Alguien, en la zona «rebelde», había olvidado por completo la palabra felicidad: Jorge de Batlle, el huérfano. Por fin obtuvo permiso para formar parte de un piquete de ejecución. Sin embargo, tal como predijo Marta, ello no le consoló en absoluto. Ver caer a un solo hombre no le bastaba a Jorge, quien necesitaba, por lo menos, fusilar a tantas personas como víctimas hubo en su familia de Gerona.
No obstante, la noticia de su admisión en los cursillos de ingreso en el Arma Aérea, que ¡por fin!, recibió —en el plazo de cuarenta y ocho horas debía presentarse en el aeródromo de Tablada, en Sevilla—, lo alegró. No sólo porque el título de piloto le daría la oportunidad de vengarse, sino porque volar significaba la fuga, la huida por los espacios. María Victoria, que se había mostrado muy cordial con Jorge, opinaba que cuando alguien sufría como sufría el muchacho, no tenía otra alternativa que lo muy grande o lo muy pequeño: «o el misticismo o la borrachera».
Mateo despidió a Jorge en la estación. Ante el asombro de éste, Mateo, en el último adiós, no le dijo «camarada», sino «hermano». «¡Adiós, hermano!». Jorge se conmovió y por un momento admitió que un amigo podía realmente, con el tiempo y en gracia de los recuerdos comunes, convertirse en hermano, en sustituir a los hermanos de verdad; pero bastó con que el tren arrancase y dejara atrás los andenes de la estación para que Jorge se sintiera otra vez solo, solo con un absurdo maletín que María Victoria le había dado.
En cuanto a Mateo, al decir «hermano» pensó en el suyo, detenido en Cartagena, y también en su padre. Cuando el convoy desapareció, Mateo dio media vuelta y regresó despacio al cuartel, preguntándose por qué no habrían llegado aún a San Sebastián los camaradas Rosselló y Octavio. Éstos salieron de Gerona también el día 19 de julio. ¿Qué había ocurrido? ¿De toda la Falange gerundense no quedarían más que él y Jorge?
Mateo vivía unos días de exaltación, aprendiendo en el patio del cuartel el manejo del fusil y de las distintas marcas de granadas de mano, pues hasta entonces no había disparado sino con pistola. Ahora, fuera Jorge y terminada la instrucción, podría salir sin pérdida de tiempo para el destino que él eligió: el Alto del León, en el camino hacia Madrid, donde lo esperaban el que sería su alférez, Salazar, y el hermano de Marta, José Luis Martínez de Soria.
Su intención era incorporarse en seguida; sin embargo, no quiso demorar el cumplimiento de un deber que estimaba ineludible; visitar a la familia Alvear residente en Burgos. La propia Pilar le había encarecido: «Anda, sí, que luego me contarás cómo es mi prima. Recuerda que se llama Paz».
Paz… Mateo gestionó el permiso necesario y montó en el tren con destino a Burgos, la ciudad castellana que prácticamente se había convertido en capital del territorio dominado por los militares. En la estación compró, para el viaje, un ejemplar de un semanario de reciente aparición, que se llamaba La Ametralladora, semanario de humor, un humor nuevo y sano, que arramblaba con infinidad de tópicos y de viejos moldes. Schubert, el alemán nazi con el que Mateo, en Valladolid, había entablado cordiales relaciones, opinaba que La Ametralladora era una estupidez; en cambio, Núñez Maza, Mendizábal, María Victoria, y más que todos ellos el alférez Salazar, se desternillaban de risa con sólo ver un árbol dibujado por Tono. Mateo se acomodó en el tren y, después de santiguarse, empezó a reírse con La Ametralladora, ante el pasmo de una mujer campesina que sostenía en la falda una cesta repleta de huevos.
A lo largo del trayecto, Mateo dudó entre contemplar el paisaje de Castilla, leer La Ametralladora o conversar con la mujer de la cesta de huevos. Por fin decidió atender sucesivamente a las tres cosas, e incluso le quedó tiempo para evocar a sus camaradas falangistas de Valladolid, así como a Schubert, el alemán, y a Berti, el delegado del Fascio italiano, a quien también fue presentado. Berti era un hombre rapidísimo; siempre parecía que se le estaba escapando el avión. A Mateo le hizo gracia comprobar que Schubert pronunciaba con respeto el nombre de Mussolini, en tanto que Berti pronunciaba con cierto retintín el de Hitler.
