Capítulo XV

Ezequiel estaba en lo cierto. Los hombres eran pompas de jabón y no se sabía si con la guerra adquirirían importancia o reventarían a los pocos instantes. Su reacción era con frecuencia imprevisible.

Cierto, no sólo en el frente se abría a veces la espita de la generosidad. También en la retaguardia. Una serie de personas sintieron despertar en sus adentros la necesidad de hacer el bien. Personas dispares, movidas por razones opuestas.

Una de ellas fue el patrón del Cocodrilo. No todo el mundo, en su barrio de la Barca, se había aprovechado del asalto a los barrios «burgueses» y de la revolución. Había familias timoratas que eran más pobres que nunca. El patrón del Cocodrilo las conocía una por una y la puerta de su bar permanecía siempre abierta en su honor. «Hale, toma ese litro de vino, ese par de arenques». «Tú, coge esos tomates. Y que os aprovechen».

Otra persona era la propia hija del propio patrón del Cocodrilo, que continuaba recluida en el Manicomio. La muchacha, que se había pasado años y años farfullando la sílaba bo… bo… bo…, de pronto escribió en un papel la palabra «gracias» y circuló por el patio y por las salas dándoselo a leer a todo el mundo. La mujer del Responsable, que también seguía allí, en su puesto, rezando el rosario y sin reconocer a nadie, cada vez que veía el papel se callaba en el acto, y mirando hacia la ventana sonreía.

También los arquitectos Ribas y Massana realizaban buena labor. Las palabras de Axelrod sobre la necesidad de construir refugios antiaéreos encontraron el debido eco en la conciencia profesional de los dos arquitectos, los cuales pusieron manos a la Obra, ayudados por el Municipio. En el barrio antiguo, tan lleno de sótanos y «catacumbas» conventuales, les fue fácil; en el barrio moderno hubo que abrir boquetes partiendo de la nada. Uno de dichos refugios fue abierto muy cerca de la casa de los Alvear, detrás del café Neutral, ¡y en su construcción colaboraron los presos del Seminario, dotados de un pico y de una pala! El espectáculo regocijó a mucha gente —los empleados del Banco Arús dijeron: «trabajar es bueno para las arterias»—, pero acabó desagradando a los propios arquitectos, los cuales eximieron del trabajo los presos ancianos o faltos de salud.

En otro orden de cosas, Ribas y Massana se propusieron salvar obras de arte de la provincia, al modo como el primer día salvaron la catedral, obteniendo buenos resultados. En nombre de la Comisión de Cultura de la Generalidad de Cataluña recorrían los pueblos y aquí recogían una talla del siglo XVII, allí un sarcófago o un mosaico. Gracias a su intervención, las ruinas de Ampurias quedaron a buen recaudo. A veces tenían que enfrentarse con milicianos que los encañonaban bisbiseando: «¡Tocad esto y oleréis a quemado!». Pero ellos no cejaban y era raro que regresasen a Gerona sin haber cobrado pieza. Sólo un derecho se irrogaron: el de incautarse de las campanillas que encontraban en las sacristías, algunas de ellas tan curiosas como el apagavelas adquirido por Julio. Se dedicaron a coleccionar campanillas y el policía les dijo que gracias a ellas holgarían las sirenas de alarma. «Cuando se acerquen aviones, ¡tocad las campanillas y todo quisque a los refugios!».

Otro sentimental fue el coronel Muñoz. No se quitaba de la cabeza el fusilamiento de su amigo y adversario el comandante Martínez de Soria, y la carta que escribió a su viuda fue sincera. Se convirtió en el protector de los militares encerrados a perpetuidad en el Seminario, entre los que figuraban los capitanes Sandoval y Arias, e impidió que fueran encerrados en la checa de Cosme Vila o en la del Responsable. Los parientes de dichos militares le agradecieron al coronel de todo corazón el rasgo y algunos de ellos, ante el asombro del solterón, le obsequiaron con pasteles caseros y con cajas de cigarros habanos.

También Laura se volcó en ayuda de sus semejantes. Cierto, la mujer del dentista tuvo un arranque parecido a aquél que la llevó a prohijar los canteros y picapedreros cuando la revolución de octubre de 1934. Laura, en cuanto supo que «La Voz de Alerta» estaba a salvo, se dedicó de lleno a organizar el Socorro Blanco en la ciudad y provincia. ¡Había tanto que hacer! Por de pronto, buscó colaboración. Y dio pruebas de instinto sagaz. En menos de un mes se aseguró la adhesión de la viuda de don Pedro Oriol, de varias amigas de ésta, de las propias hermanas Campistol, de la mismísima Andaluza y de las hijas del doctor Rosselló. Igualmente obtuvo la valiosa ayuda de dos ferroviarios maquinistas —era preciso enlazar con Francia y Barcelona— ¡y la del sepulturero! El sepulturero, hombre complicado, que fue en tiempo acomodador de cine y que ahora, cuando recorría de noche con una linterna el cementerio, se acordaba de su antiguo oficio.

