A lo largo de los meses de septiembre y octubre se produjeron importantes acontecimientos en el orden militar y en el orden psicológico. En primer lugar, las fuerzas «nacionales» que partiendo de Galicia pretendían enlazar con el general Aranda —éste se hallaba cercado por los mineros en el interior de Oviedo—, consiguieron abrir brecha, forzar el bloqueo y entrar en la capital de Asturias. El hecho tenía una importancia extrema, pues demostraba que los mineros eran vencibles. Tampoco el bloqueo de Huesca culminó en ocupación. Huesca seguía resistiendo. Teo estaba allí, pegado a la Valenciana, pero su formidable naturaleza no tenía en qué emplearse. Ascaso daba por cierto que los «nacionales» habían desenterrado a Galán y García Hernández y los habían vuelto a fusilar. Con éstas y otras noticias, el jefe anarquista encendía el ánimo de los suyos; pero Huesca no se rendía. Un compañero de Teo, voluntario catalán, comentó: «Bueno, ellos habrán refusilado. Pero yo a la palabra sacerdote le he quitado el sa».
En segundo lugar, los «nacionales» ocuparon Irún y San Sebastián. Las fuerzas del general Mola fueron arrollando el Ejército vasco hasta cortarle la frontera con Francia. Fue un combate dramático, prácticamente iniciado el primer día de la revolución. Los vascos se defendían con ardor y con fe. La complexión atlética de la raza les permitió llevar el esfuerzo más allá de lo humano. Hubo momentos —en Peñas de Ayala, en San Marcial— en que lo que brotaba de la tierra no era humo, sino tierra y humo, y en que los cuerpos se adherían a la ametralladora y al parapeto como ventosas dotadas de voluntad. Terrible saber que los que luchaban eran hermanos. Visto desde un avión, ¿qué podía pensarse? Las boinas rojas —entre las que destacaba la de Germán Ichaso, el hijo mayor de don Anselmo Ichaso— eran copos de sangre que salpicaban el Pirineo. ¡Los que luchaban eran hermanos! Los vascos que se oponían al avance de aquellos requetés que gritaban «Viva Cristo Rey» no tenían nada que ver con Durruti ni con Axelrod. Los había del Frente Popular y, mezclados con ellos, algunos voluntarios franceses y belgas, perfectamente disciplinados. Sin embargo, el núcleo de sus cuadros se componía de nacionalistas vascos, católicos a ultranza, y entre ellos se alineaban, cantando himnos, un hermano de la propia Carmen Elgazu, Jaime Elgazu, el croupier del Kursaal, de San Sebastián. De modo que los requetés, al disparar, disparaban contra seres que rezaban las mismas plegarias y que cantaban las mismas canciones: Riau, Riau; La Sequía; Adiós, Pamplona… ¡Disparaban incluso contra sacerdotes! Cierto, había sacerdotes separatistas que manejaban el arma con primor, que mientras atendían a los moribundos seguían arrojando bombas. Obraban según su conciencia y estimaban, al igual que el orador sagrado que mosén Francisco oyó por la radio, que defendían la causa del pueblo al modo como Cristo la defendió. «Cristo salió del pueblo», había afirmado el presidente vasco Aguirre. Así lo entendieron los sacerdotes, por lo que preferían combatir con los «gudaris» a ponerse de parte de don Anselmo Ichaso. ¿Qué podía pensarse desde un avión? Que el minuto de amor solicitado por Ignacio no había llegado aún, que todo aquello era pavoroso y que un viento loco batía las legendarias costas cantábricas.