Llegados a Burgos, al filo del mediodía, Mateo consultó las señas que llevaba en un papel: calle de la Piedra, 12. ¿Por qué de la Piedra? Un barrio apartado, solitario. Se dirigió a él, notando en la frente el constante martilleo de la palabra «Alvear». ¿Cómo sería la familia Alvear, de Burgos, del misterioso Burgos? ¡Matías le había hablado tanto de su «hermano de Burgos», también telegrafista! Jefe, o poco menos, de la UGT… ¿Qué le habría ocurrido? ¿Y a Paz, la prima de Pilar? ¿Y a la madre y al hermano de ésta?
Quien le abrió la puerta fue la tía de Pilar, mujer enjuta, despeinada. Mateo se presentó.
—Me llamo Mateo. Llego de Gerona… Soy gran amigo de Ignacio… y novio de Pilar.
La mujer clavó sus secos ojos en la camisa azul de Mateo.
—¿Cómo sé que es verdad?
Mateo, sereno, le enseñó una fotografía de Pilar que llevaba preparada.
—Mi intención es saludarlos y saber…
La mujer lo invitó a pasar. Y apenas Mateo penetró en el comedor recibió la primera fortísima impresión: una muchacha algo mayor que Pilar, tal vez de diecinueve años, estaba sentada en un sillón con la cabeza afeitada y el rostro de color de pergamino.
Era Paz, la prima de Pilar. La hija de aquella mujer enjuta y del telegrafista, jefe, o poco menos, de la UGT. Muchacha de porte noble, que recordaba un poco a Olga y de la que Matías había dicho: «Reparte folletos para la Organización. Ayuda a su padre». Era la muestra inequívoca de que un vendaval de extraño signo había azotado aquel hogar. Paz no dijo nada, miró a Mateo con intención indescifrable y de pronto se levantó como presa de terror.
Su madre la tranquilizó.
—No temas… Dice que llega de Gerona… Que es el novio de Pilar.
Paz se atiesó y de pronto volvió a su sillón. Entonces la madre, estallando en repentinos sollozos, le explicó a Mateo:
—A mi marido se lo llevaron unos falangistas el primer día y no hemos vuelto a saber nada de él. ¡Oh, si usted supiera…! —marcó una pausa—. ¡Lo habrán fusilado! ¡Lo habrán fusilado!
Había hecho toda clase de indagaciones y no obtenía sino una respuesta: «Está detenido». A todas las familias obreras de Burgos les contestaban lo mismo.
En cuanto a Paz, le pegaron de mala manera, le hicieron tragar medio litro de aceite de ricino y luego, con una navaja, le afeitaron la cabeza, como podía ver. «¡Es horrible, es horrible!». El chico, de trece años, estaba en el campo, en casa de unos parientes.
Mateo se quedó estupefacto. Todo aquello era duro, era cruel. ¿Qué pensar? ¡No quedaba tiempo para análisis ni teorías!
—Por favor, ayúdenos… Usted, que es de los suyos y que quiere a Pilar, mire a ver si encuentra a mi marido, si consigo saber algo. ¡Esto es horrible! ¡Y yo no puedo más!
Mateo se conmovió. «Usted que es de los suyos». Salió de la casa como pudo, impresionado por el aspecto de Paz, por su color apergaminado. Salió después de jurar a las dos mujeres que haría cuanto estuviera en su mano para saber algo y para defenderlas. En aquel momento lo hubiera dado todo para que la UGT y los principios que él defendía no fueran enemigos irreconciliables.
Su peregrinación fue un insensato fracaso. Por entre banderas y niños que tocaban tambores anduvo preguntando, mostrando su documentación. «Arturo Alvear, de la UGT. Era telegrafista. A ver, mira en las listas».
Las listas eran miradas.
—Chico, aquí no está. Ya ves…
Mateo rebotaba de un local a otro.
—No, no veo aquí ese nombre. ¿Alvear has dicho? No…
En uno de los cuarteles de Falange, un hombre ya maduro, con la camisa azul abombada en el pecho, como hinchada por su respiración, le miró con curiosidad.