Laura gozaba lo suyo organizando el Socorro Blanco. Cuando pasaba por la calle y veía los carteles: «¡Denunciad a los derrotistas!». «¡Cuidado con la polilla fascista!», sonreía, y su minúscula cabeza, parecida a una pelota, se movía de un lado para otro. Uno de estos carteles representaba una gigantesca oreja roja y decía: «Atención al sabotaje del rumor…». El rumor… Era cierto. El Socorro Blanco se dedicaba a ayudar a los fugitivos y a los encarcelados, pero cuidaba especialmente de propagar bulos, rumores que sembrasen la confusión.

En pocas semanas de actividad, Laura y sus colaboradores de Olot y Figueras, ¡utilizando de matute los impresos y los sellos de Izquierda Republicana!, llevaron a buen puerto, a Francia, no menos de doscientas personas. Los hijos de don Santiago Estrada fueron los primeros. Sin embargo, la obra maestra de Laura consistió en la salvación de uno de sus dos hermanos gemelos, el protector del obispo, encerrado, aunque no incomunicado, en la cárcel del Responsable… y custodiado por Blasco. Al cabo de mucho esfuerzo, pudo convencerlos de que Blasco era sobornable. «Le conozco, os lo digo yo». Los Costa no se atrevían, pero Laura porfió. Y resultó verídico. Un importante fajo de billetes obró el milagro de convertir el limpiabotas anarquista en militante del Socorro Blanco. Y puestos a hacer bien las cosas… se fugaron a Francia los dos diputados, los dos hermanos, con las respectivas esposas. Blasco y un par de acólitos acompañaron al grupo al Perthus, en un coche de la FAI. ¿Y el Responsable? Blasco contestó: «Veré cómo me las arreglo».

Claro es, no todas las pompas de jabón de que hablaba Ezequiel se dedicaban a obras benéficas. Hubo seres que se sintieron progresivamente atraídos por el mal, confirmando con ello la tesis que el doctor Relken le expuso a Julio García respecto de la esquizofrenia y la herencia sifilítica. Buen ejemplo de ello lo suministraba Santi. El ex alumno de David y Olga, desde que regresó del desembarco a Mallorca, sufría periódicos ataques de furor. Su mirar no era normal, y el Responsable se daba cuenta de ello. Un día le dijo a Merche que quería ir a Barcelona a matar de un tiro al elefante del Parque.

—¿Por qué? —le preguntó Merche.

—No sé.

En algún recoveco del cerebro, Santi debía de odiar todo lo que era macizo, lento, tradicional. Probablemente los elefantes le parecían burgueses que vivían muchos años, mientras él presentía corta su desquiciada existencia.

Otra de las personas que iba tendiendo a lo perverso era Axelrod, el hombre nacido en Tiflis. Veterano comunista, llegó a España con misión especial. En «La Casa» le habían ordenado que en lo posible contentase a los españoles «con buenas palabras», haciéndoles creer que Rusia estaba dispuesta, para ayudar al pueblo español, incluso a intervenir directamente. Ello significaba mentir, mentir y mentir. Mentir al prometer a Cosme Vila muchos barcos y mentir al entregar en Cartagena viejos fusiles sobrantes de la guerra de Crimea, cobrándolos por nuevos. Lavarse mintiendo y zamparse tres veces al día apetitosas fuentes de mentiras. Mentir de forma tan hábil que no se enterase de ello ni siquiera Goriev, su brazo derecho, ni siquiera el hermoso perro ucraniano que era su mascota y la del Hotel Majestic. Comportarse de tal modo, tan compenetradamente con la mentira, que de toda su persona, de todo Axelrod, sólo fuese verdad un comienzo de asma que le molestaba mucho y el parche negro que llevaba incrustado en el ojo izquierdo.

