Capítulo XVI

La columna «nacional» salida de Galicia para liberar a los defensores de Oviedo, sitiados por los mineros, alcanzó su objetivo. Las fuerzas que ocuparon San Sebastián prosiguieron su avance en el frente del Norte, dirección Bilbao. El Alcázar había sido liberado y el Santuario de Nuestra Señora de la Cabeza seguía resistiendo. El resumen de la campaña, pues, era favorable a la España «nacional».

En la España «nacional» se respiraba un clima de confianza en el mando militar. La confianza era merecida y todas las papelerías del territorio agotaron los mapas de la Península Ibérica para sobre ellos poder seguir la marcha de las operaciones. Según fuera el mapa, España aparecía sucia o recién estrenada, vigorosa o incierta, con muchas o pocas carreteras. Había mapas en color que eran una fiesta en la pared, si bien las manchas rojas y blancas no coincidían con los territorios ocupados por los beligerantes. Los mapas de las zonas productivas de España eran graciosos. En ellos se veían olivares, naranjales, chimeneas, muchachas campesinas ordeñando vacas, etcétera. El mar rodeaba estos mapas de bobalicones peces situados aquí y allá, repartidos en el azul. Todos estos mapas se llenaron de banderitas clavadas, como si España fuera un insecto disecado. En todos los mapas Portugal aparecía sin banderitas, idílico, constituyendo una envidiable unidad.

Tal vez la victoria más popular fuera la conseguida con la toma de Toledo y la liberación del Alcázar. A medida que pasaban los días e iban conociéndose detalles, la gesta de los defensores de la fortaleza iba adquiriendo aureola mítica. Se hablaba de «espíritu numantino» resucitado entre aquellos muros, y algunos periódicos publicaron la biografía de uno de los combatientes allí muertos, Ángel Ribera, el cual, según la opinión de sus compañeros, fue un santo arquetipo, alma ejemplar que sonreía entre los obuses y la dinamita. Los «nacionales» deseaban liberar también a los defensores del Santuario de Nuestra Señora de la Cabeza; pero, dada su lejanía, la operación no parecía hacedera. Entretanto, se les suministraba todo lo posible por vía aérea y se había enlazado con ellos por medio de palomas mensajeras.

Don Anselmo Ichaso hizo desfilar todos los trenes delante de la estación que decía «Toledo». Sin embargo, el jefe carlista, en este caso, acusaba al mando de sentimentaloide, de haberse desviado del objetivo principal, que era la carretera de Madrid, para acudir a liberar al Alcázar, con una pérdida de tiempo tal vez irrecuperable. Con todo, el golpe mortal era evidente y los periódicos extranjeros, unánimes en dar respetuosa cuenta del hecho, circulaban de mano en mano.

En el bando «nacional», Núñez Maza, cuyo equipo, compuesto de cuatro falangistas, contaba, gracias al alemán Schubert, con cámara cinematográfica, filmó a los soldados entrando en la ciudad; en el bando «rojo», el periodista belga Raymond Bolen, amigo de Fanny, filmó a los milicianos huyendo de ella. El padre de José Alvear estuvo en Toledo, y una y otra vez se estrelló contra el Alcázar, al igual que sus compañeros.

La guerra seguía siendo, en su conjunto, guerra de escaramuza, que era la que preferían los moros y los milicianos. Sin embargo, el camino emprendido por uno y otro bando conducía fatalmente u la guerra grande, la de verdad.

El mando «nacional» se preparaba sin duda para ello y lo demostraba la creación de Academias para sargentos y alféreces «provisionales», academias sagazmente concebidas, entre cuyos instructores había alemanes que por haber servido en Sudamérica dominaban más o menos el español. Los solicitantes para ingresar en los cursillos de alférez solían ser muchachos muy jóvenes, de aspecto decidido y abierto, a los que embriagaba la idea de llevar una estrella en el pecho.

