo sentirse mirado por Fanny se turbaba y estaba dispuesto a traicionar los carteles que Largo Caballero había pegado en toda España.

En aquellos días, los secretos que Julio revelaba a la periodista inglesa no pecaban precisamente de monótonos. La cosa marchaba, al parecer, y en honor a la verdad no todo lo conseguido era atribuible a la Delegación de que él formaba parte, sino a gestiones anteriores. El alud de ayuda a la «España Republicana» había comenzado. Hasta el momento, casi todo el material recibido llevaba marca francesa o checa, y el primer barco arribado a puerto «leal» había sido el mejicano América; pero últimamente las fuentes de suministro habían empezado a proliferar en muchos países de Europa —el Comité de No Intervención era burlado a placer— y, por supuesto, en Rusia, aunque Julio García sospechaba que Rusia no enviaría armas de calidad, sino armas rechazadas por su Ejército. De todos modos, una red de firmas bancarias y productoras esparcidas por el Continente, previamente pagadas con el patrimonio nacional hispano, recibían los pedidos, los cobraban y garantizaban su llegada a la frontera española. Julio se sabía de memoria la sede de dichas firmas, por lo menos de las más destacadas: París, Londres, Copenhague, Amsterdam, Zurich, Varsovia y Praga. «Siete ciudades —le decía a Fanny—, siete pecados capitales». Julio pretendía saber incluso de dónde zarpaban los barcos y qué rutas seguían. «Puerto de Gdynia, en Polonia, dando la vuelta por los mares del Norte. Puertos griegos, cruzando aguas mediterráneas, Fanny, aguas latinas como yo… Puertos ingleses y franceses, ¡toda clase de puertos!, y toda clase de barcos, muchos de ellos bajo pabellón inglés, de la S. Navigation, o francés, o cambiando el pabellón en alta mar cuantas veces sea necesario».

¡Oro! Julio García pronunciaba las dos sílabas como si fuera a soltar dos anillos de humo tan redondos como los aros que Fanny llevaba en el dedo. Y es que el balance, según el policía, daba qué pensar. El primer mes de guerra habían salido para París, desde Madrid y por vía aérea, cinco mil kilos de oro. Ello había continuado con el mismo ritmo hasta aquella fecha de octubre, en que la necesidad obligó a hundir la mano hasta el fondo: medio millón de kilos de oro acababan de ser embarcados en Cartagena con destino a Odesa. «Siete mil quinientas cajas, Fanny, ni una menos. Añade ahora los lingotes que nos hemos traído nosotros y los que acompañan a otras delegaciones que andan por ahí. ¿Comprendes lo que te quiero decir? Mi país, mi bendito y pobre país, que ha creado no sé cuántas naciones de América sin que dichas naciones se lo pidiesen, está tirando ahora su riqueza por la borda, cambiando el oro por cartuchos y aviones. Claro que ¡qué más da! Antes lo cambiábamos por cálices y por custodias. En la catedral de Gerona… ¡bueno, para qué continuar!».

Fanny escuchaba al policía con una mezcla de desprecio y admiración, como le ocurría al policía con el doctor Relken. Estaba segura de que Julio García no tenía escrúpulos y de que si podía cobraría comisión por la labor que llevaba a cabo. Por de pronto, el policía le había dicho en un momento de euforia: «Mi querida Fanny, no creo que esté prohibido tener discos, tortugas, ficheros ni comprarle enormes brazaletes a la legítima esposa».

Fanny aseguraba que no comprendía a los españoles. Los días transcurridos en Gerona la habían desconcertado. «De repente todos parecéis labriegos, primitivos; de repente, todos parecéis de buena pasta. Ese Responsable, por ejemplo, ¿quién es? A veces sabe mirar como si fuera un rey. Ningún inglés puede mirar así. ¡Y la cabeza de Cosme Vila! La cabeza de Lenin, la auténtica. Y esos maestros, y el apuesto coronel Muñoz… Para no hablar de ti, astuto policía, que mientras estás hablando de regalarle brazaletes a tu mujer, me miras desnudándome».

