Pilar había interrumpido su diario. No se atrevía a dejar constancia escrita de sus impresiones, pues éstas seguían concentrándose en un nombre tabú, en un nombre proscrito: Mateo. Pensaba en el muchacho con obsesiva frecuencia, relacionándolo con todas las cosas, y la separación y el tiempo no hacían sino magnificar en su espíritu el halo de aquel hombre que acababa de oír en el Alto del León: «Porque, hasta ahora, todos los intentos han fracasado».
Mateo veía, entre brumas, a Madrid; Pilar, con claridad casi pungente, veía la silueta de Mateo. Y el recuerdo de éste hacía de la muchacha un ser mejor, la obligaba por dentro, hasta el punto que Carmen Elgazu, desde su mecedora colocada al fondo del comedor, junto al balcón, a menudo miraba a su hija pensando que había barrido para siempre el peligro de la frivolidad. En ello influía, ¡qué remedio!, la austeridad con que era preciso vestirse, llevar alpargatas y no zapatos con tacón alto, no pintarse las cejas ni para arriba ni para abajo. Pilar no llevaba sino un detalle iluminado: los pendientes, que se le columpiaban con gracia cuando retiraba los platos de la mesa, o fregaba el suelo, o cuando se alzaba de puntillas para besar a su padre, Matías Alvear.
Pilar había accedido a leer los periódicos, pues entre líneas podía deducirse mucho. Pilar en la calle evitaba las zonas en que se tocaban himnos, y cuando pasaban milicianos les volvía la espalda simulando mirar un escaparate, y al ver a los reclusos del Seminario trabajando a pico y pala en el lugar más impensado se hacía tres cruces en la palma de la mano. Por la noche era la primera en conectar Radio Sevilla para oír a Queipo de Llano, quien a veces le recordaba determinadas formas verbales utilizadas por el comandante Martínez de Soria.
Un día, Pilar tuvo un arranque inesperado: subió al piso en que vivió Mateo, requisado ahora por el POUM. La idea le vino súbitamente al encontrarse en la plaza de la estación. Vio el letrero POUM en la fachada, recordó a Mateo y subió. Confió en que en la escalera se le ocurriría algún pretexto válido y así fue: preguntaría por las señas de Murillo, en el frente de Aragón. Entró y su silueta descolló entre los fusiles, los mapas y los sellos de caucho. Los milicianos no sospecharon nada, la tomaron por alguien de la familia o por una ex novia del jefe. Sin embargo, no le dieron las señas. Pero ¡qué importaba! Pilar pudo contemplar durante unos minutos el que fue comedor y ver a través de una puerta entreabierta el que había sido despacho de Mateo: la mesa, los sillones, la librería. ¡Cómo olía aquello a tenacidad, a camisa azul! Ni siquiera los carteles y los gráficos, ni siquiera los mosquetones y los sellos de caucho habían podido reemplazar el antiguo olor. Pilar se entretuvo lo que pudo, aspiró fuerte, dio media vuelta, sintió que casi era feliz y que casi lloraba, y por último se lanzó escalera abajo, sintiendo que en la barandilla había fragmentos de las manos de Mateo.
La vida seguía de este modo para Pilar, con la zozobra que a fuerza de prolongarse se convertía en monótona; hasta que el día cinco de octubre, coincidiendo con que en Barcelona y en Madrid empezaba a funcionar el SIM y en la Dehesa de Gerona morían, asesinadas por el otoño, millones de hojas, la muchacha se topó en la Rambla, bajo los arcos, con las hermanas Rosselló, las cuales le preguntaron sin remilgos si quería formar parte del Socorro Blanco, labor capitaneada por Laura, al objeto de ayudar a los presos, facilitar la huida a los perseguidos, etcétera.
—No puedes negarte, Pilar. Te han matado a un hermano, Mateo era el jefe de la Falange. Son cosas que cuentan, ¿no?