Otro síntoma de ampliación bélica era lo que sucedía con las dos armas básicas de que hablaron Casal en El Demócrata y el coronel Muñoz en el café Neutral: aviación y marina. El número de aviones aumentaba a diario en ambas zonas, si bien los rojos seguían dominando en proporción de cuatro a uno, gracias, en parte, a la campaña desencadenada en Francia —a la cual no era del todo ajeno Julio García— bajo la consigna Des avions pour l’Espagne! y a la creación de la Escuadrilla Internacional de Voluntarios, capitaneados entusiásticamente por el escritor André Malraux. A finales del otoño de 1936, se calculaba que los «nacionales» contaban con ochenta aparatos por trescientos veintitrés sus adversarios. Los aparatos «rojos» seguían siendo del más variado origen y la escasa combatividad de la mayor parte de los pilotos extranjeros —contratados a sueldo eludían en lo posible internarse en campo enemigo, limitándose a una labor defensiva— preocupaba a los dirigentes, obligándolos a dar, en este aspecto, la razón a Cosme Vila y volver la mirada hacia Rusia. Rusia, por supuesto, había enviado su pequeño cupo, su cupo representativo, del que formaba parte anecdóticamente una muchacha de menos de veinte años, cuyo avión fue herido por un antiaéreo en el sector de Talavera, forzándola a lanzarse en paracaídas y entregarse a los «nacionales».

En la Aviación «roja», que los periódicos habían bautizado con el nombre de «La Gloriosa», destacaban el piloto Rexach, que seguía actuando por su cuenta; los franceses Gilles y Bourjois y los ingleses Griffith y Martin Drew. Muchos de los aparatos eran adornados con una gran mancha roja, y entre los pilotos que eran padres de familia se extendió la costumbre automovilística de llevar en un rincón del parabrisas un zapato del benjamín de familia. En la aviación «nacional» destacaron muy pronto García Morato, incansable entre las nubes, y el capitán Carlos de la Haya. La divisa de García Morato era: «Vista, suerte y al toro» y su popularidad, incluso entre los pilotos «rojos», era tal, que muchos de ellos, al despegar, se saludaban diciendo: «Que no te encuentres con el grupo de García Morato».

Carlos de la Haya tenía en su haber incontables viajes al Santuario de Nuestra Señora de la Cabeza, abasteciendo a sus defensores, y su capacidad técnica era juzgada sin par.

En cuanto a la Marina, la superioridad numérica de las unidades «rojas» seguía siendo aplastante y muy escasa su actividad. Por contraste, los «nacionales» se mostraban eficaces en la vigilancia de los puertos enemigos —Sebastián Estrada patrullaba a bordo del Torpedero 19— y, además, en sus astilleros de El Ferrol había sido ya botado el crucero Canarias, al que se daban los últimos toques, y se aceleraba la construcción de otro crucero, el Baleares, esperando que pronto podría hacerse a la mar. Los observadores ingleses opinaban que, dada la longitud del litoral español, «ganaría aquél de los dos adversarios que dominara el mar».

La guerra se extendía cada vez más. Guerra civil, cuyos contrastes y paradojas eran innúmeros. En el Monasterio de Guadalupe, los milicianos asaltantes sorprendieron en el templo a frailes y moros entonando los mismos cánticos. Jorge de Batlle, el falangista huérfano, que había pedido el ingreso en la aviación para poder satisfacer su deseo de venganza —¡tal vez consiguiera bombardear Gerona!—, supo que uno de los mejores pilotos «nacionales» de la escuadrilla de García Morato era llamado «Satanás», mientras que, en el frente de Córdoba, un dinamitero «rojo» era llamado «Arcángel». En Almería, una miliciana le decía a su hijito: «A ver, monín, pon la cara que ponían los fascistas en la playa, cuando los mataban»; entretanto, en Gerona, la mujer de un miliciano de la calle de la Barca vestía de luto a sus hijos cada vez que en la provincia caía asesinado un médico. En Asturias, los voluntarios del «pueblo» que no tenían arma blanca se apoderaban de las guadañas de la siega; en el frente de Huesca, los «falangistas» que andaban escasos de armas automáticas repiqueteaban con picardía en las cacerolas y platos simulando el ruido de las ametralladoras. En Barcelona, las echadoras de cartas, varias de las cuales eran amigas de Ezequiel, hacían su agosto entre las madres y las novias de los combatientes «rojos»; en Andalucía, Queipo de Llano no conseguía enrolar a los gitanos, que le desaparecían por los atajos, mientras lanzaban en dirección a los cuarteles o a las trincheras maldiciones faraónicas. Los «rojos» consideraban importante sacar de Madrid el tesoro del Banco de España, ponerlo a buen recaudo y, en consecuencia, una comisión salió para Valencia y Cataluña en busca de un lugar seguro. Los «nacionales» consideraban importante que el correo llegara puntual a los soldados y no regateaban esfuerzos para, día tras día, adaptar los sistemas de enlace a las sinuosidades de la línea de fuego.