Fanny no comprendía a los españoles y desde su escote, su voz de cazalla y su Keats, desconfiaba de los beneficios de aquella guerra civil, fuese quien fuese el vencedor. Algo le molestaba de Julio; el policía era impermeable a las bellezas de Londres. Prefería, con mucho, a París. «¡El Támesis es un río combativo, es petróleo!; prefiero el Sena, decadente pero charmant». El clima inglés acatarraba a Julio, y le desagradaba «el espíritu gregario de la población». «Aquí no necesitáis un Hitler para ser todos iguales». De toda Inglaterra, únicamente le interesaba Fanny, Bernard Shaw y Scotland Yard. Visitó Scotland Yard y a la salida comentó: «Compadezco a los delincuentes ingleses. Esa gente sería capaz hasta de descubrir que mi estimado jefe, el comisario Julián Cervera, es tonto de capirote».

* * *

Terminada su labor en Londres, la Delegación se trasladó a París. Fanny, que quería regresar a España, acompañó a Julio, sin olvidar su máquina de escribir portátil. En París los esperaba una singular aventura: la de los voluntarios internacionales. Su reclutamiento para la guerra de España había empezado hacía unas semanas. Según el parte dado a Julio por don Carlos Ayestarán, el embajador ruso en Madrid, Rosenberg, había informado a Stalin de la gravedad de la situación, y Stalin, entre bastidores, había encargado al Partido Comunista Francés, por razones de vecindad con España, del cometido de formar las Brigadas Internacionales. Thorez delegó en André Marty la jefatura de esta misión y André Malraux, intelectual y experto en arte, fue nombrado asesor de cuanto se refiriese al arma aérea. Largo Caballero hubiera deseado que dichos voluntarios extranjeros se encuadrasen en unidades españolas, pero al no poder presentar un cuadro de mandos apto, tuvo que ceder.

A través de las Internacionales Comunistas se abrieron oficinas de reclutamiento en otros muchos países, además de Francia; prácticamente, en toda América del Norte y en todo el Norte y Centro de Europa. Pero Francia era el aglutinante, con oficinas, no sólo en París, sino en Lyón, Marsella, Burdeos, Toulouse y el Lejano Orán. En París, el banderín de enganche más importante estaba en la Casa de los Sindicatos de la Avenida Mathurin Moreau, por lo que Julio y Fanny se instalaron en un hotel muy cercano, el Hotel «Progrés», desde cuyo balcón veían las colas de hombres que llegaban sin cesar, con maletas parecidas a la que José Alvear exhibió cuando su viaje a Gerona.

La consigna era ésta: reclutar hombres de todos los países, formar con ellos brigadas llamadas mixtas —que para operar se bastasen a sí mismas—, las cuales podrían convertirse en pioneros de un ejército internacional comunista siempre dispuesto a intervenir en Europa y en América. Thorez, el checo Gottwald y los italianos Palmiro Togliatti y Luigi Longo recorrían constantemente los banderines de enganche, asesorados en el aspecto militar por el general soviético Walter y por otros jefes rusos profesionales.

Julio García y Fanny comprobaron muy pronto que el reclutamiento era un éxito y creciente el entusiasmo. Se había producido una suerte de contagio, de atracción del que era víctima el propio policía gerundense, el cual, en vez de emplear las horas en gozar de la capital francesa, de su color, olor y misterio, apenas si se movía de la Avenida de Mathurin Moreau. En opinión de Julio, dicho éxito se debía en primer lugar a la habilidad propagandística, y en segundo lugar a las excelentes condiciones económicas que se ofrecían a los alistados, singularmente a los técnicos.

Los técnicos fueron los primeros en cruzar la frontera española. Obreros especializados en construcciones navales habían ya salido para Valencia y Cartagena; mecánicos de aviación, operadores de radio, técnicos de antiaéreos, etcétera, muchos de ellos de origen ruso o adiestrados en Rusia, se instalaron en Madrid. Axelrod, en Barcelona, se multiplicaba en su labor de enlace, y el doctor Relken, con sólo dar una vuelta por los alrededores del Majestic, comprobaba que sus vaticinios —guerra internacional— se cumplían inexorablemente. El Frente Popular francés dio las facilidades necesarias para sortear los obstáculos formales que implicaba la existencia del pacto de No Intervención. A los voluntarios se les retiraba el pasaporte, sustituyéndolo por otro español, con nombre y apellidos españoles, o bien documentos equivalentes a presentar en Perpignan y más tarde en la frontera. Los pasaportes retirados salían rumbo a Moscú, donde la GPU se dispuso a utilizarlos para sus espías, sutileza que había de escandalizar a «La Voz de Alerta». Por supuesto, los pasaportes más estimados eran los de los voluntarios americanos, con vistas al envío de agentes a los Estados Unidos.