Parte del Ejército vasco derrotado se replegó hacia Bilbao, llevándose en calidad de rehenes a muchas mujeres. Pero hubo unidades que no tuvieron otra salida que Francia. Los combates en el puente fronterizo con Hendaya y en el Bidasoa fueron espeluznantes. Las balas perseguían chascando a los que cruzaban el río a nado o en barca; y en cuanto al puente internacional, hubo fugitivos que fueron alcanzados por un disparo en el preciso momento en que pisaban la línea divisoria. Entraron en Francia muertos, y sus cuerpos muertos se acogerían allí al definitivo droit d’asile. Multitud de franceses y de representantes diplomáticos presenciaban desde las alturas la encarnizada batalla, como desde las alturas de Gibraltar, los ingleses provistos de prismáticos, habían presenciado algún combate naval. No comprendían los motivos de la lucha y exclamaban: «Ah, ces espagnols!». Había mujeres que arrancaban un botón de las cazadoras de los fugitivos para guardarlo como recuerdo.
Irún fue incendiado. Las casas se derrumbaron. San Sebastián quedó casi intacta y la belleza de su bahía se ofreció a los ocupantes. En la maniobra había colaborado con oportunidad, desde la costa, la escasa Marina «nacional», mientras la «roja» se refugiaba en el Mediterráneo.
En Pamplona, don Anselmo Ichaso, a la salida del tedeum en la catedral, accionó la palanca de su red ferroviaria y todos los diminutos trenes, adornados con gallardetes, desfilaron ante la estación de «San Sebastián», en presencia de su hijo mutilado, Javier Ichaso, y de «La Voz de Alerta», el cual había sido invitado a la ceremonia. Su otro hijo, Germán Ichaso, entró en efecto en la capital de Guipúzcoa con la columna Cayuela. Había prometido tomarse un baño en la Concha, pero no lo hizo. En cambio, en señal de júbilo, echó al agua todas las bombas de mano, que resonaron lúgubremente. Muchos requetés le imitaron y por debajo del agua los peces fueron comunicándose la temblorosa noticia. Ahora las Compañías navarras se transformarían en Brigadas y más tarde en Divisiones.
La victoria del general Mola en un sector tan estratégico como la provincia de Guipúzcoa desató en toda la zona «nacional», desde Galicia y Castilla hasta Extremadura y Andalucía, una explosión de entusiasmo. Queipo de Llano dijo por la radio: «Les dimos una patada en un lugar que yo me sé». Mateo, ya incorporado al frente, en el Alto del León, en unión de José Luis Martínez de Soria, tensó su brazo hasta casi tocar una estrella. El camarada Núnez Maza, entregado de lleno a los servicios de Propaganda, se desgañitó con los altavoces y María Victoria masticó en Valladolid un chicle especial. Por el contrario, en la zona «roja» la sorpresa fue triste. El Gobierno no dio con la palabra precisa para justificar aquello. Axelrod, el hombre nacido en Tiflis, y con él los militares rusos que trabajaban a su lado, se indignaron contra el Ministerio de la Guerra. En Barcelona, Ana María consiguió, como siempre, introducir el parte en el cesto de la comida destinado a su padre, que seguía en la Cárcel Modelo. Su padre comprendió. En Gerona, el coronel Muñoz se pasó toda una tarde mirando a través de los ventanales.