El consabido péndulo seguía funcionando. Los dos bandos se influían inevitablemente y a menudo se copiaban el uno al otro. Sin embargo, en el fondo de cada cual regía más que nunca la frase del doctor Relken que tanto impresionó a Julio García: «Mi cerebro me lo pago yo».

En el bando «rojo», la autoridad seguía dispersa, escondidas las opiniones; en el bando «nacional», la Junta de Defensa instalada en Burgos decidió nombrar un jefe único, un jefe de Gobierno, que centralizara en sus manos la responsabilidad. El nombramiento, después de algunas incidencias, recayó en el general Franco, por considerar que éste reunía en su persona la experiencia, la juventud, la serenidad y su inveterado conocimiento de los asuntos de Marruecos, aspecto básico en un momento en que las fuerzas moras se derramaban por los campos de batalla.

El Decreto decía así: «Se nombra Jefe de Gobierno del Estado Español al Excelentísimo Señor General Don Francisco Franco Bahamonde, quien asumirá los poderes del nuevo Estado. Se le nombra asimismo Generalísimo de las Fuerzas de Tierra, Mar y Aire, y se le confiere el cargo de General Jefe de los Ejércitos de Operaciones».

El Ejército del Norte seguía al mando del general Mola y el del Sur al mando del general Queipo de Llano. Al defensor del Alcázar, general Moscardó, se le confió la División que se organizaba en Soria.

* * *

A tenor de los acontecimientos, día tras día aumentaba el número de fugitivos de la zona «roja» que entraban en la España «nacional». Ocupados Irún y San Sebastián, el paso de Dancharinea ya no tenía objeto y todo el mundo utilizaba la frontera de Hendaya, que fue abierta inmediatamente al público.

La ocupación de Guipúzcoa convirtió a muchas personas en cometas sin dirección: a todos los guipuzcoanos que huyeron a Francia o hacia Bilbao. En cambio, fijó de un modo rotundo la vida de otras muchas personas, entre las que se contaban «La Voz de Alerta» y Javier Ichaso, el hijo mutilado de don Anselmo Ichaso.

En efecto, con la ocupación de San Sebastián, don Anselmo creyó llegado el momento de dar forma oficial a sus propósitos de organizar el Servicio de Información. El servicio sería de espionaje, pero esta palabra era altisonante, y, sobre todo, delatadora. «SIFNE» fue el preferido: «Servicio de Investigación del Nordeste de España».

«La Voz de Alerta», con su gigantesca boina roja y sus polainas, recibió las órdenes oportunas. Se instalaría en San Sebastián, en un piso de alquiler módico, y se llevaría consigo a Javier Ichaso, incapacitado para volver al frente. El jefe supremo sería, por supuesto, don Anselmo, quien haría periódicos viajes a San Sebastián. «La Voz de Alerta» le representaría, y Javier sería el brazo derecho del dentista.

La primera labor que incumbía a éstos era organizar un equipo de colaboradores cuya lealtad no ofreciera duda, por lo que en su mayoría se extraerían entre los fugitivos de la zona «roja». El presupuesto sería escaso, y sin embargo era preciso que dichos colaboradores, cada cual en lo suyo, fueran hombres bien dotados. A medida que el Servicio extendiera sus palpos, se necesitarían más y más especialistas; pero, de momento, cuanto más discretamente pudiera actuarse, mejor.

—Naturalmente, hay una serie de puntos urgentes: escucha de radios, lectura de periódicos, cacheo en la frontera, descifrado, descriptación, control de puertos franceses y contraespionaje. En este papel lo encontrará usted todo señalado. Organice en seguida los enlaces con Francia y, a través de éstos, con Gerona, Barcelona y Madrid. Y no olvide, por favor, que Mola sigue valiéndose exclusivamente de planos Michelín y Guías Taride.

«La Voz de Alerta» se exaltó. Su entusiasmo era enorme y ni por un momento le pasó por la cabeza que la misión lo desbordaría. Los primeros días, cuando Navarra y todo lo que veía de ella le resultaba ajeno, se fumaba muchos pitillos mirando al horizonte; pero esto era ya historia.

Sus reflejos eran rápidos, de modo que ya antes de salir para San Sebastián le dio a don Anselmo dos nombres de posibles colaboradores: el notario Noguer, en Francia; Laura, en la zona «roja». «La Voz de Alerta» ignoraba hasta qué punto su esposa estaba ayudándole ya en Gerona. Don Anselmo asintió: «Lo dejo en sus manos».