Los voluntarios afluían de todas partes, de todos los países, a veces enviados por los respectivos Partidos Comunistas, a veces presentándose por su cuenta y riesgo. En cada país surgían pontífices de la propaganda. En Inglaterra, lo fueron el Partido Laborista y la duquesa de Atoll. En Bélgica, lo fue el presidente de la Segunda Internacional, Debruchére, etcétera. El administrador general, Mauricio Thorez, se mostró minucioso en todo cuanto atañese al financiamiento de semejante ejército internacional, cuyo precedente más directo acaso fueran las «Compañías Blancas» del aventurero francés Bertrand Duguesclin. Por supuesto, el pago fundamental, básico, se haría con el «tesoro nacional español», con el oro de que habló Julio García. Sin embargo, se calculaba que ello no bastaría ni con mucho, de modo que se ordenó la postulación en todas partes, desde las fábricas de Rusia, una por una, hasta las salidas de los cines, ¡y de los estadios y de los circos!, en Checoslovaquia o en Nueva York. «¡Ayuda al pueblo español!». «¡Ayuda para nuestros hermanos españoles!». Las adhesiones fueron muchas y los sistemas de recaudación muy varios. Checoslovaquia organizó orfeones de jóvenes marxistas que recorrían ciudades y pueblos cantando para «Los Voluntarios de la Libertad», que saldrían para España. Pablo Casals, con su maravilloso violoncelo, recorría con el mismo objeto centenares de kilómetros. También se movilizaron los escritores Ralph Fox, inglés; Ludwig Penn, alemán; el citado Malraux y ¡cómo no! Ilia Ehrenburg, el infatigable corresponsal de Pravda. Ilia Ehrenburg afirmó que la recaudación más caudalosa fue la obtenida en la inmensa Rusia, a la que contribuyeron no sólo las fábricas sino las escuelas y los clubs de ajedrez.

Guerra internacional, ¿cómo dudarlo? Colas en las oficinas de reclutamiento de París. Julio García y Fanny vivían minuto a minuto el milagro. Tal heterogeneidad de razas y de orígenes no dejaba de tener grandeza. Sí, había algo grande y legendario en el hecho de que aquellas colas se formasen. De los puntos más alejados del globo, desde el Ártico a Sudáfrica y desde Méjico a Vladivóstock, hombres fanáticos o desesperados, hombres sinceros o mercenarios, catedráticos p vulgares perseguidos por la justicia, coincidieron en París dispuestos a «derrotar al fascismo». En su mayoría tenían de España una idea embrionaria, basada en el sol y en largas cabelleras. Su aspecto global a Julio le parecía inquietante —«aquí hay mucho toxicómano», diagnosticó— pero es ley que una hermosa luz imprescindible se esconda en los ojos de quien sale voluntario para luchar. Y aquellos hombres, a semejanza de los que se congregaron en la Dehesa a las órdenes de Porvenir, o en Pamplona con la boina roja, o en Castilla con la camisa azul, se disponían a abandonarlo todo para irse a combatir. Muchos de ellos firmaban un documento que rezaba así: «Yo estoy aquí en calidad de voluntario y estoy dispuesto a dar, si es necesario, hasta la última gota de mi sangre para salvar la libertad de España, la libertad del mundo entero».

Fanny envió seis emotivas crónicas a su red de periódicos, indicando que la mayor parte de voluntarios contaban de cuarenta a cuarenta y cinco años y que entre ellos los comunistas activos estaban en minoría. Los más de aquellos hombres eran sencillamente desplazados. Obreros sin trabajo de los puertos de El Havre, Marsella o Singapur, italianos exilados, soldados de la Legión extranjera francesa, perseguidos por la justicia y, desde luego, verdaderos idealistas que, habiendo perdido el amor por la patria que los vio nacer, el sentimiento de dependencia, hallaban sustitución y estímulo en defender una causa que juzgaban digna y beneficiosa para todo el género humano.

A Julio García, semejante clasificación no acababa de satisfacerle. A veces, a medianoche se despertaba y si Fanny estaba también despierta —Fanny le franqueaba la puerta de su habitación noche sí, noche no—, le sacudía el brazo y se ponía a filosofar. «¡Qué sabemos! —decía—. El hombre es muy complejo. Cada voluntario se habrá alistado para librarse de algo íntimo, personal. ¿No crees, querida Fanny, que todo lo hacemos para vengarnos de algo íntimo, personal?». Fanny sonreía. «¿Puede usted aclararme, mister García, por qué se atreve usted a tutearme, y de qué cosa íntima se venga usted cada vez que me besa tan apasionadamente?».