Pilar se quedó estupefacta. Sintió un pánico tan enorme, que se avergonzó. La vida estrenaba para ella una empresa de responsabilidad fuera de lo común. Una voz profunda habló dentro de sí: «Yo no valgo para eso». Pero las hermanas Rosselló, menos agraciadas que ella y sin embargo con una decisión envidiable en la mirada, la interrogaban con esperanza, prontas a simular que una de ellas se abrochaba una alpargata, en el caso de que se les acercase un miliciano.
Pilar sosegó su respiración y acertó a balbucear:
—Tengo que pensarlo. Ya os contestaré.
—Te han matado un hermano.
Apartóse de ellas, cruzó perpleja la calzada de la Rambla y subió al piso. Saludó a su madre, le entregó a don Emilio Santos un paquete de tabaco que había comprado para él y se encerró en su cuarto. Allí se mordió los puños y meditó. Se imaginó disfrazada de espía, escondiendo papeles en el reloj —al modo como en el reloj mosén Francisco escondía las hostias—, en el escote, en el interior de un diente postizo… Se imaginó encañonada por Cosme Vila y el Responsable, o ¡por Olga!, y gritando: «¡No sé nada, no sé nada!». Bueno, ésta era la verdad. No sabía nada ni del mundo ni de sí misma. Sólo sabía de César, de Mateo y de la incertidumbre que latía en su corazón.
Cuando Ignacio regresó del Banco, con el pelo muy crecido ¡y otro paquete de tabaco para don Emilio Santos!, lo llamó con mucho sigilo y le expuso lo sucedido.
—Aconséjame. No sé qué decir. Tengo miedo. Haré lo que tú me digas.
Ignacio, al pronto, se indignó.
—Pero ¿qué se han creído esas estúpidas? Diles que te dejen en paz.
—Es que tal vez tengan ellas razón. Sin hacer nada tampoco estoy tranquila.
—Tú no has nacido para eso.
—Entonces ¿para qué he nacido?
—Para seguir como hasta hoy, ayudándonos a todos en casa.
—No sé si lo que dices es un piropo… —Pilar se lastimaba los dedos—. ¿Qué diría Mateo?
—Mateo… probablemente te metería en un lío.
Pilar cerró los puños.
—¿No lo ves?
—Para Mateo lo único que importa es ser héroe y yo estoy harto de leer esta palabra en todas partes —Ignacio dudaba—. Además, ¿qué es lo que deberías hacer? ¿Qué te han dicho?
—No sé. Ayudar a los que huyen. Y a los presos…
—¿A los que huyen?
Ignacio, inesperadamente, miró a su hermana con detenimiento. Había crecido, se había desarrollado, era una mujer. También olía Pilar a pan tierno y a niñez. «No, no sirve para eso», pensó. Y sintió que la quería, que no quería perderla, que no debía permitir que se mezclara en el lío.
—No quiero perderte, Pilar… Déjalo. Todo se hará lo mismo sin ti.
—Entonces… es que soy una inútil.
—¿Por qué dices eso?
—Marta aceptaría. Marta salió el dieciocho de julio con el botiquín.
—No es lo mismo. ¿Es que tú te entusiasmabas cantando el Cara al Sol?
—Antes, no.
—Ahora tampoco. Ahora es el sentimiento, el deseo de que esto acabe. Pero ni a ti ni a mi nos entusiasma el Cara al Sol.
Pilar bajó la cabeza e Ignacio se le acercó, tomándola de las dos muñecas. La chica temblaba. Temblaba de la cabeza a los pies —¡espía!—. Temblaba de vergüenza y pensaba que claudicando se ganaba el desprecio de Laura, de las hermanas Rosselló, de Queipo de Llano, de España ¡y de Mateo!
—Si pudiera hablar con Mateo…
Ignacio la abrazó y le besó la frente.
—Anda, pequeña…, que nuestra madre te necesita.
* * *
Carmen Elgazu estaba asustada porque se rumoreaba que iban ser llamadas muchas quintas, entre ellas la de Ignacio. ¡Ignacio con un fusil! ¡Ignacio con Durruti en el frente de Aragón! Era más de lo que la mujer podía concebir.
—Si eso llega, mejor que te escondas donde sea, que te marches… Cualquier cosa menos presentarte.