La perversidad que iba taladrándole era sutil. Axelrod, hasta su llegada a España, había servido al Partido en incontables ocasiones y siempre lo había hecho, o bien experimentando placer o bien contrariando con dolor su criterio personal. Ahora resultaba que no le importaba nada aquello, que no le importaba nada el conflicto español, ni la pérdida de San Sebastián, y que, pese a ello, seguía cumpliendo escrupulosamente las consignas y se daba cuenta de que las cumpliría hasta el fin. Axelrod tenía cuarenta y cinco años. No comprendía en qué momento le penetró tal frialdad. Tal vez fueran los alimentos del Sur, o tentaciones del pensamiento. «Es preciso dar la sensación de que todos los niños rusos participan del drama español». «Sería conveniente apropiarse de algún avión italiano o alemán derribado para poder estudiar su fabricación y funcionamiento». ¡Bah! ¿Por qué? ¿Por qué Goriev estaba allí y el Kremlin tan lejos? ¿Por qué se vivía y qué sucedía al otro lado de todos los porqués? ¿Qué significaban Barcelona y el doctor Relken y Cosme Vila? ¿Qué significaban Virgen María y baile flamenco y Fotomatón? Nada. Y sin embargo, Axelrod se daba cuenta de que cumpliría hasta el fin.

También había seres que alternaban la entusiasta actividad con enfermizos exámenes de conciencia. Entre estos se contaban los maestros, los cuales sostenían interminables diálogos en el surtidor del jardín de la escuela, o bien en Correos, mientras esperaban a que les trajeran las cartas que les correspondía censurar.

—Estoy triste y no sé por qué razón.

—Porque esto no es agradable.

Se referían a los reveses militares. Los maestros, que además de su labor en Correos dirigían los talleres de confección de prendas para el frente y se ocupaban en otros cien menesteres, últimamente habían organizado con sus alumnos una «Exposición infantil de dibujos antifascistas». La exposición se hizo popular y en ella se exhibían, con trazo ingenuo y vacilante, osos que eran generales, cuervos que eran falangistas, edificios destrozados por las bombas, cadáveres y una gran profusión de Hítleres y Mussolinis. Cada día, llegada la hora del cierre de la exposición, David y Olga solían quedarse allí barriendo el local. A veces miraban los dibujos y se preguntaban si era obra buena excitar la quimera agresiva de los niños.

—¿Por qué no? El odio es a veces necesario. Y en este caso lo es.

—Sí, David, pero…

Poco a poco se ponían a hablar de sí mismos. Tenían la impresión de estar envejeciendo con rapidez.

—Tú no envejecerás nunca, Olga.

—¿Por qué no? Como todo el mundo.

—No, no. Tú no envejecerás nunca.

David se le acercaba y le pasaba la mano por la cintura, o le asía una muñeca.

—Eres muy amable, David.

—Nada de eso. Pero no quiero que desfallezcas.

—Si no desfallezco. Tengo más fe que nunca en la victoria.

David le decía que también él tenía fe. No sabía cómo, pero sus ideas eran sanas y un día u otro vencerían en España y en el mundo.

—Pero, entretanto, déjame decirte que te quiero.

—Dímelo.

—Te quiero, Olga.

—Yo también a ti.

—Ya llevamos tiempo juntos, ¿verdad?

—Años.

—Eternidades.

—Y siempre igual.

—Y siempre será igual.

* * *

También en el frente los hombres eran pompas de jabón. En todos los frentes. Desde el tranquilo de Córdoba, en el que las balas eran aceitunas, hasta el centelleante de Toledo, en el que se luchaba con denuedo. Desde las cumbres de Navacerrada hasta las orillas del Cantábrico, por las que el general Mola seguía avanzando. Había combatientes anónimos, que todo lo hacían como sin respirar; otros se destacaban poderosamente. Entre estos últimos se contaba un ex cantero gallego llamado Líster y un guerrillero extremeño, llamado el Campesino. Ambos eran jefes de brigada y se imponían por autoridad personal.

En el frente de Aragón, Durruti seguía siendo amo y señor. Sin embargo, los días eran lentos y permitían la lenta evolución de cada cual. Lo mismo en Huesca, que en Zaragoza, que en Teruel, la línea se había estabilizado y se habían cavado trincheras y tendido alambradas. Los «nacionales», trincheras en zigzag, obedeciendo a un plan; los «rojos», trincheras a cordel y sin calcular los ángulos muertos.

Cerillita había evolucionado. No por fuera, sino por dentro. Lamentaba no haber levantado en Valencia, al salir de la cárcel, patíbulos y horcas en la plaza de Castelar, como fue la primera intención de la Columna «Hierro». Ahora se dedicaba a amenazar a todo el mundo con su navaja cabritera y a inventar, al modo de los milicianos gerundenses, contraseñas jocosas: «Franco es un carcamal». «Los Borgia eran de aúpa». «A joderse, hermano».