El hecho era que la pareja se las ingeniaba para conversar cada día con los voluntarios de turno en las colas. El conocimiento de idiomas de Fanny y la esplendidez de Julio invitando, facilitaban la empresa. No era raro que la periodista, al minuto escaso, le diera un codazo a Julio y le dijera: «Tráeme otro. Éste es un plomo». Sin embargo, la criba los llevó a conocer y tratar varios hombres de sumo interés. Con dos de ellos conectaron especialmente: con un «idealista» sueco, bautizado Polo Norte y con un judío de origen alemán, bautizado el Negus en gracia a su barba idéntica a la del príncipe etíope.

El sueco era un hombre de cuarenta y dos años, en perpetua indignación porque todo el mundo le preguntaba de buenas a primeras si le gustaba mucho esquiar. Lo bautizaron Polo Norte por la situación geográfica de su país, pero también porque tenía el pelo completamente blanco. Era silencioso y observador, y en cierto sentido recordaba el invierno. Le ilusionaba venir a España porque en España había formidables montañas y, por lo tanto, variedad. «La gente de países llanos como el mío es uniforme», decía. Julio le objetó: «Bendita uniformidad la de Suecia, Dinamarca y Holanda… Significa que todo el mundo vive bien». Polo Norte miró compasivamente a Julio: «No lo crea. El dinero satisface a muchas personas, pero no a todas. Todos hemos conocido millonarios muy desgraciados». «Entonces —concluyó Julio— ¿qué defenderá usted en España? ¿El capitalismo, la pobreza?». «Yo soy un idealista —contestó Polo Norte—. Voy a España a aprender. Por ahora no le digo más».

El Negus era otro cantar. Cuarenta y cinco años. Había hecho la guerra del 14. Enseñaba a todo el mundo una fotografía de cuando era niño, en la que su expresión era pacífica y boba. Su origen judío lo mantuvo constantemente próximo al drama, hasta que se calentó y se fue a los Estados Unidos. Allí descubrió que su vocación era el robo, y como consecuencia, las cárceles. Ahora había regresado de América con una maquinilla de afeitar, un mechero y un reloj que el Partido Comunista Norteamericano regaló a cuantos compatriotas se alistaran para la guerra de España. Fue sincero. «Voy a por los fascistas, claro que voy. Pero también espero que los españoles serán agradecidos». El Negus miraba a Fanny con codicia, pero no a toda su persona, sino al anular en que la periodista llevaba los tres aros de matrimonio. «Nos veremos en España, amigo —le dijo Julio—. Por ahora no le decimos más».

La encuesta era tentadora. ¿Y el coronel francés Vincent? ¿Y Paulina, la mujer de André Marty? ¿Y Togliatti, que adoptó el nombre de Alfredo? Tales jerarcas nombraban «a dedo» los grados subalternos, según la ambición y la capacidad de los individuos. Así, Polo Norte fue nombrado sargento; el Negus, teniente.

La mayoría de estos voluntarios, distribuidos por secciones, se dirigían a España en ferrocarril, ruta Toulouse, Perpignan, Cerbère. Pronto, el tren 70, que salía de París por la noche, fue conocido por «el tren de los voluntarios». Julio García y Fanny decidieron regresar a Gerona en uno de esos trenes, en cuanto las gestiones de la Delegación de Compras hubiesen finalizado. «Quiero verlos borrachos. ¡Menudas pítimas! ¿No estás de acuerdo, Fanny? ¡Será bárbaro!».

Cada día la carga era distinta y básicamente la misma. El trayecto era largo y en su transcurso se liaban amistades, se intercambiaban conocimientos —éste hablaba de Turquía, el otro de China, el otro del Brasil—, ¡se bebía!, y se cantaban canciones. Los franceses cantaban La Carmagnole y El joven guardia. Los ingleses cantaban It’s a long way, al compás de las ruedas del tren. Los italianos cantaban Bandiera Rossa y llevaban, por lo general, bufandas rojas, de seda. El himno unificador era La Internacional, y el ademán que todo lo expresaba, desde la voluntad hasta el miedo y el arrojo, el puño cerrado.

Al llegar a Perpignan se les incorporaron voluntarios que se encontraban ya en pueblecitos próximos a la frontera, esperando órdenes, o que no se atrevían a cruzar a pie la línea. El entusiasmo de estos pioneros al verse respaldados por la colectividad del tren 70 era contagiosa e inyectaba a todos nuevos bríos.