En cuatro días efectuaron el traslado a San Sebastián. El piso que alquilaron en la calle de Alsasua era espacioso. Lástima que desde él no se viera la Concha, la bahía. Javier repitió varias veces: «Es una lástima». De Pamplona se llevaron a una joven sirvienta llamada Jesusha, muy conocida de los Ichaso. Don Anselmo Acudió a la estación a despedir a los tres y les dio consejos por riguroso turno. «Usted, mi querido dentista, un minuto antes de empezar a actuar, léase el texto de Josué, II, del Antiguo Testamento». «Tú, hijo, no olvides que para Dios no hay héroe anónimo». «Y tú, Jesusha, mata de hambre a los señores… pero poco a poco». Acto seguido el tren arrancó y don Anselmo, envuelto en humo, dijo para sí: «Prefiero los trenes en miniatura».

En cuanto estuvieron instalados en el piso de la calle de Alsasua —la parte delantera se destinó a oficina y la trasera a vivienda—, «La Voz de Alerta» y Javier Ichaso se sentaron en sus correspondientes sillas y leyeron el texto de Josué, II, recomendado por el padre del requeté mutilado. Decía así: «Josué, el hijo de Nun, envió dos hombres de Sittim para espiar secretamente… Ellos llegaron a la casa de una mujer, que era una cortesana llamada Rajab, y vivieron con ella».

¿Qué quiso dar a entender con ello don Anselmo Ichaso? Era fácil adivinarlo. Quería persuadirlos de que la labor a que iban a entregarse databa de los tiempos más remotos, que era más antigua que la Masonería e incluso que el Cristianismo.

—Ya lo ves, Javier —dijo el dentista—. Somos los dos hombres de Sittim, dispuestos a espiar secretamente… ¡Lástima que no hayamos encontrado aquí a la cortesana llamada Rajab!

El mutilado de la frente abombada y los ojos juntos se rió.

—Se la reclamaré a mi padre.

Salieron luego a dar una vuelta para conocer el barrio. El otoño encendía hogueras en el cielo de San Sebastián, lo mismo con el alba que al atardecer, y en la bahía el agua de pronto dejaba de ser agua y se convertía en la cobertura, en el escondite de los peces, de las algas, de los barcos hundidos y de millones de mundos que vivían en las profundidades ignotas. «La Voz de Alerta» se alegró al descubrir que había una iglesia y una pastelería muy cerca de su casa. Javier se alegró al ver que los cafés más próximos disponían de confortables sillones.

Luego pusieron manos a la obra, con éxito. En quince días la red de enlace, a través de Francia, hasta Barcelona y Madrid, empezó a tener forma. En San Juan de Luz, el agente sería un francés monárquico, maître del Hotel Fénix. Éste enlazaría con el agente de Perpignan, que, efectivamente, sería el notario Noguer. Un ferroviario enlazaría con Laura, en Gerona, y Laura enlazaría con Barcelona, Valencia y Madrid. En el interior de la España «nacional» se establecerían grupos o células que se dedicarían al contraespionaje y a orientar a los agentes que, por necesidades del Servicio, tuvieran que cruzar las líneas y actuar en la zona «roja».

El contraespionaje era necesario porque los «rojos» se les habían anticipado y contaban ya con organización propia. Por el momento, don Anselmo Ichaso creía saber que el cabeza de dicha organización era un hombre joven llamado Dionisio. No se sabía nada más de él… «Hale —comentó “La Voz de Alerta”, acariciando una pila de carpetas azules que acababan de traerle—, a encontrar al tal Dionisio antes de que termine la guerra».

El primer objetivo que se propusieron fue el de reproducir en fotocopia la cartografía existente en el Ministerio de la Guerra, en Madrid. Cartas militares, planos del Instituto Geográfico al 1 por 50.000, planos de costas marítimas al 1 por 20.000, planos planimétricos de las grandes ciudades «rojas», etcétera. «La Voz de Alerta» suponía que pedía la luna y no era así. Pronto el notario Noguer le comunicó que «el servicio estaba efectuándose con la mayor rapidez». «La Voz de Alerta» se tocó los lentes, la montura de oro de los lentes, y pensó que, sin duda, Laura había intervenido en aquello. La idea de la colaboración con Laura a través del espacio le agradó desde el primer momento, aunque temía que el Comité de Gerona acabara descubriendo a su mujer.