Otro que había evolucionado, era el Cojo. Una noche, de repente, le pareció que redescubría el mundo. Empezó a fijarse en detalles —nunca lo había hecho— y llegó a la conclusión de que la noche y la tierra eran muy grandes. Miraba Aragón y exclamaba: «¡Jolín, el terreno que hay!». Miraba la noche y le decía a Ideal: «Imponente, ¿no?». El Cojo había heredado la imagen del Niño Jesús que perteneció a Porvenir, la de los ojos asombrados. Le había hecho en la boca un agujero redondo, en el que a menudo introducía un cigarrillo encendido. «Si eres Dios, ¡chupa! ¡Chupa!», repetía, riendo.

En cambio, Dimas, el enfermo Dimas, observador de manos y de hormigas, ahora, mientras despellejaba bellotas, sufría por las pequeñas cosas que la guerra destruía. Los muertos lo dejaban indiferente. No le importaba ni que eructaran, ni que sus relojes de pulsera siguiesen funcionando. Dimas no pensaba sino en las pequeñas cosas que la guerra mataba… ¡Singular manía! Cuando un cañón disparaba, pensaba: «Un muro derribado». «Cristales que se rompen». Cuando zumbaban los aviones, se decía: «Techos, traviesas de ferrocarril, ¡puentes!». Sobre todo, los puentes destruidos y las vallas de los apriscos y las tuberías del agua le dolían de un modo especial. Los puentes le dolían con dolor de quien desea pasar a la otra orilla. Dimas era el contable de lo inerte que sucumbe indefenso, y cuando el doctor Rosselló se interesaba por su estado le contestaba: «Voy viviendo poco a poco; déjeme en paz».

Gorki, el comisario Gorki, corresponsal de El Proletario, había evolucionado… pero dentro de la más pura ortodoxia. Su batallón «Carlos Marx» había ocupado la zona norte del cementerio de Huesca y se había atrincherado en ella. El frente parecía destinado a estar tranquilo, pero ello no era motivo para holgazanear. Gorki convirtió su feudo en un barrio modelo. Las bifurcaciones de las trincheras eran calles con nombre: «Progreso», «Ciencia», «Moscú», «Pueblo». La limpieza se consideraba esencial y papá Pistolas, el búlgaro, decía que la tierra allí podía ser lamida. Los sótanos de un panteón funerario fueron transformados en «Rincón de Cultura», con biblioteca que se nutría de envíos de Gerona y en la que abundaban los folletos de enseñanza bélica: «Cómo resguardarse de la aviación enemiga». «Cómo aprender a corregir el tiro», etcétera. Y era en este «Rincón», que las milicianas del Partido adornaban con flores, donde Gorki enseñaba a leer. El número de alumnos era considerable, y para enseñarlos Gorki se sentaba en el suelo como César hiciera en la calle de la Barca. ¡Ah, los milicianos! Hombres barbudos deletreando a coro y resistiéndose al abecedario. «¡Tienen mucho aparato estas letras!». Gorki no cejaba en su empeño. Quería que supieran leer de corrido y por cuenta propia las palabras «Lenin, Stalin, proletario, paz» y que pudieran alimentar sus cerebros con los periódicos murales que el batallón confeccionaba. Sidlo y papá Pistolas asistían de observadores a aquellas sesiones y empezaban a sentir por España y sus hombres una admiración imprecisa, algo muy distinto a lo que sentía Axelrod «Esa gente tan revolucionaria como puedan serlo los húngaros e incluso los checos», comentó Sidlo. Teo se indignaba con los extranjeros porque tenían la manía de comparar, y la Valenciana barbotaba: «A mí esos puntos no me la dan».

El Perrete, cornetín y payaso a la vez, vivía su momento glorioso. No sólo era el hijo adoptivo de la Valenciana, sino de todas las milicianas del sector. Al muchacho casi lo asustaban tantas caricias en algunas de las cuales notaba algo anormal. Como los perros de nadie, gustaba de merodear por los lugares pintorescos: la cocina, la improvisada barbería, la enfermería, etcétera. Él no había cambiado, pero sí era otro su prójimo. En efecto, sus compañeros actuales se tomaban a risa sus imitaciones de perros, y tanto más se reían cuanto más descalabrado era el chucho que imitaba; en cambio, en el pueblo, en Pina, era corriente lo contrario. Era corriente que los ojos se detuvieran en él, lo observaran con infinita tristeza. El Perrete no se explicaba la diferencia, y un día le preguntó a Gorki a qué podía obedecer. Gorki le contestó que la guerra era una cosa tan dura, que «a su lado las calamidades de un perro parecían una tontería».