Matías Alvear compartía la opinión de Carmen y ambos vivían ahora esta pesadumbre y miraban a su hijo como si de un momento a otro fuera a desaparecer. Sobre todo de noche, se despertaban amedrentados y como palpando el aire. Matías disimulaba y había empezado de nuevo a pescar en el río desde el balcón, en el Oñar, que bajaba fangoso por las primeras lluvias, dando la impresión de que los peces saldrían de color del cloro. Pero no pensaba sino en Ignacio. Cabía, desde luego, que éste siguiera las huellas de Mateo y de otros muchos que huyeron a Francia; pero era voz popular que en los últimos días los carabineros habían sorprendido en el Pirineo tres caravanas.
Carmen Elgazu había sufrido, además, una pérdida sensible: mosén Francisco. Mosén Francisco había decidido huir, refugiándose en Barcelona, y Carmen Elgazu, debido a ello, se había quedado sin misa, sin consuelo espiritual, «como los salvajes», había dicho. ¡Y en el momento en que, por encargo de las hermanas Campistol, se disponía a elaborar ella misma, en su casa, las pequeñas y divinas esferas blancas! «Tal vez haya sido un castigo —se dijo—, pues pensaba hacerlo a escondidas de Matías». Le dolió mucho sentirse privada de aquel medio directo de santificación. Mosén Francisco decidió huir porque su escondite dejó de ser tal, desde el momento en que en la escalera de las dos modistas un arrapiezo había escrito, al carbón: «¡Aquí hay un cura!». Ignacio fue a despedirse del sacerdote y éste le confesó que en Barcelona no conocía nadie ni sabría adónde ir.
—Al viaje no le temo —dijo—. Todo está preparado. Ignoro si seré mujer o comisario político, pero no hay peligro. En cambio, en Barcelona…
Ignacio caviló y le dijo que, de no encontrar solución por su cuenta, se presentase en el establecimiento fotográfico de Ezequiel. «Delante de la Jefatura de Policía. Ya verá usted “Fotomatón”. Va en mi nombre y seguro que Ezequiel lo acogerá». También le dio el número de teléfono de Ana María y le explicó que Marta estaba en la calle de Verdi, número 326.
Carmen Elgazu asistía con dolor a ese despliegue de cuanto amaba. No se sabía lo que iba a ocurrir. La Generalidad acababa de crear las cartillas de racionamiento. ¡El Decreto se publicó el 13 de octubre, 13 y martes! Pero esto no la asustaba. «En la cocina me las arreglaré». ¡No faltaría más! Había nacido para eso, para amar y para sostenerlos a todos en los momentos de apuro. Aprovechando que Matías había vuelto al turno de día, ella y su marido habían empezado a salir de vez en cuando a tomar el aire, pues Carmen Elgazu engordaba mucho, perdía ligereza y necesitaba caminar. Habitualmente se iban a la Dehesa. La mujer pasaba por Telégrafos a recoger a Matías y ambos se dirigían al parque de los árboles innumerables, en uno de cuyos bancos decidieron adquirir un perchero y donde Porvenir, con taparrabos y un micrófono en la mano, arengó a los suyos antes de salir para la muerte, «¿Te acuerdas, Carmen, de aquellas carreras ciclistas, de los campeonatos de bochas, de los pintores aficionados?». Una tarde vieron en la Dehesa congregada una multitud y se asustaron. Pero no se trataba de ninguna manifestación sino, ¡otra vez!, del faquir Campoy. El hombre se había comprometido, como siempre, a ser enterrado por unas horas, y luego resucitar. Estaban ya abriéndole la zanja, profunda como un relato bíblico, y el faquir tomaba jugo de limón. Cuando Carmen Elgazu vio a aquel hombre esquelético, sin afeitar, se hizo también cruces en la palma de la mano y pensó en el cementerio y en César. ¡Ah, si César pudiera también…! Le entró un deseo incontenible de ir al cementerio y se lo dijo a Matías. Éste titubeó, ocultándole que por su parte sería ya la cuarta vez que lo visitaba. Matías, pues, accedió. Dieron media vuelta y bordeando el río de fango y de peces de cloro fueron al cementerio, donde Carmen Elgazu lloró; sin consuelo, donde lloraban incluso sus brazos y sus cejas, ante la pasividad de los niños y de la lápida que decía «Familia Casellas». ¡Singular cementerio! La capilla era ahora «Panteón de los mártires de la libertad» y en sus rectángulos dormían, confundidos, los jugos de hombres que se habían odiado entre sí. Matías sintió en la espalda que el sol moría también y le dijo a su mujer: «Vámonos…». Y en aquel momento cantaron los pájaros y a Carmen Elgazu se le antojó oír la voz de César en el Collell diciéndole: «Madre, intenté jugar al tenis, pero me cansaba demasiado».