El tercer hecho de armas más importante de aquel mes de septiembre fue la toma de Badajoz y en consecuencia la unión, el enlace de los Ejércitos «nacionales» del Sur y del Norte a lo largo de la frontera de Portugal, enlace que habría de influir poderosamente en la marcha de los acontecimientos. En efecto, permitía la coordinación de la campaña bajo una sola mano y lanzar las tropas del Sur carretera adelante, en dirección a Toledo, cuyo Alcázar continuaba resistiendo, y a Madrid. Franco mandaba estas tropas. Los moros se mostraban muy eficaces en la ofensiva, sobre todo si los legionarios andaban pisándoles los talones. Sus extraños gritos desconcertaban a los milicianos, por lo que algunos de estos aseguraban que no eran tales moros, sino frailes disfrazados. El intento de la liberación del Alcázar de Toledo se convirtió de hecho en una carrera contra reloj, de extrema importancia moral. Todo el mundo, fuera cual fuera su bando, se preguntaba: ¿Llegarán a tiempo? Se había probado el incendio por medio de gasolina, pero el ensayo fracasó. Ahora, expertos dinamiteros seguían socavando la fortaleza para hacerla volar. Dos gigantescas minas estaban preparadas, una comunista, otra anarquista, y varios operadores cinematográficos, entre los que figuraba el periodista belga Raymond Bolen, el amigo de Fanny, esperaban el momento. La artillería, colocada casi a los pies de los muros, iba arrancando éstos a jirones y el interior debía de ser un cementerio. El Gobierno de Madrid anunciaba una y otra vez que la rendición era inminente. «¡Resistir es inhumano!». «¡Por lo menos, que dejen salir a las mujeres y a los niños!». Las jefes revolucionarias —Margarita Nelken, Victoria Kent, Federica Montseny y la Pasionaria— afirmaban que el coronel Moscardó, el defensor, era un criminal. Olga abundaba en este parecer. En cambio, el doctor Relken estimaba que militarmente la defensa era un acierto notable, muy representativo del espíritu enfático de la raza, y que ponía en un brete al ingenuo Alto Mando de Madrid.
El cuarto hecho de armas de aquel mes de septiembre fue el singular aborto de la expedición catalana a Mallorca, a las ordenes del capitán Bayo, expedición formada por unos catorce mil hombres, entre los que figuraban Santi y otros muchos gerundenses, así como el Gremio de camareros voluntarios. El capitán Bayo, que se empeñó en que la operación se realizara bajo la bandera de la Generalidad de Cataluña y no bajo la bandera de República, zarpó del puerto de Barcelona y desembarcó en el litoral mallorquín, en la cala Madrona, al sur de Porto Cristo y más tarde en la cala Morlando, sin mayores dificultades. La isla estaba escasamente guarnecida y reinaba en ella mucha confusión, aunque los puertos naturales de Sóller, Pollensa y Alcudia habían sido armados con la artillería de los parques. Al pronto, el desembarco de las milicias catalanas sembró por doquier el desconcierto. De tratarse de tropas disciplinadas y aguerridas, la batalla no hubiera tenido color. Sin embargo, los milicianos hicieron gala de una imprevisión y de una insaciabilidad por el botín abrumadoras, dando tiempo a los defensores a reaccionar y a organizarse, distinguiéndose de un modo especial los pelotaris del Frontón Balear. Factor decisivo, sin duda, fue la llegada a Mallorca de una escuadrilla de aviones italianos que se adueñaron del aire y que paralizaron los reflejos de los expedicionarios.
El capitán Bayo tuvo que reembarcar y regresar a Barcelona. En Mallorca dejó muchos muertos y prisioneros y a su vez se trajo para Cataluña algunos soldados que se pasaron a sus filas. La cólera de los derrotados se proyectaba unánimemente sobre el mismo objetivo: la intervención italiana. «¡El marica de Mussolini!». «¡Nos achicharraba como a los negritos!». Los periodistas de Barcelona publicaron en torno al hecho minuciosos reportajes, que en el Banco Arús fueron devorados con avidez, afirmando que la isla balear vivía sometida al capricho de un fabuloso jinete romano, el conde Aldo Rossi, abogado de profesión y destacado miembro del Partido Fascista, quien se paseaba montado en un caballo blanco, de pantalón corto, llevando muñequeras con balines y en el cinto un pequeño arsenal de cuchillos y granadas. Según El Diluvio, el conde Aldo Rossi, en pago a la ayuda prestada a las titubeantes autoridades fascistas de Mallorca, les imponía a éstas su voluntad, a la vez deportiva y homicida. «Fusílate súbito…». Era su expresión favorita. «Algunas mujeres campesinas —decía El Diluvio—, viéndole galopar de noche por los polvorientos caminos de la isla, ven en él una especie de encarnación de San Miguel».