Javier Ichaso se encargó de revisar concienzudamente los periódicos que llegaban de la zona «roja», así como de escuchar las radios. Todo cuanto le llamaba la atención lo registraba en una ficha. Por supuesto, confirmando los temores del catedrático Murales, el «Buzón del Miliciano» publicado por Solidaridad Obrera constituyó en seguida su más directa fuente informativa con respecto a la situación de las fuerzas en Aragón. También tomaba nota del alud de visitantes extranjeros que eran homenajeados en zona «roja».

Escuchar las radios se le hacía muy pesado, y las interferencias, los botones y la franja luminosa acababan poniéndole nervioso. «¡Maldita pierna!», blasfemaba a veces; añorando el frente.

La revisión de periódicos extranjeros y la escucha de las emisoras francesas, inglesas e italianas corrió a cargo de «La Voz de Alerta» en persona, auxiliado por el ex director de una Academia de Idiomas de Lisboa con el que establecieron contacto. Este hombre, de casi sesenta años de edad, Mouro de apellido, tenía una paciencia infinita y no regateaba una hora de servicio. Era un poco sordo, por lo que sorprendían la diligencia y la puntualidad con que captaba los mensajes radiofónicos que se ponían a su alcance. A la semana justa de comenzar el examen de la prensa extranjera, se comprobó que se podía contar con dos insuperables informadores militares: los artículos que desde Barcelona y Madrid enviaban a París los observadores franceses Armengaud y Riau Vernet. Sus comentarios sobre el frente «rojo» e incluso sobre la retaguardia eran prodigios de objetividad y de sentido común.

Faltaban descifradores y decriptadores; faltaban hombres capacitados para obstaculizar y sabotear los cargamentos de armas que, desmintiendo el escepticismo de Cosme Vila, salían de puertos franceses con destino al Levante español; faltaban aparatos de radio-emisión; faltaba experiencia, ¡faltaba dinero! Pero había buena voluntad y lo importante era no desanimarse, cuidar los reflejos y ser escrupuloso.

Don Anselmo Ichaso había pertrechado a «La Voz de Alerta» con toda suerte de documentos que garantizasen su labor, y por su cuenta había escrito además a todas y cada una de las autoridades de San Sebastián y de la frontera para que le dieran facilidades, sin inmiscuirse en su trabajo. Todo ello constituía para el dentista un arma de dos filos. Por un lado, lo halagaba; por otro, lo abrumaba de responsabilidad. Simultáneamente, recibió la inesperada visita de un alemán de medio pelo, quien llevaba consigo un aval de don Anselmo. Este alemán se le presentó como antiguo agente de espionaje en la guerra mundial del 1914 y su charla había de hipnotizar a «La Voz de Alerta» y a Javier Ichaso, pues estribó en indicarles una serie de procedimientos y ardides, cada cual más taimado, para evacuar noticias y también para recibirlas. Un sistema para «penetrar» en las oficinas ministeriales y de los Estados Mayores era el soborno de las mujeres de la limpieza, cuya misión debía consistir simplemente en escamotear cada mañana, para entregarlo luego, el contenido de las papeleras. Otro sistema eficaz era el soborno de la mecanógrafa o mecanógrafas del despacho señalado como objetivo, cuya astucia debía consistir en cambiar «cada vez» el papel carbón, separando y guardando los papeles ya usados, que más tarde al trasluz podrían leerse sin dificultad. El alemán les aconsejó el reverso de los sellos de las cartas como lugar a propósito para anotar y enviar un mensaje. También solían pasar con extraña impunidad los simples periódicos doblados, con la franja mugrienta. Otro camino eran las valijas diplomáticas; los anuncios en determinados periódicos; etcétera. A su entender, lo más laborioso solía ser la obtención de noticias veraces sobre los convoyes marítimos, por la dificultad de penetrar en los muelles; el falseamiento, hecho a propósito, de los horarios y el cambio de bandera en alta mar. También los puso en guardia contra los agentes «mercenarios» que, en el momento crucial, podían pasarse al enemigo, contra los agentes charlatanes —«los españoles lo son por temperamento»— y contra los borrachos. Y aconsejó la utilización de mujeres, a ser posible no demasiado inteligentes, pero serenas, capaces de dramatizar y que llevasen un bebé en brazos.