—¿Has dicho que era de la UGT? —Torció la cabeza y añadió—: Miau…
Miau… Esta expresión se clavó en la frente de Mateo y más allá. A las dos horas obtuvo la penosa confirmación. Arturo Alvear, socialista, Secretario local del Sindicato, había sido fusilado la segunda noche por una de las patrullas de limpieza… Estaba enterrado en el cementerio, en la fosa común de los primeros días. Le enseñaron a Mateo el nombre en la lista con la cruz al lado.
Mateo balbuceó:
—Pero…
—¿Por qué te interesaba el gachó?
—Un pariente.
—Era un rojo de postín.
¿De postín? ¿Los había de postín? Mateo estaba avergonzado. La guerra era un cuchillo de mil colores. No sabía qué hacer. No se atrevía a regresar a la calle de la Piedra y enfrentarse con aquella mujer enjuta y con la prima de Pilar.
—¡El gachó me interesaba porque era un hombre!
Eso gritó, en el interior de su cabeza, por debajo de su gran cabellera negra. Otra vez andaba como un sonámbulo, ahora con el pitillo en una esquina de los labios. ¿Por qué todo aquello? Pensaba cosas inconexas, en la definición de Matías: «Mi hermano es un poco cerrado».
Afrontó la situación y asistió al espectáculo de dos mujeres que lo atravesaron con su dolor como si él hubiese capitaneado la mortífera patrulla de la segunda noche. Miraron su camisa azul y su gorro con odio imposible de contener.
Paz barbotó:
—Sois unos canallas…
Mateo esperó con calma. No quería dejarse abatir ni sacar conclusiones. No les habló de César, ni de Jorge, ni del humo que desde Gerona llegó al cielo. Quería permanecer allí lo necesario para, por lo menos, protegerlas a ellas. Por un momento imaginó a Paz con sus cabellos ya crecidos, probablemente del color del trigo castellano. ¿Qué tenía Paz que lo aturrullaba de aquel modo?
Mateo les dijo:
—Daría cualquier cosa por haber llegado a tiempo.
* * *
Nada pudo hacer en favor de las dos mujeres, a no ser dejarles discretamente en una silla su dirección de Valladolid y todo el dinero que llevaba encima. Para encontrarles trabajo adecuado o algo que aliviara su situación necesitaría quedarse unos días en Burgos y no podía hacerlo: el Alto del León lo esperaba… Mateo se preguntó si en la Centuria de Falange de que formaría parte en la Sierra no figuraría casualmente algún miembro de la «patrulla de limpieza» que fusiló a Arturo Alvear, hermano de Matías Alvear…
Salió a la calle, zarandeado por mil pensamientos. Todo, aquello le parecía al mismo tiempo lógico e incoherente. Hasta subir aquella escalera, supuso tener resuelto el escrúpulo de si en aquella guerra era o no legítimo matar… ¡Claro que sí! Y he aquí que de repente…
Tenía los nervios en tensión, como pocas veces los había tenido. Cada imagen que salía a su encuentro era un vapuleo. «Sois unos canallas». «¡Si usted supiera!». Mateo había tomado sin darse cuenta la dirección opuesta a la estación y se encontró en una esquina desértica, sintiendo la necesidad absoluta de desahogarse como fuera.
La composición de lugar fue rápida: o una iglesia, o un prostíbulo. Como María Victoria había dicho, «lo grande o lo pequeño». Situar ambas cosas en un mismo plano le hirió; y no obstante, era así dentro de él, con toda evidencia.
¡La catedral! Debía de ser hermosa… Anduvo al azar. Nunca había ido con una mujer. Pensó en Ignacio y se atolondró. «Hay sistemas de precaución». ¿Y Pilar? ¿Por qué recordaba ahora tanto a Pilar?
Poco a poco iba ganándole una sensación de fortaleza, de fortaleza inadecuada para él, de fortaleza excesiva y desbordante. Ello le pareció un mal síntoma, puesto que a las iglesias acostumbraba a dirigirse con el ánimo opuesto, con recogimiento y deseo de humildad.
Pasaron unos soldados cantando. Su aspecto delataba que «iban», no que «volvían». Ignacio un día le hizo notar, en la calle de la Barca, que cuando los soldados «iban», cantaban de un modo y cuando «volvían» cantaban de otro. En todo caso, él era soldado y no cantaba de ningún modo.