Tales sucesos eran claros como la luz y tuvieron la virtud de fijar las posiciones. Los que deseaban la victoria de los «nacionales», hacían caso omiso de los procedimientos usados y encontraban base segura para sus esperanzas; los que confiaban en el aplastante triunfo del Gobierno de la República comprendieron por fin que, tal como reconocía Prieto en sus discursos y como afirmó el doctor Relken en su conversación con Julio, «el enemigo era fuerte». En todas partes se hablaba de la falta de disciplina y de que sobraba «el obrar cada cual por su cuenta». Las teorías del general —que de pronto había desaparecido de Gerona en unión de sus hijas, misteriosamente reclamado por el Ministerio de Guerra— se confirmaban día tras día. Si los nacionalistas vascos, combatientes de primer orden, no pudieron con las fuerzas de Mola, ¿cómo iban a poder contra los defensores de Zaragoza las abigarradas milicias de Durruti? ¿Y cómo detener a los que avanzaban en dirección a Madrid? Haría falta recomenzar por la base, preocuparse mil veces más del frente y mil veces menos de la retaguardia. ¿Qué hacían tantos coches patrullando aquí y allá? ¿Y tantos hombres útiles pidiendo los papeles por las carreteras? ¿Por qué la columna «Hierro» había abandonado en bloque el frente de Teruel al objeto de «inspeccionar en Levante la marcha de la revolución»? Primero la guerra, luego la revolución. Fue la consigna que se abrió paso, ante la cólera del Responsable, quien entendía que era posible llevar a buen término ambas cosas a un tiempo.
* * *
Sin embargo, tales percances no resquebrajaban lo mínimo la moral de victoria existente en la zona «roja». Sus posibilidades seguían siendo muy grandes y en muchos aspectos de la guerra los «nacionales» apenas si podían oponer otra cosa que técnica, la disciplina y la confianza en los errores enemigos… El Demócrata, portavoz como siempre de las estadísticas meticulosas del jefe socialista Antonio Casal, iba publicando al respecto notas muy precisas. «Las reservas del Banco de España siguen siendo nuestras y nuestras las zonas industriales del país y las grandes fábricas de armas. La Marina combate prácticamente entera a nuestro lado —cincuenta unidades, incluyendo doce submarinos— y todos los puertos del Mediterráneo y casi todos los del Norte están, intactos, en nuestro poder. Algo semejante cabe decir de la Aviación. Nuestra red de aeródromos va perfeccionándose, en tanto que la red enemiga está confinada al interior, con pistas de aterrizaje o muy distantes o mal escalonadas. El dominio del aire corresponde a los rebeldes en el escueto frente de Guipúzcoa y es nuestro, de un modo rotundo, en los amplios frentes de Aragón y del Sur». Todas estas cifras y otras similares demostraban a los gerundenses que, pese a los reveses, por otra parte normales en cualquier aventura de largo alcance, el resultado final no ofrecía lugar a dudas.