¡Fascinante campo de acción! «Mucho cuidado —aconsejó el alemán, para terminar— con tomar lo espectacular por lo útil…». Eso les dijo, desapareciendo inmediatamente después, no sin dejarles un número de teléfono del mismo San Sebastián, al que podían llamarle en cualquier circunstancia.

«La Voz de Alerta» y Javier Ichaso tardaron un minuto en poder abrir la boca y cuando lo hicieron fue para incrustarse en ella un pitillo.

—¿Qué te parece?

—Con su permiso, me quito la boina.

«La Voz de Alerta» sonrió satisfecho… Había entrado con buen pie. «Josué, el hijo de Nun, envió dos hombres a Sittim para espiar secretamente…». «La Voz de Alerta» no había cambiado. Seguía con sus filias y con sus fobias, y pronto se pasearía por la maravillosa ciudad donostiarra con facha de almirante y alternaría con la buena sociedad, con «margaritas» y muchachas que servían en los improvisados comedores del Kursaal.

Por supuesto, le gustaba el Cantábrico porque era más fuerte que su propio espíritu. Escribió una larga carta a Pamplona, a mosén Alberto, cuya visita recibió antes del traslado, al final de la cual le decía: «Me avergüenza confesarlo, mosén, pero casi soy feliz». ¡El mismo autorreproche que mosén Alberto se hacía en el convento de las monjitas, cada vez que éstas le servían chocolate! «La Voz de Alerta», además, se convirtió sin querer en el automático «cónsul» de todos los fugitivos de Gerona y provincia que llegaban desorientados a San Sebastián. En seguida daban con él o, mejor dicho, con su boina, pues era la suya la mayor de la ciudad y todo el mundo sabía que pertenecía al «distinguido dentista catalán». A estos fugitivos los informaba a su manera… Les decía que los requetés llevaban en los frentes todo el peso de la lucha, que en Falange había mar de fondo, que muchos generales querían la monarquía, etcétera. Y desde luego, censuraba a los machos catalanes que, apenas llegados a la zona «nacional» procedentes de Lourdes, lo primero que hacían era irse con una mujer; lo segundo, empezar a sentirse «separatistas», y lo tercero, echar una mirada panorámica con el propósito de encontrar un sitio estratégico para montar un negocio o levantar una fábrica.

Sus relaciones con su secretario Javier Ichaso eran complejas. A veces miraba al muchacho, veintiún años, pensando: «Me gustaría tener un hijo de esa edad». Un hijo, por supuesto, con la mirada menos obsesiva, más elástico y con más sentido del humor. La figura de Javier, con las muletas, con los dos ángulos bordados en el antebrazo, correspondientes a las dos heridas, recordaba sin descanso que vivir era un hecho arduo, serio.

Javier Ichaso sentía por el dentista franca admiración. Comprendía que «La Voz de Alerta» había ensanchado su horizonte mental. Javier Ichaso era víctima de su padre como Jorge lo fue del suyo, de un padre autoritario, de autoritaria barriga, absorbente, y cuyas ideas se circunscribían a Navarra, a España y al deseo de tener rey.

—La verdad le digo. Antes de hablar con usted, confundía a Zumalacárregui con Napoleón.

El pensamiento de Javier encontró en «La Voz de Alerta» la lisonjera justificación intelectual de muchas actitudes e ideas que él, Javier, había adoptado desde siempre por instinto, incluyendo la mismísima idea monárquica. En efecto, «La Voz de Alerta» dio a ésta una dimensión incluso geográfica. Inventarió todo cuanto la comunidad humana les debía a los reyes, bajo cuyo patrocinio se habían realizado la mayor parte de las conquistas en todos los terrenos. «Inspiran respeto y autoridad, son aglutinantes y emana de ellos una jerarquía natural. En cambio, te sería muy difícil, en una reunión sin uniformes, distinguir quién es el presidente de la República y quién es el jefe de Falange».

Javier Ichaso se infantilizaba también cuando entraba en la oficina dirigida por Mouro, el políglota portugués, y encontraba allí al mismísimo dentista captando toda clase de emisiones o traduciendo de carrerilla, sin el menor error, el Times o Le Figaro. Javier Ichaso no hablaba más que español con acento navarro. «Claro, claro —se decía, pensativo—. Además de Navarra y de España, hay otras tierras». Estas tierras le parecían al muchacho enormes… Y más enormes aún cuando, al ponerse en pie, recordaba que llevaba muletas.