El instinto le aconsejó seguir a aquellos soldados, y a los cinco minutos se encontró frente un vestíbulo cuya puerta de color de chocolate, aparecía discretamente entornada. En la fachada de al lado colgaba un farol sobre una Purísima rodeada de flores. Mateo tiró el pitillo y, echando por la borda muchas cosas, empujó la disimulada puerta. «¿Has dicho que era de la UGT…? Miau…». Poco después estaba de «vuelta», sin cantar tampoco de ningún modo.
El tren le devolvió a Valladolid. Comió horrores en la cantina de Falange. Castilla era inmensa… Desde el tren, a veces, parecía un milagro horizontal.
En el departamento de Mateo iban dos soldados jugando al ajedrez con un tablero miniatura, muy gracioso. Lo habían colocado en medio de los dos, sobre el asiento, aprisionándolo hábilmente con los muslos. Los dedos eran mayores que el rey y resultaba incomprensible que el jugador no derribase cada vez todas las piezas del adversario. Al lado de Mateo una anciana cabeceaba, mientras el periódico burgalés, con yugos y flechas, se le deslizaba por las rodillas hacia el suelo.
Mateo llegó a Valladolid muy tarde y en el trayecto de la estación al cuartel le dieron por tres veces el alto. Durmió bien, pues consiguió no pensar. Durmió nueve horas de un tirón, hasta que alguien lo despertó diciéndole: «Salida para el Alto del León, a las doce».
¡Ah, claro…! El Alto del León. Aquél era el día escogido para incorporarse al frente. Pues sí que iría preparado… Tenía la boca seca y bebió de su cantimplora.
No le dio tiempo sino a visitar a María Victoria en la Jefatura de Falange. María Victoria le colgó del cuello un escapulario e intentó darle ánimo… «No te preocupes. ¡Mi novio y Salazar han matado ya a todo el ejército enemigo!». ¡Ah, claro! Su novio era José Luis Martínez de Soria, y Salazar el alférez alto, gordo, cachalótico, versado en Sindicatos y amigo del agente nazi que se llamaba Schubert, nadie sabía por qué…
—Gracias, guapa. Y… ¿qué le digo a José Luis?
María Victoria, con rápido ademán, se quitó de la boca un chicle y lo pegó en la mano de Mateo.
—Dale esto. —Luego añadió—: Y dile que si tarda en venir a verme me escaparé con un coronel.
Mateo, que no sabía qué hacer con la mano y el chicle, sonrió.
—A mí no me darías ningún miedo.
—¿Por qué?
—Un chicle es algo que une, ¿no?
—¡Bah…! —exclamó María Victoria—. Un poco empalagoso.
Cinco minutos después, tuvo ocasión de despedirse de Berti, el delegado del Fascio italiano, que iba impecablemente uniformado. Era un hombre de cara grande, de aspecto combativo. Podía tomársele por un italiano emigrante a América que hubiera hecho allí una gran fortuna; lo contrario del miope Schubert, el delegado nazi, que más bien parecía un expulsado de América que allí lo hubiese perdido todo, excepto la inteligencia y la tenacidad.
Mateo, en presencia de María Victoria, le preguntó a Berti si era cierto que en Mallorca «se había abierto camino» un miembro del partido fascista romano, conde Aldo Rossi… Berti clavó los ojos en Mateo. «Ignoro lo que entiendes por abrirse camino. Sólo puedo decirte que mi caro amigo Aldo Rossi lleva varias semanas en las Islas Baleares cumpliendo órdenes del Partido y, desde luego, en beneficio de España».
Mateo asintió y, obligado por la necesidad de no pensar en sí mismo, le preguntó a Berti si los rumores referentes a la próxima llegada a España de soldados italianos y alemanes eran ciertos. Berti hizo un mohín tranquilo.
—Creo que sí. Por lo menos, la llegada de italianos. Infantería…
María Victoria intervino, sonriendo:
—También lo es la llegada de alemanes. Servicios técnicos…
Mateo asintió y Berti dijo:
—Ya lo ves. Sabe más ella que nosotros.
Llegó la hora y Mateo, despidiéndose de María Victoria, de Berti y de todo el mundo, abandonó Jefatura. Recogió en el cuartel su macuto, su manta y todo lo que le hacía falta, y poco después se encaramaba, en compañía de otros falangistas, a la parte trasera de un camión de Intendencia que llevaba la matrícula L-1, que significaba Primera Línea.