El esfuerzo de los voluntarios dotados de pasaporte especial para aprenderse de memoria y pronunciar medianamente su nuevo nombre, el que les había sido asignado, era jocoso. Muchos terminaban por desistir de su empeño y optaban por algún apodo fácil y al alcance de todas las lenguas. De ahí surgieron motes que hubieran tumbado de admiración a Arco Iris. Francia suministraba nombres de mujeres que valían para la ocasión: «Pompadour», «María Antonieta», «¡Juana de Arco!». Italia facilitó nombres de artistas, escritores y santos: Miguel Angel, Maquiavelo, Dante. ¿Y España? Hubo peleas por llamarse Felipe II y «Torero» y también «Olé».

En los pueblos españoles situados a lo largo de la vía férrea, el paso de los voluntarios produjo emoción y se hizo muy popular. Gerona se encontraba en el camino, de modo que Cosme Vila, a la hora prevista, enviaba a la estación grupos de manifestantes provistos de banderas y de pancartas en todos los idiomas. Tales representaciones a veces resultaban emocionantes, como la de cuarenta niños sordomudos que habían llegado a Gerona, a través de Francia, evacuados de un Sanatorio de Santander, con motivo de los combates del Norte. Los cuarenta niños habían sido debidamente uniformados y cada uno dotado con una banderita de papel. Fueron concentrados en el andén, debajo del reloj. En cuanto el convoy atracó —convoy compuesto de alemanes, polacos y ucranianos— y los rostros de los voluntarios asomaron sonrientes por las ventanillas, los cuarenta niños sordomudos abrieron la boca para gritar y no pudieron; y entonces agitaron con redoblado frenesí las banderitas de papel. Los voluntarios, ignorando la causa de aquel silencio infantil, se desgañitaron e hicieron toda clase de gestos incitantes. Hasta que Olga salió en ayuda de unos y otros y, aproximándose a la cabeza de un grupo de mujeres socialistas, empezó a gritar reiterada y estentóreamente: «¡Viva la Revolución! ¡Muera el Fascismo! ¡Vivan los voluntarios de la libertad!».

En Barcelona, el recibimiento era también aparatoso, organizado al alimón por la Generalidad, por el cónsul ruso Owscensco y por Axelrod, el hombre de las promesas. El presidente Companys se emocionaba cada vez de modo singular, pues era espiritista y llegó a sus oídos que entre los voluntarios abundaban los espiritistas. Los voluntarios paraban poco en la capital. Inmediatamente seguían ruta hacia el Sur, por orden de Largo Caballero. En efecto, éste había elegido como cuartel general de las Brigadas Internacionales la pequeña ciudad de Albacete, estratégicamente situada entre el Mediterráneo y Madrid. El 12 de octubre llegaron a esta ciudad los primeros contingentes, que se instalaron en la plaza de Toros y en el ex cuartel de la Guardia Civil. Los guardias civiles de la localidad habían sido asesinados, en julio, entre los muros del cuartel, los cuales aparecían aquí y allá salpicados de sangre. André Marty, con su boina tan enorme como la de «La Voz de Alerta», subido en una silla arengó a los recién llegados; pero muchos de éstos miraban dichas manchas de sangre con recelo, particularmente dos muchachas suizas, comunistas, llamadas Germaine y Thérèse, enfermeras de profesión. La sangre en el cuartel significaba muchas cosas y tal vez fuera un mal presagio. La sangre era la bufanda roja, de seda, del cuartel.

La irrupción de tan abigarrada humanidad produjo en Albacete una convulsión indescriptible. Los «internacionales», como fueron llamados, pasaban en un tris de la timidez a la ferocidad, de regalar el rancho a un pobre anciano a fusilar a toda una familia si sus miembros se negaban a cederles la vivienda. Y no se hacían a la idea de que el sol de España no les aplastara la cabeza. Bebían más aún de lo que Julio supuso y había mujeres españolas que compartían su sed y otras que, por el contrario, se encerraban en sus casas, bajo siete llaves. A veces, todos los internacionales parecían idénticos, anónimos, hijos de un padre común, que podía ser el sufrimiento; otras veces, cada uno de ellos sugería una leyenda personal y lejana, que lo mismo podía haberse acunado en Prusia que a los pies de los Urales. La mezcla de acentos, de mímica, la mezcla étnica y espiritual era una gigantesca ampliación de la que se daba entre los atletas que se marcharon con Durruti al frente de Aragón. André Marty y sus asesores militares cuidaron de conferirles en lo posible un aspecto igualitario. Los uniformes llegaron de Francia, y se adoptó el casquete de los cazadores alpinos. Fue necesario, por otra parte, echar mano de intérpretes españoles para las misiones de enlace. Se presentaron muchos, entre ellos uno de los dos estudiantes de matemáticas que Cosme Vila había captado en Gerona los primeros días de la revolución.