De vuelta a casa se encontraron con otra sorpresa, que nunca pudieron imaginar: don Emilio Santos también se había ido… Había desaparecido, como desaparecería el faquir Campoy. El padre de Mateo llevaba quince días lo menos insistiendo: «No quiero comprometeros por más tiempo. Basta ya. Y me gustaría saber algo de mi hijo Alfonso, irme a Cartagena y saber de él». Total, acabó sincerándose con Ignacio, el cual, ayudado en esta ocasión por el cajero del Banco Arús, le consiguió una cédula falsa y un puesto en la cabina de una ambulancia. Don Emilio Santos se había ido y apenas Carmen Elgazu vio su cama vacía, que perteneció a César, barruntó que a su amigo le ocurriría algo malo. El padre de Mateo no había dejado sino un ramo de flores para Carmen Elgazu —¿cómo se haría con él?— y una nota que decía: «Hasta siempre». Matías se avergonzó un poco de sí mismo pues en el fondo confesó que se felicitaba por ello. «Estaremos más tranquilos».
Al día siguiente, Matías se fue a Telégrafos un poco más sosegado. La presencia del miliciano de turno apenas si le importaba ya; en cambio, le apenaba cada vez más que no se recibieran telegramas de alegría.
¡Ah, Telégrafos, Correos! Un pequeño mundo… Los carteros tiraban riendo a la papelera muchas cartas dirigidas a «fascistas» y los encargados de la ventanilla de los sellos cobraban propina para empaquetar debidamente lo que se mandaba a la línea de fuego a través del Buzón del Miliciano. Este Buzón había abierto, también el Servicio de Giros postales para los milicianos. Matías no podía menos de reflexionar en silencio ante aquellas colas de mujeres esqueléticas, con chicos en los brazos, que enviaban al frente, a sus hijos o a sus maridos, veinte pesetas, quince pesetas, ¡diez!… ¿Cabía algo más miserable? La pétrea cabeza del león que presidía la fachada parecía desmelenarse y rugir.
David y Olga seguían examinando a diario la correspondencia extranjera y también la destinada a la provincia de Gerona. También les daba grima la horrible, la mísera grafía o letra de los sobres de las cartas. A fuerza de leer éstas por centenares, en diagonal, les había nacido un sexto sentido para descifrar las metáforas empleadas. «No te olvides de saludar a la madre de Juan», significaba «No te olvides de rezar a la Virgen». «Cuando recibas ésta, se aproximará el cumpleaños de mamá», significaba «se aproxima la fiesta de la Virgen, no lo olvides». «El día de Navidad me harté de turrón, como antes», significaba «el día de Navidad comulgué, como solía hacer antes». La Virgen era «mamá», «beber champaña», «tomar un reconstituyente», «contemplar la hermosa y redonda luna». Conseguir pasarse era «aprobar el examen», «haberse restablecido de la gripe». No conseguir pasarse era «continuar con el dolor de muelas», «necesitar escayolarse la pierna otra vez».
David y Olga tan pronto se enfurecían como sentían una especie de rubor. Y es que, en octubre de 1934, cuando ambos fueron encarcelados, valiéndose de los funcionarios de prisiones se habían enviado también billetes con clave. «No estoy seguro, pero me parece recordar que el 15 de diciembre del año pasado fuimos al campo», significaba «se rumorea que el 15 de diciembre nos soltarán».