Sólo el coronel Muñoz, con su característica objetividad, que entre otros castigos le acarreó el de la soltería, analizaba las circunstancias de otra manera. El coronel Muñoz, desde el 18 de julio, vestía traje de paisano, pero ello no disminuía ni un ápice su competencia en asuntos militares. Su opinión, que no se recataba de manifestar en el café Neutral, al que ahora acudía con frecuencia, acompañado de varios de los empleados del Banco Arús, era que las reservas de oro de que Antonio Casal hablaba y que existían realmente en el Banco de España —España era, probablemente, la tercera potencia mundial en divisas oro— podían ser bien utilizadas y podían no serlo. «Si hay honradez y se transforman en armas, los cálculos de Antonio Casal serán certeros; si sirven para jugar a la ruleta en Montecarlo, todo perdido». En cuanto a la ventaja inicial que suponía poseer las zonas industriales del país, el hecho era innegable, aunque para una guerra larga las zonas agrícolas tenían también su importancia. «Lo que a mí me asusta es la escasez de técnicos en las fábricas militarizadas, coma la Soler. Como muy bien dice Cosme Vila, no es lo mismo fabricar un botón que fabricar una bomba. ¿Y la carencia de determinadas materias primas? Antonio Casal ofrece como solución nuestro dominio en el mar… ¡En la práctica ello no es tan sencillo! Ahora pagamos las consecuencias de haber tirado al agua, en Cartagena, tantos y tantos oficiales… Sí, no me duelen prendas y así lo afirmo: aquello fue una monstruosidad. En la reciente batalla de San Sebastián, por falta de mandos nuestra poderosa Marina se retiró vergonzosamente al Mediterráneo, cediendo el Cantábrico a unos cuantos faluchos enemigos. Y si mis informes no mienten, las tripulaciones de nuestros doce submarinos no se atreven a efectuar la inmersión por temor a no saber luego regresar a flote». El coronel Muñoz afirmó que algo parecido ocurría en la Aviación. De momento, la superioridad en cantidad de aparatos pertenecía al Gobierno de la República; pero dichos aparatos eran de mil marcas distintas, lo cual impedía la debida coordinación, y además el número de pilotos españoles competentes era muy reducido. «Por descontado, hemos contratado a pilotos franceses y norteamericanos con fuerte prima al enrolarse y otra prima generosa por avión derribado; pero no estoy seguro de que por dinero pueda el hombre convertirse en héroe, y me preocupa también la posibilidad de que, a no tardar, Hitler y Mussolini suministren a Franco una flota aérea superior a la nuestra».
—Si me permiten mi opinión —concluyó el coronel Muñoz—, les diré que, a mi entender, los nacionales han ganado el primer round.
Las teorías del coronel Muñoz no hacían mella. Muy pocos compartían su pesimismo, aun cuando la periodista inglesa Fanny, a menudo presente en el Neutral, juntamente con Julio García, afirmaba con insistencia que las palabras del coronel se ajustaban a la verdad. De hecho, lo que la Torre de Babel le replicaba invariablemente al coronel Muñoz, representaba el sentir de la mayoría. «Mi coronel, todo lo que usted afirma no cambia la raíz de la cuestión. El oro sigue estando en nuestro poder y hasta los humildes empleados de Banca sabemos lo que esto significa». Sin dinero se puede ganar el primer round, pero no el segundo. Pese a la broma de los submarinos que no quieren mojarse y a las mil marcas de nuestros aviones, los fascistas se derrumbarán. A Franco no lo salvan ni Alfonso XIII ni el pirata Juan March. «¡Vamos, creo yo…!».
Y el caso es que cada dirigente, desde su puesto, procuraba demostrar que el optimismo general estaba justificado, valiéndose, en ocasiones, de argumentos que invitaban a lamerse las encías. Así, por ejemplo, a finales de septiembre, El Demócrata anunció triunfalmente que las esperadas compras masivas de material bélico en el extranjero iban a ser una realidad. «¡El camarada Julio García, en vísperas de salir para Francia e Inglaterra, a comprar armas, formando parte de una comisión oficial nombrada por la Generalidad! ¡Saludos a la comisión de la Generalidad! ¡Saludos al camarada Julio García!». El Demócrata añadía que los miembros de dicha comisión eran prácticamente los mismos que en los primeros días de la Revolución consiguieron de Leon Blum del ministro del Aire francés, Pierre Cot, los cincuenta aviones Potez.
Julio brindó en el mueble-bar de su casa, en unión de doña Amparo. «¡A tu salud, querida!». Doña Amparo enarcó repentinamente las cejas: «¿Y por qué permites que te llamen camarada?».