Otra pompa de jabón que había evolucionado era el doctor Rosselló. En el frente encontró la humildad necesaria para atender a quienquiera que fuese llevado a su quirófano, sin distinción, y ni tan sólo cayó en la fácil trampa de llevar a cabo experimentos quirúrgicos a costa de los heridos anónimos. Todo el mundo se dio cuenta de la progresiva nobleza de su rostro y Durruti encontraba más que nunca justificado el tratarlo de usted, hasta el punto que le entregó un talonario de vales mediante el cual podía proveerse de cualquier artículo que le hiciera falta, desde unas tijeras o estricnina a un automóvil, en cualquier establecimiento de la zona.

Una de las más graves preocupaciones del doctor era el incremento de las enfermedades venéreas, hecho previsible aun careciendo de los dones proféticos de Ezequiel. El doctor Rosselló afirmaba que en el frente de Aragón había milicianas que causaban más bajas que los morteros enemigos. Los milicianos empezaban a llamarlas «ametralladoras», mote que Murillo se negaba a aceptar considerando que el daño lo causaban «sin meter ruido».

La distracción del doctor Rosselló era el ajedrez, Se le habían incorporado un par de jóvenes médicos ingleses y un anestesista y los cuatro, cuando colgaban los guantes, organizaban campeonatos que transcurrían con solemnidad excesiva, casi cómica. Luego, el doctor se dedicaba a escuchar música. Hacía honor a su cargo de presidente de la Asociación Musical gerundense. Tenía una gramola y discos y, cerrando los ojos, se extasiaba con los acordes ¡en su mayoría alemanes!, que se apoderaban del aire. Los médicos ingleses solían acompañarlo; en cambio, Ideal murmuró: «Se ha creído que estamos en el teatro».

También Arco Iris evolucionó. El ex dependiente de la empresa dedicada al préstamo de disfraces, se convirtió en el realizador de cuantos camuflajes exigía la prudencia. El propio Durruti lo reclamó para transformar en tupido bosque su Cuartel General. Arco Iris, que con sólo oír la palabra «guerra» se desternillaba de risa, ideó tomarles el pelo a los «fascistas» que guarnecían las posiciones de enfrente, y al efecto recortó en madera varias siluetas de milicianos de la FAI, siluetas que, accionadas por medio de hilos, al modo de las marionetas, hacía asomar intermitentemente por el parapeto, forzando a los centinelas de turno enemigos de gastarse unas docenas de cartuchos. También ideó la llamada «batería vegetal», consistente en cuatro troncos de árbol embadurnados con impar malicia y emplazados en una zona apartada, como si fueran cañones, los cuales excitaban curiosamente la ira de la artillería enemiga.

También evolucionaban José Alvear y el capitán Culebra, inseparables desde que Durruti les concedió sendos vales para escoger en las cárceles de El Burgo y Alfajarin la mujer que quisieran. El hecho de quedarse los dos dormidos como marmotas en el camión que los llevaba, selló su alianza.

—Tú no eres anarquista ni nada —le decía a José el capitán Culebra, éste con la culebra enroscada al cuello—, tú sólo eres mi amigo.

José Alvear se quitaba el cinturón flexible y en honor de su amigo hacía que el acero se enrollase por sí solo.

—A mandar, cabroncete, a mandar.

Los dos capitanes se habían afectado con los últimos reveses militares y no comprendían que Durruti no pidiera refuerzos y no se decidiera de una vez a tomar Zaragoza. «Sala de espera, la tenía yo en la estación de mi pueblo», clamaba el capitán Culebra. «Se está bien así, ¿no?», insinuaba, sonriendo, el doctor Rosselló. Ellos negaban con la cabeza. Lo que ellos querían, al igual que el Perrete, era bravuconear.

No obstante, mientras el «Altísimo Mando» no despertara de la siesta, tenían que conformarse con dos expansiones muy diversas: la baraja y los altavoces para comunicarse con el enemigo.

Culebra y Alvear organizaban en las trincheras timbas de padre y muy señor mío. Ganar o perder Les tenía sin cuidado, entre otras cosas porque casi siempre jugaban con billetes sin valor, emitidos por algún comité de pueblo aragonés. En cambio, les complacía horrores decir «puta» cuando salía una sota y decir «Durruti» cuando salía el rey.