Los maestros entraban de vez en cuando a saludar a Matías, por más que éste los recibiera con la mayor sequedad y pretextando casi siempre que «tenía trabajo». Querían congraciarse con él, y, de ser posible, con toda la familia. Pero no lo conseguían. El brazal negro de Matías era el foso, la separación.
El día en que aparecieron las cartillas de racionamiento, Olga se apresuró a hacerle una visita a Matías para decirle: «No paséis pena por eso. A Carmen Elgazu no le faltará nada… si está en nuestra mano».
Matías miró a Olga.
—¿Y por qué tenéis que establecer diferencias?
La maestra no supo qué contestar. Por otra parte, había hablado de este modo porque, confirmando con ello los pronósticos de Antonio Casal, eran de prever restricciones cada vez más graves. Casal había dicho: «A los fascistas les faltará la industria pesada y a nosotros nos faltara el pan».
Matías sólo rompía su silencio con los maestros en el caso de que pudiera darles una noticia adversa, por ejemplo, el incontenible avance nacional hacia Madrid. Entonces les decía que todas aquellas boberías —censurar cartas, enviar paquetes o matar seminaristas— no torcerían la marcha de la guerra, porque una guerra no podía ganarse con el desorden y el pillaje.
—Perderéis por eso, por el desorden, el robo y el sabotaje. Además…, ¡venid! Vais a leer este telegrama… —Se acercaban al receptor y Matías tomaba hábilmente la cinta con la mano—. No, éste no, pero da igual. Ya conocéis los textos de la mayoría, ¿no? «Abuelo Juan reunido con tía Dolores».
David y Olga replicaban:
—También los militares matan a la gente.
—Eso yo no lo sé…
A veces era Ignacio quien acudía a Telégrafos a buscar a su padre. Los dos hombres se necesitaban mutuamente, más que nunca. Matías se había quedado sin tertulia en el Neutral e Ignacio se había quedado sin amigos y hasta sin cementerio de chatarra. Habitualmente subían a la vía del tren, donde no se oían himnos ni había milicianos, y cruzaban el puente de hierro en dirección a las canteras. Allí les daba el sol, veían a sus pies las aguas del Ter, a su derecha los campanarios y la fuga de los raíles les parecía una imagen de esperanza.
—Tu madre necesita que la queramos mucho, Ignacio.
—Ya lo sé.
—Y Pilar.
—¿Es que no me porto bien?
—Desde luego que sí. Pero, esta vez, sé constante…
—¿Y si llaman a mi quinta?
—Tendré que hablar con Julio de eso.
—No podría hacer nada. Tendré que marcharme.
—Espero que encontrarás otra solución.
Matías invitaba a su hijo a fumar. Ignacio aceptaba y colgándose el pitillo de los labios, esperaba a que su padre se lo encendiera. La mano de Matías temblaba al darle fuego. La llama era una caricia, la expresión caliente del amor que Matías sentía por su hijo. El humo eran las palabras que hubiera querido decirle y que no acudían a su memoria. Poco después, los dos reanudaban la marcha, chupando el tabaco con voluptuosa fruición. Tabaco que empezaba a ser de mala calidad, que apestaba y atacaba los bronquios. Tabaco que olía a guerra, a guerra y a mercado negro, a mezclas disparatadas. A veces, de pronto, oían lejos el resoplante tren que procedía de la frontera y poco después el gusano de hierro brotaba en la curva que había allí, paralela al meandro del Ter. Invariablemente, padre e hijo procuraban apartarse a la misma orilla, pero no siempre lo conseguían. A menudo el fragor del tren los dividía, dejándolos cada uno a un lado. Entonces, mientras iban pasando coches y más coches —interminable convoy—, Matías e Ignacio sufrían. Y cuando la serpiente metálica había ya cruzado y padre e hijo volvían a verse, se sonreían, respirando con alivio, y estaban a punto de exhumar de su tristeza el saludo de los neumáticos Michelín.