Lo mismo le ocurría con respecto a la religión. El día que «La Voz de Alerta», al término de un desfile que ambos presenciaron desde el balcón de su casa, le dijo a Javier: «Vamos a ver: acabas de cantar diez veces Por Dios, por la Patria y el Rey. ¿Qué es Dios para ti?», Javier puso cara triste. No supo qué contestar. Encogióse de hombros y dijo: «Todo». Pero él mismo se dio cuenta de que la respuesta no era válida.

Esto era lo curioso. Javier Ichaso tenía tan honda fe religiosa, que por ella se hubiera dejado matar; sin embargo, jamás se le ocurrió justificar dentro de sí tal creencia, como nunca tampoco se le ocurriría a Carmen Elgazu. Javier había heredado esa fe como heredó el apellido. Y «La Voz de Alerta» le dijo que no, que la fe era algo más importante que heredar una nariz o unas orejas. Que debía razonar la idea de Dios, so pena de convertirse en un ignorante o en un despótico. ¡El dentista hablando de despotismo! Ocurría eso, que la admiración de Javier Ichaso estimulaba a «La Voz de Alerta», el cual acusaba al muchacho de defectos de que él mismo era víctima en grado superlativo.

—Dios no es sólo un escapulario y un cirio. Tu religión es miedosa. Es religión de escrúpulos. Pecas y no vives hasta que te has confesado… ¿Crees realmente que un hombre puede ofender a Dios con malicia infinita?

Javier Ichaso se defendía, porque era obtuso sólo a medias y porque intuía vagamente que, por otra parte, sus convicciones heredadas le daban a menudo una gran fuerza interior. Pero ahora comprendía que se calaba la boina roja porque había nacido en Pamplona, y que de haber nacido en Pekín o en Melbourne, se cubriría de otro modo la cabeza y tal vez tuviera aún las dos piernas.

«La Voz de Alerta» gozaba en el fondo abrumando a Javier.

—¿A que no sabes quién inventó el saludo puño en alto?

—Pues… no sé.

—Deberías saberlo. Un alemán: Edgar André. Fundó la Sociedad de Combatientes Rojos. Su grupo lo imitó, y luego el saludo fue imponiéndose.

Javier, sentado, sostenía las muletas entre las piernas.

—¿A que no sabes —proseguía el dentista— dónde murió la Virgen, la Madre de Jesús?

—No lo sé.

—Hay dos versiones. Unos dicen que murió en Éfeso; otros que en Jerusalén. ¡Bueno!

Javier Ichaso juzgaba a «La Voz de Alerta» incluso de «gran señor». El muchacho navarro comía horrores, con voracidad; el dentista, muy poco, lo justo, excepto cuando se festejaba alguna victoria. «La Voz de Alerta» podía llevar con naturalidad sombrero blanco ¡y en el cuarto de baño su cepillo de dientes aparecía siempre intacto! En cambio, el cepillo de Javier a los pocos días quedaba inservible.

Y el caso es que «La Voz de Alerta» estaba a la recíproca, es decir, que admiraba a Javier. Primero, porque era joven. ¡Veintiún años! Eso sí que era hablar un idioma importante… Segundo, porque tenía una voz tan poderosa como la de don Anselmo, mientras que la del dentista era aflautada. «Con esa voz, yo extraería las muelas sin necesidad de instrumental». Y por último, porque Javier era fácilmente conmovible. Sí, de pronto sus dos ojos se separaban lo normal y entonces, ¡pese a las ejecuciones de Pamplona!, la expresión del muchacho era franca, de bondad.

—A veces te pareces al buen Samaritano.

«La Voz de Alerta» era otra cuestión. Desde hacía unos cuatro años el frío se había apoderado de su intimidad. En Gerona tuvo que reconocer muchas veces que sólo amaba El Tradicionalista, a Laura y al daño que ocasionase a los enemigos: ahora, en San Sebastián, sólo sentía apego por el espionaje y por su criada Jesusha que a él lo llamaba señorito, mientras que a Javier lo tuteaba. ¡Sí, le ocurría con Jesusha lo mismo que con Dolores en Gerona! Sentía afecto por ella, y cuando los domingos la veía salir acicalada y con un gran bolso exagerado, se enternecía. «Debo de ser un gran tímido —pensaba el dentista—, puesto que la gente que me sirve, que trabaja para mí, me cohíbe de ese modo».