La expansión por medio de los altavoces era vieja historia. Los «nacionales» habían empezado a utilizar este medio de propaganda y Durruti tardó veinticuatro horas en replicarles con una instalación más potente todavía.

Por regla general, los diálogos se parecían mucho:

—¡Eh, rojos, cabronazos! ¿Estáis dormidos o qué?

—¿Dormidos? Pronto lo sabréis. Escribid urgente a la familia.

—¿Qué tal los dos pildorazos de ayer? ¿Entrasteis en calor?

—Uno mató a un escarabajo y el otro no estalló. Dentro había un papel que decía: «Muera el fascismo».

—¿Ah, sí? Desde aquí olemos a fiambre.

—Eso cuéntaselo al último cabrón que durmió con tu madre.

Otras veces una nota sentimental tocaba el aire.

—¡Eh, fascistas! ¡Hijos de Mussolini!

—¿Qué pasa ahora? Abreviar, que tenemos sueño.

—¿Hay por aquí alguno que sea de Alcañiz?

Se oía una voz.

—Sí, yo soy de Alcañiz. ¿Qué pasa?

—Que ayer en tu pueblo hubo comadroneo. Una gachí de veinte años tuvo gemelos.

—¿Cómo? ¡La hostia! ¡Dame el nombre! ¿Cómo se llama?

—Un nombre muy así…, muy café con leche. ¡Margarita! Eso es… Margarita Iguacen.

—La conozco, la conozco… Oye…

—¿Qué quieres?

—Si vuelves por allá, si no te matamos hoy de un chupinazo, dale recuerdos de mi parte, de parte de Eustaquio. Ella sabrá…

—¿Eres tú el padre o qué? Serás servido…

Otras veces la nota sentimental era el intercambio equitativo de noticias de uno y otro bando. Cada lunes los «nacionales» daban a los «rojos» el parte de las corridas de toros celebradas en su territorio y los «rojos» correspondían dándoles los resultados de los partidos de fútbol celebrados en el suyo.

El día 26 de septiembre, los capitanes José Alvear y Culebra, disfrazados respectivamente de don Quijote y de Sancho —aquél, con una lanza, éste, con aire de labriego astuto—, decidieron armar la gorda. Enterados de que las trincheras «nacionales» estaban guarnecidas por falangistas y guardias civiles se acercaron a los micrófonos y dedicaron a los primeros el Cara al Sol, con el texto modificado burlescamente —dijeron camisa «sucia» en vez de camisa «nueva» y en vez de «volverá a reír la primavera», «mataremos a Primo de Rivera»—, y a los segundos, recitado de punta a rabo, el «Romance de la Guardia Civil española», de García Lorca:

Tienen, por eso no lloran,

de plomo las calaveras.

Con el alma de charol

avanzan por la carretera.

Todo el mundo dio por descontado que los «rebeldes» contestarían a morterazo limpio, de modo que Arco Iris, precavido, se hundió en la cabeza un casco pintado de verde. Pero sucedió lo imprevisto. La respuesta «fascista» no fue de metralla, fue verbal. Una voz rotunda, de locutor profesional, dijo: «¡Atención, rojos, atención! ¡Basta de versos! ¡Toledo es nuestro! ¡Toledo es de España! ¡El Alcázar ha sido liberado! ¡Arriba España! ¡Cabrones, cochinos! ¡Toledo es de España! ¡Ahora vamos a por Madrid! ¡Tararí, tarará…!».

Los milicianos del sector, especialmente el capitán Culebra y José Alvear se quedaron de una pieza. Muchas veces, en ocasiones similares, habían contestado: «¡Mentira, embusteros fascistas! ¡Mentira! ¡Que os den por el c…!». Pero aquella vez, sin saber por qué, presintieron que la noticia era cierta. «¡Maldita sea!», se oyó. Y otra vez el silencio. El capitán Culebra, vestido de Sancho, abandonó el micrófono y tomó la cajita de la culebra, y José Alvear, vestido de Quijote, abandonó su lanza y tomó en sus manos el sombrero. Y echaron a andar. Echaron a andar encorvados, puesto que sus cabezas no eran de madera. Y con mucha lentitud, pues hasta sus piernas reflexionaban. Sin darse cuenta se dirigieron hacia el desierto en que la «batería vegetal» apuntaba al enemigo. La distancia era aproximadamente de un kilómetro, tal vez más. Y ninguno de los dos hombres decía nada y la culebra dormía en la cajita, que sostenía torpemente su amo.