Los falangistas que iban con él estaban un tanto exaltados, pues por la mañana habían asistido a los solemnes funerales que se habían organizado en Valladolid por el alma de Ricardo Zamora, el gran futbolista, de quien se decía que había sido fusilado en la zona «roja». A los pocos kilómetros, el camión fue dejado atrás por el coche y la escolta de «Torerito de Triana» que se dirigía a torear quién sabe dónde.
Sí, la decisión de Mateo había sido el Alto del León… Núñez Maza, bajito, de Soria, jefe o poco menos de los Servicios de Propaganda, intentó por todos los medios ganarlo para su equipo. Recorrerían los frentes; estrenarían unos altavoces modernos que eran de aúpa. Mateo rehusó. Quería conocer la trinchera humildemente, su barro y su miedo. «¡Pasarás también mucho miedo! —argumentó Núñez Maza—. Casi siempre acabamos liándonos a tiros. De ahí que cuando nuestros propios jefes nos ven llegar, ponen cara de pocos amigos». Mateo se negó. La suerte estaba echada, y Salazar lo esperaba en el Alto del León.
La ruta que el camión L-1 seguía, la ruta de Madrid, estaba jalonada de torreones que, situados en las colinas en otros tiempos sirvieron para la transmisión de señales. El paisaje se ramificaba, en los muros y paredones se leía: «¡Alistaos a la Falange!». «¡Ahora o nunca!». «¡Ni un hogar sin lumbre, ni un español sin pan!». «¡Nitrato de Chile!». Las piernas de Mateo, sentado encima de unos sacos de cemento, colgaban fuera y el viento, al azotarle la cara, le producía bienestar.
Al atacar la cuesta del Alto del León, 1800 metros de altura, oyó morterazos. Se sobresaltó. Era su bautismo de guerra. Por los atajos se veían soldados y mulos, reatas de mulos porteando. Había una luz extrañísima, como si fuera nieve-luz, y toques de blanco imitando al Arco Iris disfrazaban las cosas.
Llegados a la cúspide, donde estaban las trincheras y los parapetos —las chabolas quedaban al abrigo—, Mateo se bajó de un salto y se desanimó. Aquello no era la guerra, sino una parodia de la guerra. Las defensas, las alambradas, los puestos de guardia, todo parecía de juguete. Había un nido de ametralladoras que semejaba realmente un buzón de Correos. El conductor del camión, que se apeó de la cabina mordisqueando un fabuloso emparedado de chorizo, advirtió la perplejidad del novato y le dijo:
—No te engañes, ¿sabes? Eso basta para pringarla.
«Pringarla…». Expresiva palabra, veraz, tan veraz como la palabra Pilar y como la palabra «Miau…».
Preguntó por el paradero del alférez Salazar y apenas si supieron de quién se trataba. «¡Ah, sí, el Elefante! ¡Salazar! ¡Aquella chabola del fondo!».
Mateo tomó la dirección indicada y a los dos minutos se encontró frente a Salazar, quien había salido a la puerta a recibirlo, enfundado en un interminable capote gris que casi le rozaba el suelo. Mateo comprendió lo de «elefante». Un elefante que resoplaba y que, en la puerta de la chabola, bailaba un zapateado, pues el alférez estaba muerto de frío.
—Bienvenido, hijo de la Tabacalera. Anda, pasa. Tomarás café.
Mateo entró en la chabola y se convenció de que todo en Salazar era voluminoso, colosal. Colosal estufa, colosales mujeres pegadas en la pared, colosal camastro, colosal cachimba, que a Mateo le hubiera partido el labio inferior. Salazar era, por supuesto, un extroverso. Llevaba el capote, la camisa y el mono llenos de emblemas, y sostenía correspondencia con seis madrinas a la vez. Armaba mucho ruido y mostrábase partidario de la acción. Su padre era agente de Bolsa en Salamanca y al parecer «sólo le divertían las operaciones importantes». Para Salazar, la operación importante por realizar en España era terminar de una vez con la pereza y con el atraso en los sistemas de producción. Hablaba como Antonio Casal, aunque llevando en la oreja, en vez de algodón, un papelito con los puntos de la Falange. «Yo estoy aquí, bailando de frío y soportando a esos barbianes —señaló a dos falangistas que asomaban la cabeza por la puerta— para ver si a base de Sindicatos Verticales y de látigo acabamos con la siesta nacional». «Esta guerra es la consecuencia de tanto hablar. Fíjate en mí, es que no paro… Primero, hablamos del sexo o de fútbol. Luego nos llamamos unos a otros hijos de puta y, de repente, tiros, la ensalada». Salazar admiraba a los alemanes por su capacidad laboral. Confesaba que, en Burgos, el agente nazi Schubert le había causado con sus teorías una gran impresión «Los alemanes trabajan, aquí nadie da golpe. ¿Ves esta chabola? Podríamos tener hasta calefacción y sí, sí. Parlotear y la siesta».