También Cosme Vila acumulaba argumentos esperanzadores. Por supuesto, no concedía la menor importancia al viaje de Julio García y «compinches». «Inglaterra y Francia venderán armas al mejor postor». «Si Franco paga más que la Generalidad, se las venderán a Franco». Cosme Vila basaba su optimismo en la ayuda rusa. «Sin necesidad de Comisiones ni de policías, Rusia se ha puesto en pie, en favor del pueblo español. Los suministros de personal técnico y de material de todas clases han empezado, por vía marítima, al ritmo que imponen los acontecimientos. En la última semana, cuatro barcos mercantes —el Rostok, el Neva, el Volga y el Brahmil— han salido de Odesa y de otros puertos de la Unión Soviética con destino a Cartagena. Dichos barcos, en su viaje de vuelta, se llevarán doscientos voluntarios españoles que, previos los cursillos necesarios, obtendrán en Rusia el título de pilotos de bombardeo o de caza».
Cosme Vila añadió que Rusia se había decidido a vulnerar el acuerdo de «NO INTERVENCIÓN» en los asuntos de España, recientemente firmado en Londres, al comprobar que dicho acuerdo era un ardid inventado por las democracias para favorecer a Franco. El Proletario calificó a Chamberlain de «jesuita disfrazado» y a Roosevelt de «paralítico espiritual». Recordó que Franco había declarado que su maestro era Pétain y afirmó que el Papa enviaba oro a los rebeldes. Por último, refiriéndose al balance militar, al primer round, hizo hincapié en que sufrir determinados reveses era conveniente, un reactivo. El pueblo, que tendía a lo gelatinoso y sentimental, empezaría ahora a calibrar debidamente el fascismo. Ahora sabría que los italianos —y lo mismo cabía decir de los alemanes— estaban dispuestos a matar carne del pueblo a lo largo y a lo ancho del país, tal como hicieron en Abisinia. Ahora los campesinos extremeños habrían ya oído de cerca las gumías marroquíes y muchas de sus mujeres e hijas habrían conocido ya la violación. España entera, desde el litoral vasco hasta La Línea y Gibraltar, se habrían impuesto de que la consigna «piedad para los vencidos», lanzada por Prieto, era una criminal añagaza urdida por un espíritu débil.
También el Responsable tenía sus razones para no dudar de la victoria; y las tenían Alfredo el Andaluz, sustituto de Murillo en el POUM, y los arquitectos Massana y Ribas, de Estat Català, y David y Olga; y las tenían todos y cada uno de los hombres y mujeres que al pasar delante de las banderas saludaban puño en alto.
Por otra parte, si bien era innegable que había deficiencias gravísimas, acaso más graves aún que las señaladas por el coronel Muñoz, también lo era que éstas se veían compensadas por los rasgos de eficacia y de entrega que abundaban tanto en la retaguardia como en el frente.
¡La retaguardia! Aparte el éxito creciente del «Buzón del Miliciano» y de la decisión del Director del Banco Arús de entregar al Socorro Rojo el contenido de las cajas particulares confiadas a su tutela, era preciso mencionar la adaptación casi milagrosa de muchas personas a las necesidades creadas por la lucha. Esto último era importante, significaba el triunfo de la dinámica y abarcaba desde la pequeña y casera plantación de tabaco intentada por el suegro de Cosme Vila, el guardabarreras, hasta el espontáneo ofrecimiento de algunas mujeres para conducir camiones y tranvías, la abundancia de jóvenes de ambos sexos que habían empezado a estudiar ruso y la habilitación del «Asilo Durán» para reeducar huérfanos de fascistas y ex seminaristas.