El enemigo, entretanto, toca himno del Legionario, el Oriamendi, y el Cara al Sol. Los legionarios afirmaban que «su novia era la muerte», los requetés cantaban «la unión» y los falangistas, como Mateo al llegar a Gerona, decían que en España empezaba a amanecer. Y lo decían en un momento en que los pensamientos de Quijote y Sancho eran crepusculares y en que por la llanura de Aragón pasaban las primeras sombras fantasmales, sombras enfermas como Dimas, acariciantes como las manos de Merche mientras Porvenir agonizó.

El capitán Culebra y José Alvear llegaron al emplazamiento de los cuatro troncos de árbol que hacían de cañones. Y allá se sentaron, a los pies de uno de estos cañones. Y José Alvear, sacando sin fuerza su cajetilla de tabaco, suspiró:

—Hay que joderse.

Y el capitán Culebra contestó:

—Me c… en Mussolini y en Hitler, cien veces y más.

Liaron un pitillo. El papel era de marca Job. Al cabo de un rato los dos fanáticos acróbatas iban matando con los pies hormigas y más hormigas.

—Lo que más me ha reventado —dijo de pronto José Alvear— ha sido el tararí-tarará…

* * *

Lo que mayormente había impresionado a Durruti, incluso más que la pérdida de Toledo y su famosa fábrica de armas, y más que la noticia según la cual los moros y los legionarios prosperaban incontenibles en su avance hacia Madrid, había sido la derrota en el Norte, la derrota de los vascos. Durruti admiraba a los fuertes, y los vascos lo eran en grado superlativo. A los atletas extranjeros les decía siempre: «Si algún rato os sentís superhombres, avisadme. Os traigo una docena de vascos y comeréis papilla». ¿Qué tendrían, pues, los requetés, que fueron capaces de vencer a los «gudaris» y tomar Irún y San Sebastián?

Durruti había evolucionado. No vivía de ilusiones. Sus hombres, los anarquistas, magníficos luchadores en las barricadas, en el frente dejaban mucho que desear. «Libertad y disciplina se dan de bofetadas», le decía a Pérez Farrás. Continuamente recibía informes desagradables, no sólo del frente de Aragón, sino de los restantes. Informes que daban cuenta incluso de vergonzosas deserciones a la retaguardia. Buenaventura Durruti, que en un discurso había dicho: «Renunciamos a todo menos a la victoria», comprendió que era preciso tomar una determinación y la tomó: convertir su feudo de Aragón en base modelo, que sirviera de pauta a todo el Ejército Popular.

Los sistemas podían ser muchos; él escogió el que le dictaba su temperamento. Y su temperamento le aconsejaba imponerse por vía directa, por el escarmiento, cortando por lo sano. Sus compañeros Ascaso y Ortiz, llamados a consulta, le dijeron que Líster y el Campesino, comunistas, estaban empleando ya desde un principio este procedimiento, que se ganaban la obediencia de su tropa a base del ejemplo personal y del terror. La lengua de Durruti chascó. «¡Bueno! Yo no entiendo el ruso. Que ellos hagan lo que quieran. Yo actuaré a mi manera». Durruti odiaba a los comunistas, sobre todo desde que con voces de halago intentaban captarlo para el Partido.

«Actuaré a mi manera». Así lo hizo. Montado en un coche blindado, visitó el frente de un extremo a otro, desde Teruel hasta Huesca, y se enfureció. Había quien hacía la guardia cantando. Había quien se presentaba voluntario en una centuria, recibía el plato, la manta y el capote e inmediatamente se iba a segunda línea, donde lo vendía todo, para el día siguiente presentarse a otra centuria y repetir el juego. Había quien recorría de noche los puestos avanzados llevando en la mano un farol encendido. «¡Compañero Durruti, hay que hacer algo!». El coronel Villalba, en su «cuartel general» situado en las cercanías de Siétamo, le dijo: «Yo no me siento capaz de convertir a esta gente en soldados».

Durruti no era hombre de proyectos a largo alcance. Tenía un defecto: de súbito, como a las hormigas, le entraban irrefrenables ganas de vivir. Era hombre de acción y de ahí que Gerardi, el peludo y gorilesco italiano, dijese de él que hubiese sido un gran jefe de tribu en el desierto. En esta ocasión así lo demostró. De entre las múltiples irregularidades a corregir en sus fuerzas combatientes, irregularidades que habían sido anotadas al dorso de una fotografía de revista que representaba a Marlene Dietrich, estimó que las más urgentes eran dos. Dos anomalías que, con carácter perentorio, le señaló, ¡por fin!, su admirado doctor Rosselló. Se trataba de la epidemia homosexual, que se propagaba en las trincheras, y de las ya famosas enfermedades venéreas, que amenazaban con diezmar la columna.