Inmediatamente se acordó la publicación de un periódico en varias lenguas, que se llamó precisamente Voluntarios de la Libertad, lo cual no impedía que algunas unidades decidieran publicar aparte diarios o folletos. El vehículo-imprenta con que los «escritores internacionales» obsequiaron a la Generalidad de Cataluña, fue a parar a Albacete y resultó, ¿quién lo diría?, que el invernal Polo Norte era linotipista.

André Marty y Luigi Longo comprendieron desde el primer momento que el único medio eficaz para conseguir disciplina en aquel «saco de cangrejos», como los denominó el doctor Relken, era el terror. André Marty obró en consecuencia, y, en consecuencia, en las afueras de Albacete fue cavada otra zanja entre las innumerables que arañaban ya la tierra española, la tierra del sol, del olé y de las largas cabelleras.

El doctor Relken, que por la prensa se enteró en el acto de la llegada de los voluntarios, abandonó el Hotel Majestic y se trasladó a Albacete. Llevaba consigo una carta de presentación firma da por Axelrod y dirigida al propio André Marty; pero de momento prefirió no utilizarla y observar desde la sombra. ¡De cuántas cosas se enteró! ¿Por qué Julio García no se reunía con él? Supo que André Marty había llegado con órdenes de exterminar a los trotskistas. «¡Pobre Murillo!», pensó el doctor. Vio a los técnicos organizarse en zonas acotadas: cartógrafos, observadores de aviación, etc. Asistió a varias rápidas ceremonias de nombramiento de comisarios políticos y se dio cuenta de lo fácil que iba a ser introducir en aquella organización «espías fascistas»; bastaría con conocer tres o cuatro idiomas, tener presentación y ser prudente. Igualmente comprobó que el servicio mejor organizado era el de Sanidad, al mando del doctor Oscar Telge, e hizo un viaje a Almansa, donde acampó la artillería, y otro a La Roda, donde se instaló la caballería, al mando de un veterano revolucionario llamado Alocca, que últimamente era sastre en Lyón.

Caballos, hombres, fusiles, ametralladoras, cañones —el doctor Relken acarició estos últimos, porque procedían de Checoslovaquia—, casquetes alpinos y fantásticas saharianas. ¡Cuánta promiscuidad! Y entretanto las tropas «nacionales» avanzaban por la carretera de Toledo hacia Madrid, y Jorge, en el aeródromo de Sevilla, ponía los cinco sentidos en las clases para piloto. Y Julio se disponía a regresar de París, en compañía de Fanny, pues la Delegación de la Generalidad había ultimado su quehacer y el policía había cobrado ya la discreta comisión que le ofreció ¡una filial de la casa Krupp! Y Stalin quería hacerlo todo, como siempre, a la chita callando. Y Antonio Casal maldecía a los ingleses, pues según noticias mezclaban la chatarra entre el material cobrado por bueno. Y por toda Europa y América se organizaban mítines y recaudaciones a favor del «pueblo español», y los obreros de Kiev, de Stalingrado, de Leningrado, de Rostof y Odesa seguían entregando jornales. Y Madrid se iba llenando de rusos: aviadores en los hoteles Bristol y Gran Vía, periodistas y técnicos en el Gaylord’s. Y los cuarenta niños sordomudos refugiados en la provincia de Gerona eran devueltos, sin banderitas, a su idílica residencia del pueblo de Arbucias, donde se miraban unos a otros bajo los árboles. Y Teo, en el frente de Huesca, seguía barbotando, en honor de Durruti y con nostalgia de la Valenciana: «Me las pagarás».

La afluencia de voluntarios fue tal que Albacete rebosó, y fue preciso instalarlos en localidades adyacentes. Los espiritistas enlazaban de una a otra localidad a través de los pensamientos y, llegada la noche, fluctuando entre el vapor del vino y el humo del tabaco, todo el mundo se hacía preguntas.

¡Ah, la guerra sería la respuesta para cada cual! Sería la gloria, la derrota, el enriquecimiento, la regeneración. Y, en muchos casos, la dulce penetración en la eternidad.