Salazar le presentó a dos falangistas, que entraron frotándose las manos. Mateo no retuvo los nombres.
—Tanto gusto. ¡Arriba España!
Mateo sentía por Salazar un decidido afecto, sobre todo porque el alférez salmantino sabía reírse a carcajadas. Carcajadas que le agitaban el bigote de foca, murillesco, y que, si los ecos eran favorables, se propagarían sin duda hasta los parapetos «rojos».
Mateo recibió las instrucciones precisas. Quedaba incorporado a la centuria «Onésimo Redondo» y destinado a la escuadra de José Luis Martínez de Soria. «José Luis es cabo, está hecho un cabo de postín». ¿De postín? ¿Había cabos de postín?
—Ejercita con el fusil, que he visto que lo llevas como si fuera un bebé. Hay poca munición, de modo que conviene no marrar. Aquí lo más duro es el frío, las guardias. ¡No, no te eches un farol! Mañana me dirás… Pero todo lo soportamos porque, en los días claros, desde aquí vemos Madrid…
Salazar acompañó a Mateo a la posición avanzada, de donde José Luis Martínez de Soria era cabo. El alférez echó a andar delante de Mateo, con su corpulencia fofa, y con la boca emitía ruidos que no se sabía si eran bostezos, palabras o blasfemias.
Poco después, Mateo y el hermano de Marta, José Luis, se encontraron frente a frente. Salazar le había anunciado la visita a José Luis, de modo que éste se situó en el acto. De un salto abandonó el camastro al lado de la estufa, en el que llevaba una hora pensando en las musarañas, y habiendo saludado al alférez dirigió al recién llegado.
—¡Mateo!
—Exacto.
—Chico, no te hubiera reconocido. —Se refería a su primer encuentro en Gerona.
Los dos falangistas se abrazaron, lo que Salazar aprovechó para decir: «Me voy… No quiero estorbar».
José Luis y Mateo se llamaron camaradas, encendieron un pitillo y se sentaron, con la postura de Gandhi, en un mismo camastro. En un rincón de la chabola colgaba un Petromax y a su lado destacaba como un disparo un calendario con una mujer espléndida y rubia en bañador.
—¿Quieres coñac?
—Se acepta.
José Luis le cedió la cantimplora, bromeando.
—¡Ah!, pero ¿crees que es coñac?
Mateo, mientras bebía a chorro en la cantimplora, encogió los hombros y procuró resistir, no cerrar los ojos ni toser.
—Hoy mismo te propongo para la Medalla Militar.
Se rieron. El encuentro iba siendo afortunado. Mateo se dijo que José Luis tenía pinta de intelectual, lo contrario de Salazar. Se le veía reservado, averiguador y probablemente escéptico. Aunque, si fuera escéptico, ¿habría subido el primer día al Alto del León?
Era algo más bajo que Mateo y muy friolero. A menudo se enfundaba el pasamontañas, del que sólo asomaban dos ojuelos como lentejas y una pipa miniatura que, comparada con la cachimba del alférez, parecía un chupete. Pero Mateo advirtió que la boca de José Luis era enérgica y fuertes sus muñecas. Sin motivo aparente, Mateo les daba a las muñecas tanta importancia como Carmen Elgazu se las daba a las orejas. Y más iba a dárselas en lo sucesivo, cuando, de acuerdo con el rito de la centuria, le colgaron en su propia muñeca, la izquierda, la chapa ovalada, metálica, con el número que en caso de herida o muerte permitiría su identificación.