—Compañero Durruti, lamento hablarte así. Los homosexuales son un peligro, demostrado en todas las guerras. Y en cuanto a las enfermedades, no creo que haga falta enseñarte las estadísticas.

Durruti, que con la indumentaria otoñal parecía más corpulento aún, verdadera torre humana, decidió empezar por ahí. Se echó para atrás el gorro con las orejeras levantadas y miró como siempre a la lejana Zaragoza. Luego ordenó que todos los homosexuales calificados y todas las milicianas atacadas de enfermedad fueran desarmados y conducidos a la estación de Bujaraloz.

El cumplimiento de semejante orden presentó sus dificultades, pues se refería a los tres sectores: Teruel, Zaragoza y Huesca. Pero Durruti fue tajante: «Cuarenta y ocho horas bastan y sobran». «Cuando esté todo listo, avisadme».

El doctor Vega actuó con energía. Y las sorpresas fueron considerables. La centuria del Sindicato del Espectáculo suministró más de la mitad de los homosexuales. Y también fue desarmado el atleta rumano que ofició de testigo en la boda de Porvenir y Merche. En cuanto a las milicianas dolientes, en efecto eran muchas y su localización presentó mayores escollos debido a las falsas denuncias hechas por los milicianos que querían cambiar de mujer. En total, fueron desarmadas veintiuna. Las escenas eran penosas y muchas milicianas se resistían a ser evacuadas. Entre éstas destacó ¡la Valenciana! Se lió a insultos, pero el doctor Vega se mostró implacable. Y la Valenciana tuvo que subirse al camión rumbo a Bujaraloz, pese a las protestas de Teo y el asombro del Perrete.

En la estación de Bujaraloz, la concentración de ambas redadas resultó impresionante. Todo el mundo suponía que la intención de Durruti era conducir los prisioneros a la retaguardia. Pero el jefe anarquista había decidido para sus adentros otra cosa. En cuanto Sanidad le pasó el aviso «Orden cumplida», Durruti tomó su fusil ametrallador y, montado en su coche blindado, se trasladó a Bujaraloz. En el camino iba repitiéndose a sí mismo: «El pasado no cuenta. Renunciamos a todo, menos a la victoria».

El coche paró a la salida de la estación, antes del paso a nivel. Por orden suya los detenidos, que sumaban treinta y siete en total, habían sido encerrados en unos vagones de carga situados en vía muerta. Vagones de «Tara 3000 Kgs.», pintados de bermellón sucio y con puertas correderas. Durruti hizo una seña y dos milicianos de su séquito personal se apostaron junto a la puerta del primer vagón, en tanto él se apeaba y se colocaba en posición favorable. Del interior provenían gritos: «¡Eh, que no somos mulas!». «¿Te la he pegao a ti, o qué?».

Durruti no se alteró. Dio orden de abrir la puerta, al tiempo que él incrustaba en su costado derecho el fusil ametrallador.

La puerta del vagón chirrió y aparecieron los rostros de los allí encerrados. Y Durruti abrió fuego… Fueron ráfagas secas, perfectas, que en un santiamén convirtieron aquellos cuerpos en muñecos aterrorizados. Los que se caían permitían ver a los que quedaban atrás o acurrucados en los rincones.

La operación se repitió en los vagones vecinos, sin que los de dentro pudieran hacer nada para impedirlo. A una orden suya dos milicianos corrían la puerta hacia la izquierda y ¡zas! La operación duró, en conjunto, cinco minutos escasos. Y nadie estaba capacitado para emitir una opinión.

Terminada su labor, Durruti se colgó de nuevo el fusil ametrallador, dio las debidas instrucciones y montó en el coche. «Andando», dijo. Y regresó raudo a su puesto de mando, donde se sentó y pidió una taza de café.

«¡Compañero Durruti, hay que hacer algo!». La noticia de lo hecho corrió de boca en boca al igual que había corrido la de las aguas del Ebro infectadas. De trinchera en trinchera, desde la sierra de Alcubierre al Pirineo. El último en enterarse de lo ocurrido fue Teo, convertido en barrendero del «Rincón de Cultura». Gorki le comunicó la novedad. Le dijo: «La Valenciana también».

Teo pegó un grito y soltó la escoba. «¡Maricón!». Levantó los dos brazos como un profeta. Recordó el rostro de Durruti y en nombre de la Valenciana juró que sabría vengarse.