En cuanto al frente, la referencia de los datos positivos hubiera sido interminable. En Barbastro, un miliciano de Ascaso se presentó en la cárcel del pueblo para ver a su padre, detenido por carlista, y en cuanto lo tuvo delante le pegó dos tiros. Escuadras llamadas «de la muerte», porque se comprometían a internarse en campo enemigo y no regresar hasta poderse traer una ametralladora o tres cabezas. Pastores que, desde territorio «nacional», comunicaban noticias por medio de su rebaño de ovejas, agrupando éstas o separándolas de acuerdo con una clave convenida. Matarifes que, de las reses sacrificadas por Intendencia en primera línea, aprovechaban no sólo la carne sino la sangre, imprescindible en los hospitales para las reacciones Wassermann y los cultivos; las tripas, tan necesarias para la obtención del hilo «Catgut»; la grasa, de aplicación industrial, para la pirotécnica de la guerra, etcétera. Y otros ejemplos de índole emocional, como el que daban los camaradas del batallón «Germen» en el sector de Teruel, cuyos hombres empleaban sus ratos de ocio en fabricar muletas y bastones para los ancianos y niños mutilados por los bombardeos. Era, ciertamente, un admirable espectáculo el que aquellos ofrecían talando los árboles, aserrando la madera y puliéndola luego bajo la dirección de un capataz. Cada bastón llevaba las iniciales de su constructor, por lo que Julio García pidió uno para su Museo particular, recientemente enriquecido con un apagavelas antiguo cuyo cucurucho era de plata.
¡Ah, no, nada se había perdido! ¡Cómo iba a perderse! Por lo demás, el alud de voluntarios seguía a un ritmo creciente, sin contar con que en diversas capitales europeas había empezado el reclutamiento de veteranos luchadores internacionales que a no tardar aportarían su experiencia. Este hecho era trascendental y demostraba la amplia repercusión que iba teniendo el conflicto español. El comisario H… Julián Cervera, al regreso de un corto viaje a Perpignan, trajo la noticia de que se encontraban ya en el sur de Francia, esperando la oportunidad de entrar, no sólo varios lotes comunistas y socialistas, sino un grupo de judíos expulsados de Alemania, cuyo objetivo era «protestar contra la expulsión de que su raza fue objeto por parte de Isabel la Católica». Dichos judíos hablaban el yidish, y entre ellos abundaban los polacos y los árabes palestinianos.
Por otro lado, también los fascistas cometían errores y torpezas, también malversaban los recursos y se creaban enemigos… Para cerciorarse de ello, bastaba con prestar oído a sus emisoras, con leer sus periódicos y, sobre todo, con interrogar a los soldados que se pasaban. La última insensatez radiada por Queipo de Llano decía así: «De Madrid haremos una ciudad; de Bilbao, una fábrica; de Barcelona, un solar». ¡Estimulante perspectiva! Las «normas» de moralidad pública para el verano, insertas en los periódicos, situaban al lector a principios de siglo; y al parecer, en las exposiciones de pintura y escultura se prohibían los desnudos. Los soldados contaban y no acababan afirmando que las «hijas de buena familia», que en Gerona se dedicaban a fregar pisos y lavabos, en Zaragoza y otras ciudades se dedicaban a complacer a los moros. La prensa francesa describía al territorio rebelde como «la reencarnación de la Edad Media».
Y había más: el otoño trajo consigo dos noticias cuya significación eximía de cualquier otro testimonio. La primera era una pastoral hecha pública por el cardenal Gomá; la segunda, el asesinato de García Lorca. El amarillo y la melancolía del otoño, que con sólo posarse en las azoteas predisponían a la mesura, no consiguieron rebajar de una décima la irritación que se apoderó de todos los antifascistas españoles.
La pastoral del cardenal Gomá, arzobispo de Toledo y Primado de las Españas, calificaba la contienda de «verdadera cruzada en pro de la religión católica» y aseguraba que, «si estaba de Dios que el Ejército Nacional triunfase» los obreros «habrían entrado definitivamente en camino de lograr sus justas reivindicaciones».
¡Cruzada! ¿Y los asesinatos de las Islas Canarias? ¿Y la presencia de los moros? ¿Y la promesa de entrega de las minas del Rif a Hitler, cuya doctrina nazi excluía al catolicismo y lo perseguía a muerte? Cristo había dicho: «La paz os dejo, la paz os doy». Cristo no había declarado el estado de guerra en los montes y en los valles de Israel.