Los primeros minutos fueron, lógicamente, neutros, como de tanteo. Pero, al igual que les ocurrió a Ignacio y Ana María al encontrarse en Barcelona delante del frontón, el tanteo no había de durar más allá de cinco minutos, para dejar paso al tema «Gerona». El propio José Luis lo enfocó. Después de echar una mirada a una fotografía de María Victoria clavada en la pared con una chincheta, miró a Mateo a los ojos y acto seguido le rogó que lo pusiera al corriente de la situación de su familia.
Entonces ocurrió que Mateo se dio cuenta de su casi total ignorancia del tema, puesto que abandonó Gerona sólo hora y media después de la rendición de los militares. De hecho, lo único que sabía era lo que le habían contado en Perpignan otros fugitivos y, naturalmente, todo lo relativo a la capitulación.
Mateo se lo dijo a José Luis, añadiendo:
—Compréndelo… Por supuesto, en la lista de asesinados que me dieron en Perpignan no figuraban ni tus padres ni Marta. Tu madre tal vez siga en su piso. Marta debe de estar oculta en algún lugar. En cuanto a tu padre, lo que te dije: en el calabozo, esperando la sentencia.
José Luis Martínez de Soria suspiró levemente. A veces había temido lo peor para los suyos. ¡No todo estaba perdido! Ahora bien, había en todo aquello una mancha oscura, una incógnita, que era preciso descifrar. Mateo había dicho claramente: «Tu padre se rindió sin condiciones».
—Dime una cosa —preguntó José Luis—. Esa rendición sin condiciones… ¿Es que mi padre no tenía otra salida?
Mateo contestó cautelosamente, lo mismo que cuando María Victoria le hizo, en Valladolid, la misma pregunta.
—Naturalmente, no lo sé… No soy militar. —Luego añadió—: Tal vez no la tuviera.
José Luis Martínez de Soria volvió la cabeza hacia la puerta, como si por ella pudiera llegar la verdad. Marcó una pausa. Finalmente, comentó:
—Algún día habrá que comprobar eso.
Mateo se alegró de haber salvado aquel trance, y ello le infundió ánimo para anticiparse a la segunda inevitable pregunta de José Luis.
—La duda estriba ahora en la suerte que correrá tu padre y el resto de los jefes y oficiales detenidos. En mi opinión —Mateo bajó la voz—, no quedan muchas esperanzas.
José Luis disimuló el choque que estas palabras le produjeron, confirmando con ello la opinión de Julio García respecto de los falangistas y de los comunistas. «Llorar no les está permitido. Lo consideran una debilidad».
—¿Y los otros falangistas? Tus camaradas…
Mateo contestó:
—Casi todos murieron.
José Luis Martínez de Soria miró a Mateo, esta vez juzgando al muchacho. Mateo no se inmutó y se puso a hablar de Marta, deshaciéndose en elogios.
—Una especie de María Victoria, pero en serio —opinó sonriendo. Y le contó que el día de la sublevación se lanzó a la calle con el botiquín que decía CAFÉ.
—¿Y mi madre?
—No salió… Permaneció en el piso.
—¿Y qué fue luego de Marta? ¡Ah, sí, ya me lo dijiste! Que debe de estar escondida en algún lugar…
Algo había en José Luis que intimidaba a Mateo. Una extraña aureola de integridad. Por supuesto, había cambiado mucho desde su viaje a Gerona. Salazar lo llamaba «Kant», porque siempre andaba devanándose los sesos. Su rincón en la chabola se parecía al de Gorki, aunque más sucio: libracos, un mapa zodiacal y un candil. Candil y abstracciones fluctuantes allí, altos como cirios navarros. ¡Bueno, los dos muchachos habían de congeniar! A José Luis Martínez de Soria no le gustaba lo colosal y le tenía sin cuidado el tamaño de las cosas. Su única madrina de guerra era su novia, la alegre María Victoria, y el nazismo se le atragantaba un poco, interesándose mucho más por el fascismo italiano. No achacaba los males de España a la pereza, sino a la ignorancia. Si era falangista, y en consecuencia totalitario, era porque consideraba que la masa del país no estaba capacitada para ser demócrata, para gozar de elecciones y de Parlamento. «La democracia aquí sería un suicidio». Y si amaba a España y pronunciaba la palabra España varias veces al día no era, como en el caso de Núñez Maza, por ansias de Imperio, por el recuerdo de América y por estimar que el tipo humano español era superior, sino por lo contrario, «porque en España está todo por hacer». Una de las frases de José Antonio que no conseguía digerir era ésta: «Ser español es una de las pocas cosas importantes que se pueden ser en la vida». «Con perdón —decía José Luis—, aquí José Antonio soltó una idiotez. Cualquier persona de cualquier país es importante, desde el más pobre campesino de Albania hasta el más zascandil de los milicianos que nos combaten». Tampoco era José Luis un fanático de la «acción por la acción». «Creo en la inteligencia. En el frente, los inteligentes acaban teniendo incluso más puntería».
José Luis Martínez de Soria le causó a Mateo una grata impresión. Tal vez un poco altivo…, pera esto correspondía a la familia. Más tarde Mateo se enteraría de que el hermano de Marta era hombre de inquebrantable voluntad y de que, sin tener ningún parecido con Kant, vivía realmente un mundo mental aparte. En vez de darse buen tiempo, como se lo daban casi todos los soldados, él leía sin cesar y escribía a María Victoria o estudiaba. Leía libros políticos, le decía «te quiero» a María Victoria o estudiaba para juez. En efecto, todo lo jurídico lo fascinaba, aun reconociendo que había dos cosas en la creación cuyos límites no se conocían: la intención de un hombre y el cielo, el cielo astral. «Cuando esto termine, se necesitarán hombres que sepan juzgar. Que sepan juzgar…, a sus propios padres». ¡Rara seguridad!
José Luis Martínez de Soria era educado. Le asignó a Mateo la correspondiente guardia —dos horas en una avanzadilla—, pero por ser la primera, tuvo la delicadeza de acompañarlo él mismo todo el rato. Y allí tuvieron ocasión de seguir hablando y de presentir allá al fondo, detrás de la niebla y de la distancia y de la guerra civil, a Madrid.
Congeniaron desde luego… «¿Y tú, José Luis, por qué eres falangista? ¿Qué es lo que te captó de la Falange?». José Luis empequeñeció sus ojos mirando al horizonte, y de repente, soltó una inesperada respuesta:
—La Sección Femenina.
Mateo se rió. Mateo se sabía a sí mismo demasiado serio. En cierta ocasión, Matías Alvear le reprochó y con razón «que mezclaba las cosas serias hasta en la sopa». José Luis acababa de darle una lección.
Al término de la guardia regresaron a la chabola y en el camino anduvo pensando que lo bonito de la Falange era que aglutinaba la gente más dispar, personas tan opuestas como Salazar y José Luis Martínez de Soria.
Llegados a la chabola, encontraron al padre Marcos esperándolos. «Me enteré de que la familia había aumentado». Mateo quiso cumplir con el padre Marcos, capellán de la unidad, y no pudo. El malestar que sentía desde que en Burgos empujó la puerta color de chocolate, en presencia del padre Marcos, se le hizo insoportable. Y con todo, no estaba todavía en disposición de confesarse.
El padre Marcos advirtió que Mateo miraba como aturdido y achacó a la extrañeza del primer día.
—Esto te gustará, ya verás.
¡Cómo no había de gustarle! El padre Marcos se despidió. Y puesto que el cabo José Luis Martínez de Soria tenía que hacer, Mateo permaneció un rato solo, hasta que llegó un falangista que, abriendo una lata de sardinas, las comió y luego aprovechó el aceite para untarse la cara. «Con el frío, la piel se corta y el aceite es una solución».
A la noche, ya acostados uno al lado del otro, Mateo y José Luis Martínez de Soria continuaron hablando y Mateo se enteró de muchas cosas. De que Salazar procedía de la JONS y tenía ambición política. De que Alemania no quería reconocer al Gobierno Militar de Burgos, sino exclusivamente a la Falange. De que si Marta pasaba a la España «nacional», sería una gran ayuda para María Victoria, que estaba organizando el Auxilio Social. Finalmente, Mateo se enteró de que Falange tenía en estudio un plan para liberar a José Antonio de la cárcel de Alicante.
—¿Cómo? ¿Qué estás diciendo?
—Lo que oyes.
—Pero…
—Esta vez se ha previsto todo. Más de lo que puedes pensar.
—¿Por qué dices esta vez?
José Luis Martínez de Soria miró a Mateo.
—Porque, hasta ahora, todos los intentos han fracasado.