En cuanto a la segunda noticia, dejó sin respiración a media España. Sí, ocurría eso: que en los dos bandos el enemigo cuidaba de alertar el alma. ¡García Lorca fusilado en Granada por los «facciosos»! ¿Era ello posible? ¡García Lorca asesinado! Nadie se explicaba las razones de semejante crimen. La gitana cabeza y el mirar aceitunado del escritor clamaban venganza desde los cuatro puntos cardinales. Al pronto se culpó del atentado a los guardias civiles. Se dijo que sorprendieron a García Lorca escondido en casa de un amigo y se lo llevaron a un olivar, de noche, y allí lo fusilaron a la plateada luz de la luna que él había llamado «mi historia sentimental». Pero luego se supo que los guardias civiles fueron los simples ejecutores del hecho, que quien formuló la denuncia contra el poeta fue un diputado «derechista», probablemente por rencores personales. David, que muchas veces había hecho notar que la mayor parte de los intelectuales permanecieron adictos al Gobierno, oyó una emisora extranjera al servicio de los militares, que atribuía al poeta un carnet del Partido Comunista. Pero el catedrático Morales primero, y Axelrod después, lo desmintieron. El catedrático Morales había conocido a García Lorca en una visita que el poeta hizo a un pueblo de la provincia, a Cadaqués. García Lorca le había impresionado profundamente, porque tenía «en los ojos y en la palabra ese temblor que suelen tener los grandes y humildes hombres». De ahí que afirmara que los fascistas habían matado al poeta sencillamente por eso, porque era lo contrario de Queipo de Llano y de Millán Astray, porque representaba el sentimiento y la idea. «García Lorca escribió Bodas de sangre y los fascistas han derramado la suya para brindar».
Julio García, en el café Neutral, hizo una afirmación que causó el mayor estupor: el poeta era de tal modo diverso, repugnaba tanto el encasillamiento ¡que no sólo fue amigo personal de José Antonio Primo de Rivera, sino que había recibido de éste —y aceptado— el encargo de componer el «Poema» de la Falange! «Sólo Federico puede hacer eso», había dicho el fundador «fascista». Julio García adujo un dato elocuente en favor de su tesis: «Desde el 18 de julio, García Lorca, en Granada, se había escondido en casa de amigos suyos falangistas, últimamente, en casa del también poeta Luis Rosales».
Las palabras del policía indignaron al auditorio. Todo el mundo le recordaba «El romance de la Guardia Civil española» y otros textos similares. «¡No seáis majaderos! —terciaba Julio—. Los guardias civiles han sido sólo los ejecutores. García Lorca tenía amigos hasta en el Palacio Episcopal».
Era inútil. Por otra parte, lo mismo daba que las circunstancias fuesen ésas u otras. García Lorca había muerto y su muerte —Fanny y Raymond Bolen enviaron a sus respectivas cadenas de prensa un impresionante reportaje necrológico— convirtió al poeta en héroe y en mito. Personas que jamás leyeron una metáfora suya, gritaron: «¡Guerra sin cuartel!». Muchos tricornios rodaron otra vez por la carretera… Y el propio Jaime, en Telégrafos, recordando los Juegos Florales, le confesó a Matías Alvear que aquello era una canallada. Jaime había admirado siempre mucho a García Lorca. «A mí no me matarán nunca por mis versos», dijo con nostalgia. Los poemas de Federico que más le gustaban no eran ni los de los gitanos ni los de Nueva York, eran los de la naturaleza. Siempre llevaba en la cartera la Canción Otoñal y el día en que el general Mola entró en San Sebastián, Jaime no pudo menos de leer la primera estrofa al padre de Ignacio y al miliciano que estaba a su lado censurando los telegramas:
Hoy siento en el corazón
un vago temblor de estrellas
y todas las rosas son
tan blancas como mi pena.